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realidad constitutivamente enferma, deficiente —en rigor, es, sin cesar, la
lucha entre sus elementos y comportamientos efectivamente sociales y sus
comportamientos y elementos disociadores y antisociales. Para lograr que
predomine un mínimo de sociabilidad y, gracias a ello, la sociedad como tal
perdure, necesita hacer intervenir con frecuencia su interno «poder público»
en forma violenta y hasta crear —cuando la sociedad se desarrolla y deja de
ser primitiva— un cuerpo especial encargado de hacer funcionar aquel poder
en forma incontrastable. Es lo que ordinariamente se llama el Estado.
[FINAL DESECHADO]
Esto obliga a que toda sociedad, a poco que en el desarrollo histórico se
complique el número y la vida de sus individuos, se vea obligada a sangrar,
por decirlo así, una porción del enorme poder público difuso que en ella hay
y crear un órgano del poder público interior —es decir, un instrumento imperativo fundado en fuerzas armadas a sus órdenes. Este órgano es el Estado,
que como se ve, no es sino la concreción y la figura orgánica de la función
imperativa que en forma difusa la sociedad ejercita desde sus orígenes. El
Estado o su poder público, sensu stricto, nos aparece, pues, como la reacción
espontánea y automática del cuerpo social frente a las fuerzas disociales o
disociadora que en él hay. En las épocas felices, en que [en] la colectividad
tiene saludable vigencia un sistema de convicciones, en que no existe discordia radical de opinión, se pierde la noción de la cantidad de potencias
dispersivas, asociales o antisociales que la sociedad, mientras lo es con cierta
normalidad, es decir, mientras es casi realmente sociedad, mantiene reprimidas y ocultas en el subsuelo colectivo, hasta el punto de que quedan invisibles y parecen no existir, hasta que la próxima revolución, como suele
decirse, las «desencadena», dejándolas emerger potencialmente sobre la
superficie.
Pero esto, señores, quiere decir que esa realidad existente en el mundo
y que se llama sociedad es una realidad en sí misma deficiente o —lo que
viene a ser lo mismo— enferma. Ello la obliga, si ha de perdurar, si ha de
subsistir, a reobrar sobre sí misma procurando compensar su deficiencia,
corregir su enfermedad. Para este fin organiza el Estado, o poder público,
que es, a nativitate, un aparato ortopédico, el cual la sociedad se crea y ajusta
porque de otro modo se disociaría, dejaría de ser sociedad. Por eso tiene
razón Fichte, aunque al pronto sus palabras suenen rudamente, que «quien
instaure una República o cualquier otro Estado y quiera darle leyes, necesita
partir del supuesto de que todos los hombres son salvados». No es, claro está,
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que Fichte crea esto último sino que, al no poderse saber por anticipado,
quiénes lo son y quiénes no, aquella suposición metódica se recomienda.
Parejamente, ya en el siglo XIII, Federico II Barbarroja, una de las más geniales figuras del pasado europeo, en su Liber Augustalis, deriva el Estado del
pecado original, es decir, del primigenio crimen o inobservancia de una ley
natural-sobrenatural —en suma, lo deriva de la originaria y constitutiva
delincuencia del hombre. El Estado, según él, es engendrado por la necessitas.
Esto me recuerda que Kant, en su breve ensayo Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita, nos habla de la «insociable sociabilidad» del
hombre.
Junto al peligro de la disociación por causas interiores a la sociedad, está
el peligro que viene del exterior y en él se hinca la otra raíz del estado. El año
pasado tuve ocasión de presentar a ustedes en escueto pero rigoroso esquema
la evolución del poder público en Roma desde sus primeras manifestaciones,
pasando por su postrera descomposición. A este fin nos sirvió como hilo
conductor la figura institucional del Imperator. Reconstruyendo hipotéti­
camente su primera aparición vimos que el gobernante, el encargado de mandar y, por tanto, el Estado es al comienzo una realidad intermitente que surge
cuando la situación aprieta y obliga a la sociedad a que sus individuos adopten
un comportamiento muy preciso y sin la menor desviación. Es la disciplina
rígida que la guerra impone. Esa reconstrucción hipotética se apoya en muchos datos históricos y etnográficos de suerte que para muchos pueblos no es
en modo alguno hipotética. Pero ahora quiero comunicar a ustedes un hecho
de primer orden, ignorado de los sociólogos, de excepcional garantía como
información y que nos muestra mejor que otro alguno cómo el Estado primigenio es una institución intermitente a que se recurre en última necesidad.
