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“La Misericordia como Signo de unidad con Dios y
entre los hombres” Christoph Hegge
Sigüenza (España), 5 de Agosto 2008
1.
Introducción.
Quiero empezar con una oración de Saint Pierre de Chartreuse (Francia), que
expresa de una manera admirable la acogida comunitaria de la presencia del Señor:
“María, Madre de Dios, Tú que has comprendido el corazón de Dios en las palabras del
ángel, ayúdanos a captar la profundidad del hermano que nos habla, para que ambos - él
y nosotros - podamos abrirnos a Jesús que viene a nuestro encuentro.”
“La Misericordia como signo de unidad con Dios y entre los hombres” es el
título de esta charla. Vamos a ahondar de qué forma los “Servidores del Evangelio de la
misericordia de Dios”, personal y comunitariamente, pueden vivir la misericordia como
signo de la unidad con Dios y entre los hombres. Os quiero invitar a introducirnos en la
perspectiva de Dios, es decir, a mirar nuestra vida personal y comunitaria “con sus
ojos”, tal y como Él nos concibe. Sólo cuando se hace realidad en nosotros la
misericordia de Dios, y cuando nuestro corazón rebosa de alegría por esta misericordia
suya, sólo entonces podemos comprender que nuestra comunidad de Servidores es signo
de la unidad con Dios y entre los hombres.
Porque ésta es vuestra vocación: que vuestras comunidades sean una respuesta
agradecida y feliz a la misericordia de Dios, que su misericordia se refleje en vosotros
como en un espejo para que, a través de vuestra vida y testimonio común, ésta se irradie
e incida en el mundo.
Ahora nos vamos a sumergir en vuestra vocación preciosa de Servidores del
Evangelio de la misericordia. Dejemos atrás todo lo que nos molesta interiormente,
porque en Dios quiere realizar una actuación sagrada. Nos quiere alcanzarnos a través
de su Espíritu, para llenar nuestro corazón con su presencia y con su misericordia.
2.
La Revelación del amor trinitario de Dios como
regalo de la misericordia
Dios, nuestro Padre, ansía llegar a la vida del hombre. Este anhelo tiene su
fundamento en el amor desbordante de su vida trinitaria, que llamamos Espíritu Santo y
consiste en su misericordia y amor, que le urgen a salir a nuestro encuentro. Pero no lo
quiere hacer “desde arriba”, sino de forma humana. El amor y la misericordia inmensa
de Dios encuentran a acogida en María. El ángel le dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre
Ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el niño que va a nacer será
santo e Hijo de Dios.” ( Lc 1,35) Y María hace suyo este gran deseo de Dios
respondiendo: “He aquí la esclava del Señor, hágase según lo que tú dices” (Lc 1,37).
El anhelo de Dios, que no es sino su amor y misericordia desbordantes, se vuelca en la
encarnación de Jesucristo. “ Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
visto su gloria, la gloria del Hijo único del Padre, lleno de gracia y verdad.” (Jn 1,14)
Dios sale a nuestro encuentro haciéndose uno de nosotros, bajo nuestras mismas
condiciones humanas y viviendo “entre nosotros”.
En el himno de la carta a los Filipenses (2,6-11) se formula la inmensidad de
este anhelo del Padre por los hombres, en su total seriedad y hasta sus últimas
consecuencias : “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual
a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; se humilló a sí
mismo, se hizo obediente y obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.” El deseo
del Padre por los hombres, y su deseo por nosotros es tan grande, que en la Palabra que
Él nos dirije, es decir, en la “Palabra que se hace carne” pierde de alguna manera su ser
Dios. Él ni siquiera llegó a retener su ser como Dios, sino que se despojó de su
divinidad. Se hizo como un esclavo, para hacerse semejante a nosotros, los hombres. En
el prefacio de la plegaria eucarística IV esto se expresa de la siguiente manera: “Él vivió
como nosotros, en todo igual que los hombres, excepto en el pecado…”
Y esto va más lejos, pues El Padre se nos acerca todavía más en su “Palabra”:
Jesucristo. Él busca la unión en los abismos más profundos del hombre. Para ello, Jesús
se humilla hasta la muerte de cruz.
Con ello se llega a un encuentro, sí, a una compenetración entre Dios y cada hombre en
el secreto y delicado ámbito de nuestro ser humano. Se da en aquello que no queremos
que nadie vea, en lo que solemos reprimir o superar con nuestras propias fuerzas: en
nuestros lados oscuros, nuestras debilidades, nuestros fallos y pecados.
