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Mira, Señor, la Fe de tu Iglesia,
y concédenos el Perdón, la Unidad y la Paz
Del Obispo Diocesano
José Vicente Conejero Gallego
Introducción
Cuando celebramos la Santa Misa, el Misterio de nuestra fe, una vez concluida la Plegaria
Eucarística, después de rezar el Padrenuestro, y antes de acercarnos a recibir el Cuerpo de
Jesús en la Comunión, pedimos al Señor que no tenga en cuenta nuestros pecados, sino que
mire la fe de su Iglesia, y nos conceda el perdón, la unidad y la paz. ¿Qué otra cosa mejor
podríamos pedir a Dios?
Es esto lo que necesitamos; y, por tanto, lo que deseamos, ardientemente, en este Año de la
Fe: «Perdón, Unidad y Paz» para todos. Porque el anhelo más profundo de nuestro corazón no
es otro, sino vivir en amistad y amor con Dios, como hijos suyos; y vivir en amistad y comunión con todos los hombres, nuestros hermanos.
Con alegría y especial esmero nos venimos preparando, desde hace meses, para comenzar y
vivir intensamente el Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI. Y con el sucesor
de Pedro, también nosotros estamos convencidos de que este Año de la Fe será un «tiempo
extraordinario de gracia»; una llamada y una oportunidad más que nos ofrece generosamente
el Señor, nuestro Dios- bueno y misericordioso, procurador siempre de nuestro bien y felicidad-, para «convertirnos a Él y creer en su Palabra», en la «Palabra de Dios hecha carne»,
Jesucristo, Mediador de la Nueva Alianza. Creer y confiar totalmente en Jesús, en su vida y en
su enseñanza, tal como nos lo transmite la Iglesia, para que, creyendo en Él, tengamos la Vida
eterna.
Entre las «Indicaciones pastorales para el Año de la fe» de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, en el ámbito Diocesano, hay una que dice:
«Cada obispo podrá dedicar una Carta pastoral al tema de la fe, recordando la importancia
del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica, teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de los fieles a él confiada».
Pues bien, con el auxilio del Espíritu Santo, que es quien verdaderamente nos guía e ilumina,
nos instruye para lo que debemos decir y hacer, en orden al bien común de todos, les dirijo
esta Carta Pastoral, con la cual, quiera Dios, poder contribuir, de alguna manera, a la profundización de nuestra fe cristiana, el tesoro más grande y apreciado que tenemos. Avivando la
fe en Dios-Padre, revelado por Jesucristo, su Hijo y nuestro único Redentor, el Espíritu Santo
acrecentará en nosotros el gozo y la alegría por el más bello don recibido, y podremos juntos
proclamar, celebrar y vivir, personal y comunitariamente, en privado y públicamente, el Misterio de nuestra Fe, que es la Fe de la Iglesia, la que nos gloriamos de profesar.
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Procederemos de este modo: partiendo de un breve «racconto» de estos últimos años, a la luz
de nuestros Lemas Pastorales Diocesanos (I); señalaremos algunos imperativos de Jesús, tal
como aparecen en su santo Evangelio, formulando algunas preguntas que nos interpelen (II);
y recorreremos, también, algunos pasajes significativos de los documentos del Concilio Vaticano II , con mención del Catecismo de la Iglesia Católica. Son textos importantes, que han
marcado y continúan muy presentes en nuestra vida espiritual y pastoral (III).
Espero que la presente Carta sea de provecho para todos. Al menos mi intención al escribirla
es ésta: contribuir a acrecentar nuestra fe y amistad con Cristo, y amar y servir mejor a la Iglesia.
Con un corazón agradecido y siempre necesitado de la gracia divina, invocamos, una vez más,
al Espíritu Santo, Señor y dador de Vida, que venga a nosotros y con nosotros permanezca.
Pidamos la intercesión de nuestra Madre, la Virgen María, modelo y ejemplo de quienes peregrinamos en la fe, y también la intercesión de todos los santos que nos aleccionan con el
testimonio de su fe y vida cristiana. Juntos, digamos, una y otra vez, como los Apóstoles a
Jesús:
«Creemos, Señor, pero aumenta nuestra Fe».
I.- BREVE RESEÑA DE LOS ÚLTIMOS AÑOS
A LA LUZ DE NUESTROS LEMAS PASTORALES
Al prepararnos a la celebración del Gran Jubileo del Año 2000, para conmemorar el Segundo
Milenio del Nacimiento de Jesús, nuestro único Salvador, el beato Juan Pablo II nos invitaba a
mirar el pasado con memoria agradecida, por los innumerables bienes recibidos de parte de
Dios a lo largo de la historia. Ciertamente, a pesar de nuestros numerosos pecados e incoherencias, lentitudes y falta de correspondencia al amor infinito de Dios, en estos últimos
años, tanto a nivel personal como comunitario, sin embargo, las luces y la gracia de Dios superan con creces, las sombras y nuestros límites. Con razón el apóstol san Pablo afirmó:
«donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»(Rom 5, 20).
Gracias a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, nuestra visión del hombre, como
también de la historia humana, más allá de todos los males, es optimista: creemos que La gracia reina y reinará por medio de la justicia para la Vida eterna por Jesucristo, nuestro Señor
(cf. Rom 5, 21).
El Triduo de años preparatorios al Jubileo del Año 2000, con su impronta trinitaria, cuánto
bien nos hizo a todos. Fijamos nuestra mente y corazón en Jesucristo, único Redentor y Señor
de la historia; en el Espíritu Santo, Señor y Padre de los pobres, que guía y embellece con sus
dones a la Iglesia y a la humanidad, y en el Padre Eterno, bondadoso, fiel y rico en misericordia. Tuvimos la oportunidad de profundizar las virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la
Caridad, así como también los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Reconciliación, para culminar con la Eucaristía, sacramento al que tienden todos los demás.
