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TENDENCIAS DE LA FILOSOFÍA EN COLOMBIA
Contribuciones de la práctica filosófica a la comprensión de los procesos culturales y
sociales en Colombia
Miguel Ángel Ruiz García1
El punto de partida de las siguientes indicaciones es la imagen de la filosofía como una
actividad que surge en el mundo de la vida y está orientada por el mundo de la vida, es
decir, por el conjunto de prácticas, representaciones, sistemas de hábitos y creencias que
configuran los modos de vivir y de actuar en la sociedad y la cultura.
Aunque la
filosofía es una disciplina académica acreditada en la historia del pensamiento
occidental que tiene sus tradiciones, y sus pensadores geográfica y temporalmente
localizables, hay que reivindicar también el hecho de que la filosofía es una función del
pensamiento y de la cultura que originariamente se ocupa de hacer comprensible nuestra
experiencia del mundo, de los otros y de nosotros mismos. Es una hermenéutica del
presente.
De esto dan testimonio las obras, los textos, los filosofemas y los llamados
sistemas de pensamiento que se enseñan en las instituciones académicas y que están
documentadas en los estudios doxográficos reconocibles en cualquier plan de formación
profesional universitaria.
La manera como se organiza la enseñanza institucional de la filosofía varía según las
condiciones de formación de la comunidad de académicos que conforman una facultad,
instituto o departamento.
En este sentido lo que aquí denomino tendencias de la
filosofía en Colombia depende mucho de las políticas de formación del profesorado. A
este respecto son fácilmente reconocibles la influencia de, al menos, tres tradiciones
lingüísticas: la alemana, la francesa y la inglesa. En la última década estas tres
tradiciones se disputan un territorio, constituyen un nuevo ágora, en el que los
pretendientes a adquirir los derechos de dicho territorio llamado filosofía son la
hermenéutica, el deconstruccionismo y el pragmatismo. Del lado de la hermenéutica se
defiende una tradición que va desde Schleiermacher a Gadamer, pasando por Dilthey y
1
Profesor de la Universidad Nacional de Colombia-Medellín, Facultad de Ciencias Humanas y
Económicas, Escuela de Estudios Filosóficos y Culturales. Vicedecano Académico y Director de
investigación y de Extensión de la misma Facultad. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad
Pontificia Bolivariana. Magíster en Filosofía por la Universidad de Antioquia. Autor del libro La
metafísica en Kant, ¿Un proyecto ético-político?, publicado por la U.P.B. Autor de artículos filosóficos y
humanísticos.
Investigador del Grupo reconocido por Colciencias: Producción, Circulación y
Apropiación de Saberes (PROCIRCAS). Dirección electrónica: [email protected]
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Heidegger.
Respecto al modo de pensar deconstruccionista, cuya divulgación en
Colombia ha adoptado la etiqueta de pensamiento posmoderno, está representado en las
figuras emblemáticas de J. F Lyotard, J. Derrida, Michel Maffesolli y Jean Baudrillard.
En medio de ambas posturas se encuentra el extraño híbrido de la hermenéutica nihilista
de Gianni Vattimo.
Respecto al pragmatismo, de reciente recepción en algunas
universidades colombianas, el pensamiento de Richard Rorty y de John Rawls (en el
campo de la filosofía política- y la de Nelson Goodman y Arthur Danto –en la estética y
la filosofía del arte- han introducido maneras de plantearse preguntas y de interpretar
algunos fenómenos de nuestra contingente realidad histórica.
Estas tres tradiciones
delimitan una geografía de la filosofía en Colombia. Así por ejemplo, la Universidad
del Valle es reconocida por el diálogo con el deconstruccionismo francés; el Instituto de
Filosofía de la Universidad de Antioquia estructura sus políticas de formación y de
investigación en un diálogo con la filosofía alemana. La Universidad Nacional de
Colombia, específicamente la sede de Bogotá, oscila entre una posición hermenéutica y
una filosofía analítico-pragmática. El caso particular de la Sede de Medellín de la
Universidad Nacional de Colombia, que no se identifica con una tradición en particular,
ha puesto en práctica un modo de filosofar que se preocupa menos por la defensa de una
tradición disciplinaria en particular y más por la comprensión y la interpretación de las
interacciones y tramas simbólicas y los habitus sociales y culturales que nos constituyen
en esta hora mediática de la civilización.
