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«Creo en la Iglesia» ¿Podemos creer en la Iglesia?
José I. GONZÁLEZ FAUS*
(en Revista Sal Terrae, junio 1998)
«La santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados» (Credo
romano).
«Y una sola Iglesia santa, católica y apostólica» (Credo niceno-constantinopolitano).
Se puede responder de tres maneras a la pregunta del título:
a) Con respuesta de concurso televisivo o de exámenes de MIR o selectividad: no.
b) Con respuesta de catecismo: no, Padre, ni podemos ni debemos.
c) Con respuesta creyente que intenta elaborarse con seriedad: no podemos creer
en la Iglesia, pero sí debemos creer eclesialmente.
En este artículo, naturalmente, hemos de desarrollar la tercera respuesta. Pero para
ello habremos de comenzar metiéndonos un poquito por los datos de la formación de
los credos.
Credos sin Iglesia
En los primeros esbozos de credos no aparece la Iglesia: «Encontramos muy pocas
menciones de la Iglesia y de la vida eclesial durante la prehistoria del Símbolo, antes de
la Epístola de los apóstoles»1 (hacia el 170), que es el primer credo que trae el
Denzinger (cf. DS 1).
La razón de esta ausencia es clara: creer, lo que se dice creer, «sólo se puede en Dios».
Y sería mejor traducir creer «hacia Dios», como haremos a lo largo de este artículo,
aunque sea violentando el castellano. Porque creer es un movimiento que va más allá
de la fórmula: según la conocida enseñanza de santo Tomás, «el acto de fe no termina
en un enunciado, sino en una realidad»: la Realidad del Dios-Comunión. Creer es como
una «salida de sí hacia el Padre, hacia el Hijo y hacia el Espíritu Santo». Lo demás
pueden ser creencias, pero no es fe.
Nuestros dos credos
Hacia el siglo II comienza a entrar la Iglesia en los credos. El cristiano «de antes» sabía
por lo menos que hay un credo largo (el de la Misa, sobre todo de las misas
«cantadas») y un credo corto (el del catecismo).
Añadiendo algo más de información útil, podemos decir que el segundo es el llamado
credo «romano», que se encuentra ya germinalmente en la Tradición Apostólica de
Hipólito, de fines del siglo II, aunque allí está en forma de preguntas2. Ese credo queda
prácticamente constituido en el siglo IV, aunque hacia el siglo VIII se le añade una o
dos frases (la comunión de los santos y el descenso a los infiernos).
El otro credo (el largo) es también el fin de un proceso que, según el concilio de
Calcedonia, quedó concluido el 381, en el concilio I de Constantinopla3. En Oriente
entró casi en seguida en la liturgia. En Occidente pasó a la liturgia hacia el siglo VI, y
más tarde dio lugar a todos los líos del añadido del «filioque».
Cualquiera percibe en seguida que el credo occidental es más breve y más sobrio,
mientras que el oriental es más largo, quizá también más rico, pero ya cargado de
algunas expresiones filosóficas no fáciles de entender. Quizá por eso, y por los
orígenes vitales y no meramente geográficos de ambos credos (es decir: una fórmula
bautismal y una declaración conciliar), se decía antiguamente que el primero es un
credo para fieles, y el otro un credo para obispos.
Y ahora que tenemos situados nuestros dos credos, es hora de pasar a la Iglesia.
Dios sí, Iglesia no
Pues bien, en esa concepción de la fe como movimiento dinámico hacia el Dios que es
Comunión Absoluta (y que tratan de reflejar los credos), nunca aparece la Iglesia como
objeto de fe. El latín y el griego tienen para ello un recurso lingüístico del que carece el
castellano: la proposición «in» con acusativo (credo in Deum), que se contradistingue
del ablativo (credo in Deo) y del acusativo sin preposición (credo Deum). El castellano
sólo conoce la fórmula «creo en», sin distinción de casos ni preposiciones. Con ello
confunde la fe con la creencia, y puede dar la impresión de que es prácticamente lo
mismo «creer en Dios» que creer «en OVNIS».
