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Economía Sostenible
Año 3. Número 29. Noviembre 2007
por Carlos Bendito
¿Economía sostenible o sostener la economía?
Cuando el consejo editorial de Otro Mundo es Posible me propuso
hacerme cargo del capítulo sobre “Economía Sostenible”, lo
primero que surgió en mi es agradecimiento. Muchas veces te
ofrecen la posibilidad de escribir en medios, pero pocas veces ese
ofrecimiento viene de personas convencidas de que a través de un
proyecto como “Otro Mundo es Posible” se pueda cambiar el
mundo, aportando la visión personal de “ciudadanos del mundo”,
como el que asume este artículo.
De persona a persona
Con las series de artículos que se vayan publicando mes a mes en
esta sección, solo quiero aportar experiencias y opiniones personales del que suscribe y de otros “ciudadanos del mundo”,
que como yo han experimentado fuera y dentro, y cosechado. Solo pretendo aportar experiencias de personas y mi visión
particular de lo que entiendo significa la economía sostenible. En este sentido, solo espero poder compartir, de persona a
persona, pensamientos e ideas, fruto de la experiencia vivida y de la reflexión contrastada entre teoría y praxis.
Mi experiencia personal
No sé como surgió ni de que forma, pero acabé estudiando Económicas en la Universidad Autónoma de Madrid. Supongo
que por pura curiosidad y por criterios de exclusión. A los 18 años tenía claro que no quería pasarme mi juventud
“machacado” en las aulas de escuelas de ingeniería, y por otro lado me llamaban poderosamente la atención las secciones de
economía de los periódicos, básicamente porque no entendía nada de lo que allí se decía.
En cualquier caso, acabé estudiando económicas, y hubo algo que captó desde el principio mi atención. Durante las primeras
clases de Microeconomía, estudiando la desagregación de la función de demanda, el profesor hacía hincapié en elementos
como el precio, cantidad, niveles de renta, ...., que hacen que uno tome decisiones de compra o venta. Pero hubo un
elemento de esa desagregación que fijo mi atención: EL GUSTO.
Si uno mira alrededor, cada día tomamos decisiones derivadas de apreciaciones personales que residen en nuestra
experiencia personal, en quienes somos. Que hoy haya decidido ponerme un traje gris, con camisa blanca y corbata burdeos,
implica unas decisiones de consumo, que a su vez provocan una cadena de desarrollo de valor añadido concreta, que
fomentan unas empresas específicas con modelos de gestión particulares, que a su vez configuran una realidad económica,
social y medioambiental.
Una vez acabé mis estudios aprendí que en economía desarrollamos una capacidad especial para analizar los eventos
pasados, y modelizar casi cualquier evento futuro y su contrario, todo depende de las hipótesis de partida, de la escuela de
pensamiento económico que se tome, y de las variables e hipótesis de interdependencia que se “justifiquen”.
Valor, precio o ambos
Sin embargo hubo algo en mi experiencia personal, derivada supongo de mi ambiente familiar, social, cultural, y genético,
que me impulsaba a dirigirme hacia otros países, por lo que recién salido de la Universidad en el año 1989, me fui a trabajar
a Turquía. Y es fruto de la experiencia en ese maravilloso país que aprendí la diferencia entre valor y precio. Los mercados
turcos son una fuente de experiencia real de intercambio entre demanda y oferta. Su aproximación a la formación del precio
es totalmente diferente, y más real que la que aprendí en la universidad.
Recordaré toda mi vida una tienda en el bazar de Sanliurfa, al este de Turquía, casi en la
frontera con Siria, en el que me atendió Mehmet, un comerciante de alfombras. Mientras me
mostraban alfombras, Mehmet se esmeraba en ofrecerme té, galletas, y casi cualquier cosa
para crear un ambiente agradable y propicio para una relación relajada, y cómo no para la
venta. Fue después de más de 2 horas charlando y viendo alfombras, que al final decidí
apartar cuatro y preguntar que precio tenían. La respuesta de Mehmet fue clara, “lo que
quiera usted pagar por ellas”. Yo le dije, “no puede ser, tienen que tener un precio
estipulado, los costes de mano de obra, de la lana, el algodón, su propio margen, ..., ¡tienen
que tener un precio!” , le dije.
