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HISTORIA
LA AVENTURA DE LA
© LA AVENTURA DE LA HISTORIA / © UNIDAD EDITORIAL, REVISTAS S.L.U. / © MARÍA DE LOS ÁNGELES PÉREZ SAMPER
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.
CATALUÑA
Y LA EUROPA
DE LOS ALIADOS
EN UTRECHT
MARÍA DE LOS ÁNGELES PÉREZ SAMPER. UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA.
ARLOS II HABÍA NACIDO
EN 1661. DESDE SU NACI-
C
MIENTO COMENZÓ A ESPERARSE SU MUERTE.
Débil y enfermizo, no
parecía posible que
viviera muchos años y lograra tener descendencia. Toda Europa estaba pendiente del futuro de la Monarquía Española. Que ese futuro se preveía muy
confuso lo demuestran los tratados de
partición negociados todavía en vida de
Carlos II.
Ya en 1668 se negoció un tratado de
partición de la monarquía española entre los dos máximos aspirantes a la sucesión: Luis XIV de Francia y el emperador Leopoldo I de Austria, ambos casados con infantas españolas, aparte de
otros lazos de parentesco. Este acuerdo, que rompía la tradicional alianza
entre las dos ramas de la casa de Austria, era un significativo precedente
que mostraba que el reparto de la Monarquía Española, y en especial de sus
territorios extra peninsulares, entre las
potencias europeas era una posibilidad
que ya entonces se consideraba.
Al finalizar el siglo XVII la muerte sin
sucesión de Carlos II parecía inminente. La Monarquía Española era un gran
botín, del que todos deseaban beneficiarse. Ante todo lo esperaban los Borbones, la Monarquía francesa de Luis
XIV, y los Habsburgos, el Sacro Imperio Romano Germánico, pues ambas dinastías y ambas potencias tenían intereses directos y deseaban colocar
en el trono español a uno de los suyos
con todo lo que eso suponía de ventajas políticas y económicas. De otra manera eran igualmente aspirantes a obtener beneficios, sobre todo comerciales, las dos potencias marítimas, Inglaterra y las Provincias Unidas. En torno a unos y otros se posicionaban los
demás países. El interés español era
conservar íntegra la Monarquía, pues
ese era el principal deber de todo soberano. Pero la sucesión se presentaba
muy complicada.
En 1697 se planteó de nuevo la posibilidad de la partición. El problema
se suscitó en una coyuntura política
muy concreta. Tras varios años de guerra la Francia de Luis XIV y la Gran
Alianza de la Liga de Augsburgo habían
llegado a la paz de Ryswick. Estaba
en juego el equilibrio europeo. En ese
contexto tuvo lugar la negociación entre los dos monarcas entonces más poderosos: Luis XIV, rey de Francia, y
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Guillermo III, rey de Inglaterra y Estatúder de las Provincias Unidas. Los objetivos eran simples. Se trataba de asignar lo fundamental de la monarquía –
España y las Indias– a un aspirante, y
compensar con los dominios europeos
a los demás. Para alcanzar los objetivos de equilibrio, se propugnaba como
sucesor de Carlos II al príncipe José
Fernando de Baviera, biznieto de Felipe IV por línea femenina. De esta forma la herencia no recaía ni en la casa de
Borbón ni en la casa de Austria, las cuales recibían compensaciones en Italia. El tratado era secreto, pero pronto fue conocido. Carlos II se opuso a
este acuerdo, ya que significaba la división de la herencia española.
En febrero de 1699 murió prematuramente José Fernando de Baviera, por
lo que el problema volvió al punto de
partida, dejando como aspirantes a los
Habsburgos y a los Borbones. La necesidad de mantener el equilibrio en
Europa era fundamental, resultaba imposible que la sucesión recayera en los
titulares de las dos dinastías rivales. Inglaterra y Holanda no aceptarían nunca
que Luis XIV o el emperador Leopoldo
I se convirtieran en reyes de España.
