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Miércoles 27 de Abril de 2005
La gran brecha de Occidente
Por Juan Archibaldo Lanús
Para LA NACION
PARIS
El distanciamiento entre los Estados Unidos y algunos países europeos con motivo de los acontecimientos
vinculados con la guerra de Irak puso de manifiesto una fractura que amenaza la unidad del mundo occidental.
No se trata de una mera diferencia política, sino de una evolución, a partir de un patrimonio de valores comunes,
hacia dos visiones diferentes del Estado, la sociedad y el mundo que la Guerra Fría había suspendido. Pero ¿la
división es profunda? Y ¿cuál de las dos partes se ha alejado de la otra?
Una lectura de la política exterior de los países de la Alianza Atlántica demuestra que los hitos emblemáticos de
esta divergencia son la implosión del bloque soviético (9-11-1989) y el ataque terrorista a las Torres Gemelas (119-2001). El fin de la Guerra Fría cambió los supuestos de la estrategia norteamericana: la “contención” y la doctrina
de la “destrucción mutua asegurada”, que actuaban como factores de disuasión. Ambos principios implicaban una
estrecha solidaridad con los países de Europa occidental, que recibían la protección del “paraguas atómico”
norteamericano.
Durante cincuenta años, los Estados Unidos y los países europeos, miembros de la Alianza Atlántica, mantuvieron
una misma visión opuesta al expansionismo soviético y, en general, coincidieron sobre la forma de tratar las crisis
de seguridad internacionales. El sistema de seguridad colectiva, en la mayoría de los casos, no funcionó por el
frecuente veto soviético. Pero ningún miembro de la Alianza Atlántica cuestionó la legitimidad de la actuación de
los Estados Unidos, respetaran o no el derecho internacional, cuando se percibió la existencia de una amenaza a
la seguridad. El enemigo principal era el bloque soviético y la ideología marxista. La legitimidad de la hegemonía
norteamericana dentro del grupo occidental derivaba, precisamente, de la estructura bipolar del mundo, que
desapareció al producirse la implosión rusa. Una nueva etapa histórica se abre, entonces, tanto para el sistema
internacional como para los Estados Unidos.
El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 es a su vez un momento divisorio de aguas para la política
norteamericana. Se enuncia el principio de la “guerra preventiva”, se designa por sus nombres a los “Estados
villanos” que forman un “eje del mal” y se precisa la noción de “alianzas flexibles”, a diferencia de los pactos de
seguridad permanentes suscriptos con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.
Si durante cincuenta años la Guerra Fría había impedido el normal funcionamiento del sistema de seguridad
colectiva previsto en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas, el derrumbe soviético no ha permitido,
sin embargo, restablecer su autoridad. El presidente Clinton mandó tropas a Haití sin autorización del Consejo de
Seguridad; en 1998 bombardeó Irak en la operación Desert fox sin respetar las reglas de la ONU, a pesar de la
fuerte oposición de Rusia y de Francia, y en Kosovo los europeos fueron a la guerra sin la luz verde del Consejo,
invocando la teoría de la intervención humanitaria que echa por tierra la concepción westfaliana de la soberanía.
Como lo había anticipado el presidente Clinton, “multilateral si es posible, unilateral si es necesario”.
El compromiso de respetar la Carta de la ONU fue un principio que todos los gobiernos norteamericanos, desde
Franklin D. Roosevelt, habían proclamado, aunque no siempre cumplido (Santo Domingo, Vietnam, Panamá, etc.).
Debemos recordar que fue el presidente Roosevelt quien, después de Yalta, proclamó “el fin del sistema de la
acción unilateral, de alianzas exclusivas, de esferas de influencia, de equilibrio de poder”. Proponía, en cambio,
“una organización universal en la que todas las naciones amantes de la paz tengan la ventaja de adherir a (...) una
estructura permanente de paz”. Esta estructura fue precisamente la ONU, a la que ahora critican los sectores
neoconservadores que rodean al presidente Bush.