¿Cómo aparece entonces la iglesia? Un recorrido minucioso por los credos primitivos
daría este balance sobre la presencia de la Iglesia en ellos:
a) El acusativo sin preposición («credo in Deum», pero «credo ecclesiam»), que
equivale a aceptar que la Iglesia existe, como se profesa que existe «un bautismo
para el perdón de los pecados»4.
b) El acusativo con preposición, pero sin la proposición «y». Por tanto, vinculado no
al verbo «creo», sino al «Espíritu Santo». Creo hacia el Padre y hacia el Hijo y hacia
el Espíritu Santo (que trabaja) a la Iglesia, para el perdón, para la comunión de los
santos y para la vida eterna.
c) La fe hacia Dios Padre, Hijo y Espíritu, pero marcando que esa fe acontece «en la
Iglesia»5. La Iglesia designa aquí un ámbito de fe, no un objeto de fe. Es decir, que
la fe en el Dios cristiano es necesariamente eclesial; que creer en la Comunión
Absoluta nos constituye en Iglesia. Retomaremos este punto al final.
Y una última observación: el problema, que sería tan actual, de creer «a la Iglesia», ni
siquiera se lo plantean los credos porque para ellos la Iglesia no es la institución
eclesiástica ni la jerarquía, sino el pueblo santo de Dios. El cual necesita, por supuesto,
unos ministerios y una mínima institucionalización, pero no que éstos suplanten al
pueblo. La Iglesia es el sujeto del credo, y no tendría sentido decir que se cree a sí
misma.
Repito que éste es un balance algo simplificado (aunque creo que bastante exacto) de
una complicadísima cuestión documental. Por eso ahora ─más allá de los datos
positivos─ nos interesa encontrar su fundamentación teológica.
¿Por qué no podemos creer en la Iglesia?
Dada la pobreza del castellano en este punto, se me permitirá que en este apartado
recurra al latín (por otro lado, bien inteligible) para citar el creer «in ecclesiam» o el
creer «ecclesiam» o «in ecclesia».
Hecha esta anotación, vamos a mostrar que toda la teología clásica explica el credo en
el sentido arriba dicho, más allá de las obscuridades documentales. Para comenzar con
el testimonio más autorizado, aunque no el más antiguo, demos la palabra a santo
Tomás:
«Se podría decir 'credo in ecclesiam' si se entiende refiriéndolo al Espíritu Santo que
santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir simplemente: 'la
santa Iglesia', sin la preposición in, tal como dice el papa san León» (2a 2ae, I, 9, ad 5).
Mucho antes que él, hacia el siglo IX, Pascasio Radbert había escrito:
«No digamos: 'creo en la santa Iglesia' (in ecclesiam), sino que, suprimiendo la sílaba
'en', digamos: 'creo que existe la santa Iglesia', como creo que existe la vida eterna. De
otro modo, parecería que creemos en el hombre, lo cual es ilícito. Nosotros creemos
sólo en Dios y en su única Majestad» (PL 120, 1402.1404).
Fijémonos en la razón aducida: creer en la Iglesia sería creer en algo humano; sería,
por tanto, idolatría. La misma razón había dado ya Fausto de Rietz hacia el siglo V:
«Quien cree in ecclesiam cree en un hombre: pues no fue formado el hombre por la
Iglesia, sino la Iglesia formada por hombres. Aparta, pues, de ti esa persuasión
blasfema de pensar que debes creer en alguna creatura humana (in aliquam humanam
creaturam)» (PL 62, 11).
El florilegio sería inacabable. Lo cerraré con dos testimonios de la más proverbial
ortodoxia: el cardenal Torquemada (hacia 1448) y el catecismo del Concilio de Trento,
un siglo más tarde.
Torquemada polemiza contra algunos que en el concilio de Basilea inclinaban la rodilla
al mencionar a la Iglesia en el Credo, tal como se hacía antes a las palabras «y se hizo
hombre». Y les dice:
«El Concilio no nos mandó creer en algo que no sea Dios, porque esto sería idolatría y
no fe: pues aquello hacia lo que creemos (in quod...) designa el término final de
nuestra fe» (Summa de Ecclesia, l. I, c. 20).
