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Luna Álvarez Sarmiento
Viernes, 25 de septiembre de 1761
—El sepulturero ha cavado esta mañana la tumba de nuestra muy querida sor María —comunica
sor Ángela con voz fría como el viento del norte—. Su sepultura la está aguardando, así como un
lugar a la diestra del Señor —añade con una untuosidad que desmienten su tez amarillenta y su
silueta, rígida y enjuta, con hábito de sarga negra.
Tras hacer la señal de la cruz, vuelve a cerrar la puerta de la celda y desaparece por el pasillo de
tablas chirriantes. Luna hierve de cólera. ¿Es una religiosa del convento de las Ursulinas, una
sierva del amor divino, la que osa hablar de esa guisa en presencia de la mujer que agoniza? ¿Así
es como concibe la caridad cristiana?
Con una extrema palidez en el rostro, los labios azulados y las manos frías, sor María respira con
dificultad, se sofoca al menor movimiento. Una fetidez cadavérica, característica del escorbuto,
emana de las encías hinchadas, de las que gota a gota brota una espesa sangre negra: su último
diente acaba de caer. Ni jugo de apio silvestre, ni aceite de boj, ni hojas de uva de raposa picadas
logran calmar el dolor de esa boca carcomida por las úlceras. Le niegan la sagrada comunión,
pues el médico ha decretado que no se le puede conceder con seguridad a una persona cuya
lengua está llena de agujeros. Sin embargo, la vida resiste obstinada en sus ojos, cristales negros
que relucen como fósforos.
Y Luna sabe que ese fulgor la bendice, a ella que venera al Dios Elohim, al Dios de Israel.
Sor María no quiere tomar otro chocolate que el de los Álvarez Sarmiento. Por consiguiente,
Luna se encarga de llevárselo en persona. Insiste en preparar ella misma el brebaje que, desde
hace meses, constituye el único alimento de la ursulina. Posee el don de dosificar correctamente
el agua y las virutas, de girar entre sus manos el molinillo sin más ruido que el de un ala de
pájaro rozando el río, y posee asimismo un secreto: dos gotas de esencia de ámbar disueltas en
una cucharada de agua de azahar.
Luna vierte la espumosa bebida en la jícara de sor María. La repugnancia y el temor al contagio
la retienen de ayudar a la moribunda a alimentarse. Una novicia huérfana, que también tiene a su
cargo vaciar la galanga, procede a ello. La religiosa se incorpora con gran esfuerzo, da un sorbo,
vuelve a tenderse, agotada, y da las gracias con un leve movimiento de su mano diáfana.
—Os ruego que perdonéis la calidad corriente de este chocolate, mi buena sor María —dice
Luna, confusa—; solo nos queda cacao de Maranhao y de las Antillas. Esperamos un cargamento
de excelente caracas de Venezuela, pero el navío de Amsterdam lleva varios días de retraso.
La puerta se abre de nuevo empujada por sor Ángela, que da golpecitos en el suelo con el pie y
fulmina a Luna con la mirada.
—Cesad en vuestra cháchara y volved a vuestra tienda, hija mía. Estáis aturdiendo a sor María.
¿Replicar? ¿Soltarle cuatro verdades a la cara a la santa mujer? ¿Decirle que tiene el corazón más
seco que una almadreña, que un montón de limaduras de hierro, que un hueso de albaricoque o
que el fondo de una alcachofa de un siglo de antigüedad? Ya veremos. Sor Ángela tal vez
pertenezca a una de las grandes familias de Bayona ligadas al alcalde o a los regidores, que no
cesan de perseguir a los portugueses. De manera que más vale no tentar al diablo y mantener la
boca cerrada cueste lo que cueste. Con gesto digno, Luna se envuelve con su capa, toma el cesto,
que despide un aroma a cacao, sonríe a la yacente y se va sin dignarse dirigir una mirada a sor
Ángela.
¿Por qué sor Ángela le profesa un odio tan intenso?, se pregunta Luna mientras contornea el
muro exterior del convento. Sin la menor duda, porque Luna pertenece a la «nación» llamada
«portuguesa ». Sonríe. ¡Curiosa condición para una francesa de origen español! No obstante,
todos saben que el nombre «portugués » enmascara el de «judío».