A falta de una exposición menuda de cada
una de las Universidades donde existe un programa académico de filosofía, es preciso
decir que en el contexto de estas tres líneas y de sus variadas combinaciones, las
Facultades de filosofía en Colombia desarrollan sus actividades de formación y de
investigación.
A través de las citadas instituciones de educación superior se lleva a cabo la
apropiación, la circulación y la difusión de las producciones filosóficas las mencionadas
tradiciones.
Tal como lo hace cualquier escuela de formación, los dispositivos
pedagógicos y los sistemas de trasmisión son variados, tan variados como los que en la
actualidad ofrecen los canales comunicacionales de la cultura y las políticas de
investigación que han ido diseñando cada una de las instituciones y las que apoya
públicamente una entidad de carácter nacional como Colciencias.
Al hablar de las tendencias de la filosofía en Colombia no hago referencia a la manera
como las facultades de filosofía diseñan y ejecutan los planes de estudios en los
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pregrados, los cuales se rigen por los criterios internacionales y por el canón propio que
instituye la propia filosofía en la historicidad de su propia desarrollo.
El tema de las
tendencias de la filosofía en Colombia se refriere a algo más particular. El trabajo
filosófico en Colombia, en una actitud de recepción de las grandes tradiciones de
pensamiento, tanto las clásicas como las contemporáneas, ha centrado la atención en la
comprensión del presente social y cultural. En la última década hemos sido conscientes
de la necesidad de aprovechar el capital filosófico y el acumulado histórico de la
filosofía
para
hacer
comprensible
nuestras
prácticas,
nuestras
creencias
representaciones sociales, nuestros hábitos, nuestros ritos y comportamientos.
y
Los
debates filosóficos en torno a temas como los procesos culturales, políticos y sociales y
a fenómenos como el de la seguridad, la violencia, el desplazamiento forzado, la
educación, la globalización, los conflictos, el papel del los canales culturales en la
configuración de la opinión pública, entre otros, están dirigidos a ofrecer criterios que
permitan orientarnos y tomar decisiones en los diversos ámbitos de la praxis social.
Estos temas y estos fenómenos son objeto de reflexión no por una especie de lujo
especulativo sino porque en ellos está en juego nuestra propia experiencia del mundo.
No se trata entonces de una filosofía entregada a su propia reproducción ni a la defensa
y conservación de una tradición filosófica o de una escuela de pensamiento en
particular, sino de una filosofía atenta al mundo de la vida, una filosofía práctica o
mundana que contribuye a la formación de un sentido común ético, político y estético.
Esto quiere decir, que la practica de la filosofía en nuestras instituciones académicas,
especialmente en la educación superior, se comprende como un diálogo con la sociedad
y con la cultura. Se trata de una filosofía que se esfuerza por dialogar en condiciones de
pluralidad de formas de vida, es decir, de ser diálogo y promotora del diálogo. Es por
esto que la tendencia que mayor identidad le ha dado al trabajo filosófico está
relacionada con el desarrollo de un campo de trabajo que se denomina Estudios
filosóficos y Culturales, en el cual tanto los fenómenos políticos, religiosos,
económicos, sociales, así como las diversas representaciones sociales –o imaginarios
sociales- son interpretados.
Esto quiere decir que el debate, vivo hasta hace dos décadas , en torno a la posibilidad
de una filosofía colombiana, una filosofía propia o de una tradición filosófica que nos
identifique, ha perdido fuerza.
Nos interesa más bien la manera como podemos
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aprovechar el diálogo con los textos de los pensadores del pasado así como también el
intercambio académico con los profesores e investigadores que le han planteado
preguntas a la manera como se organiza el mundo actual y que han brindado
orientaciones conceptuales para afrontar los dilemas que suscita la convivencia en este
momento histórico.
