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121
¿PARA QUÉ LA IGLESIA?
José Ignacio González Faus
1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN
2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO
3. EL SUJETO DE LA IGLESIA
4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE?
5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA
6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEOLÓGICO
José Ignacio González Faus, sj. (Valencia, 1933), es el Responsable Académico de Cristianisme
i Justícia.
1
Este Cuaderno no aborda los problemas bíblicos o de crítica
histórica sobre el origen y fundación de la Iglesia, ni otros
problemas morales sobre su reforma. Algo he dicho en otros
lugares sobre ellos. Aquí vamos a ceñirnos a lo que es la
Iglesia teológicamente hablando.
Dedico el Cuaderno a todos aquellos para quienes la
institución eclesial resulta hoy motivo de escándalo y
sufrimiento. Para que puedan, al menos, apreciar los grandes
valores de la eclesialidad.
2
1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN
“La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al mundo,
en su misión de salvarlo en totalidad y de salvarlo en la historia,
aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas
y gozos, con las angustias y tristezas de los hombres”
(Msr. Romero, Discurso en Lovaina).
Según la constitución Lumen Gentium del Vaticano II, la Iglesia se define como
“sacramento de salvación” (LG 1,1). Sacramento quiere decir: una señal visible que no sólo
causa sino que hace perceptible que existe salvación. Señal de salvación es por eso señal de
esperanza. Más aún: el sacramento causa salvación precisamente al hacerla visible, según
una antigua fórmula clásica latina: “sacramenta significando causant”.
A pesar de su novedad, esta definición es más tradicional de lo que parece. También
Vaticano I (en muchos puntos tan opuesto al II), intentó hablar de la Iglesia como “una
señal levantada entre las naciones” (DS 3014). La palabra señal no dista mucho de la de
sacramento que utilizará el concilio siguiente.
La diferencia radica quizás en la ingenuidad apologética por la que el primer Vaticano
sólo ve en la Iglesia motivos para creer “por su admirable propagación, eximia santidad
e inagotable fecundidad”. Hasta tal punto, que escribe esas palabras no en su
Constitución sobre la Iglesia, sino en la Constitución sobre la fe. Vaticano II en cambio
es menos mecanicista: la Iglesia no es motivo de credibilidad sólo por el hecho de existir,
sino sobre todo por ser fiel a su verdad.
Debemos comenzar pues analizando lo que significa ese ser “señal de salvación”.
1.1. “Ser para”
El primer elemento para interpretar la definición del Vaticano II nos viene dado por el
hecho de la renuncia a la definición antigua que casi todos conocimos: la de “sociedad
perfecta”.
Al definirse como “señal”, como signo, y no como sociedad perfecta, la Iglesia está
declarando que la audiencia que espera de los hombres no deriva únicamente de su
supuesto carácter “sobrenatural”, sino de lo que tenga para ellos de señal, de significado,
de “luz para las gentes” (por usar la palabra con que comienza la constitución conciliar).
3
En otro contexto, y unos veinte años antes, D. Bonhoeffer apuntaba una intuición similar
cuando escribió en sus cartas desde la cárcel: “la Iglesia sólo es Iglesia de Cristo si existe
para el mundo, y no para sí”. Frase que tampoco dista mucho de la de Juan Pablo II (RH
14): “el camino de la Iglesia es el hombre” (¡no al revés!).
Debemos concluir, por tanto, que la Iglesia sólo será “sacramento de salvación” si existe
para servir y para hacer sacramentalmente visible aquel Reino de Dios anunciado por
Jesucristo. Si existe para servir al Reino, con los contenidos que Jesús daba a esa palabra.
No si pretende suplantar o agotar ese “reinado de Dios” (que es el modo como Jesús
expresaba lo que nosotros llamamos salvación).
1.2. Para la comunión
El mismo Vaticano II concreta un poco más la noción de salvación, al identificarla con la
de comunión: sacramento de la comunión de los hombres entre sí y con Dios (LG 1).
“Pueblo constituido para la comunión de vida, de amor y de verdad” (LG 9).
El término comunión (o también “íntima unión”) nos envía no sólo al Más-Allá
trascendente de Dios, sino también al más acá de nuestra historia, que está tan marcada por
esa búsqueda constante de comunión y de intimidad entre los hombres, así como por los
fracasos de esa búsqueda, visibilizados en El Crucificado.
Se comprenden por ello los añadidos de Msr. Romero en una de sus cartas pastorales, o de
Ignacio Ellacuría en alguno de sus escritos: la Iglesia es “sacramento histórico de
salvación”. O “cuerpo de Cristo en la historia”.
Además, merece destacarse que la comunión es algo recíproco. Hoy se desfigura con
frecuencia esta palabra tan rica, llamando comunión a la aceptación de una uniformidad
impuesta desde arriba. Pero eso es más bien una manipulación de la comunión en beneficio
del poder: una Iglesia así no sería sacramento de comunión, sino del Ancien Régime.
Para que no se me malentienda aclaro que soy un convencido de la necesidad de la autoridad
en la Iglesia, y de la obediencia como forma de servicio a la unidad: de ambas hablaremos
más adelante. Pero la autoridad no existe en la Iglesia para sustituir a la comunión, sino
para que la comunión no degenere en indecisión o en manipulación.
1.3. Imagen del Dios Trino: Iglesia del Crucificado
En cuanto es sacramento de comunión, el Vaticano II mira también a la Iglesia como
“imagen de la Trinidad” (LG 2-4). La Iglesia es efectivamente pueblo de Dios Padre,
cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu. Es eso en su totalidad. Y ningún estamento
autoritario en ella puede convertirse en “aristocracia de Dios, sustituto de Cristo y
propietario del Espíritu”.
En efecto: la Iglesia es imagen de la Trinidad por ser Iglesia del Crucificado, es decir:
expresión de la comunión de Dios en la historia, con los hombres y mujeres de este mundo
empecatado y que “mata a los profetas”. Moltmann ha notado con agudeza teológica la
vinculación que hay para la fe cristiana entre Trinidad y Cruz, señalando como algo muy
valioso la práctica católica de hacer la señal de la cruz precisamente al pronunciar el
nombre de la Trinidad (“en el nombre el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”).
Como Iglesia del Crucificado, toda la comunidad creyente (sobre todo los más responsables
en ella) debe participar de alguna forma en esa “kénosis” (o anonadamiento) de Dios, que
4
hace posible la Cruz del Hijo. La Cruz ha de ser una condición de la propia vida creyente-ycomunitaria; no un recurso fácil para obtener que los demás hagan aquello que quieren las
personas constituidas en autoridad.
1.4. Visibilizada en la Eucaristía
Finalmente, tanto la referencia al Crucificado, como la alusión del Vaticano II a un
“sacramento de comunión”, nos permiten relacionar el carácter sacramental de la Iglesia
(“sacramento-raíz” en fórmula de O. Semmelroth), con esa “plenitud de lo sacramental”
que es la Eucaristía (“la comunión”, como suele decir la gente).
Ninguna reflexión sobre el ser de la Iglesia puede olvidar aquella enseñanza de De Lubac: “La
Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”.
Esto quiere decir que la eucaristía no existe como un simple acto de culto del que tenemos
la suerte de que es agradable a Dios de modo que, tras habérselo ofrecido, ya podemos
olvidarnos de Él. Así parece creerlo mucha gente, y este es el gran peligro de la
terminología sacrificial.
No. El mandamiento evangélico (“haced esto en memoria mía”) no se refiere
exclusivamente a un acto litúrgico: pues no fue eso la cena de Jesús. Se refiere a entregar el
propio cuerpo y la propia sangre (la propia persona y la propia vida) para la reconciliación y
la vida del mundo.
Por eso, quienes no viven la eucaristía más que como una obligación cúltica, merecen el
reproche ya viejo de san Pablo: “eso que hacéis ya no es celebrar la Cena del Señor”.
Así pues, la eucaristía existe –valga la expresión– para “eucaristizar al mundo”. Y, para eso,
aquellos que en la Iglesia son responsables últimos de la eucaristía tienen como misión
“eucaristizar a la Iglesia”, es decir hacer que en ella las relaciones no sean relaciones de
dominio, sino relaciones eucarísticas1. Quienes hoy hablan de “comunidad alternativa” o
“comunidad de contraste”, están queriendo decir simplemente comunidad eucarística.
En conclusión:
a. La Iglesia no es una institución cúltica, pues cree en un Dios que quiere misericordia y
no sacrificios. La oración es importantísima en toda vida creyente; pero este dato no puede
ser usado para negar la frase anterior.
b. La Iglesia es una comunidad de hombres libres (porque se saben hijos de Dios), y
misericordiosos porque, a través de Cristo, Dios les sale al encuentro en los necesitados.
Por eso es “la comunión del Cuerpo de Cristo” o, como escribía intuitivamente el joven
Bonhoeffer: “Cristo existente como comunidad”.
c. Porque la Iglesia no se comprende a sí misma como “comunidad civil perfecta” sino como
comunidad escatológica, “no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo en cuanto
hombre” (Bartolomé de Las Casas2).
1
Prescindiendo ahora de cómo se entienda esa responsabilidad última, y de si el N.T. conecta eucaristía y
“apostolado” tan simplemente como nosotros lo hacemos. Muchos textos eucarísticos antiguos dicen que
“toda la comunidad consagra” (Guerrico, PL 185,87). Y en nuestras plegarias eucarísticas, el presidente habla
siempre en plural (“nosotros…”) o “ellos mismos te ofrecen”, en el canon antiguo.
2
Obra indigenista, Madrid 1985, .179.
5
Si olvidamos esto no se comprenderá lo que ahora vamos a decir en segundo lugar sobre la
misión de la Iglesia.
6
2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO
“La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera
puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión
del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre”
(Vaticano II, Ad gentes, 2).
Por ser sacramento histórico de salvación, debemos añadir que la Iglesia es intrínsecamente
misionera, evangelizadora. Msr. Romero, en el texto citado, decía que la esencia de la
Iglesia está en su misión. Junto a él, grandes obispos latinoamericanos (E. Angelelli, Jaime
Nevares...) hablaban de poner en contacto (o acercar) el Evangelio y la realidad, la Palabra
y la vida. Y la definición del Vaticano II nos aclara en qué consiste ese ser misionera de la
Iglesia.
2.1. La misión
Evangelización no es lo mismo que proselitismo o propaganda. A éste no le importa
eliminar la libertad del oyente, y se atiene sobre todo al resultado numérico. La Coca Cola o
Nike no evangelizan, aunque estén en todo el mundo.
La evangelización es una oferta de salvación que se dirige primariamente a la libertad del
interlocutor y que pretende respetarla. No busca manipular, sino hacer presente el Evangelio,
de modo que quede ofrecido como posibilidad siempre abierta y siempre significativa. El
proselitismo mira más a la satisfacción y la seguridad del agente. La evangelización debe
mirar sólo al bien en libertad del destinatario.
La Iglesia es misionera y evangelizadora no porque busque meramente “aumentar su
número de clientes”, sino porque está en posesión de una Buena Noticia decisiva para la
humanidad (aunque ésta no lo sepa): la del “amor de Dios revelado en Cristo Jesús” (Rom
8,39). Es decir: por la misma razón por la que es señal de salvación.
2.2. Constitución misionera
Esta tarea misionera constituye lo primario de la voluntad de Dios sobre su Iglesia, y esto
podemos afirmarlo con seguridad teológica. Antes que ninguna otra cosa, Dios quiere una
iglesia misionera, evangelizadora: señal perceptible y significativa de que hay una
salvación de Dios para los hombres, la cual no sólo aguarda en el Más-Allá, sino que marca
definitivamente a esta historia.
La respuesta creyente a esa buena noticia es lo que congrega a varones y mujeres como
7
Iglesia, y envía a esos congregados a continuar la misión de Cristo. La Iglesia puede
convivir con la doble imagen social: de la sociedad ya cristiana, o del simple fermento. Con
lo que no puede coexistir es con la pérdida de su significatividad sacramental.
De acuerdo con eso debemos decir que Dios no ha querido en su Iglesia unas estructuras
arbitrarias o caprichosas que sean obstáculo para su misión, sino que más bien le ha dado
una gran libertad para organizarse del modo que más posibilite su misión, que más facilite
la comunión y la evangelización en el sentido dicho.
Al elemento principal de la estructura que el Resucitado deja en su Iglesia le llamamos por
eso “apostolado”, y no sé si nos hemos dado cuenta de la importancia de esa designación:
la Iglesia se estructura, ante todo, para ser apostólica, y para vivir el Evangelio. No por
afanes de poder o de seguridad, ni aunque revista de sagrados esos afanes.
La historia enseña que la organización de la Iglesia en los primeros siglos no se hizo de
acuerdo a un plan previo, dejado por el Maestro, sino según las necesidades y posibilidades
históricas, leídas desde el Evangelio. De ahí la pluralidad de configuraciones de las iglesias
primitivas, que se refleja en el Nuevo Testamento y se ve confirmada por la investigación
histórica.
Sin embargo, no son pocos los que hoy suscribirían la afirmación de Juan Martín Velasco:
uno de los mayores obstáculos hodiernos para la evangelización está en las estructuras
mismas de la Iglesia3.
Por más que se quiera apelar a la voluntad de Dios como justificación de unas estructuras,
si éstas resultan antievangélicas y antievangelizadoras, podemos sospechar legítimamente
de esa presunta voluntad divina. Como mínimo, habrá que presumir que las cosas son más
complejas de lo que sugiere esa apelación simplista a la voluntad de Jesucristo.
2.3. Evangelizar con obras
Si lo primero que quiere Dios es una iglesia evangelizadora, tanto hacia fuera como hacia
dentro (es decir: que su misma presencia y su vida resulten un anuncio), eso significa que
hoy, en pleno siglo XXI, en un mundo plural y en un Occidente descristianizado, la Iglesia
está llamada a evangelizar mucho más con los gestos que con las palabras. No todo el que
dice “Señor, Señor” evangeliza, sino el que cumple la voluntad del Padre. A la definición
que dio el Vaticano II de la Iglesia como sacramento, se le puede aplicar también aquella
consideración de san Agustín: “cuando al gesto se le añade la palabra, aparece el
sacramento”4.
Si la Iglesia no es evangelizadora en este sentido sacramental (“práxico” podríamos decir)
se convertirá en aquello a lo que pretende reducirla nuestra sociedad consumista: un mero
elemento decorativo, útil, como las flores, para dar relieve a ciertos momentos de una vida
pagana, tales como bodas, entierros y demás. Así podría encontrar la Iglesia una audiencia
e incluso un respeto en nuestra sociedad (las flores nunca son molestas); pero estará siendo
infiel a su misión. En cambio, si la Iglesia es evangelizadora en el sentido dicho, acabará
por encontrarse con el rechazo y la cruz de su Fundador.
