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LA ESTRELLA LUCINDA
Todas las estrellas, al cumplir la mayoría de edad, tienen que realizar
una misión importante para convertirse en estrellas adultas. El día que
Lucinda cumplió dieciocho mil años luz, se colocó un velo de tul para celebrar
su puesta de largo y se puso a darle vueltas a la cabeza buscando una misión
de envergadura que dejara a todos los astros celestes con la boca abierta e
hiciera de ella una estrella hecha y derecha. Pero por más que pensaba y
pensaba, no se le ocurría nada.
─Ya sé –se dijo cuando la cabeza empezaba a echarle humillo de tanto
pensar─: iré a ver al rey Sol. Es tan poderoso que seguro que podrá
ayudarme.
Sin pensárselo dos veces, Lucinda se puso a volar por el cielo hasta
que llegó a su destino. En ese momento, el rey Sol se paseaba de una nube a
otra con su corona de oro y su capa de terciopelo.
─¡Eh!, rey Sol –le dijo tímidamente Lucinda. Pero, entre lo
concentrado que estaba él en sus asuntos y lo bajito que hablaba la estrella,
el monarca no la oyó.
─¡Eh! Oiga, rey Sol. Escúcheme, por favor –repitió de nuevo Lucinda,
alzando algo más la voz. Pero el rey seguía sin oírla.
─¡¡¡¡REY SOL!!! –dio una voz la estrella, que ya estaba empezando a
perder la paciencia.
─¿Quién se atreve a gritarme de esa manera? –contestó enfadado el
rey Sol.
─Soy yo, Lucinda. Hoy es mi cumpleaños, cumplo 18.0000 años y se me
ha ocurrido que tal vez a su majestad se le ocurra una misión importante
que yo pueda realizar para convertirme en una estrella adulta.
─¿A mí? ¿Misión importante? ¿Estrella adulta? Pero ¿qué rábanos
estás diciendo? Un rey tiene en la cabeza asunto muy serios. Anda, anda, no
me molestes con tonterías.
─Pero...─insistió Lucinda sollozando.
─Te digo que no me molestes. Ya te he dedicado demasiado tiempo.
Ve a preguntarle a la Luna. Ella te ayudará –le dijo el Sol para quitársela de
encima.
Lucinda no se desanimó, se secó sus lágrimas, se arremangó su cola y
salió volando en busca de la Luna.
─Ella es sabia, seguro que podrá ayudarme.
Mientras Lucinda volaba, observó en la tierra a tres seres que
caminaban en fila india.
─Qué curioso –pensó─. Juraría que a estos tres señores los he visto
yo antes─. Pero pronto se olvidó de ellos y siguió volando. Cuando llegó junto
a la Luna, la dama blanca estaba untándose en la cara una mascarilla de
trozos de nubes.
─Oiga, señora Luna –le habló Lucinda.
─¿Quién eres tú? –le preguntó la Luna con cara de pocos amigos.
─Me llamo Lucinda, hoy cumplo 18.000 años y he pensado que usted
podría ayudarme.
─¿Ayudarte? ¿Yo? ¿Cómo? – refunfuñó la Luna. Y al mover la cara
para hablar se le cayó la mascarilla.
─Pues encargándome una misión importante para convertirme en
estrella adulta.
─¿Y para esa bobería me has hecho estropear mi mascarilla? Por tu
culpa tendré que preparar otra. Además, me estás haciendo enfadar y si me
enfado frunzo el ceño, y si frunzo el ceño me salen arrugas y si me salen
arrugas dejaré de ser el más hermoso de todos lo astros.
─Es que...─musitó Lucinda.
─Déjame en paz. Yo soy la Luna, la reina de la belleza, la que inspira a
los poetas e ilumina a los enamorados, no puedo perder mi tiempo con una
estrellita insignificante. Vete a buscar al Arco Iris. Quizá él pueda
ayudarte.