Y de una claridad meridiana es el catecismo del Concilio de Trento, con el que
cerraremos este rápido repaso:
«Hay que creer (que existe) la Iglesia, pero no creer in ecclesiam. Pues en las personas
de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nuestra fe. Y luego
cambiamos el modo de hablar y decimos 'la santa iglesia' y no 'in sanctam ecclesiam'
para, con estos lenguajes diversos, distinguir al Dios Creador de las creaturas» (Parte I,
cap. 10, n. 23).
Es, pues, legítimo concluir con una síntesis magistral de san Ildefonso, que nos dará el
paso al apartado siguiente: «Creemos hacia Dios (in Deum) y creemos que existe su
santa Iglesia. Pero no creemos en la Iglesia como en Dios, pues la Iglesia no es Dios.
Creemos hacia Dios de una manera única y, como consecuencia de esa fe, creemos
que existe la Iglesia»6.
La enseñanza es tan clara, y la cuestión tan seria, que no me parece impropio cerrar
este apartado pidiendo a los responsables de nuestra Iglesia que se haga un cambio en
la traducción de nuestros credos, para no convertir en idólatras sumisos a nuestros
pobres fieles obedientes. En su versión original, nuestros dos credos dicen: «credo in
Spiritum sanctum, sanctam ecclesiam» (sin preposición) para el credo romano. Y «et in
Spiritum Sanctum... et unam (también sin preposición), sanctam, catholicam et
apostolicam ecclesiam»7. Es muy de desear, por tanto, que devolvamos a nuestra
profesión de fe su sentido verdadero.
Creer eclesialmente
Si se me permite todavía una cita, valga ésta de san Pedro Crisólogo, que nos
introducirá en el tema de este apartado: «cree hacia Dios (in Deum) aquel que, en su
movimiento hacia Dios, confiesa la santa Iglesia» (PL 52, 360C).
Es decir: creer es entrar en contacto o tender hacia el Misterio Santo, que es
Comunión plena y total y que implica la ausencia de pecado y la vida eterna. La Iglesia
es como el «sacramento de esa comunión» (LG 1,1) producido por la misma fe.
Por tanto, la fe no es fe en la Iglesia; pero la fe es necesariamente eclesial. La Iglesia no
es ni puede ser objeto de fe. Sólo Dios es objeto de fe. Pero la fe en el Dios Trinitario es
necesariamente comunitaria. La Iglesia entra en la fe, y en el credo, no para designar el
término, sino el modo de la fe. Porque creer en un Dios que es Comunión Absoluta,
sólo puede hacerse en comunión. O, si se prefiere, no se cree en la Iglesia, porque es la
Iglesia la que cree.
El grito aquel, «Jesús sí, Iglesia no», podía tener su sentido, como hemos dicho, quizá
como reacción de defensa contra una jerarquía que a veces da la sensación de
pedirnos que creamos en ella como en Dios. Pero resultaba absolutamente fatuo si lo
que pretendía era abogar por una fe meramente individual, «a la carta», en la que uno
intenta creer sin vinculación con lo que creen los otros, igual que uno va al mercado o
al restaurante sin estar comprometido por lo que solicitan otros. Una fe así estaría
terriblemente amenazada de no ser fe en el Misterio que es Comunión Absoluta, sino
proyección de deseos individuales.
Pero también: esa Iglesia que entra en el Credo no es ni la jerarquía ni lo que hoy
hemos dado en llamar «Iglesia institución» (por muy necesarias y respetables que sean
ambas): la Iglesia que entra en el credo es la Iglesia-comunión. Ésa es la Iglesia
«santa». Porque creer en un Dios que es Comunión Absoluta no puede hacerse sino en
forma de comunión.
Por eso los credos romanos alinean muy bien la santa Iglesia y la comunión de los
santos. Porque, en la medida en que la estructura del acto de fe es la de «salir de sí
hacia Dios», esa salida de sí convierte la existencia creyente en comunión: los otros no
pueden estar ni ser ajenos a mi fe.