Prueba de lo dicho son estas palabras de la Asamblea del episcopado latinoamericano en
3
4
Cf. Increencia y evangelización, pp. 113, 148ss, 175.
Comentario a San Juan, 80,3.
8
Puebla, que no necesitan más comentario por su diafanidad: “El pueblo de Dios, como
sacramento universal de salvación, está enteramente al servicio de la comunión de los
hombres con Dios y con el género humano entre sí... Cada comunidad eclesial debería
esforzarse por constituir... un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la
libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el Espíritu del Buen Pastor.
Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de
organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más
humano de sociedad. Y sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una
radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente
humana resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el
mismo hombre” (273).
Y todo esto lo percibe y lo confirma la misma Iglesia cuando, en una de las últimas plegarias
eucarísticas, pide para sí misma ser “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y
de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Exactamente.
Pero ¡cuánto necesitamos pedir eso!
Sin entrar ahora en la necesaria reforma estructural de la Iglesia (que ha venido
reclamándose durante todo el segundo milenio, y cuya negativa provocó fracturas bien
dolorosas), podemos enunciar el siguiente principio: la Iglesia de Jesucristo debería tener el
máximo posible de espiritualidad y el mínimo indispensable de organización. No son pocos
en la Iglesia los que hoy creen que estamos quizás al revés. A. Machado hablaba de “esta
Iglesia espiritualmente huera pero de organización formidable”5.
Para ello, entiendo que la Iglesia debe pasar del binomio que hoy parece constituirla: la díada
clérigos-laicos que algunos defienden a rabiar, a la otra fórmula de “comunidad con
servicios”, que obligaría al ministerio eclesiástico a pasar de lo sacral a lo eclesial, de lo
personal a lo servicial y de lo vertical a lo colegial, como ya expresé en otra ocasión6.
Esta alusión al ministerio nos llevará en el próximo capítulo a otra reflexión sobre los
miembros de la Iglesia. Antes debemos exponer las consecuencias de ese ser misionero de
la Iglesia.
2.4. Buena Noticia para los pobres
El tesoro que hace misionera a la Iglesia es definido por la Palabra de Dios como “buena
noticia para los pobres” (Is 61; Lc 4). Jesús pone ahí, y en la esperanza para enfermos y
marginados, el criterio de autenticidad y validez de su misión (Mt 11, 2ss)7.
La evangelización, por tanto, debe ser definida como evangelización de los pobres. Sin que
obste a ello su carácter universal: la buena noticia se dirige a todos nosotros en la medida
en que aceptemos colocarnos de alguna manera en el lugar de los pobres y al lado de ellos.
Por eso, según Juan XXIII, la iglesia misionera es “iglesia de los pobres”. No basta con que
una iglesia más o menos “de los ricos” diga excelentes palabras en favor de los pobres. Como
Iglesia de Jesucristo nos quedan aún muchos pasos que dar para aparecer ante el mundo como
5
Ver la cita completa en Las 7 palabras de J.I.G.F., Madrid 1996, p.98.
Ver mis apuntes sobre el ministerio eclesial: Hombres de la comunidad, Santander 1989.
7
En las curaciones de Jesús no se trata tanto de “devolver la salud”, cuanto de reintegrar socialmente al
enfermo, que se veía excluido de la comunidad, con la excusa de que era impuro o indigno de entrar en la casa
del Señor…
6
9
iglesia de los pobres.
La Edad Media acuñó una expresión ya clásica (aunque olvidada hoy): “nuestros señores los
pobres”. Si ello es así, no basta con que la Iglesia diga algunas palabras favorables a ellos, es
preciso además que ellos tengan alguna palabra (o muchas) que decir en la Iglesia y a la
Iglesia.
2.5. La plenificación de Cristo
La carta a los Efesios, explicando la “recapitulación de todas las cosas en Cristo”, define a
la Iglesia como aquella que encuentra su plenitud en la medida en que el mundo se
cristifica plenamente (1,23)8. La definición es un poco complicada pero muy rica; y
necesita una mínima aclaración.
La carta da esa definición para explicar cómo es posible que, si acaba de decir que “Cristo es
cabeza de todo”, diga después que “por eso, Dios se lo ha dado a la Iglesia”. Se insinúa ahí
una tensión dinámica entre Iglesia y universo: la Iglesia vendría a ser como el mundo según
Dios “en concentrado” (aquí radica su carácter de señal o de sacramento); y el mundo como
una iglesia en expansión.
Pero para que esta explicación no suene a proselitista hay que comprender dos cosas:
a. Lo que la carta quiere enseñar es que todo el mundo está ya cristificado, posee un
germen crístico que es su verdad más profunda, y que puede ser la traducción, tras la
Pascua, del Reinado de Dios anunciado por Jesús. Por ello es tarea de la Iglesia –como
servicio al Reino– que esa semilla llegue a su plenitud9.
b. Cristificar no es lo mismo que eclesializar, ni siquiera que cristianizar. Ya hemos dicho
que a la Iglesia le sirve tanto el modelo de la “conversión” del mundo como el del fermento
en el mundo. En ambos puede cumplir su misión y en ambos puede dejar de cumplirla.
Pues de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el mundo no realizará su dimensión crística por
el hecho de decir “Señor, Señor”, ni porque los papas tengan poder temporal, ni porque
haya una fiesta de Cristo Rey en la liturgia, sino porque da de comer y de beber a los que
no tienen, viste a los desnudos y visita a los enfermos y a los presos...
Queda así claro cómo el obrar “plenificador” de la Iglesia pone en acto su carácter de
“sacramento”. Y se comprende también por qué Vaticano II, tras haber definido el ser de
la Iglesia como sacramento de salvación, comienza así su enseñanza sobre el obrar de la
Iglesia: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia, por ello, se siente íntima y
realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1,1).
Es como decir que la misión de la Iglesia es ser levadura en la masa, y no bastión, o quiste,
o gueto o parcela separada: y, mucho menos, “imperio”.
8
Para la traducción de esta frase, remito a La Humanidad Nueva, 304-305.
La Plenitud (plerôma en griego) es una palabra fundamental en el Nuevo Testamento para explicar el don de
Dios en Jesucristo.
9
10
3. EL SUJETO DE LA IGLESIA
Todo cuanto llevamos dicho alude y se refiere primariamente a la comunidad de creyentes
o de llamados por Dios, al pueblo de Dios que es el verdadero sujeto de la denominación de
Iglesia.
Por desgracia, una de las criptoherejías más frecuentes es reservar el nombre de Iglesia a
sólo una porción de ella, a una especie de poder sagrado que sería el único destinatario
verdadero de la llamada de Dios y, respecto del cual, los creyentes no serían nada más que
el campo de despliegue y de ejercicio de ese poder sagrado. Debo repetir que eso no es más
que una herejía, por más que esté presente en muchas cabezas.
3.1. “Los convocados por Dios”
Es cierto que en la Iglesia hay algo “previo” a la congregación de los fieles. Pero ese algo
previo no es el poder sagrado como transparencia de Dios, sino la llamada de Dios a todos
los creyentes al incluirlos en la Resurrección de Jesucristo (cf. Ef 1,23). Dicho de otro
modo: la Iglesia no es primariamente lo que llamamos “el ministerio eclesiástico” (y sólo
por una extensión secundaria los llamados fieles), ni aunque el ministerio pueda tener en
ella un nivel mayor de responsabilidad y de dedicación. La frase atribuida a Pío IX: “la
Tradición soy yo”, es una herejía formal, prescindiendo de si el papa pronunció o no esa
frase. Y esa falsa concepción se refleja también en esta definición de un libro clásico del
siglo pasado (las Prelaectiones de J. Perrone): “aquí entendemos por Iglesia no el conjunto
de los fieles sino... el cuerpo de los pastores con el pontífice romano”10. Ni aquí ni en
ningún sitio puede entenderse eso por Iglesia.
Vaticano II reaccionó contra esta concepción (que seguía presente en el esquema preparado
por la curia romana) invirtiendo el orden de los capítulos 2 y 3 de la LG: al capítulo
primero sobre el misterio de la Iglesia, le sigue el capítulo dedicado al pueblo de Dios, no el
dedicado a la jerarquía como proponía el esquema previo.
3.2. El misterio del Pueblo
De acuerdo con ese cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de LG, el misterio de la Iglesia
es el misterio del pueblo congregado por Dios, de la comunión entre todos los miembros de
ese pueblo donde ya no hay judío o griego, ni señor o esclavo, ni varón o mujer. Si se
piensa esto con serenidad, resulta enormemente asombroso y estimulante. Por supuesto, ese
pueblo necesitará unos servicios que existen para eso: para que viva el pueblo de Dios. Pero
el misterio de la Iglesia no es el misterio del poder sagrado, que a su vez necesitará unos
fieles sobre los que ejercerse.
10
Ver la cita completa en La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico,
Barcelona 1996, p. 226. más el expresivo texto de Y. Congar citado allí.
11
Esa inversión de perspectivas del Vaticano II no ha marcado la mentalidad de muchos
eclesiásticos. Pero sin ella no tienen vigencia las palabras de san Agustín, que serviría de
examen de conciencia para muchos jerarcas, “soy cristiano CON vosotros y obispo PARA
vosotros. Lo que soy para vosotros me aterra, lo que soy con vosotros me consuela”11. San
Agustín, pues, se sabía Iglesia por ser cristiano, no por ser obispo. Es de temer que hoy
muchos ministros se creen iglesia no por ser cristianos, sino por ser curas u obispos. Y así
desaparece también el otro juego de palabras de san Agustín sobre los obispos, que repite
infinidad de veces y que es tan inmejorable como intraducible: “praessint ut prossint” (o
“prodesse, non praeese”): que presidan para aprovechar. Naturalmente, para aprovechar al
pueblo de Dios, y no a otros intereses, aunque sean los de la curia romana.
Cuando hoy oímos decir que conviene evitar la definición conciliar de la Iglesia como
pueblo de Dios, porque tiene el peligro de efectuar “una reducción sociológica”, estamos
autorizados a mirar ese argumento como un intento de defender la concepción de la Iglesia
que me he atrevido a calificar de heterodoxa. No puede haber una reducción sociológica allí
donde se profesa que ese pueblo es “DE DIOS”. Con el mismo argumento se podría decir
que conviene evitar la definición de la Iglesia como “cuerpo de Cristo” porque efectúa “una
reducción biologista”, o algo parecido. Esa reducción no se dará por usar la palabra cuerpo,
sino cuando se niegue que en esa definición se trata del cuerpo “de Cristo”, como en la otra
se trata del pueblo “de Dios”. La acusación que acabo de citar desconoce totalmente la
caracterización del pueblo de Dios que hace el Nuevo Testamento: “Como pueblo elegido
de Dios, pueblo santo y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la
bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos
cuando alguno tenga quejas contra otro...” (Col 3,12-13).
Un pueblo así sería, efectivamente, una “comunidad alternativa” o de contraste, y un
sacramento de salvación.
3.3. Somos Iglesia
Toda esta discusión no es meramente teórica sino que tiene consecuencias prácticas. Si la
Iglesia somos todos, de la Iglesia somos responsables TODOS en algún sentido. Igual que
(en otro sentido y por otras razones) todos los ciudadanos tienen alguna responsabilidad en
la marcha de su país. Todos y no sólo el gobierno o el parlamento, aunque éstos tengan en
un momento dado mayor responsabilidad.
Es evidente que en todo cuerpo social ha de haber unos servicios que asuman de manera
más intensa y con más dedicación la responsabilidad por el cuerpo. Así lo piden las leyes
de la convivencia humana que Dios respeta. Pero el hecho de que existan esos servicios no
dispensa a los fieles de la responsabilidad que impone el simple hecho de ser creyentes en
el Dios de Jesucristo. Responsabilidad para lo bueno y para lo malo, para la edificación del
pueblo, y para que no vivamos nuestra fe como nuestra causa particular.
Por eso, en el centro de la iglesia primera estuvo aquel principio que después ha pasado al
mundo jurídico: “lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos”. Este
principio no se refiere sólo a decisiones de carácter económico o social. Nada afecta más a
todos los cristianos que la donación de Dios en la vida, muerte y Pascua de Jesucristo. Y
ese don es responsabilidad de todos.
11
Sermón 340 (PL 3, 1482-84), entre otros. Algo de esto intentó recoger el Vaticano II en PO 9.
12
Es bueno recordar, en este contexto, que K. Barth definió a la teología como “eclesiástica”
y tituló su dogmática como “dogmática eclesial”. Pero es también evidente que cuando
Barth hablaba así (por más que él también aceptara la necesidad de una autoridad y unos
servicios en la Iglesia), no estaba queriendo decir: dogmática jerárquica, o dogmática según
la curia romana. Estaba queriendo hablar de la teología como responsabilidad de “servicio al
pueblo de Dios”. La teología en efecto se hace para la comunidad de creyentes, y no para la
carrera o promoción del teólogo. Y lo que digo de la teología vale de las otras tareas
eclesiales.
No hace mucho, un grupo de cristianos de todo el mundo, alarmados por la situación actual
de la Iglesia Católica y conscientes de que también ellos tienen una parte de
responsabilidad en esa situación (aunque sea una parte más pequeña que la de otras
instancias) se constituyeron en una especie de plataforma mundial con el nombre de
“Somos Iglesia”. No se comprende que la autoridad eclesiástica desautorice globalmente a
esa plataforma, que no ha hecho más que ejercer su responsabilidad de cristianos. Si han
cometido errores particulares será bueno desautorizar esos errores concretos pero no al
movimiento en conjunto. Evidentemente, uno puede ejercer mal una responsabilidad, y por
desgracia los hombres hacemos eso más de dos veces y, –cuando así ocurra– será bueno
que eso se nos diga, en nombre de la responsabilidad de todos. Pero lo que no se puede
hacer es negar simplemente el ejercicio de una responsabilidad que brota con el hecho
mismo de ser creyentes, que quiere decir ser Iglesia.
Para concluir, este es el momento de recordar que la designación de la Iglesia como pueblo
de Dios proviene del hebreo qahal, (que el griego traducirá como ekklesía) y que designa a
una asamblea en estado de convocación, para llevar adelante su tarea histórica 12. La
ekklesía tampoco viene de la palabra hebrea yahad que significa comunidad, y que usaban
los monjes de Qumran para designarse a sí mismos. Se trata en la Iglesia de una comunidad
que no huye de la historia sino que se enfrenta a una tarea en la historia. De ahí la
responsabilidad de todos en ella.
