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La Advocación de la asunción. La Pascua de María.
Escrito por Elías Fernández
Domingo, 06 de Diciembre de 2009 16:02 - Actualizado Domingo, 20 de Diciembre de 2009 21:14
No son pocos los que han pensado y piensan que el culto que los cristianos rendimos a la
Santísima Virgen María es una exageración, si no, incluso, un ejercicio de idolatría.
Dejemos claro que, quitando las desviaciones que en ese sentido se hayan dado o se den en
ciertas personas o grupos aislados e incontrolados, jamás la Iglesia (entendida como Pueblo de
Dios presidido por los legítimos sucesores de los Apóstoles -el Papa y los Obispos-) rindió culto
de latría (adoración) a ningún otro sino sólo a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
Otra cosa es la veneración (dulía) debida a los ángeles ó a los cristianos que nos precedieron
en el camino de la fe y que se han destacado como mejores discípulos del Señor (los santos) y,
destacada entre ellos, la especial veneración (hiperdulía) que se le ha rendido siempre entre
los discípulos de Cristo a su Madre, la Virgen María.
Precisamente fue la preocupación pastoral por desterrar de la piedad popular cualquier
tendencia a dar equivocadamente a María un culto de adoración lo que llevó a Epifanio, entre
los años 374 y 377, a hacer una de las primeras (si no la primera) reflexión sobre la muerte de
María, situando así su persona y su culto en sus justos términos humanos e históricos que
excluyen todo riesgo de pensar en María como una diosa (figura ésta tan del gusto de las
culturas antiguas ya desde la prehistoria neolítica del Medio Oriente) sin carne, sin historia, sin
nacimiento o sin muerte.
¿Porqué este interés de Epifanio en recordarnos que María es una mera y auténtica persona
humana como cualquier otro mortal (salvo en las gracias recibidas en atención a su misión de
ser Madre de Dios y que no alteran sino que humanizan aún más su naturaleza: concepción
inmaculada de pecado original, plenitud de gracia, virginidad perpetua)? Y es que resulta de
capital importancia para nosotros, los hombres (en nuestro actual estado de naturaleza herida
por el pecado original, a causa del cual hemos perdido la gracia santificante -que nos hace
hijos de Dios-, los dones preternaturales –inmortalidad, integridad e impasibilidad- y hemos
visto tarados nuestros dones naturales -nuestra inteligencia es capaz de error; nuestra voluntad
es capaz de mal, ...-), poder contempla en María no a un ser inalcanzable e inimitable
(inhumano), sino a la primera mujer, enteramente partícipe de nuestra condición humana, en la
que se ha consumado ya plenamente toda la Historia de Salvación que Jesucristo vino a
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realizar “para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a
cuantos, por miedo a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2, 14b-15).
María no es, pues (!Ni más ni menos¡), que una criatura de nuestra misma naturaleza que no
solamente ha vivido, trabajado, amado, sufrido y... muerto, como nosotros, sino en quien,
además, la Redención ya se ha consumado en su plenitud, que no es sino la definitiva
participación del hombre (de cada hombre y mujer) en el Misterio Pascual de Jesucristo; esto
es: en su Muerte y Resurrección gloriosas.
“Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto:
primero Cristo, como primicia, después, cuando Él vuelva, todos los que son de Cristo” (1 Co
15, 22-23).
Es desde el Misterio de Cristo y de la Iglesia por Él fundada (Cristología y Eclesiología), así
como desde el misterio del hombre visto desde Cristo (Antropología Teológica), desde donde
se puede contemplar idóneamente el misterio de María (Mariología) y, en concreto, el
acontecimiento de salvación que nos ocupa: la participación plena de la Madre del Señor en el
triunfo definitivo de su Hijo, como primera salvada y perfecta discípula y madre de los salvados.
Esta es la gran noticia que celebramos en la Solemnidad de la Asunción de María en cuerpo y
alma a los cielos y que nos colma de alegre esperanza: todos nosotros, si bien moriremos
como Jesús y su Madre, ¡También resucitaremos como ellos! Así nos lo enseña el Concilio
Vaticano II y nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica:
“Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y
comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo,
hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha como señal de
esperanza cierta y consuelo” (Lumen Gentium 68; Cfr Catecismo de la Iglesia Católica 972).
“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y
enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo,
Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59; Cfr la
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proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen por el Papa Pío XII en 1950: DS 3903).
Así, la Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la
Resurrección de su Hijo y una anticipación, en esperanza gozosa, de la que ciertamente será
(en el último día de la historia humana, después de pasar por este valle de lágrimas) la
resurrección gloriosa de los demás cristianos, cuando seremos plenamente revestidos, como
ya María lo ha sido en su Asunción, de la misma Naturaleza divina y “ya no habrá llanto, ni
muerte, ni dolor” (Ap 21, 4).
Esta ha sido siempre la fe de la Iglesia. Y así se contiene en las Fuentes de la Revelación
Sobrenatural (Sagrada Escritura y Tradición), aunque, si bien implícitamente al principio, fue
explicitándose a lo largo de los siglos por medio de la evolución coherente del dogma,
asegurándose así esta verdad fundamental contra las dudas e incertidumbres que
ocasionalmente se originaron en ciertos sectores del Pueblo de Dios.
Hagamos un breve repaso histórico.