Buscamos y manifestamos la gloria y la alabanza a la Santísima Trinidad, el misterio más
importante y distintivo de nuestra fe cristiana. Y en orden a la misión y acción evangelizadora, nos lanzamos a «lo profundo», tal como Jesús invitó a Pedro, y Juan Pablo II a la Iglesia
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del Tercer Milenio: «Duc in Altum». Este «navegar mar adentro» resonó con fuerza y de
manera permanente, en el seno de la Iglesia Católica, en el corazón de los fieles y de las Iglesias particulares, para superar los miedos y temores ante las dificultades y los desafíos de la
Nueva Evangelización. Confiando plenamente en la palabra del Señor Jesús, salimos confiados a realizar una pesca abundante y generosa.
A María, madre de Jesús y de la Iglesia, madre de la humanidad, dedicamos un año especial;
por eso, nosotros adoptamos el año 2003, como lema pastoral, su invitación en las bodas de
Caná de Galilea: «Hagan todo lo que Él les diga» ( Jn 2, 5).
Los dos años siguientes estuvieron centrados en la Eucaristía, el misterio que condensa toda
nuestra fe. La celebración, en 2004, del X Congreso Eucarístico Nacional, en Corrientes, como el tema del Sínodo de los Obispos, en 2005: «La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida
y de la misión de la Iglesia», nos hizo caminar con los lemas sugerentes extraídos del Evangelio; el primero, con el mandato de Jesús a los discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt
13, 16); y el segundo, con la súplica de los discípulos de Emaús a Jesús: «Quédate con nosotros, Señor» (Lc 24, 29).
De esta manera llegamos a la preparación y posterior realización gozosa del Cincuentenario
de la creación de nuestra Iglesia Diocesana de Formosa, sus Bodas de Oro. Celebraciones
Jubilares que aún guardamos en el corazón y en la memoria, ya que el Señor nos permitió
vivir Jornadas especialmente gozosas y gratificantes para continuar con alegría y entusiasmo
la vida y la misión de la Iglesia. El salmo 99 y la carta a los Efesios fueron la fuente de inspiración de los lemas de los años 2006 y 2007, respectivamente: «Sirvamos al Señor con alegría» (Sal 99, 1) y «Para alabanza y gloria de su Nombre» (cf. Ef 1, 12). Con estos mismos
títulos escribí unas cartas pastorales a la comunidad diocesana.
Nuestro Año Jubilar Diocesano coincidió providencialmente con la V Conferencia Episcopal
Latinoamericana y del Caribe en Aparecida, acontecimiento y Documento conclusivo eclesiales de gran relieve. «Los discípulos y misioneros de Jesús tendremos vida en Él, siempre y
cuando estemos en estado permanente de conversión pastoral y renovación misionera».
El Documento de Aparecida, desde su aparición, con su invitación a la Misión Continental,
fue y sigue siendo fuente de reflexión e inspiración para nuestra vida pastoral. Entre los hermosos y sugerentes textos del Documento, señalo dos emblemáticos:
«Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo
encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (DA 29).
«Jesucristo es la respuesta total, sobreabundante y satisfactoria a las preguntas
humanas sobre la verdad, el sentido de la vida y de la realidad, la felicidad, la justicia y la
belleza. Son las inquietudes que están arraigadas en el corazón de toda persona y que laten
en lo más humano de la cultura de los pueblos. Por eso, todo signo auténtico de verdad, bien
y belleza en la aventura humana viene de Dios y clama por Dios» (DA 380).
La llegada al pontificado del Papa Benedicto XVI, desde abril de 2005, nos ha traído mucha
luz y bendiciones. Este sucesor de Pedro, Obispo de Roma, con mucha humildad, discreción y
gran sabiduría, transmite, con serenidad y convicción, una gran fe y amor a Jesucristo y a la
Iglesia. Su constante insistencia en la búsqueda de la Verdad y en redescubrir la belleza de la
Fe, para vivir arraigados y permanecer firmes en ella, sin miedos ni complejos, es verdadera-
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mente una gracia del Espíritu. Sus encíclicas sobre el Amor y la Esperanza, sobre la Caridad
de la doctrina social de la Iglesia, sus exhortaciones sobre la Eucaristía y la Palabra del Señor; así como sus mensajes, discursos, homilías y catequesis, tan diáfanas y profundas, nos
ayudan, sobremanera, a hacer lectura e interpretar adecuadamente los signos de los tiempos y
a aplicar el Evangelio en los distintos ámbitos de la vida.
Dos significativos pensamientos suyos, en el primer año de su pontificado, han interpelado y
marcado profundamente la reflexión teológica-pastoral, con las consiguientes opciones espirituales, personales y comunitarias. Estos textos han sido muy citados y comentados; el primero, de su primera Encíclica Deus caritas est:
«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de
su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva» (DCE 1).
Y el segundo:
«En la recepción del Concilio… se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha
entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero
cada vez más visible, ha dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que podría
llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura»; a menudo ha contado con la
simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por
otra parte, está la «hermenéutica de la reforma», de la renovación dentro de la continuidad
del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se
desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino»
(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados
Superiores de la Curia Romana. Jueves 22 de diciembre de 2005).
La declaración del Año Jubilar Paulino, por parte de Benedicto XVI, con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo, hizo que tomáramos como lema para el año 2008
una de las más hermosas expresiones del Apóstol de los Gentiles, con el fin de imitar su amor
y entrega incondicionales a Jesucristo: «Cristo vive en mí» (Gál 2, 9). Escribíamos en el editorial de Peregrinamos de enero de ese mismo año: «Cristo vive en mí». ¡Cómo quisiéramos
pronunciar, con sinceridad y sentidamente, estas palabras! Si todos y cada uno de nosotros
asumiéramos, como programa de vida, el anhelo de transformación e identificación con Cristo, a ejemplo de Pablo, nuestras vidas, muestras comunidades eclesiales, nuestra sociedad,
cambiarían conforme al designio de Dios, haciendo presente su Reino en el mundo».
