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Traducción
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Sobre la libertad de los antiguos
comparada a la de los modernos*
Benjamin Constant
¿Por qué dividimos la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna? ¿Qué hace
que los hombres antiguos sean antiguos y los modernos seamos modernos? Cada una de
esas edades marca no una distinción ociosa de los historiadores, sino una diferencia en las
relaciones políticas, sociales y económicas, y en la forma de concebir el mundo e incluso
algo todavía más profundo. Las diferencias son tan hondas que las consideramos edades
distintas de la humanidad. Benjamin Constant (1767-1830), escritor y político francés, nos
ofrece aquí una brillante reflexión sobre dos tipos de libertad: la antigua y la moderna. Se
trata de un discurso pronunciado por Constant, en 1819, en el Athénée royal de París. Un
hombre remarcable dentro de la tradición liberal.
S
eñores, me propongo plantearles algunas
distinciones, todavía bastante novedosas, entre
dos tipos de libertad y cuyas diferencias se han
mantenido desapercibidas hasta estos días o, cuando
menos, han sido muy poco valoradas. Una es la
libertad que su ejercicio era tan apreciado por los
pueblos antiguos; la otra es aquélla cuyo goce es
particularmente valioso a las naciones modernas. Esta
disquisición será interesante, si no me equivoco, bajo
un doble aspecto.
En primer lugar, la confusión de estas dos especies
de libertad ha sido entre nosotros, durante épocas muy
célebres de nuestra revolución, la causa de muchos
males. Francia se ha desgastado en ensayos inútiles
que sus autores, irritados por su poco éxito, intentaron
limitarla a disfrutar del bien que ella no quería, y le
disputaron el bien que sí deseaba. En segundo lugar,
una vez convocados por nuestra feliz revolución (la
llamo feliz, a pesar de sus excesos, pues fijo mi
mirada en sus resultados) a disfrutar de los beneficios
* Traducido por Carlos Patiño Gutiérrez.
de un gobierno representativo, es interesante y útil
indagar por qué este tipo de gobierno, el único bajo el
cual podemos encontrar alguna libertad y alguna
calma, fue prácticamente desconocido para los
pueblos libres de la Antigüedad. Sé que se ha
pretendido distinguir algunas huellas en los pueblos
antiguos, por ejemplo en la república de
Lacedemonia, y en nuestros ancestros galos; pero esto
es un error.
El gobierno de Lacedemonia era una aristocracia
monástica y de ningún modo un gobierno
representativo. El poder de los reyes era limitado,
pero lo era por los éforos y no por los hombres
investidos de una misión similar a aquélla que la
elección confiere en nuestros días a los defensores de
nuestras libertades. Los éforos, sin duda, luego de
haber sido instituidos por los reyes, fueron nombrados
por el pueblo. Pero no eran sino cinco. Su autoridad
era tanto religiosa como política; ellos participaban en
la administración misma del gobierno, es decir, el
poder ejecutivo; y por ello, su prerrogativa, como la
de casi todos los funcionarios populares en las
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La Libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix, 1830, Museo del Louvre, Francia.
antiguas repúblicas, lejos de ser simplemente una
barrera contra la tiranía, se convertía algunas veces
ella misma en una tiranía insoportable.
El régimen galo, que se parecía bastante a cierto
partido, era a la vez teocrático y militar. Los sacerdotes
gozaban de un poder sin límites. La clase militar y la
nobleza poseían privilegios muy insolentes y muy
opresivos. El pueblo no tenía derechos ni garantías. En
Roma, los tribunos tenían, hasta cierto punto, una misión
representativa. Constituían los órganos de los
plebeyos que la oligarquía, que en todos los siglos es
la misma, sometió (derrocando a los reyes) a una muy
dura esclavitud. El pueblo ejercía directamente, a
pesar de todo, una gran parte de los derechos
políticos. Se congregaba para votar las leyes, para
juzgar a los patricios acusados: no había en Roma por
lo tanto sino vagos vestigios del sistema representativo.
Este sistema es un descubrimiento de los modernos
y verán, señores, que el estado de la especie humana
en la Antigüedad no permitía a una institución de esta
naturaleza introducirse o establecerse. Los pueblos
antiguos no podían ni sentir su necesidad ni apreciar
sus ventajas. Su organización social los conducía a
desear una libertad completamente diferente a aquélla
que nuestro sistema nos asegura.
Dedicaré el discurso de esta noche a demostrarles
esta verdad. En primer lugar, pregúntense ustedes,
señores, lo que hoy en día entiende por la palabra
libertad, un inglés, un francés, un estadounidense.
Para cada uno de ellos consiste en el derecho de no
someterse sino a las leyes, de no ser ni arrestado, ni
detenido, ni ejecutado, ni maltratado de ninguna
manera, a causa de la voluntad arbitraria de uno o
varios individuos. Es para cada uno de ellos el
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derecho de decir su opinión, de elegir una profesión y
ejercerla, de disponer de su propiedad, incluso
abusando de ella; de ir, de venir sin permiso y sin dar
explicación de sus motivos o de sus procederes. Es
para cada uno de ellos el derecho de reunirse con
otros individuos, ya sea para compartir sus intereses o
profesar el culto que él y sus asociados prefieran, ya
sea simplemente para colmar sus días o sus horas de
la manera más acorde a sus inclinaciones, a sus
fantasías. En fin, es el derecho, para cada uno de
ellos, de influir en la administración del gobierno, ya
sea para el nombramiento de todos o de algunos
funcionarios, ya sea para las representaciones, las
peticiones, las solicitudes, a las que la autoridad está
más o menos obligada de tomar en consideración. Ahora
comparen esta libertad con la de los antiguos.
