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Repensando la crisis moral de la escuela:
hacia una historia del presente de la educación moral1
Inés Dussel
University of Wisconsin-Madison/FLACSO
Recuerdo que, a fines de los ‘70, una maestra de la primaria nos hacía leer el
diario todos los días, casi siempre el “Clarín”, y concluía la lectura con la frase que
todavía figura en la contratapa: “LO IMPORTANTE”. Ya no me acuerdo mucho qué
decía “Lo importante” pero lo que parecía “importante” era que daba lugar a
reflexiones morales y advertencias de distinto calibre que estaban a tono con el clima
de la dictadura militar. Era “importante” (perdónenme la redundancia) porque tenía que
ver con la moral que nos transmitía, cursi, obvia, de sentido común, pero moral al fin.
Por supuesto, éste no era el único espacio en el que nos enseñaba códigos de
conducta o virtudes y defectos, pero sin duda era un espacio que ella valoraba y que
repetía como un ritual casi todas las mañanas.
Mi maestra, lo supe años después, no era muy original en plantearse la
educación moral de esta manera. De la moraleja de la fábula a la máxima
(sanmartiniana o de otro origen), el género del consejo moral para los niños conoce un
largo recorrido. Los chicos franceses empezaron su jornada escolar durante casi un
siglo, hasta 1968, con una “Leçon de Morale” que decía:
“Ser bueno es amar al prójimo como a sí mismo y sentirse siempre dispuesto a
acudir en su ayuda.”
“La higiene es una de las condiciones de la salud y uno de los primeros deberes
del hombre para consigo mismo.”
“El orden extiende al tiempo, porque ayuda a emplearlo mejor.”
“El “agua de vida” (licor) debería llamarse “agua de muerte”. Hogar de bebedor,
hogar infeliz.”
“No pierdas ninguna ocasión de mostrar tu reconocimiento hacia tus padres y
maestros.” 2
No es casualidad que en 1968, con las reivindicaciones del movimiento
estudiantil, se terminara con “LA MORALE”, como la llamaban los alumnos franceses.
Identificada con un régimen opresivo y autoritario, las máximas morales cayeron junto
Artículo publicado en: ANTELO, E. (comp.), La escuela más allá del bien y del mal, Ediciones
AMSAFE, Sante Fe, 2001.
2
Ejemplos tomados de Roland Erbstein (1991), que los recoge de cuadernos de clase y textos
escolares.
1
al delantal, la cátedra-púlpito, y el centralismo. Siguieron años de pedagogías autogestivas, centradas en el alumno y los colectivos de docentes, que prometían una
autoridad más “blanda” y democrática.
La enseñanza moral, desprestigiada después de lo que podría llamarse estos
abusos, está de vuelta en el debate educativo. Escuchemos a Guillermo Jaim
Etcheverry hablar de la crisis que atraviesan nuestras escuelas:
“Las normas morales se requebrajaron cuando la educación perdió su función
tradicional en la formación de los jóvenes. Antes nadie dudaba de que los
padres y los maestros tenían el deber de transmitirles un cuerpo de
conocimientos y de valores, de introducirlos en la cultura y de desarrollar en
ellos el respeto por la condición humana. Estos objetivos se cumplen cada vez
menos porque se ha erosionado la jerarquía moral imprescindible para que los
adultos puedan ejercer autoridad sobre los niños. Además, hoy ya no se piensa
que exista una sabiduría superior que debe ser transmitida. Nada es superior,
todo es igual. Este relativismo moral y cultural hiere de muerte la autoridad de la
familia y de la escuela, representadas por los padres y los maestros. Esta
autoridad se ha transferido a los individuos. Todos, incluidos los niños, nos
sentimos autorizados a ser nuestro propio juez moral. Todos debemos
expresarnos aunque no sepamos hablar. ... El efecto de esta tendencia en las
aulas y en los hogares ha sido devastador.” (Etcheverry, 1999: 139, subrayado
mío).
Para Etcheverry, éste es el meollo de la “tragedia educativa” argentina, pero
más que una tragedia, en la que el individuo lucha arduamente y en general en vano
para imponerse sobre un contexto adverso, su argumento parece un melodrama. La
crisis de la autoridad, señalada hace más de 30 años por Hannah Arendt aunque con
bases y objetivos bastante diferentes, aparece en este relato como el culpable de
todos los males, una amenaza no sólo a la nación sino incluso a la humanidad misma.