Lucinda estaba ya empezando a perder la paciencia con eso de que
unos la mandaran a otros. Y por si esto fuera poco, cuando se puso a volar,
vio de nuevo en la tierra a aquellos seres montados en animales extraños.
─¡Eh!, vosotros. Dejad de seguirme de una vez, que no estoy de humor
para bromas –gritó la estrella. Pero los humanos estaban demasiado lejos
para oírla.
Atravesando el cielo, esquivando varias nubes de tormenta y
chocándose con algún angelito despistado, Lucinda llegó hasta el Arco Iris.
─Buenos días, señor Arco Iris. Me llamo Lucinda y hoy cumplo 18.000
años. Tengo que realizar una misión importante para convertirme en estrella
adulta. He pensado que usted, que tiene tanta imaginación, podría
aconsejarme cuál –soltó Lucinda de un tirón casi sin respirar, para no darle
tiempo a protestar.
─Lo siento, estrellita –le respondió el Arco Iris mientras mojaba su
pincel en el color añil─. Yo soy un artista y los artistas no estamos aquí para
aconsejar a nadie, sino para regalar al mundo nuestro arte.
─Pero es posible que...─lo interrumpió la estrellita.
─No, no es posible. ¿Te imaginas a Picasso o a Dalí dedicando su
valioso tiempo a ayudar a estrellitas descarriadas? Vamos, vamos, déjame
que estoy concentrado en una obra maestra. Vete a preguntarle al viento, a
ver si él puede hacer algo por ti.
Lucinda estaba ya hasta la punta de su cola de tul de ir de un lado al
otro. Y para colmo, los tres seres en fila india continuaban persiguiéndola
por la tierra.
─A lo mejor el viento puede ayudarme –se dijo sin perder del todo la
esperanza─ Él es muy viajero y ha tenido que aprender mucho en los lugares
que ha visitado.
Afortunadamente, la estrella no tuvo que volar mucho para dar con él.
Lo encontró tres nubes más allá, preparando su maleta para emprender uno
de sus viajes.
─¡Ay!, señor Viento, no se vaya todavía –le pidió. Soy Lucinda y
necesito hablar con usted.
─¿Hablar? Yo no puedo pararme a hablar. Soy el viento y no me
detengo nunca.
─Es sólo un momento. Yo...
─Imposible. Tengo que irme ─le contestó. Y cogió su maleta y salió
volando sin mirar hacia atrás.
Lucinda se echó a llorar.
─¿Qué voy a hacer ahora? –gemía.
Y con tanto vuelo de aquí para allá, tanta charla con personajes
importantes y tantas lágrimas, Lucinda acabó tan cansada que decidió
reposar un rato. La estrella bajó muy despacio a la tierra y se posó en el
tejado de paja de un pequeño y humilde portal. Cuando se secó las lagrimas y
miró hacia el frente se quedó sorprendidísima: allí estaban los tres humanos
que la habían perseguido todo el rato. Se trataba de tres reyes montados
en tres camellos. Pero aquí no se acababa la cosa. Junto a ellos había
montones de pastores y pastoras con sus rebaños, lavanderas, granjeras con
sus gallinas... Y todos sonreían y miraban hacia el portal.
─¿Qué está pasando aquí? –se preguntó.
Lucinda se asomó al interior del portal y lo que vio la dejó patidifusa.
Un niño dormía plácidamente sobre un pesebre calentado por el aliento de
una mula y un buey. A su lado, su madre le cantaba una nana mientras su
padre atendía a los visitantes.
─¡Eres el niño Jesús! –exclamó Lucinda, que casi se desmaya de la
emoción─ He oído hablar tanto de ti...
Aquella misma noche Lucinda se convirtió en una estrella adulta. Sin
darse cuenta, había realizado una misión importante, la más importante de
todas: guiar a los Reyes Magos de Oriente hasta el portal de Belén.
(Carmen Gil, De buena tinta 3º, Santillana)