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EL SIGLO IV EN GRECIA
Dos han sido las visiones fundamentales que se han ofrecido de este siglo: como una época
de declive con respecto al siglo V, marcado por el sello de un clasicismo ya inimitable. Grecia
habría sido dueña de un pasado glorioso, imposible de reconstruir y viviría aferrada a las ideas de
restauración de las antiguas formas políticas. Otra visión contempla este período como un período
de transición cuya importancia radica en que constituye el preludio de los elementos sociopolíticos
característicos del Helenismo, el fecundo período posterior. No obstante, estas dos visiones del siglo
IV no deben impedir considerarla como una época con sentido propio, en la que se observan los
grandes esfuerzos de los estados griegos por mantener su autonomía e identidad y aparecen
perspectivas y desarrollos nuevos acordes con los cambiantes y difíciles tiempos en los que se vive.
Decíamos que la Guerra del Peloponeso significó virtualmente el fin de la polis, de la
ciudad-estado como fuerza creadora que adaptaba y conformaba la vida de todos sus miembros.
Para que esto culmine tendrán que pasar décadas, pero los síntomas de todo esto se ven ya en
estos años críticos. En otro sentido, la ciudad como organismo gestionado por sus habitantes
continúa ahora y continuará bajo el poder de Filipo y Alejandro, al igual que bajo sus sucesores
macedonios o con Roma. De hecho, el helenismo, el período que abre Alejandro de Macedonia,
es testigo de la fundación de ciudades desde Asia Menor hasta la India, ciudades que solo se
entienden desde esta larga experiencia anterior.
La caída del imperialismo ateniense tras la Guerra del Peloponeso no trajo la autonomía de
muchas ciudades y la desaparición de la bipolaridad Esparta/Atenas no inauguró un siglo de paz
sino que favoreció el surgimiento de nuevos polos como Tebas con el consiguiente riesgo de
inestabilidad política.
Sobre el fondo del imperio persa, la hegemonía espartana (399-70s.), da lugar a la
hegemonía tebana (370s.-360) y ésta a una compleja situación en la que medra el ambicioso e
inteligente rey de Macedonia, Filipo, que triunfa finalmente en el 338 con la batalla de Queronea y
al que pronto sucede, a su muerte en 336, su hijo Alejandro.
Los griegos se vieron envueltos, entonces, en una espiral de conflictos que agotaron los
recursos de las distintas poleis y de las que sólo se beneficiaron Persia y Macedonia. En efecto, la
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vida política griega del siglo IV a.C. hasta la aparición de Alejandro Magno, que marca el
comienzo del helenismo (333-30), está mediatizada por la intervención persa y caracterizada por la
búsqueda de una hegemonía que se disputan, en particular, Esparta, Atenas y Tebas. En este sentido,
se percibe la inoperancia de una institución que anteriormente había sido capaz de unir bajo la
bandera panhelénica a los estados griegos: la symmachia o alianza militar. La antigua symmachia
fue cediendo paso a lo largo del siglo IV al estado federal (como el etolio o el aqueo) que a veces se
impone (el beocio o el arcadio) y a los futuros reinos helenísticos, como la Macedonia de Filipo o la
Siracusa de Dionisio I. En definitiva, las poleis griegas se debaten entre el mantenimiento de las
antiguas fórmulas o la integración en una unidad política superior, que será la opción que finalmente
triunfe, con Filipo de Macedonia. Su ascenso supuso el fin de la autonomía política de la polis
aunque, insistimos, ésta no desapareció, sino que pervive como forma fundamental de organización
de la vida griega.
Entre las potencias hegemónicas de este periodo se encuentra, aparte de Esparta, Atenas que
había sufrido grandes pérdidas tras la Guerra del Peloponeso y nunca logró el nivel de prosperidad
que alcanzó en el siglo V. Fue capaz de enfrentarse nuevamente a Esparta y trató de reconstruir su
imperio, organizando la Segunda Liga (378 a. C.) que la colocó durante años en una situación de
poder importante, compartida, no obstante, con Beocia-Tebas. Es muestra de los nuevos tiempos
que su hegemonía en esta Liga tuviera ahora que adoptar nuevas formas. Estaba abierta a griegos y
bárbaros del continente y las islas que no estuvieran bajo control de Persia, Atenas respeta la
soberanía de sus socios, tan ignorada en tiempos de la primera liga y, además, se procede a la
devolución a sus aliados de todas las propiedades inmuebles en manos del estado ateniense o de sus
ciudadanos. La soberanía de la nueva liga residirá en el consejo de los aliados, y en él, cada ciudad
contaba sólo con un voto. Con respecto a la organización militar, Atenas se responsabiliza con su
ejército del grueso de las tropas federales mientras que los aliados más poderosos reforzaban con
una flotilla la escuadra ateniense o enviaban soldados. Para las ciudades que no podían enviar
barcos u hombres se creó una figura fiscal, la syntaxis, contribución o tasa compensatoria en
concepto de disfrute de los beneficios de la liga sin participar directamente en las tareas de defensa.