Mehmet me miró impasivo y me dijo: “el precio que usted estime está bien para mi”.
Después de intentar arrancarle infructuosamente un precio, al final hice una oferta que me
pareció honesta: “bueno Mehmet, 200$ por cada una”. Mehmet apretó mi mano y aceptó sin
rechistar gustoso el precio.
Mi primer pensamiento fue: “me acaban de engañar, he caído como un tonto. ¿Y si le hubiera ofrecido 150$?, ¿habría dicho
que sí igualmente?, ¿cuánto vale la alfombra?, ¿es 200$ un precio acertado?”. Lo cierto es que después de meditarlo un rato,
me di cuenta que era el precio justo, era el que yo estaba dispuesto a pagar, y con el que había valorado cada una de esas
alfombras. En definitiva, era un buen trato, dado que ambos salimos contentos.
La verdad es que no hice ningún análisis ni proyección financiera de los costes asociados a las alfombras. Ni descuentos de
flujo de caja de su negocio, para saber en que medida apalancaba en las alfombras que me vendía efectos “dumping”, que
compensaría con otras ventas. Simplemente, me gustaron, oferte un precio que me parecía adecuado y que podía pagar (en
ese estricto orden). Por tanto ¿llegué a un trato justo?. En principio desde la pura teoría de la demanda, fue un trato justo.
El valor del dinero
Sostenibilidad, en su acepción anglosajona significa “sostener la habilidad” (sustain-ability). ¿Sobre qué se sostiene la
habilidad de la economía en nuestros días?.
A cualquiera que le hagamos esa pregunta, responderá rápidamente, en el dinero. Haz lo que puedas, como puedas y de la
forma que sea, pero gana mucho dinero para poder estar tranquilo en el futuro. Esta era mi máxima cuando a la vuelta de
Turquía entré a trabajar en un Banco en España. El hecho de intermediar dinero, para invertirlo con criterios de riesgo
establecidos, y así ganar más dinero y engordar un balance, me dejaba de alguna forma demasiado despegado de la realidad.
“Valora el riesgo y compénsalo pignorando” era la máxima. Llegó un momento en que solo veía en el dinero la única fuente
de apalancar mi seguridad a largo plazo.
Corría el año 1992, cuando en el mes de Noviembre, después de dos años de
experiencia bancaria, decidí cambiar de rumbo y reencontrarme conmigo y con la
realidad: me marché a trabajar para las Naciones Unidas en Rumanía. Aterricé en
un país y en una época muy convulsa: reciente cambio de régimen político,
turbulencias económicas, transición a una economía de mercado, ..., en la que me
encargaron desarrollar el portfolio de proyectos de apoyo al desarrollo del sector
privado. Yo tenía en la época cerca de 27 años, por lo que era un imberbe, con un
gran sueldo para el nivel del país y con muchas ganas de aprender y ayudar.
Comencé con proyectos de asesoría para el desarrollo de la ley de privatizaciones,
incubadoras de pymes, centros de formación en economía de mercado, pero lo más
interesante que me sucedió en Rumanía fue aprender el verdadero valor del dinero.
En aquellos años, Naciones Unidas nos ingresaba el 30% del sueldo en Lei, moneda local de Rumania. Fue durante el
invierno del 1992 al 1993, cuando después de encontrar piso, me enfrenté a la realidad de mercado que operaba en aquella
época en el país. Confeccioné la tradicional “lista de la compra” con las cosas que necesitaba para comenzar a vivir en mi
piso en Bucarest, y me dispuse a ir al mercado. Cuando regresé solo pude comprar patatas, zanahorias y un tendedero
metálico. No se trataba de lo que yo quería comprar, sino de lo que podía comprar, dictado por la oferta existente, no por mi
capacidad de compra en términos dinerarios. De regreso a casa, me senté y comencé a notar frío en el piso, no podía regular
la temperatura ambiente. En el exterior nevaba, y la calefacción se controlaba de forma central por el ayuntamiento,
manteniéndose la temperatura ambiente a unos 14 grados. Cuando me quise duchar al día siguiente, tenía el mismo
problema, no había agua caliente a voluntad del usuario, sino cuando tocaba entre las 5 y las 7 de la mañana. El resto del
tiempo las restricciones de abastecimiento energético hacían que el caudal de recursos de gas natural se desviara a las
industria Rumana, para alimentar la obsoleta tecnología intensiva en consumo energético y altamente contaminante,
originaría de los años 70, que mantenía el tejido productivo del país.
