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AMOR A LA IGLESIA CATÓLICA Y AL PAPA
«Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus» Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y
allí está también Dios1, decía san Ambrosio, pues el patrón no abandona la barca
que le fue confiada por el propio Jesucristo para hacer llegar la salvación a toda la
humanidad.
Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa.
Pedro es nombrado siempre en primer lugar (Mt 10, 2ss; Hch 1, 13) y con frecuencia
manifiesta su autoridad ante los demás: propone la elección de otro Apóstol que
ocupe el puesto de Judas (Hch 1, 15s), toma la palabra en Pentecostés y convierte a
los primeros cristianos (Hch 2, 14s); éstos sacaban los enfermos a las plazas para
que, al pasar Pedro, al menos su sombra los alcanzase (Hch 5, 15); él responde ante
el Sanedrín en nombre de todos (Hch 4, 8ss); castiga con autoridad a Ananías y
Safira (Hch 5, 1ss), admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil (Hch 10, 1s),
preside el Concilio de Jerusalén y desestima la pretensión de algunos cristianos
judaizantes acerca de la necesidad de la circuncisión (Hch 15, 7s). El propio San
Pablo no duda en ir a Jerusalén «videre Cepham», para ver a Pedro y confrontar su
doctrina con la del príncipe de los Apóstoles (Ga 1, 18).
Los primeros cristianos nos han dejado una conmovedora manifestación de
su entrañable amor a Pedro, cuando Herodes Agripa le retenía en el calabozo con
la intención de darle muerte después de la Pascua. «Mientras tanto ―dice el texto
de los Hechos― la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios» (Hch 12, 5). Benedicto
XVI es hoy el heredero de la cátedra de Pedro, y nosotros los herederos de aquella
comunidad que rogaba con insistencia por su Pastor.
San Jerónimo (347-420), ante el desconcierto doctrinal de los primeros siglos,
aconsejaba «consultar a la cátedra de Pedro, donde está aquella fe que exaltó la boca de un
apóstol» y a donde debía venir «a pedir alimento para mi alma, allí donde una vez recibí
el vestido de Cristo». Y añadía «yo quiero hablar con el sucesor del pescador, con el
discípulo de la cruz. No sigo más primado que el de Cristo; por eso me pongo en comunión
con tu Beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro»2. Pedro es la garantía de unidad de
los cristianos, y por ello debemos poner empeño en estar bien unidos a la cabeza,
pues «¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la Iglesia, que la
bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en una sola profesión de fe y los
juntase con un lazo de caridad y de unión?».3
«Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo.
Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe...» (Lc 22, 31s).
Las palabras del Señor siguen teniendo plena actualidad, y el Pescador
parece de nuevo cribado como el trigo, señal inequívoca de que sigue pilotando “su
1
San Ambrosio, Comentario al Salmo XII, 40, 30.
S. Jerónimo, Carta al Papa Dámaso, 2.
3
Gregorio XVI, Enc. Commissum divinitus, 15-VI-1835.
2
Nave”. Fue el propio Cristo quien le dio el mando de la barca que dirige el Espíritu
Santo. Por lo demás, el cristiano no puede ya sorprenderse al corroborar la certeza
de la promesa del Señor: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán»
(Jn 15, 19). Se entiende bien la insistencia con que, desde su primer discurso, el
Papa nos pide que le sostengamos con nuestra oración4, continuando la plegaria de
aquellos primeros cristianos por san Pedro. Nosotros somos la tripulación de esa
barca, y nos corresponde arrimar más el hombro y permanecer en nuestro puesto
con la mirada fija en el Capitán, especialmente en tiempos de borrasca.
Al referirse al Romano Pontífice, santa Catalina le llamaba il dolce Cristo in
terra y exhortando a la oración, prevenía a los cristianos que se desentendían de esa
responsabilidad de todo hijo de la Iglesia: «¡No durmamos más, desechemos el sueño de
la negligencia, porfiando con humildes y continuas oraciones por el Cuerpo Místico de la
Santa Iglesia y por el Vicario de Cristo! ¡No ceséis de rezar por él; que Dios le dé luz y
fortaleza para resistir!»5.
Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que
ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. Siguiendo un texto de san Juan
Crisóstomo, advertimos que, hoy, como ayer «son muchas las olas que nos ponen en
peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos
porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta
roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. […] La nave de
Jesús no puede hundirse [...]. Las olas no quebrantan la roca, sino que se tornan ellas
mismas espuma. Nada hay más fuerte que la Iglesia. Deja, pues, de combatirla, para no
destrozar tu fuerza en vano. Es inútil pelear contra el cielo. Cuando combates contra un
hombre, o vences o eres vencido; pero si peleas contra la Iglesia, el dilema no existe. Dios es
siempre más fuerte»6.
«…y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos».
El Magisterio de Benedicto XVI con que confirma nuestra doctrina y nuestra
fe, es buena muestra de su celo por esa misión propia de san Pedro. Con facilidad y
prontitud tenemos acceso hoy en día a todos sus escritos. Seguir con interés esas
publicaciones manifiesta nuestra solicitud por seguir en todo al Patrón de la Nave,
y con más diligencia cuando las aguas andan más revueltas. Los buenos hijos
escuchan con veneración aun los simples consejos de su padre, y procuran ponerlos
en práctica, y tratan, a la vez, de que sus palabras lleguen a todos los rincones del
mundo.
Tenemos el deber de permanecer junto al Papa, sostenerle con nuestra diaria
oración y propagar su mensaje, seguros de que la barca es segura para todos, y
conduce verdaderamente al puerto de la salvación. Y amar la Nave, nuestra Madre
Primer mensaje de Benedicto XVI a los Cardenales electores en la capilla Sixtina. Miércoles 20
de abril de 2005.
5
Santa Catalina de Siena, Carta 316, II, 456.
6 San Juan Crisóstomo, Hom. antes del exilio.
4
la Iglesia «con todas las veras de nuestra alma»7, pues ella es el instrumento
querido por Dios para nuestra felicidad terrena y eterna.
Nuestro amor al Papa no es, por tanto, sólo un afecto humano,
fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Él es Pedro, el Vicario de Cristo; sea
quien sea. «Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu
obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en
la tierra, para el Papa.
»Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la
Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo
Padre»8.
Desde la Cruz, la Santísima Virgen recibió del Señor la misión de velar por
sus hijos, congregados en torno a Pedro. Ella asistió a la Iglesia en sus primeros
momentos, y presenció la irrupción del Espíritu Santo que ya la había convertido
en Madre de Dios algunos años antes. «La Iglesia, siempre y en especial en nuestros
tiempos, tiene necesidad de una Madre»9, escribía el siervo de Dios Juan Pablo II, y es
precisamente María la Madre de la Iglesia.
Fortalecidos por tantas garantías ¿no nos sentimos obligados a estar en la
barca de Pedro, y seguros de estar muy cerca del Patrón?
Ignacio Mª Canals Álvarez
Director
San Josemaría, Camino, n. 518.
San Josemaría, Forja, 135.
9
Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 22
7
8