Con el deseo de esbozar en qué sentido la actividad filosófica
contribuye a la comprensión de los procesos culturales y sociales en Colombia les
propongo los dos siguientes puntos: el primero se refiere a una presentación de la
situación sociocultural que en la que nos representamos como individuos y como
nación; el segundo se refiere a los modos como en el futuro tenemos que hacernos
cargo de los desafíos que nos plantean las actuales fuerzas que actúan en la
configuración de los acontecimientos.
Mirada filosófica a la situación sociocultural
Para la opinión pública nacional e internacional son conocidos los fenómenos que a
diario llenan el espacio de los diversos medios de comunicación. Experiencias como las
del conflicto armado, el narcotráfico, el desplazamiento forzado, la desprotección social,
la inseguridad y la falta de acceso a los bienes primarios (educación, salud, alimentación
vivienda, trabajo) son objeto permanente de denuncias, análisis y diagnóstico por parte
de expertos investigadores en diversos campos en las ciencias sociales y humanas.
Asimismo, sobre estas realidades se ofrecen imaginativamente propuestas de solución
que llaman a la acción responsable a quienes en razón de sus posibilidades de decisión
pueden introducir algún cambio significativo: políticos, empresarios, organizaciones no
gubernamentales, asociaciones, iglesias y partidos políticos.
Por lo que se observa en
los estudios sociales comparados estas realidades no difieren mucho de un país a otro en
América Latina y, en general, en los países del llamado tercer mundo, aunque sí en la
manera como cada país se organiza, a través de sus líderes, para resolver sus propios
dilemas. Brasil, Bolivia y Venezuela son un ejemplo de ello.
Son muchas las perspectivas desde las que dichos fenómenos pueden interpretarse:
desde el punto de vista económico y político se nos dice con frecuencia que ellos son
efecto de la globalización y de la acelerada pérdida de capacidad de decisión de los
gobernantes; desde el punto de vista cultural se nos reitera el relato de la llamada
americanización o mcdonalización de las costumbres; en su versión histórico
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epistemológica hemos adoptado la idea de que todo ello se debe a la ausencia de una
tradición científica y de una deficiencia tecnológica.
Y hay quienes conservan el
prejuicio de la ilustración europea que considera que se trata de una herencia que nos
incapacita para acceder al proyecto moderno de civilización.
Estos análisis han
configurado lugares comunes a la hora de entender lo que nos sucede, pero al mismo
tiempo, en cuanto opiniones reinantes, ocultan el significado y el impacto que sobre la
conciencia individual y colectiva tiene el hecho de que veamos las cosas de este modo.
Es precisamente en este contexto de interpretación de algunas de las mencionadas
realidades que considero necesario mostrar el papel que la actividad filosófica ha jugado
en nuestra reciente historia.
Como académico que intenta comprender las experiencias
que comparte con sus conciudadanos quiero concentrarme en tres temas que resumen el
compromiso sociocultural de la practica filosófica: el sentido común político, el sentido
común ético y el sentido común estético.
Sentido común político
Quizá se deba a un proceso universal en la cultura occidental la privatización o
individualización de las angustias, los miedos, los temores, las incertidumbres y la
inseguridad.
Cada vez es más poderoso el mensaje, los relatos y las representaciones
sociales que considera que la suerte de los individuos en relación con sus condiciones
fundamentales para la autorrealización, es un problema que cada cual tiene que resolver
en solitario.
La falta de empleo, o el miedo a perderlo cuando se lo tiene, la falta de
oportunidad para acceder a la educación en cualquiera de sus niveles, el sentimiento de
desprotección social para la movilidad y la seguridad misma del cuerpo, la desesperanza
ante posibilidades futuras –como por ejemplo pensar a largo plazo en desempeñarse en
una actividad profesional-, todo ello ha ido creando una manera de percibir y de
relacionarse con las instituciones básicas de la sociedad. Se experimenta la sensación
de que las instituciones no garantizan, a largo plazo, seguridad; cuando dicha seguridad
se insinúa, es una seguridad efímera, “hasta nuevo aviso”. Especialmente entre los
habitantes más jóvenes de las ciudades se está produciendo una especie de retirada de
los procesos políticos. Esta retirada se vive como una especie de desencanto político, es
decir, una desafección por las instituciones políticas y sus representantes, de los que se
dice que han perdido fuerza para agenciar políticamente los problemas y las necesidades
sociales.
