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El Renacimiento como conquista de la libertad
Nairim Izaguirre
“A mitad del viaje de nuestra vida me
encontré en una selva obscura, por
haberme apartado del camino recto… No
sé decir fijamente cómo entré allí; tan
adormecido estaba cuando abandoné el
verdadero camino. Pero al llegar al pie de
una cuesta, donde terminaba el valle que
me había llenado de miedo el corazón,
miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya
de los rayos del planeta que nos guía con
seguridad por todos los senderos.”
Dante Alighieri
La antigüedad clásica toma a Dante de la mano y lo lleva a recorrer, reconocer y
recrear el camino labrado por la humanidad. Su labor fue la de conquistar su época, hacer
del reino del hijo de Dios –exterioridad pura- el reino del Espíritu –pura actividad
inmanente-, a saber: el reino de los hombres. Las letras son con Dante, por vez primera,
italianas; el reino de Roma ya no reinaba sobre el pensamiento de los florentinos quienes al
asumir su lengua reconquistaron su voluntad; si la travesía hubiese sido contada en latín, no
sería la travesía del poeta florentino, quien se ha apartado del camino recto, encontrando el
deslumbrante sendero de los hombres. Dante es la última y máxima expresión del hombre
de la Edad Media, pero con la conciencia de serlo: es, en suma, un hombre del
Renacimiento. El infierno le ha abierto sus puertas, la antigüedad le ha dado el honor de
ser, entre muchos otros, un poeta maldito.
A partir de una máxima aristotélica característica del mundo medieval entorno al
inicio del movimiento de las cosas, Dante nos muestra cómo los cuerpos celestes se
confabularon al momento de él atravesar las puertas del infierno, pues era el “tiempo que
apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el
amor divino imprimió el primer movimiento a todas las cosas bellas”. Así, vemos como el
hombre del Medioevo comienza a elevarse por encima de los claustreros muros medievales
cual sol que sigue a la aurora y todo lo ilumina1 dotando de vida y luz a la naturaleza, a la
humanidad. Estamos contemplando el re-surgir de la cultura, del espíritu; estamos ante el
Renacimiento de los hombres, quienes han decidido recuperar, precisamente, en el infierno
la dignidad del hombre.
Cual hoguera, el entendimiento medieval intenta incinerar la perversa y corrupta
voluntad humana. Sus infranqueables instituciones reforzadas con gruesas y altísimas
paredes de piedra todo lo separaban oscureciendo el mundo de los hombres, pues la luz sólo
era digna de Dios. Separación que intentaba aniquilar cualquier intento de unidad, no por
mera casualidad: la castidad era dentro de este claustro una ‘virtud’. Virtud carente de
movimiento que se propone, en última instancia, la anulación del hombre, pues lo animal
de su naturaleza había que suprimirlo; la virtud Medieval niega la vida. De Dios separaron
la vida y los hombres terminaron por alabar a un Dios que no podía más que estar muerto.
Sin embargo, esto fue llamado santidad en lugar de herejía. Maquiavelo, hombre “malo”
por naturaleza, comprendió la necesidad de sobreponerse al hado. Las condiciones
objetivas de vida ya no se oponen a Dios sino que lo constituyen y los hombres, en tanto
que virtuosos, deben buscar hacerse uno con el creador, es decir: crear sus nuevas
condiciones de vida. Transformar el presente es superar y recrear la naturaleza divina
humana, a esto como todo un hereje Maquiavelo llamó Virtud: potencia infinita creadora de
historia, de hombres y de dioses.
La trinidad se ha perdido en sus propias determinaciones construidas y reforzadas con
la materia prima del mundo medieval, a saber: las inmóviles, estables e imperecederas
piedras; las cuales han separado la esencia de la existencia. Lo racional se separó de lo
animal, y éste de lo racional. Durante casi siete siglos los hombres asumieron su
desgarramiento como el fin ideal al cual debía tender la vida, asumieron la muerte como
fin.