Y si aceptamos como más primaria la versión en neutro de la «communio sanctorum»
propuesta por Zahn (comunión de «las cosas santas», o comunión de Lo Santo), al
creer que «Lo Santo» es comunión (y no meramente ser o poder) estamos nosotros
entrando en esa comunión, estamos anticipándola y poniendo en acto la
comunitariedad de la fe. Por eso en el credo, al lado de la Iglesia y la comunión de Lo
Santo siguen inevitablemente el perdón de los pecados8 y la vida «eterna»: la vida en
plenitud de comunión9.
O, si lo preferimos con la versión de los credos orientales: porque creemos hacia Dios
Padre, Hijo y Espíritu, profesamos que existe la Iglesia, como profesamos que hay un
bautismo para el perdón de los pecados. O con las otras versiones aludidas antes:
profesamos que el Espíritu Santo (el «Dador de Vida que habló por los profetas y que
es adorado y glorificado con el Padre y el Hijo») está trabajando el mundo entero hacia
esa configuración que es la comunión plena por el perdón total y la vida eterna, y de la
que la Iglesia es símbolo y señal. Da lo mismo. Creemos que el Espíritu Santo trabaja a
la Iglesia para convertirla en comunidad de fe, esperanza y amor, que anticipa la meta
definitiva.
Y si hubiese de quedarme con una de las tres (que son inseparables), me quedaría en
este caso con la esperanza, y definiría a la Iglesia del credo como «comunión de los
que esperan», resultado de la fe hacia Dios Padre, Hijo y Espíritu. Pues, como escribía
san Pablo a los romanos: estamos salvados sólo en esperanza, pero en una esperanza
que no defrauda10.
Lo que hemos expresado aquí desde la estructura trinitaria del credo, podría
expresarse también desde la cristología: lo original de la Resurrección de Jesús es que
no se limita a ser la reivindicación particular de un justo o de un mártir, sino que esa
reivindicación hecha por Dios a Jesús posee lo que Hünermann llama «una
universalidad escatológica», de la que brotan «la misión evangelizadora de los
discípulos y la constitución de las comunidades»11. Creer en el Resucitado (o «verle»)
es creer y experimentar la resurrección universal.
En conclusión: la Iglesia no es objeto, ni término, ni contenido de la fe. Es una
dimensión intrínseca de la fe, una modalidad de la fe en el Dios Amor. No hará falta
precisar hasta qué punto esto es, además de un don, una profunda exigencia para la
Iglesia.
***
Apéndice
Por lo que hemos dicho en los dos primeros apartados, puede percibirse que, durante
el primer milenio del cristianismo, los credos (sobre todo en Occidente) no han sido
fórmulas fijas e intocables. Incluso, a pesar de la prohibición conciliar de no añadir
nada al credo oriental, en Occidente se le añadió el «filioque», del que cabe decir que
era conveniente en su contenido, aunque se hizo sin respetar las reglas establecidas
(procedimiento del que Roma se ha valido demasiadas veces desde que los papas
tienen poder temporal). Ello acabó de encrespar a los orientales contra Roma. Pero
este punto no importa ahora.
Lo que quisiera sugerir en este apéndice es la conveniencia de que los credos no sean
sólo fórmulas fijas. No hay que dejar de recitar el símbolo niceno, porque nos une con
una larga serie de creyentes que han venido proclamándolo durante más de quince
siglos. Pero no sería bueno recitar sólo ese credo, porque es elemental que cualquier
creyente tiene derecho a entender su propia profesión de fe. Nuestros buenos
cristianos repiten: «Dios de Dios, luz de luz... de la misma naturaleza que el Padre», sin
entender lo que dicen ni por qué lo dicen. Y tiene poco sentido recitar hoy una
profesión de fe antiarriana cuando, a lo mejor, lo que más necesitaríamos sería, por
ejemplo, una profesión de fe anticapitalista, pongo por caso.
La alternancia entre el símbolo antiguo y algunas reformulaciones modernas
expresaría que la catolicidad de la Iglesia es a la vez diacrónica y sincrónica.
Entendiendo «catolicidad» en su sentido más primario: como la unidad del Espíritu en
lo plural y diverso, tal como la expresa 1 Cor 12,4ss. y Rom 12,3ss.
