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Transcript
ACEPRENSA
ENFOQUE
octubre 2016
Decrecimiento:
en busca de una
economía distinta
¿Habría que renunciar a
que aumente el PIB?
www.aceprensa.com
Rafael Serrano
ENFOQUE es un producto
trimestral, destinado
exclusivamente a
los suscriptores de
Aceprensa, con informes,
documentación y material
de referencia.
La recesión que comenzó en 2008 ha llevado a
poner en cuestión el actual modelo económico y
financiero. Ante el aumento de la desigualdad, se
empieza a dudar que el crecimiento económico
mejore la suerte de todos, y ante la costosa
recuperación, incluso que la economía pueda
crecer indefinidamente.
N
adie discute que los países
en desarrollo pueden y
necesitan crecer, para sacar
de la penuria a millones
de personas que carecen,
por ejemplo, de saneamiento o seguro
médico. Pero con respecto al mundo
rico, ya no hay certeza. En un libro
publicado este año, The Rise and Fall of
American Growth (Princeton University
Press), el economista norteamericano
Robert Gordon plantea la hipótesis de
que el crecimiento económico continuo
es una excepción en la historia de la
humanidad. Solo se ha dado merced a
los saltos de productividad provocados
por las revoluciones industriales de los
tres últimos siglos: el XVIII (máquina de
vapor, telar…), el XIX (motor de explosión,
electricidad…) y el XX (informática).
Ahora bien, el efecto de las innovaciones
se agota.
En la encíclica Laudato si’ hay algunas alusiones al tema. El Papa cuestiona
“la idea de un crecimiento infinito o
ilimitado”, pues “supone la mentira de la
disponibilidad infinita de los bienes del
planeta” (n. 106). Se explota la naturaleza
a una velocidad que le impide regenerarse
(nn. 18, 22, 190), y por eso Francisco
plantea que “desacelerar un determinado
ritmo de producción y de consumo puede
dar lugar a otro modo de progreso y
desarrollo” (n. 191).
Respuesta radical
La respuesta más radical a estas cuestiones viene de la corriente que propone el
decrecimiento. Este movimiento cristalizó
a principios de siglo, a partir de ideas de
Jacques Ellul (1912-1994) e Ivan Illich
(1926-2002). A los dos cita el economista
francés Serge Latouche en un artículo,
“Pour une société de décroissance” (Le
Monde Diplomatique, nov. 2003), que se
considera fundacional. Latouche publicó
más tarde un libro programático, Le pari
de la décroissance (2006), y sigue siendo
el ideólogo principal del decrecimiento.
El movimiento se ha extendido sobre
todo en Francia, Italia y España. En él militan gentes de diversas tendencias, desde
unos que promueven cambios en el estilo
de vida, antes que políticos (+ pág. 3), a
otros más o menos próximos a la izquierda radical anticapitalista.
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*
Todos consideran contraproducente
el crecimiento económico en las sociedades ricas. Para las personas, porque
cuando se pasa de cierto nivel, los efectos
secundarios de consumir más (contaminación, aglomeraciones…) su-peran las
satisfacciones que da. Para la economía,
porque la expansión forzosa se financia
con deuda, y se generan ciclos de burbuja
y recesión.
El decrecimiento se apoya especialmente en motivos ecológicos. Y,
contra las tesis de los ecomodernistas
(ver Aceprensa, 29-04-2015) y muchos
otros, niega que la tecnología tenga la
solución. Aduce la paradoja formulada
por el economista inglés William Stanley
Jevons (1835-1882): toda mejora de
la eficiencia en el uso de un recurso
disminuye el consumo por unidad de
producción, pero aumenta el consumo
total porque lo abarata.
También sostienen algunos decrecentistas que el crecimiento es injusto:
concentra los beneficios en las naciones
o clases ricas y los costos, en las pobres
(ejemplo típico: las multinacionales de las
industrias extractivas). Además, alegan,
el crecimiento está subvencionado por el
trabajo doméstico no remunerado.
A partir de una idea de Ivan
Illich, los partidarios del
decrecimiento han adoptado
como símbolo el caracol:
un animal que se mueve lentamente y que, una vez alcanzado
cierto tamaño, deja de crecer,
aunque en apariencia podría
seguir añadiendo espiras a su
concha indefinidamente.
