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Transcript
México y Estados Unidos: apuntes para una estrategia
Fernando Escalante Gonzalbo
Me parece importante, como punto de partida, subrayar que Donald Trump es una de
las posibilidades del sistema político de los Estados Unidos. Es una perogrullada, ya lo
sé, pero me sirve para poner de relieve dos cosas. La primera, que Donald Trump es
una expresión concreta, particular, de algo que muy bien puede volver a suceder –
tenemos que tener presente siempre esa posibilidad (como la de Andrew Jackson,
James Polk, o Woodrow Wilson). La segunda cosa es que nuestra política exterior,
nuestra política comercial, económica, cultural, de los últimos treinta años se definió
sin contar con ello, como si no existiera esa posibilidad, y ese es el origen de la crisis
actual.
En una frase, Trump materializa la posibilidad de un gobierno
norteamericano hostil a México. En este caso, además, con una hostilidad que no es
accidental, ni utilitaria, una hostilidad que va mucho más allá del deseo de obtener
ventajas abusivas en cualquier terreno. Y por lo tanto, es una hostilidad que no puede
negociarse de ningún modo. La sociedad estadounidense, una parte de ella,
representada por el presidente Trump, está dispuesta llegado el caso a pagar costos
muy altos, sacrificar muchas cosas de su economía, de su modo de vida, con tal de
hacer daño a México y a los mexicanos. No nos podemos llamar a engaño. Esa
hostilidad se expresa mediante una retórica paranoica, que no atiende a razones. No
obedece a un cálculo concreto de nada, y por lo tanto no es posible desmontarla ni con
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argumentos ni con datos de ninguna índole. México es para Trump un chivo expiatorio
–en esa lógica se entiende perfectamente su discurso. México, y en particular los
mexicanos en Estados Unidos, reúnen todas las características del “chivo expiatorio”:
son una minoría, débil, vulnerable, bastante identificable, estigmatizada, en la que se
pueden condensar muchos miedos sociales, y resentimientos.
Es importante tener presente ese carácter de la vena anti-mexicana de los
Estados Unidos, porque tenderá a recrudecerse cada vez que su gobierno padezca
algún revés. Castigar a los mexicanos: perseguirlos, acosarlos, imponerles cargas,
restricciones, será el recurso más inmediato, casi mecánico, ante cualquier fracaso en
los años venideros. Y los argumentos, que ya circulan cuando se habla del tratado de
libre comercio, el muro, la migración, los argumentos sobre los costos que tendría
todo eso para los Estados Unidos no tienen ningún sentido. La estigmatización de los
mexicanos, las agresiones a México, no responden a ningún propósito utilitario, sino a
la dinámica cultural del chivo expiatorio. Tienen un valor simbólico. También importa
tenerlo presente para dejar de lado los cálculos optimistas, la idea de que las peores
atrocidades no llegarán a producirse porque son absurdas, inútiles,
contraproducentes –no podemos contar con ello.
No obstante, importa también tener muy presente que el presidente no es el
único actor relevante en el sistema político estadounidense. No todos son iguales, y
desde luego no todos siguen la misma lógica paranoica. Es algo que no tomamos en
cuenta habitualmente por la triple tradición del centralismo, el presidencialismo, y el
principio de no-intervención. La idea implícita de nuestro sentido común es que la
política exterior, y la relación con Estados Unidos, es cosa del presidente, de los
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presidentes, cada uno como jefe del Estado. La verdad es que hay muchos otros
actores a los que interesa un aspecto u otro de la relación con México, muchos que
pueden ser aliados más o menos efímeros o duraderos, por toda clase de motivos,
actores estatales y no estatales, federales y locales: congresistas, senadores,
gobernadores, alcaldes, funcionarios, y organizaciones civiles, grupos empresariales,
iglesias. Y con ellos también se mantiene, y se desarrolla, la relación bilateral. Es de
momento un primer fundamento, por vacilante que sea, para un modesto optimismo.
