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“Ceretanos”
Año 194 a.c. Ceretania, nordeste de Hispania.
El intenso frío de aquella oscura noche de finales de invierno entumecía sus piernas, mientras
Asile les pedía un nuevo esfuerzo. Intentó desviar sus pensamientos hacia momentos más
felices, tal y como le había enseñado la hechicera de su clan, para así obviar las sensaciones
que le transmitía su cuerpo aterido y maltrecho tras las cinco largas horas de extenuante
marcha a través del bosque. Pero, por más que lo intentaba, volvía una y otra vez a revivir
intensamente la pesadilla que la había abocado a un futuro incierto de vida o muerte.
Justo había cumplido trece inviernos y hacía tres lunas que su primera sangre de mujer le
había anunciado el fin de su infancia. Asile esperaba ansiosa la llegada del equinoccio de
primavera, pues sería entonces cuando, en la celebración de los rituales del despertar de la
Madre Tierra, su padre la presentaría ante el círculo de ancianas para que la bendijeran y la
admitieran como mujer adulta en su tribu. Ellos eran ceretanos y su vida discurría plácida y
pacífica por sus valles y montañas. El clan estaba repartido en diversos asentamientos por
toda la planicie, a lo largo del caudaloso río que la atravesaba de este a oeste. Asile había
nacido en el seno de la familia de mayor rango en una de las aldeas más pobladas. Su padre,
Narref, ostentaba el cargo de jefe del clan, responsabilidad que compartía con la hechicera tal
y como era costumbre entre su pueblo. Xela, su hermano, era tres inviernos mayor que ella y
desde niños siempre habían estado muy unidos, pues ambos compartían trabajos y juegos
desde que su madre había muerto, hacía ya ocho inviernos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Asile cuando recordó el último consejo de notables de su
pueblo, celebrado la luna anterior. Se habían reunido los jefes de los principales clanes para
comentar y decidir qué hacer con los extranjeros que habían invadido su territorio a finales del
otoño anterior y se habían acuartelado para resistir el crudo invierno en un promontorio
cercano al gran río, desde el que dominaban una gran extensión del valle, así como las vías
hacia los pasos principales de las cordilleras que flanqueaban el valle.
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Estos extranjeros no tenían las mismas intenciones que aquel otro ejército que cruzó por sus
tierras hacía unos veinte inviernos. Su abuelo les había narrado en las largas tardes de
invierno, cuando estaban agrupados alrededor de una buena hoguera en el interior de su choza
de piedra, cómo eran aquellos diablos extranjeros. También eran invasores, pero su objetivo
no era su precioso valle ceretano. Buscaban los mejores pasos para atravesar lo más
rápidamente la cordillera norte. Su abuelo formó parte del grupo de exploradores nativos que
guió al ejército cartaginés en su travesía por aquellas tierras. Les habló de las terribles bestias
que les acompañaban, altas como árboles, enormes y pesadas, con la piel dura y gris. Les
contó que estas bestias tenían una extraña cola que les surgía de la frente y que utilizaban
como si fuese una mano y que tenían unos colmillos enormes, más largos que un hombre con
los brazos estirados. Les contó que estas bestias sólo obedecían a unos extraños hombres de
piel oscura como la noche y de sonrisa blanca como la nieve recién caída. Lo cierto es que ni
Xela ni Asile le habían creído, pues les costaba imaginar tales bestias cuando el animal más
grande que habían conocido era el oso y además, cómo iban a existir seres humanos con la
piel tan oscura. Siempre habían considerado a su abuelo como un entrañable anciano, pero
bastante fantasioso.
No. Definitivamente estos extranjeros, los romanos, eran muy diferentes. Eran grandes
guerreros, habituados a la disciplina y a la lucha. Y lo que era peor: eran conquistadores.
Habían venido hasta Ceretania para convertir a su pueblo en esclavo de Roma. Algunos de los
jefes de los clanes reunidos en el consejo habían mostrado claramente una opinión favorable a
permitir el asentamiento de los extranjeros, puesto que, aseguraban, les aportarían riquezas y
paz. Narref les había contestado que ellos ya vivían en paz. Que no necesitaban que nadie les
mostrara cómo debían vivir, pues su pueblo hacía muchas generaciones que vivía en armonía
con los pueblos vecinos, salvo algunas incursiones aisladas de los bergistanos del sur, con los
cuales habían sellado un pacto recientemente. Finalmente se tomó la decisión de empuñar las
armas y rechazar a los invasores.
Los ceretanos eran en su mayoría pastores y recolectores. Por tanto no había entre ellos
grandes estrategas. Ni siquiera guerreros experimentados en la lucha. Además, sus armas no
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eran otra cosa que garrotes, venablos, toscas hachas y largos cuchillos. Se protegían con unos
pequeños escudos hechos con madera endurecida al fuego y cubiertos con cuero.