Por esta razón ambos soberanos presen-
taron como candidatos al trono a príncipes no primogénitos, Felipe, duque
de Anjou, y el archiduque Carlos. Este
nuevo tratado de partición, firmado
en 1699, asignaba la sucesión española al archiduque Carlos de Austria,
mientras que Guipúzcoa y la mayor parte de las posesiones de la Corona española en Italia pasarían a la Corona
francesa como compensación por su renuncia a sus derechos.
El pacto se había logrado entre dos reyes de muy diversa condición, Luis XIV,
un monarca absoluto, y Guillermo III,
un soberano condicionado por el Parlamento. El tratado se firmó con la oposición del emperador Leopoldo, que reclamaba la totalidad de los territorios de
la Corona española. Pero las potencias
europeas eran conscientes de la dificultad de aplicarlo, por el rechazo de la corte española y, sobre todo, porque ninguno de los firmantes renunciaba a perseguir objetivos aún más ambiciosos. En
realidad, todo quedaba pendiente.
Finalmente Carlos II, en su testamento de 3 de octubre de 1700, nombró como sucesor a Felipe de Anjou,
nieto de Luis XIV de Francia, confiando en que poner la Monarquía Española al amparo de la potencia hegemónica garantizara su integridad.
Felipe V atravesó la frontera el 22
de enero de 1701. Entró en Madrid el
18 de febrero. El Juramento y pleito
homenaje tuvo lugar en los Jerónimos
el 8 de mayo. Viajó de inmediato a la
Corona de Aragón. Sus rivales reaccionaron. El 7 de septiembre de 1701
se firmó el Tratado de La Haya que dio
nacimiento a la Gran Alianza, formada por el Sacro Imperio, Inglaterra,
las Provincias Unidas, Prusia y la mayoría de los estados alemanes. La Entrada real de Felipe V en Barcelona se celebró el 2 de octubre de 1701 y el juramento real el 4 de octubre de 1701.
La inauguración de las Cortes catalanas fue el 12 de octubre. El 8 de abril
de 1702 el rey abandonó Cataluña rumbo a Italia. Los aliados declararon la
guerra a Luis XIV y a Felipe V en mayo
de ese año. El reino de Portugal y el
Ducado de Saboya se unirían a la Gran
Alianza en mayo de 1703.
La gran guerra de Sucesión a la Corona de España fue una guerra muy compleja, una guerra internacional, una guerra nacional interterritorial española,
una guerra por tierra y por mar, una guerra dinástica, una guerra económica, una
guerra mediática, una guerra religiosa.
Fue una guerra muy cruenta, con enormes costos humanos y materiales.
La suerte de la Monarquía Española quedó sobre el tablero internacional.
Cataluña, en la frontera entre la Monarquía Española y la Monarquía Francesa quedaba, todavía más, a las resultas de los intereses y prioridades
de las grandes potencias. Los españoles en general y los catalanes en particular se dividieron entre borbónicos y
austracistas.
Aunque la guerra comenzó en Italia
y en las fronteras de Francia, los aliados
la llevaron muy pronto a la península
ibérica. El Archiduque se trasladó a
Portugal. Inglaterra eligió como escenario preferente el mar. En 1704, sir
George Rooke y el príncipe Jorge de
Darmstadt llevaron a cabo un desembarco en Barcelona, que fracasó debido a que las instituciones catalanas
no encabezaron una rebelión. La élite
del Principado no se movió.
Para cambiar la marcha de la guerra
era importante conseguir la división de
los reinos españoles. La iniciativa partió de la reina Ana, quien en marzo de
1705 nombró como comisionado suyo
a Mitford Crowe, un comerciante de
aguardiente afincado en Cataluña,
“para contratar una alianza entre nosotros y el mencionado Principado o cualquier otra provincia de España”. Crowe
se puso en contacto con un grupo de
nobles y propietarios de la plana de Vic,
conocidos como los “vigatans”, un núcleo austracista dispuesto a tomar las
armas contra Felipe V. Los “vigatans”
se reunieron el 17 de mayo de 1705
en Vic y acordaron otorgar plenos poderes a dos representantes suyos para
que firmaran el tratado con Inglaterra
en nombre de los catalanes. El pacto
fue rubricado en Génova el 20 de junio
de 1705.