Una nube gris yace como una tapadera sobre los tejados de Saint-Esprit-lès-Bayonne. Va a llover
otra vez. A cada paso, los tacones de Luna hacen un ruido de ventosa cuando se despegan el
suelo esponjoso, y el barro mezclado con el estiércol líquido salpica de moscas sus medias
blancas. Tormentas y lluvias han acumulado, al pie de las calles en pendiente, montones de
inmundicias y de piedras, a los que van a parar perros y gatos muertos. Incluso la calle de
Maubec, vía principal del arrabal, es una verdadera cloaca. En ella, uno se embarra los zapatos,
se tuerce el pie, respira un olor infecto.
En cuanto a aquella calle, la de Graouillats, es la más detestable de Saint-Esprit. Cercana a los
astilleros, acusa su estrépito y favorece los malos encuentros: mozos de cuerda que lanzan
escupitajos de espuma sanguinolenta, miserables ganapanes en busca de contrata o de malos
encuentros, soldados bearneses conocidos por sus fechorías…, ¡y encima, ahora se acerca una
oca, con el pico amenazador! Luna blande su paraguas sin conseguir intimidarla. Se plantea si
golpearla, cuando de pronto aparece un dogo de ojos tiñosos. ¿Se dispone a atacarla?
Afortunadamente, opta por perseguir a la estúpida oca, que emprende la huida, graznando con un
grito cada vez más cascado, y que, al igual que sus hermanas, acabará servida en un plato.
Es precisamente una oca asada lo que esa noche constituirá el plato principal de la cena, una cena
que habrá de sellar el destino de Luna. «¿De manera que no quieres fundar un hogar? le ha
recriminado su madre en varias ocasiones—. ¿Qué será de ti cuando tu abuelo y yo hayamos
desaparecido? Sabes hasta qué punto le hace sufrir la idea de que se extinga el linaje de los
Álvarez Sarmiento. ¡No dejes pasar esta última oportunidad, hija mía, o lo lamentarás! Más
adelante será demasiado tarde. ¡Señor Dios, qué calamidad para una señorita seguir soltera a los
treinta y dos años! ¡Cuando otras ya son abuelas!»
¿Comprenderá algún día su madre que cuanto más insiste más se resiste Luna? Por lo que puede
recordar, siempre ha habido borrascas entre ellas. Se diría que el único placer de Rivka estriba en
emponzoñar a los demás. Luna está dispuesta a admitir, no obstante, que con frecuencia su
espíritu indómito la lleva demasiado lejos. Ahora bien, ello no debe ser óbice, se dice, para que
ese defecto le impida reconocer hacia dónde debe dirigirse su destino.
¿Le convendría casarse? Luna busca una respuesta en el cielo amigo. Ya empiezan a retirarse
bandadas enteras de golondrinas, quién sabe hacia qué regiones… El invierno promete ser crudo.
Tras dejar a su espalda el arrabal coronado por la ciudadela, Luna holla por fin el suelo de
madera roja del puente de Saint-Esprit, que permite salvar el Adour. Enfrente se extiende la
ciudad de Bayona, flanqueada por fortificaciones.
Con un estremecimiento de emoción, imagina las columnas de los supervivientes españoles de
1492, convertidos por la fuerza en Portugal, despojados de sus bienes, expulsados por la
Inquisición, agotados y hambrientos, que se presentaron a las puertas de la acogedora ciudad
confiando en hallar residencia en ella. ¡Pues nones! Bayona se hizo la gazmoña y se cerró como
una ostra. Por fortuna, Saint-Esprit, hoy apodada la «pequeña Jerusalén de las riberas del
Adour», se mostró más comprensiva.
Ha corrido mucha agua bajo los puentes, y desde entonces, los negociantes portugueses*
establecidos en el arrabal han enriquecido a Bayona. Con todo, transcurridos casi tres siglos, la
ciudad continúa despreciándolos, humillándolos: prohibido, so pena de multas elevadas, comer o
dormir intramuros, poseer tinglados, obradores o tiendas, proveerse en el mercado antes del
toque de mediodía, tratar con los católicos los domingos o festivos, cerrar negocios en sábado,
vender mercancías al menudeo, lo que, en consecuencia, incluía hacer y despachar chocolate.