Desglobalizar
Entonces, concluyen, los países ricos
tienen que decrecer, lo cual no equivale
a sufrir recesión, aunque baje el PIB, al
menos tal como se lo calcula actualmente
(+ pág. 4). Para ello, proponen un
movimiento inverso a la globalización:
reducir la distancia entre productores y
consumidores, favoreciendo economías
de escala más pequeña, con comunidades
que atiendan sus propias necesidades,
también con trabajo voluntario, gestionado, por ejemplo, mediante bancos
de tiempo. Esto supondría usar menos energía, porque habría menos
movimiento de personas y mercancías,
y porque se cambiarían tecnologías
avanzadas (como el automóvil) por otras
de bajo nivel (bicicleta).
Tal “relocalización” permitiría emplear instrumentos más sencillos, que
se podrían fabricar o al menos reparar
en las cercanías. Se trata, así, de producir más para el consumo y menos para el
intercambio. Unos sectores (finanzas, industria) tendrían que contraerse, y otros
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(educación, cuidados), expandirse.
Otras propuestas son: bajar los
impuestos al trabajo y subirlos al uso
de recursos; implantar una renta básica
incondicionada (ver Aceprensa, 31-082016) e imponer un techo de ingresos
(que nadie gane más, por ejemplo, que 30
veces la renta básica); recortar la semana
laboral a 30-32 horas, para repartir el
trabajo con los desempleados; incluso
que el Estado garantice el empleo dando
uno público a quien no lo tenga, y se
reduzca el paro a cero; limitar y controlar
la publicidad, para no estimular el
consumismo.
Defensores del crecimiento
Frente a estas ideas, los defensores del
crecimiento siguen siendo mayoría, y
no solo en el FMI o las industrias contaminantes. Al fin y al cabo, la crisis ha
permitido comprobar en Grecia, España
y otros países que tampoco la reducción
del PIB da más satisfacciones que dolores. Recientemente, tres miembros de un
grupo de expertos del IPCC (la comisión
de la ONU sobre el cambio climático)
publicaron un artículo titulado “El crecimiento no es el enemigo del bienestar
humano” (Le Monde, 12-10-2016). Purnamita Dasgupta (india), Ottmar Edenhofer (alemán) y Kristine Seyboth (norteamericana) niegan que haya conflicto
insuperable entre crecimiento económico y ecología, entre eficiencia e igualdad,
entre los valores mercantiles y los otros.
“Sería ingenuo –dicen– negar la
contribución del crecimiento al bien
social”. Vista la economía a escala
mundial, el crecimiento del último siglo
ha reducido mucho la desigualdad,
sacando a millones de la miseria y
mejorando las condiciones de vida en
países pobres, como muestra la mayor
esperanza de vida. Lo mucho que resta
todavía, ¿se podrá lograr si los países
desarrollados decrecen? Las inversiones
necesarias tendrán que salir de los
excedentes de los países ricos (incluida,
desde hace poco, China).
Los decrecentistas quizá subestiman
los beneficios de la globalización. Cuando empresas de países desarrollados van
a otros más pobres en busca de materias
primas, nuevos mercados o mano de
obra barata, pueden contribuir al desarrollo de estos. El comercio internacional
“
Los bienes
de la vida
sencilla
Cuando se pasa de
cierto nivel, los efectos
secundarios de consumir
más (contaminación,
aglomeraciones…) superan
las satisfacciones que da
también puede enriquecerlos con el dinero de los compradores ricos. Sí, hay rapiña y barreras arancelarias abusivas, pero
eso no desmiente lo anterior, sino subraya
la necesidad de una regulación justa.
Con respecto a los países ricos, algunas recetas decrecentistas suscitan dudas.
Unas, como el techo de renta o el control
de la publicidad, son contrarias a las libertades civiles. Otras requieren unas
subvenciones enormes y hacen sospechar
que la economía del decrecimiento no se
sostendría.
En suma, el movimiento decrecentista señala problemas reales, da ideas valiosas para adoptar una mejor forma de vivir; pero convence menos cuando diseña
un nuevo sistema económico.