Se hizo un llamamiento y acudieron la mayoría de los hombres de los clanes ceretanos. La
horda se compuso de más de mil doscientos valientes ceretanos y unos trescientos andosinos,
sus aliados del noroeste. Marcharon incansables hacia el acuartelamiento de los romanos,
pensando en asediarlos y rendirlos, pero no contaban con la experiencia militar de la legión
romana. Su red de espías ya les había alertado de la decisión de los ceretanos y les mantenía al
tanto de todos y cada uno de los movimientos de la horda. En cuanto el general romano al
mando de la legión acuartelada, fue avisado de que la horda se ponía en marcha hacia el
castro, dispuso un frente de batalla en un lugar que les fuera propicio: una vasta llanura
limitada al sur por el río y sin bosques próximos donde hallar refugio. El perfecto orden de
batalla de la legión romana y su disciplina militar se impusieron al arrojo y valentía de la
horda ceretana, todo y que era superior en número. La batalla se decidió favorable a los
romanos, que causaron una gran mortandad entre los poco hábiles luchadores ceretanos.
Asile se detuvo. Necesitaba recuperar el aliento. El frío atería su cuerpo. La amplia capa de
cuero viejo, forrada de piel de carnero, estaba totalmente empapada por la nieve que había
caído durante las últimas horas y había calado el burdo sayón de lana con el que cubría su
cuerpo. Por suerte, pensó, sus pies continuaban bastante secos gracias a las botas altas de
doble capa de piel vuelta y forradas con cálida piel de conejo. Se recostó en el tronco de uno
de los enormes abetos del bosque. Al mirar hacia abajo, hacia el lugar del valle donde estaba
su aldea, observó con horror el resplandor de un gran fuego. Toda la aldea era pasto de las
llamas. La represalia de los romanos no se había hecho esperar. Las lágrimas acudieron a sus
ojos al recordar a Xela, su hermano, que había regresado a casa aquella misma tarde
malherido. Le habían traído unos compañeros desde el campo de batalla. Tenía un profundo
corte en el brazo izquierdo y un lanzazo en el mismo hombro. Había perdido mucha sangre.
Antes de morir tuvo tiempo de explicarle que su padre había sido de los primeros en caer en la
batalla, con honor, en la primera carga que hicieron contra la legión romana. Xela le rogó que
huyera de la aldea y se escondiera, pues los romanos estaban ávidos de venganza y querían
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dar un gran escarmiento a los ceretanos y a todos los pueblos de los alrededores para que a
nadie se le volviera a ocurrir levantarse en armas contra ellos. Mientras Asile lloraba por la
tremenda pérdida de su padre y de su hermano, un destacamento romano había cercado la
aldea y empezaba a atacarla. Los gritos de terror de sus vecinos la despejaron de golpe y su
instinto de supervivencia la impulsó a escapar. Recogió su capa, metió en su zurrón algo de
comida, una pequeña bolsa de piel con pedernal y yesca, un cuchillo y su flauta. Salió de su
choza cuando los soldados romanos empezaban su ataque casa por casa. Tuvo suerte y pudo
huir sin ser vista. Sin embargo sus pisadas en la nieve la delataban y un soldado empezó a
seguirla. Ella tenía la ventaja de conocer perfectamente el terreno y además iba mucho más
ligera que el romano, pues el soldado cargaba con todo el equipo de campaña: casco, escudo,
lóriga, pilum y espada corta. Todo y que el soldado era recio y resistente, Asile le fue dejando
atrás, hasta que lo perdió de vista. Durante muchos minutos, en su loca huida, el pánico la
atenazaba y se volvía esperando encontrar al soldado romano justo a su espalda con la espada
en alto dispuesto a descargar contra ella un golpe mortal. Fue entonces cuando empezó a
nevar. Bendita nieve que ocultaría su rastro. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, en
su cabeza el pánico fue dejando paso a un sentimiento de angustia, de vacío. Su vida había
perdido todo sentido. Lo que hasta entonces era armonía, felicidad y seguridad se había
diluido en una corriente tenebrosa. Mentalmente trazó la ruta que debía seguir para llegar a la
gran caverna, donde se ocultaría. Calculó que tardaría unas seis horas, puesto que debía
recorrer el bosque por los senderos más ocultos. El sol estaba a punto de ponerse tras la sierra
del oeste, la nevada arreciaba y no había tiempo que perder, así que Asile entonó en voz
queda un cántico que aprendió de pequeña, para infundirse valor y empezó su lento caminar
hacia la salvación. Mas no pudo evitarlo: una lágrima resbaló por su mejilla y un áspero nudo
se formó en su garganta. Estaba sola.
Había dejado de nevar. La pálida luz de la luna llena se esforzaba por abrirse paso entre los
jirones de nubes que se resistían perezosos a abandonar la bóveda celeste. Estaba muy
próxima a su destino. Reconoció el gran saliente de roca que se recortaba amenazador sobre el
margen derecho del torrente que estaba remontando. La nieve recién caída amortiguaba el
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sonido de sus pasos mientras el vaho de su respiración formaba graciosas nubecillas que
parecían acompañarla durante unos segundos antes de deshacerse en la gélida noche.
