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Aprendiendo democracia con Pericles
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
Cuando por una razón u otra, y sin saber muy bien por qué, uno descubre su
mente alejada de las rutinas de su vida, no tiene por qué pensar que su ánimo ha
vuelto a abdicar de su voluntad y que lo encontrará una vez más cortando rosas en
el jardín de la melancolía. Desde que aprendimos a conservarlo sonsacándole su
significado a sus huellas, ningún pasado termina de perderse del todo en el olvido,
y si bien la materia en la que logró darse forma presente se haya difuminado en el
tiempo, espiritualmente al menos lo hemos preservado con nuestro conocimiento, e
incluso llegado a recrear reactivando en parte sus creencias, ideas o ideales en
nuestras visiones del mundo. Es así como vive sui generis en un eterno presente
generacional con nosotros, y como sobrevivirá en el futuro -si hay futuro- tan
proteicamente como lo hizo hasta ahora, modelando mediante algunas de sus
manifestaciones, y con mayor o menor intensidad, determinados sueños venideros
como ahora modela los nuestros. En el caso concreto de la democracia, su prosaico
presente la lleva a soñar despierta su sueño futuro, de manera reiterada y tantas
veces mortificante consigo misma, con su ideal pasado.
Y Pericles, con su discurso fúnebre pronunciado al final del primer
año de la Guerra del Peloponeso entre atenienses y espartanos, y sus aliados
respectivos, es un regio valedor de dicho ideal.
Les confieso sentir una emoción especial cada vez que observo al
orador dirigirse hacia la elevada tribuna desde donde pronunciará su discurso,
cuando le veo dubitativo acerca de la utilidad del mismo porque se sabe juzgado y
no sólo oído; es decir: se sabe ante una opinión pública, no ante una masa inerte
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ante la que cuanto diga vale. Y la sabe compuesta por propios y extraños, pues ha
asumido que si bien quienes estamos allí no somos todos atenienses nativos, a
muchos nos importa Atenas tanto como al más preclaro de sus hijos; es decir: sabe
que, aunque extranjeros, gracias a la luz irradiada por su ciudad podemos hoy
entenderle y mañana juzgarle, por lo que hemos dejado de ser bárbaros en ese
preciso instante, o lo que es igual: que formamos todos parte de una única
Humanidad.
De pronto, el orador se dirige a su auditorio, y para elogiar la valentía
y demás virtudes de los caídos empieza por hablar de la ciudad que produce a esos
héroes, de las luces que la acompañaron ya en su origen. Irrumpe así, ante todos
los presentes, el hecho ancestral de la democracia, el régimen político del que
Atenas se dice modelo: pero modelo exportable, pues ya somos, insisto, una única
Humanidad.
Producir héroes, es decir, individuos en grado tanto de sacar el
máximo partido a título individual a los placeres de la vida, cuando de sacrificarla,
llegado el caso, por su ciudad no es fácil. Requiere que todos puedan decirse
ciudadanos, y la mayoría decidir; requiere que el mérito sea tenido en cuenta en
lugar de la sangre, la tradición, la riqueza o la cuna como criterio de acceso a los
cargos unipersonales: como requiere el control externo del ejercicio de la actividad
de los meritorios por ese singular tribunal colectivo constituido por la Asamblea;
requiere igualdad ante las leyes, se sea pobre o rico, como también haber sacado al
pobre desde el santuario de la oscuridad social en el que siempre ha morado como
un muerto entre vivos para trasladarlo ante la luz pública; requiere un
reconocimiento para las actividades dominadas por el interés singular de cada
sujeto, y al tiempo su obligación de participar en la actividad política, regida por el
interés general; requiere que todos los poderes de la comunidad rindan pleitesía a
la Asamblea, el poder supremo, como requiere a la asamblea rendir pleitesía a las
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leyes -y también a cada uno de sus miembros profesar lealtad a cada una de las
autoridades singulares-, el poder supremo en absoluto.
Todo lo cual, a su vez, presupone desvincular la capacidad personal de la
posición social concreta de cada miembro, de la herencia individual y social
recibidas, de la riqueza que se posea o el cargo que se desempeñe en un momento
dado; eliminar a los dioses del timón de las decisiones humanas o al destino del
secreto de sus acciones; y la creencia de considerar el futuro como una forma
preconstituida más de un pasado en eterno retorno. Como se ve, no es un
antepasado del flautista de Hamelín el que al tocar la flauta vaya convocando
modelos políticos a su paso; ni tampoco Calcante llegaría profesionalmente tan
lejos en una comunidad democrática.
