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CUADRANTEPHI No. 22
Enero – junio de 2011, Bogotá, Colombia
Filosofía venidera e infancia: una comunidad siempre por venir
Alejandra Marín
Estudiante de Doctorado
Hispanic Studies, University of Illinois
Chicago
[email protected]
Resumen
En contraposición a la idea de una filosofía moderna que se define por su relación con el
presente (de Kant a Foucault), este texto se propone explorar la noción de la filosofía
venidera propuesta por Giorgio Agamben en Infanica e historia haciendo eco del
―Programa‖ benjaminiano. Para ello, abordará la idea de infancia a través del concepto de
experimentum linguae, y buscará dar cuenta de sus consecuencias políticas, en especial en
lo concerniente a la constitución de una comunidad y su actualización.
Palabras clave: filosofía venidera, Giorgio Agamben, Infancia e Historia, experimentum
linguae.
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Enero – junio de 2011, Bogotá, Colombia
Abstract
In contrast to the idea of Modern philosophy as defined by its relation to the present (from
Kant to Foucault), the text seeks to explore the notion of a ‗coming philosophy‘ formulated
by Giorgio Agamben in Infancy and History, echoing Benjamin‘s ‗Program‘. In order to
accomplish this goal, the article presents a conceptualization of the idea of ‗infancy‘,
elaborated through the concept of ‗experimentum linguae‘, trying to shed light on its
political consequences, especially with regard to the constitution of a community and its
enactment.
Keywords: coming philosophy, Giorgio Agamben, Infancy and History, experimentum
linguae.
1. Filosofía: ¿del presente o por venir?
Si hacemos caso de las palabras de Foucault en su conocido texto sobre la Aufkärung
(1999, a su vez, un comentario a la ―Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración‖ de
Kant (2004), deberíamos aceptar la existencia de una continuidad en lo concerniente al
modo en que la filosofía —o al menos una parte de ella— se definió a sí misma desde
finales del siglo XVIII. Para Foucault, el texto de Kant de 1784 inaugura una época de la
filosofía caracterizada por la formulación de una pregunta respecto del propio presente, de
la actualidad, y por la adopción de una actitud crítica en relación con esa actualidad. En esta
nueva forma de reflexión filosófica se inscribirían ―desde Hegel hasta Horkheimer o
Habermas, pasando por Nietzsche o por Max Weber‖ (Foucault, 1999: 197) y el mismo
Foucault, quien termina por caracterizar su propio trabajo como una ―ontología crítica del
presente‖.
En efecto, a los ojos de Foucault se produce aquí un acontecimento en el orden del
pensamiento: la filosofía se piensa a sí misma en relación con un presente que le resulta
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problemático, y que hace que la Ilustración, en un movimiento autorreflexivo, se defina a la
vez como una época y una tarea.
Me parece que la cuestión que aparece por primera vez en este texto de Kant es la cuestión
del presente, la cuestión de la actualidad: ¿Qué es lo que pasa hoy? ¿Qué es lo que pasa
ahora? ¿Qué es este ―ahora‖ en el cual estamos los unos y los otros?; y ¿qué define el
momento en el cual escribo? […] En resumen, me parece que se ve aparecer en el texto de
Kant la cuestión del presente como acontecimiento filosófico al cual pertenece el filósofo
que en él habla. Si claramente se quiere encarar la filosofía como una forma de práctica
discursiva que tiene su propia historia, me parece que con este texto sobre la Aufklärung
se ve a la filosofía —y pienso que no fuerzo las cosas si digo que por primera vez—
problematizar su propia actualidad discursiva: actualidad que ella interroga como
acontecimiento, como un acontecimiento del cual ella debe decir el sentido, el valor, la
singularidad filosófica y en la cual ella encuentra a la vez su propia razón de ser y el
fundamento de lo que dice. (Foucault, 1984: 35-39)
La tarea, formulada en la divisa ¡sapere aude! y supuesta en el modo en que Kant llama a
su tiempo un tiempo ―de ilustración‖, que no ―ilustrado‖, constituye además, de acuerdo
con Foucault, la posibilidad de circunscribir un ―nosotros‖: precisamente, el ―nosotros‖ de
ese presente, pero también aquel nosotros que queda sugerido en adelante cuando, con tal
consigna, se invoca ―la cuestión de la historicidad del pensamiento de lo universal‖ (Ibid.).