De pronto se detuvo. No sabía bien por qué. Había algo en el ambiente que había activado su
instinto de defensa. Escuchó con atención. Solamente percibió el sonido del viento al pasar
entre las copas de los abetos y el rumor que produce la nieve acumulada en las ramas al caer
al suelo. Prestó más atención. Puso todos sus sentidos alerta. Sí. Eso era. Captó un olor a
humo que iba aumentando en intensidad. Su primera reacción fue salir huyendo en sentido
contrario, pero se detuvo. Pensó que era del todo imposible que sus enemigos la hubieran
adelantado, pues ni conocían el terreno ni hubieran podido ir tan deprisa por aquellos bosques
sin hacer un ruido ensordecedor que les hubiera delatado de inmediato. Así que, Asile
ascendió con precaución el último trecho que la separaba de la entrada de la gruta.
Instintivamente sacó el cuchillo que había guardado en el zurrón y lo asió fuertemente con su
mano derecha. Cuando ya se encontraba justo debajo del saliente de roca, antes de cruzar el
torrente, sintió pisadas a su alrededor. Se detuvo y se ocultó tras el grueso tronco de un abeto.
Notó como se erizaba el vello de todo su cuerpo cuando se dio cuenta que se tenía que
enfrentar a un peligro todavía peor que los soldados romanos: una manada de lobos. La
estaban tanteando y procuraban cercarla. Rápidamente Asile sopesó sus probabilidades. La
única opción posible era cruzar corriendo el torrente y trepar por las rocas hasta llegar al
saliente donde se abría la entrada de la gruta. No había otra salida, pues los lobos estarían
hambrientos dado lo avanzado del invierno. Si no lograba trepar por la roca, estaba perdida,
ya que ella sola no podría hacer frente a una manada de cinco o seis lobos famélicos. Sin
pensarlo más, apretó con fuerza la bolsita de cuero que colgaba de su cuello y en la que
guardaba el talismán que la vieja hechicera le preparó el día en que naciera. Elevó una corta
plegaria a la Madre Tierra y cruzó en dos zancadas el torrente. Sus músculos acusaron el
esfuerzo después de la larga marcha pero respondieron perfectamente. Flexionó las piernas y
dando un ágil salto se encaramó en la primera roca. De reojo observó que tras ella aparecían
dos lobos, a la vez que escuchó por primera vez sus temibles aullidos. Hasta el momento la
manada la había acechado en silencio, pero ahora se sabían descubiertos y sus feroces aullidos
resonaron entre los árboles, como si pretendieran paralizarla de terror. Asile no se intimidó.
Trepaba con gran agilidad por los salientes de roca, agarrándose a raíces, a troncos, a
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cualquier cosa que le permitiera un cierto apoyo. En un último esfuerzo, ya sin resuello,
alcanzó la plataforma superior del saliente rocoso. Se dejó caer, respirando fatigosamente y
sintiendo dolorosas punzadas en cada uno de los músculos de las piernas y los brazos.
Mientras recuperaba la respiración y su pulso se calmaba, tomó conciencia de su situación:
había burlado a los lobos, momentáneamente, puesto que seguramente podían acceder a la
plataforma rocosa por otra vía; en la precipitada ascensión había perdido su cuchillo, por lo
que estaba desarmada; el olor a humo era mucho más intenso allí, por lo que dedujo que
alguien se amparaba en el interior de la gruta. Asile no lo dudó ni un instante. Se incorporó y
penetró por la abertura que daba acceso a la gruta. Al principio estaba oscuro, pero a medida
que iba avanzando por el angosto pasadizo de la caverna, un tenue resplandor la fue guiando
hasta una especie de sala donde había una pequeña hoguera. Asile observó la figura de una
persona que se acurrucaba junto a la hoguera, de espaldas a ella. Se acercó con cautela y
cuando se hallaba a unos tres pasos se paró y pronunció en voz alta y clara la petición de
auxilio que le había enseñado su padre:
-
Soy Asile. Hija de Narref, del clan Revlís, del honorable pueblo ceretano. Solicito tu
protección.
La figura no se movió. Pasados unos segundos, Asile se aproximó y le tocó en el hombro,
deslizando la capa que cubría al enigmático ser. Asile pudo observar que se trataba de un
chico joven, tres o cuatro inviernos mayor que ella, que respiraba con dificultad. Descubrió
que estaba herido en una pierna, pues la cubría con un burdo vendaje ensangrentado. El
muchacho abrió los ojos, la miró, sonrió y dijo:
-
Soy Vreno. Hijo de Nebur, del clan Lestuno, del honorable pueblo andosino. He sido
herido en la batalla contra Roma y solicito tu ayuda.
Se miraron a los ojos y comprendieron que no todo estaba perdido. Que todavía existían
motivos por los cuales seguir luchando. Que por más duro y cruel que se mostrara el destino
con sus pueblos, ellos eran el ejemplo del valor de la libertad. En ese momento, un aullido
sonó en el exterior de la gruta.
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