El acuerdo incluía el compromiso de
Inglaterra de desembarcar en la costa
catalana 8.000 soldados de infantería y
2.000 de caballería de las fuerzas aliadas, y entregar 12.000 fusiles con su correspondiente munición para armar a
las fuerzas catalanas. Por su parte Cataluña armaría 6.000 hombres, pagados
por Inglaterra, que deberían unirse a las
fuerzas aliadas, a las que también proLA AVENTURA DE LA
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porcionaría alojamiento y provisiones a
su costa, y reconocería al Archiduque
Carlos como rey de España, con la condición de que debería jurar y mantener
las leyes catalanas. El tratado había
de mantenerse en secreto hasta la toma
de Barcelona.
Los “vigatans” cumplieron su parte
del pacto y fueron extendiendo la rebelión en favor del Archiduque. En octubre de 1705 una parte del Principado se manifestaba austracista, pero en
Barcelona seguía dominando la situación el virrey Velasco, en nombre de Felipe V. El archiduque Carlos, en cumplimiento del acuerdo de Génova, embarcó en Lisboa rumbo a Cataluña al
frente de una gran flota aliada. La acción militar de los aliados fue decisiva
para el cambio que experimentó el
Principado. El 22 de agosto llegaba la
flota a Barcelona, para apoyar la revuelta austracista catalana, y pocos días después desembarcaban unos 17. 000 soldados, dando comienzo al sitio de Barcelona. El 15 de septiembre, nada más
capturar el castillo de Montjuic, los
aliados comenzaron a bombardear la
ciudad. El 9 de octubre Barcelona capitulaba y el día 22 el Archiduque Carlos entraba en la ciudad. El 7 de noviembre juró las Constituciones, y a
continuación convocó las Cortes catalanas. Desde la plataforma catalana,
el propósito del Archiduque era conquistar toda España y lo intentó repetidamente, entrando por dos veces
en Madrid, pero sin lograr consolidarse. Luchaba por ser rey de toda la Monarquía Española.
La guerra pasó por muchas vicisitudes militares y políticas. De gran
trascendencia fue la victoria borbónica en Almansa en 1707. El advenimiento al poder del partido “tory” en
Gran Bretaña en 1710, que era favorable a negociar la paz con los Borbones, cambió la política inglesa. La
muerte en abril de 1711 del emperador José I, hermano del archiduque
Carlos, fue un momento clave. Don
Carlos asumió su herencia imperial y
fue coronado en diciembre de 1711
emperador del Sacro Imperio. Cambió
la relación de fuerzas en el tablero internacional, no interesaba a las potencias marítimas que España y el Imperio volvieran a unirse. Se reforzó la
decisión del partido “tory” de iniciar
reuniones secretas con Luis XIV para
lograr la paz en Europa.
En Cataluña eran conscientes del
giro que la situación había experimentado. Como escribía Castellví: “Llegó
a Holanda y a Inglaterra el aviso de la
batalla de Brihuega (8 de diciembre de
1710). Hubo dictámenes de abandonar
la guerra de España, por ser tan costosa y poco ventajosa. […] La muerte
del Emperador permitió al nuevo ministerio tory, bajo diferentes pretextos,
condescender a una paz ventajosa a la
Inglaterra, [y] sin tanta nota practicar
el proyecto convenido con la Francia
[…] a fin de que el Rey Felipe conservase el cetro español.” En septiembre de 1711 la marcha del Archiduque para ser coronado Emperador, por
mucho que dejase en prenda a su esposa, Isabel Cristina de Brusnwick, fue
un gran golpe para las esperanzas del
Principado. Las operaciones de evacuación y embarque de las tropas expedicionarias aliadas aumentaron el derrotismo de los catalanes ante el incierto futuro del conflicto: “La suspensión
de armas que han ejecutado los ingleses y portugueses pronostica la total
ruina de Cataluña”.