3.4. La Iglesia de Dios que está en un lugar
El Nuevo Testamento enseña que esa Iglesia pueblo de Dios no es una especie de
multinacional religiosa, sino que cada iglesia particular es la iglesia total, católica: “la
iglesia de Dios que está en Corinto, en Tesalónica” o en Barcelona. Y esta localidad tiene
una dinámica de comunión universal, precisamente por ser “de Dios”.
Este punto cobra importancia histórica y teológica, en un mundo de “pensamiento único” y
de falsa globalización. Por eso merece un poco más de atención.
3.4.1. Local y en comunión plena
En el cristianismo hay una especial relación entre iglesia local e iglesia universal, de modo
que:
A. Cada iglesia local es TODA la iglesia (o “la iglesia católica”), no una PARTE (como vg.
Tarragona lo es de Cataluña), ni tampoco una sucursal (como la de un banco) ni un
individuo de un género (como Pedro lo es del género humano...). Es simplemente “la
No meramente congregada para un acto de culto: pues en este caso el A.T. usa la palabra ’edah, que los
Setenta traducirán al griego como synagogê.
12
13
iglesia de Dios”. Iglesia de Dios que está en... Corinto (1 Cor 1,2 y 2 Cor 1,1), o iglesias de
Galacia (Gal 1,2) o la iglesia de los tesalonicenses (1 y 2 Tes, 1,1), o “la iglesia en
Jerusalén” (Hchs 8,1). También en el martirio de Policarpo se habla de él como “obispo de
la iglesia católica de Esmirna”.
Cada iglesia local es por eso la iglesia de Dios. Pero:
B. Esta, que es la doctrina más antigua del NT, ha de equilibrarse con la de las Cartas
paulinas de la cautividad que hablan más de la iglesia universal, mientras que en el caso
anterior se habla más bien de las iglesias. LG 23 afirma que “en ellas y por ellas existe la
una y única iglesia católica”13.
C. Pero para ser iglesia católica o “de Dios” cada iglesia local necesita:
– ser ella misma integradora (“holística” con lenguaje hoy de moda). Porque, como dirá
Tertuliano: “la bondad de Dios es suprema y católica” (Adv. Marc. 2,17).
– Y además necesita ser (no sólo estar) abierta a la comunión con otras iglesias locales. De
modo que la llamada “iglesia universal” viene a ser una comunión de iglesias o “iglesia de
iglesias” según la bella expresión de J. M Tillard.
Integradora y abierta. El primer elemento está muy vinculado al segundo (que no es un
mero añadido): catolicidad equivale a totalidad cualitativa, es decir: no le falta a una iglesia
nada de lo humano-divino; es “iglesia de Dios en todo lo que constituye la existencia de un
conjunto humano”14. La catolicidad cuantitativa deriva de esta catolicidad cualitativa y no es
un mero agregado numérico. Por eso mismo, la misión de la Iglesia, más que en una mera
extensión, radica en la entrada en ella de toda la riqueza humana en Cristo.
D. De aquí brotan tres consecuencias prácticas importantes.
a. La Iglesia es local. Pero a esa localidad le pertenece una grave obligación de fomentar
la comunión de todas las iglesias locales, la cual requiere sin duda un centro potenciador de
esa comunión, en este caso la Iglesia de Roma.
Pero eso no significa que otra iglesia particular pueda imponerse y aplastar la particularidad
de las iglesias locales en nombre de la catolicidad.
La iglesia de Roma no es pues la iglesia universal, es el centro de la comunión de las
iglesias. Si ocurriera ese aplastamiento de las iglesias de Dios por lo que debería ser su
centro de comunión, tendríamos lo que san Bernardo escribe al papa Eugenio III: “si
reduces el cuerpo de Cristo a una cabeza con dedos, lo conviertes en un monstruo”.
b. También puede ser útil notar la vinculación de este tema con el de la iglesia de los
pobres, como aparece ya en los Hechos. Pues, en cada iglesia local, entra no sólo todo lo
humano sino todos los humanos. Y también esto se vincula (ya en san Justino, en el s. II) con
la eucaristía como comunión de todos15.
c. En conclusión: todas las instancias eclesiales están marcadas por esa dualidad de
localidad y catolicidad la cual implica el intento de configuración colegial, o sinodal, de
13
Ver también Or. Eccl. 2 y 4.
J.M. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, p. 61. la otra cita que daremos de Tillard es de esta
misma obra, p. 101.
15
Hay una verdadera antología de textos sobre ello en J.M. TILLARD, op. Cit. 206 y 201.
14
14
todas ellas (cf. LG 26). La Iglesia no nació con una estructura ya previamente dada por su
Fundador, sino que trató de buscarla y para ello miró también al mundo de su entorno
(ciudad, metrópoli, provincia etc). Pero al estructurarse no podrá prescindir de esa doble
instancia que la constituye.
3.4.2. Iglesia local y eucaristía
Esa dialéctica de la iglesia local y universal responde a algo profundamente humano. El
individuo se realiza verdaderamente cuando forma comunidad: entonces se convierte en
persona. De lo contrario se encierra en un individualismo que, buscando su identidad en la
separación más que en la comunión, acaba por anularle humanamente. Pero luego, toda
comunidad puede a su vez, o degenerar en comunidad-individuo o convertirse en
comunidad-persona, según busque autoafirmarse mediante la separación, o la comunión
con otras comunidades. Por eso E. Mounier definía a la comunidad como una “persona de
personas”.
Y si esta dialéctica de la iglesia local es tan humana, se comprende que pueda tener mucho
que ver con la Eucaristía. En efecto: ya desde san Agustín, se la ha visibilizado ahí: cada
hostia consagrada (o fragmento) es TODO el cuerpo de Cristo, no una parte16. Pero eso no
excluye que lo sean igualmente TODAS las demás hostias. El haber reducido la Eucaristía
a un mero acto de culto nos ha hecho perder esta importante proyección del mandato del
Señor de repetir su última Cena.
En cambio, la teología de la iglesia local no tiene que ver con reivindicaciones nacionalistas,
por legítimas que puedan ser éstas. Lo que acabamos de exponer vale tanto de la iglesia de
Barcelona como de la de Calahorra o Burgos. Kasper ha matizado con razón, respondiendo a
Ratzinger que, en la teología de la iglesia local, “no se trata de un nacionalismo
eclesiástico”17. Y debemos añadir que precisamente la aparición de diversos nacionalismos
eclesiásticos (“galicanismos” o “josefinismos”) fue un factor que, a lo largo de la historia,
debilitó la importancia de la teología de la iglesia local.
La diferencia entre ambas concepciones la formula bien J.M. Tillard: “ninguna de las
iglesias puede considerar su diferencia como el valor supremo en función del cual todo
tiene que ser juzgado por ella”. Es decir: lo diferencial no son aquí particularidades
(lingüísticas, culturales, o históricas...) sino el hecho cristiano mismo, tal como se visibiliza
en la Encarnación. Por eso, sin esa apertura a las demás iglesias ya no se es “ekklesía tou
Theou” (iglesia de Dios). De modo que ni las diferencias se conviertan en barreras, ni la
supresión de las barreras se convierta en supresión de las diferencias.
3.4.3. Iglesia local y episcopado
Todos estos datos son fundamentales para la teología del episcopado. El obispo se caracteriza
por su vinculación a una iglesia local, y al colegio episcopal. Aquí encontramos los dos
rasgos eclesiológicos que acabamos de describir. Cada obispo es representante, responsable
(“ángel” dice el Apocalipsis en su carta a las iglesias), o (con un término muy querido a la
teología antigua y que marca una vinculación muy seria), “esposo” de una iglesia local. Y
precisamente por eso es, a la vez, miembro de la comunión episcopal (o “colegio”).
“está con su cuerpo y sangre, alma y divinidad” decía el catecismo, es decir: no faltaba nada en cada forma
consagrada.
17
Ver la cita en Documents d’Església, n. 772, p. 566.
16
15
La vinculación a su pueblo es tal que, en la tradición primitiva, quien consagra no es el
obispo (o el presidente de la eucaristía, aunque deba haberlo) sino todo el pueblo, al que él
aporta no un poder consagrador especial18, sino la comunión con las iglesias para que
aquella pueda ser verdadera eucaristía. “La iglesia que está en...” no es meramente el
obispo sino todo el pueblo: “los santos y los fieles que están en Efeso” (Ef 1,1), o “los
amados de Dios y llamados a ser santos, que están en Roma” (Rom 1,7); o “los santos en
Cristo Jesús que están en Filipos, con sus obispos y diáconos”(Fil 1,1).
Precisamente por eso, colegialidad y localidad son anverso y reverso de una misma
realidad y no dos principios opuestos. San Cipriano, uno de los grandes teólogos de la
iglesia local, escribe: “el episcopado es uno; y de él participa cada obispo por entero (‘in
solidum’)”19. De ahí el absurdo teológico de los obispos sin iglesia (o con una iglesia
inexistente) tan frecuente hoy. Ya en el s. V el concilio de Calcedonia prohibió esto en su
canon 6. Igualmente extraño es el caso de dos obispos en una misma iglesia (prohibido
también por el concilio de Nicea, en su canon 8). O que alguien sea ministro del cuerpo
episcopal sin ser ministro en una iglesia local.
Todas estas realidades se dan en nuestra iglesia y lesionan profundamente la naturaleza y la
teología del episcopado. Por eso están llamadas a cambiar con urgencia.
18
19
Ver el texto citado en la nota 1.
De úntate Ecclesiae, 5.
16
4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE?
La pésima traducción castellana de nuestros credos obliga a los cristianos a proclamar cada
domingo una herejía, cuando afirmamos que “creemos en la Iglesia”. En este capítulo debemos
explicar que la Iglesia no es de ningún modo objeto de la virtud de la fe. Sólo en Dios se puede
creer, en el sentido pleno del término. Pero la fe en el Dios Amor es una fe intrínsecamente
eclesial, creadora de comunión y de comunidad. Por eso, como muestra la historia de los
diversos credos o profesiones de fe, la Iglesia sólo entra en ellos tardíamente y no como objeto
de fe sino como consecuencia de ésta.
4.1. Precisiones terminológicas
El verbo creer castellano puede construirse de tres maneras: Creo “en alguien” en el sentido de
que, existencialmente, me fío y tiendo hacia él. Creo “que” existe algo o alguien (otros mundos
habitados o papá Noel). Y creo “a alguien”: acepto la verdad de alguna palabra suya.
El latín y el griego tienen una variedad de proposiciones y casos para distinguir esos
significados, de las cuales carecen el catalán y el castellano. Y estas declinaciones gramaticales
muestran que la Iglesia sólo entra en los credos con este doble significado:
a. Porque creo EN Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creo también (o acepto) QUE existe la
Iglesia (versión más occidental).
b. Creo que el Espíritu Santo trabaja a la Iglesia para llevarla hacia la comunión de todo lo
Santo, (que implica) el perdón de los pecados y la vida eterna (versión más oriental).
Los testimonios de la Tradición en este sentido son muchísimos. Permítasenos, al menos, un
pequeño florilegio.
4.2. ¿Por qué no podemos creer en la Iglesia?
Para comenzar con el testimonio más autorizado, aunque no el más antiguo, demos la
palabra a Santo Tomás: “Se podría decir ‘creo EN la Iglesia’ si se entiende refiriéndolo al
Espíritu Santo que santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir
simplemente: creo [QUE existe] la santa Iglesia, sin la preposición en, tal como dice el
papa san León” (2a 2ae, I, 9, ad 5).
Mucho antes que él, hacia el s. IX, Pascasio Radbert había escrito: “No digamos ‘creo EN la
santa Iglesia’ (in ecclesiam) sino que, suprimiendo la sílaba en, digamos ‘creo QUE existe la
santa Iglesia’, como creo que existe la vida eterna. De otro modo parecería que creemos en el
hombre, lo cual es ilícito. Nosotros creemos sólo en Dios y en su única Majestad” (PL 120,
1402.1404).
Fijémonos en la razón aducida: creer en la Iglesia sería creer en algo humano, sería por
tanto idolatría. La misma razón había dado ya Fausto de Rietz hacia el s. V: “Quien cree
17
EN la Iglesia cree en un hombre: pues no fue formado el hombre por la Iglesia sino la
Iglesia formada por hombres. Aparta pues de ti esa persuasión blasfema de pensar que
debes creer en alguna creatura humana” (PL 62, 11).
El florilegio sería inacabable. Lo cerraré con el Catecismo del Concilio de Trento, que es de
una claridad meridiana: “Hay que creer (QUE existe) la Iglesia, pero no creer EN la Iglesia.
Pues en las personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nuestra
fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] ‘la santa Iglesia’ y no ‘EN la
santa Iglesia’ para, con estos lenguajes diversos, distinguir al Dios Creador, de las creaturas"
(Parte I, cap. 10, nº. 23).
Es, pues, legítimo concluir con una síntesis magistral de san Ildefonso, que nos dará el paso al
apartado siguiente: “...la Iglesia no es Dios. Creemos EN Dios de una manera única y, como
consecuencia de esa fe, creemos QUE existe la Iglesia” (PL 96,127d).
4.3. Creer eclesialmente
Es decir: creer es entrar en contacto con, o tender hacia el Misterio Santo que es Comunión
plena y total, y que implica la ausencia de pecado y la vida eterna. La Iglesia es como el
“sacramento de esa comunión” (LG 1,1), producido por la misma fe.
Por tanto: la fe no es fe en la Iglesia, pero la fe es necesariamente eclesial. No se cree EN la
Iglesia, porque es la Iglesia la que cree y porque sólo el Dios Padre, Hijo y Espíritu es objeto de
fe. Pero la fe en el Dios cristiano es necesariamente comunitaria: creer en Él nos constituye en
Iglesia.
La Iglesia, pues, entra en la fe, y en el credo, no para designar el término sino el modo o
ámbito de la fe. Porque creer en un Dios que es Comunión Absoluta sólo puede hacerse en
comunión. Y esa Iglesia que entra en el Credo no es ni la jerarquía ni lo que hoy hemos dado en
llamar “iglesia institución” (por necesarias y respetables que sean ambas): la Iglesia que entra
en el credo es la Iglesia-comunión. Esa es la Iglesia “santa”.
Quien haya tenido la experiencia del gozo y la comunicación que supone encontrarse con otros
seres humanos compartiendo la fe en el Dios revelado por Cristo, entenderá fácilmente esta
dimensión intrínsecamente eclesial de su fe.
Por eso los credos romanos alinean muy bien la santa Iglesia y la comunión de los santos.
Porque en la medida en que la estructura del acto de fe es la de un “salir de sí hacia Dios”, esa
salida de sí convierte la existencia creyente en comunión: los otros no pueden estar ni ser ajenos
a mi fe. En resumen: la Iglesia no es objeto, ni término, ni contenido de la fe. Es una dimensión
intrínseca de la fe, una modalidad de la fe en el Dios Amor. No hará falta precisar hasta qué
punto esto es, además de un don, una profunda exigencia para la Iglesia.