En vista de lo cual, al fin de semana siguiente, decidí ir de viaje a Tesalónica, Grecia, para comprar una caldera eléctrica de
agua y radiadores eléctricos de aceite, y así poder tener al menos agua y calefacción de forma independiente a voluntad del
usuario. Como tenía dinero, podía permitirme esos “lujos”.
Al regreso de mis compras en Tesalónica, me planté en mi piso, instalé mi caldera y mis radiadores eléctricos, comprados
con mi abundante poder adquisitivo, para confrontarme con la REALIDAD: la instalación eléctrica de la vivienda no
aguantaba la tensión de los aparatos, por lo que me encontraba de nuevo en la casilla de salida.
Fue en esta situación que comprendí que el dinero no lo compra todo, ni resuelve todos los problemas. Solo genera una
“falsa” tranquilidad, y su valor es cuanto menos, relativo a lo que puede adquirir. Fue en Rumania cuando entendí que el
dinero no es un bien en sí mismo, sino un medio para conseguir objetivos más importantes, realidades concretas y tangibles.
Pasivos sociales y medioambientales
Después de la experiencia con Naciones Unidas en Rumanía, volví al sector privado y trabajé en empresas de consultoría
estratégica y de reestructuración. He conocido los procesos de reconversión industrial en Rumania, Bulgaria, Rusia, Ucrania,
Polonia, asesorando tanto a grupos públicos como privados en procesos de compra/venta de partes o todos, de empresas
públicas que salían al mercado con el objetivo de atraer inversión internacional, y así relanzar el crecimiento económico.
Siempre recordaré un proceso de negociación en el que había participado como miembro de un equipo de “due dilligence”.
Durante la fase de negociación, los potenciales inversores, me abrieron los ojos de forma brutal hacia los aspectos relevantes
que más les preocupaban: “Estamos encantados con el análisis de mercado, la valoración de la empresa y la potencialidad
que podemos desarrollar en este país. Eso ya lo sabemos nosotros. Solo hay un pequeño problema. Esta empresa cuenta con
una plantilla de 15.000 personas, y nosotros solo necesitamos a 3.000 para desarrollar el negocio que tenemos en mente. Por
otro lado, esta empresa ha estado contaminando y vertiendo al suelo y a la atmósfera tal cantidad de residuos, que su
impacto económico no está contemplado en los descuentos de flujos de caja. Por tanto estaremos dispuestos a comprar la
empresa en los términos establecidos sí y solo sí, el Estado se hace cargo y nos exonera de los pasivo sociales y
medioambientales”.
Este evento acaeció en el año 1997, y fue en ese momento y después de haber analizado y visitado una gran cantidad de
empresas públicas herederas del sistema económico socialista centralizado, que pude contemplar desde la realidad de
mercado, la diferencia entre “economía sostenible” y “sostener la economía”.
Pirámide de Maslow vs. Brutland Report
El mundo está dividido en dos grandes grupos: ese 20% de las personas que atesoramos el 80% de los recursos, y ese 80%
de las personas que ambicionan estar en el grupo del 20%. Esta es la perspectiva que prima en la actualidad, sostener y
mantener el “status quo” con una visión de corto plazo.
Gran parte de la ecuación económica
actual sobrevive en base a la teoría de la
jerarquía de necesidades de Maslow
(1943) más conocida como la Pirámide de
Maslow. Los cuatro primeros niveles
pueden ser agrupados como necesidades
del déficit (Deficit needs); al nivel
superior se le denomina como una
necesidad del ser (being needs). La
diferencia estriba en que mientras las
necesidades de déficit pueden ser
satisfechas, las necesidades del ser son
una fuerza motora continua. La idea
básica de esta jerarquía es que las
necesidades más altas ocupan nuestra
atención sólo una vez se han satisfecho
necesidades inferiores en la pirámide. Las
fuerzas de crecimiento dan lugar a un
movimiento hacia arriba en la jerarquía, mientras que las fuerzas regresivas empujan las necesidades prepotentes hacia abajo
en la jerarquía.