Después de todo me parece que la Aufklärung a la vez como acontecimiento singular que
inaugura la modernidad europea y como proceso permanente que se manifiesta en la
historia de la razón, en el desarrollo y la instauración de las formas de la racionalidad y de
técnica, la autonomía y la autoridad del saber, no es para nosotros simplemente un
episodio en la historia de las ideas. Es una cuestión filosófica inscrita en nuestro
pensamiento desde el siglo XVIII. (Ibid.)
Conviene, para el propósito de este texto, recordar que ese acontecimiento del pensamiento
—la Ilustración— es definido por Kant (2004) en los términos de una ―salida del hombre
de su minoría de edad‖, esto es, de la permanencia en un estado de tutela o de heteronomía
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del pensamiento. La conceptualización de la mayoría de edad es bien conocida: la
autonomía que se gana a través del uso público de la razón es, a la vez, medio y realización
de este tránsito, producto de un ―esfuerzo del propio espíritu‖ que se libera de la cobardía y
la pereza que lo mantenían en semejante condición de sujeción.
A la idea de esta tarea —o época—, como lo he señalado, caracterizada posteriormente
por Foucault como una en la que la filosofía se define en relación con el presente, quisiera
acá contraponer la idea de una filosofía venidera tal como es planteada por Giorgio
Agamben en Infancia e historia, haciendo eco de una formulación bejaminiana: ―La tarea
central de la filosofía venidera es la de extraer y hacer patentes las más profundas
nociones de contemporaneidad y los presentimientos del gran futuro que sea capaz de
crear en relación con el sistema kantiano‖ (Benjamin, 2001: 75).
Propongo aquí pensar que, en un movimiento que parecería paradójico, el modo en que
Agamben da curso a este programa en el que la filosofía ha de definirse en relación ya no
con el presente sino con el futuro, es a través de la idea de infancia, en contraposición a
aquella ilustrada de la mayoría de edad. Como si, siendo fiel a las tensiones dialécticas que
caracterizan el pensamiento de Benjamin, Agamben tuviese que dar un paso atrás para
poder lanzarse hacia el porvenir de la filosofía.
Para desarrollar esta idea, en este texto trataré de elaborar la idea de la infancia en dos
aspectos —en su relación con el tiempo y con la política— desde la pretensión, compartida
por Benjamin y Agamben, de la formación de una filosofía venidera. Dicho de otra forma,
trataré de abordar el modo en que en esta búsqueda de un pensamiento futuro, por venir, la
idea de la infancia adquiere consecuencias políticas, específicamente en lo concerniente a la
conformación de un ―nosostros‖, de una comunidad. En este esfuerzo, algunas aportaciones
de Lyotard sobre la infancia serán de interés.
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2. Lo “architrascendental” de la infancia y su talante político
En Infancia e historia, Giorgio Agamben señala la imposibilidad y el rechazo de la
experiencia en la época contemporánea pero, al contrario de tomar esta situación como
catastrófica o frustrante, indica que en ella puede haber ―un germen de sabiduría donde
podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura‖ (2004: 10). Con esta
afirmación se inscribe en la tarea benjaminiana de construir la ―filosofía venidera‖ que sería
aquella en la cual sea posible la emergencia de una nueva experiencia.
La posibilidad de esta nueva experiencia recaerá, para Agamben, en una crítica al concepto
moderno de experiencia y, en última instancia, en una crítica de la crítica kantiana1, que se
puede sintetizar en los siguientes términos: para Kant, como para los modernos —a
excepción de Montaigne—, la condición de posibilidad de la experiencia estaba
necesariamente ligada a la subjetividad. En cuanto subjetividad trascendental, ésta debía ser
diferenciada de la subjetividad psicológica o empírica, para traducirse en la fórmula
abstracta del ―yo pienso que acompaña todas mis representaciones‖: sujeto que posibilita
toda unidad de la experiencia y que, en cambio, no puede ser él mismo objeto de ésta. Sólo
este ―Yo‖ autorizaría, desde el límite mismo de la experiencia, llamar a algo ―experiencia‖.