Ésta consiste en ejercer colectiva y, en particular,
directamente varias partes de la soberanía, en
deliberar en la plaza pública a propósito de la guerra y
de la paz, en firmar con los extranjeros tratados de
alianza, en votar las leyes, en pronunciar sentencias,
en examinar las finanzas, los actos, la gestión de los
funcionarios, en hacerlos comparecer ante el pueblo
entero, en imputarlos, en condenarlos o en absolverlos;
pero al mismo tiempo que era eso lo que los antiguos
llamaban libertad, admitían como compatible con esta
libertad colectiva la subordinación absoluta del
individuo a la autoridad del todo. No encontraremos
en ellos prácticamente ninguno de los beneficios que,
como vimos, formaban parte de la libertad de los
modernos. Todas las acciones privadas están
sometidas a una vigilancia severa. Nada se dejaba a la
independencia individual, ni las opiniones, ni las
profesiones, ni sobre todo la religión. La facultad de
elegir su religión, facultad que nosotros consideramos
como uno de nuestros derechos más preciados, habría
parecido para los antiguos un crimen y un sacrilegio.
En las cosas que nos parecen más útiles, la autoridad
del cuerpo social se interpone e importuna la voluntad
de los individuos. Terpandro no puede, entre los
espartanos, agregar una cuerda a su lira sin que los
éforos se ofendan. En las relaciones más domésticas,
la autoridad interviene igualmente. El joven espartano
no puede visitar libremente a su nueva esposa. En
Roma, los censores llevan un ojo escrutador al interior
de las familias. Las leyes regulan las costumbres y
como las costumbres lo abarcan todo, no hay nada
que las leyes no regulen.
Así, entre los antiguos, el individuo, soberano casi
habitual en todos los asuntos públicos, es esclavo en
todas las relaciones privadas. Como ciudadano,
decide la paz y la guerra; como particular está
circunscrito, es observado, reprimido en todos sus
movimientos; como parte del cuerpo colectivo, puede
ser a su vez privado de su estado, despojado de su
dignidad, desterrado, condenado a muerte, por la
voluntad discrecional de la colectividad de la cual es
parte. Entre los modernos, en cambio, el individuo –
independiente en su vida privada– no es, incluso en
los Estados más libres, soberano sino en apariencia. Su
soberanía está restringida, casi siempre suspendida; y
si en épocas concretas (aunque raras), durante las
cuales se le satura de precauciones y obstáculos, ejerce
esta soberanía, no es sino para abdicarla después.
Debo detenerme aquí un momento, señores, para
superar una objeción que se me podría hacer. Existe
una república de la Antigüedad en la que el
sometimiento de la existencia individual al cuerpo
colectivo no es tan profundo como el que he
descrito. Esta república es la más célebre de todas. Se
puede adivinar que estoy hablando de Atenas. Volveré
sobre este asunto más tarde y, reconociendo la verdad
de este hecho, les explicaré la razón. Veremos por
qué, de entre todos los Estados antiguos, Atenas es
aquél que más se ha parecido a los modernos. En el
resto de lugares, la jurisdicción social era ilimitada. Los
antiguos, como dice Condorcet, no tenían idea de los
derechos individuales. Los hombres no eran, por así
decirlo, más que máquinas para las cuales la ley
regulaba los resortes y dirigía las ruedas. El mismo
sometimiento caracterizaba los más bellos siglos de la
república romana; el individuo se había perdido de
alguna manera en la nación, y el ciudadano en la
ciudad. Rastrearemos ahora el origen de esta
diferencia esencial entre los antiguos y nosotros.
Todas las repúblicas antiguas estaban encerradas
en límites estrechos. La más poblada, la más
poderosa, la más considerable de ellas, no era igual en
su extensión al más pequeño de los Estados
modernos. Por una consecuencia inevitable de su
escaso tamaño, el espíritu de estas repúblicas era
beligerante; cada pueblo atacaba continuamente a sus
vecinos o era atacado por ellos. Impulsados así por la
necesidad, unos contra otros, luchaban o se
amenazaban incesantemente. Los que no querían ser
conquistadores no podían desarmarse ante el riesgo de
ser conquistados. Todos compraban su seguridad, su
independencia, su existencia entera, al precio de la
guerra. Ella era el interés constante, la ocupación casi
habitual de los Estados libres de la Antigüedad. Por
último, y por una consecuencia igualmente necesaria
de esta forma de ser, todos estos Estados tenían
esclavos. Las profesiones mecánicas e incluso, en
algunas naciones, las profesiones industriales se
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La muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793, Museos reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas, Bélgica.
encomendaron a las manos atadas por las cadenas. El
mundo moderno nos ofrece un espectáculo completamente
opuesto. Los más pequeños Estados de hoy son
incomparablemente más grandes que Esparta o Roma
en sus cinco siglos. La división misma de Europa en
varios Estados se debe a los progresos de la
Ilustración, más aparente que real. Mientras que cada
pueblo, en otro tiempo, constituía una hambruna
aislada, enemiga nacida de otras familias, ahora existe
una masa de hombres que aunque portan diferentes
nombres y diversas formas de organización social, es
homogénea en su naturaleza. Es lo suficientemente
fuerte como para no temer de las hordas bárbaras y lo
suficientemente iluminada como para que la guerra le
sea achacada. Su tendencia uniforme se dirige hacia la
paz.
Esta diferencia implica otra. La guerra es anterior
al comercio, ya que la guerra y el comercio son sólo
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dos maneras diferentes para lograr el mismo objetivo:
el de poseer lo que uno desea. El comercio no es sino
una ofrenda a la fuerza del poseedor por parte del
aspirante a la posesión. Éste es un intento de obtener
por las buenas lo que no se espera ya conquistar por la
violencia. Un hombre que fuese siempre fuerte, no se
le ocurriría jamás la idea del comercio. Es la
experiencia que (demostrándole que la guerra, es
decir, el uso de su fuerza contra la fuerza de otro, lo
expone a diversas resistencias y diversos fracasos) lo
lleva a recurrir al comercio, es decir, una forma más
suave y más segura de comprometer el interés de otro
para consentir a la conveniencia del interés propio. La
guerra es el impulso, el comercio es el cálculo. Pero,
por ahí mismo, deberá llegar una época en que el
comercio sustituya a la guerra. Hemos llegado a esa
época.