Este sistema nos aproxima mucho a la propia idiosincrasia humana, basada en hábitos y reacciones individuales de
supervivencia, que reflejan el tipo de personas y consumidores que somos.
La jerarquización no representa ningún problema desde mi punto de vista, lo que es crítico es qué sustenta ese hábito
comportamental y qué parámetros se incorporan en los hábitos a la hora de priorizar nuestras decisiones.
En definitiva, ¿somos más fieles a nuestras pautas de autorrealización y reconocimiento (being needs) que a las de afiliación,
seguridad o fisiología (deficit needs)?. ¿Hasta que punto somos conscientes de que ese objetivo por mantener el “status quo”
actual representa una chaqueta metálica de 50t con la que no vamos a poder nadar en el mundo globalizado que vivimos?.
A pesar de que se ha evolucionado mucho en el desarrollo de los mecanismos de mercado para la globalización de bienes y
servicios, en esencia estos se han desarrollado sobre la base de la pirámide de Maslow. Llevamos viviendo anclados en un
sistema socio-económico de jerarquías, heredado desde la edad media, que lo único que ha hecho es ampliarse en tamaño
poblacional y espacio geográfico, manteniendo la misma estructura, las mismas dependencias, articuladas alrededor de los
mismos intereses: fuentes de abastecimiento para asegurar nuestra fisiología (energía, agua, alimentos, etc.); sistemas de
organización social, policial y armamentístico para darnos seguridad intra-muros; y andamos enfurruñados en conseguir
avanzar en la afiliación, pero solo con los de mi mismo nivel en términos fisiológicos y de seguridad.
Además solo lo hemos conseguido para el 20% de la población, y así con todo, ese 20% está tan preocupado en competir
entre sí para seguir escalando en esa pirámide de falsa seguridad material, que al final, el 80% de la población que está
extra-muros, está copiando el modelo a marchas forzadas, con la consiguiente probabilidad de que nos pasen en breve de
largo, y pasemos nosotros a formar parte del 80% extra-muros, ¡ y a seguir compitiendo!.
La internacionalización y globalización de la economía son como el dinero, ni beneficiosos ni perjudiciales. Es en el como,
en la forma que tenemos de priorizar nuestras decisiones de internacionalizar y globalizar donde surgir las ineficiencias, y
donde la teoría de Maslow aflora con fuerza: Fisiología, Seguridad y Afiliación dominan en el modelo económico de
distribución de los recursos, y es en este sentido que hay que darle la vuelta a la pirámide de Maslow.
Todavía no hemos alcanzado para el 20% más desarrollado de la población, los niveles de reconocimiento y autorrealización
considerados por Maslow en 1943. Nos lo impiden tres variables fundamentales: tiempo, consciencia y decisión.
El informe Brutland, que acuñó por primera vez el concepto moderno de sostenibilidad, vino a introducir los elementos de
reconocimiento y autorrealización a la esfera de la seguridad y la fisiología, fundamentalmente para cambiar los principios
de priorización medievales heredados exponencialmente hasta nuestros días de competencia, apropiación y depredación; por
los principios del desarrollo sostenible: cooperación (responsabilidad económica), gestión de recursos fisiológicos escasos
(responsabilidad ambiental), garantizar el futuro de los que están y de los que vendrán (responsabilidad social).
TIEMPO = FUTURO DE LOS QUE VENDRÁN o sobrevivir a la esfera personal
CONSCIENCIA = RESPONSABILIDAD
DECISIÓN = tangibilizar Consciencia y Tiempo en términos económicos de viabilidad.
En definitiva, INVERTIR LA PIRÁMIDE DE MASLOW, para a través de la autorrealización y el
reconocimiento, asegurar la sostenibilidad de la humanidad.
¿Economía sostenible o sostener la economía?
Hasta aquí el marco general, desde el que voy a acometer las series de artículos sobre como pasar de competir para sostener
la economía o “status quo”, como lo tenemos concebida hoy, a cooperar por una economía sostenible que pueda asegurar un
futuro equitativo, viable y vivible para todos los que estamos y los que vendrán.