En la revista Foreigns Affairs (mayo-junio 2003) Michel Glennon sostiene que Irak es el “fin de una gran
experiencia, la monumental experiencia internacionalista del siglo XX”, que tenía por objeto “someter el uso de la
fuerza al imperio de la ley”. Según este autor, “la suerte del Consejo de Seguridad está sellada” por la fuerza
desproporcional de los Estados Unidos frente a otros países.
Francia es quizás el país que más frontalmente se opone a la nueva versión “neoconservadora” o “nacionalista” de
la política norteamericana. La posición “soberanista” es fuerte en la política francesa, cuya elite intelectual no olvida
que fue Jean Bodin en su Seis libros de la República, en el siglo XVI, el primero en formular el concepto de la
“soberanía”, quizá la más bella creación de la teoría política de la modernidad.
El presidente Chirac acusa a los Estados Unidos de “sabotear el sistema multilateral”, afirmando que “nadie puede
aceptar la anarquía de una sociedad sin reglas”. Para el canciller Dominique de Villepin no se trata de dos
respuestas al problema que plantea Irak, sino de “dos visiones del mundo”. Los países europeos han dejado atrás
lo que Joshka Fisher, ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, llama “el viejo sistema de equilibrio de poder
con su permanente orientación nacional, obligación de formar coaliciones, tradicionales políticas fundadas en el
interés y el permanente peligro de ideologías nacionalistas”.
Desde la óptica conservadora, Robert Kagan comparte esta forma de evaluar la situación cuando afirma que “...las
ambiciones francesas de crear un contrapeso europeo a los EE.UU. están constantemente superadas por la
poderosa aversión europea al poder militar y a la idea del equilibrio del poder” (Paradise and Power, 2004). Lo que
los europeos temen –dice ese autor– no es que los EE.UU. quieran controlarlos, sino que “han perdido el control
de los EE.UU. y, en consecuencia, de la dirección de los asuntos mundiales”. Europa, en definitiva, vive un sistema
que rechaza la fuerza. La regla del derecho reemplaza el juego del poder y la moral sostenida por los Estados
Unidos. Europa es laica; la visión del presidente Bush es religiosa. Dominique de Villepin, que fue canciller de
Francia y en febrero de 2003 se opuso a la intervención, dijo que la postura “mesiánica” de los norteamericanos
“pone en obra los resortes clásicos del poderío al servicio de una concepción maniquea del mundo”.
La disidencia que se plantea en el seno de la Alianza Atlántica entre los Estados Unidos y los aliados de la
coalición, por un lado, y el tándem Francia-Alemania con sus seguidores, por otro, involucra cuestiones de fondo y
no solamente una diferencia sobre las políticas por seguir ante problemas específicos (Irán, China, Medio Oriente).
Sin embargo, es posible afirmar que algunos gobiernos europeos no aceptan hoy lo que antes se justificaba en el
contexto de la Guerra Fría. El cambio no vendría pues de los Estados Unidos, sino de Europa.
En realidad nada de lo que sostienen actualmente los Estados Unidos es muy distinto de lo que hacían en el
pasado y que Europa no objetó. Ningún gobierno europeo dijo mucho con respecto a la intervención
norteamericana en Santo Domingo (1965) o Panamá (1989). El “eje del mal” no es un concepto muy diferente de la
lucha contra el “comunismo internacional” lanzada por el secretario de Estado Foster Dulles a principios de la
década del cincuenta, que tanta repercusión tuvo en América latina, o del concepto de “imperio del mal” acuñado
por Ronald Reagan. El no respeto a los procedimientos y principios establecidos en la Carta de la ONU fue
recurrente durante décadas: Guerra de Vietnam, Santo Domingo, Panamá, Haití (1994), bombardeos sobre Irak
(1998). La idea de un cambio de régimen mediante intervenciones directas o encubiertas en países tampoco es
nueva: destitución del primer ministro Mossadegh en Irán (1953); invasión de la Bahía de los Cochinos en Cuba
(1961); ayuda a los contras en Nicaragua (1980). Parecería más bien que es en Europa donde el estado de la
opinión pública dio un giro en lo que hace a los valores que deben regir la política internacional.