Los modelos más puramente federales disponían de instituciones propias distintas de las
particulares de cada estado miembro y trascendían con mucho a las de las symmachiai. Incluían
magistraturas, consejo, asamblea y tribunal federales, leyes comunes para todo el ámbito federal, un
ejército de la Federación y la puesta en común al menos de parte de los recursos económicos que se
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dirigían a un tesoro federal. Las instituciones federales elegían a todos o parte de los
magistrados federales, arbitraban los conflictos entre los miembros de la confederación y acuñaban
moneda, aunque podía subsistir la acuñación local; la autoridad federal tenía preeminencia sobre las
locales y fijaba cuotas a las ciudades. Su finalidad principal era la dirección de la política exterior:
declaración de guerra, movilización de contingentes federales, establecimiento de alianzas, treguas y
armisticios, firma de paz y concesión de proxenías –equivalentes a consulados, representaciones
honoríficas de una ciudad en otra.
El ejemplo más destacado es el del otro gran contendiente en la guerra, la federación beocia,
resultado del debilitamiento de otros poderes bajo la hegemonía de Tebas. Tebas ejerció la primacía
por su condición de capital y sede de la asamblea beocia y por su papel en la reconstrucción de la
confederación. A su cabeza se encontraba un arconte epónimo; la beotarquía (colegio de los siete
beotarcas representantes de siete distritos federales) constituía el principal órgano de la
Confederación y a él se vinculan los grandes nombres de la política tebana del momento:
Epaminondas y Pelópidas. Constituían, ante todo, la magistratura ejecutiva federal y a ellos se
confiaba el mando del ejército y la planificación de las operaciones militares. La asamblea federal
constituida por todos los ciudadanos del estado beocio tenía la última palabra en cualquier acción
legislativa, judicial y diplomática de interés federal.
Si a comienzos de siglo IV, Grecia está sumida en una crisis sin precedentes, que afecta al
ámbito económico, social y político, no cabe duda de que la guerra fue el principal problema que
agotó los recursos humanos y financieros del mundo griego. Los permanentes enfrentamientos
agotaron a la mayoría de los estados. La ruina de numerosas comunidades, el rápido incremento de
la miseria, el abandono de las tierras de labor y la emigración del campesinado a las ciudades,
requerían la puesta en marcha de medidas que en muchos casos no fueron bien acogidas.
Paralelamente, la pequeña industria de la Grecia continental, que había conocido a lo largo del siglo
V momentos de prosperidad, se resiente en todas las ramas de producción. Las guerras y la piratería,
el retraimiento de la inversión comercial, las nuevas exigencias fiscales sobre los ciudadanos
(armadores, mercaderes, artesanos) son algunos de los motivos que explican la decadencia del
comercio, pero también lo son la pérdida de los mercados de Oriente y Occidente y de la clientela
que consumía los productos comercializados (vino, aceite, cerámicas, etc.). Con frecuencia, sucede
que ciertas ciudades periféricas (Siracusa, Marsella, Rodas) se transforman en adecuados centros de
distribución e intercambio que reemplazan a los grandes mercaderes de antaño (corintios,
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atenienses, samios....).
Con todo, en el ámbito comercial, el Pireo, el puerto de Atenas, sigue siendo el principal
mercado en el ámbito del Egeo. Esto no se debió solamente a la hegemonía naval y a la creación de
la segunda liga Marítima (377 a.C.), hechos que redundaron en beneficio de Atenas, pues
permitieron atraer capitales, unificar patrones monetarios y asegurar las rutas de navegación con
dirección al puerto ateniense. También repercutió favorablemente el avance hecho por los
atenienses en el campo del derecho mercantil e internacional privado y el perfeccionamiento de
instrumentos jurídicos y mercantiles.