Sí, nuestros pecados y nuestra debilidad se convierten en el “lugar” del anhelo
misericordioso de Dios de hacerse uno con nosotros. Así, el pecado se convierte en
lugar del encuentro con Dios. Por eso dice San Pablo: “Cristo se hizo pecado por
nosotros” (2 Co5, 21). Esto significa, que ha penetrado nuestro pecado. El “Hijo del
Altísimo” no ha venido desde arriba, sino desde abajo y desde dentro, esclavizado,
“como un esclavo” (cf. Fil 2,7) para amarnos justo allí, donde nuestra debilidad es más
grande y nuestro pecado nos empuja cada vez más a aislarnos.
El desafío consiste en no esquivar el encuentro con
el amor infinito y la misericordia de Dios en los
sufrimientos cotidianos. Esto es lo que expresa la escultura
del “mendigo” de Ernst Barlach, que desde el año pasado
se halla en la catedral de Müenster. Cuando los celebrantes
entran o salen de la catedral, se encuentran necesariamente
con la estatua de dos metros diecisiete de altura. Cuanto
más de cerca vemos la cara del mendigo, más nos
impresiona su figura frágil y erguida a la vez, miserable y
al mismo tiempo, lleno de esperanza en la misericordia.
El artista había encontrado a muchos mendigos en
un viaje a Rusia en 1906. En ellos fue descubriendo algo
fundamental de nuestra existencia humana: el
enfrentamiento del hombre con la oscuridad y los abismos
de la vida. Pero vio también en ellos a hombres que,
acosados por muchas necesidades cotidianas, buscan
apasionadamente la salvación, y aunque no siempre la
encuentren, se mantienen en búsqueda. Barlach parece
identificar en ellos periodos de su propia búsqueda y de su
lucha por la paz y la misericordia, experiencias de curación
y de empezar una nueva vida.
La escultura nos presenta como en un espejo a los cristianos; Por eso, nos
podemos reconocer en ella. Es el estado de nuestra vida forjado en bronce. “El
Mendigo“ somos cada uno de nosotros: reducidos a la mera existencia, frágiles,
vulnerables, con muletas, pero al mismo tiempo, erguidos. Representa al hombre al final
de sus posibilidades, solo, destinado a morir y oprimido por un mundo, en el que cada
uno vive para sí mismo que, sin embargo, lanza una mirada anhelante al Cielo. El
anhelo de todo corazón es el de ser mirado por alguien, y sentirse abrazado y querido.
Por eso, “El Mendigo” somos nosotros, es todo hombre que con la boca abierta, lanza
una pregunta: “¿Dónde hay salvación, dónde reconciliación? ¿Qué será nuestro futuro?”
La respuesta cristiana a las preguntas abiertas del mendigo que hay dentro de
nosotros se encuentra en la encarnación y la obra de salvación del Hijo de Dios.
También otras religiones contienen en sí la cercanía y la venida de Dios. Sin embargo,
hay algo inaudito y particular en el cristianismo: es precisamente la manera de Dios de
venir al mundo, de salirnos al encuentro y redimirnos. En este punto, la fe cristiana va
mucho más lejos que las otras religiones. El Mesías viene de manera desapercibida:
como uno de nosotros, desnudo en un pesebre, arrojado al bien y al mal del drama
humano. El Mesías Jesucristo se pone a nuestro lado, como un “mendigo entre
mendigos“. Viene hecho niño en el pesebre porque quiere estar necesitado del amor de
las personas que le rodean. Y toda su vida, su mensaje, sus milagros, su sufrimiento, y
finalmente, su muerte configuran el testimonio del Hijo de Dios mendigando nuestro
amor, nuestra misericordia, nuestra disposición por la paz y la reconciliación.
Por lo cual “El mendigo” es la imagen de Dios hecho hombre en Jesucristo. Es
la imagen de Dios, compartiendo nuestra suerte, nuestros anhelos y búsquedas, en
medio de las angustias y oscuridades de la vida. Jesucristo es, al mismo tiempo, Hijo de
Dios y “mendigo” humano. ¿No es ésta la prueba más bella del amor de Dios por el
hombre?. Porque en Jesucristo, Dios se toma en serio al hombre con su libertad y se da
a conocer justamente ahí donde se decide nuestro bien y nuestro mal, la plenitud o el
absurdo de nuestra existencia, la vida o la muerte. Dios viene a responder a la cuestión
de si nuestra existencia es, realmente y hasta el final, asumida, abrazada, y más allá de
toda muerte amada, reconciliada y cobijada en la eternidad de Dios.