En 1569 llega a Lima don Francisco de Toledo, nombrado Virrey por
Felipe II. Trae muchas y precisas órdenes del Rey. Una de ellas lleva la finalidad de tranquilizar su conciencia. ¿Con qué derecho ejerce el señorío
Felipe II sobre aquellos pueblos conquistados en guerra con los incas? Éstos
habían llegado a gran parte de aquellas tierras poco antes. ¿Cuál era su derecho a sojuzgar a aquellos indios que inmemorialmente allí vivían? Felipe II
ordena que se haga verídica y minuciosa información sobre qué gobierno
tenían aquellos pueblos antes de llegar los incas y cuál fue el comportamiento
de éstos. La información testimonial fue, en efecto, minuciosísima, tanto que
ocupa dos gruesos volúmenes publicados por Roberto Levillier en 1940. Uno
tras otro van pasando los indios informadores y responden a la segunda
pregunta que reza: «item, si saben o tienen noticia del gobierno [que en estos
reinos tenían los pueblos antes que los incas los conquistasen y redujesen a
obediencia]» —página 15.
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Este hecho es tan claro, tan enérgico que nutre largamente la meditación
y de él quisiera yo que partiésemos en la reanudación de este curso.
Por causas exteriores o interiores, el Estado tiene siempre un origen
traumático. Una vez que existe se va cargando con las finalidades más diversas porque siendo el poder público puede, claro está, hacer con medios superiores lo que momentáneamente de él se exija. Si a la larga es saludable que
el Estado asuma funciones que la sociedad puede, al fin y al cabo, ejercitar
por sí, es otra cuestión. Hoy, por ejemplo, en casi todo el mundo el Estado se
ha convertido en órgano de la Beneficencia. ¿Es esto venturoso o puede ser
trágico? Dejemos estar el asunto.
El Estado es, pues..., último recurso al que la sociedad recurre cuando
está en peligro la sociedad —por ataque externo o por disociación, disocialidad, imposibilidad de la social convivencia. Porque es último recurso, ultima
ratio. No se olvide esta esencia ortopédica del Estado. El Estado existe porque
y en la medida en que la sociedad no existe.
Es último recurso y ultima ratio porque es el poder máximo (intensi­
vamente). Eso es convertible. Si hay en la sociedad un poder máximo ése será
el Estado. Generalmente el poder máximo es el poder público. Su intensividad
de poder propende naturalmente a la máxima extensividad o absolutismo.
Pero el Estado, como su nombre indica, no es una momentánea aventura, no es un fortuito adueñarse del poder público, sino que implica, para
ser de verdad Estado, la estabilización de ese adueñamiento. Esto es lo que
diferencia a un golpe de mano, a un Putsch afortunado de un Estado. Y la diferencia depende de que la opinión pública lo respalde, es decir, que el régimen
llegue a ser un uso establecido.
Pero este uso que es el Estado es un uso jurídico —es la vigencia social
consistente en dar por bueno que ciertos hombres bajo ciertas condiciones
manden, esto es, manejen el poder público. Lo cual no es sino decir con otras
palabras que se les atribuye el derecho a mandar. ¿Qué necesita pasar para
que el cinchecona momentáneo a quien sus compañeros de sociedad obedecen transitoriamente mientras dura una situación apretada se convierta en
una sustitución estable de derecho público, más precisamente, de derecho
político? Evidentemente tienen que pasar muchas cosas para que un simple
hecho, fugaz y fortuito, se convierta en un derecho, en un comportamiento
estabilizado, en un Estado. Pero cuáles sean sólo podrán irnos cuidado­
samente apareciendo cuando reanudemos en este punto el presente curso.
La teoría del derecho es la culminación de toda sociología. Lo es muy especialmente en el caso de la doctrina sobre la sociedad de que he expuesto a
ustedes las bases. Pues noten que con la aparición del Estado, por tanto de
los gobernantes y de su actividad legisladora, de la ley en el área de los hechos
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sociales surge algo que parece oponerse a lo que hemos llamado usos. Éstos
funcionan anónimamente y su contenido es, para el individuo que los practica, irracional. Pero la existencia del Gobierno sería un extraño uso en que
la sociedad encarga a individuos como tales el ejercicio de lo más social y
anónimo que existe: el poder público. Les da así mismo atribuciones para
crear la ley. Ahora bien, la ley es un tipo de comportamiento social que actúa
con el carácter de clara racionalidad. Cada ley es un medio para un fin; medio, se supone, inteligentemente elegido. ¿Es que la sociedad retira a la gente
y recurre al hombre, al individuo cuando necesita corregir su congénita insuficiencia? Como ven ustedes aquí es donde aflora en su forma más aguda e
ineludible la gran cuestión entre individualismo y colectivismo. De todos
modos, Estado y Ley son, a lo que vemos, la más vagorosa objeción que cabe
oponer a cuanto he dicho a ustedes. Por lo mismo, yo quiero detener aquí
esta serie de lecciones para que quede suspendida sobre mí, amenazadora, esta
enérgica objeción.
Por ahora nada más, señoras y señores, nada más que mi gratitud a su
atención y a su paciencia.
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