Ahora bien, valiéndose de las observaciones de Hamann sobre el sujeto trascendental
kantiano, Agamben mostrará la necesidad de ir más allá en la búsqueda de las condiciones
de la experiencia; más allá de la razón y del yo, es decir, al lenguaje.
La crítica de Hamann a Kant, según la cual una razón pura ―elevada a sujeto
trascendental‖ y afirmada independientemente del lenguaje es un sinsentido, porque ―no
solamente la facultad íntegra del pensamiento reside en el lenguaje, sino que el lenguaje es
además el punto central del malentendido de la razón consigo misma‖, adquiere aquí toda
su importancia. Acertadamente le objetaba a Kant que la inmanencia del lenguaje en
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También aquí resuena el programa benjaminiano: ―El problema de la teoría del conocimiento kantiana,
como sucede con toda teoría del conocimiento, tiene dos aspectos y sólo uno de estos supo aclarar. En
primer lugar, existe la cuestión de la certeza del conocimiento duradero; en segundo lugar, se plantea la
cuestión de la dignidad de una experiencia pasajera‖. (Benjamin, 2001: 75).
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cualquier acto del pensamiento, en cuanto que a priori, hubiera requerido una ―Metacrítica
del purismo de la razón pura‖, es decir, una depuración del lenguaje (…). (Agamben,
2004: 59).
El resultado de estas observaciones será el de retrotraer la pregunta por la posibilidad de la
experiencia del sujeto trascendental al lenguaje, en el sentido en que el ―Yo pienso‖
kantiano no puede formularse sino lingüísticamente. El yo, en estos términos, sólo tiene
lugar como un enunciado en el entramado de los enunciados de la experiencia. Citando a
Hamann: ―la razón es lengua: logos. Éste es el hueso medular que muerdo y morderé hasta
morir‖ (Ibid.: 59). Sólo en el lenguaje es posible el yo; decir, escribir ―yo‖ (Ibid.: 60-61).
Justamente, este ir más allá de la subjetividad al lenguaje exigirá la pregunta por la infancia
del hombre. Ello es así porque desde el momento en que se considera al yo como enunciado
del lenguaje, el sujeto no puede ser considerado más que como locutor y, por tanto, como
inmerso necesariamente en el habla. Así, del mismo modo en que en la Crítica de la razón
pura se trataba de ver hasta dónde podía rendir la razón independientemente de la
experiencia sensible, hasta dónde se podían pensar los conceptos de la razón y cuáles eran
sus límites, se tratará ahora de ver hasta dónde puede rendir el lenguaje, y también, cuáles
son sus límites. La diferencia radicará en que los límites del lenguaje no se encontrarán en
sus referencias, en aquello que el lenguaje no puede decir, como sucedía con los conceptos
que no podían pensar ciertas cosas, sino en el hecho mismo de que, por un lado, el hombre
se encuentra originariamente en el lenguaje, y a la vez, en que en esta inmersión originaria,
el hombre, sin embargo, no siempre está en el habla: la diferencia entre lenguaje y habla
será entonces la que muestre los límites mismos del lenguaje y la que planteará así la
pregunta por una in-fancia del hombre.
Sólo sobre estas bases se hace posible plantear en términos inequívocos el problema de la
experiencia. Pues si el sujeto es simplemente un locutor, nunca obtendremos en el sujeto,
como creía Husserl, el estatuto original de la experiencia, ―la experiencia pura y, por así
decir, todavía muda‖. Por el contrario, la constitución del sujeto en el lenguaje y a través
del lenguaje es precisamente la expropiación de esa experiencia ―muda‖, es desde siempre
un ―habla‖. Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces
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sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una
experiencia ―muda‖ en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite
justamente el lenguaje debería señalar. (Ibid.: 64).