Y en homenaje al Apóstol San Pablo, Testigo y Servidor de Jesucristo y de su Evangelio,
dediqué la Carta Pastoral «Sólo Cristo Jesús, todo y en todos». En ella, además de agradecer
al Señor por las gracias y dones recibidos durante nuestro Año Jubilar Diocesano, invité a
fijar nuestra mirada en Jesús; en el Misterio de su Encarnación, en la Redención de su Misterio Pascual y en el Misterio de la Recapitulación, a la luz de la Palabra de Dios, del Magisterio y del Credo, con el deseo de poder reproducir los misterios de Cristo en nuestra vida, personal y eclesialmente, en cuanto nos fuera posible.
Desde junio de ese año, hasta el 29 de junio de 2009, año en el que elegimos como lema pastoral «Somos su Cuerpo: la Iglesia» (1Cor 12, 27) nos esforzamos por vivir, tal como se nos
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pedía, los objetivos del Año Jubilar Paulino: redescubrir la figura del Apóstol, releer sus
cartas; revivir los primeros tiempos de nuestra Iglesia; profundizar en sus enseñanzas, meditando su espiritualidad de fe, esperanza y caridad; revitalizar nuestra fe y nuestra función en la
Iglesia de hoy y rezar y trabajar por la unidad de todos los cristianos.
No había aún finalizado el Año Paulino, cuando el Papa nos convocó, especialmente a los
presbíteros, a celebrar el Año Sacerdotal, con ocasión del 150 aniversario de la muerte de
San Juan María Bautista Vianney, el Santo Cura de Ars. Las comunidades cristianas rezaron
mucho por los sacerdotes, por su renovación espiritual y santificación. El Santo Padre, Benedicto XVI, en su Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, en su exhortación a vivir y dar
testimonio de vida evangélica, pedía a los sacerdotes el deber de aspirar a identificar, como
Jesús, «persona y misión» para una mayor eficacia del ministerio y afirmaba: «Aunque no se
puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro,
tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad de la confluencia de la santidad
objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro» .
El año 2010 adoptamos como lema Jesucristo es el Señor para Gloria de Dios Padre (Flp 2,
11). Esta expresión tan kerigmática del himno de la Carta a los Filipenses nos recordaba la
insistencia de Aparecida acerca del anuncio del «Kerigma» en el proceso de todas las etapas
de la formación integral de los discípulos misioneros de Jesús. (cf. DA 278-279).
El lema para el año 2011 fue: Marchemos tras el Espíritu, con los ojos fijos en Jesús, inspirándonos en la Carta a los Gálatas (cf. Gál 5, 5, 25), -que tantas veces escuchamos y exhortamos en la celebración del Sacramento de la Confirmación-, y en la Carta a los Hebreos,
pues, para seguir el ejemplo de Cristo en el peregrinar de nuestra vida, debemos «fijar la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús» (Heb 12, 2).
Y para el año que aún transitamos, 2012, sintiendo la gran necesidad que tenemos de unidad
para que el mundo crea, volvimos de nuevo a la Carta a los Efesios, que exhorta con tanta
vehemencia a la unidad; y propusimos el lema: «Esforcémonos por mantener la Unidad del
Espíritu con el vínculo de la Paz» (cf Ef 4, 3).
Viene siendo ya una tradición entre nosotros, que el 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, habiéndose iniciado el nuevo Año Litúrgico, con el Tiempo de Adviento, y a punto de finalizar el calendario civil, presentemos para el
año entrante el Lema Pastoral Diocesano. Procuramos que el lema anual, inspirado en un
texto bíblico o litúrgico, nos una a todos, en la acción evangelizadora; expresado literalmente
o adaptándolo a las circunstancias, observo, con agrado, cómo es asumido por la mayoría de
las Parroquias y pequeñas comunidades.
Este año, con motivo de la Apertura del Año de la Fe, nos anticiparemos, pues, para proponer
el Lema, que nos acompañará desde este próximo mes de octubre de 2012, hasta fines de noviembre de 2013: AÑO DE LA FE. El lema será, por tanto, el título de esta misma carta: «Mira, Señor, la FE de tu Iglesia, y concédenos el Perdón, la Unidad y la Paz». Pedimos a Dios
Padre, por Jesucristo y en comunión con el Espíritu, que mire la FE de su Iglesia; la fe, que
es un don, un tesoro, un depósito, el asentimiento libre, la confianza y obediencia a la Palabra
y a las promesas de Dios, la correspondencia a su amor, el mensaje a vivir y transmitir. Con la
fe, mientras peregrinamos en este mundo, podremos experimentar, por la bondad y la misericordia infinitas de Dios, los frutos del Espíritu: la libertad, la alegría, el amor, el perdón, la
unidad y la paz.