El ejercicio de la Libertad surge como dolorosa necesidad. La sangre brotada del
desgarramiento ha dotado de vida a la humanidad. El mundo es transformado por el
principio del espíritu libre2, por la actividad sensitiva humana3. La praxis ha roto el
1
2
Hegel G.W.F. (2008), Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza editorial, Madrid, p.657. Op.cit. p.660 cascarón de la inmutabilidad escolástica. Ella ha sido engendrada en el desgarramiento
como necesidad humana, como actividad de la voluntad creadora. La vida civil es en el
renacimiento un acto estético, y la estética lleva en sí vida y movimiento: los muros del
claustro comienzan a derrumbarse y con sus piedras los hombres decidieron hacer de su
ciudad una ciudad bella. Transformaron su mundo, resurgieron de sus escombros,
reconquistaron su vida. Hicieron de lo utópico su realidad artificial, pues la humanidad se
constituyó como artífice del mundo. La vida civil es el nuevo artificio humano que se sabe
heredera, hacedora y en sí misma algo utópico. La ciudad de Dios es el reino de los
hombres, son los hombres quienes en el renacer se reconocieron como y en Dios. La
infinitud divina se ha manifestado como potencia infinita de la actualización objetiva
humana; es el uno del que nos habla Bruno que es Uno por lo infinito. La existencia es así
infinita en potencia siempre inacabada, siempre perfecta.
El espectáculo de la historia es el resultado de los diversos momentos de objetivación
del íntimo proceso especulativo de la conciencia o –por decirlo con Marx- del ser social; el
especulo engendrado en la actividad de la especulación aparece como cristal que mira y se
opone a la realidad. Son cristales de un mismo prisma que constituyen el espectáculo
especulativo de la conciencia: La historia. Es Jano que –al decir de Spinoza- sin risa ni
llanto, esta vez, actúa, devela y se muestra ante el espectáculo humano y no por ello menos
celeste.
Así, en el develar del espíritu, las diversas figuras de la conciencia surgen como
espejos que se miran, confrontan, constituyen y fortalecen recíprocamente, aunque a veces
sin conciencia de su otro, esto es: de sí mismos. No por casualidad, Spinoza es un pulidor
de espejos. En su inmanente proceso especulativo cada lado del cristal se determina
correlativamente, configurando en su actividad a sí mismo y a su otro. De manera tal que la
Edad Media constituyó la substancia en la cual sólo pudo ser engendrado el renacimiento.
Del mismo modo, es en la voluntad del espíritu renacentista que la filosofía reconquistó su
carácter hacedor y transformador del mundo como Praxis, engendrando y siendo
engendrada por el sustrato espiritual propio a cada pueblo, en el cual se generan las diversas
formas y estructuras de sociedad. La vida en sociedad parece ser la tendencia natural más
3
Marx Karl (2004), Ad Feurbach, Cuadernos de Praxis, Escuela de filosofía UCV, Caracas, p.41. ancestral de los hombres, y la conquista y constitución de ésta sólo es posible gracias a la
experiencia de la conciencia. Es, precisamente, esta actividad reflexiva de la conciencia
autoconsciente la fuerza motriz y creadora, causa y fin, donde converge toda reflexión
filosófica, a saber: la libertad como virtud.
Cada vez que el sujeto y la objetividad, construida por él, se desconocen la vida es
para el pensamiento una realidad inorgánica, perfecta en su inmutabilidad, en la que el
movimiento carece de actividad. En el desconocimiento de su otro, la lucha por imponerse
se convierte en el objeto de la abstracción materialista, sin reconocer en sí a su otro. Estas
piras del pensamiento dejan una y otra vez en la historia sus, muy a su pesar, fértiles
cenizas. De ellas resurge cual Ave Fénix la filosofía, haciendo del desgarramiento su punto
de partida, que no es un comienzo sino el final de una época. Y en esta conciencia somos
todos, de cierto modo, hombres del renacimiento.