Nunca como antes los problemas políticos son asunto exclusivo de los
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políticos, pues no alcanzan a tener un carácter vinculante, es decir, a experimentarse
como problemas colectivos y a generar solidaridades válidas.
Estos dos sentimientos, tener que enfrentar individualmente las incertidumbres y el de la
desafección política, configuran dos fenómenos inéditos en nuestro país. De un lado la
gestión política de los gobiernos se concentra en el tema de la seguridad democrática,
alrededor del cual se mantienen en agenda permanente temas como los de las políticas
económicas (el TLC), el monopolio militarista de la violencia, el adelgazamiento del
Estado (Reforma laboral y pensional), la discusión e implementación de nuevas leyes
(Estatuto antiterrorista y el Proyecto de Justicia y Paz) y la construcción de una imagen
pública que garantice la continuidad en el poder.
La fabricación política de la
inseguridad de los ciudadanos se ha convertido en la razón fundamental que legitima la
política de seguridad del Estado.
Dicho de otro modo, los riesgos existenciales y
sociales a los que se exponen día a día los ciudadanos son fabricados políticamente por
unos modos de gobernar y de hacer política que, a su vez, generan desprotección,
incertidumbre e inseguridad.
Como efecto de esta paradoja, los ciudadanos se refugian en lo privado. Aquí tiene
lugar un segundo fenómeno cultural que llama la atención, que quizá no sea exclusivo
de nuestra situación. Se trata de la solución privada a problemas sociales o de la lógica
del “Hágalo usted mismo”, lo cual ha ido propiciado una formas de interacción en la
que cada vez más escasea la solidaridad.
La privatización de los diversos sistemas de
seguridad social –salud, educación, dispositivos de vigilancia en las ciudades y en las
urbanizaciones- hace que cada cual tenga que proveerse de mecanismos de protección
según sus condiciones económicas.
Menciono este hecho de nuestra vida social por
cuanto que, al constituirse en una aspiración colectiva, está transformando nuestras
tradiciones, nuestras formas de sociabilidad, en suma, las formas de comunidad y de
solidaridad en las que se soportaban nuestros destinos y nuestras historias, nuestros
hábitos y ritos, nuestras creencias, en fin, el conjunto de las practicas sociales: la
educación, el trabajo, la vida familiar.
¿Cómo puede una sociedad fragmentada, de individuos privatizados, romper este
círculo vicioso?
en este contexto, el aprendizaje colectivo de un sentido político de
comunidad es una carta aun por jugar. Sobre todo cuando se parte de la premisa de que
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los problemas comunes tienen que afrontarse de manera común.
Las soluciones
biográficas a problemas sociales pueden ser exitosas pero deja en la incertidumbre la
suerte de muchos otros, a los que nos les queda más remedio que cargar con el peso de
la exclusión, el desprecio y la negación.
El interés de la filosofía por la política en
nuestro país dirige la atención a la formación de un sentido común político, una especie
de formación ciudadana que apuesta por el diseño de mecanismos de participación en
los bienes sociales, lo cual no quiere decir una politización de la vida social.
Sentido común ético
La privatización de dispositivos de seguridad para hacerle frente a los riesgos que
plantea la vida en sociedad trae consigo una devaluación de las virtudes que la tradición
filosófica reconoce desde Aristóteles como virtudes éticas o morales: la amistad, la
prudencia y la reciprocidad así como los sentimientos de solidaridad, de respeto mutuo
y de reconocimiento.
De esto saben con propiedad los que académicamente estudian
la ética. Lo que aquí interesa es la raigambre ontológica y social de un comportamiento
ético. Para ello conviene que primero conectemos lo indicado en el anterior tema con
las siguientes consecuencias éticas.