Recuerdo a un muchacho que participaba de una peregrinación con jóvenes a
Tierra Santa hace unos años. Tenía dieciséis años y su hermano, de veinte años, había
perdido la vida en un accidente de coche poco tiempo atrás. Estuve con este chico en el
lugar donde se supone que se encuentra la tumba de Jesús. Él me preguntó: “¿Y Jesús
realmente estuvo sepultado aquí?“ Le dije: “Si, en esta tumba pusieron a Jesús, después
de morir en la cruz.” Pero él me preguntó de nuevo: “¿Realmente estuvo Jesús en esta
tumba?” Y le dije: “Hace un momento viste el lugar donde Jesús fue crucificado,
después lo pusieron aquí o en otra de estas tumbas. Aquí estuvo tres días hasta la
resurrección”. El joven me miró sonriendo y dijo bajito entre lágrimas: “Entonces, mi
hermano no estuvo solo, cuando lo sepultaron. Jesús estuvo con él y le condujo de la
muerte a la vida“.
La conclusión de este joven nos debe tocar y conmover profundamente, pues nos
demuestra hasta qué punto y cómo Dios hoy nos quiere salir al encuentro en el hombre
y mendigo Jesucristo. En Él, Dios se pone a nuestro lado de manera inaudita. Es más: se
pone en medio de nuestras pobrezas y enfermedades personales, de nuestras soledades,
de nuestro extravío e indigencia. Y como culmen, se presenta en medio de la angustia
de la muerte. De la experiencia de la pasión y muerte del Hijo de Dios, el apóstol San
Pablo dirá: “Sabéis lo que Jesucristo, nuestro Señor, hizo por amor: Él, que fue rico, se
hizo pobre a causa de vosotros, para enriqueceros con su pobreza”. (2 Co 8, 9)
La misericordia significa que Dios nos dé su corazón y se haga presente en
medio de nosotros en condiciones humanas, como mendigo. Jesús, mendigo, a nuestro
lado, ¿acaso no nos da algo suyo?: Lo da todo y se dona a sí mismo, nos da el centro de
su vida por excelencia, que es su propio corazón. Con su muerte nos ofrece su
resurrección y su vida. Por eso, es preciso hablar de la misericordia inmensa que Dios
que nos ha tenido en Jesucristo y que está teniendo en continuidad con nosotros, con
todos los hombres. El corazón de Dios late por los hombres que anhelan misericordia.
De esto se trata, de dejarme tocar hasta el fondo del alma por el amor de Cristo y
reconciliar por Él en la Eucaristía, en el sacramento de la reconciliación y en el
encuentro con las personas que nos demuestran su amor. El mundo y los hombres nos
reconocerán como auténticos cristianos, si reconocen en nuestra gratitud y amor, nuestra
compasión y alegría compartida, la mano amante, la mirada de amor, hasta las mismas
entrañas de Jesús, su misericordia entrañable. Pues esto significa nuestro ser cristiano:
Jesucristo me marcó con su ser, su sangre corre por mis venas; le pertenezco y Él vive
en mí. Por eso, la llamada de Cristo Resucitado de la mañana de Pascua se convierte en
nuestro credo: “He resucitado y voy a estar siempre contigo“. Los servidores del
evangelio de la misericordia están llamados a irradiar esta certeza de la fe y de
testimoniarla con sus vidas.
3.
“Ser Uno en Cristo”
misericordia y el amor de Dios
como
espejo
de
la
La italiana Chiara Lubich, fundadora del Movimiento internacional de los
Focolares, explica la revelación del amor trinitario de Dios en Cristo, a través de una
comparación curiosa. Dice: “Cuando un emigrante se va a un país lejano, trata de
adaptarse lo más posible a su entorno. Pero también trae sus propios hábitos de vida.
