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MAESTRO ECKHART (h.1260 -1327)
DE LA POTENCIAS DEL CIELO
Oeuvres de Maître Eckhart, sermons-traités (antología). Gallimard, París 1942
Traducción J.M. Río y M. A. Aguirre
Virtutes coelorum movebuntur,
"las fuerzas de los cielos serán sacudidas" (Luc. XXI, 26)
Nuestro-Señor pronuncia estas palabras en el Evangelio y significan esto:
Las potencias del cielo se pondrán en movimiento.
La expresión cielo indica algo íntimo, oculto: Dios está tan secretamente
oculto tras el claro resplandor de la bella divinidad de manera que ningún
hombre puede por su propia razón y sus medios naturales echar la mirada sobre
el embeleso de su rostro divino. ¿Job no clama también: "Quién es capaz, por
muchos esfuerzos que haga, de explorar las cosas que están en el cielo?" En el
sentido: ¡nadie en el mundo! el profeta suspira a propósito de esto y dice: "¡Ay,
Señor, eres un Dios oculto!" Ahora bien, Agustín nos enseña que Dios se oculta
también a lo más íntimo del alma con la operación de su gracia mediante la cual
se manifiesta en el alma, pero tan secretamente que nadie puede saberlo, a no
ser el hombre que esconde él mismo este secreto en su profundidad. Como
Pablo afirma: todo lo que hay en el hombre está oculto. Así, el alma es pues un
cielo divino y espiritual en las apacibles y maravillosas profundidades de la cual
Dios realiza secretamente sus obras perfectas. Por eso dice mediante el profeta:
"¡Tened cuidado, yo creo en vosotros un nuevo cielo!"
Ahora bien, lo mismo que las potencias del cielo se ponen en movimiento en
los espacios celestes, estremecidas por el rayo del augusto resplandor divino, así
el Cristo habla, en la frase que sirve de tema a nuestro sermón, de las potencias
del cielo interior: quiere así dirigir nuestra mirada sobre la actividad del alma en
la obras vivas hacia las cuales ésta se siente llevada, desde que Dios se oculta
tan profundamente en ella que ella viene a ser su cielo como la incomprensible
divinidad.
Ahora bien, cada obra fluye de una de las potencias del alma, y cada potencia
a su vez es una emanación de la esencia. En consecuencia se puede sacar de
nuestra frase tres partes que prueban la nobleza del alma: la primera trata de la
esencia en su magnificencia (del "cielo"); la segunda de las potencias en su
plenitud (de las "potencias" del cielo); la tercera de las obras en tanto que su
fecundidad (ellas se pondrán en movimiento).
Primero, para tener una esencia como el cielo hace falta que el alma pueda
dar prueba de tres cualidades que caracterizan al cielo: el cielo en sí es eterno;
su revolución es en forma de círculo; y se vierte en las criaturas por debajo de
él. Voy a explicar estos tres puntos más de cerca.
En lo que se refiere al primero, esto solamente. El cielo tiene una naturaleza
incorpórea, "inmaterial" y solamente un modo de aparición (apariencia)
corporal. De ahí resulta que nada extraño puede echar su imagen en él. No hay
sitio en él para la mezcolanza de colores. Ninguna potencia puede cambiar en él
la dirección de su actividad: su esencia es inmutable perseverancia.
En lo que se refiere a la explicación del segundo punto, he aquí: lo que se
mueve en círculo vuelve a su punto de partida, e inversamente lo que vuelve
siempre a su punto de partida se mueve en círculo. Ahora bien, el Maestro
enseña que en el Este, allí donde el sol se levanta, se encuentra el "motor del
cielo", que el sol se levanta todos los días por el Este y se pone por el Oeste, y al
día siguiente se levanta de nuevo por el lugar donde según la alegación del
maestro se encuentra el "motor", esto es lo que vemos con los ojos. Vuelve pues
diariamente a su punto de partida. Pero no debemos entender esto como si el sol
realizara su revolución tan rápido por sus propios medios: le es imposible con
ellos volver en un día a su primera posición. No es sino en un año entero, luego
en trescientos sesenta y cinco días, que vuelve ahí. Antes bien esto es verdad del
cielo entero que lleva al sol consigo: aquello para lo que le hace falta al sol un
año, el cielo lo realiza en un día.
En cuanto al tercer punto esto solamente: todo lo que nace, después perece,
está, aunque frágil y efímero, en el poder del cielo. Ya que así se expresa el
maestro en su enseñanza relativa a la naturaleza sobre el cielo: el cielo es, para
todas las cosas que están debajo de él, la fuente del ser y de la vida.