Lo que le da el tono melodramático en este caso es que, como en las malas
telenovelas, todo el desarrollo se basa en un malentendido que se convierte en el
obstáculo a superar para lograr un final feliz. El malentendido educativo es la renuncia
a establecer esta “sabiduría superior”, renuncia fundamentada en las pedagogías “psi”
y en el énfasis en el individuo. El final feliz para Etcheverry sería volver más severo el
régimen disciplinario, aceptar con orgullo que la escuela y los maestros poseen un
saber y valores superiores, y terminar con el paidocentrismo y el liberalismo
pedagógico que han provocado esta crisis.
En realidad, podría decirse que el malentendido lo tiene Etcheverry. Definir a la
escuela como un “vacío moral”, como un lugar donde no pasa nada, es cuando menos
poco informado. Convertir a los niños en “sus propios jueces morales”, como afirma
que pasa hoy en nuestras escuelas pero que -sospecho- no está tan difundido como él
dice, no es negar la moral, sino más bien lo contrario. Cuando se extendió la formación
moral al ámbito de la introspección, de la autorreflexión, de la personalidad, se produjo
una ampliación de la esfera de acción moral de la escuela casi sin precedentes, como
argumentaremos más abajo. Etcheverry no puede, o no quiere, ver en este proceso
más que la pérdida de un referente superior (“sabiduría”, “valores”), y confunde esta
individualización de la moral con un relativismo que, a nuestro juicio, tiene más fuerza
como fantasma que como código moral para la sociedad. Cabría preguntarse: ¿cuán
heterogéneos son los códigos morales de la sociedad contemporánea? ¿Son
realmente “pluralistas” y “relativistas” nuestras instituciones, entre ellas la escuela? Si
contáramos cuántos episodios de “tolerancia” a la diferencia ocurren diariamente, y
cuántos sucesos cotidianos reafirman que hay que adecuarse al estándar o caso
contrario ser marginado por compañeros y maestros, estoy casi segura que los
segundos superarían con creces a los primeros.
El problema de la autoridad moral y cultural es complejo, y no tengo dudas de
que algún tipo de autoridad es necesaria para que haya sujetos y para que haya
sociedad, argumento que se retomará al final de este ensayo. Señalamos al pasar que
Hannah Arendt también hablaba de la crisis de autoridad; Beatriz Sarlo, Adriana
Puiggrós, Graciela Frigerio, en nuestras latitudes, han escrito sobre este cambio de las
pautas de organización y transmisión de la cultura, y del confuso lugar que está
jugando la escuela argentina en este nuevo mapa social-político-cultural. “Volver a
educar”, “restituir el lazo social”, son algunas de las propuestas de estas intelectualespedagogas que apuntan, con preocupaciones y alianzas distintas que Etcheverry, a
revisar la función de la escuela de hoy y a imaginar una escuela mejor. En sus trabajos
aparece la idea de una ética colectiva en la que uno se conmueve por el dolor de los
otros, en la que se busca reparar o redimir (à la Benjamin) las heridas del pasado, y se
postula la necesidad de que la escuela ocupe un lugar central en los procesos de
transmisión de la cultura y de inscripción en la sociedad con todas las paradojas y
dilemas que eso genera.
Bien distinta es la idea de la autoridad moral de la escuela para el autor de “La
tragedia...”. Mi insatisfacción con argumentos como los de Etcheverry proviene en
parte de su simplificación, de la rápida y no casual traducción de la necesidad de
autoridad a la afirmación de la jerarquía instituida, de la negación de las injusticias y
desigualdades que causa, de su reducción a una relación fija, estática e
incuestionable. La salida de esta crisis (porque hay UNA salida) es volver al pasado:
reinstaurar una autoridad moral y cultural a la que no se cuestiona, y que es entendida
como autoridad universal, sinónimo de lo humano. La moral y el saber están de un
solo lado; del otro, del lado de los otros que no acuerden con su postura, están la
inhumanidad, la ignorancia, el mal. No hay ninguna reflexión sobre por qué este tipo
de autoridad entró en crisis, sobre su autoritarismo, sobre su esquematización en
consejos y máximas caricaturizadas, sobre sus complicidades con genocidios de
varios tipos. Más bien, hay una celebración acrítica sobre la autoridad de nuestros
abuelos y una condena de la sociedad contemporánea que parece seguir el argumento
de la decadencia y caída moral de las civilizaciones. Por otra parte, se repite aquí un
tropos retórico, el de la decadencia y caída, que es bastante antiguo, que reconoce
orígenes religiosos (la caída de Adán y Eva) y que alcanzó status científico en el siglo
XIX con la teoría de la degeneración inexorable de la raza humana (Kaës, 1997).