Pero aún así, el caso de Atenas es particularmente revelador de la crisis económica. Las
pérdidas materiales, las sequías prolongadas, los terremotos, las epidemias, obligan en diversas
ocasiones a los campesinos, afectados además por las campañas espartanas en el Ática, a refugiarse
en la ciudad, pues se encontraban ahora sin medios para rehacer sus haciendas. Por otro lado, la
derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso había dejado las arcas del estado vacías y privado a la
ciudad de su imperio marítimo, una fuente regular de ingresos fiscales y de beneficios comerciales,
la base material, como sabemos, de la democracia de época de Pericles.
Privada de la Liga y hundida la producción minera de Laurión, Atenas debió afrontar
gravísimos problemas financieros. La continuación de los conflictos armados a lo largo de toda la
centuria, la necesidad de equipar la flota y mantener la alianza, la renuncia del ciudadano hoplita a
prestar servicio militar y el recurso cada vez más frecuente a acudir al mercenariado, suponían un
gasto público continuo, acrecentado además con la institución del misthos eklesiastikós en el 399
a.C. (dieta por asistencia en la asamblea), la continua subida de los restantes sueldos del estado, el
crecimiento del presupuesto para el fondo de espectáculos y las restantes subvenciones de la política
social en pro de los ciudadanos huérfanos, viudas y ancianos y otras labores de asistencia pública,
acrcentadas en tiempos de crisis en general o de guerra.
El estado ateniense no supo poner en práctica una política financiera coherente con la que
equilibrar sus gastos y recurrió a las contribuciones como la eisphora, impuesto directo sobre el
capital que se recaudaba en tiempos de guerra y así se acentuó la presión sobre los propietarios,
comerciantes y artesanos.
Es entonces cuando se extiende el sistema litúrgico, que consiste en hacer recaer en los
particulares ricos desembolsos varios en beneficio de la comunidad. La stasis ahora queda reflejada,
por un lado, en el malestar de los ricos que soportan mal la equiparación a la que los somete la
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democracia, y consideran injustos el desigual reparto de cargas económicas del que se sienten
perjudicados y la igualdad de derechos y ventajas políticas. Verán a los pobres como devoradores de
los bienes públicos y privados, se sentirán perseguidos judicialmente por las masas y llegan incluso
a realizar sus inversiones en riqueza oculta y especulativa, con lo que terminan rompiendo la
solidaridad ciudadana. Por otro lado, los pobres consideran el lujo de los ricos como una agresión,
desconfiarán por ello de los políticos y de los ricos centrarán sus quejas en las deshonrosas formas
de adquirir riquezas. Las estructuras políticas fueron incapaces de controlar la situación ni con la
concordia ni con la represión.
La especulación y la explotación de la necesidad favoreció el enriquecimiento de los más
pudientes que adquirirán, además, gran peso específico, mientras aumenta la fractura social con
respecto a la población más empobrecida. Esta quiebra se nota también en lo militar. Por un lado, se
va convirtiendo cada vez más en un campo muy especializado, profesional, ayudado por la
presencia del imperio persa y por las luchas en otros lugares como Sicilia, al que recurren muchos
ciudadanos pobres y no tan pobres. Esto último lo demuestra bien el caso de Jenofonte, que
demuestra que el ciudadano ateniense se alquila también como mercenario para otras ciudades o
reinos. Por otra, la sofisticación militar exige diversos tipos de unidades, incluyendo tropas ligeras,
lo que hace que el hoplita no sea la única forma de combate, junto con su tradicional compañero, la
caballería. Además, aquellos ciudadanos con suficientes recursos preferían, mediante el pago de
impuestos, eludir su responsabilidad militar, percibida ahora como una carga insoportable. Con todo
ello, la sociedad hoplítica ha roto su integridad, con aquella identificación característica del
ciudadano con el propietario de tierra que actúa en defensa de su ciudad como soldado y la mayoría
de los soldados recibe el misthós, sea ciudadano o extranjero. Los militares se fueron convirtiendo,
entonces, soldados de profesión, ajenos a la vida política que podían servir a su polis o a cualquier
otra potencia con la misma entrega y devoción, en el contexto de un mundo más y más
internacionalizado.