Los sistemas de pensamiento en las que nos representamos los bienes constitutivos de la
vida humana, los cuales no hemos inventado sino recibido en herencia- es para nosotros
también un patrimonio que nos permite comprender nuestra condición como seres
humanos.
Esta ilustración que nos ofrece la historia nos ha permitido comprender, en
perspectiva ética, lo que nos sucede. Entendemos que la condición ética no es un dato
que venga enredado con nuestra naturaleza biológica o con nuestro equipamiento
genético, sino que es el resultado de los contingentes aprendizajes históricos y
culturales. Es la realidad de la historia, con sus dichas y crueldades, de donde emerge la
imaginación de ideales éticos, es decir, de una vida buena, o de un arte de saber vivir o
de un arte de la existencia. Lo que está en juego en esta humana imaginación ética es
un sentido compartido de lo bueno y de lo conveniente según nuestra humana medida.
Resulta que las condiciones sociales a las que aludí hace un momento confirman la
necesidad de una práctica de ética.
Las situaciones comunes en las que nos
corresponde actuar pueden entenderse también como un reclamo o como una demanda
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ética. Podemos considerar que estar expuesto a situaciones de desprecio social, tener
que enfrentar en solitario los miedos, los riesgos, las incertidumbres y la desprotección
–lo cual quiere decir no poder educarse, no tener una vivienda, estar desempleado,
exponerse al maltrato, a la pérdida de la seguridad corporal como en el caso de la
violencia física y el secuestro y no disfrutar de los bienes que culturales- son maneras de
no contar con alguien o para alguien, ser nadie y, por lo tanto, estar desprotegido, no
poder construir con los otros una integridad o una imagen positiva de sí mismo.
La
experiencia social de la exclusión, del maltrato o la intimidación representa una muerte,
una ofensa o una herida psíquica y social, es decir, que quien la padece pierde no sólo la
confianza en sí mismo sino también en la sociedad en la que vive.
La consecuencia
social es aquí la ausencia del reconocimiento y del respeto mutuo. Desde el punto de
vista psíquico la consecuencia es el sentimiento de vergüenza y la perdida de una
relación positiva consigo mismo, que difícilmente se repara con recetas de autoayuda o
libros de autoestima.
Quizá muchas de las enfermedades psíquicas –que ya se
catalogan como problemas de salud pública- se sedimenten en las variadas formas del
desprecio social: “la falta de respeto, aunque menos agresiva que un insulto directo,
puede adoptar una forma igualmente hiriente. Con la falta de respeto no se insulta a
otra persona, pero tampoco se le concede reconocimiento; simplemente no se la ve
como un ser humano integral cuya presencia importa.
Cuando la sociedad trata de esta manera a las masas y sólo destaca a un pequeño
número de individuos como objeto de reconocimiento, la consecuencia es la escasez de
respeto, como si no hubiera suficiente cantidad de esta preciosa sustancia para todos. Al
igual que muchas hambrunas, esta escasez es obra humana; a diferencia del alimento, el
respeto no cuesta nada. Entonces, ¿por qué habría de escasear”2.
La preocupación por explorar filosóficamente el significado y el valor de un sentido
común ético es una respuesta histórica a los desafíos del presente. Este sentido común
ético no pone su énfasis en lo normativo, no es una ética individual ni cívica, sino más
bien una practica del ethos –que significa tanto el lugar en el que se vive como el modo
singular de habitar el lugar-.
Esta práctica del ethos la comprendemos como una
experiencia del reconocimiento en tres niveles:
en el nivel corporal como una
experiencia de reconocimiento en la vida afectiva, en la relación familiar y en la
2
SENNETT, Richard.
El respeto.
Barcelona, Anagrama. 2003. p17
Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad.
9
relación amistosa.
En el nivel social el reconocimiento como sujeto de derechos:
derecho al estudio, derecho al trabajo, derecho a un lugar, derecho a la expresión, y a la
libre asociación. Esta forma de reconocimiento requiere de la ayuda de vías jurídicas.