P.e. sigue hablando su propio idioma, se viste según su moda o construye una casa
según el estilo habitual de su patria. Algo parecido pasó el hacerse hombre la Palabra
de Dios, Jesucristo. Se adaptó a la manera de vivir del mundo, se hizo niño, hijo y
finalmente un hombre y obrero. Pero también trajo la forma de vivir de su patria
celestial a la tierra. Y quiso que los hombres y las cosas se juntasen según un nuevo
orden, correspondiendo a la ley del cielo, que dice: amor mutuo, como lo vive la
Trinidad”. Para confirmar esto, Jesús dijo que hay un mandamiento especialmente
valioso para Él y lo llamó “su mandamiento nuevo": “Os doy un mandamiento nuevo:
Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así os habréis de amar los unos a los
otros.” (Jn 13, 34). Los cristianos que primero conocieron a Jesús, comprendieron muy
bien su doctrina, de manera que los hombres paganos que les observaban, decían de
ellos: “Mirad cómo se aman y están dispuestos a dar la vida el uno por el otro”. Jesús
mismo les había dado la medida del amor mutuo diciendo: “amaos, como yo os he
amado” (Jn 15, 12). Y ¿cómo nos ha amado? Nos amó dando la vida por nosotros. Así
también nosotros, si queremos seguirle, hemos de estar dispuestos a dar la vida por los
hermanos.
En Cristo se realiza el “anhelo” del Padre de unidad con los hombres y esta
unidad en Cristo es amor. Como Jesús dice: “Como el Padre me ha amado, así os he
amado a vosotros” (Jn 15, 9). El amor entre el Padre y el Hijo es el mismo que entre el
Hijo y nosotros; es idéntico, sin perder su vigor. Este amor se manifiesta en el encuentro
con nosotros, allí donde mejor lo podemos comprender: como hombre, en gestos
humanos, en nuestra vulnerabilidad, en lo nuclear de la vida: en el ámbito del amor. Al
contemplar el amor y la misericordia de Dios hacia nosotros, comprendemos que
nuestra misión cristiana no se trata, en primer plano, de lo que hacemos, sino del amor
que somos. Se trata de dejar arder el amor de Jesús en el corazón, de irradiarlo y de
crear un ambiente que manifiesta la presencia de Jesús, mediante nuestra forma de estar
con los demás, la comprensión que brindamos, etc. La vida cristiana consiste en
cimentar mi pensar y actuar en el amor de Dios y del prójimo. Al comienzo de la regla
de una comunidad encontré la siguiente frase: “El amor mutuo que posibilita que Jesús
mismo esté presente entre nosotros, es para los miembros de la comunidad el cimiento
de su vida en todos sus aspectos: es la norma de las normas y condición de toda otra
regla” (cf. Statuti Generali dell’Opera de Maria, 5).
Creo encontrar aquí la clave de nuestra misión de cristianos, si la queremos
llevar a cabo según el pensar de Jesús: comprender y vivir concretamente el amor de
Dios y del prójimo como la norma de las normas y condición de todo lo demás. Dice la
primera carta de Juan: (1 Jn 4, 7-9,11-12,19,21b): “Queridos hermanos, amémonos;
pues el amor es de Dios, y todo el que ama, es de Dios y conoce a Dios. Quien no ama,
no ha conocido a Dios; pues Dios es el Amor. El Amor de Dios se nos reveló al enviar
Dios a su Hijo Único al mundo, para que vivamos por Él.(...) queridos hermanaos, si
Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos los unos a los
otros. Nadie ha visto a Dios; cuando nos amamos, Dios permanece en nosotros y su
amor llega en nosotros a su plenitud. (...) Queremos amar, porque Él nos ha amado
primero.(...) Quien ama a Dios, que ame también a su hermano.”
Nos quedáramos, pues, a mitad de camino y recortar el evento de la unidad con y en
Cristo, o acaso impedir, si no pensáramos al mismo tiempo en la unidad con los
hermanos. Juan lo dice en su carta: “Si nos amamos, Dios permanece en nosotros y su
amor llega en nosotros a la plenitud”(v. 12). Solamente al amarnos mutuamente, somos
juntos imagen y lugar de la presencia del Dios trinitario. Pablo lo expresa así : “Todos
vosotros sois “uno” en Cristo Jesús” (Ga 3,28b). Nos recuerda las imágenes del único
cuerpo y los muchos miembros (cf. 1 Co 12,12-31), de la viña y los sarmientos (cf. Jn
15, 1-8).