No quiero decir que no había, entre los antiguos,
pueblos comerciantes; sino que estos pueblos eran de
alguna manera una excepción a la regla general. Las
limitaciones propias de un discurso no me permiten
indicarles todos los obstáculos que se planteaban
entonces al progreso del comercio; los conocen tan
bien como yo: no mencionaré más que uno. La
ignorancia de la brújula forzaba a los marinos de la
Antigüedad a no perder de vista las costas sino en la
medida que les era posible. Cruzar las columnas de
Hércules, es decir, pasar el estrecho de Gibraltar, se
consideraba la empresa más atrevida. Los fenicios y
los cartagineses –los navegantes más hábiles– no se
atrevieron a hacerlo sino muy tarde y su ejemplo se
mantuvo mucho tiempo sin ser imitado. En Atenas, de
la cual hablaremos en breve, los intereses marítimos
fueron aproximadamente del sesenta por ciento,
mientras que el interés común tenía apenas el doce,
por lo que la idea de una navegación lejana suponía la
del peligro.
Además, si me pudiera permitir una digresión que
desgraciadamente sería demasiado larga, les
mostraría, señores –por el detalle de las costumbres,
de los hábitos, del modo de los intercambios de los
pueblos comerciantes de la Antigüedad con otros
pueblos–, que su comercio en sí estaba, por así
decirlo, impregnado del espíritu de la época, de la
atmósfera, de la guerra y de la hostilidad que los
rodeaba. El comercio en ese entonces era un feliz
accidente; ahora es el estado ordinario, el objetivo
único, la tendencia universal, la vida verdadera de las
naciones. Quieren el descanso; con el descanso el
bienestar y, como fuente del bienestar, la industria. La
guerra es cada día un medio más ineficaz para cumplir
sus deseos. Sus posibilidades no ofrecen ni a los
individuos ni a las naciones los beneficios que igualen
los resultados del trabajo pacífico y de los intercambios
regulares. Entre los antiguos, una guerra afortunada
sumaba en esclavos, en tributos, en territorios
compartidos, a la riqueza pública y particular. Entre
los modernos, una guerra afortunada cuesta
infaliblemente más de lo que vale. Finalmente, gracias
al comercio, la religión, el progreso intelectual y
moral de la especie humana, no hay ya más esclavos
en las naciones europeas. Los hombres libres deben
ejercer todas las profesiones y satisfacer para todos
las necesidades de la sociedad.
Presentamos fácilmente, señores, el resultado
necesario de estas diferencias. En primer lugar, la
extensión de un país disminuye la importancia política
que le corresponde a cada individuo. El republicano
más obscuro de Roma y Esparta suponía una potencia.
No ocurre lo mismo con el simple ciudadano de la
Gran Bretaña o de Estados Unidos. Su influencia
personal es un elemento imperceptible de la voluntad
social que imprime al gobierno su dirección. En
segundo lugar, la abolición de la esclavitud ha privado
a la población libre del ocio que disfrutaba cuando los
esclavos se encargaban de la mayor parte del trabajo.
Sin la población esclava de Atenas, veinte mil
atenienses no hubieran podido deliberar cada día en la
plaza pública. En tercer lugar, el comercio, a
diferencia de la guerra, no permite periodos de
inactividad en la vida del hombre. El ejercicio
continuo de los derechos políticos, la discusión diaria
de los asuntos de Estado, las divergencias, los
conciliábulos, todo el cortejo y todo el movimiento de
las facciones, agitaciones necesarias, ocupación
obligada –si me atrevo a emplear esta expresión– en
la vida de los pueblos libres de la Antigüedad, que
hubieran languidecido sin este recurso, bajo el peso de
una inacción dolorosa, no ofrecerían sino molestias y
fatigas a las naciones modernas, donde cada
individuo, ocupado de sus negocios, de sus empresas,
de los beneficios que obtiene o que espera obtener, no
quiere ser distraído más que momentáneamente y lo
menos posible. El comercio, en fin, inspira a los
hombres un vivo amor por la independencia
individual. El comercio atiende sus necesidades,
satisface sus deseos, sin intervención de la autoridad.
Esta intervención es casi siempre, y no sé por qué
digo casi, esta intervención es siempre una molestia y
un estorbo. Siempre que el poder colectivo quiere
mezclarse en asuntos particulares, perjudica esos
asuntos. Cada vez que los gobiernos pretenden
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ocuparse de nuestros negocios, lo hacen peor y de
forma más dispendiosa que nosotros.
Se los dije, señores, que abordaría de nuevo a
Atenas, la cual podría servir como ejemplo para
objetar mis afirmaciones, y sin embargo va a
confirmarlas todas. Atenas, como ya lo dije, era de
todas las repúblicas griegas, la más comercial: daba a
sus ciudadanos mucha más libertad individual que
Roma y que Esparta. Si pudiera entrar en detalles
históricos, les haría ver que el comercio había hecho
desaparecer en los atenienses varias de las diferencias
que distinguen a los pueblos antiguos de los pueblos
modernos. El espíritu de los comerciantes de Atenas
era similar al de los comerciantes actuales. Jenofonte
nos cuenta que, durante la Guerra del Peloponeso,
sacaban sus capitales de Ática y los enviaban a las
islas del archipiélago. El comercio creó entre ellos la
circulación. Observamos en Isócrates rastros del uso
de las letras de cambio. También observen lo mucho
que sus costumbres se parecen a las nuestras. En sus
relaciones con las mujeres –verán y cito de nuevo a
Jenofonte–, los maridos satisfechos (cuando la paz y
la amistad decente prevalece en el interior de la casa)
deben ser considerados con la mujer demasiado débil
ante la tiranía de la naturaleza, cerrar los ojos ante el
poder irresistible de las pasiones, perdonar la primera
debilidad y olvidar la segunda. En su trato con los
extranjeros, se les verá prodigar los derechos propios
de los ciudadanos a cualquiera que, instalándose con
su familia, establezca un oficio o una fábrica; en fin,
nos sorprenderá su excesivo amor a la independencia
individual.
En Esparta, dijo un filósofo, los ciudadanos corren
cuando son llamados por el funcionario; en cambio,
un ateniense estaría desesperado al pensar que
depende del funcionario.