Un nuevo idealismo legalista dejó atrás la admiración por la fuerza y el culto a la política de poder, rechaza las
actitudes colonialistas y pretende evitar el maniqueísmo que caracterizó los momentos más duros de la lucha
ideológica en el continente.
Quizás esta oposición tan frontal pueda expresarse en las concepciones de dos pensadores: Hobbes y Kant.
Francia, heredera del pragmatismo de Richelieu, es partidaria de la transacción; los Estados Unidos son proclives
a afirmar su poderío y rechazan compartirlo. Kant pensaba que la guerra era evitable y visualizaba una “paz
perpetua”. En esa corriente se ubican Hugo Grocio, fundador del derecho de gentes; Dante, Marsilio de Padua y
Tomás Moro, entre los clásicos. La visión de Hobbes partía de la idea de que el estado natural del hombre es la
rivalidad y la lucha, reiterando el viejo apotegma de Plauto según el cual “el hombre es un lobo para el hombre”.
Los pensadores que siguen esta visión fueron Hegel, Nietzsche, Heinrich von Treitschke y Clausewitz.
Pero la crítica a los Estados Unidos no es sólo a su política, sino también a la legitimación de su hegemonía. El
ministro alemán Fisher afirmó que un orden mundial no puede funcionar cuando el interés nacional de la potencia
más fuerte “es el criterio definitivo para el uso del poder por ese país”. Jacques Chirac, por su parte, acusó a los
Estados Unidos de minar el sistema multilateral. “Nadie puede aceptar la anarquía de una sociedad sin reglas”,
dijo. Aun los gobiernos de Tony Blair en Gran Bretaña o Silvio Berlusconi en Italia, que apoyaron a Washington, se
enfrentan con una opinión pública mayoritariamente hostil a la intervención en Irak sin autorización expresa del
Consejo de Seguridad. El cambio de visión de los pueblos es profundo y concordante con el nuevo experimento de
gobierno transnacional que propone la Unión Europea, con énfasis en la inclusión, la diversidad, la calidad de vida
y los derechos humanos universales. En fin, un nuevo humanismo democrático despojado de ideologías,
respetuoso de la palabra empeñada.
Quizá la diferencia más emblemática entre lo que pasa en los Estados Unidos y lo que sucede en la Unión
Europea sea la actitud frente a la pena de muerte. La Unión la rechaza en forma unánime, mientras que la
sociedad norteamericana la apoya mayoritariamente.
Si observamos las tendencias de opinión y los valores prevalecientes en las sociedades norteamericana y europea,
deberíamos concluir que el “sueño europeo” se está alejando del “sueño americano”. Entre la presencia de las
religiones en la vida cotidiana en un caso y el avance de la laicidad en el otro; entre la cruzada antiterrorista y el
rigor securitario por un lado y por otro el respeto por los derechos humanos y el espíritu de compromiso; entre la
vocación de pueblo elegido para el liderazgo y la voluntad de compartir un poder multipolar; entre los objetivos
políticos moralizantes y el propósito de promover el derecho internacional; entre la decisión de usar el poder para
defender el interés nacional y la aversión al uso de la fuerza, y otras muchas diferencias, parecería estarse
abriendo una fosa que terminará separando la cultura política de estos dos pilares del mundo occidental.
América latina es el tercer pilar del mundo occidental. Obligada por la historia, deberá intervenir en esta diferencia
y contribuir con sus ideas y tradiciones políticas para intentar un compromiso nuevo que asegure la paz y la
convivencia en el mundo. El gran debate todavía no ha comenzado.
El autor es embajador en Francia
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