Antes que plegarse a la cruzada moral actual, nos parece que hace falta
interrogar seriamente la estructuración de la educación moral, los discursos que la
fundamentaron, las formas de intervención que se diseñaron, para poner más en claro
cuáles fueron y son sus efectos, qué sujetos y que relaciones de poder promueven,
qué verdades y qué valores legitiman, y a partir de este análisis definir algunas líneas
de acción futuras. Es a este movimiento de cuestionamiento e interrogación que se
refiere el subtítulo de este ensayo: contribuir a una historia del presente de la
educación moral en la escuela. Escribir la “historia del presente” es una fórmula usada
por el filósofo francés Michel Foucault, que buscó analizar aquellos elementos que
consideramos componentes necesarios de nuestra realidad como productos históricos,
contingentes, fruto de relaciones de poder-saber particulares. No se trata de reducir el
pasado al presente, sino de interrogar al presente en su historicidad: cuestionar la
forma que tenemos de pensar el crimen y la prisión, la locura y el manicomio, el saber
y la escuela. Siguiendo a Foucault, hay que rastrear la emergencia de los discursos y
categorías que consideramos naturales y necesarios y reubicarlos en su momento de
irrupción, en su relación con otras series de eventos que el tiempo y la memoria (ese
poderoso artificio de los poderosos) borraron y ocultaron. Este rastreo histórico no
trata de buscar un modelo alternativo en tiempos pasados para encontrar la solución a
nuestros problemas actuales; como dice Foucault, hay que hacer una “genealogía de
los problemas, de las problemáticas”, y no una historia de las soluciones. ¿Cómo se
planteó el problema de la educación moral? ¿Cómo, a través de qué discursos y de
que argumentos, se lo definió como un problema y cómo y por qué se diseñaron
ciertas soluciones y no otras? ¿Sería posible plantearse el problema de la educación
moral, la constitución de una autoridad moral, de otra manera?
Responder a todas estas preguntas excede largamente el alcance de este
ensayo. Más modestamente, quisiera en las páginas que siguen plantear algunos
“jirones” o hitos de la educación moral en la escuela moderna que nos ayuden a
revisar el problema de la educación moral de una forma que esté alerta sobre los
efectos que causa, atenta a las heridas y llagas que va dejando, abrigando la
esperanza de que es posible una práctica más democrática de la autoridad moral y
cultural.
Formas y técnicas de la educación virtuosa: del caracter respetable a la
personalidad moral3
Una de las primeras cuestiones a destacar en esta aproximación a una historia
del presente de la educación moral, es que lo que se entiende por “moral” cambió
El argumento sobre el caracter y la personalidad como formas de regulación moral lo tomo de un
sugerente artículo de Melanie White y Alan Hunt sobre la ciudadanía (White y Hunt, 2000). Mis
deudas con su planteo exceden las citas (profusas) en esta sección.
3
considerablemente a lo largo del tiempo, por ejemplo a partir de los discursos que la
autorizaron (la religión, la ciencia, cierto sentido común sobre los “usos y buenas
costumbres”), las jerarquías que se instituyeron (en términos de grupos sociales,
géneros, razas), y las necesidades sociales, económicas y políticas que se invocaron
(el caracter respetable y virtuoso de la sociedad, la higiene, la productividad, la
flexibilidad). No es solamente el contenido de la moral lo que cambia, como veremos,
sino también las formas de argumentación, los tipos de práctica promovidos, la
relación consigo mismo y con los otros, y la relación con los distintos tipos de saberes
(Hunt, 1999). En ese sentido, la retórica de “volver a la moral” sería sospechosamente
simplista, porque “la moral” es un espacio discursivo muy lábil que ha sido ocupado
por estrategias políticas y culturales distintas y hasta contradictorias.
Pueden ilustrarse algunas de estas transformaciones a través de lo que la
autora de “Mujercitas”, la norteamericana Luisa May Alcott, registró en su diario íntimo
sobre cuáles eran las enseñanzas morales que recibía a los 10 años:
“Un ejemplo de nuestras lecciones.
“Qué virtudes desean tener más fervientemente?”, nos pregunto el maestro L.
Yo respondí:
Paciencia
Amor
Silencio
Obediencia
Generosidad
Perseverancia
Laboriosidad
Respeto
Auto-negación (constricción)
“Qué vicios desean menos?”
Vagancia
Testarudez
Vanidad
Impaciencia
Impudicia
Orgullo
Egoísmo
Actividad
Amor a los gatos.”