Insisto: no contábamos en absoluto con esa posibilidad. Ni siquiera la de una
hostilidad más tibia. A pesar de que la relación ha tenido momentos bastante malos:
1846, 1914, 1938. El reflejo antiamericano de la mayor parte de nuestra historia había
prácticamente desaparecido, y en el peor de los casos proyectaba la imagen de un
imperio abusivo, pero fundamentalmente racional –que tenía a México como
empleado. Los altibajos de la relación de explicaban con lo que Carlos Rico llamó la
“paradoja del precipicio”, que era fundamentalmente optimista.
Para incluir la posibilidad de un gobierno abiertamente hostil tenemos que
cambiar no sólo algunas políticas, sino el marco de interpretación de nuestra relación
con los Estados Unidos, y nuestra política exterior, para empezar. Y eso significa que
tenemos que volver a definir el interés nacional. La expresión se ha vaciado a
fuerza de abusos retóricos, pero tiene un sentido muy concreto. El interés nacional es
el conjunto de circunstancias objetivas que son necesarias para la supervivencia de la
sociedad, bajo una forma concreta. No es una declaración, sino que supone un acuerdo
básico, en lo fundamental implícito, acerca de lo deseable, lo posible, lo inaceptable. Es
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mucho más que un pacto, se articula progresivamente mediante una serie de
acuerdos, leyes, políticas, que suponen un interés compartido y una imagen del futuro.
En los últimos 30 años hemos visto disolverse la vieja idea del interés nacional
que se expresaba en el “nacionalismo revolucionario”: soberanía, no-intervención,
economía mixta, etcétera. Se disolvió por varias razones. En primer lugar, por el
descrédito de la retórica del nacionalismo revolucionario, y porque sus principios se
fueron quedando sin contenido –sonaba a hueco. En segundo lugar, por el giro cultural
“privatista”: la fantasía de la mano invisible, benéfica, que hace que lo más y lo mejor
que puede hacerse por el bien común es que cada quien se ocupe de sus asuntos,
mirando a su propio interés. En tercer lugar, por la inercia de un sistema político que
favorece fuerzas centrífugas, y un sistema de opinión pública indigente, mal
informado, sectario, que alimenta un antiestatismo primario.
No es fácil contrarrestar nada de eso. Pero más nos vale hacernos cargo de que
es así.
En esas circunstancias, el interés nacional vino a quedar resumido en el único
propósito de mantener una buena relación con los Estados Unidos –y una
economía abierta (abierta hacia Estados Unidos). Esa ha sido desde los años ochenta
la convicción inarticulada de las elites mexicanas. En la historia diplomática de las
últimas décadas hay episodios verdaderamente bochornosos, que ponen de
manifiesto el precio de esa decisión en términos de soberanía, de jurisdicción básica.
Pero es un hecho masivo y cotidiano, la estructura básica en casi todos los campos. La
economía está organizada como parte de la economía de América del Norte; la
estrategia de seguridad es igualmente, en rasgos muy fundamentales, una derivación
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de la estrategia de seguridad estadounidense; y algo parecido se puede decir del
sistema de educación superior, por ejemplo, y de otros ámbitos. Por eso la hostilidad
actual resulta tan amenazadora, porque pone en jaque el principio único de nuestro
interés nacional –porque hace vacilar todo. Y dice que el paréntesis de nuestra
realineación con Estados Unidos ha sido en la historia del país sólo eso: un paréntesis,
y que ya se cerró.
Antes de bosquejar algunas líneas de estrategia, un reparo. El estilo personal
del presidente de los Estados Unidos hace que sea particularmente aguda, y sensible,
la diferencia entre la política abierta, espectacular, de declaraciones, y la política de
negociaciones a puerta cerrada. La imagen, la popularidad, el prestigio de Trump en
los Estados Unidos depende fundamentalmente de la publicidad de frases estridentes,
golpes de efecto, anuncios inflamatorios, que se alimentan sobre todo de las réplicas.