Sin embargo, al igual que muchas otras
circunstancias que decidían el carácter de los pueblos
antiguos, en Atenas también existían las propias a
esos tiempos; ya que había una población esclava, y el
territorio era muy reservado, encontramos ahí
vestigios de la libertad antigua. El pueblo hace las
leyes, examina la conducta de los funcionarios,
compele a Pericles a rendir cuentas, condena a muerte
a los generales que habían mandado en la batalla de
Arginusas. Al mismo tiempo, el ostracismo,
arbitrariedad jurídica y elogiada por todos los
legisladores de la época, repito, el ostracismo, que nos
parece y debe parecernos una iniquidad repugnante,
demuestra que el individuo estaba mucho más
sometido a la supremacía del cuerpo social en Atenas
que lo que hoy en día lo estaría en cualquier Estado
libre de Europa.
Se deduce de lo que acabo de describir que no
podemos disfrutar, ya no, de la libertad de los
antiguos, que consistía en la participación activa y
constante en el poder colectivo. Nuestra libertad
consiste en el disfrute pacífico de la independencia
privada. La participación que en la Antigüedad tenían
todos en la soberanía nacional no era, como ahora,
una suposición abstracta. La voluntad de cada uno
representaba una influencia real: el ejercicio de la
voluntad era un placer vivo y repetido. Como
resultado, los antiguos estaban dispuestos a hacer
grandes sacrificios para la preservación de sus derechos
políticos y de su participación en la administración
del Estado. Todo el que sentía con orgullo todo lo que
su voto valía, encontraba –en esta toma de conciencia
de su importancia personal– una profunda indemnización.
Esta compensación ya no existe para nosotros. Perdido
en la multitud, el individuo casi nunca ve su
influencia. Su voluntad jamás deja huella en la
colectividad, nada confirma ante sus propios ojos el
influjo de su cooperación. El ejercicio de los derechos
políticos no nos ofrece sino una parte de los
beneficios que los antiguos encontraban en ellos, y al
mismo tiempo el progreso de la civilización, la
tendencia comercial de la época, la comunicación de
los pueblos entre ellos, han multiplicado y variado
infinitamente los medios de la felicidad personal.
De lo anterior se sigue que nosotros debemos
sentirnos más apegados que los antiguos a nuestra
independencia individual, porque los antiguos, cuando
sacrificaban esta independencia en favor de los
derechos políticos, sacrificaban menos para obtener
más; mientras que nosotros, haciendo el mismo
sacrificio, daríamos más para obtener menos. El
objetivo de los antiguos era el reparto del poder social
entre todos los ciudadanos de una misma patria; eso
era lo que llamaban libertad. El objetivo de los
modernos es la seguridad en el goce privado y
llamamos libertad a las garantías concedidas por las
instituciones para ese goce.
Dije al principio que, por no percibir estas
diferencias, algunos hombres bien intencionados
habían causado infinitos males durante nuestra larga y
agitada revolución. No complacería a Dios que yo les
dirigiera a ellos reproches demasiado severos: su error
es incluso excusable. No sabríamos leer las bellas
páginas de la Antigüedad, no rastrearíamos las
acciones de sus grandes hombres sin sentir no sé qué
emoción de un género particular que no nos haga
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constatar lo que es lo moderno. Los viejos elementos
de una naturaleza anterior, por así decirlo, a la nuestra
parecen despertar en nosotros esos recuerdos. Es
difícil no añorar esos tiempos en los que las facultades
del hombre se desarrollaban en una dirección trazada
anticipadamente; siendo una carrera tan vasta, tan
fuerte de una fuerza propia y con un tal sentimiento
de energía y de dignidad, que cuando nos entregamos
a esas añoranzas, es imposible no querer imitar lo que
se añora. Esta impresión era profunda, sobre todo
cuando vivíamos bajo gobiernos abusivos que, sin ser
fuertes, eran vejatorios, absurdos en sus principios,
miserables en sus acciones; gobiernos que tenían por
fundamento la arbitrariedad, por objetivo el
empequeñecimiento de la especie humana; de lo cual
algunos hombres osan jactarse, todavía el día de hoy,
como si acaso pudiéramos olvidar que hemos sido
testigos y víctimas de su obstinación, de su impotencia
y de su caída. El objetivo de nuestros reformadores
fue noble y generoso. ¿Quién entre nosotros no ha
sentido latir su corazón de esperanza al inicio del
camino que ellos parecieron abrir? Será una pena,
incluso hoy en día, para quien no constate la
necesidad de declarar que reconocer algunos errores
cometidos por nuestros primero guías, no hace sino
marchitar su memoria y condenar las opiniones que
los amigos de la humanidad han profesado de época
en época.
Pero esos hombres sacaron varias de sus teorías de
las obras de dos filósofos que no habían reparado en
los cambios que suponen dos mil años en la
disposición del género humano. Analizaré el sistema
del más ilustre de estos filósofos, Juan Jacobo
Rousseau, y mostraré que extrapolando a nuestra
época moderna un alcance del poder social, de
soberanía colectiva, que pertenecía a otros siglos, este
genio sublime que animaba el amor más puro de la
libertad, ha proporcionado sin embargo los más
funestos pretextos a más de una clase de tiranía.
Desde luego, al poner de manifiesto lo que considero
un importante error a desvelar, seré circunspecto en
mi refutación y respetuoso en mi crítica. Evitaré,
ciertamente, unirme a los detractores de este gran
hombre. Cuando el azar hace que en apariencia
coincida con ellos sobre un único punto, desconfío de
mí mismo; y para consolarme por parecer, por un
momento, que comparto con ellos una opinión única y
parcial, tengo la necesidad de condenar tanto como
haya en mí de estos supuestos auxiliares.
Sin embargo, el interés de la verdad debe
imponerse ante el resplandor de un talento prodigioso
y la autoridad de tan inmenso renombre. Por otra
parte, no es a Rousseau, como se verá, a quien se debe
atribuir principalmente el error que voy a combatir.