4.4. A modo de conclusión
En su versión original, nuestros dos credos dicen: “credo in Spiritum sanctum, sanctam
ecclesiam” (sin preposición) para el credo romano. Y “et in Spiritum Sanctum... et unam
(también sin preposición), sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam”, para el credo
llamado niceno (DS 30 y 150). Es muy de desear por tanto, que devolvamos a nuestra profesión
de fe su sentido verdadero.
O, si lo preferimos con la orientación de los credos orientales: creemos que el Espíritu
Santo (el “dador de Vida”) está trabajando al mundo entero hacia esa configuración que es
18
la comunión plena, por el perdón total y la vida eterna. Esa configuración humana de la que
la Iglesia es símbolo y señal. Y por eso profesamos que el Espíritu trabaja a la Iglesia para
convertirla en comunidad de fe, esperanza y amor, que anticipa la meta definitiva.
19
5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA
Una comunidad como la descrita en los tres primeros capítulos soportará siempre una tensión
difícil entre carisma e institución. Y habrá de procurar que los elementos organizativos en ella
sirvan para encarnar y dar fuerza y vida al Espíritu, en lugar de ahogarlo. “No apaguéis al
Espíritu” (1 Tes 5,19) es un consejo que fue dado ya a una de las primeras iglesias que
conocemos.
Por esta razón, entre otras, se definió desde los orígenes a la Iglesia como “la siempre
necesitada de reforma”. De manera aún más dura, los Santos Padres la calificaron como casta
meretriz, porque en ella coexisten la santidad del Espíritu y el pecado de los hombres que la
constituimos. Quienes hoy se entristecen por algunas realidades de la iglesia oficial, no
deberían olvidar que Jesús lloró sobre Jerusalén, capital religiosa del judaísmo: aquella
Jerusalén de la que todos cantaban “qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor”,
pero que no supo reconocer la hora de Dios (cf. Lc 19, 41).
Y si la misión de la Iglesia es mesiánica, sus tentaciones serán las mismas del mesianismo de
Jesús: convertir las piedras en pan; tentar a Dios o sustituir a Dios por el poder.
5.1. El eclesiocentrismo: manipular a Dios en provecho propio
Jesús fue tentado de usar el poder de Dios para su propio provecho, convirtiendo las piedras en
pan y abandonando así su solidaridad con la condición de todos los seres humanos. Versión
eclesiástica de esa tentación sería lo que llamamos eclesiocentrismo: en lugar de ser sacramento
del Reino la Iglesia se erige como fin en sí misma o, con el clásico lenguaje bíblico, “se
apacienta a sí misma”.
Esta tentación afecta sobre todo a los aspectos institucionales de la Iglesia, puesto que es ley
inevitable de toda institución humana acabar confundiendo sus fines con sus propios intereses.
Si la Iglesia cae en esta tentación, la institución eclesial se anunciará a sí misma más que a Dios
y, en lugar de la misión del Precursor (“que Él crezca y yo disminuya”), acabará confundiendo
su propio crecimiento con el crecimiento de Dios y el amor a la Iglesia con el amor a sus
autoridades. Los criterios para nombramientos, para canonizaciones y demás, ya no serán el
servicio al Reinado de Dios anunciado por Jesús, sino el servicio a la institución eclesial incluso
en sus aspectos más discutibles. El límite de esta tentación será el carrerismo y la
autopromoción que acaban dañando gravemente cualquier comunidad.
Precisamente porque esa tentación está tan arraigada en nuestra condición humana, las fuentes
bíblicas avisan contra ella constantemente. El profeta Ezequiel tiene unas páginas durísimas
contra los responsables religiosos del pueblo judío: “pastores que se apacientan a sí mismos”,
que “en lugar de apacentar a las ovejas se comen su grasa y se visten con su lana”, que “no
fortalecen a las débiles ni curan a las enfermas y maltratan a las fuertes”, “haciendo que las
ovejas se desperdiguen”. Y concluye: “Voy a enfrentarme con esos pastores, les reclamaré mis
20
ovejas para que dejen de apacentarse a sí mismos” (34, 2-10). San Agustín comentó ese
capítulo de Ezequiel, en dos sermones ya citados en la nota 11.
El evangelista Mateo ha recogido una colección de palabras de Jesús, también muy duras, de
las que los exegetas están de acuerdo en afirmar que se han conservado en el evangelio no
como una crítica a los judíos “de antes”, sino como un aviso para el ministerio eclesial de los
cristianos. San Jerónimo da la razón a esta visión de los biblistas cuando (comentando ese
capítulo 23 de san Mateo), avisa que “han pasado a nosotros todos los vicios de los fariseos”
(PL 26,168).
Si esto podía escribirse en la primera iglesia ¿qué habría que decir tantos siglos después? Quizá
la única diferencia esté en que la iglesia joven de san Jerónimo era capaz de reconocer esos
peligros y confesar su caída en ellos, mientras la iglesia vieja de nuestros días ya no parece
tener esa capacidad. Por eso es preciso repetir que la Iglesia no puede
– colar el mosquito del derecho canónico para tragarse el camello de la justicia y la
misericordia;
– quebrantar la voluntad de Dios acogiéndose a las tradiciones de sus mayores;
– limpiar la copa por fuera y dejar sucio lo de dentro;
– acaparar los dineros de las viudas con pretexto de largos rezos por ellas;
– guiar a los ciegos desde su propia ceguera;
– matar a los profetas incómodos y luego edificarles monumentos cuando ya no molestan...
El remedio fundamental contra esta tentación es recuperar y fomentar la visión evangélica de la
autoridad, contra toda concepción pagana o idólatra de ella. Veámoslo.
Sentido evangélico de la autoridad
Contra todo idealismo angélico, recordando con Pascal que la pretensión de ser ángeles es lo
que más nos convierte en demonios, debemos proclamar la necesidad de la autoridad en la
Iglesia. La autoridad es necesaria por razones que derivan no de ella misma sino de nuestra
condición humana.
Toda comunidad sin un mínimo de autoridad acaba dividiéndose, o cayendo en manos de
liderazgos ocultos, inconscientemente manipuladores, que se amparan en grandes palabras y a
los que casi nadie se atreve a resistir, ya sea por el propio respeto humano o porque esos
poderes ocultos nunca dan la cara. La autoridad es necesaria porque esa es nuestra condición
humana y Dios, cuando entra en nuestra historia, no viene a jugar con ventaja.
Pero esto es muy diferente de una visión idolátrica de la autoridad que la considera
necesaria porque ella es transparencia de Dios. La autoridad no es teofánica; sólo el
auténtico amor es transparencia de Dios.
Precisamente por eso, el Nuevo Testamento, cuando habla de la autoridad, evita
cuidadosamente todos los términos sacralizadores (poder sagrado, sacerdocio, jerarquía,
pontífices), y busca deliberadamente términos “funcionales” (supervisores –episcopos–
servidores, ancianos o enviados, dirigentes o “los que arriman el hombro”). Y hasta nos
prohíbe el evangelio llamar a nadie “padre” o “señor”, no porque estos términos no puedan
tener algún uso derivado legítimo, sino para no perder la conciencia de que uno solo es nuestro
Padre y nuestro Señor, mientras nosotros somos todos hermanos.
21
En continuidad con este modo de sentir, la palabra “jerarquía” (o “poder sagrado”) sólo entra en
el lenguaje eclesial a partir del s. IV, como fruto de la “platonización” del cristianismo y por
obra de un famoso escritor cuyas obras se presentaron como si fueran de un contemporáneo de
los Apóstoles. Me estoy refiriendo, naturalmente, al llamado Pseudodionisio. Personalmente,
considero que la palabra “jerarquía” es por sí misma heterodoxa, y debería ser evitada en el
lenguaje de todos los cristianos.
La autoridad, pues, por necesaria que sea, no pertenece al Reinado de Dios sino a esa limitación
insuperable de nuestra realidad que san Pablo califica como “la necesidad presente” (1 Cor
7,26).
Precisamente por eso Jesús, que fue enormemente libre pero nada individualista y que tuvo sus
mayores conflictos con las autoridades establecidas, no pretende que en su comunidad
desaparezca la autoridad, pero sí convertirla en verdadero servicio, como expresa una de sus
palabras más antiguas y conservada en testimonios diversos: “no ocurra entre vosotros como
con los poderes mundanos que, por un lado se imponen y, por el otro, se hacen llamar
bienhechores. Entre vosotros, el primero que se convierta en último, y el que manda en
auténtico servidor”20. La Iglesia en cambio, ha sustituido muchas veces estas palabras por la
otra visión “religiosa” de la autoridad, más propia del Antiguo Testamento que del Evangelio.
La responsabilidad de la autoridad, por tanto, no es imponer su propio modo de pensar (como si
el mero hecho de ser autoridad canonizase ese modo de pensar), sino crear comunidad,
mantener unidos pese a las diferencias, y potenciar el crecimiento de aquellos de los que es
responsable.
Cuando sea más pagana que evangélica, la autoridad eclesiástica caerá en la tentación de lo que
decía aquel viejo refrán castellano: “sostenella y no enmendalla”, para no tener la sensación de
que pierde poder o queda en mal lugar.
Permítaseme un ejemplo. Es sabido que, cuando Pablo VI nombró una comisión para examinar
la doctrina sobre el control de natalidad, una enorme mayoría aconsejó al papa la necesidad de
un cambio en la postura oficial de la Iglesia en este punto. Y que, sin embargo, por presiones de
la minoría derrotada que hizo creer al papa que, si cambiaba, dañaría para siempre la autoridad
eclesiástica, la encíclica Humane Vitae (redactada por los responsables de esa minoría) reafirmó
la enseñanza tradicional. ¿No se hubiera podido dejar la cuestión sin decidir? A ojos de muchos,
parece que se prefirió “enviar al infierno” a millones de fieles, antes que reconocer un posible
error propio. El resultado, dolorosamente conocido, fue que se cumplió aquella frase de Jesús
que también vale para las instituciones: el que sólo busca salvar su vida la pierde, y el que
acepta perderla la recobra. La autoridad, queriendo salvar su credibilidad, la perdió.
5.2. El privilegio: utilizar a Dios en beneficio de su misión
Siguiendo el paralelismo con las tentaciones de Jesús antes citadas, se trataría ahora de “echarse
del Templo abajo” o de “tentar a Dios”, es decir: asumir riesgos irresponsables, esperando que
Dios ya enviará sus ángeles para evitar que nos estrellemos.
Si la anterior tentación afectaba más a los responsables de la institución eclesial, ésta por su
misma naturaleza, parece afectar más al pueblo de Dios. El profeta Isaías levantó su voz contra
un pueblo que “dice a los videntes: no veáis. Y dice a los profetas: no profeticéis sinceramente,
20
Cf. Lc 22,25-27; Mc 10,42-45; Mt 20,24-28.
22
profetizad ilusiones, decidnos cosas halagüeñas” (30,10).
También aquí tiene su aplicación lo que antes escribimos sobre la responsabilidad eclesial
de todos. Y así, en los momentos inmediatos al Vaticano II, el pueblo de Dios cayó
repetidas veces en esta tentación de irresponsabilidad, convirtiendo a la Iglesia en un gallinero
de reivindicaciones insolidarias, donde cada cual atendía nada más que a su propio interés y no
al de los demás. Ese desmadre egoísta dañó mucho a algunas reivindicaciones que en sí mismas
eran legítimas o convenientes. Y, aunque esto no justifique la actual involución y el presente
“invierno eclesial”, debe ser reconocido por nosotros, porque ese reconocimiento será la
única forma de evitar que el error se repita.
Esta tentación se da también, por el otro lado, cuando el pueblo de Dios sacrifica el don de la
libertad cristiana al afán de total seguridad, que es la mayor tentación de la religiosidad. Así
nacen movimientos e instituciones donde se abdica de todo uso de la razón, de la conciencia y
de la responsabilidad ante la causa de Jesús, a cambio de unas órdenes concretas y
pormenorizadas que nos dicen exactamente todo lo que tenemos que hacer y nos dan la
tranquilidad de “saber a qué atenernos”, al precio de enterrar los talentos y de una sensación de
superioridad frente a los que no siguen esos caminos minuciosamente trazados. En el límite,
esta tentación confundirá la fidelidad a Dios con mil detalles “de la menta y el comino” (Mt
23,23), y llevará a que, mientras el Reino de Dios anunciado por Jesús era para los pobres, los
altares de la Iglesia en cambio sean para los ricos (que son los que más pueden beneficiarse de
esta tentación).
Otro ejemplo como en el apartado anterior. Cuando la Iglesia del s. XVIII emprendió una
impresionante aventura inculturadora en la India y en China, invirtiendo los talentos recibidos
de su Señor, como había hecho ante el platonismo la iglesia del s. I, el papa Benedicto XIV
acabó prohibiendo aquellos intentos (por presiones sobre todo del jansenismo que era la
derecha eclesial de la época), causando un dolor inmenso y frustrando, quizás para siempre en
la historia, la cristianización del Oriente. He comentado en otros lugares cómo, dos siglos
más tarde, el cardenal Tisserant confesó que aquellos eran ”los días más negros de la
historia de las misiones”.
Pero si cito ahora estos episodios es porque (aunque se le hizo ver al papa el enorme éxito que
estaban teniendo aquellos intentos), en la Bula que asentaba la prohibición definitiva escribió
Benedicto XIV que nadie temiera que esa prohibición dañara a las misiones porque, en fin de
cuentas, “la conversión es un acto de la Gracia de Dios”. Me parece un buen ejemplo de ese
tentar a Dios esperando que venga a remediar nuestra política irresponsable de “enterrar el
talento”. No es esa la reacción del Señor que pintan los evangelios...
5.3. La tentación del poder como medio evangelizador
Según los evangelios, Jesús no fue tentado sólo de usar el poder de Dios en provecho de su
propia necesidad, o de abusar de la Fuerza de Dios para conseguir una “señal del cielo” que
privilegiara su misión, sino también de usar el poder humano como medio de expansión del
Reinado de Dios. También la Iglesia, al ver que no dispone de signos del cielo, se verá tentada
de usar el poder como medio de evangelización, olvidando que el poder mundano podrá quizás
extender la Iglesia, pero no puede extender el evangelio.
A lo largo de la historia, tanto eso que llamamos constantinismo, como el posterior poder
temporal de los papas (todavía vigente aunque de manera mínima y simbólica), hacen visible lo
que significa esta tentación.