Es importante cuidar la comunicación pública del gobierno mexicano: hablar claro,
con absoluta seriedad, y evitar los juegos de frases hirientes que son la materia prima
de su publicidad. Por otro lado, conviene tener claro que lo que Donald Trump
entiende como negociación es siempre una forma de extorsión: las amenazas de
impuestos, prohibiciones, persecuciones, bombardeos, son el punto de partida (entre
otras cosas, porque eso permite proyectar la imagen de fuerza personal que necesita
su propaganda). En el caso de México, la amenaza más frecuente consiste en usar a los
mexicanos en Estados Unidos como si fuesen rehenes: amenaza con maltratarlos,
perseguirlos, deportarlos, prohibirles enviar dinero a sus casas... para conseguir
concesiones del gobierno mexicano. Es obvio que no se puede aceptar negociación
alguna, de nada, que tenga como premisa una amenaza semejante. Pero también sería
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importante denunciarlo en cada caso, puntualmente, abiertamente, públicamente: es
inaceptable que se tome a un grupo de población como rehén, para avanzar
posiciones políticas. Es claro que, personalmente, la indecencia no es una mácula para
Donald Trump –pero no es el único jugador ni la única voz en Estados Unidos.
La estrategia tiene que contemplar acciones en varios campos distintos. Y en
todos hay mucho que hacer: 1) en la política interna, 2) en la política interna de los
Estados Unidos, 3) en la relación bilateral, y 4) en la definición general de la política
exterior y la política multilateral.
En lo que se refiere a la política interna, es bastante obvio lo que hay que hacer.
Es necesario restaurar la confianza en las instituciones, recuperar formas de
solidaridad y cohesión social, buscar recursos para un crecimiento económico
apoyado en el mercado interno... Pero todo es bastante obvio, o debería serlo.
En lo que se refiere a la política interna de los Estados Unidos, lo más
importante está en reconocer que necesitamos hacer política allí. Y no hacernos
ilusiones, si alguien se las ha hecho, de que el gobierno de los Estados Unidos, y sus
gobiernos y sus empresas, no intervienen en la política mexicana. Eso significa
mantener interlocución con muchos actores, en muchos niveles, y explorar
intercambios de todo tipo. Es necesario ofrecer apoyo a los mexicanos en Estados
Unidos, desde luego, mediante la red de consulados para empezar, y a las asociaciones
de mexicanos en Estados Unidos, a organizaciones solidarias, iglesias. Es necesario
contribuir a dar voz, y visibilidad en Estados Unidos, a quienes defienden los intereses
de los mexicanos, de los migrantes, a quienes activamente procuran desmontar el
mecanismo paranoico del chivo expiatorio. Y mantener la cdrcanía con los actores que
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llevan la relación cotidianamente: alcaldes, funcionarios, empresarios. Es decir, que
necesitamos apoyar a la parte del sistema político que no ha sucumbido a la lógica de
la persecución (y en eso, por cierto, el gobierno de la ciudad de México puede tener
mucho que hacer).
En la relación bilateral hay tres grandes temas: migración, comercio y
seguridad.
1) Migración. Los problemas concretos que vaya a enfrentar la población
migrante no pueden ser previstos de antemano, de manera general, de modo
que es indispensable confiar en la protección de la red de consulados en
Estados Unidos, y brindarles el apoyo que necesiten (que comienza por
nombrar y mantener cónsules con experiencia). Un cinturón de protección
adicional lo ofrecen las organizaciones civiles, caritativas y religiosas de los
Estados Unidos, a las que igualmente hay que ofrecer apoyo, y reconocimiento.
El estudio, la explicación, la narración, la proyección de la experiencia
migratoria y sus múltiples contribuciones puede ser un recurso de apoyo
importante para contrarrestar en lo posible la lógica del chivo expiatorio.
Las deportaciones masivas ya se dan, y mucho más en los años recientes; si su
proporción se acercase a las cifras que dio en campaña Donald Trump, sería
una catástrofe humanitaria que llevaría el conflicto a un registro enteramente
distinto. Es altamente improbable, por la sencilla razón de que los números son
fantasiosos, no hay la cantidad de inmigrantes indocumentados que supone el
discurso: en los últimos años se ha deportado a más de dos millones y medio de
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mexicanos, y la migración de mexicanos a Estados Unidos se ha detenido
prácticamente desde hace diez años. Por otra parte, empleada al límite la
capacidad técnica, administrativa y humana del mecanismo de deportación, el
gobierno del presidente Obama llegó a expulsar a 500,000 personas en un año
–duplicar eso es materialmente imposible.