Si, pues, el alma quiere llegar a ser un cielo espiritual, hace falta que se retire
a la eternidad de su esencia; y entre en el círculo cerrado de su origen, y hace
falta que de ahí continúe derramando la bendición divina hasta sus potencias
más bajas.
El alma –decía yo al comienzo– debe dirigir su marcha hacia la eternidad
de su propio ser y considerar devotamente cómo es por la gracia de Dios una
naturaleza efímera que ha llamado a la compañía de su beatitud eterna. Por ello
llega a ser también "una naturaleza incorpórea con solamente un modo de
manifestación corpórea". Ahora bien, ahí el espíritu no acompaña al cuerpo en
sus deseos carnales. Igualmente, nada extraño puede echar su imagen en ella:
ella tiene esmerado cuidado en que su propia imagen original, en la que Dios la
ha diseñado y formado según él mismo, no se turbe de alguna manera. No es
merecedora de destrucción alguna que la precipitaría de la condición magnífica
de un ser celeste al estado de sufrimiento: puede soportar todo y sin embargo
estar sin sufrimiento por el poder de Dios que le da la fuerza para el sufrimiento.
Ninguna potencia al lado puede actuar en ella. Está al contrario de tal manera
aprisionada en Dios, que no es toda entera sino inmutable estabilidad, que ni la
muerte, ni la vida, ni la profundidad, ni la altura, ni una criatura cual sea pueden
librarla de la inmutabilidad de su estabilidad divina. Entonces puede decir con el
rey David: "El refugio de mi inmutable beatitud es mi encarcelamiento en la
divinidad."
El segundo punto era: el movimiento del alma debe cerrarse en círculo. Con
su esencia y su naturaleza ella se eleva y sale de la "salida del sol", del corazón
del Padre eterno, en el cual se eleva sin interrupción el verdadero sol, su Hijo
único: que es "una luminaria", la manifestación de lo que se basta eternamente a
sí mismo. Y ella debe volver al Padre, ahora llegado a ser conocible a sí mismo,
en el que tiene su sitio en tanto que ser celeste: "Dios ha creado los cielos a fin
de que tuvieran consciencia de él", dice el profeta. Un tal "cielo consciente" es
lo que deviene el alma cuando, con lo que tiene de más interior en ella, vuelve a
Dios como a su primer sitio: ahí dice en ella su palabra eterna por la que todas
las propiedades del cielo devienen las suyas propias. Como lo expresa el profeta
que había él mismo llegado a ser un "cielo" de la divinidad: "La palabra de Dios
da a los cielos fuerza y solidez."
Y en tercer lugar, de ese cielo espiritual, del alma, debe fluir ríos de gracia
divina y de frescor. Pues exactamente lo mismo que el ángel, el primer motor,
hace girar el cielo y le da fuerza en él infundiendo su propia potencia de obrar y
que el cielo después la derrama a su vez y da a todas las cosas su ser natural y su
actividad y su vida: lo mismo Dios insufla también en el alma su poder divino
con toda la gracia que fluye de su corazón paternal, y le confiere la fuerza, en
tanto que ella saca de su impulso potencia y vigor para hacer llegar su ser, su
actividad y su vida a lo que está por encima de ella: a todas sus potencias, a
todos los miembros de su cuerpo, a todas sus obras. De manera que llegan a ser
obras vivas ante Dios y procuran al alma el fruto de la vida eterna. Es por esta
invasión de las aguas que rogaba el profeta Isaías, cuando comenzó a detectar
cómo el Santo-Espíritu se movía en las profundidades de su corazón y cómo se
apropiaba con sus más altas potencias la suave fuerza de la divinidad: "¡Cielos,
haced llover vuestro rocío" Quiere decir con esto: en todas mis fuerzas, en todos
mis miembros, en todas mis obras devéis derramar el dulce rocío del cielo, que
habéis libado en Dios.
Pero vayamos más lejos. Dios ha adornado el cielo real con siete planetas,
siete estrellas magníficas que están más cerca de nosotros que las otras. La
primera de entre ellas es Saturno, después viene Júpiter, después Marte,
después el Sol, después Venus, después Mercurio, y por fin la Luna. Si el alma
ha devenido un cielo bienaventurado, Nuestro-Señor lo adorna con siete
estrellas que San Juan veía en el Libro del Apocalipsis cuando vio al rey sentado
por encima de todos los reyes en el trono de su magnificencia divina, "y tenía
siete estrellas en su mano".