En ese sentido, Agamben pone todo el acento de su búsqueda en la pregunta por la infancia,
por el estado en que el hombre, inmerso en el lenguaje, permanece mudo, estado que es, por
consiguiente, anterior a la subjetividad. Las preguntas de Agamben sobre la infancia son
formuladas del siguiente modo: “¿Existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es
posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?‖
(Ibid.). El lugar de la infancia, de la ―no-habla‖ se dará en lo que Agamben llama un
experimentum linguae: una experiencia de los límites del lenguaje, no referida a lo inefable
—puesto que lo inefable, en cuanto excluido permanece necesariamente supuesto por el
lenguaje—, sino a su pura auterreferencialidad (Ibid.: 216; ―Experimentum linguae‖).
―¿Qué puede ser entonces una experiencia así? ¿Cómo es posible hacer experiencia no con
un objeto, sino con el mismo lenguaje? ¿Y en cuanto al lenguaje, no con esta o aquella
proposición significante, sino con el puro hecho de que se hable, de que exista lenguaje?‖
(Ibid.).
La condición de la experiencia se constituye así como un architrascendental, una condición
de la condición del pensamiento, del yo pienso.
Pero más allá de un intento de carácter epistemológico, como el de Kant, de fundar la
experiencia y el conocimiento, el experimentum linguae debe ser entendido como una tarea
ética y política. En efecto, la diferencia existente entre lenguaje y habla, o entre lenguaje y
discurso, entendida desde Aristóteles a partir de la diferencia entre potencia y acto, dynamis
y energeia, es un asunto que tiene que ver con el poder, entendido a la vez como
posibilidad, como facultad y como potencia.
La potencia —o el saber— es la facultad específicamente humana de mantenerse en
relación con una privación, y el lenguaje, en cuanto está dividido en lengua y discurso,
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contiene estructuralmente esta relación, no es nada más que esta relación. El hombre no
sabe simplemente ni simplemente habla, no es homo sapiens ni homo loquens, sino homo
sapiens loquendi¸ hombre que sabe y puede hablar (y por lo tanto también no hablar), y
este engarce constituye el modo en que Occidente se ha comprendido a sí mismo o sobre
el cual ha fundado su saber y su tecnología. La violencia sin precedentes del poder
humano tiene su última raíz en esta estructura del lenguaje. (…) Plantear el problema de
lo trascendental quiere decir en última instancia preguntar qué significa ―tener una
facultad‖, cuál es la gramática del verbo ―poder‖. La única respuesta posible es una
experiencia del lenguaje. (Ibid.: 218-219).
Por ahora dejaré este primer asunto de la ―gramática del verbo poder‖ apenas enunciado,
para desarrollarlo más adelante valiéndome de algunas reflexiones de Lyotard. Seguiré por
ahora con otra arista del carácter político de la reflexión de Agamben sobre la experiencia
del lenguaje.
La escisión entre lenguaje y habla, también caracterizada por Agamben como la distinción
entre logos y phoné, entre lenguaje y voz, lleva directamente al asunto de la comunidad y la
eticidad. Desde la concepción aristotélica, mientras que la voz es asignada a aquello que en
el hombre hay de animal, de sujeto al placer y al dolor, en el lenguaje, entendido
específicamente como lenguaje articulado, se daría propiamente lo humano, esto es, la
consideración de lo justo y lo injusto a partir de la cual se forma la comunidad y la polis. La
pregunta de fondo será, en este sentido, ¿cómo transitamos de la voz a la lengua? ¿Cómo
transitamos a lo que para Aristóteles constituye lo propiamente humano? Agamben
presenta dos posibles respuestas para, creo yo, quedarse con la segunda. En la primera, el
tránsito entre phoné y logos se da en las letras, grammata, como elementos constitutivos del
lenguaje, en cuanto le dan su articulación. En la segunda, este tránsito es, en realidad, un
hiato, un espacio vacío, un límite pues ―la voz humana jamás ha sido escrita en el lenguaje
y en el grama‖. Así, entre la pura desarticulación y el discurso codificado hay un salto, un
salto en el que se juega el poder hablar. Por eso, la infancia, como experimentum linguae
debe ser comprendida como un juego con la pura facultad vacía, desarticulada, carente de
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contenidos y de reglas, sin gramática. En esta posibilidad se juega una nueva idea de
comunidad que es, como tal, una comunidad vacía.