Así pues, son los atenienses la grandeza viva y vital de Atenas. Que la gloria
le secuestre al olvido su muerte, que sus alas le secuestren a la muerte su época,
constituye la natural recompensa para quienes en vida supieron ampliar la dote de
lo humano en sus respectivas personas, reservándose sabiamente una parcela de
territorio personal inaccesible a los demás, sin por ello dejar nunca caer los
vínculos que les uncían a ellos: desde los estrictamente políticos a los de naturaleza
más identitaria, como los aireados en los diversos espectáculos públicos, desde los
juegos a los grandes actos religiosos, pasando por el teatro o las demás artes; para
quienes supieron combatir la dureza de la vida cotidiana y su cortejo de tristezas no
mediante el recurso a la resignación, sino con el hedonismo, mejorando sus
condiciones de vida o explorando, mediante el comercio, las posibilidades del
gusto; que cuando trataban con extranjeros no les trataban como enemigos: al
exponerles su ciudad no les mostraban sus murallas, sino sus instituciones, y al
exponerse ellos mismos era un misterio lo que exponían, la desconocida magia de
reunir en sus personas mundos antaño antagónicos, a saber: el del juicio con el de
la fantasía, el del valor con el de la prudencia, el de la disciplina con el del ocio, el
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de la amistad con el de la intimidad, o el ya mentado del interés personal con el
interés público; como supieron conciliar, en el ámbito constituido por sus mutuas
relaciones, el de la pobreza con el de la acción; así como otros en otros frentes,
como el del comercio con la igualdad en el dominio de las relaciones externas, etc.
Y lograron añadir nuevos poderes a su leyenda viviente. Reconocieron al
enemigo en lugar de despreciarlo como algo sin valor, al estilo del fanatismo
religioso en relación a los infieles; admitieron una cierta contextualidad al evaluar
una acción como valiosa y preferible a otras; separaron la grandeza de la
perfección y demostraron ser grandes sin necesidad de ser perfectos, vale decir: en
las circunstancias ordinarias, la mayoría acreditó saber opinar aun sin ser
profesionales de la política, para vergüenza de Platón, y en circunstancias
extraordinarias algunos lograron compensar con su valor militar coyuntural en
defensa de la ciudad una probada minusvalía cívica; o en palabras del genial
orador: “borraron el mal con el bien”.
Finalmente, los atenienses engrandecieron Atenas con una novedad colectiva
más, con la que la democracia derrotaba la moral heroica de la que había partido y
marca un punto de inflexión moral: lograron asentar en la condición humana una
voz, la de la conciencia, que les permitió distinguir en la acción el intento del éxito,
y bautizar de ético el proyecto puesto en marcha con independencia de su
resultado. Por eso consiguieron sembrar su tiempo de “monumentos eternos en
recuerdo de males y bienes” (cursivas mías).
El lector sabrá excusar esta dominical melancolía mía. Pero al observar el
cuadro idealizado de la vida democrática ateniense, que nunca tuvo en la realidad
una réplica tan feliz, como es fácil imaginar, quizá pueda entender por qué se ha
llegado a dudar de si aquellos hombres y los contemporáneos pertenecían por igual
a la raza humana. En efecto, no sólo los sujetos de Constant, que más de una vez
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supieron dar gato por liebre y camuflar bajo el sacrosanto concepto de derechos lo
que no eran sino espurios intereses sin alma, sino los de las actuales democracias
sin demócratas, que hemos multiplicado los defectos de tales ancestros, y que no
son sino el vicio de origen con el que la condición humana se presenta en sociedad,
y con los que sus miembros solemos torturar el civismo con muchos de nuestros
actos, distan de parecerse mínimamente al modelo. Aun los atenienses reales,
cabría añadir, distaron en mayor o menor medida de los atenienses ideales –y aquí
pueden valer los manidos ejemplos de siempre, que señalan en la mujer, el esclavo
y el extranjero límites insuperables para la democracia real en sus aspiraciones a
devenir modélica.
Pero ya Rousseau nos enseñó a medir lo posible por lo real y Aristóteles a
aceptar los sueños sólo a condición de que no idealizaran a las criaturas de la razón
al punto de convertirlas en monstruos que espantaran la realidad. Quizá el sueño
colectivo con el que Pericles sedujera al auditorio cediera ante la presión del
momento y trufara de emoción la racionalidad del orador, y quizá, por eso, ocultara
caminos intransitables por los demócratas de hoy. Pero también hay quien dice que
los atenienses vivieron por entonces un hermoso sueño democrático desconocido
hasta allí y añorado después. En la medida en que el sueño democrático consiga
elevar a los regímenes democráticos hacia nuevas cotas de realidad, el testimonio
de Pericles nos seguirá mostrando por qué los hombres, incluso en la hora de
pensar sueños posibles, no es por simple melancolía por lo que vuelven al pasado a
fin de conocer con precisión lo que dejaron atrás.
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