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Con memoria agradecida, transcribimos, de manera seguida, los Lemas Pastorales Diocesanos desde el Año 1997:
1997 Sólo Tú, Señor
1998
1999
2000
2001
2002
2003
Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu (Ef 4, 4)
Dios Padre, rico en misericordia (cf. Ef 2, 4)
Gloria y alabanza a la Santísima Trinidad (Año Santo Jubilar)
Duc in altum: «Navega mar adentro» (Lc 5,4)
Ustedes son la luz del mundo (Mt 5, 14)
Hagan todo lo que Él les diga (Jn 2, 5)
2004 Denles ustedes de comer (Mt 13, 16)
2005 Quédate con nosotros, Señor (Lc 24, 29)
2006 Sirvamos al Señor con alegría (Sal 99, 1)
2007
2008
2009
2010
2011
Para Alabanza y Gloria de su Nombre (cf. Ef 1, 12)
Cristo vive en mí (Gal 2, 9)
Somos su Cuerpo: la Iglesia (1Cor 12, 27)
Jesucristo es el Señor para Gloria de Dios Padre (Flp 2, 11)
Marchemos tras el Espíritu con los ojos fijos en Jesús
(cf. Gál 5, 25; Heb. 12, 2)
2012 Esforcémonos por mantener la Unidad del Espíritu con el vínculo de la Paz ( cf. Ef 4, 3).
2013 Mira, Señor, la fe de tu Iglesia, y concédenos el Perdón, la Unidad y la Paz.
II.- ALGUNOS IMPERATIVOS DE JESÚS:
«LO QUE ÉL QUIERE QUE HAGAMOS»
La Santísima Virgen María, en las Bodas de Caná, dice a los sirvientes: «Hagan todo lo que
Él les diga» (Jn 2, 5). En aquel contexto, seguramente sería obedecer en todo, las instrucciones de Jesús, para lograr el vino para la fiesta. Pero, estas palabras imperativas de María, también pueden entenderse para que procuremos hacer siempre todo lo que Jesús, su Hijo, nos ha
enseñado y mandado. Ahora bien, si tuviéramos que escribir aquí «todo» lo que Jesús nos
enseñó y mandó, afirmaría lo mismo que dice el Evangelio de Juan: «no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían» (Jn 21, 25). Es por ello, que seleccionaremos,
en esta parte, algunos imperativos importantes de Jesús, para quienes queremos ser sus
discípulos y acrecentar nuestra fe en Él. Pues, en definitiva, esta es la voluntad de Dios Padre:
que creamos y confiemos de tal manera en su Hijo Jesús, que creyendo en él, tengamos Vida
eterna y nos resucite en el último día (cf. Jn 6, 40). Proponemos un decálogo de imperativos:
1. «Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1, 15)
2. «Escúchenme todos y entiéndanlo bien» (Mc 7, 14)
3. «Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11, 29)
4. «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6, 36)
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5. «Renuncia a ti mismo, carga con tu cruz y sígueme» (cf. Mt 16, 24)
6. «Oren, para no caer en la tentación» (Lc 22, 39)
7. «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15,12)
8. «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22, 19)
9. «Sean uno en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17, 21)
10. «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28, 19)
A la luz de este Decálogo de imperativos de Jesús, podemos formularnos, personal y comunitariamente, algunas preguntas, con el fin de profundizar nuestra fe, aumentarla y testimoniarla, para alcanzar, con la ayuda del Espíritu, la plenitud y madurez de la vida en Cristo.
1. Si la conversión es un proceso necesario, que dura toda la vida, ¿qué docilidad tengo,
y tenemos, al cambio de actitudes del corazón y comportamientos que nos proponen
el Evangelio de Jesús y la enseñanza de la Iglesia? ¿Creemos en el Evangelio de
Jesús, teniéndolo como norma absoluta para adquirir la verdad que nos hace verdaderamente libres y alcanzar así, la felicidad?
2. Jesús es nuestro único Maestro: ¿A quién escucho; a quiénes escuchamos? ¿A mí
mismo; al mundo? Sabemos y creemos que las palabras de Jesús son espíritu y vida,
que Él habla con autoridad, su palabra es transformadora y permanece para siempre.
Con razón el Padre Dios dijo: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta
mi predilección: escúchenlo» (Mt 17, 5). Además, cuando tenemos alguna duda sobre algún tema importante, ¿ Buscamos formar debidamente nuestra conciencia para
entender correctamente, y obrar con rectitud, haciendo el bien?
3. La paciencia y la humildad, «pobreza de espíritu», son bienaventuranzas de Jesús,
¿cómo las vivo y manifiesto en mi relación con Dios y los hermanos? La paciencia,
«todo lo alcanza», dice Santa Teresa, y la humildad es la madre de todas las virtudes.
María canta en su «Magnificat» que Dios «dispersó a los soberbios de corazón y
elevó a los humildes» (cf. Lc 1,51-52). ¿Progresa mi aprendizaje a semejanza del Corazón de Cristo, paciente y humilde?
4. La misericordia y la compasión son cualidades y atributos propios de nuestro Dios.
A Jesús, «Buen Samaritano», se le conmovían las entrañas ante el dolor y el sufrimiento -físico y espiritual- del hombre y de las multitudes. ¿Soy indiferente ante el
sufrimiento de los demás? ¿Cómo es mi compartir y mi solidaridad hacia el prójimo
y ante las angustias y sufrimientos del mundo?
5. La abnegación de sí mismo es condición indispensable del discípulo de Jesús, para
asemejarnos a Él, y abrazar la cruz con Él. ¿Cómo reacciono ante las dificultades y
los contratiempos? ¿Mortifico mis sentidos y gustos, para tener dominio de mí mismo; o por el contrario, me dejo seducir y arrastrar por el afán del tener, del placer y
del poder?
6. La oración es diálogo, comunión y amistad con Dios, necesaria para el alma, para alcanzar serenidad y la unidad de vida. Jesús oró y nos mandó que oráramos sin desfallecer, para no caer en la tentación. Juan Pablo II dijo en Argentina: «Dedicad, por
tanto, todos los días algún tiempo de vuestra jornada a conversar con Dios, como
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prueba sincera de que lo amáis, pues el amor siempre busca la cercanía del ser
amado. Por eso, la oración debe ir antes que todo, quien no lo entienda así., quien
no lo practique, no puede excusarse en la falta de tiempo: lo que le falta es amor»
(La Nueva Evangelización. Discurso en Viedma, 7 de abril de 1987). ¿Cuánto tiempo
dedico a la oración; con qué atención e intensidad la realizo?