23
5.3.1. Constantinismo
Se llama así al afán de poner el poder temporal al servicio de la acción de la Iglesia. Y además
de manera privilegiada. Es comprensible la gratitud de la Iglesia a Constantino, tras tres siglos
de persecuciones. Pero sin olvidar que entonces se llegó a llamar equivocadamente al
emperador “el treceavo apóstol”. Y que muchos siglos después, san Bernardo escribía al papa
Eugenio III: “no pareces sucesor de Pedro sino de Constantino”.
Quien crea que esta tentación está ya superada, lea lo que escribía el cardenal Congar en 1962:
“Todavía no hemos salido de la era constantiniana. El pobre Pío IX, que no comprendió nada
de la marcha de la historia y hundió al catolicismo francés en una actitud estéril de oposición y
de conservadurismo... estaba llamado por Dios a comprender las lecciones de la historia y a
sacar a la Iglesia de la lógica miserable de la ‘Donación de Constantino’ y convertirla a un
evangelismo que le hubiese permitido ser menos del mundo y estar más en el mundo. Pero hizo
justamente lo contrario. Hombre catastrófico que no sabía ni lo que era la ‘ecclesia’ ni lo que
era la Tradición, orientó a la Iglesia a ser constantemente del mundo y no a estar en el mundo el
cual, no obstante, tenía necesidad de ella. Y Pío IX sigue reinando, Bonifacio VIII reina todavía
sobreimpreso a la imagen humilde de Simón Pedro pescador...” (Mon Journal du Concile,
p.109).
5.3.2. Carlomagnismo.
Hacia el año 800, mediante la donación de Carlomagno, la Iglesia no sólo disfruta de la
protección del poder temporal, sino que ella misma lo ejerce, en los llamados “estados
pontificios”.
Para no alargarme, citaré sólo un ejemplo palmario que pone de relieve lo nefasto de ese poder
político como modo de presencia de la Iglesia en el mundo, y que afecta a uno de los pecados
por los que más ha sido criticada la Iglesia: me refiero a la inquisición.
Mientras los papas no tuvieron poder político, la Iglesia rechazó toda forma de
inquisición y de condena de herejes a muerte, desde Prisciliano (en el s. IV) hasta los
cátaros (en el s. XI). El papa san León condenó toda inquisición apelando a la parábola
evangélica de no arrancar la cizaña. San Bernardo, a pesar de su temperamento
intolerante, la condenaba también apelando a la libertad de la fe, que no puede ser
impuesta a la fuerza.
Cuando los papas adquieren poder político, se inicia un lento proceso de cambio que, en
dos siglos, va llevando a “investigar” (inquirir) a los herejes, declarar la herejía crimen
civil de lesa majestad, crear sus propios tribunales para ello, negar la defensa a los
acusados y aceptar incluso la tortura. La lógica del poder ha triunfado sobre la lógica del
evangelio.
Compárense, si no, estas dos frases: de un santo y de un papa, separadas por mil años de
distancia. En el s. V san Juan Crisóstomo había escrito que “matar a un hereje es introducir en
la tierra un crimen inexpiable”. En el XVI el papa León X condenará la frase de Lutero:
“quemar herejes es contra la voluntad del Espíritu Santo” (DS 1843).
La lógica del poder ha vencido al evangelio. Y todavía en la iglesia de hoy quedan demasiados
resabios de esa lógica, tanto en la figura de los papas como en procedimientos de la
Congregación de la fe, que ha renunciado al nombre de inquisición, pero no a algunos métodos
24
de su predecesora21. Las relaciones de la Iglesia con el poder nunca serán fáciles, porque es
muy difícil que puedan ser buenas. No puede la Iglesia poseer ese poder, ni pretender ser
protegida por él. Debe buscar la paz con él, como con todas las realidades del mundo, pero
sabiendo también plantarle cara y no rehuir el resultarle conflictiva, aunque esto le traiga
problemas. Pues el poder es una de las realidades más opuestas al modo como se reveló Dios
en Jesucristo, a pesar de su inevitable necesidad que, por eso, debe ser reducida a mínimos
indispensables.
Esto es lo que haría a la Iglesia auténtico “sacramento de salvación” y lo que los hombres
esperan de ella. Mientras que, si la Iglesia apuesta por el poder, entonces, cuando se vea privada
de él, escogerá ser gueto antes que ser fermento.
21
Para más detalles y referencias remito a La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio
eclesiástico, pp. 64-70.
25
6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEOLÓGICO
Cuanto llevamos dicho, sobre todo en el capítulo anterior, permite aplicar a la Iglesia una
definición de la teología que acuñó Gustavo Gutiérrez a propósito de la teología de la
liberación. La teología es “una reflexión sobre la praxis”. Prescindamos ahora de si hubo
lecturas reductoras de esa definición. Lo que quería decir es que la historia y la vida son
lugar teológico para un cristiano. Y sobre todo la historia y la vida de la fe.
En el fondo, este capítulo busca una Pneumatología. Cabe imaginar que, si un cristiano del
siglo I renaciera hoy y preguntara por la Iglesia, él que había vivido todos aquellos
momentos iniciales en que tanto Lucas como Juan hablaban sin cesar del don del Espíritu,
que iba a continuar y actualizar la misión de Jesús llevando la Iglesia a la Plenitud de la
verdad, ese cristiano pensaría que, veinte siglos después, la Iglesia rebosaba
Pneumatología. Probablemente, su decepción sería grande al ver lo poco que las iglesias
occidentales saben o intentan escuchar “qué dice el Espíritu a las iglesias”.
Seguramente, hay aquí otro déficit importante de la helenización del cristianismo y la
teología, de la que sólo hoy comenzamos a salir. Helenización y romanización: porque el
exceso de juridicismo, que es herencia de la Roma antigua, ha llevado también en la Iglesia
a un secuestro del Espíritu a manos de la autoridad.
6.1. Espíritu y polvo
Y sin embargo, a lo largo de su ya larga historia, el Espíritu ha llevado muchas veces a la
comunidad creyente a plenificaciones de su verdad, como prometió Jesucristo. Pero
también, inevitablemente, a lo largo de la historia, el polvo de los siglos y de nuestra oscura
realidad se ha ido depositando sobre la Iglesia. Y es incomprensible que la institución
eclesiástica no conozca esa elemental “discreción de espíritus” para mirar su historia, y
discernir aquello que ha sido un regalo del Espíritu y aquello que ha sido una mancha del
polvo de la historia.
Así sucede que muchas veces, en la Iglesia, se llama mandato de Cristo a lo que no es más
que un efecto de la pátina del tiempo. Olvidar esta distinción impide luego esa elemental
restauración que (como se hizo en las pinturas de la Capilla Sixtina), devuelva a las paredes
de la Iglesia sus verdaderos colores evangélicos y toda su policromía trinitaria, más allá de
lo que inevitablemente había desfigurado el tiempo.
El conocimiento de la historia de la Iglesia enseña que muchas veces, cosas que luego
fueron escandalosas, pueden ser comprendidas y hasta justificadas en su momento por la
dificultad misma de los tiempos. El mal se produjo cuando aquellas medidas de emergencia
o de suplencia habían dejado de ser necesarias, y la autoridad siguió manteniéndolas,
presentándolas como voluntad de Dios y confundiendo la voluntad de Dios con la pereza o
la rutina.
26
Ahí está el incomprensible “no podemos” de Pío IX ante el pecado (estructural, al menos ya
en aquellos tiempos) del poder político de los papas. No sé si Pío IX llegó a creerse que
defendía algo de Dios y no algo muy propio cuando defendía los estados pontificios (y
hasta lanzaba excomuniones contra quienes no opinaban así). Si de veras llegó a creérselo,
esto no es sino un ejemplo más de hasta qué punto podemos engañarnos los hombres en
defensa propia, ni aunque seamos papas. Algo parecido podría ocurrir hoy con el
nombramiento de los obispos, con la existencia de los cardenales, con el carácter de jefe de
estado del obispo de Roma, con los métodos de la congregación de la fe, con la inflación
de la curia romana o con la presencia y papel de la mujer en la Iglesia.
Esto debería ser una preocupación general. La historia de la Iglesia está llena de riquezas y
también de pecados. No todo en la Iglesia es “Tradición” en el sentido teológico del
término, por más que haya durado siglos en ella, como no lo es la inquisición o la
justificación del tráfico de esclavos del s. XVI al XVIII. Es tarea de la teología hacer aquí
el necesario discernimiento de espíritus.
Luego la confrontación, cuando haya que hacerla, deberá ser hecha desde la propia
Tradición de la Iglesia y no desde el progresismo ambiental. Pues éste, aunque muchas
veces ha recobrado valores evangélicos perdidos por la Iglesia, está también marcado por el
pecado y por valores poco evangélicos, ante los cuales los cristianos no debemos “comulgar
con ruedas de progreso”, ni aunque con ello se pretenda aplacar el innegable
anticlericalismo de la cultura ambiental. Es el Evangelio, y no simplemente el progresismo
ambiental, el que no debe dejar vivir tranquila a la Iglesia.
6.2. Sugerencias para hoy
En la imposibilidad de hacer ahora una lectura teológica de la historia de la Iglesia,
cerraremos este Cuaderno con breves referencias bibliográficas que pueden iluminar
nuestra hora actual.
1. En mi obra Memoria de Jesús; memoria del pueblo, los capítulos 3 y 4. El segundo está
dedicado a La Sapinère, una auténtica mafia de denuncia e inquisición que funcionó en la
Iglesia durante el pontificado de Pío X (probablemente con conocimiento y financiación
del papa). Sobre ella pronunció en el aula conciliar el obispo de Estraburgo unas palabras
que hoy nos suenan familiares: “¡Nunca más!” Y sin embargo muchos tienen la impresión
de que, si no aquella mafia, su mentalidad y sus métodos siguen mucho más vigentes de lo
que Dios quisiera. El otro capítulo es una presentación de los anabaptistas y Tomás Müntzer,
con su trágico final debido no sólo a la incomprensión de Lutero, sino a su propia locura
irresponsable frente al precioso tesoro evangélico que ellos llevaban (¡sin duda alguna!) en sus
manos de barro. Se plasman así los dos peligros que pueden amenazar a la Iglesia cada uno por
un lado22.
2. Del Cardenal Y. CONGAR, Journal d’un théologien (1946-1956). Y además: Mon
journal du Concile. Son páginas que dejó inéditas durante su vida, aceptando que se
pudieran publicar tras su muerte. El primero, escrito durante la época de persecución y
sospechas al que luego sería uno de los teólogos más decisivos del Vaticano II, muestra
hasta qué punto estremecedor pueden hacer sufrir a un hombre bueno y honrado los
22
También la antología Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, me parece
un filón de materiales eclesiológicos.
27
procedimientos de denuncia, secretos y sanciones del santo oficio23.
El segundo es un ejemplo de eclesialidad desde la disensión, de esfuerzo por dialogar, por
no abandonar antes de tiempo, por no perder la esperanza buscando siempre las grietas por
donde el Espíritu pueda entrar en la cerrada institución eclesial. Para todos los que vivieron
aquellos años de preparación, de cambio de rumbo y de realización del Vaticano II es una
excelente oportunidad para revivirlos desde los ojos de alguien que tenía mayor
responsabilidad y que había de debatirse a veces en el dilema de luchar en inferioridad de
condiciones o dimitir dando algún solemne portazo.
A pesar de la acidez de algunas expresiones, comprensibles en un diario, son dos escritos
de eclesiología aún más que dos diarios. Y son auténticos regalos del Espíritu a la Iglesia de
hoy, que llevan al lector a terminar su lectura rezando con el salmista: “ojalá escuchéis hoy
Su Voz. No endurezcáis el corazón”.
De ambos surge como conclusión la urgente necesidad, retomada también por Juan Pablo
II, de una reforma profunda de la institución del papado, que hoy en día (con lenguaje
parecido al de la política cuando habla de golpes de estado), es víctima de un “golpe de
curia” en el que Pedro ha quedado prisionero de un aparato llevado por hombres de
excelente voluntad, pero de escasa visión. El cardenal Alfrink ya había propuesto durante el
Vaticano II que en la Iglesia debería existir una especie de “sínodo permanente”,
compuesto por Pedro y un grupo de obispos representantes de toda la Iglesia universal, que
sería el verdadero órgano de gobierno de la Católica, y a cuyo servicio deberá estar la Curia
romana. La facilidad actual para las comunicaciones, hace que esta propuesta tan
profundamente eclesial, sea hoy cada vez más posible.
Pero no todo en la vida de la Iglesia son esas constataciones dolorosas. Por eso hay que
concluir recordando que, en el pasado siglo XX, la Iglesia fue regalada con una
impresionante multitud de testigos, muchos de ellos auténticos mártires (entre ellos más de
seis obispos), algunos conocidos y otros muchos anónimos. Ahí están gentes como Msr.
Angelelli, Msr Romero, Lluís Espinal, Ignacio Ellacuría y sus compañeros, Simone Weil,
Madeleine Delbrêl, Dorothy Day, Etty Hillesum y otros mil nombres. De ellos se puede
afirmar lo que escribía en el siglo I el autor de la Carta a los Hebreos, para animar a sus
cristianos, y con lo que terminaremos nosotros:
“pensaron que Dios es poderoso hasta para resucitar de entre los muertos,
prefirieron el oprobio de Cristo antes que los tesoros de Egipto... Otros
experimentaron ludibrios y azotes y además cadenas y cárcel... pues el mundo no
era digno de ellos... Murieron en la fe sin haber logrado las promesas, sólo
viéndolas de lejos y saludándolas... pues Dios, a través de ellos, buscaba algo
mejor para nosotros, para que no llegasen a la plenitud sin nosotros... Teniendo
pues tantos testigos que nos rodean como una nube, sacudamos nuestra inercia... y
corramos con paciencia la carrera que tenemos delante, con los ojos fijos en Jesús,
autor y consumador de la fe” (cap. 11 y 12)
23
He comentado ambos libros en los números 76 y 79 de Actualidad Bibliográfica de Filosofía y Teología.
28
siglas
DS = Denzinger – Schonmeher
LG = Lumen Gentium
GS = Gaudium et Spes
RH = Redemptor Hominis
PL = Patrología Latina
© Cristianisme i Justícia – Roger de Llúria 13 – 08010 Barcelona
T: 93 317 23 38 – Fax: 93 317 10 94 – [email protected] – www.fespinal.com
Octubre 2003
29
LA IGLESIA Y LA
GUERRA DEL GOLFO
documentación preparada por
Justícia i Pau de Barcelona
y Critianisme i Justícia
1.
Presentación
Joan Gomis
2.
“La guerra es una aventura sin retorno”
Juan Pablo II (diversos documentos)
3.
“¿Qué solución tiene la crisis del Golfo Pérsico?”
Editorial de “La Civiltà Católica”
4.