El resultado fue una marcada división entre funciones militares y políticas. Si a los políticos
griegos de época clásica se les requería que estuvieran versados en cuestiones militares y financieras
y que dominaran el panorama general de la Hélade, ahora, en el siglo IV, la complejidad de todos
estos asuntos ha aumentado considerablemente, lo que hace que se extienda la profesionalización y
surjan los estrategos, por una parte, y los demagogos-oradores, por otra. No sorprende que el primer
tratadista heleno sobre el arte de la guerra, Eneas el Táctico, sea de esta época y quizás también un
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jefe de mercenarios1, con lo que resulta más o menos contemporáneo de Sun Tzu, el autor del
libro El Arte de la Guerra 2. El jefe de mercenarios se convierte así en un hombre semiindependiente, patrón de sus hombres, con quienes mantenía una relación puramente personal, al
margen de la ciudad. Esta situación rompía la perfecta fusión de lo civil y lo militar en el seno de la
polis clásica y significaba una fisura en la polis pues escindía el sentimiento comunitario y la
responsabilidad de sus miembros con respecto a la comunidad. De ahí por ejemplo que Demóstenes,
el gran orador ateniense enemigo de Filipo, se opusiera en la Asamblea a la utilización de
mercenarios que acababan con la tradición del soldado-ciudadano.
La generalización del misthós del que se benefician ahora los soldados se inscribe en y
favorece un fenómeno característico del periodo que adquiere un peso significativo en la economía
del momento: la circulación monetaria que Aristóteles percibe como pieza clave para explicar la
disolución de la polis. Simultáneamente, el dinero se concentró en manos de unos pocos:
proveedores, armadores, dueños de talleres de armas, concesionarios y empresarios. En este
ambiente se asiste al desarrollo de la banca, se favorecen los préstamos, los depósitos y se producen
alteraciones en el valor metálico de las monedas, consecuencia de los desequilibrios producidos en
momentos de intensa actividad económica. Son los banqueros los que sacan provecho de todos los
procesos de alteración de valores que rompían la koinonía, la polis concebida como comunidad
estable, identificada con la ciudad de los hoplitas, autárquica y autosuficiente. La banca, factor de
transformación en el mundo de la economía, revela las transformaciones sociales del periodo. Por
ejemplo, no era frecuente en la ciudad griega que el esclavo recibiera la manumisión, ni legal que el
liberto se convirtiera en ciudadano, pero ambos fenómenos se producen en el mundo de la banca.
Las nuevas tendencias económicas se hicieron notar también en la composición y
reclutamiento de los grupos dirigentes en el s. IV. Las fortunas no están ya constituidas
exclusivamente por bienes raíces, por la tierra, sino también por capital mobiliario en dinero,
réditos, concesiones mineras o talleres. Estas fuentes de riqueza inciden en mucho en la nueva
estratificación social de los grupos privilegiados, pues si bien algunas de las fortunas pertenecen a
algunas familias del Ática ya conocidas en el s. V otras son de reciente creación. Junto a las
mencionadas formas de enriquecimiento, hay que mencionar la riqueza producto del desempeño de
1
2
Eneas el Táctico; editado junto con Polieno en Poliorcética/ Estratagemas, Gredos, Madrid, 1991 .
Arte de la guerra de Sunzi (edición bilingüe). Versión restaurada a partir del manuscrito de Yinqueshan
(siglo II a. C.), a cargo de Laureano Ramírez Bellerín. Madrid: La Esfera de los Libros, 2006.
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las magistraturas, en particular el cargo de estratego y en general a la profesión militar.
Algunos generales amasaron sólidas fortunas al servicio de su ciudad en forma de botín o al
servicio de cualquier soberano extranjero como simples mercenarios. La fortuna, valorada ahora en
unidades monetarias y no ya en tierras heredadas, distinguirá al hombre de bien del pueblo llano.
Por eso en el 322 a.C. cuando Atenas asistió a un cambio de régimen hacia la oligarquía, el único
criterio seguido para excluir del cuerpo ciudadano a gran parte de la población fueron los ingresos
de la persona, con independencia de su origen y naturaleza.
En cuanto a la vida política, se produce un constante antagonismo entre democracia y
oligarquía. En los sistemas democráticos como Atenas, destacan los oradores y estrategos que
prometen soluciones ilusorias y a los que el pueblo sigue temporalmente mientras reparten los
subsidios públicos, pero que sólo se preocupan por contener la agitación del momento, y nunca
adoptaban medidas idóneas para alcanzar una mejor distribución de la riqueza. En los estados
oligárquicos y en aquellos donde la democracia no había calado por completo, fueron los
propietarios y los aristócratas quienes buscaron controlar el poder político real reteniendo las
magistraturas y el cargo de estratego e hicieron compatible el mantenimiento de su posición
tradicional con pequeñas concesiones y reformas. Pero también en estos estados llegaron a peligrar
las instituciones y el orden político.