Sólo porque el hombre se encuentra arrojado en el lenguaje sin haber sido llevado por una
voz, sólo porque se arriesga en el experimentum linguae sin una ―gramática‖, en esta
vacío y en esta afonía, algo como un ethos y una comunidad se vuelven posibles para él.
(…) La primera consecuencia del experimentum linguae es entonces una revisión radical
de la idea misma de Comunidad. (…) [que debe ser entendida como] la inlatencia
imposible de presuponer que los hombres desde siempre habitan y dentro de la cual,
hablando, respiran y se mueven. (Ibid.: 221).
Teniendo en cuenta todo lo anterior se puede concluir que, para Agamben, la infancia será
entonces esta vacuidad, esta experiencia no codificada, no regulada, no gramatical, en la
cual los hombres experimenten el hecho mismo de que hablan, de que todos hablan, sin
decir ―yo‖. Experimento y juego en el que potencia y acto son uno solo, esto es, en el que el
habla se despliega en su pura potencia. La infancia es así entendida no sólo como condición
de posibilidad de la experiencia, sino como tarea política de la humanidad, en el sentido en
que lo que está en juego es una nueva comunidad:
¿Cuál es entonces la expresión justa para la existencia del lenguaje? La única respuesta
posible a esta pregunta sería: la vida humana en cuanto ethos, en cuanto vida ética. Buscar
una polis y una oikía que estén a la altura de de esa comunidad vacía e imposible de
presuponer es el deber infantil de la humanidad que viene. (Ibid.: 222).
3. Prescripción de la ley: incorporación de la gramática
A partir del modo en que Agamben ha conceptualizado la infancia, como un estadio no
gramatical y anterior a la escisión entre lenguaje y habla, es posible abordar desde otra
perspectiva el talante político de esta idea. Para eso es preciso que abandonemos por un
momento el aspecto propositivo de la reflexión de Agamben —esto es, el hecho de que
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proponga a partir de la infancia una tarea política para el futuro—, y que volvamos sobre la
pregunta por el tránsito de la phoné al logos.
Este asunto puede ser planteado del siguiente modo: en el ámbito mismo de lo lingüístico
podemos decir, con Agamben, que el tránsito entre voz y lenguaje articulado no es
propiamente un tránsito, sino un salto: hay una serie de presupuestos que no es posible
asumir legítimamente. Sin embargo, esta falta de presupuestos no implica que sea
imposible caracterizar el cómo acontece que los hombres, como pura facultad lingüística,
pasemos de no hablar a hablar ―articuladamente‖. Siguiendo la línea que he tratado de
perseguir a lo largo del texto, la pregunta podría ser planteada así: ¿cómo acontece que los
hombres aprendamos a hablar, y al hablar aprendamos a decir ―yo‖?
Para dar curso a esta pregunta resultan de gran interés algunos elementos del tratamiento
que Lyotard hace de la ley y de la prescripción, en el texto que dedica a La colonia
penitenciaria de Kafka. No es necesario dar cuenta de todos los elementos señalados por
Lyotard al examinar los distintos sentidos del ―prescribir‖; sólo me centraré en aquel
elemento de la prescripción que Lyotard caracteriza como un ―sentido estético‖ fuerte. En
efecto, esta reflexión de Lyotard sobre la prescripción tiene como motivo la descripción de
la finalidad y el funcionamiento de una máquina concebida para escribir —prescribir— la
ley en el cuerpo de los condenados, inflingiéndoles heridas fatales. ―He dicho que las
praescripta tenían un sentido estético por dos razones, una débil y una fuerte. […] La razón
fuerte y, esta vez, pertinente de llamar estética estético al trabajo de la máquina, es que su
apuesta es hacer pasar la formulación verbal de la ley a su impresión corporal‖ (Lyotard,
1997: 43-44, ―Prescripción‖).