Otras voces autorizadas
Editorial de “l’Osservatore Romano”
Arzobispo-Primado de Tarragona
5.
Oración universal por la Paz
30
1.
PRESENTACIÓN
¿Cuáles han sido las reacciones de la Iglesia católica ante el conflicto del Golfo
Pérsico? En estas páginas, Cristianisme i Justicia y Justicia i Pau reunieron algunas
intervenciones que, entre bastantes posibles, nos parecen especialmente significativas e
iluminadoras.
En primer lugar, una antología de las palabras de Juan Pablo II en los tiempos a
caballo del estallido de la guerra. Son expresiones muy claras de condena de esta guerra y
de las guerras, y de gestión insistente a favor de soluciones negociadas. La actitud de Juan
Pablo II ha suscitado un eco muy justificado dentro y fuera de la Iglesia, aunque por
desgracia sus exhortaciones no han sido atendidas por ahora.
Después reproducimos un editorial de La Civiltà Cattolica. Aunque su fecha es
noviembre de 1990, pensamos que conserva toda su actualidad de cara al futuro del
conflicto. Creemos que se trata de un análisis sencillamente magistral y realmente
orientador del conflicto y, por tanto, del camino que habrá que seguir para un orden justo en
la región y en el mundo.
A continuación, y con el título de "Otras voces autorizadas", publicamos amplios
fragmentos de un acertado editorial de L'Osservatore Romano del primer domingo después
del estallido de la guerra. Como ejemplo de las numerosas manifestaciones del Episcopado,
hemos escogido un artículo del Arzobispo de Tarragona, Ramon Torrella. Son unas
afirmaciones precisas, razonadas que pensamos que a muchos católicos catalanes nos
confortan que hayan sido hechas por el Presidente de la Conferencia Episcopal
Tarraconense. Y, finalmente, publicamos unas oraciones que un compañero ha preparado
en las circunstancias actuales, y que pueden ser útiles para las comunidades y las personas.
Con este folleto, queremos contribuir a la información y a la orientación de las
conciencias y de la acción de los cristianos en estos tiempos especialmente graves que
nuevamente preside la barbarie repugnante de la guerra.
Dos fechas negras de la agresión: El 2 de agosto de 1990 Saddam Hussein invadía
Kuwait. El 16 de enero de 1991 las fuerzas multinacionales, encabezadas por los Estados
Unidos, pasaban del embargo a la catástrofe de la guerra. ¿Cuál será el futuro? El mundo
actual tiene unos problemas interdependientes que muchos hemos denunciado
repetidamente: la militarización de la economía y de la política, los enormes desequilibrios
Norte-Sur, la crisis ecológica, la falta de respeto a los derechos de muchos pueblos, la
cultura belicista...
Las palabras que recogemos en estas páginas son impulso y luz para continuar esta
lucha cristiana por la paz obra de la justicia.
Joan Gomis
Presidente de Justícia i Pau
31
2.
JUAN PABLO II «La guerra es una aventura sin retorno»
NAVIDAD 1990
La luz de Cristo está con las naciones atormentadas del Oriente Medio. Para el área
del Golfo, esperamos con ansia que se disuelva la amenaza de las armas. ¡Los responsables
han de persuadirse de que la guerra es aventura sin retorno! Con la razón, con la paciencia y
con el diálogo, y con el respeto a los derechos inalienables de los pueblos y de las gentes, es
posible descubrir y recorrer los caminos del entendimiento y de la paz.
La misma Tierra Santa espera esta paz desde hace años: una solución pacífica de la entera cuestión
que la afecta, una solución que tenga en cuenta las legítimas expectativas del pueblo palestino y del que vive
en el Estado de Israel.
EXTRACTO DEL DISCURSO ANTE LOS REPRESENTANTES DIPLOMATICOS
(12.1.91)
La paz todavía es posible... La guerra sería el declive de la humanidad.
Conscientes de los peligros que representarían una guerra en el Golfo, los auténticos
amigos de la paz saben que esta es más que nunca la hora del diálogo, de la negociación y
de la preminencia del derecho internacional.
No nos hemos de resignar a la guerra.
La paz obtenida por las armas sólo serviría para preparar nuevas violencias.
Cuando un país viola las normas más elementales del derecho internacional, toda la
coexistencia entre las naciones resulta cuestionada. No podemos aceptar que la ley del más
fuerte sea brutalmente impuesta a los más débiles.
Pero la alternativa no es la guerra
Incluso en el caso de una acción militar limitada, la intervención será
particularmente mortal, sin contar las consecuencias ecológicas, políticas, económicas y
estratégicas, de las cuales quizás no apreciamos aún toda la gravedad y todo el alcance
El recurso a la fuerza por una causa justa sólo sería admisible si este recurso fuera
proporcional al resultado que se quisiera obtener y si se sopesaran las consecuencias que,
para la supervivencia de la población y del mismo planeta, tendrían las acciones militares
que la tecnología moderna haría todavía más devastadoras
La humanidad tiene que encaminarse hacia la absoluta proscripción de la guerra y
cultivar la paz como un bien supremo al cual tienen que subordinarse todos los programas
y todas las estrategias.
32
CARTA DEL PAPA AL PRESIDENTE GEORGE BUSH
Ciudad del Vaticano, 15.1.1991
Honorable George Bush
Presidente de los Estados Unidos de América
Señor Presidente:
Siento el apremiante deber de dirigirme a Usted como líder de la nación que está
mayormente implicada, desde el punto de vista de personal y equipos, en la operación
militar que está teniendo lugar en la región del Golfo.
En los días pasados, haciéndome eco de los pensamientos y preocupaciones de
millones de personas, he subrayado las trágicas consecuencias que tendría una guerra en
aquella área. Deseo ahora repetir una vez más mi firme consideración de que la guerra no
puede aportar una solución adecuada a los problemas internacionales y que, aunque una
situación injusta pudiera ser momentáneamente resuelta, las consecuencias derivadas de la
guerra serían devastadoras y trágicas.
No podemos disimular que el uso de las armas, y especialmente del armamento
altamente sofisticado de que se dispone hoy, produciría, junto a sufrimientos y
destrucciones, nuevas y quizá superiores injusticias.
Estoy seguro, Señor Presidente, de que, junto a sus consejeros, también Usted ha
sopesado todos estos hechos y de que no ahorrará esfuerzos para evitar decisiones que
serían irreversibles y llevarían consigo sufrimientos a miles de familias de conciudadanos
suyos y a tantos pueblos de Oriente Medio.
En estas últimas horas antes de que se cumpla el plazo establecido por el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, espero sinceramente e imploro al Señor con viva fe, que
aún pueda ser salvada la paz. Espero que, gracias a un esfuerzo de última hora a favor del
diálogo, pueda ser devuelta la soberanía al pueblo de Kuwait y que pueda ser restablecido,
en el área del Golfo y en todo Oriente Medio, el orden internacional, que es la base para
una coexistencia pacífica entre los pueblos.
Invoco para Usted, en estos momentos de grandes responsabilidades ante su país y
ante la historia, abundantes bendiciones de Dios. Ruego especialmente para que le sea
concedida la sabiduría de tomar decisiones que sirvan verdaderamente al bien de sus
conciudadanos y de toda la comunidad internacional.
33
Juan Pablo II
CARTA DEL PAPA AL PRESIDENTE SADDAM HUSSEIN
Ciudad del Vaticano, 15.1.91
Excelencia Saddam Hussein
Presidente de Irak
Señor Presidente:
Estoy profundamente preocupado por las trágicas consecuencias que podría tener la
situación en la región del Golfo, y siento el urgente deber de dirigirme a Usted y
haciéndome eco de los sentimientos de millones de personas repetir lo que ya he tenido
ocasión de decir en los días y en los meses precedentes.
Ningún problema internacional puede ser arreglado adecuadamente y de modo
válido a través de las armas. La experiencia enseña a toda la humanidad que la guerra,
además de causar muchas víctimas, crea situaciones de grave injusticia que, a su vez,
constituyen una potente tentación para un nuevo recurso a la violencia.
Todos podemos imaginar las trágicas consecuencias que un conflicto armado en la
región del Golfo podría traer consigo para miles de sus conciudadanos, para su país y para
toda el área, e incluso para todo el mundo.
Espero sinceramente e imploro ardientemente a Dios misericordioso que todas las
partes implicadas puedan todavía encontrar, en un sincero y fructífero diálogo, el camino
para evitar esta catástrofe. Se puede tomar ese camino sólo si cada individuo está movido
por un deseo real de paz y de justicia.
Tengo confianza en que también Usted, Señor Presidente, tomará las decisiones más
apropiadas y llevará a cabo pasos que puedan ser el inicio de un verdadero camino hacia la
paz. Como dije públicamente el pasado domingo, una prueba de disponibilidad por su parte
Sólo le reportaría honor ante su amado país, ante la región y ante todo el mundo.
En estas horas dramáticas, ruego para que el Señor le ilumine y le conceda la fuerza
de realizar un gesto generoso que evite la guerra:
será un gran paso ante la historia, porque marcará la victoria de la justicia
internacional y el triunfo de la paz a la que aspiran todos los hombres de buena voluntad.
34
Juan Pablo II
ORACION DEL PAPA ANTE LA GUERRA DEL GOLFO
Pronunciada en la audiencia pública del miércoles 16.1.91
Dios de nuestros padres, grande y misericordioso,
Señor de la paz y de la vida,
Padre de todos.
Tú tienes proyectos de paz y no de aflicción,
condenas las guerras y hundes el orgullo de los violentos.
Tú enviaste a tu Hijo Jesús
para anunciar la paz a los cercanos y a los lejanos,
para reunir a los hombres de todas las razas y de todas las
estirpes
en una sola familia.
Escucha el grito unánime de todos los hijos,
la súplica angustiada de toda la humanidad:
nunca más la guerra, aventura sin retorno;
nunca más la guerra, espiral de lucha y de violencia;
nunca esta guerra del Golfo Pérsico,
amenaza para las criaturas, en el cielo, la tierra y el mar.
En comunión con María, la Madre de Jesús, te suplicamos aún:
habla a los corazones de los responsables de la suerte de los
pueblos,
detén la lógica de la represalia y de la venganza,
sugiere con tu Espíritu soluciones nuevas,
gestos generosos y de paciente espera,
más fecundos que los apresurados vencimientos de la guerra.
Concede a nuestro tiempo días de paz.
Nunca más la guerra.
35
Amén.
36
TEXTOS DIVERSOS
El estallido de la guerra es una grave derrota del derecho internacional y de la
comunidad internacional. (16.1.91)
No puedo dejar una vez más de referirme a una guerra que preocupa y causa dolor a
todos.
La enorme utilización de medios y de armas hace pensar en consecuencias muy
graves.
Por desgracia es la terrible lógica de la guerra, que tiende a implicar en el conflicto
a otros Estados, amenazando de forma indiscriminada la población civil. Los deplorables
bombardeos de los que hemos tenido noticia son una confirmación penosa del sufrimiento
de la población civil, de un lado y otro, que tiene derecho a ser respetada y a no ser
implicada en acciones militares. (Ángelus 20.1.91)
37
3.
¿QUE SOLUCION TIENE LA CRISIS DEL GOLFO ?
Editorial de La Civiltà Cattolica (17.11.90)
El pasado 2 de agosto estalló la crisis del Golfo Pérsico con la invasión de Kuwait
por parte del presidente de Irak, Saddam Hussein, el envío inmediato de un gran
contingente militar a Arabia Saudita y al Golfo Pérsico por parte de los Estados Unidos y el
embargo decretado por la ONU contra Irak. De estos acontecimientos, nuestra revista ha
informado a los lectores con notable amplitud y precisión a fin de ofrecerles los elementos
indispensables para que se hagan una idea lo más objetiva y lo más exacta posible, cosa
nada fácil dada la extrema complejidad de la situación y, sobre todo, por el hecho de que la
cultura occidental -si exceptuamos a los especialistas- lo ignora casi todo del mundo árabe,
o bien lo juzga desde la óptica de la mentalidad occidental, con todos los errores y las falsas
interpretaciones que esto supone. Por otro lado, la información de los hechos del Golfo
Pérsico que dan los medios de comunicación no solamente se resiente de lo que acabamos
de constatar, sino también de que las grandes agencias internacionales, fuente de casi toda
la información de estos medios de comunicación, son todas del Primer Mundo. Las más
importantes de estas agencias son: Associated Press y United Press (americanas), Reuter
(inglesa), France Press (francesa) y Tass (soviética).
Quisiéramos aquí examinar tres puntos para que el lector se hiciera una idea más
exacta de la situación en Oriente Medio:

cómo ha nacido la crisis del Golfo y cuáles son sus antecedentes

cómo ha sido y cómo ha sido llevada durante estos meses y cuáles podrían ser las
consecuencias si la crisis desembocara en una guerra, ya sea inmediatamente, ya
sea en un futuro más o menos lejano

que problemas puede significar para el porvenir, porque no se trata de una crisis
local, sino de una crisis que compromete, directa o indirectamente, a todos los
países del mundo, y su solución no puede ser militar sino negociada y en vistas a
la creación de un orden internacional más justo.
1.
Cómo ha nacido, pues, la crisis del Golfo y, sobre todo por qué ha nacido.
Sería muy sencillo decir que se trata de una crisis reciente debida a la megalomanía de un
nuevo Hitler. Pero se trata de una crisis que tiene un origen lejano y motivos políticos tan
graves y sentidos que pueden hacer de Saddam Hussein un punto de referencia para buena
parte del mundo árabe o musulmán.
El origen más lejano lo podemos buscar en la caída del Imperio Otomano,
sancionada con el armisticio de Mudros (3 de octubre de 1918). Durante la primera guerra
mundial, el Imperio Otomano se alió con el Imperio Central (Alemania y Austria-Hungría)
contra Inglaterra, Francia e Italia. Era ya un imperio en disolución porqué había perdido
todos los territorios que poseía en Europa y en el norte de África, pero la derrota del
38
Imperio Central lo deshizo definitivamente. Sólo Turquía quedó independiente, mientras
que los países árabes que formaban parte del mismo fueron repartidos entre franceses e
ingleses, primero con los acuerdos secretos de Sykes-Picot en 1916 y después con una serie
de acuerdos internacionales, en 1920 y en 1926, mediante los cuales aquellos países fueron
puestos bajo el mando británico o francés por la Sociedad de Naciones. Irak, donde ya en el
siglo XVIII Inglaterra había iniciado una penetración económica porque se encontraba en la
ruta de las Indias y donde los ingleses habían ocupado los dos centros principales durante la
primera guerra mundial (Bagdad, el 11 de marzo de 1917, y Mosul, el 10 de octubre de
1918), fue puesto bajo el mando británico. Pero la insurrección de fuerzas nacionalistas
llevó a la instauración del reino de Irak, con el rey Faysal ibn Hussein, pero bajo la
supervisión de un alto comisario británico. Irak conquistó poco a poco la independencia
política, pero tuvo que ceder la explotación del subsuelo propio, rico en petróleo, a
compañías petrolíferas que formaron la Irak Petroleum Company. El régimen monárquico
duró hasta el 14 de julio de 1953, cuando los revolucionarios destituyeron y asesinaron al
rey Faysal II.