Pertenece más bien a uno de sus sucesores, menos
elocuente, pero no menos austero, mil veces más
exagerado. Este último, el abate Mably, es quizá el
representante de un sistema que pretende, de acuerdo
con las máximas de la libertad antigua, que los
ciudadanos estén completamente sometidos para que
la nación sea soberana y que el individuo sea esclavo
para que el pueblo sea libre. El abate Mably, como
Rousseau y como muchos otros, confundió –
siguiendo a los antiguos– la autoridad del cuerpo
social con la libertad, y todos los medios le parecían
buenos para extender la acción de esta autoridad sobre
la parte recalcitrante de la existencia humana, cuya
independencia lamentaba. El disgusto que continuamente
expresaba en sus obras era que la ley no pudiera alcanzar
sino las acciones. Hubiera querido que alcanzara también
a los pensamientos, a las impresiones más fugaces; que
persiguiera al hombre sin descanso y sin dejarle
refugio donde pudiera escapar a su poder. En cuanto
veía, en un pueblo cualquiera, una medida represiva,
pensaba que había hecho un descubrimiento y la
proponía como modelo: detestaba la libertad individual
como se detesta a un enemigo personal y en cuanto
encontraba en la historia una nación que hubiera
estado privada completamente de ella, sin libertad
política, no podía evitar admirarla. Se extasiaba con
los egipcios porque entre ellos –decía– todo estaba
regulado por la ley, hasta las distracciones, hasta las
necesidades: todo se plegaba al imperio del legislador;
cada momento del día se llenaba con algún deber,
incluso el amor estaba sujeto a esta intervención
venerada, y era la ley la que abría y cerraba el lecho
nupcial.
Esparta (que sumaba a las formas republicanas el
sometimiento de los individuos) despertaba en el
espíritu de este filósofo un entusiasmo más vigoroso
todavía. Este vasto convento le parecía el ideal de una
república perfecta. Sentía por Atenas un profundo
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desprecio y habría dicho gustosamente que esta
nación, la primera de Grecia, lo mismo que un gran
señor académico decía de la Academia Francesa:
“¡Qué espantoso despotismo! Todo el mundo hace lo
que quiere”. Debo agregar que este gran señor
hablaba de la Academia Francesa tal y como era hace
treinta años.
Montesquieu, dotado de un espíritu más observador,
porque tenía una cabeza menos abrasadora, no cayó
en los mismos errores. Le sorprendieron las diferencias
que he mencionado, pero no desentrañó sus
verdaderas causas. Los políticos griegos que vivían
bajo el gobierno popular no reconocían –dice– otra
fuerza que la de la virtud. Nuestros contemporáneos
no nos hablan sino de manufacturas, de comercio, de
finanzas, de riquezas e incluso de lujo. Montesquieu
atribuye esta diferencia a la república y a la
monarquía. Sin embargo, hay que atribuirla al espíritu
opuesto de los tiempos antiguos y de los tiempos
modernos. Ciudadanos de repúblicas, súbditos de
monarquías, todos ellos quieren beneficios y, en el
estado actual de las sociedades, nadie puede dejar de
desearlos. El pueblo más apegado –hasta nuestros
días– a su libertad, antes de la liberación de Francia,
era también el pueblo más apegado a todos los goces
de la vida; quería la libertad sobre todo porque la veía
como la garantía de los goces que procuraba. Otrora,
allí donde había libertad, podían soportarse las
privaciones: ahora donde quiera que haya privaciones,
hace falta la esclavitud para resignarse a ellas. Hoy en
día sería más posible convertir a un pueblo de
esclavos en un pueblo espartano, que formar
espartanos con la libertad. Los hombres que por el
flujo de los acontecimientos se encontraron situados a
la cabeza de nuestra revolución, estaban imbuidos,
como resultado necesario de la educación que habían
recibido, de opiniones antiguas, convertidas en falsas,
y que habían elevado a los filósofos de los que he
hablado. La metafísica de Rousseau, que aparecía de
repente como destellos de verdades sublimes y como
pasajes de una arrolladora elocuencia; la austeridad de
Mably, su intolerancia, su odio contra todas las
pasiones humanas, su avidez en someterlas a todas,
sus exagerados principios sobre la capacidad de la ley,
la diferencia entre lo que recomendaba y lo que había
existido, sus diatribas contra la riqueza e incluso
contra la propiedad; todas estas cosas debían cautivar
a los hombres enardecidos por un triunfo reciente y
que, conquistadores del poderío legal, estaban
dispuestos a extender este poder sobre todas las cosas.
Constituía una muy apreciada autoridad la de estos
dos escritores que, desinteresados y pronunciando
anatemas contra el despotismo de los hombres,
convirtieron en axioma el texto de la ley. Quisieron
ejercer la fuerza pública en la manera, como lo
indicaban sus guías, que había sido ejercida en los
Estados libres. Creyeron que todo debía ceder ante la
voluntad colectiva y que todas las restricciones a los
derechos individuales serían ampliamente compensadas
por la participación en el poder social.
Ya saben, señores, cuál fue el resultado. Instituciones
libres –apoyadas en el conocimiento del espíritu del
siglo– hubieran podido subsistir. El edificio renovado
de los antiguos se hundió a pesar de tantos esfuerzos y
de tantos actos heroicos dignos de admiración. Y es
que el poder social lesionaba la independencia
individual en todos sus aspectos, sin eliminar las
necesidades. La nación no concebía que un elemento
del todo, llamado soberanía, no valiera los sacrificios
que se le exigían, a cambio de una participación ideal
en una soberanía abstracta. Se le respondía y repetía
vanamente con palabras propias de Rousseau: las
leyes de la libertad son más austeras que el duro yugo
de los tiranos. Pero no quería esas leyes austeras y, en
su cansancio, creía a veces que sería preferible el
yugo de los tiranos. La experiencia vino y le mostró
su error. La nación vio que la arbitrariedad de los
hombres era aún peor que las peores leyes. Mientras
tanto, por otra parte, las leyes también deben tener sus
límites.
Si he logrado, señores, que compartan la convicción
que –en mi opinión– se deriva de estos hechos,
reconocerán la verdad de los siguientes principios. La
independencia individual es la primera necesidad de
los modernos, por lo tanto no hay que exigir nunca su
sacrificio para establecer la libertad política. De lo
cual se desprende que ninguna de las numerosas y
muy alabadas instituciones que –en las antiguas
repúblicas– perjudicaban la libertad individual, sea
admisible en los tiempos modernos.