Observad, pues, que la primera estrella, Saturno, purifica; la segunda, Júpiter,
favorece; la tercera, Marte, despierta el temor; la cuarta, el Sol, ilumina; la
quinta, Venus, aporta el amor; la sexta, Mercurio, da la oportunidad; y la
séptima, la Luna, corre.
Así Saturno se levanta en el cielo del alma, purificador que nos conduce a la
inocencia angélica; y nos aporta como don la contemplación de la divinidad.
Como dice Nuestro Señor: ¡Bienaventurados los que tienen el corazón puro
porque ellos nos verán! Luego viene Júpiter, el protector; y aporta como don la
posesión de la Tierra: no aquella que como cuerpo portamos en nosotros, ni
aquella que pisoteamos, sino la que buscamos con nuestro deseo, el país donde «
fluyen la leche y la miel », donde la humanidad se mezcla con la divinidad.
Como dice Nuestro Señor: ¡Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán
la tierra! Luego se levanta Marte, el terrible, con su sufrimiento furioso y
espantoso por Dios; y aporta como don el reino del cielo. Como dice Nuestro
Señor: ¡Bienaventurados aquellos que sufren persecución por Dios porque el
reino del cielo les pertenece! — A continuación se levanta el Sol con su
esplendor; y aporta al alma como don el conocimiento de la verdad y la práctica
de la justicia. Él le da a cada uno lo que le es debido. Y como él mismo
pertenece a Dios por la creación y la redención, se consagra a él en propiedad.
De donde estas palabras de Nuestro Señor: ¡Bienaventurados aquellos que
tienen hambre y sed de la justicia porque ellos serán saciados! – Entonces se
eleva la estrella Venus, que aporta el amor; y ella aporta como don la unión con
Dios. Porque Nuestro Señor dice: « ¡El que me ama, ama también a mi Padre, y
mi Padre viene a él y habita donde él! », Con esto viene también el don de
consolación. Porque el amor hace llorar y suspirar a los corazones amantes tras
el objeto de su amor; lo que hace decir a Nuestro Señor: ¡Bienaventurados
aquellos que lloran porque serán consolados! — A continuación se levanta
Mercurio, el ganador en la medida en que el alma renuncia a toda cosa por Dios;
él aporta como don el tesoro de la divinidad, en la cual está encerrada toda la
riqueza del reino del cielo. Como dice San Pablo: « ¡Hace falta que os
apresuréis, con el fin de ser pobres en espíritu porque el reino del cielo les
pertenece! » — y por último se levanta también la Luna, la corredora: ella
aporta como don la verdadera toma de posesión de la beatitud. Como dice San
Pablo: « ¡Hace falta que corráis, a fin de atraparla! » Pero entonces el alma
accede a Dios del modo más personal cuando se apresura hacia él con un
corazón pacificado. Su lugar es la paz: los que están en paz, Nuestro señor Dios
los escoge para ser sus hijos; y es sólo a los hijos que es dado el tomar posesión
de la herencia de la beatitud eterna. Como dice Nuestro Señor:
¡Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados los hijos de Dios!
Por encima de estas siete estrellas o planetas se encuentra el cielo donde se
mantienen las estrellas fijas, que brillan sólo de noche. Y ellas significan: todas
las obras que el alma cumple han de brillar en la noche de sombras de este
mundo. Como dice Nuestro Señor: « ¡Vuestras buenas obras deben brillar
delante de los hombres, de suerte que las vean y honren a vuestro Padre que está
en el cielo! » Ahora bien todas las demás estrellas reciben su luz del resplandor
del Sol, incluso Venus, la estrella del amor, cuyo brillo es el más puro. También
todas las obras que nosotros cumplimos recibirán tanto más fuerza y un brillo
tanto más claro cuanto más perfectamente asimilemos el carácter del querida
Venus, la estrella del amor: no ser mas que pura receptividad para la luz solar de
la verdadera y clara divinidad.
Igitur perfecti sunt coeli et terra et omnis ornatus eorum! Traducción :
¡Perfectos son el cielo y la tierra y todos sus ornamentos! Igualmente los cielos
del hombre interior son también perfectos, y todos sus ornamentos.