Es en este momento que nace la República de Irak, animada de un fuerte espíritu
nacionalista y antioccidental. De todos modos, el general Kassem, nacionalista, intentó
invadir Kuwait que había sido declarado independiente de la Gran Bretaña en 1961
diciendo que era parte integrante de Irak y que había sido creado por Inglaterra para
impedir a Irak el acceso al Golfo; después restableció la soberanía iraquíana sobre el
subsuelo de Irak, denunció el acuerdo anglo-iraquí de 1928 y fundó la sociedad petrolífera
del estado, la Irak National Oil Company. Poco más tarde el régimen de Irak se decantó
hacia los regímenes socialistas, pero sin interrumpir las relaciones con los países
occidentales, especialmente con Francia, y también con Inglaterra y los Estados Unidos.
Mientras tanto, dos acontecimientos conmovieron a todos los países del Oriente
Medio y particularmente Irak. El primero fue la creación en Palestina de un Estado Israelí,
prometida en 1917 por la Declaración Balfour y llevada a término en 1948 por las Naciones
Unidas con la división de Palestina en dos zonas, división que ni los israelitas (sobre todo
por la cuestión de Jerusalén) ni los árabes aceptaron. Entonces se inició un período de
grandes enfrentamientos con guerras cruentas. Especialmente la guerra de 1967, con la
ocupación de Cisjordania, ha creado una situación de grave injusticia internacional que
todavía dura y que ha contribuido a hacer crecer cada vez más una conciencia nacional, de
pueblo, a los habitantes de los territorios ocupados y a sus conciudadanos prófugos, que
esperan una patria. En realidad, los países árabes ven una amenaza a su existencia y un
signo en la permanencia del imperialismo occidental sobre el mundo árabe en el Estado de
Israel, que disfruta del apoyo incondicional de Estados Unidos.
El segundo hecho que ha determinado el destino del mundo árabe ha sido la
creación del partido al-Ba’th por tres sirios, Zaki al-Arzuzi, alauita, Michel Zaki, cristiano
ortodoxo, y Salah Bitar. musulmán sunita, estudiantes en Paris en los años 30. Partiendo del
principio de que "es árabe quien habla árabe" sea cual sea su religión, fundaron un partido
laico y unionista que se proponía crear una única nación árabe, portadora de una misión
universal, que ocupara el lugar de la "umma islamyya", la gran comunidad musulmana de
todos los creyentes en Allah, desaparecida junto con el Imperio Otomano. Es un partido
laico pero no antirreligioso; arabista pero no antiislámico, puesto que el islamismo tiene un
39
lugar en él, aunque de naturaleza no religiosa sino cultural.
***
2. Con este trasfondo histórico, se puede comprender mejor la crisis del Golfo.
Saddam Hussein, que subió al poder en Irak en 1979, después de que la república Iraquí
pasara por varios golpes de estado sangrientos, ha sido siempre un militante de al-Ba’th y
desde los primeros años de su presidencia ha manifestado su propósito de liberar al mundo
árabe de la tutela occidental y de combatir los regímenes árabes favorables a las potencias
occidentales, como Arabia Saudita y las monarquías del Golfo, y crear así un gran imperio
árabe que tuviera el centro en Irak. No hay que olvidar que este país ha sido durante siglos
el centro del mundo islámico, con el califato de las dinastías de los Umajjadi (661-750) y
de los 'Abbasidi (750-1258), que fundaron la capital Bagdad.
Otra intención manifestada por Saddam Hussein era -además de la de combatir el
Estado de Israel- la de procurar a Irak una salida al mar, necesaria también para exportar el
petróleo. Este problema se agravó cuando Irán resolvió en su favor la cuestión de los
límites de Shatt al-Arab, que impidió a los iraquíes el acceso al puerto de Basora y Kuwait,
bajo el emir al-Sabah, no accedió a las demandas iraquíes de una rectificación de límites a
fin de conseguir una salida al mar y, más recientemente, del arrendamiento de las islas
Bubiyan y Warba, que controlan el acceso a Shatt al-Arab. Para apoderarse de Shatt alArab, Saddam Hussein ha sostenido una guerra contra Irán durante ocho años con la ayuda
de las potencias occidentales, que lo han armado con gran cantidad de artefactos
modernísimos, ya que combatía contra el enemigo declarado de Occidente, el ayatollah
Komeyni. Como no ha podido vencer a Irán, Saddam Hussein ha tratado de resolver el
acceso al Golfo con la invasión de Kuwait el pasado 2 de agosto.
Este hecho ha provocado una reacción enorme, que probablemente ni el propio
Saddam Hussein esperaba. Incluso antes de que la ONU se pronunciara pidiendo a Irak que
se retirara de Kuwait y decidiendo el embargo total para obligarle a hacerlo, han
intervenido los Estados Unidos con una acción militar llamada Desert Shield, que consistía
en el envío de una gran flota de guerra al Golfo Pérsico, de un contingente militar de más
de 200.000 hombres a la frontera entre Arabia Saudita e Irak y de una flota militar aérea a
los países fronterizos con Irak. A este contingente militar de los Estados Unidos se han
unido fuerzas militares, más o menos numerosas, de Inglaterra, de Francia, de Italia y de
otros países europeos, y muchos países árabes, como Egipto, Marruecos, Siria, Arabia
Saudita y los emiratos del golfo se han alineado, incluso militarmente, con Irak. ¿Por qué
esta movilización tan fuerte y tan general contra Saddam Hussein? La explicación que se ha
dado es que Saddam Hussein había violado una norma esencial del derecho internacional,
inscrita en la Carta de la ONU y firmada incluso por Irak, según la cual no es lícito que un
país invada o agreda a otro país a fin de resolver por la fuerza un contencioso entre ambos.
Era una explicación justa:
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Saddam Hussein había cometido una violación gravísima de orden internacional y,
por lo tanto, era justo que la comunidad internacional, representada por la ONU,
reaccionara contra su gesto declarando nula a todos los efectos la anexión y le conminara a
retirarse de Kuwait, imponiendo el embargo a Irak para obligarle a hacerlo. Incluso era
justo que la ONU exigiera a los países miembros el respeto al embargo y que estos pusieran
los medios para conseguirlo, pero sin recurrir a medidas de naturaleza militar, que estaban
condicionadas a la aprobación del Consejo de Seguridad.
El embargo parecía todavía más justificado porque Saddam Hussein no solamente
no demostraba ninguna intención de retirarse de Kuwait, sino que, en contra de cualquier
sentido humanitario y de toda norma de derecho internacional , retenía como rehenes a
ciudadanos de países occidentales, amenazando de usarlos como escudos de los objetivos
militares y civiles que pudieran ser objeto de ataques militares y además violaba
gravemente las normas que protegían a las embajadas.
En la base de la movilización general contra Irak había, pues, un motivo jurídico de
respeto al derecho internacional, como reconoce Juan Pablo II el 26 de agosto: "En el Golfo
Pérsico se ha creado una situación preocupante. Hemos sido testigos de graves violaciones
de derecho internacional y de la Carta de la ONU, así como de los principios de ética que
han de presidir la convivencia entre los pueblos". ¿Pero había sólo motivos jurídicos y
éticos? Para responder a este interrogante crucial sería oportuno distinguir la acción de la
ONU de la de algunos países miembros, particularmente de los Estados Unidos.
Ciertamente la ONU se ha movido para hacer respetar un principio de derecho y de ética
internacionales y en este sentido se han movido algunos países europeos, no sin
ambigüedad, y han sido acusados de poco interés militar porque habían declarado que
mandaban fuerzas militares al Golfo no para hacer la guerra, sino para hacer respetar el
embargo propuesto por la ONU. No obstante, otros países, y en primer lugar los Estados
Unidos, no solamente se han movido antes de la intervención de la ONU, sino que han dado
la impresión de querer hacer respetar la decisión de la ONU y de defender Arabia Saudita
de una invasión iraquí y al mismo tiempo de liquidar el régimen del dictador, incluso si este
régimen es el más fuerte militarmente y el más peligroso entre los adversarios del Estado de
Israel. De esta manera, estos meses se han cruzado en la cuestión del Golfo dos líneas de
objetivos en parte convergentes y en parte divergentes.
En realidad, si sólo se tratara de hacer respetar una norma de derecho internacional
no habría habido la movilización general de ahora. De hecho, estos últimos años ha habido
en todo el mundo graves violaciones del derecho internacional con la invasión de países
independientes por parte de otros países -la invasión del Tibet por parte de la China
comunista, de Afganistán por parte de la URSS, de Panamá por parte de los Estados
Unidos, del Líbano por parte de Siria y de Israel, de Cisjordania y Gaza por parte del
Estado israelí- sin que nadie se haya movilizado contra los invasores y sin que se hayan
hecho observar las decisiones de la ONU cuando esta ha intervenido.
Por eso Juan Pablo II, hablando del Golfo, ha recordado el Líbano y Tierra Santa:
mientras todos los ojos están girados hacia el Golfo, no se presta atención al drama que se
desarrolla en el Líbano, donde incluso el presidente de Siria Hafez al-Assad, que se ha
alineado contra el invasor Saddam Hussein, está invadiendo el Líbano, quizás con el fin de
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hacer realidad la idea de la "Gran Siria", nunca abandonada del todo, con la cual los
cristianos libaneses serían una pequeña minoría en un país de mayoría islámica, con todo lo
que esta realidad comportaría. Del mismo modo se presta poca atención a lo que está
pasando en Tierra Santa, donde Israel domina cada vez más los territorios ocupados de
Gaza y Cisjordania, sin que los Estados Unidos, que ahora han intervenido con fuerzas
enormes, se hayan movido con la misma fuerza en favor del Líbano y del problema de los
palestinos.
***
3. Todo esto induce a considerar que la intervención occidental en el Golfo,
aprobada por algunos países árabes, tenía unos motivos jurídicos y éticos, pero, sobre todo,
los tenía económicos y políticos.
Los motivos económicos se basan en el hecho de que la invasión de Kuwait por
parte de Saddan Hussein va en contra de los intereses económicos de Estados Unidos, de
Japón y de Europa, la economía de los cuales en menor cantidad la de Estados Unidos y la
de Inglaterra, que tienen fuentes propias o bien pueden importar petróleo de otros países
vive y prospera en buena parte gracias al petróleo que viene de los países del Golfo Pérsico,
entre los cuales el mismo Kuwait ocupa un puesto relevante. En realidad, con la anexión de
Kuwait, Irak, que ya es un gran productor de petróleo, sería una potencia petrolífera de
primer orden, capaz de condicionar enormemente el mercado del petróleo y no ciertamente
a favor de Occidente y menos de los Estados Unidos y de Inglaterra. Si Irak llegara a
anexionarse los emiratos del Golfo y a ocupar una parte de Arabia Saudita, que junto con
los países de Oriente Medio es la más gran productora de petróleo y tiene tendencias
políticas filo-americanas y filo-occidentales, sería la potencia líder de Oriente Medio, no
solamente en el campo petrolífero, sino también en el campo político.
Este es el peligro que se ha querido alejar. En realidad, hasta que Saddam Hussein
no ha representado un peligro político para Occidente, se le ha dejado hacer y se le ha
ayudado militar y económicamente. Ningún país occidental se ha movido cuando Saddam
Hussein exterminaba la población kurda incluso con armas químicas. También se le ha
ayudado militarmente cuando ha combatido un país antioccidental y antiamericano, como
el Irán, que predicaba la guerra santa contra el "Satanás" americano (según definición del
mismo Khomeyni). Ahora se ha intervenido con un enorme despliegue militar porque
Saddam Hussein ha llegado a ser una grave amenaza, ya sea para los intereses políticos de
los Estados Unidos, ya sea para aquellos países árabes que aspiran al liderazgo del mundo
árabe, como Siria y Egipto, ya sea para aquellos países que todavía tienen una estructura
feudal.
Saddam Hussein pone en peligro el "status quo" de todo Oriente Medio y constituye
un elemento de desestabilización grave, ya sea para Occidente, ya sea para la clase
dominante del mundo árabe. De aquí la necesidad de eliminar radicalmente el peligro
constituido por Saddam Hussein, eliminación que no puede consistir solamente en la
retirada de Kuwait y en el pago de los daños ocasionados por la invasión, sino que también
comporta la eliminación del régimen iraquí creado por Saddam Hussein y, eventualmente,
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de su persona. Cosa que, según dicen, sólo se puede conseguir con la guerra. Es por este
motivo que los Estados Unidos parecen dispuestos a usar medios que no son diplomáticos
y, por lo tanto, pacíficos. El 23 de octubre el presidente Bush dijo: "Nos tenemos que
enfrentar a un nuevo Hitler, con un totalitarismo y una brutalidad sin precedentes en la
historia reciente. No hay espacio para ningún compromiso mientras veamos este
comportamiento: embajadas asediadas, civiles asesinados, mujeres violadas. Lo repetiré al
resto del mundo:
esta situación no puede continuar. Son crímenes contra la humanidad".
El razonamiento que hace los que proponen la destrucción del régimen de Saddam
Hussein con el uso de la fuerza militar es que una solución diplomática que significara la
retirada iraquí de Kuwait y el pago de los daños, pero al mismo tiempo aceptara su
demanda de una salida al mar, y le concediesen, con el consentimiento de Kuwait, la
ocupación de las islas Bubiyan y Warba, sería una victoria para Saddam Hussein y le
convencería de que la agresión a los países vecinos "paga" en términos políticos y
económicos. Sobre todo, dejaría en su lugar a un "dictador sanguinario sin escrúpulos"
como un "nuevo Hitler", que esperaría la próxima ocasión favorable para intentar hacer con
otros países especialmente con el enemigo de siempre: la familia Saud y Arabia Saudita lo
que ha hecho con Kuwait. Con más motivo cuando Arabia Saudita tiene una fuerza militar
que permite a Saddam Hussein imponer su dominio en Oriente Medio. Si además se quiere
eliminar del todo el peligro de una inestabilidad perenne en el área meridional, hace falta
acabar de una vez con Saddam Hussein. Y eso sólo se puede conseguir con la guerra.