(citado en: Grumet, 1988:42)
Algunos de estos parámetros se mantienen similares (la obstinación, la
generosidad, el respeto); otros, como el respeto o el pudor, han sido groseramente
redefinidos, al punto que serían difícilmente reconocibles para un viajero en el tiempo;
pero hay algunos que nos parecen totalmente ajenos, como condenar el amor a los
gatos o la actividad. El ideal de mujer en aquel entonces, mediados del siglo XIX, era
el de la “madre republicana”, la mujer recluida en el espacio doméstico cuya principal
tarea era criar hijos virtuosos y apoyar a sus maridos en sus emprendimientos cívicos y
económicos. Sería un ejercicio interesante y divertido ver qué responden las chicas
argentinas de 10 años frente a preguntas parecidas; es más, cabría preguntarse si
este tipo de preguntas es incluso “inteligible” para la infancia del mundo
contemporáneo, donde las “virtudes” y “vicios” se definen de otra manera, se asocian
con otros términos (por ejemplo, la palabra “vicios” puede desencadenar una cadena
asociativa con fumar, drogarse, dañar la salud; mientras que la palabra “virtud” está
curiosamente ausente del vocabulario cotidiano, probablemente reemplazada por
“éxito”, o por el “ser bueno” -que evoca conductas antes que reglas morales-).
Pero volvamos a la época de la autora de “Mujercitas”, o aún antes. En un
trabajo anterior, escrito junto a Marcelo Caruso (Dussel y Caruso, 2000),
argumentamos que la escuela moderna se organizó usando las técnicas del poder
pastoral, una forma de poder que se basa en la experiencia cristiana. El poder pastoral
imita el régimen del pastor con sus ovejas, en el que el pastor cuida el rebaño, lo
conduce y lo guía hasta su salvación. Este poder pastoral se ejerce sobre las almas de
sus conducidos (“alma” entendida como prácticas materiales, espirituales y corporales,
de gobierno del yo); es un poder que debe interiorizarse, que se hace carne y sangre
del dirigido, que le dice cómo debe conducirse y gobernarse para alcanzar el objetivo
deseado.
En el siglo XIX, el objetivo moral deseado era “formar el caracter”. El caracter se
definía por algunas virtudes, como las señaladas por Alcott, que apuntaban a una
imagen de “respetabilidad” pública: la obediencia a Dios y los códigos moralesreligiosos, la probidad y austeridad sexual, el pudor. El caracter era la manifestación
externa de virtudes morales internas: honestidad, perseverancia, lealtad, aplicación,
buenas maneras (White y Hunt, 2000). La clave para la formación del caracter era el
entrenamiento de la voluntad a través de una disciplina rígida que creara hábitos
virtuosos. La voluntad y las emociones debían ser disciplinadas por medio de
ejercicios y repeticiones que orientaran a los niños en el sendero correcto. El
acoholismo, la vagancia, la intemperancia, eran “enfermedades de la voluntad”
(Valverde, 1998), síntomas de una educación moral fallida que no había sabido
ejercitarla hasta robustecerla (la voluntad era como un músculo, un atributo casi
corporal).
La formación del caracter fue central en la organización de la escuela moderna,
al punto tal que algunos autores, como James Donald (1992), la asocian al triunfo del
método simultáneo de instrucción frente al monitorial, una batalla decisiva en la
historia educativa. El método simultáneo, que es el que tienen las clases hoy en día,
suponía un maestro frente a un grupo estable, relativamente homogéneo y reducido de
alumnos, que compartían cotidianamente con el docente todo tipo de aprendizajes. El
método monitorial en cambio se basaba en un maestro para un número grande y
variable de alumnos, a los que se seguía por medio de monitores o alumnos
avanzados. Era un grupo heterogéneo en edades, ocupaciones y permanencia, que
podía sumar 200, 300 ó 500 alumnos. Difícilmente el docente del sistema monitorial
podía jugar el rol de “ejemplo moral” que cumplía el maestro del método simultáneo,
quien llegaba a establecer una relación cotidiana y un intercambio de afectos (de
cualquier signo) con sus alumnos. Para Donald, la necesidad de formar el caracter, de
garantizar que los ciudadanos de las nacientes democracias supieran gobernarse por
sí mismos y supieran elegir “correctamente” a sus gobernantes, fue central a la hora
de decidir qué método de enseñanza se impondría en los sistemas educativos
nacionales. Una preocupación similar, por otra parte, a la que tenía Sarmiento, que
proponía educar al soberano no sólo o principalmente por motivos altruistas sino ante
todo porque “un pueblo ignorante siempre votará por Rosas” (citado por Tedesco,
1986). La educación moral iba estrechamente de la mano de la educación del
ciudadano y de la educación del trabajador: respetar la autoridad, cumplir horarios, ser
laborioso, respetar la propiedad privada, eran virtudes fácilmente transponibles de una
esfera a otra, e igualmente necesarias para la reproducción social.