Es decir, que las deportaciones masivas ya se han producido. Los cientos de
miles de migrantes expulsados ya están en México. Los problemas de
integración económica, educativa, cultural, ya los tenemos. El problema real, el
más grave, no es la expulsión masiva, sino el maltrato.
2) Comercio. Es imposible saber el destino del tratado de libre comercio, ni el
significado real de las amenazas de impuestos fronterizos. Pero es claro que la
intensidad del intercambio con Estados Unidos va a disminuir en los años por
venir, porque no tendrá el apoyo del gobierno federal. La política mexicana
tiene que definirse frente a eso, que es un hecho –que no se anula con
declaraciones de buenas intenciones. Las líneas de acción son claras, en tres
direcciones.
Necesitamos: 1) una política anti-cíclica, orientada a contrarrestar los efectos
de una disminución de las exportaciones, una baja de la inversión extranjera, y
una devaluación del peso, es decir, una política que tenga como prioridades el
empleo, el poder adquisitivo de los salarios, la inversión nacional, etcétera; 2)
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una búsqueda sistemática de mercados alternativos para la exportación de la
producción mexicana; y 3) una política orientada a la expansión del mercado
interno: todos sabemos los problemas que tuvo esa clase de política en los años
setenta, pero esa experiencia puede servir de apoyo para una política sensata,
sostenible. La renegociación del TLCAN es seguramente la gran alternativa de
los sectores liberales y pragmáticos en ambos estados.
3) Seguridad. La idea de construir el muro, la política de deportaciones, la abierta
hostilidad hacia México, significan un cambio en la estrategia de seguridad de
los Estados Unidos. No está claro en qué términos se definirá la nueva
estrategia, ni en Europa, ni en Oriente Medio ni en América. Significará otras
prioridades, otras alianzas, otros mecanismos. Y eso obliga a México a redefinir
parejamente su política de seguridad.
Desde hace muchas décadas, asuntos básicos de seguridad se han arreglado
conforme a un principio elemental de buena vecindad; en los últimos diez años,
la política de seguridad mexicana ha estado directa, explícita y estrechamente
subordinada a la política estadounidense: hay una miríada de leyes, convenios,
acuerdos de cooperación, vínculos institucionales, que regulan la presencia de
agentes de policía de los Estados Unidos en México, y su vinculación con
policías, ejército, etcétera. Extensas, numerosísimas, densas redes de
intercambio de información operan cotidianamente, en todo el país. Es un
sistema que se ha instalado discretamente, fuera de la atención pública, en los
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últimos veinte años, y que es absolutamente indispensable para los Estados
Unidos. El presidente electo dice, implícitamente, que no es necesario nada de
eso, que Estados Unidos se basta solo en materia de seguridad. Es indudable
que los funcionarios responsables de inteligencia, seguridad y justicia, piensan
otra cosa –y defenderán la forma de cooperación asimétrica que han
construido.
La discusión pública sobre nuestra política de seguridad puede abrir un
horizonte útil. Y la discreta agenda de la cooperación: extradiciones, presencia
de agentes estadounidenses, relación privilegiada con las fuerzas de seguridad,
intercambio cotidiano de información, ofrece recursos que podrían ser útiles
en un caso extremo. En todo caso, sería necesario revisar el compromiso
mexicano con la política de interdicción de la producción, tráfico y venta de
drogas. Sabemos que la política ha fracasado, en todo el mundo. Sabemos que
hay alternativas muy exitosas para la administración de las drogas que
representan riesgos para la salud. Y la política actual tiene un costo que para
México es impagable (para decirlo en una frase: hemos pagado con una sangría
de casi 200,000 mexicanos la “buena vecindad” que ya no existe). Y por cierto,
ese cambio no hace falta ni legalizarlo ni anunciarlo –basta con cambiar las
consignas del ejército y la policía federal.