Las negociaciones de paz comenzaron en Utrecht en enero de 1712. El
punto más conflictivo fue la petición de
amnistía “para todos los españoles y demás vasallos de S.M. que han seguido al
Archiduque”, cuestión que Felipe V
se negó tajantemente a aceptar.
La reina de Inglaterra hizo gestiones
a través de su embajador en la corte
de Madrid, Robert Lexington, para que
Felipe V concediera una amnistía general a los austracistas españoles, y particularmente a los catalanes, garantizándoles además el mantenimiento de
sus Constituciones. Pero la respuesta
de Felipe V fue negativa. El embajador
de Luis XIV en Madrid, que apoyó la
petición del embajador británico, informó a su Secretario de Estado el Marqués de Torcy “que ni en caso de extrema necesidad el rey de España accedería a lo que Inglaterra quiere exigir de
él a favor de los catalanes”.
Felipe V envió a Londres al marqués
de Monteleón, para negociar las cláusulas del tratado preliminar que afectaban a España. Entre sus fines estaba convencer al gobierno de la Reina
Ana de los graves perjuicios que se se-
guirían de “permitir vuelvan a España semejantes sujetos y vasallos”, en el
convencimiento de que lo harían “por
el interés de sus rentas y no por amor
ni arrepentimiento”. Su presencia, por
otra parte, podría volver a prender “alguna llama en Aragón, Cataluña y Valencia”. Se proponía un canje: que el
archiduque se quedase con los bienes
y rentas de los súbditos de Nápoles,
Flandes y Milán, fieles a Felipe V, a
los cuales compensara con lo requisado a los desafectos. En última instancia, y siempre sobre la base de no permitir su vuelta a tierras españolas, podría permitirse que gozaran y percibieran rentas a través de sus agentes,
“siempre que se practique lo mismo
con los bienes de los súbditos fieles de
los dominios que pasen a manos austriacas”.
A Monteleón le costó mucho convencer a lord Bolingbroke y al conde de
Oxford para que apoyaran la propuesta
española. Estaban preocupados porque
esta cuestión retrasaba la evacuación
de Cataluña y, por tanto, la paz general, pero se veían obligados a cumplir
la voluntad del Parlamento. Estaban
convencidos de que también convenía
“a los inmediatos intereses de España el facilitarla y hacer como se suele
decir la puente de oro al enemigo” y de
que era la llave que conduciría a la paz
general. Tras muchas conversaciones
se llegó a una solución de compromiso que consistía en suplir “la incertidumbre por la buena fe”, es decir, dejar abiertos los puntos más conflictivos, remitiéndolos a la paz general.
El principal escollo era el punto relativo a los privilegios de los catalanes.
Para solucionarlo se proponía una solución que salvara el decoro de las dos
partes. Según explicaba Monteleón:
“Siempre se han mantenido la Reyna y
sus ministros en que no pueden apartarse de la demanda por su honor y por
su empeño, y que el solo expediente es
de poner la palabra privilegios antiguos
para que S. M. lo pueda interpretar
como gustara y quedar en libertad de
hacer lo que quisiera y que S. M. Británica para complacer a mis instancias ha
hecho nuevamente proponer esta dependencia en su Consejo de Estado, en
el cual todos los ministros unánimes
han convenido que conviene a la España y a la Inglaterra que el rey sea dueLA AVENTURA DE LA
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ño de sus vasallos y que no queden, si
pudiera ser, cenizas de sedición o rebeldía capaces de perturbar la quietud
de la Monarquía, pero que en las contingencias presentes y empeños contraídos se debe también salvar el honor
de la reina y que uno y otro solo se puede conseguir con la palabra general de
privilegios antiguos”.