Más ideas
Hay otras respuestas a las mismas cuestiones. El movimiento de la “economía
positiva”, iniciado por Jacques Attali,
pretende reorientar la economía para
implantar la atención al largo plazo en
las decisiones, de modo que se tenga en
cuenta el bien de las generaciones futuras.
Quiere favorecer “un crecimiento respon-
sable, sostenible e inclusivo, respetuoso
del medio ambiente y al servicio de la sociedad”. La clave, sostiene este economista francés, está en fomentar el altruismo.
Para difundir estas ideas y prácticas se organiza todos los años el Fórum de la Economía Positiva, que el mes pasado tuvo su
quinta edición.
También es significativa la corriente
del “capitalismo inclusivo”, que aboga por
emplear las herramientas del mercado y
la política fiscal para promover activamente la igualdad. Se inspira en los estudios de C.K. Prahalad y Stuart Hart sobre
“la base de la pirámide” (ver Aceprensa,
6-07-2005), que señalan el potencial económico de los pobres. Lo impulsaron de
modo especial el exsecretario norteamericano del Tesoro Lawrence Summers y el
político laborista británico Ed Balls, con
su “Informe de la Comisión sobre Prosperidad Inclusiva” (2015), promovido por
un think tank estadounidense, y está ganando terreno dentro del Partido Demócrata.
Algo se mueve, pues. Tras años de predominio neoliberal, otras propuestas están
animando una discusión necesaria.-
Para saber más
+ Nicolas Ridoux, Menos es más. Introducción a la economía del decrecimiento
(Los Libros del Lince, Barcelona, 2009)
Una exposición divulgativa que se centra especialmente en la actitud personal.
+ Giacomo D’Alisa, Federico Demaria, Giorgos Kallis, Decrecimiento.
Un vocabulario para una nueva era (Icaria, Barcelona, 2015)
Génesis y propuestas del decrecentismo como movimiento político.
+ Stefano Zamagni, Por una economía del bien común (Ciudad Nueva, Madrid, 2012)
Ideas para humanizar la economía.
A
lgunos decrecentistas ponen el acento
más en las actitudes
personales que en el
sistema. No se trata,
dicen, de cambiar la economía, sino
de ponerla en su sitio. Tiene que estar en segundo plano, por detrás de
los bienes inmateriales. Como dice Nicolas Ridoux en
su libro Menos es más, el objetivo del decrecimiento no llegará
mediante ninguna “fórmula milagrosa”: será el resultado de una
multitud de planteamientos convergentes. Ante todo, hace falta un
cambio de actitud: abandonar la
“religión del crecimiento”, el insensato deseo de tener más por tener
más. Hay que empezar “desechando lo material superfluo en beneficio de un incremento de las relaciones humanas”.
La propuesta es adoptar un
modo de vida sencillo, pero que sea
generalizable. No hay que marcharse a vivir a una cabaña, como hizo
Sue Hubbell y cuenta en su libro
(Un año en los bosques: ver Aceprensa, 8-06-2016). Pero se puede
ganar tiempo al trabajo y al consumo para emplearlo en necesidades
no materiales.
Ridoux recomienda liberarse
de la prisa: perder velocidad para
vivir más en sintonía con los ritmos
naturales. Sin prisa, se puede
recuperar el gusto por caminar o ir
en bicicleta, dedicar más tiempo y
atención a la amistad; disfrutar del
placer de la conversación; detenerse
a contemplar la naturaleza…
Es el mismo consejo de Pierre
Sansot (1928-2005), autor del delicioso libro Del buen uso de la lentitud (Du bon usage de la lenteur,
1998: ver Aceprensa, 12-01-2000).
“La lentitud no significa incapacidad para adoptar un ritmo más
rápido. Es más bien la voluntad de
no querer forzar el tiempo… pero
también el incremento de nuestra
capacidad de acoger el mundo y de
no olvidarnos a nosotros mismos
por el camino. El leve roce antes
que la agitación”.-
Fuente: CEM
|3|
En busca
de un buen
índice de
bienestar
El PIB es una medida
cada vez menos
adecuada de la
riqueza y el nivel de
vida
P
IB
(producto
interior
bruto): tal vez el indicador
económico más conocido
y más usado, junto con el
de la inflación y la tasa de
paro. Fija un objetivo para los gobiernos,
inscrito en los presupuestos. Sirve de
referencia para el límite del déficit
público en la zona euro. Da la medida
de la presión fiscal, del gasto público
y privado en distintos capítulos, de la
generosidad de la ayuda al desarrollo.