“Ser uno en Cristo” se malentiende muchas veces como algo místico elevado, como un
hecho ontológico-espiritual que no corresponde a la realidad de nuestra vida. O bien la
verdadera “unidad en Cristo” se proyecta al más allá como algo meramente
escatológico. Esto viene de intentar comprender la unidad en Cristo poniendo más el
énfasis en las diferencias y la variedad dentro de los cristianos. También en la Iglesia a
veces nos enredamos en las múltiples necesidades individuales y fracasamos a causa de
los límites e intereses propios y de los demás. Se afirma la unidad en Cristo, pero en la
vida concreta se reduce al denominador común más pequeño. Esta forma de partir de las
diferencias y la variedad de los cristianos para llegar a la unidad en Cristo, no
corresponde a la comprensión del mismo Jesús ni a la de los autores del Nuevo
Testamento.
En la persona y el testimonio de Jesucristo la unidad con el Padre en el Espíritu
Santo y la unidad de los hombres con Él y en El, tiene prioridad frente a la variedad y a
las diferencias. El centro de la vida de Jesús es – como se ve en los escritos de San Juan
– la unidad con el Padre, el “ser en” del Padre en el Hijo, y del Hijo en el Padre, que los
teólogos tradujeron con la palabra griega “perijóresis” (en traducción libre:
“compenetración mutua” o “mutua inhabitación”). Y aquello que Jesús comparte de sí
mismo no es otra cosa que lo que Él es: su relación de unidad con el Padre en el
Espíritu, esto es, por decirlo así, su “cultura vital” divina.
Originalmente ’perijóresis’ significaba un baile: uno rodea bailando al otro, el otro
rodea a uno... De hecho es lo que conlleva vivir en aquella dinámica del amor, que Jesús
regala y enseña: El otro llega a ser el eje de mi vida, y yo el eje de su vida. Dios es el eje
de mi vida, yo soy el eje de su vida. Todo se desarrolla en este “juego” de ejes.
Podemos decir con los grandes teólogos griegos de los primeros siglos que la
“perijóresis” de las personas divinas se revela y transmite en la “perijóresis” de lo
divino y lo humano en Jesucristo. Y debemos añadir que esta realidad se da justamente
en nuestra mutua “perijóresis”. Hasta desplegar en la Iglesia este amor de “bailar
rodeando al otro”, esto es ponernos al servicio de sus dones y apoyándole en su llamada,
hemos de hacer un buen “curso de baile” todavía.
“Perijóresis” es un termino apto para describir el “ser para” y “ser en” la Comunión de
Dios, es decir, el “cómo” de la relación vital entre los cristianos. Consiste en ofrecer mi
propio espacio vital a los otros, dar vida y recibirla de los demás. Las formulas de Juan
de “tu en mí”, “yo en tí”, “vosotros en mí”, “yo en vosotros”, “nosotros, el uno en el
otro” no son ni mucho menos solo un juego de palabras, sino la descripción cuidadosa
de la unidad que se comprende y se vive en la fe. La unidad como mutua
compenetración y compenetración del conjunto con cada parte y de cada parte con el
conjunto. Esto se refiere al ritmo “perijorético” vital de la aceptación y entrega mutuas
que ha de impregnar a la Iglesia entera, pues en realidad esta ha nacido de la comunión
trinitaria y solo ahí encuentra la Vida.
Así Jesucristo trae su cultura, la cultura de la vida trinitaria, a la tierra y la
expande literalmente como una cultura de Vida nueva. Nos la enseña como hombre, con
gestos y signos, no en abstracto, de manera especulativa, sino para poder palparla. Jesús
nos anuncia y enseña cómo se vive la vida trinitaria en condiciones humanas, históricas.
Él traduce la única medida del amor, que es su unidad con el Padre en el Espíritu, en
actos de unidad, de compasión, de “sentir-con”, y hasta podemos decir, también de
morir-con los hombres. Son gestos de “ser-para” y de “ser en el otro”. Jesús se une a
nosotros desde su experiencia divina de amor. Va traduciendo a nuestras condiciones
humanas lo que es la vida del amor divino entre el Padre y el Hijo, pues, ese misterio de
su unidad, significa aquí en la tierra una vida “desde el otro”, o sea, una “cultura de la
unidad”.