El Tratado preliminar de paz y amistad entre España e Inglaterra dejaba algunas cuestiones abiertas, una era el
perdón de los catalanes. Felipe V había
aceptado conceder la amnistía y reconocer las haciendas y honores anteriores a la guerra, pero se mantenía
firme respecto a los fueros, “por la consideración de que los referidos fueros
son demasiado perjudiciales a su soberanía, a su real servicio y a la misma
quietud de los demás reinos de Su Majestad católica” y “porque en lo tocante a los privilegios que los reyes, por
pura bondad, otorgaron a los catalanes,
se han hecho indignos de ellos por su
mala conducta”.
Fundamental era también la actuación del Sacro Imperio. Carlos VI tras
llegar al trono imperial había dejado su
pretensión de convertirse en rey de España en segundo término, pero eso no
significaba que no mantuviese su interés por obtener compensaciones a costa de la herencia española, mucho más
después de todo el esfuerzo realizado
en la guerra. Y tampoco estaba dispuesto a abandonar, sin más, a todos sus
seguidores, especialmente a sus fieles catalanes.
El emperador Carlos había enviado a
su embajador Juan Hoffman, primero
a Londres y luego a Utrecht, con la propuesta de que la Corona de Aragón
quedara bajo el dominio de los Habsburgo —bien del propio Emperador o
de una de las Archiduquesas— siendo segregada del resto de España, que
quedaría en manos de Felipe V, y si esta
propuesta no era aceptada, que fuera
reconocida la República Catalana —
que incluiría no sólo el Principado, sino
también Mallorca e Ibiza— bajo la protección de la protección de los aliados o del emperador. Esta solución fue
rechazada por Bolingbroke. De ninguna manera aceptaría Felipe V perder
Cataluña. El emperador Carlos VI se
autoexcluyó del Tratado de Utrecht,
que finalmente fue una paz por sepa-
rado entre Francia, España, Inglaterra
y Holanda.
Felipe V se negaba a incluir en el Tratado de paz el compromiso de mantener el ordenamiento constitucional catalán. Ante Cataluña se abría un horizonte muy sombrío: “Empezó el presente año de 1713 muy infeliz para este
Principado y ciudad de Barcelona, a
causa del maligno semblante que
muestran los negocios particulares de
Utrecht”. En marzo la Emperatriz dejó
Barcelona para marchar a Viena. Se declaró un armisticio y mediante el convenio de Hospitalet, de 22 de junio
de 1713, se estableció la evacuación de
las últimas tropas aliadas en Cataluña. Para el 30 de junio se convocó una
Junta General de Brazos que debía decidir si Cataluña se sometía incondicionalmente a Felipe V o continuaba la
guerra en solitario. El emperador ordenó al mariscal Guido von Starhemberg
que intercediera por los catalanes y retrasara la evacuación.
Ya en la fase final de las negociaciones Bolingbroke, deseoso de acabar con
la guerra, claudicó ante Felipe V y renunció a que éste se comprometiera
a mantener las “libertades” catalanas.
En una carta a Monteleón le decía que
sería triste que la negociación encallase por “una bagatela” como el caso
de los catalanes.
Cuando el embajador de los Tres
Comunes de Cataluña en Londres Pau
Ignasi de Dalmases tuvo conocimiento de este cambio de actitud del gobierno británico presentó una súplica
ante el Parlamento en la que pedía que
“por todos los medios posibles procurase que Cataluña tuviese todos los
privilegios y se le conservasen todas las
libertades, leyes y excepciones que
hasta hoy había gozado y hoy en día estaba gozando; a vista de haber seguido
aquel país lo mismo que aprobó, fomentó, empezó y siguió la Inglaterra...