Fue probablemente entorno al Concilio de Éfeso, en el año 431 (en el que se recuerda que
Jesucristo es Dios y Hombre verdadero, y, por ende, María, es Madre de Dios), cuando
tomaron cuerpo diversas tradiciones, orales y escritas, sobre el Tránsito (muerte) de María.
A finales del siglo V comenzaron a aparecer los apócrifos sobre este tema, llegando a toda su
popularidad en el siglo VI.
Por otra parte, como testimonio arqueológico, no olvidemos la inmemorial veneración de dos
lugares vinculados a la dormición o muerte de la Virgen, ambos en Jerusalén. Uno es la
Basílica de la Dormición o Hagia Sion, levantada sobre parte del Cenáculo que, según la
tradición más antigua, fue casa de María tras la Resurrección de Cristo. El otro, la Tumba de la
Virgen; se trata de un sepulcro, en el Monte de los Olivos, muy similar al de Jesús en la
Anástasis y excavado a una considerable profundidad, sobre el que se levanta una iglesia
reconstruida por los Cruzados
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En la época Patrística, el primer testimonio donde la doctrina católica de la Asunción es
explícitamente afirmada es un sermón del patriarca Modesto de Jerusalén (muerto entorno al
año 634). Tres predicadores extraordinarios de la Asunción de la Virgen fueron Germán de
Constantinopla (muerto en el 733), Andrés de Creta (muerto en el 740) y Juan Damasceno (el
más explícito, muerto en el 749). Para los tres, el motivo fundamental de la Asunción es la
maternidad divina; por eso Élla estuvo exenta de pecado, fue siempre Virgen y, por estar
asunta en el cielo, ejerce la función de mediadora e intercesora universal de todas las gracias
(Cfr M. JUGIE, La mort et l´asomption de la sainte Vierge, Roma 1944, 215).
Desde la época carolingia hasta el siglo XIII, los teólogos (y especialmente en la Escolástica,
así San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino o San Buenaventura) intentaron justificar
intelectualmente este misterio de la fe de la Iglesia que, además, se iba haciendo cada vez más
popular.
Un teólogo de los siervos de María, Cesáreo Sghuanin, pidió por primera vez la definición
dogmática de la Asunción. Después hubo otras peticiones. Entre ellas las de Isabel II de
España, en 1863, con el influjo decisivo del prelado de la Corte, San Antonio María Claret.
En cuanto a la definición dogmática, entre 1921 y 1940 llegaron a la Santa Sede peticiones por
parte de más de mil obispos diocesanos, amén de las de numerosas congregaciones
religiosas, congresos marianos e innumerables fieles de todo el mundo. Mas del 73 por ciento
de los obispos residenciales había pedido la definición dogmática con antelación a 1944.
Los argumentos que parecían más relevantes para ser aducidos eran los de conveniencia
teológica, así como la reflexión llevada a cabo desde la “analogía” de la fe y la evolución del
dogma. Pareció que la argumentación más sólida y coherente era la que partía de la
contemplación global del misterio de María dentro del misterio de Cristo, percibiendo la íntima
conexión de los dogmas marianos entre sí en el seno de la cristología, así como el
secularmente probado “sentido de la fe” de los fieles (Cfr G.SÖLL, Storia dei dogmi mariani,
LAS, Roma 1981, 362).
Por fin, el 1 de Noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó la definición dogmática de la
Asunción de María en estos términos:
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“Después de haber implorado siempre y con insistencia a Dios y haber invocado al Espíritu de
la verdad (...) declaramos y definimos que: La Inmaculada siempre Virgen María, terminado el
curso de su vida terrena, fue asunta a la gloria celestial en alma y cuerpo” (Bula
“Munificentissimus Deus”, ASS 42, 1950, 770; DS 3903).
En definitiva, el dogma define la Asunción como divinamente revelada, afirmando
exclusivamente el hecho de la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, sin indicar
cómo concluyó su vida terrena; aunque este silencio, por defecto, me parece absolutamente
elocuente respecto a la antiquísima tradición de la muerte o “dormición” de María, como no
podía por menos de ocurrir con la Virgen como con Cristo, Dios verdadero y Hombre
verdadero y sin pecado.
La Bula definitoria resalta especialmente la dimensión cristológica de esta verdad. Así, en el
dogma de la Asunción “el principio fundamental está constituido por aquel único e idéntico
decreto de predestinación en el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por
su misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de Salvador y Redentor, en su gloria, en
su victoria sobre el pecado y la muerte” (S. MEO, art. Asunción. Dogma historia y teología, en
Nuevo Diccionario de Mariología, E. Paulinas, Madrid 1988, 267).
Así, pues, cada 15 de Agosto celebramos lo que Cristo realizó en María y que un día realizará
en nosotros. Por cierto, que todas las Iglesias cristianas anteriores a la contrarreforma
protestante coinciden en la misma fecha para celebrar esta Fiesta de nuestra Madre común, lo
que evidencia su antigüedad y la de la comunión de la fe en la verdad que celebramos en este
misterio de salvación.
Para concluir: Bajo esta advocación de la Asunción de la Virgen se consagran desde antiguo
en España innumerables catedrales e iglesias, y en su Fiesta, el 15 de Agosto (junto con la de
su Natividad, el 8 de Septiembre), se concentran igualmente la celebración de otras muchas
advocaciones (de los Reyes, de la Granada, ...) con que se honra a la Virgen Santísima en
nuestros pueblos y ciudades.
Ángel Sánchez Solís
Párroco
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