“Vosotros todos sois ‘uno’ en Cristo” (Gal 3,28 b) – esto se convierte en la condición,
no solamente la meta de nuestro vivir y orar en el seguimiento de Cristo. Es la
condición para encontrarse con el Padre así como el mismo Jesús. Por eso Jesús ora en
el capítulo 17 del evangelio de San Juan: “Por ellos te pido: (...) Todo lo mío es tuyo y
lo tuyo es mío; en ellos estoy glorificado. ... Padre Santo, consérvalos en tu nombre, a
quien me has dado, para que ellos sean uno como nosotros.” (Jn 17,9-11). La unidad
entre nosotros viene a ser presupuesto de la unidad experimentada con el Padre. Una
legítima variedad existe solamente dentro de la unidad vivida con el prójimo. Entre los
cristianos debería reinar el principio de “Mejor llevar acabo lo menos perfecto en
unidad que lo más perfecto en división.” Nosotros, no solamente tú o yo, sino nosotros
somos el espacio vital, la célula viva, donde el amor entregado de Cristo, el anhelo del
Padre de amarnos se manifiesta con gloria y se hace asequible y palpable para los
demás. Entonces comprendemos que es la herencia más íntima de Jesús al orar: “Que
todos sean uno: Como Tú, Padre en mí y yo en tí, que ellos así sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tu me has enviado (...) Les he dado a conocer tu nombre,
Padre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté
en ellos y yo esté en ellos.” El mundo creerá al ver presente no solamente en mí sino
entre nosotros aquella unidad del amor con que el Padre del cielo ama al Hijo y Cristo
ama al Padre.
4. Misericordia recíproca, signo profético-carismático
de una nueva cultura y reflejo de la comunión trinitaria
de Dios
Se puede entender una comunidad de vida espiritual en la Iglesia y en la
sociedad como signo profético. Se refiere (no tanto a las visiones de los grandes
profetas sino) a la actitud profética, con la que como comunidad percibís la Iglesia y el
mundo; y el significado que le dais desde Dios, con vuestra vida y vuestro testimonio.
Los profetas son llamados por Dios, de quien reciben una visión o un carisma ; y éste no
se lo han inventado o programado ellos mismos. Por eso, como comunidad espiritual
llamada por Dios, os habréis de comprender como personas espirituales que antes que
toda programación de la vida - propia o de la comunidad - lo reciben todo de Dios.
Vuestro centro es la escucha de la Palabra de Dios y la convivencia de la comunión con
Dios y los hermanos en la celebración de los sacramentos, sobre todo el de la Eucaristía.
Por mucho que los consejos evangélicos, la regla y la vida comunitaria vayan
determinando vuestra forma de vivir, habréis de recibirla una y otra vez de nuevo,
hacerla vuestra y realizarla.
El Papa Juan Pablo II expone en la carta apostólica “En el Umbral del Nuevo
milenio”, n. 43 el cómo una comunidad necesita apropiarse siempre de nuevo de la
comunión con Dios y entre los hombres según el espíritu de cada carisma. Propone
como clave para renovar la comunión de la Iglesia un proceso a la vez espiritual y
existencial. De este proceso se desprende como segundo paso la práctica de la
comunión. Escribe el Papa: “En hacer de la Iglesia la casa y escuela de la comunión
consiste el gran desafío a afrontar al principio de este nuevo milenio, si queremos ser
fieles al plan de Dios y a las expectativas del mundo. ¿Qué significa esto en lo
concreto? Podríamos en seguida pasar a lo práctico, pero estaría mal seguir este
impulso. Antes de planear iniciativas concretas hay que promover una espiritualidad de
la comunión, proponiéndola como principio educativo donde sea que se formen a la
persona y al cristiano, donde se formen presbíteros y consagrados, agentes de pastoral y
donde se construyan las familias y las comunidades parroquiales.”