Fijar esta verdad, señores, parece en principio
inútil. Varios gobiernos de la actualidad no parecen
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inclinarse a imitar las repúblicas antiguas. Sin
embargo, por poco gusto que tengan por las
instituciones republicanas, hay ciertas prácticas
republicanas por las que manifiestan –un no sé cuál–
afecto. Molesta que sean precisamente aquéllas que
permiten expulsar, exiliar, despojar. Recuerdo que en
1802 se coló, en una ley sobre los tribunales
especiales, un artículo que introducía en Francia el
ostracismo griego. ¡Y Dios sabe cuántos elocuentes
oradores, para lograr la admisión de este artículo (que
sin embargo fue eliminado), nos hablaron de la
libertad de Atenas y de todos los sacrificios que los
individuos debían hacer para conservar esa libertad!
Igualmente, en un momento más reciente, cuando
unas autoridades temerosas intentaron tímidamente
encauzar las elecciones a su gusto, un periódico –que
no es acusado en lo absoluto como republicano– propuso
revivir la censura romana para descartar a los candidatos
peligrosos.
Creo que no me estoy envolviendo, por lo tanto, en
una digresión inútil, si –para apoyar mi aseveración–
digo unas palabras a propósito de estas dos instituciones
tan alabadas. El ostracismo de Atenas descansaba en
la hipótesis de que la sociedad tiene toda la autoridad
sobre sus miembros. Esta hipótesis así se justificaba;
y en un Estado pequeño (donde la influencia de un
individuo, seguro de su solvencia, de su clientela, de
su gloria, manipulaba a menudo el poder de las
masas), el ostracismo podía tener una apariencia de
utilidad. Pero entre nosotros, los individuos tienen
derechos que la sociedad debe respetar y la influencia
individual está, como ya lo he mencionado, tan
perdida en una multitud de influencias iguales o
superiores que toda vejación, motivada por la
necesidad de disminuir esta influencia, es inútil y por
consecuencia injusta. Nadie tiene el derecho de exiliar
a un ciudadano, si no es condenado legalmente por un
tribunal ordinario, de conformidad con una ley formal
que implique la pena de exilio a la acción de la que
sea culpable. Nadie tiene derecho a despojar al
ciudadano de su patria, al propietario de sus bienes, al
comerciante de su negocio, al esposo de su esposa, al
padre de sus hijos, al escritor de sus meditaciones
intelectuales, al viejo de sus hábitos. Todo exilio
político es un atentado político. Todo exilio
pronunciado por una asamblea, por supuestos motivos
de salvación pública, es un crimen de esta asamblea
contra la salvación pública, la cual debería
consagrarse únicamente al respeto de las leyes, a la
observancia de las formas y al mantenimiento de las
garantías.
La censura romana implicaba como el ostracismo
un poder discrecional. En una república en la que
todos los ciudadanos, cautivos por la pobreza en una
simplicidad extrema de costumbres, que habitaban la
misma ciudad, que no ejercían ninguna profesión que
distrajera su atención de los asuntos del Estado, y que
se encontraban así constantemente como espectadores
y jueces del ejercicio del poder público, la censura
podía por un lado tener una mayor influencia; y por el
otro, la arbitrariedad de los censores estaba contenida
en una especie de vigilancia moral ejercida contra
ellos. Pero tan pronto como sobrevino la expansión de
la república, la complicación de las relaciones
sociales y el refinamiento de la civilización, dando
lugar a la eliminación de esta institución que le servía
a la vez de fundamento y límite, la censura degeneró
incluso en Roma. No fue por lo tanto la censura la que
creó buenas costumbres; fue la simplicidad de las
costumbres la que constituía la fuerza y la eficacia de
la censura.
En Francia, una institución tan arbitraria como la
censura sería a la vez ineficaz e intolerable: en el
estado presente de la sociedad, las costumbres se
componen de sutilezas finas, volubles, inaprehensibles,
que se desnaturalizarían de mil maneras si intentáramos
darles mayor precisión. Sólo la opinión puede
trastocarlas; sólo ella puede juzgarlas porque tiene su
misma naturaleza. Ella se rebelaría contra toda
autoridad positiva que quisiera darle mayor precisión.
Si el gobierno de un pueblo moderno quisiera, como
los censores de Roma, reprobar a un ciudadano con
una decisión discrecional, la nación entera objetaría
esta resolución rechazando las determinaciones de la
autoridad.
Lo que acabo de decir a propósito de la extrapolación
de la censura a los tiempos modernos, se aplica
igualmente a otros segmentos de la organización
social, para los cuales se nos vuelve a citar a la
Antigüedad y con mayor énfasis. Tal es la educación.
¡Qué cosas no se nos dirían sobre la necesidad de permitir
que el gobierno se apropie de las generaciones
venideras para moldearlas a su gusto y de qué citas
eruditas no se apoyaría esta teoría! Los persas, los
egipcios, y la Galia, y Grecia e Italia vienen unos tras
otros a figurar en nuestras miradas. ¡Hey, señores! No
somos ni persas, sometidos a un déspota, ni egipcios
subyugados por sacerdotes, ni galos sacrificados por
sus druidas, ni en fin griegos o romanos que su
participación en el poder social consolaba la opresión
privada. Somos hombres modernos que deseamos
disfrutar de cada uno de nuestros derechos, desarrollar
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cada uno facultades como bien nos parezca, sin
perjudicar al otro; velar el desarrollo de estas
facultades en los niños a los que la naturaleza confía
nuestra afección, tan ilustrada como viva, sin
depender de la autoridad más que para obtener de ésta
los medios generales de instrucción que ella reúne, del
mismo modo que los viajeros aceptan las veredas de
la autoridad sin que ésta los dirija en los caminos que
ellos desean seguir. La religión también está expuesta
a estos recuerdos de otros siglos. Bravos defensores
de la unidad doctrinaria nos citan leyes antiguas
contra los dioses extranjeros y respaldan los derechos
de la iglesia católica, siguiendo el ejemplo de los
atenienses que hicieron morir a Sócrates por haber
quebrantado el politeísmo, y el de Augusto que quiso
que se mantuviera el culto a sus padres, lo cual
provocó poco después que se lanzaran los primeros
cristianos a las bestias.
Desconfiemos por lo tanto, señores, de esta
admiración por ciertas reminiscencias antiguas. Dado
que vivimos en los tiempos modernos, quiero una
libertad acorde a los tiempos modernos; dado que
vivimos bajo un régimen monárquico, suplico
humildemente que estas monarquías no imiten de las
repúblicas antiguas los medios para oprimirnos.