En este sentido, quisiera concluir el presente artículo reproduciendo un credo que se
reza algunos domingos en alguna iglesia de Barcelona, alternándolo con el clásico. En
realidad, no introduce novedades, sino que pretende ser una retraducción
parafraseada del símbolo niceno-constantinopolitano, cuyo esquema mantiene con
fidelidad. De esta manera, la gente se siente mejor expresada y entiende mejor lo que
dice cuando recita el credo «clásico». Aquí va, pues, su texto para concluir:
«Creemos en un solo Dios, Padre que está fuera del tiempo y Origen de todo, que ha
puesto en marcha esta historia para que seamos hijos suyos y hermanos entre
nosotros.
Creemos en un solo Señor: Jesús, el Mesías. Hijo único del Padre; transparencia y calco
del mismo Dios. Que por nosotros los hombres y para nuestra salvación, abandonó su
condición divina, nació de mujer por el Amor de Dios, se hizo uno de nosotros, anunció
la Misericordia del Padre, denunció el egoísmo del hombre y sanó las heridas del Mal.
Por vivir así, fue condenado a morir por los poderosos, en tiempos de Poncio Pilato; y
gustó el dolor, la injusticia, la muerte y el abandono de Dios. Pero Dios lo resucitó
cumpliendo las Escrituras, y hoy vive con la vida misma del Padre. Y volverá a estar
presente al fin de los tiempos, como juez de este mundo y de esta historia.
Creemos en el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, Inmanipulable y que sopla
donde quiere. Y cuyo aliento infunde vida, libera, ilumina, suaviza, hace posible y
facilita.
Profesamos que existe la Iglesia: una aunque dividida; santa aunque pecadora,
universal y particular, que viene de los Apóstoles. Profesamos que existe el perdón de
los pecados, que se expresa y recibe en el bautismo. Esperamos la resurrección de los
muertos y la vida sin fin junto a Dios. Amén».
Es sólo una tentativa modesta, que otros podrían rehacer mucho mejor.
NOTAS
* Jesuita, Profesor en la Facultad de Teología de Cataluña. Barcelona.
1. B. SESBOÜÉ y J. WOLINSKI, El Dios de la salvación, Salamanca 1995, p. 100.
2. Ver el n. 21 de la Traditio Apostolica.
3. Por eso se le suele llamar «niceno-constantinopolitano». Aunque es honesto añadir que no todos se
fían de la información del Calcedonense en este punto.
4. El credo que se conserva en las Catequesis de Teodoro de Mopsuestia deja claro este sentido
poniendo el bautismo por delante de la Iglesia: «(creemos) en el Espíritu Santo, dador de vida, que
procede del Padre. Profesamos un bautismo y una Iglesia santa y católica...» (cf. DS 51).
5. También la ya citada Traditio Apostolica reza: «Gloria a Ti, Padre, Hijo, con el Espíritu Santo en la
santa Iglesia» (n. 6).
6. PL 96, 127 D. Como más de un lector habrá sospechado, todas estas citas y otras más se pueden
encontrar en la obra clásica de H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 19983, pp.
28-41.
7. Cf. DS 30 y 150. Alguien me contó (y no puedo garantizar la verdad de la anécdota) que esta cuestión
ya se planteó en la conferencia episcopal cuando la traducción de los textos litúrgicos, pero que un
grupo de los obispos más conservadores forzaron la pequeña herejía de la traducción actual. Quizá lo
harían para contrapesar aquella proclama antigua de la juventud («Jesús sí, Iglesia no») que tanto miedo
daba a los obispos y que es tan absolutamente verdadera en un sentido como falsa en el otro, que ahora
comentaremos. Pero si la anécdota es cierta, confirmaría algo que la teología enseña sobradamente:
hay pocas cosas más heréticas que una ortodoxia rabiosa, como ya había visto muy bien Pascal.
8. El pecado puede definirse sencillamente como aquello que rompe la comunión.
9. Para ampliar un poquito más este punto, remito a mi antropología teológica: Proyecto de hermano.
Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 19912, pp. 667-668 y 675-678.
10. Cf. Rom 8,24 y 5,5. Y nótese que la gracia está en la fusión de los dos textos.
11. P. HÜNERMANN, Cristología, Herder, Barcelona 1997, p 144.