7. El amor es el mandamiento más importante de los discípulos de Jesús. El centro y la
clave, la nota distintiva del cristiano. ¿Amo a Dios y al prójimo de verdad? La plenitud del amor es «dar la vida por los demás» (cf. Jn 15, 13), ¿Sirvo desinteresadamente, me entrego, estoy dispuesto a dar mi propia vida por los demás?
8. Participar plena, consciente y activamente en la Santa Misa, memorial de la Muerte y
Resurrección del Señor, es un deber para los seguidores de Jesús, que nos mandó que
conmemoremos y recordemos siempre el amor de su entrega, sacrificio eucarístico,
para el perdón de nuestros pecados. ¿Participo de la Eucaristía los domingos y fiestas
de preceptos? ¿Cómo es mi participación? ¿Es, la Santa Misa, el centro de mi vida
espiritual?¿Voy aprendiendo a ofrecerme, como Jesús, por la salvación del mundo?
9. El deseo de la unidad con Dios y con los hermanos, es, sin duda, uno de los deseos
testamentarios más deseados y queridos de Jesús para sus discípulos. Además, en la
unidad, se juega la credibilidad de la fe de la Iglesia ante el mundo. ¿Soy instrumento
de unidad en la comunidad? ¿Soy tan personalista que no cedo un ápice de mis convicciones subjetivas a favor del bien común? ¿Murmuro y me quejo de balde, sin
aportar positivamente? ¿Me molesta y desagrada el bien de los demás? ¿Soy individualista, indiferente, aislándome en mi pequeño mundo, sin buscar ni contribuir a la
unidad y a la construcción de la fraternidad?
10. Jesús Resucitado manda y envía a su Iglesia a la misión universal, «porque Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»
(1Tim 2, 4). ¿Cómo es mi disponibilidad a la Misión? ¿Animo e incentivo en mi comunidad a abrir y a ensanchar los horizontes, más allá de nuestras fronteras», hacia
toda la familia humana? ¿Cómo colaboro y coopero a la misión universal de la Iglesia? ¿Los hermanos y pueblos que aún no conocen ni siguen a Jesús, qué lugar ocupan en mi corazón, qué anhelos y aportes ofrezco y realizo en su favor?
Estos interrogantes, y otros más, que se desprenden de los «imperativos de Jesús» que encontramos en los Santos Evangelios, podemos formularnos, personal y comunitariamente, para
afianzar nuestra fe en Él y progresar en su seguimiento, como discípulos-misioneros tal como
nos pide la Iglesia en Aparecida.
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III. EL CONCILIO VATICANO II: ACONTECIMIENTO
DEL ESPÍRITU SANTO Y FUENTE INSPIRADORA
PARA LA ACCIÓN EVANGELIZADORA DE LA
IGLESIA EN EL MUNDO.
¡Quién diría lo que iba a significar para la Iglesia y para la historia de la humanidad, incluso
para mí mismo, el Concilio Vaticano II!
Recuerdo, aquel día, 11 de octubre de 1962, con once años edad. Apenas, hacía una semana
que habíamos comenzado el Curso lectivo, cuando el formador del Seminario, entró en el aula
y nos dijo a los 42 alumnos del Primer Año de Latín y Humanidades: «Recemos por el Papa,
por nuestro Obispo Juan-Pedro, y por los obispos del mundo entero, porque hoy inician, en
Roma, las sesiones del Concilio Vaticano II». Todos fervorosamente rezamos. Así, seguramente que lo hicieron millones de cristianos de la Iglesia entera, extendida por todos los confines de la tierra. Esta es la primera referencia que recuerda mi memoria acerca de este importantísimo acontecimiento eclesial. Más tarde, fui conociendo, sobre todo, en los años de estudio de la Teología, los Documentos Conciliares, emanados por los Padres Sinodales y aprobados por el Sumo Pontífice, Pastor supremo de la Iglesia.
Después, como sacerdote y obispo he consultado, leído y reflexionado, muchas veces, los
textos conciliares; he encontrado en ellos, fundamentos seguros doctrinales y, han sido y siguen siendo para mí, constante fuente de inspiración espiritual, teológica –pastoral y evangelizadora. Estoy plenamente convencido de la comprensión de:
El designio amoroso de la Santísima Trinidad y su misión sobre el mundo,
 El misterio de Cristo y de la Iglesia, Pueblo de Dios -misterio de comunión y misión-,
 La importancia de la Palabra de Dios y de la Liturgia,
 La gracia sacramental y la centralidad de la Eucaristía en la vida y misión de la Iglesia,
 La identidad y diversidad de las vocaciones y carismas en el Pueblo de Dios,
 La llamada universal a la santidad,
 El amor a María, como Madre de la Iglesia y modelo de los peregrinos en la fe,
 El reconocimiento y seguimiento de Jesús en los pobres y afligidos,
 El compromiso apostólico y misionero para responder a los desafíos más urgentes y necesarios del mundo de hoy,
La dignidad de la persona humana, su dimensión comunitaria y la libertad de conciencia,
El diálogo con el mundo, el anhelo de «instaurar la fraternidad universal» entre los
pueblos. La familia, la justicia y la paz, etc.
La importancia y el buen uso de los Medios de Comunicación Social para la difusión
del mensaje del Evangelio.
Todos estos temas, y otros tantos más, relacionados o derivados de ellos, han sido configurados, renovados y fortalecidos, con la acción del Espíritu Santo, por el Concilio Ecuménico
Vaticano II, y hoy, contenidos y expresados en sus Documentos.
