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Desde el abismo
Leo Defeudis
Siento la neblina, se une a la sombra que es mi cuerpo. No la veo. Fría y suave,
envuelve el silencio y lo imprime contra la piel. Es otra agonía, la sutil respiración de la
celda. Sus paredes son pulmones enfermos, cancerosos, y mi tos es la de esta
oscuridad. Soy parte de ella, tal vez su célula podrida, su tumor.
Al principio podía ver algo, destellos de este pequeño universo. Pero la negrura
avanza e intenta ocuparlo todo. Ni la memoria se salva: se desvanece junto al techo
bajo y el color de la puerta. El silencio se instaló desde el principio, desgastando
incluso el sonido de mi voz. Solamente queda la conciencia, mapa estéril de una
geografía inventada. ¿Alguna vez existió otra cosa?
Sigo vivo, alguien más va a venir. Cuando llegué, el lugar me había parecido
excesivamente chico, no creía posible habitarlo. Con el tiempo, mi cuerpo se adaptó e
hizo suya la espacialidad, hasta limar las fronteras entre el interior y el exterior. Esta
pieza no es mi cárcel ni mi «cueva» –como dicen los guardias–: soy yo mismo. Es
extraño que otro la ocupe, una nueva vejación.
Algunas imágenes, restos de sentido. En una noche fui feliz, en otra conocí el
dolor más atroz y la angustia por tener que continuar, por no poder abandonarlo todo.
Frente a ello, este encierro me salva, me libera de la carga del deseo. Buscar «no es un
verbo sino un vértigo» –aunque ya no recuerdo de dónde saqué ese verso–. Hoy
puedo, al menos, descansar del mundo.
Vino ayer. Abrieron la puerta e ingresó lentamente, procurando no tropezar.
Era gracioso: a mí me cegaba la luz y a él la oscuridad. Comprendí que conviviríamos
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sin vernos nunca el rostro. Seríamos dos voces olvidadas en un sótano, espectros
condenados a maldecir sin ser escuchados.
La primera violencia fue el cuerpo. Yo me había acostumbrado a discurrir
libremente por la celda, a veces sin pararme durante días –mis movimientos habían
dejado de ser humanos–. Pero saber que podría entrar en contacto con otra carne, me
horrorizó. No sé cuánto tiempo estuvimos inmóviles, rumiando la negrura y el hedor
ajeno. Cuando por fin tosí, él se asustó. «¿Quién carajo está ahí?». Durante un rato lo
dejé proyectar sus miedos. Luego hablé y mi voz fue tan extraña como la suya. Me
pareció asistir a un diálogo entre dos hombres desconocidos.
–Ya va a llegar, ingresa por un torno, como en los monasterios –el hambre lo
hacía preguntar–. Aunque a veces se olvidan –allí apareció: fuego minúsculo, daba algo
de luz y calor en aquella tumba. El resto llegó solo. Una inercia se había puesto en
movimiento hacía mucho tiempo y recién ahora se manifestaba. Era un odio visceral,
total, a la humanidad, a la especie. Pero en ese primer diálogo todavía era algo
incipiente, un diablo que se desperezaba lentamente.
La segunda violencia fue la voz. Lo real había dejado de hacer ruido, de
expresarse, y en esa ceguera nada me interpelaba. Simplemente yacía, exento del
esfuerzo de comprender. Pero sus ruidos y sus palabras –preguntas estúpidas de preso
recién llegado– trajeron el mundo devuelta. Con él se terminaba el equilibro que había
construido. Ya no podría controlarlo todo: el universo se abría indefinidamente, a la
ignorancia, al pasado, al dolor.
Cuando no hay registro del tiempo, solo se vive en presente. Pero su llegada
fue un hecho, algo que marcó un antes y un después, una temporalidad, una pérdida.
Allí comenzó el odio, y en aquel sosiego casi místico la única tortura posible era la
palabra. Inventé para él un ser atroz, haciendo de mí ese monstruo que los hombres
necesitan para purgar sus miserias. Unos labios oxidados difundieron historias
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inverosímiles y el hombre las aceptó como a una lepra. Él solamente oía, procurando
ocultar su miedo en el silencio. Pero yo lo percibía, en sus olores y en su respiración. A
veces me movía y escuchaba el sobresalto de alguien que tanteaba en el vacío. Lo
disfrutaba, su espanto le había dado un nuevo sentido al encierro. El mundo era él y yo
iba a destruirlo, bocado a bocado.
Aquello no duró mucho. Una noche –solo había noches– volvió a hablar. No
había perdido el terror pero ahora intentaba enfrentarlo, un exorcista comunicándose
con un demonio. «Yo sé quién sos». Mentía, solo había escuchado fantasías. «Sé muy
bien de lo que sos capaz». Su voz, por primera vez, me resultó familiar. Pero mi pasado
era confuso y tal vez me remontaba a él mismo cuando hacía las preguntas de recién
llegado. En esas profundidades no se puede confiar en los recuerdos. Me permití
dudar, incluso, de ese hombre. ¿Estaba realmente seguro de que había alguien más?
De a poco me fue perdiendo el miedo. Sus palabras húmedas se filtraban en las
paredes y lo ocupaban todo. No dejaba de narrar crímenes. Yo los oía con la
indiferencia del verdugo, pero él continuaba, inexorable. «Hace mucho que no giran el
torno. ¿Se habrán olvidado de que tienen que llevarse nuestra mierda?» Abrí los ojos.
Iba a intentar decir algo pero él habló. «Hacés bien en recordar lo que hiciste. Pero no
te olvides de las otras muertes. Yo no lo hago. Y quiero que sepas que dentro de un
rato voy a matarte».
El pasado subió como una marea. Un sinfín de ojos desgarrados por el terror
me observaban. Detrás, cuerpos en extrañas pantomimas, títeres abandonados en un
viejo baúl. La memoria había vuelto, hundiéndome en otro tipo de abismo. No dije
nada, solo deseaba que todo se fuera. Me arrastré hasta la otra orilla, en una cárcel
inundada de recuerdos. Tomé una mano afilada y la hundí lentamente, mirando de
frente aquel rostro hecho de tinieblas. Aún tenía un cuerpo, el dolor no mentía. Sonreí
en el último instante y me entregué como un náufrago, a la deriva.