En atención a la mayor gloria de S.M.
y de la nación; en atención a los ofrecimientos hechos a Cataluña de no desampararla por sus generales y almirantes. Y en fin, en consideración de que
siendo este país tan libre y tan amante de la libertad debía proteger otro
país, que por sus prerrogativas podría
llamarse libre, el cual solicitaba su protección y amparo, añadiendo que las
leyes, privilegios y libertades son en
todo parecidas y casi iguales a las de
Inglaterra”.
Dalmases consiguió que la reina Ana
le recibiera a título personal el 28 de junio de 1713, aunque en aquel momento el acuerdo entre Bolingbroke y los
representantes de Felipe V ya estaba
cerrado. Según contó Dalmases, la reina, después de escuchar su súplica, le
respondió que “había hecho lo que había podido por Cataluña”.
Ante las noticias del abandono inglés, se convocó en Barcelona el 30 de
junio de 1713 una Junta de Brazos para
deliberar si Cataluña debía someterse
a Felipe V o proseguir la guerra en solitario. Al margen del nuevo orden internacional que se estaba pactando
en Utrecht y sin ninguna posibilidad
desde el punto de vista militar, el 6
de julio de 1713 se tomó la decisión de
continuar la guerra.
El abandono de los catalanes por
Gran Bretaña quedó ratificado en el artículo 13 del tratado de paz entre Gran
Bretaña y España firmado el 13 de julio de 1713.
Visto que la reina de la Gran Bretaña no cesa de instar con suma eficacia para que todos los habitadores del
principado de Cataluña, de cualquier
estado y condición que sean, consigan,
no sólo entero y perpetuo olvido de
todo lo ejecutado durante esta guerra
y gocen de la íntegra posesión de todas
sus haciendas y honras, sino también
que conserven ilesos é intactos sus
antiguos privilegios, el rey católico por
atención a su Majestad británica concede y confirma por el presente á cualesquiera habitadores de Cataluña, no
sólo la amnistía deseada juntamente
con la plena posesión de todos sus bienes y honras, sino que les da y concede también todos aquellos privilegios que poseen y gozan, y en adelante
pueden poseer y gozar los habitadores de las dos castillas, que de todos los
pueblos de España son los más amados
del rey católico.
Monteleón se tranquilizó con esta solución, ya que “salva el honor de la reina y queda el rey dueño de hacer lo que
quisiere, que es la intención de Inglaterra”. Bolingbroke justificaba con este
artículo a la reina Ana, asegurando que
ya había cumplido honorablemente con
sus obligaciones del Pacto de Génova,
puesto que “los privilegios de Castilla
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son mucho más valiosos para aquellos
que tratan de vivir en la debida sujeción
a la autoridad” y que además aseguraban a los catalanes poder obtener cargos en la monarquía y sobre todo el disfrute del comercio americano, argumento de gran peso para los británicos, que interpretaban el conflicto primordialmente en clave económica.
El Conde de la Corzana, uno de los
embajadores de Carlos VI en Utrecht,
consideró el artículo 13 de la Paz de
Utrecht como el fruto “de la violencia y mala fe del ministerio inglés” y tan
“indecoroso que el tiempo no borrará
el sacrificio que el ministerio inglés
hace de la España y singularmente de
la Corona de Aragón, y más en particular de la Cataluña, a quienes la Inglaterra ha dado tantas seguridades de
sostenerles y ampararles... dejando a
discreción de la familia de los Borbones
la tierra más aliada y distinguida por
la causa común”. Todo ello a cambio del
“opio del Perú y Potosí que presente
ha adormecido al ministerio inglés para
sacrificar los interés de sus aliados”.
Al tratado de Utrecht siguió el de
Rastatt. En las negociaciones llevadas
a cabo en la ciudad alemana de Rastatt
para acordar la paz entre Francia y el
Imperio. Luis XIV se hallaba representado por el Mariscal de Villars y el emperador Carlos VI, por el príncipe Eugenio de Saboya.