La libertad individual, repito, es la verdadera
libertad moderna. La libertad política es su garantía.
Por consiguiente, la libertad política es indispensable.
Pero pedir a los pueblos de nuestros días sacrificar,
como lo hicieron los de otros tiempos, la totalidad de
su libertad individual a favor de la libertad política, es
el medio más seguro para privarlos de la primera y,
cuando eso se haya logrado, no se tardará en
arrancarles la segunda. Vean, señores, que mis
observaciones no tienden de ningún modo a disminuir
el valor de la libertad política. No coincido, de lo
presentado ante sus ojos, con las conclusiones que
algunos hombres obtienen de estos hechos. De la
premisa que los antiguos fueran libres y de que
nosotros ya no podemos ser libres como lo fueron
ellos, esos hombres concluyen que estamos destinados
a ser esclavos. Ellos quisieran construir el nuevo
Estado social con un pequeño número de elementos
que sólo ellos consideran como los únicamente
apropiados a la situación del mundo actual. Estos
elementos son prejuicios que horrorizan a los
hombres, un egoísmo que los corrompe, una
frivolidad que los aturde, placeres vulgares que los
denigran, un despotismo que los manipula; son
necesarios los conocimientos positivos y las ciencias
exactas para enderezar el despotismo. Sería extraño
que tal fuese el resultado de cuarenta siglos durante
los cuales la especie humana ha conquistado tal
cantidad de medios morales y físicos. No puedo
imaginarlo. Concluyo, de las diferencias que nos
distinguen de la antigüedad, consecuencias completamente
opuestas. No es la garantía lo que debe debilitarse, es
el disfrute el que debe expandirse. No es a la libertad
política a lo que quiero renunciar; es la libertad civil
la que reclamo, junto con las otras formas de libertad
política. Los gobiernos no tienen ahora, más que
antes, el derecho de arrogarse un poder ilegítimo.
Pero los gobiernos que proceden de una fuente
legítima tienen menos aún que antes el derecho a
ejercer una supremacía arbitraria sobre los individuos.
Poseemos todavía hoy los derechos que siempre
tuvimos, esos derechos eternos para consentir las
leyes, para deliberar sobre nuestros intereses, para ser
parte integrante del cuerpo social del cual somos
miembros. Los gobiernos tienen nuevos deberes. Los
progresos de la civilización, los cambios operados por
los siglos, imponen a la autoridad un mayor respeto
por los hábitos, por las afecciones, por la
independencia de los individuos. Debe tocar estas
cosas con una mano aún más prudente y ligera.
Esta limitación de la autoridad, que está en sus
estrictos deberes, se extiende igualmente en sus
intereses. Porque si la libertad que conviene a los
modernos es diferente de aquélla que conviene a los
antiguos, el despotismo que era posible entre los
antiguos ya no lo es entre los modernos. Del hecho de
que estemos normalmente más desinteresados por la
libertad política, que sería inconcebible para ellos, y
en nuestro interés menos apasionado por ella, puede
concluirse que nosotros descuidamos, por ocasiones
en demasía y siempre equivocadamente, las garantías
que ella nos asegura; pero al mismo tiempo como nos
inclinamos mucho más a la libertad individual que los
antiguos, la defenderemos si es atacada con mucho
más precisión y persistencia; y tendremos medios para
defenderla que los antiguos no tenían.
El comercio hace que la arbitrariedad sea más
vejatoria que en otro tiempo porque nuestras
especulaciones, al ser más variadas, la obligan a
multiplicarse para llegar a ellas; aunque el comercio
haga más fácil eludir la arbitrariedad porque
transforma la naturaleza de la propiedad, la cual se
convierte por esta transformación en algo casi
inaprehensible.
El comercio proporciona una nueva cualidad a la
propiedad: la circulación. Sin circulación, la
propiedad no es más que un usufructo; la autoridad
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Laocoonte y sus hijos, Agesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas, a.c. 30 a.C, Museo del Vaticano.
siempre puede influir sobre el usufructo, ya que puede
suspender su disfrute. Pero la circulación pone un
obstáculo invisible e invencible a esta acción del
poder social. Los efectos del comercio se extienden
todavía mucho más lejos: no solamente libera a los
individuos, sino que, creando el crédito, hace a la
autoridad dependiente.
El dinero, dice un autor francés, es el arma más
peligrosa del despotismo, pero es al mismo tiempo su
freno más poderoso; el crédito está sometido a la
opinión; la fuerza es inútil; el dinero se esconde o se
fuga; todas las operaciones del Estado son
suspendidas. El crédito no tenía la misma influencia
para los antiguos como la tiene para nosotros. Sus
gobiernos eran más fuertes que los particulares; en
nuestros días los particulares son más fuertes que los
poderes políticos; la riqueza es una fuerza más
disponible en todo momento, más conveniente a todos
los intereses y, por consecuencia, más real y mejor
obedecida; el poder amenaza, la riqueza recompensa:
escapamos al poder engañándolo; para obtener los
favores de la riqueza, hay que trabajar por ella: es ella
quien provee.
Con una consecuencia de las mismas causas, la
existencia individual está menos englobada en la
existencia política. Los individuos envían lejos sus
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tesoros. Llevan con ellos todos los goces de la vida
privada. El comercio ha acercado a las naciones y les
ha dado costumbres y hábitos más o menos similares:
los jefes pueden ser enemigos, los pueblos son
compatriotas.
Que el poder, entonces, se resigne. Nos hace falta
la libertad y la tendremos, pero como la libertad que
nos hace falta es diferente a la de los antiguos, esta
libertad necesita otra organización distinta a la que le
convendría a la libertad antigua; en ésta entre más
consagraba el hombre tiempo y fuerza al ejercicio de
sus derechos políticos, más se creía libre; en la
especie de libertad, de la cual somos susceptibles, en
la medida que el ejercicio de nuestros derechos
políticos nos deje tiempo para nuestros intereses
privados, la libertad nos será más preciosa.
De ahí viene, señores, la necesidad del sistema
representativo. El sistema representativo no es otra
cosa que una organización que permite a la nación
descansar sobre algunos individuos lo que no quiere o
no puede hacer ella misma.