En el recorrido del texto se ve, como la renovación de la comunión es
primeramente un regalo carismático, no un producto de vuestra planificación (de la
estructura de vuestra comunidad). Es más: un evento de actuación del Espíritu
(pneumático y carismático). Con vuestro carisma sois un lugar privilegiado para hacer
palpable y vivencial la comunión de Dios y los hombres en la Iglesia y el mundo que
describe el Papa. Podéis llegar a ser “pioneros” de una Iglesia renovada según Juan
Pablo II: “Una espiritualidad de la comunión significa ante todo, mirar con los ojos del
corazón al misterio de la Trinidad, que nos habita, y cuyo reflejo hemos de percibir
también en el rostro de los hermanos a nuestro lado. Una espiritualidad de la comunión
se refiere a la capacidad de reconocer al hermano y a la hermana en la profunda unidad
del cuerpo místico, es decir, como alguien que me pertenece, y me pertenece para que
comparta sus gozos y sus sufrimientos, para que intuya sus deseos, me ocupe de sus
necesidades y le ofrezca una profunda y auténtica amistad. Una espiritualidad de la
comunión significa también la capacidad de ver sobre todo lo positivo en el otro,
recibirlo y valorarlo como un don de Dios: no solamente para el otro, que lo recibió,
sino también para mí. Una espiritualidad de la comunión significa finalmente, darle
espacio al otro, ‘llevando el uno la carga del otro’ (Ga 6,2) y resistiéndose a las
tentaciones egoístas que nos amenazan continuamente produciendo rivalidad, ganas de
hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos entreguemos a falsas ilusiones: Sin este
camino espiritual los medios exteriores de crear comunidad darían poco resultado. Se
convertirían en aparatos sin alma, más bien máscaras de la comunidad que medios de
expresarla y hacerla crecer.”
5.
Aspectos concretos de la vivencia de la unidad
como misericordia recíproca.
Solamente voy a tocar unos puntos de lo que sería una cultura de la unidad trinitaria y
comunitaria, que se desprende de la dinámica de la misericordia y amor mutuos.
5. 1
La misericordia como una cultura de vida
¿Cómo puede uno hacer de la misericordia una forma o una cultura de la vida?
Existe una actitud profunda de nuestra alma, que es la base de la cultura de la
misericordia. Se trata de dejar vivir al amor verdadero en el corazón, el amor que fue
derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo en el Bautismo. Hay tres
signos que marcan este tipo de amor y misericordia.
a) La carrera de la misericordia en el amor
Nuestra misericordia es verdaderamente amor, si se orienta de forma espontánea
hacia todos los hombres intentando que la misericordia tome el primer puesto en nuestra
vida. Esto significa que siempre hemos de ser los primeros que ejercitemos el amor y la
misericordia, sin esperar ser amados, como Jesús también lo hizo. El nos amó tanto que
murió por nosotros justo en un momento, cuando nosotros no le habíamos expresado
nuestro amor. Entonces deberíamos morir a nosotros mismos para poder dar a nuestro
prójimo todo nuestro amor y nuestra misericordia.
Yo me acuerdo de un hermano mío, con quien viví en una comunidad con otros seis
sacerdotes. Después de cuatro semanas de convivencia yo no estaba muy bien porque
tenía miedo de dar realmente todo de mí mismo, perder todo por amor a los hermanos.
Este hermano me saludó, me cogió del brazo y me dijo bajito “Christoph, tú no tienes
que morir, sino que tienes que haber muerto a ti mismo.” Supongo que es esto lo que
hemos de aprender, si realmente queremos ser uno en el amor de misericordia de Jesús.
Tenemos que haber muerto a nosotros mismos, como dice San Pablo: “Yo he muerto a
la ley, para vivir para Dios. Con Cristo he sido crucificado, para que ya no viva yo, sino
que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en este mundo, la vivo en la
fe de Hijo de Dios, que me amó y se entregó a si mismo por mí.” (Ga 2, 19-20)
Entonces en la carrera del amor y la misericordia puedo ser el primero, puedo amar
primero, porque me hago consciente de la sobreabundancia del amor y misericordia de
Cristo, que me amó primero. Puedo amar “primero”, porque en Cristo realmente soy
libre, soy hija o hijo de Dios a quien no le falta nada.
La experiencia de la libertad de los hijos de Dios se hace cada vez más honda cuanto
más vamos en serio con la unión con Cristo y con la unidad en Cristo. Klaus Hemmerle
(carta pastoral, Aquisgran 1994, p.109) describe en una poesía el acontecimiento
pascual como un “aquí y ahora” en nosotros y entre nosotros:
“Libre es el hombre,
que ha dejado su muerte detrás de sí y delante de sí tiene su vida,
que no tiene que olvidar, porque fue perdonado y ha perdonado,
que no tiene que huir, porque sabe que puede atravesar puertas cerradas y superar
abismos,
que no tiene que tener miedo,
porque sabe que siempre está en camino hacia Alguien y está en camino con Alguien
que le ama sin límites.
Libre es el hombre que está abierto porque lleva a todos los hombres en su corazón.