El llamado “caso de los catalanes”
pronto se convirtió en la cuestión más
espinosa. Eugenio de Saboya le comunicó al Secretario de Estado de Carlos VI, el catalán Ramón de Vilana-Perles, Marqués de Rialp: “no cejo de trabajar cuanto me es posible a favor y
en beneficio de la constante nación catalana, y bien puedo decir con ingenuidad a V.I. que es un puente muy difícil de arreglar”. Por su parte el mariscal Villars escribía al rey de Francia
que el príncipe Eugenio de Saboya estaba dispuesto a alcanzar un acuerdo,
“pero está muy apenado acerca de los
artículos de los catalanes, y es posible
que un sentimiento similar haya hecho
mella en el corazón del Archiduque y la
Archiduquesa... la cual, para tener la libertad de salir [de Barcelona], habrá
prometido a estos rebeldes todo aquello que le habrán pedido”.
Como los británicos en las negociaciones del tratado de Utrecht, lo que el
representante imperial pretendía, siguiendo las indicaciones de Carlos VI,
era que Felipe V se comprometiera a
dar una amnistía para sus “vasallos rebeldes”, tanto catalanes como mallorquines, y a no derogar las leyes e instituciones propias del Principado de
Cataluña y del reino de Mallorca, si la
emperatriz y las tropas imperiales lo
abandonaban.
Felipe V seguía negándose a aceptar
esas condiciones. El embajador Villars
aceptó la propuesta de Eugenio de Saboya, pero fue desautorizado por el secretario de Estado de Luis XIV, el Marqués de Torcy, por lo que tuvo que
abandonar la negociación. Al mismo
tiempo Luis XIV, decidido a poner fin a
la guerra, envió a Cataluña un ejército
al mando del Duque de Berwick para
someter la resistencia de Barcelona.
El 6 de marzo de 1714 se firmó el tratado por el que el Imperio se incorporó a la paz de Utrecht, sin conseguir
el compromiso de Felipe V sobre el
mantenimiento de las leyes e instituciones propias de Cataluña y Mallorca.
La negativa a hacer ningún tipo de concesión la argumentaba así Felipe V en
una carta remitida a su abuelo Luis
XIV: “No es por odio ni por sentimiento de venganza por lo que siempre me
he negado a esta restitución, sino porque significaría anular mi autoridad y
exponerme a revueltas continuas [...]
Si [Carlos VI] se ha comprometido en
favor de los catalanes y los mallorquines, ha hecho mal y, en todo caso, debe
conformarse del mismo modo que lo ha
hecho la reina de Inglaterra, juzgando
que sus compromisos ya se veían satisfechos con la promesa que he hecho de
conservarles los mismos privilegios que
a mis fieles castellanos.”
Un mes después de haberse firmado
la Paz de Rastatt, los días 3 y 4 de abril
de 1714, tuvo lugar un en la Cámara de
los Lores un debate en el que la oposición “whig” criticó al gobierno “tory”
por haber abandonado a los catalanes y
no haberles garantizado “el completo
disfrute de todas sus justas y antiguas
libertades”, lo que consideraban una
auténtica deshonra para Gran Bretaña.
Bolingbroke no sólo rechazó las críticas sino que ordenó al almirante
Wishart que bloqueara Barcelona por
mar bajo el pretexto de que catalanes y
mallorquines estaban perjudicando el
comercio británico en el Mediterráneo,
y al mismo tiempo su embajador en
Madrid enviaba una carta a la Diputación del General de Cataluña, aconsejándole rendirse y someterse a su
legítimo soberano. En el mes de julio
Bolingbroke también rechazó la propuesta de Pablo Ignacio de Dalmases,
representante de los Tres Comunes de
Cataluña en Londres, para que la reina
Ana “tome en depósito a Cataluña o
por lo menos Barcelona y Mallorca hasta la paz general sin soltarlas a nadie
hasta que mediante tratado se adjudiquen y se asegure la observancia de
sus privilegios” —en referencia a las
negociaciones que tenían lugar en Baden—, porque eso podría suponer la
reanudación de la guerra.