La política exterior, finalmente, tiene que definirse de nuevo. Durante muchas
décadas, la estructura básica de la política exterior mexicana estaba dada por una
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serie de principios: autodeterminación de los pueblos, no-intervención, solución
pacífica de las controversias... No era una política ni ingenua ni ideológica. El interés
nacional se articulaba así –y cuidaba un margen de autonomía indispensable frente a
los Estados Unidos. En el año 2000 se abandonó el esquema, porque ya resultaba
inútil. Y se adoptó una política utilitaria, oportunista, desacomplejada, con ínfulas de
potencia incluso, que resultó un desastre. No se ha sustituido por nada. De modo que
no se sabe actualmente a qué obedece la política exterior mexicana. Es grave.
Muchas de las medidas que ha anunciado Donald Trump son ilegales,
contravienen leyes, tratados, convenciones internacionales. Y eso significa que una
buena parte de los temas de nuestra relación podría tener que pasar por instancias
internacionales, organismos y foros multilaterales. Y por eso es fundamental una
estrategia orientada a que México recupere el prestigio que alguna vez tuvo en la
opinión internacional –y que hoy no tiene ni remotamente. Desde luego, la opinión
internacional no ha impedido nunca que Estados Unidos ponga en práctica sus
decisiones, sea la invasión de Panamá, la de Irak, la prisión de Guantánamo. Pero no
deja de tener un costo. Y por otra parte, México necesita espacio para desarrollar toda
clase de intercambios, necesita espacio para respirar, digámoslo así, en unos años,
pueden ser muchos, en que la relación con los Estados Unidos puede resultar
agobiante.
En los foros multilaterales el prestigio es fundamental para situar temas, para
definir la agenda, conseguir apoyos. En la coyuntura actual, México tiene la ventaja de
que el presidente Trump no es visto con simpatía por la opinión internacional. Pero el
prestigio necesita construirse.
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Entre las varias posibilidades, acaso fuese la más apropiada una estrategia no
dirigida en contra de los Estados Unidos ni en contra del presidente Trump. No una
estrategia defensiva, que no tendría tampoco mucho futuro, sino una estrategia
positiva, que abra nuevos horizontes a la política exterior. Pienso, como algo
asequible, una política que permitiera a México articular intereses del grupo de países
hispanohablantes en algunos organismos internacionales –y tomar eso como punto de
partida.
Pienso en una de las líneas posibles, una que se me antoja casi obvia, que ofrece
perspectivas interesantes. Sería posible articular, para dar estructura a una parte de
nuestra política exterior, una gran plataforma cultural, que contribuyese a restaurar el
prestigio del país, la presencia perdida en los organismos multilaterales, y que
ofreciera un nuevo campo de acción. Pienso en concreto en tres grandes líneas.
1. La recuperación del español como lengua de comunicación científica, cuya
importancia es incalculable, en muchos sentidos. Permitiría a México adoptar
una posición de liderazgo, la que le corresponde, como el mayor de los países
de habla española, y abriría una extensa agenda de cooperación con países de
todas las latitudes. México tiene además un prestigio ya construido, y
credibilidad, para un programa así, que además tiene ya una infraestructura
notable, tradición, autoridad, en el Fondo de Cultura Económica.
2. El desarrollo de redes, convenios, sistemas de evaluación y reconocimiento que
permitan una mayor autonomía del sistema de educación superior e
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investigación. México, como buena parte del mundo, tiene su sistema de
educación superior infeudado con Estados Unidos: los sistemas de
reconocimiento y evaluación, la organización de posgrados, el sistema de
becas, y en consecuencia el contenido de los programas de investigación,
métodos, etcétera, están supeditados directamente al sistema de educación
superior de los Estados Unidos. Y eso tiene muchos costos. También para el
resto del mundo. Trabajar para elaborar redes alternativas, mecanismos de
reconocimiento, sistemas de intercambio más equilibrados puede ser un
objetivo compartido por muchos países (y que contaría con el apoyo de buena
parte del sistema de educación superior estadounidense también).
3. El apoyo decidido, sistemático a la expansión de la industria cultural
mexicana. Significa aumentar la presencia del país, intensificar relaciones, y no
es irrelevante como sector productivo: hasta el 6% del PIB proviene de la
industria cultural.
Serán años complicados. Sin prisa, hay que actuar.
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