Al menos en tres aspectos nos puede ser útil la sugerencia de Lyotard con respecto a la
máquina de las leyes. Es en este punto donde me detendré en el asunto del poder
establecido en la distinción habla-lenguaje que había anticipado unas páginas arriba. Más
allá de tomar el motivo literalmente, éste nos permite pensar algunas cosas. La primera de
ellas, señalada por Lyotard, tiene que ver con el sentido original de los términos
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praescribere y praescriptio se caracteriza por ser una orden, un imperativo que delimita,
por un lado, el ámbito de los deberes y los derechos, y por otro lado, el destinador y el
destinatario de dichos deberes y derechos.
Recupero así el sentido inicial de praescribere y praescriptio: escribir a la cabeza, casi
intitular, y ordenar. El mandamiento del antiguo comandante es una frase prescriptita. Su
forma es: Haz esto, no hagas aquello, etc. Aquí habría que examinar las modalidades de
la prescripción. Nombraré con la letra D todas estas modalidades que despliegan el
abanico de los derechos y los deberes: la obligación, lo prohibido, lo permitido, lo
tolerado. Según se esté sometido a ellos, se es su destinatario o su dirigido, se tienen
deberes. En la medida en que se puede someter a los otros a tal o cual de estas
modalidades, se está en posición de destinador o de dirigidor de las prescripción, se ejerce
un derecho de obligar, de prohibir, de permitir, etc. (Ibid.: 42-43).
En el sentido en que la prescripción de la ley es una orden, determina el qué, el contenido
de lo prescrito, y al mismo tiempo el quién: primera aparición del sujeto en la ley; ―yo‖
ordeno, ―tú‖ te sometes a la orden, o bien ―yo‖ me someto a tu orden. Aquí aparece
claramente una primera connotación política de la ley.
El segundo aspecto de la prescripción tiene que ver con lo que Lyotard llama el paso de la
formulación verbal de la ley a su impresión corporal. Lo que se inscribe en el cuerpo es un
enunciado, un enunciado articulado. Haz esto, no hagas aquello, supone ya una cierta
gramática del poder. ―El cuerpo efectúa la ley, en el presente, in actu, sobre sí mismo‖
(Ibid.: 44). En ese sentido, la legalidad no sólo es un elemento externo, en relación con el
cual se debe actuar, sino que ella misma, en cuanto gramatical constituye ya una cierta
articulación también del cuerpo.
Aquí es posible encontrar una similitud con el planteamiento de Pierre Bourdieu quien,
parafraseando a Proust, dice: ―las piernas, los brazos, están llenos de imperativos
adormecidos‖. En efecto, Bourdieu caracteriza la forma en que los hombres, inmersos en
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una sociedad, incorporamos las ―reglas del juego‖ al modo de una creencia, que no es un
contenido psicológico sino una disposición corporal, un hábito, una hexis:
Y no acabaríamos de enumerar los valores hechos cuerpo, mediante la transustanciación
que efectúa la persuasión clandestina de una pedagogía implícita, capaz de inculcar toda
una cosmología, una ética, una metafísica, una política, a través de exhortaciones tan
insignificantes como ―mantente derecho‖ o ―no cojas el cuchillo con la mano izquierda‖,
y de inscribir en los detalles en apariencia más anodinos del porte, del mantenimiento o
de las maneras corporales y verbales los principios fundamentales del arbitrario
cultural.[…] La hexis corporal es la mitología política realizada, incorporada, convertida
en disposición permanente, manera duradera de mantenerse, de hablar, de caminar, y, por
ello, de sentir y de pensar. (Bourdieu, 2001).
El cuerpo se articula, pues, se hace gramatical, al verse sometido al imperativo de la
comunidad, que lo precede, lo mismo que lo precede el lenguaje. Así, el tránsito de la
phoné al logos pasa entonces necesariamente por el cuerpo. A este aspecto de la
prescripción de la ley se suma uno tercero, estrechamente vinculado a los anteriores: si el
tránsito de la voz al lenguaje articulado es un hiato o un salto, esto es precisamente porque
se instaura en la fuerza de la violencia. La máquina prescriptora viola el cuerpo, lo hiere, lo
talla. Modifica su materialidad pura, su pura inocencia. El cuerpo, concebido únicamente
como tal, en su dimensión matérica, es sordo a la ley; por esta razón, ella debe modificarlo,
darle forma, aun a pesar de su resistencia.