Pues cuantifica el tamaño de la economía
y, por tanto, la riqueza de un país en
términos absolutos, y en relación con el
número de habitantes, la prosperidad
material. Y así permite, además, hacer
comparaciones internacionales.
Como el crecimiento económico
se expresa en variación del PIB, los
decrecentistas repudian este índice, pues
marca la dirección que, según dicen,
no se debería seguir. Pero no son ellos
los primeros en criticar el uso del PIB
como meta de un país. En un discurso de
1968, el senador norteamericano Robert
Kennedy habló con fuerza contra la
“idolatría del PIB”, que cuenta anuncios
y cárceles, pero no lo que más importa,
como “la solidez de nuestras familias”.
En 2009, el Nobel de Economía Joseph
Stiglitz, en un informe encargado
por el entonces presidente francés,
Nicolas Sarkozy, llamó a abandonar “el
fetichismo del PIB” y sustituirlo por un
conjunto de estimaciones del bienestar.
Hace unos meses, The Economist (3004-2016) recordó estas críticas y se sumó
a ellas, para proponer un nuevo PIB.
La paradoja de Samuelson
Ya se sabe que las riquezas no necesariamente dan la felicidad, y el PIB no
la capta. Pero ahora se le objeta que ni
siquiera mide bien la riqueza, y menos
aún el nivel de vida.
El PIB expresa el valor de los
bienes y servicios producidos en un
país durante un periodo determinado,
estimado a partir del consumo y el uso
final. O sea, el PIB cuenta lo que se
compra y se vende, y deja fuera otros
bienes. Así, la reconstrucción de una
ciudad devastada por un terremoto
cuenta como incremento de la riqueza
nacional. Y como se deja fuera el trabajo
no remunerado en los hogares, se da la
paradoja que señalaba irónicamente
el Nobel Paul Samuelson: cuando
un hombre se casa con su empleada
doméstica, baja el PIB.
Otras medidas
Por esas limitaciones, se han ideado
otros indicadores. En 1972, William
Nordhaus y James Tobin propusieron
una “medición del bienestar económico”
que restaba del PIB algunas partes del
gasto público, como la defensa, y los
efectos negativos de la riqueza, como el
tiempo perdido a causa de los atascos.
El “PIB verde” descuenta del PIB
convencional el valor de la baja del stock
de recursos naturales. Los decrecentistas
suelen referirse al índice de progreso
genuino (IPG), ideado por el economista
Herman Daly, que también tiene en
cuenta el deterioro del medio ambiente.
Más difusión ha tenido el índice de
desarrollo humano (IDH), empleado en
los informes del Programa de la ONU
para el Desarrollo. Se basa en tres factores: PIB por habitante, esperanza de
vida al nacer y nivel de educación.
Stiglitz y el también Nobel Amartya
Sen han planteado unos criterios
básicos para medir el bienestar mejor
que con el actual PIB: tener en cuenta la
renta real y el consumo de las familias,
más que la producción (es posible
que la producción suba pero la renta
baje); incluir además la variación del
patrimonio (recursos naturales, capital
humano…); valorar no solo la renta
media, sino cómo se reparte (una subida
que solo beneficie a las rentas más altas
no aumenta el bienestar general); incluir
las actividades fuera del mercado, como
el trabajo doméstico y otros servicios
gratuitos.
No hay índice perfecto, pero el
PIB se ha vuelto muy insuficiente para
definir metas de política social. R.S. -
ACEPRENSA Núñez de Balboa, 125, 6º A, 28006 Madrid, España, T. (+34)915158974 | SUSCRIPCIONES [email protected] | EDITA Fundación
Casatejada | DISEÑO Rocío García De Leániz Moncada | Depósito Legal M. 35.855-1984 | ISSN 1135-6936
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