Los portugueses solo pueden vender al por mayor, y, aun así, cada tarde deben abandonar
Bayona antes de la puesta del sol, antes de que el guardia municipal portador de las llaves eche el
cerrojo al corsé de murallas que protege a los buenos cristianos.
Sin embargo, pese a las humillaciones que simboliza el puente de Saint-Esprit, a Luna le encanta
cruzarlo: largo, amplio y sólido, suscita la admiración de los visitantes. En los pretiles se han
dispuesto unos bancos empotrados donde la gente se detiene para respirar el aire del mar, tan
cercano, observar el paso de los carruajes o de los navíos que lucen pabellones extranjeros, o
admirar las altas casas de piedra que bordean la plaza de Gramont.
Calesas, cabriolés, sillas de manos, peatones y jinetes circulan con alegre talante. Las carrozas se
cruzan con gran estrépito, dirigiéndose bien hacia Madrid, bien hacia París. Procedentes de
Capbreton, las carretas tiradas por bueyes se hunden bajo el peso de las canastas rebosantes de
mújoles de las Landas. Los bateleros del Adour se cantan las cuarenta mientras los cocheros
vociferan. Con un cántaro de barro depositado sobre su orgullosa cabeza, las sirvientas de las
casas bayonesas acarrean el agua extraída de la fuente de Saint-Esprit.
Es una historia chusca. La ciudad nunca consiguió captar fuente alguna de agua potable, mientras
que los portugueses de Saint-Esprit fueron capaces —eso sí, a sus expensas— de construir una
fuente en la plaza del arrabal. Y los burgueses de Bayona se aprovisionaban en ella sin rubor
mientras echaban pestes del lugar: allí las sirvientas se contagiarían de un «espíritu de libertinaje
y de vicio» que acto seguido propagarían en el seno de las familias de sus señores… Más valía
tomárselo a risa.
Cuando alcanza la puerta de Francia, en el otro extremo del puente, las primeras gotas de lluvia
obligan a Luna a subirse la capucha. Saluda mentalmente a su majestad Luis XV. El busto real
domina desde una hornacina del frontón, como para indicar bien a las claras que uno está
entrando en una ciudad francesa a despecho de su estilo español.
En la plaza del Reducto, en el deleitable triángulo donde el Adour acude a juntarse con el Nive,
las chalanas se apretujan ante los tenderetes adosados contra las murallas. Cual si se tratara de
flores, se abren al amanecer y cierran sus pétalos a la puesta del sol. En ellos se despachan
artículos de mercería, sedas y paños, telas de oro y de plata, pero también se prepara el chocolate
según la receta familiar: una artimaña del abuelo David Álvarez Sarmiento, llamado el Indiano.
Uno de sus amigos cristianos, el capitán de navío Hirigoyen, tiene alquilado el tenderete del
Reducto a su nombre y lo cede a los Álvarez a cambio del precio del alquiler más una
participación en los beneficios. Así todos quedan contentos. En principio, a los portugueses les
está prohibida la venta al menudeo, pero ¿de qué vivirían si no desafiasen esas ordenanzas
inicuas? A menos de un sueldo la jícara, el chocolate de los Álvarez Sarmiento pasa por ser el
mejor de Bayona. A Luna le divierte ver cómo Daniel y Jacob, sus jóvenes parientes, multiplican
brazos y piernas a fin de satisfacer a la gente que se apretuja ante el puesto. Menudo par esos
dos: Daniel, una especie de lobo endemoniado, y su hermano pequeño Jacob, que posee el
melancólico encanto de un querubín…
(C) 2003, BIBLIOPHANE-DANIEL RADFORD, PARIS
(C) 2006, ROSA ALAPONT, POR LA TRADUCCIÓN
(C) 2006, GRUPO EDITORIAL RANDOM HOUSE MONDADORI, S.L.