Si la ley debe ejecutarse, tendrá que inscribirse en el cuerpo, ella también como un toque.
El cuerpo del que hablo no tiene nada que oír de la ley, no oye nada, no estando en el
orden de la dirección, de la destinación de D según los deberes y los derechos. Deberá ser
tocado, según su estética cruel. (Lyotard, 1997: 45).
Si recogemos lo dicho hasta aquí, las consideraciones de Lyotard sobre la prescripción
relacionada con una máquina talladora del cuerpo nos muestran una solución de
continuidad con el planteamiento de Agamben según el cual la escisión entre voz y
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lenguaje está relacionada con el asunto político del poder y de la comunidad. Vemos cómo,
en esta instauración de la ley sobre el cuerpo se juega el tránsito de la voz a la articulación,
y el tránsito de la potencia al acto, que, como habíamos dicho con Agamben, caracterizaba
la forma en que Occidente se comprendía a sí mismo y sobre la cual estaban fundados su
saber y su tecnología. Vemos con ello, también, cómo la aparición del sujeto, en cuanto
destinatario o destinador de un imperativo, sobrepasa el asunto epistemológico de poner
una condición de posibilidad de la experiencia, y se muestra como un problema político,
relacionado con el someterse a una orden, o el someter a alguien a una orden: una ley ya
escrita pero que debe ser impresa en el cuerpo; de esta suerte, la legalidad debe ser pensada
en su gramaticalidad, y la gramática debe ser pensada como un asunto de articulación
corporal. Y vimos, finalmente, que el tránsito de una instancia fonética, puramente
corporal, a una instancia lingüística exige una crueldad sobre el cuerpo, crueldad sobre la
cual se articula la política occidental.
Ahora es posible retomar la idea de la infancia en los términos de Agamben, desde la
reflexión sugerida por Lyotard. En efecto, si para Agamben la infancia es entendida como
un experimento con la existencia misma del lenguaje, con su pura materialidad, más allá de
sus referencias, en la que es posible la fundación de una comunidad vacía, en Lyotard
podemos encontrar un signo similar de la infancia, pero no referida al lenguaje sino al
cuerpo, también en su pura materialidad. Del mismo modo en que Agamben encuentra un
―antes‖ de la configuración gramatical del lenguaje que sería la infancia, Lyotard encuentra
un ―antes‖ de la configuración corporal del la ley: también la infancia.
¿Por qué llamar a este tejido de motivos, a ese memento mori, estético? Ser estéticamente
(…) es ser ahí, aquí y ahora, expuesto en el espacio-tiempo y al espacio tiempo que toca
antes de todo concepto e incluso antes de toda representación. Evidentemente, no
conocemos ese antes, porque está allí antes de que lo esté uno mismo. Es como el
nacimiento y la infancia, que están allí antes de que lo esté uno. El allí en cuestión se
llama cuerpo. No soy yo quien nazco, quien soy alumbrado [enfanté]. Yo mismo naceré
después, con el lenguaje, al salir de la infancia [enfance], precisamente. (Ibid.: 44).
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Pero no solamente la infancia aparece como anterior al yo, a la articulación corporal
efectuada por la gramática de la ley, sino que además, es entendida por Lyotard como una
demasía: algo que permanece siempre detrás de la ley, que resiste a la ley y de la cual ―la
ley debe preocuparse‖ (Ibid.: 45). Lo que Lyotard llama la ―inocencia criminal del cuerpo‖
es aquello que debe ser eliminado por la ley: el condenado no sabe por qué ha sido
condenado, ni siquiera que ha sido condenado: el cuerpo es sordo a la ley. En ese sentido,
del mismo modo que el experimentum linguae de Agamben constituye la posibilidad de una
nueva experiencia, experiencia vacía de contenido articulado, el cuerpo en Lyotard
constituiría una potencia también anterior a su formación gramatical.