En el nivel cultural el reconocimiento de la forma de vida elegida y el respeto a las
elecciones de los bienes culturales y simbólicos.
Estas tres formas de reconocimiento
y de respeto representan un capital social del que depende el que las experiencias
biográficas sean logradas o no, es decir, la posibilidad de articular el sentido de la vida.
Desde el punto de vista del principio de reciprocidad esto quiere decir que no se trata
una tarea que se logre de manera individual, ni por la buena voluntad de las personas,
sino más bien a través de formas de organización de las interacciones sociales que
construyan instituciones acordes a la realidad. El ejercicio de un sentido común ético
es una especie de blindaje frente a los riesgos colectivos; su ausencia es, por el
contrario, una suerte de amenaza tanto para los individuos como para las instituciones
básicas de la sociedad.
Sentido común estético
El sentido común político comprende los destinos individuales en el marco de la vida
social.
El sentido común ético comprende el significado de la propia biografía a partir
de las relaciones inmediatas de reconocimiento y de respeto mutuo, relaciones que no
siempre pasan por instancias normativas. El sentido común estético concibe las vida de
los individuos en el horizonte de las interacciones y representaciones simbólicas de la
realidad, especialmente a partir de las formas espontáneas y fluidas de percepción. El
elemento en el que vive el sentido común estético es, como lo enseña la tradición de la
filosofía del gusto, la complacencia en la belleza natural y en la belleza artística,
aquella que creamos para adornar el mundo y llenar el vacío que la naturaleza y la vida
social deja. Si el fin del sentido común político es la organización de la vida en común,
el arreglo común de situaciones y si el sentido común ético articula las biografías
individuales en una relación dialógica de respeto y de reconocimiento, el sentido común
estético dota a nuestros sentidos de cierto gusto, de cierto sabor, de cierta sensibilidad y
tacto para disfrutar del mundo.
Con el concepto de sentido común estético no nos representamos solamente las
producciones artísticas para un gusto cultivado institucionalmente, sino también de esas
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experiencias vinculantes que han permitido que los espacios públicos no estén
deshabitados: me refiero los lugares de consumo, los centros comerciales, los recintos
que posibilitan nuevos ritos y nuevas devociones.
Hemos aprendido a reconocer en
estas práctica y en estos ritos contemporáneos la recreación simbólica del mundo. Un
reencantamiento del mundo, una fiesta del espíritu y de los sentidos en el que
espontáneamente vive la comunidad sentida.
En nuestras fiestas populares, en el
tumulto solidario de los estadios y de los espectáculos se matiza y se simboliza la
precariedad del presente social, al mismo tiempo que vive una suerte de contrato
originario -no propiamente un contrato social como el que imagina el estado social de
derecho- en la medida que no existe la mediación de la ley escrita ni de la
argumentación institucionalizada. Los estudios filosóficos de la cultura en nuestro país
avanzan en la idea de que no es sólo en la tradición humanística y en el arte occidental
institucionalizado donde vive la cultura, sino también en la retóricas de la vida
cotidiana, pues en ella asimilamos nuestros conflictos, penurias y alegrías, nos los
representamos y alcanzamos a través de ellas una transformación de nosotros mismos.
Quizá como en ninguna otra experiencia en la que se juegan los afectos, la cultura
sentida y practicada –no la cultura idealizada de los románticos- le da concreción al
sentido de comunidad.
Esta espiritualidad se materializa en nuestras construcciones
simbólicas, que maduran al paso de individuos que aprueban gratuitamente la vida en
común. De modo que la retórica de la globalización, o la ideología de la masificación y
de la alineación –así es como los defensores de la cultura creen poder reivindicar la
identidad- es una narrativa de la que dudamos. Quien sabe si el deseo de identidad y
de comunidad sea más bien aquello que coquetea en los ritos, en los hábitos y en las
creencias que fabricamos como un modo de indemnizarnos y reconciliarnos con nuestro
presente; en todo caso una singular manera afrontar la historia universal a la que
también creativamente pertenecemos.
Junio de 2005