***
3. Digamos francamente que consideramos moralmente inaceptable y
políticamente desastrosa esa manera de razonar, que corresponde a los cánones de la
"realpolitik", pero no a los cánones de la humanidad y de la justicia y mucho menos al
simple canon de la razón. En realidad, la guerra hoy es moralmente inaceptable, sean cuales
sean las razones aducidas para justificarla (a no ser que se trate de defenderse de una
agresión directa).
Dejando de lado las discusiones del pasado sobre la "guerra justa", que hoy ya no se
podían hacer porque su objeto -la guerra- ha cambiado de naturaleza y ha llegado a ser de
"parcial y limitada" a "total y ilimitada" por el hecho de involucrar no sólo a los
combatientes, sino a toda la nación; no sólo a un pequeño territorio, sino a todo un país; no
sólo a dos o tres naciones, sino directamente a todo un planeta y ha llegado a ser, por el uso
de nuevas armas (atómicas, biológicas y químicas), una guerra de "destrucción masiva" que
puede llegar a la destrucción de todo el planeta, afirmamos que hoy la guerra, por la muerte
de personas inocentes que siempre comporta, por la enorme destrucción de bienes
materiales y por el peligro de que, empezada localmente y por un motivo restringido, se
extienda a todo el mundo, se ha de considerar gravemente inmoral.
Es por ese motivo que la Iglesia de Pablo VI grita "Nunca más la guerra" y con Juan
Pablo II pide a Dios, a propósito de la crisis del Golfo, "que quiera iluminar a los que
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detentan el destino de los pueblos para que sepan encontrar soluciones a los problemas
existentes y haga brillar luminosa la estrella de la paz sobre los atribulados pueblos del
Golfo Pérsico". Por eso, empezar una guerra hoy en día es cometer un crimen contra la
humanidad.
Por otro lado, pensar que con la guerra se resuelven los problemas es una vieja
ilusión que, de hecho, ha sido siempre desmentida, pero que siempre renace porque hay
quien cree que la "propia" guerra será la última y la definitiva. En realidad no es con la
guerra, que siempre es un acto de violencia y que sólo puede esperar como respuesta otros
actos de violencia y que, además, es semilla de otras guerras, como nos enseña la historia,
sino que es con la justicia que se pueden resolver los conflictos, porque en el origen de
éstos se encuentran las pasiones humanas de ambición, de dominio de los demás, de avidez
de riquezas y, la mayoría de las veces, hay situaciones de injusticia. Pero no es la guerra la
que puede eliminar estas situaciones, sino solamente el diálogo sincero y las transacciones
honradas. La guerra, por su naturaleza, no resuelve los problemas, más bien los agudiza y
es fuente de otras guerras, y es absurdo pensar que derribar un régimen o una persona
pueda llevar la estabilidad a una área determinada si no se resuelven los problemas
humanos y sociales de aquella área, porque en el lugar del régimen o del dictador abatido
surgirán otros. En realidad, Oriente Medio es un área altamente explosiva y la guerra con
Irak, por la fuerza de las cosas, puede encender todo Oriente Medio y puede propagarse a
países y regiones islámicas fuera del área.
A propósito de esto, hay que hacer hincapié en un hecho del cual se habla poco en
Occidente: Saddam Hussein está aislado políticamente y cercado militarmente, porque tiene
en su contra los países occidentales y la clase dirigente de algunos grandes países árabes,
pero no está aislado en el plano de la simpatía y del consenso de los pueblos de Oriente
Medio. Por eso una guerra destinada a eliminar a Saddam Hussein y a su régimen sería
vista por las masas árabes como un acto de imperialismo de Occidente, destinado a
humillar al mundo árabe y a mantenerlo en un estado de miseria y de subdesarrollo. En
otras palabras, la guerra contra Irak por parte de las superpotencias occidentales derramaría
aceite sobre el fuego del antioccidentalismo que planea sobre todo el mundo árabe por el
hecho de que tanto en el siglo XIX como en la caída del Imperio Otomano, los países
occidentales han ocupado por la fuerza los países árabes y los han humillado,
sometiéndolos a su dominio y disfrutando de sus riquezas.
Este hecho es particularmente preocupante para la Iglesia y para el cristianismo. De
hecho, la aversión que el imperialismo occidental suscita en el mundo árabe está destinada
a transformarse en aversión hacia el cristianismo. Esto, por el hecho de que los musulmanes
-y los países del Golfo lo son en gran mayoría- no hay distinción entre cristianismo
y Occidente, y por esto todo lo que hagan los occidentales lo hacen los "cristianos". Así,
una guerra de los americanos contra Irak sería para la gran mayoría de la población del
Golfo Pérsico una guerra de los cristianos contra los musulmanes. De ahí la llamada de
Saddam Hussein, que se declara laico, a la "jihad" (guerra santa) contra los "infieles" de
Occidente, cuya presencia en el territorio sagrado de Arabia Saudita, que es "toda una
mezquita", es un escándalo intolerable. Está claro que un estado de guerra en Oriente
Medio sería gravemente nocivo incluso para la Iglesia y para sus relaciones con el Islam.
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Podría interrumpir el diálogo que la Iglesia lleva a cabo con el Islam, con enormes
dificultades, para instaurar un clima de respeto y amistad mutuos y contribuir así a la
comprensión y a la paz entre los pueblos. Se trata de derribar el muro de incomunicación
que ha existido durante siglos entre el mundo cristiano y el mundo musulmán. Una guerra
en el Golfo lo puede reforzar y puede justificar a los ojos de los musulmanes la lucha contra
los cristianos del Líbano y la tentativa de reducir su presencia.
En conclusión, parece que hay motivos para que la inteligencia humana y la
agudeza política con miras amplias traten de buscar una solución para la crisis del Golfo, no
bélica sino diplomática. Y esto en interés de todos, tanto del mundo árabe como del mundo
occidental. En esta línea se coloca la Iglesia y la Santa Sede. Lo ha afirmado claramente el
2 de octubre monseñor A. Sodano, secretario de Relaciones con los Estados, hablando en
Nueva York en la reunión de ministros de Exteriores de los países de la Conferencia para la
Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE): "La naturaleza religiosa de la Santa Sede la
lleva a subrayar siempre la primacía de la paz y la necesidad de soluciones pacíficas para
solventar las desavenencias internacionales ". Por su parte Juan Pablo II no se cansa de
recalcar en todo momento la necesidad de buscar, con buena voluntad y a pesar de las
grandes dificultades, la vía de la paz.
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OTRAS VOCES AUTORIZADAS
"LA GUERRA ES UNA DERROTA"
No se puede caminar ignorando la historia
Editorial de l'Osservatore Romano de 17.1.91
La humanidad vuelve a encontrarse ante el caos, de las tinieblas, del horror. Es el
caos de la guerra; son las tinieblas de la violencia; es el horror de las muertes. La guerra ha
prevalecido sobre los espacios de diálogo y de espera paciente, sellando así "una grave
derrota del derecho internacional y de la comunidad internacional (Juan Pablo II, 17.1.91).
La embriaguez de la guerra ha prevalecido sobre la audacia de la paz.
No se puede caminar ignorando la historia. No se puede caminar volviendo a poner
la guerra como factor absoluto de la vida y de la vivencia humana. No se puede avanzar
cuando se está obligado a contar las víctimas inocentes de una catástrofe que teníamos el
deber de evitar por encima de todo y cuya extensión se va haciendo más amenazadora a
medida que pasa el tiempo. ¡Cuántos niños, cuántos jóvenes, cuántos ancianos son ya
víctimas del "orgullo de los poderosos"! No se puede discurrir a través del desierto que
genera la guerra, mientras se va haciendo más larga y más amplia la geografía de la guerra.
Porque la geografía de la guerra es la geografía de la muerte. La guerra nunca ha
restablecido definitivamente el derecho; la guerra nunca ha restablecido del todo el respeto
a la dignidad de los hombres, de los pueblos, de las naciones. La guerra es, en última
instancia, siempre una derrota. Es siempre un estrago inútil y una mutilación del curso de la
historia. Es una derrota incluso si pensamos que somos eventualmente vencedores. Nos
tendrían que hacer pensar dos expresiones que -partiendo una del corazón del Padre y la
otra de la avidez política- contienen el resultado del primer conflicto mundial de este siglo:
"estrago inútil"; "victoria mutilada".
La guerra hoy no puede ser más que una derrota. Y querer hacer la historia con la
guerra significa sólo un bárbaro retroceso.
La voz de Juan Pablo II es cada vez más apremiante hacia los señores de la guerra:
con angustia primero y con amargura y tristeza después, les ha invitado "a reflexionar sobre
la extrema necesidad de hacer prevalecer el diálogo y la razón y de preservar la justicia y el
orden internacional sin recurrir a la violencia de las armas". Y desde la propuesta concreta
y precisa, hecha en el Ángelus del 13 de enero, hasta el grito del 17 de enero de "hacer
comprender el horror de todo lo que está sucediendo" el primer día de la guerra, la voz del
Papa ha reflejado la conciencia de la gente, la conciencia de los pueblos, la conciencia de la
historia.
Pero esta voz molesta y se intenta atenuarla y oscurecerla. Ante el elogio de las que
alguien ha dado en llamar "reglas del juego" y ante la cínica eventualidad de que es
necesaria alguna víctima para el respeto de esta regla, no se quiere decir -y no se ha dichoque "el inicio de esta guerra firma una derrota". Una derrota ante la historia que quiere
continuar caminando con estupor hacia el 2000.
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Tenemos que decir con firmeza que si la guerra da miedo, da miedo también este
coro de consenso bélico, esta euforia que parece volver a tiempos y a regímenes que
creíamos definitivamente superados.
¡Qué lejos está, en algunos, la paz como estado de ánimo!
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¡ES URGENTE RESTABLECER LA PAZ!
Ramon Torrella i Cascante, Arzobispo de Tarragona y Primado.
Hemos pasado días de angustia ante el terrible interrogante:
¿guerra o paz? El día fatídico fue el 15. Después la incógnita del día y de la hora.
Finalmente la noche del 16 al 17 estalló la guerra.
Desgraciadamente no ha sido escuchada ni la voz de la razón ni la voz de toda la
humanidad, que no quiere la guerra. Una vez más se ha constatado la fragilidad de la paz.
Dentro de esta trágica realidad de la guerra me parecen oportunas unas reflexiones.
En primer lugar, siguiendo la enseñanza de la Iglesia, tenemos que recordar que es
totalmente inaceptable la antigua afirmación: "si quieres la paz, prepara la guerra".
El Concilio Vaticano II habló sobre la guerra moderna con palabras muy claras:
"Toda acción bélica que tienda a destruir indistintamente ciudades enteras o grandes
regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios y contra el mismo hombre, un crimen
que se ha de condenar con firmeza y sin ninguna vacilación" (Gaudium et spes, n.80).
El peligro de la guerra moderna -añade el Concilio- puede impulsar las voluntades
de los hombres a unas decisiones escalofriantes.
En este mismo sentido, antes del día 15, Juan Pablo II hizo una grave advertencia:
"La guerra es una aventura sin retorno"
En el contexto actual no se puede hablar de "guerra justa" e incluso el derecho de
legítima defensa no se puede afirmar sin serias limitaciones.
La paz no será estable ni auténtica si sólo es el resultado del equilibrio de
armamentos o del miedo mutuo. Al contrario, la paz se ha de fundamentar en la confianza.
Es necesario todo un cambio de mentalidad. Los gobernantes se han de decidir
definitivamente a frenar la carrera de armamentos y acabar de una vez la fabricación de
armas, porque si se fabrican, se venderán y se utilizarán para otra guerra.
Es necesario también promover una verdadera educación para la paz y una
educación para la vida internacional. Así como se acepta que en un país nadie puede
tomarse la justicia por su cuenta, también se ha de estar convencido de que ninguna nación
puede emprender una acción violenta contra otra.
Si aceptamos que todos los hombres son iguales y que todos somos hermanos,
también tenemos que reconocer la igualdad de todos los pueblos. Esto plantea la necesidad
de "rehacer" el orden jurídico y económico internacional y de superar decididamente el
desequilibrio creciente entre los países del Norte y los países del Sur.
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La triste y deplorable experiencia de esta guerra nos ha de llevar a una nueva visión
de nuestro planeta, donde todo el mundo, personas y pueblos, se han de sentir como
miembros de la misma familia.
Sólo se podrá restablecer una paz auténtica y estable si se reconstruye la justicia, la
libertad y la solidaridad entre todos los pueblos.
(Diari de Tarragona, 20.1.91)
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5. ORACION UNIVERSAL POR LA PAZ
Movidos por el Espíritu de Cristo que nos
impulsa a no dejar de orar por la paz en el mundo,
invoquemos a nuestro Padre del Cielo,
que ama entrañablemente todo lo que El ha creado.
 Padre, te pedimos por la Iglesia:
que sea valiente para proclamar la verdad, y viviendo la caridad sea semilla de justicia y de
fraternidad entre los hombres. Oremos.
 Padre, te pedimos por los gobernantes de los países en guerra, especialmente Irak y los
Estados Unidos de América:
que renunciando al orgullo, la rivalidad y los intereses egoístas, busquen la paz, reparen las
injusticias y establezcan un diálogo fructífero en bien del orden internacional. Oremos.
 Padre, queremos tener muy presentes a las personas que ya están sufriendo en su propia
carne la muerte, las heridas, la destrucción y los sufrimientos de la guerra:
ten compasión de estos hermanos nuestros, consuela su aflicción y despierta la solidaridad
de nuestro mundo con los que sufren las consecuencias de la violencia. Oremos.
 Padre, te pedimos por la Organización de las Naciones Unidas y por todos los que
pueden influir para que termine la violencia:
que favorezcan un diálogo que haga cesar la guerra, restaure la soberanía de Kuwait y
busque soluciones justas para el pueblo palestino. Oremos.
 Padre, te encomendamos las asociaciones y movimientos que en todo el mundo trabajan
por la paz y por conseguir una relación equilibrada con la naturaleza:
que no desfallezcan en su esfuerzo por colaborar con tu proyecto creador de vida y de
felicidad para todos. Oremos.
 Padre, te pedimos por todos nosotros:
ten piedad de nuestras inconsecuencias y pasividades, danos un corazón solidario con todos
los sufrimientos de nuestros hermanos y ayúdanos a llevar a término iniciativas de paz según
tu voluntad. Oremos.
ORACION
Padre de bondad, Tú tienes proyectos de paz y no de aflicción, Tú condenas las
guerras y hundes el orgullo de los violentos. Escucha nuestras peticiones, aleja de nosotros
la guerra y concede a nuestro tiempo tu paz. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
50
--------------------------------------© Cristianisme i Justícia, Roger de Llúria 13, 08010 Barcelona
T: 93 317 23 38; [email protected]; http://www.fespinal.com
enero 1991
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