Toda vez que el búho de Minerva eleva su vuelo, vemos a los hombres desafiando al
Olimpo, y en ello, a sí mismos. Pensar es pensar en torno a la humanidad, es asumir la
actitud del hombre del renacimiento. Es el hombre quien se piensa a sí mismo que haya en
su condición de artífice y artificio los fundamentos metafísicos siempre ‘físicos’ del fin
propiamente humano. Superando, de este modo, la esclavitud del espíritu.
La cultura del renacimiento, en particular, es en sí misma diversidad en y de la
actividad humana, siendo fuerza generadora de vida de un estado libre, un estado en el que
la diversidad de las ideas develen su carácter, siendo el pensamiento el artífice y artificio de
sí mismo. De cada nueva determinación cultural surgen nuevas determinaciones estatales y
civiles, Maquiavelo es una necesidad de su tiempo tanto como lo fue Marx del suyo. Son
estadios de la historia que maldijeron negando su mundo para así crear uno nuevo y
siempre más antiguo. Cada giro de la historia es una re-creación del espíritu humano y en
esta medida se hace a sí mismo ‘infinito’, pues, ¿podría la creación tener un fin que señale
su final? Si nos preguntamos por cuál sería el estado más adecuado a la mutabilidad y
perfecta imperfección humana diremos, tal vez con osadía, que la perfección de un estado
reside en su actividad, pues es la actividad como producción sensitiva humana la esencia y
el modo de existencia de los hombres.
No nos referimos a una actividad particular que genere una justa legislación que a su
vez dote de perfección a un determinado estado, sino a la actividad misma, al quehacer
como naturaleza humana que se modifica en sí constantemente, siendo este el momento en
el que los hombres se hacen uno con su naturaleza, pensamiento ‘creador’, se hacen uno
con Dios, diría Spinoza.
Los renacentistas son conscientes de cómo la sociedad política es la más intensa y
vinculadora organización de la vida humana. Del mismo modo como Dios creando al
mundo se crea a sí mismo en él, los hombres creando sociedad se re-crean a sí mismos en
ella y en sí. Los hombres han dejado de ser meros animales racionales, que en principio no
es poca cosa, para asumir su condición de ζον πολιτικον. Los hombres son, ahora, el
centro de la creación, son su creación, han profanado el cielo de los cielos, y en lugar de
encerrarse en el claustro de María han decidido descender a los infiernos. Haciendo de la
filosofía un acto impuro.
Si hay un hilo que las Parcas no puedan cortar es el de la historia, es el hilo en el cual
los hombres construyeron y se envistieron de armaduras divinas. Cual Teseo,
comprendemos que superar el hado es apropiarnos de la historia. Sólo así las puertas del
infierno nos serán abiertas y cada círculo será nuestra nueva y más antigua conquista. El
espíritu nos exhorta a comprender aquel hilo de Ariadna, tejido y re-tejido por el
pensamiento. Ese hilo fino e inquebrantable que engendra, continuamente y sin descanso, la
historia. En el seno de éste ir y venir, de éste sempiterno hacer y re-hacer, se fecunda la
cultura de la Humanidad, es decir: la cultura de la Libertad. Tras un largo y lento camino,
los hombres se han reconciliado con Dios, se han hecho uno con él, lo han superado y recreado. Su potencia infinita ha ungido a la humanidad de divinidad. Dios se ha re-creado.
Los hombres han renacido ahora como dioses, como hombres.
No son muchos quienes se regocijan en su maldición, Dante la mostró y la negó, a fin
de cuentas, omnis determinatio est negatio. La filosofía de la praxis y sus filósofos han,
honrosamente, llevado sobre sus hombros éste título afirmando con él su continua e
incesante lucha por la conquista de la libertad. ‘Ora et labora, ruega y maldice’ nos dice
Hegel.
Y así culmina la Divina Comedia:
“Aquí faltó la fuerza a mi elevada fantasía; pero ya eran movidos mi
deseo y mi voluntad, como rueda cuyas partes giran todas igualmente, por el
amor que mueve el sol y las demás estrellas.”4
4
Alighieri Dante (1998), La Divina Comedia, EDUVEN, Caracas, p.365.