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XXVII. De la ideología filosófica a la filosofía
crítica del sujeto
La laicización del mundo está acompañada por una secularización de las certezas y de la afirmación de la autodeterminación del hombre como prerrogativa y deber. Son estos los ingredientes del desarrollo de la ideología como
conciencia individual y colectiva que promueve la acción política y la intervención del hombre sobre la historia, reivindicándose autor de su propio destino.
Sin embargo, como nos lo recuerda G. Larochelle (Philosophie de l’idéologie,
p. 54), “el descubrimiento de la omnipotencia de la subjetividad se tropieza al
mismo tiempo con aquella de su finitud trágica”, es decir que su proyecto se
debate con su contexto o, si se quiere, su poder se enfrenta a su límite que es,
finalmente, el límite de su capacidad de objetivación y del hombre como “remitente y destinatario de la objetivación”, fenómeno paradójico del que deriva
el propio límite del “humanismo como instrumento de la historicidad”.
Efectivamente, desde que el sujeto (sujeto que constituye la categoría
antropológica central del hombre de la modernidad) es reconocido como depositario de una conciencia individual que le otorga la excepcionalidad de una
coincidencia consigo mismo, característica que le confiere su propia identidad,
se encuentra que el hombre escapa al proceso de objetivación y es al mismo
tiempo responsable de este. En Les mots et les choses, Foucault piensa que las
ciencias humanas pondrán fin a esta situación intentando hacer del hombre
su objeto de estudio, especialmente a través del psicoanálisis. Foucault entabla entonces una crítica de la ontología del sujeto tradicional con ayuda, sin
embargo, de la ontologización de los procesos del lenguaje donde terminan
por tomar forma las funciones de la subjetividad, a pesar de la crítica aparente
y la negación del hombre-sujeto a partir de su célebre tesis de la “muerte del
hombre”. Es evidente que Foucault busca socavar las filosofías del sujeto y la
coincidencia, efectiva o latente, que estas proponían – a partir de sus actitudes
identitarias – entre el ser y el deber-ser gracias a las cuales el sujeto da un sentido al ser aspirando convertirse en autor de su destino. El nihilismo aparece
entonces en contra del humano, especialmente con el estructuralismo de las
ciencias del lenguaje, un nihilismo que da testimonio sin embargo y en toda
circunstancia, de la perspectiva de un sujeto que se esconde tras la representación que lo niega y que reaparece, finalmente, en los juegos y las fuerzas de
la dinámica textual.
A este propósito, Larochelle (op. cit., p. 32) se pregunta si no sería preferible rechazar todos los excesos de certitud sobre la problemática del sujeto: tanto aquellos que advienen del “pobre saber de su grandeza” como es
el caso en el humanismo, como aquellos que proclaman, desde un punto de
vista nihilista, el “gran saber de su pobreza”. El autor explora entonces la vía
de un “sujeto débil” – indexada más a una función de subjetivación que a una
solución subjetiva – ante el doble estatus de autor y de agente, dicho de otro
modo, se percibe el sujeto como una entidad que, sin estar obligada a cerrarse
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Acerca del exilio de la condición humana.
Desafíos para la educación y el trabajo social
Adalberto Dias de Carvalho
sobre su propia interioridad, y entonces de doblegarse ante el privilegio de un
yo absoluto, se identifica en las interacciones entre sus posiciones y las situaciones que ha vivido, entre la interioridad y la exterioridad, entre aquello que
quiere y aquello que lo obliga.
Sometiéndolo a la presión de la interpretación, consiste en interrogar la
concepción del sujeto como fundamento, como entidad que se presenta ante
la diversidad de formas fenomenales del estando, como Aristóteles lo comprendió. Además, la autocrítica es, a partir de ese momento, la condición de
apertura a la alteridad: de los otros como otros como yo y a pesar de mí, tanto
como el mundo en general, conmigo y más allá de mí.
¿Es así como se pasa de una ideología de la filosofía a una filosofía crítica de la ideología que podría marcar verdaderamente la superación de una
modernidad donde, con el fin de la duda (filosófica), se instaló lo indubitable
(ideológico) ahí donde la ideología – y su rigidez – terminaron por superar a la
filosofía (convirtiendo en inviable el saber problematológico de esta)? Es que
la ideología marca finalmente la instalación del humanismo moderno basado,
justamente, sobre el reconocimiento y sobre la promoción de la excepcionalidad del hombre como trono del sujeto soberano y sobre la delimitación y
la fragilización concomitantes del cuestionamiento filosófico bajo el peso del
dogmatismo ideológico representado por tal sujeto que escapa así a la interpelación de este cuestionamiento. Cuando la duda hiperbólica, apogeo de la
radicalidad filosófica, crea el fin de la duda por sí mismo, abre el camino – todavía de acuerdo con Larochelle – a la aparición y a la institucionalización de
la ideología, percibida como el discurso y la práctica de certitudes, especialmente dentro de la acción política.
Pero lo más sorprendente es que a partir de la modernidad, cuando el
Cosmos o Dios cesan de ser expresiones del Ser infinito en relación a los cuales
el hombre – de forma privilegiada – medía y asumía su finitud, el hombre se
ve obligado a percibir sobre todo a partir de sus propios límites. Es aquí, claramente, el punto de vista de Kant, en la medida en que, para este filósofo, el sujeto se relaciona únicamente con su propia estructura, reivindicando así, una
finitud radical. Esta percepción es sin embargo un poco contradictoria puesto
que, cuando él la asume, se sitúa como detentor de los límites de sus acciones
y también de sus pensamientos lo que provoca, especialmente, la constitución
de una ética basada en las presunciones de su razón… Ahora bien, es aquí
donde el humanismo moderno toma forma y gana fuerza y hace del hombre,
finalmente, su objetivo último en la medida en que, más allá de él no habrá
progresivamente ningún otro referente que lo limite verdaderamente: el humanismo es finalmente el movimiento de creación – que se presenta como
movimiento de descubrimiento – del hombre para sí mismo y por sí mismo.
Este, relativamente a la resignación medieval de una finitud que afrontaba
principalmente su inconmensurabilidad ante la infinitud divina, llega incluso
a revelarse como capax infinitatis.
A pesar de algunas ambigüedades, desde el Renacimiento el hombre se
transforma progresivamente en maestro – o en constructor – de su destino a
través de la realización de finalidades que se da a sí mismo, tanto como por el
cumplimiento de los medios y de las etapas necesarias para ello. Esta actitud,
que se convierte en heroica y revolucionaria en el siglo XVIII a través de la
plena aceptación de la relación política del proyecto (antropológico) con el
objeto (gnoseológico) – dicho de otro modo, de la acción política con el conocimiento teórico – es experimentada antes de esto, a partir del momento en
que la soledad que desarrolla se siente como una pérdida de la subordinación
a la trascendencia, de forma existencialmente pesimista, como ha sido el caso
con Pascal.
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