Los pobres cuidan ellos solos de sus asuntos; los
ricos tienen intendentes. Es la historia de las naciones
antiguas y de las modernas. El sistema representativo
es un poder otorgado a un determinado número de
personas por la masa del pueblo, que quiere que sus
intereses sean defendidos y que sin embargo no tiene
tiempo de defenderlos siempre por sí mismas. Pero, a
menos que sean insensatos, los ricos que tienen
intendentes vigilan con atención y severidad si dichos
intendentes cumplen con su deber, si no son
negligentes, corruptibles o incapaces. Y para juzgar la
gestión de estos mandatarios, los mandantes, que son
prudentes, se ponen al tanto de los asuntos a quienes
les confían la administración. Igualmente los pueblos
que, con el objetivo de disfrutar de la libertad que les
conviene, y recurren al sistema representativo, deben
ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus
representantes, y reservarse –para épocas con
intervalos relativamente breves– el derecho de
apartarlos en caso de que hayan engañado su
confianza y revocar los poderes de los que hubiesen
abusado.
Porque de la diferencia entre la libertad
moderna y la libertad antigua, se desprende que
también está amenazada por un peligro de carácter
diferente. El peligro de la libertad antigua consistía
en que atendiendo únicamente a asegurar la
repartición del poder social, los hombres no
privilegiaron los derechos ni los goces individuales.
El peligro de la libertad moderna consiste en que,
absortos en el disfrute de nuestra independencia
privada y en la procuración de nuestros intereses
particulares, renunciamos fácilmente a nuestro
derecho de repartición del poder político.
Los depositarios de la autoridad nos animan a ello
continuamente. ¡Están dispuestos a ahorrarnos
cualquier preocupación, excepto la de obedecer y la
de pagar! Ellos nos dirán: ¿Cuál es en el fondo el
objetivo de sus esfuerzos, el motivo de su trabajo, el
objeto de todas sus esperanzas? ¿No es acaso la
felicidad? Y bien, déjennos hacer, y les daremos esa
felicidad. No, señores, no les dejemos hacer por muy
conmovedor que se resulte tan entrañable interés;
roguemos a la autoridad que permanezca en sus
fronteras, que se limite a ser justa. Nosotros nos
encargaremos de ser felices.
¿Lo seríamos, gracias al disfrute, si éste estuviera
separado de su garantía? ¿Y dónde encontraríamos
esta garantía si renunciáramos a la libertad política?
Renunciar a ella, señores, sería una locura similar a
la de un hombre que, con la excusa de que sólo
habitará el primer piso, pretendiera construir en la
arena un edificio sin cimientos. Por otra parte,
señores, ¿es realmente cierto que la felicidad, de
cualquier tipo que sea, es el único fin de la especie
humana? En ese caso, nuestro camino sería muy
estrecho y nuestro destino muy poco relevante. No
hay ninguno de nosotros –estando dispuesto a
hundirse, a restringir sus facultades morales, a rebajar
sus deseos, a renunciar a la actividad, a la gloria, a las
emociones generosas y profundas– que pudiera
embrutecerse y ser feliz. No, señores, yo me declaro a
favor de esta parte más ilustre de nuestra naturaleza,
esa noble inquietud que nos persigue y nos
atormenta, ese ardor por extender nuestros
conocimientos y por desarrollar nuestras facultades.
No es únicamente a la felicidad, sino al perfeccionamiento
hacia donde nos llama nuestro destino, y la libertad
política es el más poderoso: el medio más enérgico
de perfeccionamiento que el cielo nos haya dado.
La libertad política –al someter a todos los
ciudadanos sin excepción al examen y estudio de los
más sagrados intereses– engrandece el espíritu,
ennoblece sus pensamientos y establece, entre todos,
una especie de igualdad intelectual que constituye la
gloria y el poder de un pueblo. También vean cómo
una nación crece con la primera institución que le
permite el ejercicio regular de la libertad política.
Vean a nuestros conciudadanos de todas las clases,
de todas las profesiones, saliendo de la esfera de sus
trabajos habituales y de sus industrias privadas,
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El tres de mayo de 1808 en Madrid, Francisco de Goya y Lucientes, 1814, Museo del Prado, Madrid, España.
encontrarse de repente ante importantes funciones
que la constitución les ha confiado, escoger con
discernimiento, resistir noblemente la seducción.
Vean el patriotismo puro, profundo y sincero,
triunfando en nuestras ciudades y vigorizarse hasta
en nuestras aldeas, atravesando los talleres, reanimando
los campos, penetrando –con el sentimiento de los
derechos nuestros y de la necesidad de las garantías–
el espíritu justo y recto del útil campesino y del
comerciante industrioso que conocedores de la
historia de los males que ellos mismos han sufrido, y
no menos ilustrados sobre los remedios que exigen
estos males, abarcan con una mirada a la entera
Francia y con sus sufragios, después de treinta años,
recompensan la fidelidad de los principios a la
persona más ilustre entre los defensores de la
libertad. El señor Lafayette, nombrado diputado de
Sarthe.
Lejos pues, señores, de renunciar a ninguna de las
dos clases de libertad de las que les he hablado, es
necesario –como he demostrado– aprender a
combinar una con otra. Las instituciones, como lo
dice el célebre autor de la Historia de las repúblicas
de la Edad Media (Sismonde de Sismondi), deben
cumplir los destinos de la especia humana. Alcanzan
mejor su objetivo cuando elevan al mayor número
posible de ciudadanos a la más alta dignidad humana.
La obra del legislador no está completa si
únicamente ha tranquilizado al pueblo. Incluso
cuando ese pueblo está contento, queda todavía
mucho por hacer. Las instituciones tienen que
culminar la educación moral de los ciudadanos.
Respetando sus derechos individuales, cuidando su
independencia, no turbando sus ocupaciones, las
instituciones deben consagrar su influencia sobre la
cosa pública, llamarlos a concurrir al ejercicio del
poder a través de sus decisiones y de sus votos,
garantizarles el derecho de control y de vigilancia
por medio de la manifestación de sus opiniones, y
formándolos, con la práctica, adecuadamente en tan
elevadas funciones, darles a la vez el deseo y la
facultad de satisfacerlas. L
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