¡Cuánta luz y cuánta gracia ha traído a la Iglesia y al mundo, este acontecimiento eclesial,
considerado un verdadero «nuevo pentecostés» para nuestros tiempos! Porque además, a partir del mismo, se han realizado, posteriormente, numerosos Sínodos, con sus respectivas pro-
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posiciones y exhortaciones, jalonando así la vida y la acción evangelizadora de la Iglesia, Esposa de Cristo, la «santa y siempre necesitada de conversión», hasta la venida de su Esposo.
Las cuatro Constituciones del Concilio: «La Iglesia (Lumen Gentium), a la luz de la Palabra
de Dios (Dei Verbum), celebra los misterios de Cristo (Sacrosanctum Concilium) para la salvación del mundo (Gaudium et Spes) ,felizmente formuladas así, en el Sínodo extraordinario
de 1985, son, sin duda los documentos más importantes, sin desmerecer otros preciosos textos
de los Decretos y Declaraciones conciliares. En dicho Sínodo, realizado para verificar la renovación e implementación del Concilio a los 20 años de su clausura, se sintió la necesidad y
se pidió un Catecismo de la Iglesia Católica, verdadero fruto del Concilio Vaticano II y que
el Papa Juan Pablo II pudo promulgar y publicar en 1992.
Quiero compartir con todos ustedes una Selección de Textos Conciliares, que me han marcado
profundamente y he utilizado frecuentemente, en mi predicación y escritos, y que siguen siendo aún fuente de inspiración para mi vida. Los transcribo, también, como homenaje a los Padres conciliares que, iluminados por el Espíritu, los escribieron, aprobaron, y nos los transmitieron. Por razones de espacio, sólo selecciono unos pocos; pero, lo suficientemente significativos, para que su lectura nos ayude e incentive a leer y reflexionar de nuevo a todos, para
algunos quizá por primera vez, los Documentos del Vaticano II. Convencidos de lo que
afirmó Juan Pablo II acerca de ellos: «no pierden su valor ni su esplendor» y Benedicto XVI
«Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar ser,
cada vez más, una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia» (Porta
Fidei, 5). En la selección, al final, he tenido también en cuenta los diversos estados de vida
eclesial.
De la «Lumen gentium», constitución dogmática sobre la Iglesia
La Iglesia, misterio de comunión
«La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima
con Dios y de la humanidad de todo el género humano» (LG ,1).
La Iglesia, Pueblo de Dios
«Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión
alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le
sirviera santamente» (LG 9).
Vida sacramental de los fieles
«Participando del Sacrificio Eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen
a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11).
Los medios para acrecentar la caridad y la santidad
«El primero y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas
las cosas y al prójimo por El. Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una
buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar la palabra de Dios y poner por obra su
voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramento, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la
abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rom
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3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que
la caridad para con Dios y para con el prójimo se el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo» (LG 42).
María, Madre de Cristo, a la que la Iglesia debe imitar
«La Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo,
concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por
medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel
amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión
apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).
De la «Dei Verbum», constitución dogmática sobre la Revelación
Naturaleza y plenitud de la Revelación Divina
La revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios
realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades
que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación»
(DV 2).
La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia
«La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas
hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como
toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos
para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que
constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma,
fuente límpida y perenne de vida espiritual». (DV 21)
De la «Sacrosanctum Concilium», constitución sobre la Sagrada Liturgia
Cristo en la Liturgia
«Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la
Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo
grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7).
La liturgia es la cumbre y la fuente de la vida eclesial
«La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la
fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una
vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio
de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor… Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin» (SC 10).
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Promover la educación litúrgica y la participación activa
«Al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa
participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de
beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano, y, por lo mismo, los pastores de almas
deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral por medio de una educación adecuada» (SC 14)
De la «Gaudium et spes», constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Escrutar los signos de los tiempos
«Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos
a la luz del Evangelio, de forma que acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia
responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y
comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza».
(GS 4)
«El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el
Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia
soluciones plenamente humanas» (LG 11)
Lo que cree la Iglesia para el hombre
«Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza
por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máximas vocación y que no ha sido
dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia a se halla en su Señor y Maestro.
Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre»
(LG 10).
Dimensión comunitaria de la vocación humana
«El hombre , única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 23)
Cristo, el Hombre nuevo
«El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque
Adán, el primer hombre era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor.
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.»
(GS 22)
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Cristo, alfa y omega
«El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de
convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de
la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquél a
quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de
muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio:
Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1, 10).
De «Ad gentes», decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia
La Misión de la Iglesia a ejemplo de Jesús
«La Iglesia a impulsos del Espíritu Santo, debe caminar por el mismo sendero que Cristo;
es decir, por el sendero de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación propia
hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección. Porque así caminaron en
la esperanza todos los Apóstoles, que con múltiples tribulaciones y sufrimientos completaron lo que falta a la pasión de Cristo en provecho de su Cuerpo, que es la Iglesia. Muchas
veces fue también semilla la sangre de los cristianos» (AG 5).
Deber misionero y testimonio de vida de todo el Pueblo de Dios
Todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el
mundo, fomentar en sí mismos el espíritu verdaderamente católico y consagrar sus energías a la obra de la evangelización. Sepan todos, sin embargo, que su primera y principal
obligación en pro de la difusión de la fe es vivir profundamente la vida cristiana. Pues su
fervor en el servicio de Dios y su caridad para con los demás aportarán nuevo aliento espiritual a toda la Iglesia, la cual aparecerá como estandarte levantado entre las naciones,
Luz del mundo (Mt 5, 14) y sal de la tierra (Mt 5, 13)». (AG 36).