Como resultado de todo esto, la tiranía reaparece también con fuerza en este período como
fruto de las dificultades sociales y económicas que atraviesan algunas ciudades, pero no es tan
habitual en los grandes estados sino en el mundo colonial. Al igual que en los siglos VII y VI, el
gobierno unipersonal tuvo por origen graves desequilibrios sociales que hacían superfluas a los ojos
del demos las conquistas políticas anteriores, incluso las del gobierno popular, y señalaban, en
cambio, como más perentoria la resolución drástica de los problemas materiales. En el caso de
Dioniso de Siracusa, en Sicilia, la instauración de la tiranía estuvo justificada por la amenaza
cartaginesa y la necesidad de concentrar en una sola persona todos los poderes, pero también aquí el
nuevo régimen que puso fin a la democracia, persiguió a los aristócratas y se apoyó en los grupos
populares, artesanos y campesinos, en los ciudadanos de nueva creación (neopolitai) receptores de
tierras y en el mercenariado afecto al tirano.
El debilitamiento de la polis se hizo patente ante todo en el campo de las relaciones
internacionales. Una de las grandes novedades del momento es la idea de una paz general (koine
eirene), concepto que no se refiere ya a un tratado entre dos contendientes y sus aliados respectivos,
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sino a una tentativa de paz general, reglamentada internacionalmente, a la que todos los estados
son invitados a adherirse sin distinción de alianzas, fundamentada en el respeto a la autonomía de
las ciudades grandes y pequeñas y en la idea de que la paz y no la guerra debería ser el estado
normal de las relaciones entre griegos. Otra es el panhelenismo, una idea vinculada a la existencia
del imperio persa como objetivo militar y de la que, finalmente, también se apoderará Filipo.
Pero la llamada crisis de la polis no sólo se reflejó en el campo de las relaciones
internacionales y en las condiciones económico-sociales internas, sino también en la vida religiosa,
las artes y el pensamiento. La crisis social supuso la desaparición o cuando menos la alteración de
valores como el sentimiento de comunidad que culminará con la aparición de la expresión:
“cosmopolita”, “ciudadano del mundo”, que supone la pérdida total del concepto de ciudadanía
como prioridad. En el ámbito religioso, si el siglo V había visto triunfar la religión cívica, ahora, en
cambio, las formas más intensas y emocionales del dionisismo, como el éxtasis báquico o el
acercamiento a la naturaleza permiten al ciudadano descargar sus angustias vitales. Las nuevas
formas de espiritualidad ligadas a los cultos mistéricos apuntan al nuevo mundo del helenismo.
Los pensadores y filósofos griegos recogieron el sentimiento de inquietud de sus
conciudadanos ante tales situaciones y en sus obras analizaron el malestar general de su generación.
Entre otros, Jenofonte, Isócrates, Aristóteles, Éforo se limitaron a desarrollar una labor teórica
distanciada de la realidad, pero su influencia sobre los oradores y los grupos dirigentes fue el acicate
que promovió el debate social y preparó el camino a la renovación de numerosas instituciones.
Más allá de ahí, y mucho más importante, en estos años se fundamenta el pensamiento
filosófico y político griego, y en gran medida el occidental, tanto en un autor más teórico como
Platón, como en Aristóteles, que se propone recoger con su equipo 158 constituciones de ciudades
para analizarlas y busca encontrar las claves para un modelo estable de ciudad en tiempos tan
turbulentos como éstos.
Otra respuesta a todo ello, en términos filosóficos, es la de Diógenes el Cínico, que apunta
también al helenismo en su rechazo de la ciudad y, de hecho, de todo convencionalismo, en la
perspectiva de una reflexión crítica que apunta ya a una doctrina dirigida a toda la humanidad.
Otro signo de los tiempos es, por último, la historiografía, en la que nos encontramos
historias parecidas a las de Heródoto y Tucídides o historias de ciudades, pero en la que un autor
como Jenofonte escribe ya unas historias Helénicas, pero otro, Teopompo, escribe ya una Historia
Filípica.