En este punto, soy consciente de forzar el texto de Lyotard, pues el filósofo francés, a
diferencia de Agamben, no es propositivo, sino que se encarga de señalar las aporías de esta
dinámica, determinadas por la coexistencia de la culpa y la inocencia, del saber y el no
saber, de la justicia y la injusticia. Sin embargo, su concepción del cuerpo infantil me sirve
para, por fin, dar curso al asunto de la filosofía del porvenir planteado por Agamben, con lo
cual quiero terminar este escrito.
4. Filosofía venidera: lo siempre por venir
En la distinción sin tránsito entre voz y lenguaje, entre cuerpo y ley, encontramos la idea de
la infancia como la posibilidad de la comunidad vacía, no gramatical, y como la presencia
puramente material que, por su potencia, se resiste a la codificación. La infancia nos remite
a una instancia anterior a la subjetividad, anterior a la sujeción, a la ley, al poder de la
violencia. Esta anterioridad debe caracterizarse entonces como pura potencia del lenguaje y
del cuerpo, pero potencia que es siempre vacía, no codificada, no regulada, no gramatical.
El habla y el cuerpo, como potencia, como facultad pura, como posibilidad, se encuentran
siempre en el límite peligroso de la codificación. La experiencia siempre puede dejar de ser
experiencia.
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El experimentum linguae propuesto por Agamben como posibilidad de una filosofía futura
puede ser entendido a la luz del concepto deleuziano de ―empirismo trascendental‖: no se
trata de tener experiencia de un objeto u otro, se trata de hacer una experiencia de la
experiencia. En ese sentido, mientras que la crítica kantiana se preguntaba por las
condiciones generales de la experiencia, Deleuze mostrará que éstas son posteriores a una
experiencia ―superior‖ que se da en cada caso en que se hace una experiencia.
Empirismo trascendental significa (…) que las condiciones nunca son generales, sino que
se derivan según el caso: de ahí el enunciado capital según el cual ellas no podrían ser más
vastas que aquello que condicionan. (…) Su sentido real es que nunca podemos hablar por
anticipado de toda la experiencia, a menos que omitamos su esencial variación, su
inherente singularidad, y le apliquemos un discurso demasiado general para no dejar el
concepto y la cosa en una relación de indiferencia mutua. Es necesario entonces un tipo de
concepto especial: un ―principio plástico‖, al modo de la Voluntad de Poder [Nietzsche] o
de la Duración-Memoria [Bergson]. (Zourabichvili, 2003: 36, ―Empirisme trascendental‖;
la traducción es mía).
De este modo, el ―deber infantil de la humanidad que viene‖ consistiría en mantenerse
siempre en este estadio anterior a la codificación, a la regulación y a la generalización de la
experiencia. La infancia sería este principio plástico, siempre susceptible de articulación
gramatical, pero nunca hecho gramática, nunca hecho ley. Conservar el lenguaje y el
cuerpo como potencia y posibilidad, como plasticidad, en una dinámica de juego
experimental con la simple materialidad del cuerpo y del lenguaje: esta es la condición de
la filosofía del futuro.
Pero caemos pronto en la aporía: una filosofía del futuro cuya condición trascendental es la
pura potencia y la pura posibilidad no puede ser nunca más que filosofía del futuro: siempre
está por venir, por un lado, porque la anterioridad trascendental de la infancia debe coexistir
con la anterioridad cronológica de la gramática y de la ley, y por otro lado, porque su
misma definición la supone situada en un antes, el antes de la posibilidad. Ello podría
arrojarnos al sinsabor que, de algún modo, envuelve el carácter de esta filosofía
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contemporánea: es una filosofía que espera… como si estuviésemos a la espera de que algo
suceda, la transformación que se produciría al emerger una forma nueva del pensamiento,
mientras que la gramática y la ley siguen operando.
O bien, por el contrario, podría llamar la atención sobre el hecho de que esa anterioridad de
la infancia es la única que hace posible actualizar y reactualizar cada vez que sea necesario
la comunidad de la phoné, de cara a las distribuciones de la gramática y de la justicia del
logos. Y precismente por ello, la filosofía que hace suya la idea de infancia debe
mantenerse como filosofía venidera y siempre por venir.
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