Para completar esta selección de textos, presentamos estos otros pasajes significativos para
cada vocación, estado o aspiración de vida de los miembros del Pueblo de Dios:
Para los presbíteros
De «Presbyterorum ordinis», decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros:
«Los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de
la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado. Así,
desempeñando el oficio de buen pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral
hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción. Esta caridad pastoral fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es por ello,
centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en
reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial. Pero esto no puede lograrse si
los sacerdotes mismos no penetran, por la oración, cada vez más íntimamente en el misterio de Cristo» (PO 14)-
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Para los Diáconos permanentes
De «Lumen gentium»:
«Confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio
propio del diácono, según le fuere ordenado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura
a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios
de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado
Policarpo: «Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que
se hizo servidor de todos» (LG 29).
Para los Seminaristas
De «Optatam totius», decreto sobre la formación sacerdotal:
«Aprendan a participar con corazón dilatado en la vida de toda la Iglesia, según el aviso de
San Agustín: «En la medida en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo». Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el mando ni son los
honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular
cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu
de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las cosas
que, aún siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado» (OT 9).
Para los Religiosos y Consagrados
De «Perfectae caritatis», decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa:
«Los que profesan los consejos evangélicos busquen y amen ante todo a Dios, que nos amó
primero (cf. 1Jn 4, 10), y procuren con afán fomentar en toda ocasión la vida escondida
con Cristo en Dios (cf. Col 3, 3), donde fluye y se urge el amor al prójimo para la salvación del mundo y la edificación de la Iglesia. Esta caridad anima y rige también la práctica
misma de los consejos evangélicos….
Alimentados así en la mesa de la ley divina y del altar sagrado, amen fraternalmente a los
miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu filial a los pastores, vivan y sientan
más y más con la Iglesia y conságrense totalmente a la misión de ella» (PC 6).
Para los laicos o seglares
De «Apostolicam actuositatem», decreto sobre el apostolado de los seglares:
«La misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo,
sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico.
Los seglares, por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su propio apostolado
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tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal».
(AA 5)
«Todo lo que constituye el orden temporal: bienes de la vida y de la familia, la cultura, la
economía, las artes y las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras realidades semejantes, así como su evolución y progreso, no
son solamente medios para el fin último del hombre, sino que tienen, además, un valor
propio puesto por Dios en ellos, ya se considere en sí mismos, ya en parte de todo el orden
temporal: Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gen 1, 31).
 «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo. Toca a los
Pastores el manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del
mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las
realidades temporales.
Es preciso, sin embargo, que los seglares acepten como obligación propia el instaurar el
orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden, dirigidos por
la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; el cooperar, como conciudadanos que son de los demás, con su específica pericia y propia responsabilidad, y el buscar en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios» (AA 7).
Para los jóvenes
«Madurando la conciencia de la propia personalidad, impulsados por el ardor de vida y
por un dinamismo desbordante, asumen la propia responsabilidad y desean tomar parte en
la vida social y cultural. Este celo, si está lleno del espíritu de Cristo y se ve animado por
la obediencia y el a mor a los pastores de la Iglesia, ofrece la esperanza cierta de frutos
abundantes. Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles de los
jóvenes, ejerciendo el apostolado personal entre sus propios compañeros, habida cuenta
del medio social en que viven» (AA 12).
IV. EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA:
COMPENDIO DE NUESTRA FE E INSTRUMENTO
DE EVANGELIZACIÓN
Por lo que se refiere a la importancia del Catecismo de la Iglesia Católica, uno de los frutos
más hermosos del propio Concilio Vaticano II, baste señalar la estructura de sus cuatro partes:
La profesión de la fe bautismal (el Símbolo), la celebración de la fe (los Sacramentos), la
vida de la fe (los Mandamientos) y la oración del creyente (el Padre Nuestro). Sus numerosas
citas Bíblicas, Litúrgicas, del Magisterio de la Iglesia, especialmente del propio Concilio Vaticano II, de la vida de los Santos, su valioso índice temático, para darnos cuenta de que verdaderamente estamos ante una «exposición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y
fundamentales de la doctrina católica» (CEC 11).
No cabe la menor duda de que, además de ofrecer la certeza y seguridad de la doctrina de la fe
católica, el Catecismo nos ayuda a profundizar, proclamar, celebrar, vivir y orar la fe; a responder a interrogantes y cuestiones complejas, que el hombre y la sociedad actual se plantean,
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y a ser, a la vez, como lo han afirmado en varias oportunidades los últimos Papas, un instrumento precioso para conservar el depósito de la fe y transmitirlo a las nuevas generaciones.
Estamos, pues, invitados a leer, -personalmente, en grupo, y en comunidad-, estudiar, meditar,
consultar, proponer y difundir, tanto el Catecismo de la Iglesia Católica, como el Compendio,
síntesis fiel y segura del Catecismo, que, con gozo, nos ofreció el Papa Benedicto XVI, el 28
de junio de 2005, vísperas de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, «para
que cada cual pueda encontrar, en este tercer milenio, nuevo impulso para renovar el compromiso de evangelización y educación de la fe que debe caracterizar toda la comunidad
eclesial y a cada creyente en Cristo de cualquier edad y nación» (Benedicto XVI. Para la
aprobación y publicación del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica). Además,
últimamente ha aparecido el «YOUCAT», «Catecismo Joven de la Iglesia Católica», que por
su modalidad y presentación esta siendo muy requerido y apreciado por adolescentes y jóvenes; en su prólogo, el Papa Benedicto XVI, dirigiéndose a los jóvenes, afirma: «Sí, tenéis que
estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión»
Propongo, así como lo he hecho con los Documentos Conciliares, tres bellos e importantes
textos del Catecismo de la Iglesia Católica:
El misterio trinitario
«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana.
Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe;
es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de
las verdades de la fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la
historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se
une con ellos2 (DCG 47).» (CEC 234).
Cristo resucitó de entre los muertos
«Os anunciamos la Buena Nueva de que la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús
es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad
cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida
en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado vida.
(Liturgia bizantina. Tropario de Pascua). (CEC 638)
La cooperación del Espíritu Santo
«El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero en los «últimos tiempos», inaugurados con la
Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en
Cristo, «primogénito» y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el
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Espíritu que nos es dado: la Iglesia, comunión de los santos, la resurrección de la carne, la
vida eterna» (CEC 686).
CONCLUSION
Si han podido y tenido paciencia de leer lo que antecede, acogiéndolo con buena predisposición, seguramente que más de una sugerencia o propuesta, tanto personal como comunitaria,
les habrá venido a la mente. Yo, por mi parte, ofrezco lo que sigue, a modo de conclusión.
Dios, en su bondad y paciencia infinitas, siempre nos está ofreciendo oportunidades para que
nos convirtamos a Él y seamos verdaderamente felices, haciendo su voluntad. Así lo entiende
la carta segunda de san Pedro: «El Señor no tarda en cumplir lo que ha prometido, como algunos imaginan, sino que tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca,
sino que todos se conviertan» (2Pe 3, 9.). Así también piensa el Papa Benedicto XVI al convocar el Año de la fe, año que es «una invitación a una auténtica y renovada conversión al
Señor, único Salvador del mundo» (Porta fidei, 6).
Dos objetivos prioritarios brotan, como propuestas, a realizar en este «Año de la fe»: fortalecer la fe y transmitirla con alegría. Esta doble tarea está en total consonancia con lo que la
Iglesia nos pide en Aparecida: «ser discípulos-misioneros de Jesús para tener Vida plena en
Él». Invitación que, por otra parte, proviene del mismo Jesús, nuestro único Maestro y Señor,
que nos exhorta a ser sus verdaderos discípulos, siempre y cuando, al oír sus palabras, las
pongamos en práctica como hombre prudente que edifica su casa sobre roca (Cf. Mt 7, 24); y
a ser sus misioneros: elegidos, enviados y destinados por Él, para que vayamos y demos fruto,
y ese fruto sea duradero (Cf. Jn 15, 16).
La fe, una vez recibida y aceptada en el corazón, está llamada a crecer, a fortalecerse, a perseverar en ella hasta el final, personal y comunitariamente, para alcanzar, por la verdad en el
amor, «el estado de hombre perfecto y la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo»
(Ef 4, 13). Para este crecimiento, es condición indispensable despojarse del hombre viejo, que
se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia, para renovarse en lo más íntimo
de su espíritu, y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la
verdadera santidad» (Ef 4, 22-24).
Peligros y tentaciones para combatir la batalla de la fe, los hubo, los hay y los habrá siempre.
Pero la confianza en la presencia, el ejemplo y la acción salvadora de Jesús, crucificado y
resucitado, Dios y Hombre verdadero, vencedor del pecado y de la muerte, nos animan y garantizan nuestra victoria final. Permanente y constante es la exhortación paulina, y de las demás cartas apostólicas, a estar alerta y atentos, a no dejarnos engañar por doctrinas falsas y
extrañas y a mantenernos firmes en la fe. (cf. 1Cor 15, 58; Col 2, 7; 1Pe 5, 8-9; 2Pe 3, 17).
Anhelamos, pues, durante este Año de gracia, el deseo sincero de la conversión a Jesucristo y
a su Palabra, un mayor acercamiento a la vida y gracia sacramental, sobre todo de la Eucaristía, la práctica de la solidaridad y de la caridad concretas a los pobres y sufrientes, el retorno a
las fuentes límpidas e inspiradoras de los Documentos del Concilio Vaticano II, del Catecismo
de la Iglesia Católica y su Compendio. Queremos renovarnos, reflejando en nosotros, personalmente y como Iglesia Diocesana, el rostro de Cristo, para que resplandezca la gloria de
Dios (cf. 2Cor 3, 18; 4, 6). Así lo desearon y expresaron también los Padres conciliares en sus
mensajes al inicio y al final del Concilio. Porque de la meditación de los misterios de Cristo y
de la Iglesia debe brotar siempre un anuncio de paz y de salvación para el mundo.
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Pablo VI, en la Solemne Profesión de fe que pronunció el 30 de junio de 1968, al clausurar el
Año de la fe, por él convocado, confesaba que el reino de Dios, comenzado aquí en la tierra
por la Iglesia de Cristo, «consiste en que se conozca cada vez más profundamente las riquezas
insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los
bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente,
en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres».
A la vez que estimulaba a todos, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a
promover la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres, prestando ayuda sobre
todo a los más pobres y a los más infelices» (Pablo VI. Credo del Pueblo de Dios, 27). Esta
misma confesión en el reino de Dios, con sus anhelos y acciones, quisiéramos profesar y vivir
en este nuevo Año de la fe 2012-2013. Ayer, como hoy y siempre, la Iglesia sigue pidiendo: ¡¡
«Venga a nosotros tu Reino, Señor!!
Íntimamente unidos a la Iglesia celestial, ensalcemos y alabemos a Dios Uno y Trino, en comunión con la gloriosa siempre Virgen María, san José su Esposo, los bienaventurados Apóstoles, los mártires y todos los santos (cf. LG 50).
Como porción de la Iglesia de Dios que peregrina en Formosa, decimos:
«Mira, Señor la fe de tu Iglesia
y concédenos el Perdón, la Unidad y la Paz» Amén.
Formosa, 14 de septiembre de 2012
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
José Vicente Conejero Gallego
Obispo de Formosa