En Inglaterra se desarrolló un gran debate político que pasó del Parlamento
a la opinión pública y se plasmó en diversas publicaciones. En The Case of the
Catalans Considered, después de aludir repetidamente a la responsabilidad contraída por los británicos al haber alentado a los catalanes a la rebelión se decía: “Todas estas cuestiones tocan el corazón de cualquier ciudadano británico generoso cuando considera el caso de
los catalanes... ¿La palabra catalanes
no será sinónimo de nuestra deshonra?”
Otra publicación, titulada The Deplorable History of the Catalans, elogiaba el heroísmo de los catalanes: “ahora el mundo ya cuenta con un nuevo ejemplo de
la influencia que puede ejercer la libertad en mentes generosas”.
La situación cambió al morir la reina Ana de Inglaterra el 1 de agosto de
1714. Su sucesor, Jorge I de Hannover, dio órdenes al embajador británico en París para que presionara a Luis
XIV con el fin de obligar a Felipe V a
mantener las leyes e instituciones de
Cataluña. Pero las presiones británicas
no surtieron efecto. Entonces Dalmases pidió que la flota británica se concentrara en Barcelona para conseguir
un alto el fuego que acabara con el cerco borbónico de la ciudad, petición que
fue aceptada por el gobierno británico.
Por su parte, Felipe de Ferran y de
Sacirera, embajador de los Tres Comunes en La Haya, intentaba igualmente
defender la causa de los catalanes.
Consiguió ser recibido en audiencia
el 18 de septiembre por el rey Jorge
I, que se encontraba en La Haya, camiLA AVENTURA DE LA
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no de Londres para ser coronado. El rey
le prometió que haría lo posible por Cataluña, pero temía que fuera demasiado tarde. En efecto, unos días después se conocía la noticia de que el
11 de septiembre de 1714 Barcelona se
había rendido.
Tanto el nuevo rey Jorge I como el
nuevo gobierno “whig”, salido de las
elecciones celebradas a principios de
1715, eran contrarios a los acuerdos que
el gobierno anterior “tory” había alcanzado con Luis XIV y que habían constituido la base del Tratado de Utrecht,
pero acabaron por aceptarlos porque las
ventajas que Gran Bretaña había obtenido de los Borbones eran muy importantes, en Europa Gibraltar y Menorca, en América el asiento de negros y
el navío de permiso, y territorios como
Nueva Escocia y Terranova. El viraje británico sobre el “caso de los catalanes” finalmente no se produjo. Los ideales políticos se sacrificaron a los intereses económicos.
La mayoría “whig” en el parlamento
con el apoyo del rey formó un “Committee of Secrecy”, encabezado por Robert
Walpole, para elaborar un informe sobre la actuación del anterior gobierno
“tory” y depurar responsabilidades. En el
informe presentado por el comité al parlamento sobre el caso de los catalanes
se decía que éstos había sido “abandonados y dejados en manos de sus enemigos contrariamente a la fe y el honor”. Sin
embargo, el gobierno “whig” no hizo
nada para ayudar a Mallorca que aún no
había caído en manos borbónicas. El 2 de
julio de 1715 Mallorca capituló.
Felipe de Borbón y Carlos de Austria
lucharon por toda la herencia española, pero la guerra y su resultado final, los
tratados de paz de Utrecht y Rastatt,
impusieron la división de la Monarquía
Española. En el marco general del nuevo orden europeo surgido en 1714, perdidas las posesiones españolas de Italia y los Países Bajos, se recreó una nueva España. Cataluña, dividida, abandonada a su suerte por los aliados, vencida, quedó en España, en la nueva España borbónica del absolutismo ilustrado, una nueva España reorganizada
interiormente y en el exterior una gran
potencia europea, orientada decididamente hacia América, una España
que también Cataluña, a pesar de todo,
contribuyó a recrear. 