En la segunda parte tenemos que examinar las « fuerzas del cielo » según el
poder del que están dotadas. El alma posee como poderes del espíritu tres
facultades que son de especie celeste porque son capaces de obras celestes: « Un
soplo de la boca del Señor da a todos los cielos su poder. » La primera facultad
recibe, la segunda contempla, la tercera ama. Cuando el actuar del alma está
dirigido de modo que se acoge al Dios en la interioridad de la memoria, que se
le contempla en la razón, su voluntad y su amor la lleva a lo más íntimo de la
divinidad. Donde se encuentra el descanso de la eternidad.
Y aquí tiene lugar el « movimiento de los poderes del cielo », la fecundidad de
las potencias del alma en las obras.
¡Un movimiento que es efectuado justamente en este descanso de la eternidad!
¡Como el descanso a su vez es también el fin de todo movimiento! « Los cielos
serán puestos en movimiento, y la tierra, y después del movimiento viene el
descanso », dice Isaías el Profeta.
Pues bien, para el descanso completo, no hay lugar en la razón con su
contemplación. Porque lo que ella cumple presupone un movimiento de las
cosas exteriores hacia el alma. Por medio de este movimiento la imagen de estas
mismas cosas es impresa y formada en el alma, de tal modo que por ahí
comienza un progreso del alma en su propia manera de ser, y, para las cosas que
han sido transfiguradas en estas imágenes, un progreso de la existencia pura y
simple hacia su verdad particular.
Ahora bien, el mismo movimiento se prosigue en la voluntad que así nunca
alcanza tampoco el descanso. Y en efecto esto es verdad de ella: lo mismo que
para el cielo que es estrellado y cumple su revolución Dios no es sino su primer
motor, una fuente de la fuerza de la que el cielo recibe su fuerza propia y su
propia oscilación: también para el alma en esta vida la voluntad no es más que
un motor de la libertad de nuestra voluntad hacia ella misma y hacia todas las
buenas obras — una fuente pues de la gracia que de su divino corazón fluye en
el alma.
Pero después de este cielo viene un cielo inmutable y que es el único lugar de la
beatitud. En él Dios habita en toda su beatitud y cumple, en tanto que divinidad
eterna, su obra "personal": el Padre engendra — en una acción interior
incesante — al Hijo. Y Padre e Hijo producen, por su efusión de igual fuerza, el
Espíritu Santo. E Hijo y Espíritu quedan sin embargo unidos esencialmente al
Padre.
Es sólo en una tal visión de las Personas de la Trinidad que reside la plena
beatitud para todas las criaturas que son capaces de devenir partícipes de la
beatitud divina. Es por eso por lo que el alma, ahora que ha dejado tras ella la
multiplicidad de los cielos inferiores y tomado posesión en ella misma de las
maravillosas profundidades, debe sumirse en la eternidad del cielo en reposo. El
cual no es, todo entero, sino fuego: no en el sentido de que consume sino en el
de que ilumina, y donde todos aquellos que están en él arden en el resplandor
querúbico del amor divino. Así el alma deviene una morada celeste de la
divinidad eterna. En suerte que Dios no cumple mas que en ella sus obras
divinas. Por lo cual le son concedidas delicias que permanecen escondidas a
todos los que nunca entraron en el encanto de este fuego celeste: en ella el Padre
celeste engendra a su Hijo: ella le transvasa al Hijo del corazón. En ella Padre e
Hijo insuflan ambos el Espíritu Santo. Y como el Hijo nunca puede caer fuera
del Padre sino que tan sólo fluye fuera de él en la medida en que queda sin
embargo eternamente en su corazón: el Padre mismo habita pues en el alma. Y
al mismo tiempo que aprieta al alma sobre su corazón, recibe en él al Hijo —
que justamente por ahí se opone al Padre en tanto que Persona: y prueba sin
embargo al mismo tiempo cómo queda esencialmente unido con el Padre.
« ¡Quiero conducirla al desierto y a la soledad, y allí hablaré a su corazón! » Tal
es la palabra del Padre. En el desierto y en la soledad: él quiere volverse desierto
y vacío de todo creado y libre de todo lo que es pasajero. Entonces él dice a su
corazón todo lo que puede. Una sola palabra, y esta palabra es eterna, y es: su
Hijo único. Él dice esta palabra en el alma al mismo tiempo que engendra a su
Hijo en ella. Y es justamente en este nacimiento que el Padre y el Hijo vierten el
Espíritu Santo en ella; y él le enseña toda cosa.
Es así como el alma toma el mundo y se lo apropia de la mano del Padre; y
tiene el mundo, como el Hijo; y conoce al mundo en el Espíritu Santo. ¡Y
después de que haya tomado así posesión del mundo entero, obtiene el reposo
en Dios sin fin!
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