Libre es el hombre que vive más allá de su herida porque es el hombre pascual.”
b) Misericordia, que nos hace uno con el prójimo
Misericordia y amor no pueden ser meras palabras. Ejercitar el amor y la
misericordia es compartir las alegrías y los sufrimientos. “Hacerse uno con todos” es
muy concreto: es pensar en el amor y la misericordia de Jesús hacia nosotros, hacia
nuestros prójimos, hacia nuestros familiares, hacia nuestros amigos, nuestros profesores,
nuestros compañeros de trabajo y a los que encontramos cada día. Se trata de incluirles
en nuestro amor a Dios. Si le doy espacio al otro en mi interior, el otro percibe:
Alguien me habló y no pasó de largo.
Alguien no me dejó sólo y no temió el riesgo.
Alguien me escuchó y no miró al reloj.
Alguien me acogió y no me dejó desamparado.
Alguien me miró y descubrí “Es el Señor”.
(Según Martin Gutl)
Quien se quiere hacer uno con el prójimo por amor y misericordia, va a
descubrir en lo profundo de su propio corazón a Jesús. Su corazón va a estar lleno de
alegría y agradecimiento al final del día. Porque Jesús refiere todo hacía si mismo: Lo
que hacemos de bien al prójimo “me lo habéis hecho a mi”, nos lo dirá algún día.
Esta actitud de “hacerse uno” por misericordia y amor puede ser toda la riqueza
de nuestra vida. Yo recuerdo a un compañero de estudios, que siempre sabía hacer todo
mejor que yo. Era más inteligente, más deportista, más hábil, con más talento musical.
Muchos de los compañeros le valoraban mucho. Un día el vino hacia mí y me dijo: “Me
alegro mucho de que seamos amigos y hermanos. Tú ya sabes que puedes hacer algunas
cosas mejor que yo. Pero no te tengo envidia porque queremos vivir juntos la unidad en
el amor. Entonces esto significa para mí, que lo que yo no puedo, lo puedo en ti y a
través de ti” En este momento descubrí que la riqueza de mi hermano era también mi
riqueza. Sí, realmente tenemos todo en común porque somos uno en Cristo.
c) Misericordia: Vivir con dos corazones
Si empezamos a vivir y amar así, nuestras relaciones y nuestro mundo se
convierten en un pozo sin fondo de la misericordia divina. Porque entonces vivimos con
“dos corazones”.
Vosotros vivís del corazón de Jesús, de su misericordia. Su corazón late en vuestro
corazón, su sangre llena de misericordia y de entrega, corre por vuestras venas. Por eso
tenéis de alguna manera un “segundo corazón”. Este corazón late por el otro. El
segundo corazón late primero por los hermanos en vuestra comunidad. Porque
misericordia significa que tenéis un corazón para vuestros hermanos. Sería algo
precioso que cuando encontréis a un hermano o una hermana, penséis en vuestro
interior lo que dice una expresión alemana: “Querida hermana, querido hermano, yo
tengo un corazón para ti.” Y antes de hablarle pensad “Yo tengo un corazón para ti.”.
Ante cualquier actividad poder salir al encuentro de los hermanos pensando: “Tengo un
corazón para ti”.
Incluso cuando la vida se hace difícil o cuando no he dormido bien o me siento
un poco enfermo, poder pensar: “tengo un corazón para ti”
Hoy no me es fácil trabajar, todo parece que sale mal, pero sí, “tengo un corazón para
ti”
“Tú me robas mis últimos nervios”, es decir, el otro me hace subirme por las paredes,
pero “tengo un corazón para ti”.
Una cosa es segura: con el “doble corazón” de la misericordia tenéis la llave en
las manos para hacer de vuestras vidas una alabanza de la misericordia de Dios con
Cristo. Y cada mujer y cada hombre van a sentir que los servidores del Evangelio de la
misericordia de Dios viven en dos fuegos, en el fuego de la misericordia de Dios y en el
fuego de la misericordia entre ellos y con los hombres.
Esta actitud de vida – y sólo ésta- es la que concierne profundamente a vuestra
vocación a la cual estáis llamados como cristianos y como servidores del Evangelio.
Se tiene que expresar vuestro amor fraterno con Jesús y entre los hombres en la mutua
misericordia, para que seáis testigos del fuego del amor trinitario en la Iglesia y en el
mundo; que todo se transforme en Él, hasta que todos seáis uno.