Pueden tomarse como ejemplo de esta formación del caracter las
recomendaciones para maestros ingleses de un manual de 1839. Allí se dice que la
educación moral debía realizar un trabajo doble: “enseñar la facultad de la razón para
distinguir la verdad y el error, lo bueno y lo malo; y formar el hábito de actuar
correctamente para que la imaginación, las pasiones y los afectos se acostumbren a
ceder ante las decisiones de la razón.” (Dunn, 1839: 146) La moral se basa en un
ejercicio de la razón, en la capacidad de emitir juicios que distingan lo bueno y lo malo;
pero para formar esa capacidad de emitir juicios, hay que formar el hábito, ejercitarlo
repetidamente, convertirlo en algo familiar y pre-racional. Es destacable que para el
autor del manual, Henry Dunn, esta educación moral sólo puede alcanzarse una vez
que los afectos de los alumnos están bajo control. “Si ellos no lo aman a Usted [el
Maestro], rechazarán sus intentos de hacerles el bien. Tiene que haber simpatía entre
ellos y usted, o todos sus esfuerzos serán en vano.” (Dunn, 1839:147) El maestro,
ejerciendo esta seducción sobre sus alumnos, debía unir asociaciones placenteras con
lo que es correcto, y asociaciones dolorosas con lo que está equivocado (recuerdo, al
pasar, una maestra primaria de Labores a principios de los ‘70 que nos pegaba con un
alfiler cada vez que cometíamos un error. Ciertamente había una circulación de afecto
con ella, aunque no era un afecto muy positivo). Esta práctica formaría un gusto moral
“correcto”, basado en los preceptos religiosos y las buenas costumbres. El siguiente
paso era la formación de los hábitos “correctos”: pulcritud, gentileza, rechazo de los
vicios de la codicia, glotonería y de los “bajos apetitos” (Dunn, 1839: 186).
La educación moral, antes como ahora, se daba a todas horas y lugares, y no
se restringía a una asignatura o disciplina. Otro ejemplo contemporáneo al manual
citado, e interesante por sus repercusiones actuales, lo proporciona la introducción del
patio de juegos al espacio-tiempo escolar. El también inglés Samuel Wilderspin fue
uno de los primeros en proponer el patio en la arquitectura escolar.4 El patio era
considerado por este maestro como el lugar de mayor eficacia de la formación del
carácter: “El patio puede ser comparado al mundo, donde los pequeños son dejados
libres, allí puede verse qué efectos ha producido su educación, ya que si alguno de los
niños gustan de pelear y discutir, es allí donde lo van a hacer, y esto le da al maestro
una oportunidad de darles un consejo claro sobre la impropiedad de tal conducta;
mientras que si se los deja en una escuela sin patio, entonces estas inclinaciones
malvadas, con muchas otras, nunca se manifestarían hasta que estén en la calle, y
entonces el maestro no tendría oportunidad de intentar remediarlas” (Wilderspin,
1824:134). El patio era el lugar donde estas conductas podían detectarse, donde tenía
lugar una vigilancia completa y exhaustiva de las emociones de los alumnos; los
maestros, observando los juegos infantiles y la interacción entre los alumnos,
alcanzarían una evaluación más completa y cabal de sus educandos y podrían
intervenir a tiempo para rescatarlos de las malas tendencias. Wilderspin también
propuso que los patios tuvieran árboles frutales y flores, con el objetivo no sólo de
Sigo aquí algunos argumentos escritos con Caruso en La invención del aula..., cap. 3.
4
agradar y ser eventualmente objeto de estudio, sino sobre todo para aprender a
respetar la propiedad privada. El no comer los frutos o cortar las flores serían una
prueba de su honestidad y un entrenamiento de su voluntad: los alumnos aprenderían
que hay que resistir las tentaciones aún cuando se presenten como placenteras. La
escuela, así, se convertía en una prueba moral cotidiana y permanente, aunque los
chicos no lo percibieran; cualquier evento era una oportunidad para vigilar sus
inclinaciones y para juzgar sus respuestas y actitudes. El patio, lejos de ser un espacio
de libertad y expresión puros, opuesto al orden del aula, era en la propuesta de
Wilderspin más bien la extensión del aula bajo otras condiciones. En el patio los niños
aprenderían a ejercer el control sobre sí mismos con técnicas propias del poder
pastoral.
Otro elemento importante de la formación del caracter era el régimen
disciplinario. La disciplina escolar, con sus prescripciones sobre qué se puede hacer y
qué no, es una de las especificaciones más claras y penetrantes de qué se entiende
por educación moral. Unas décadas después de Wilderspin, otro inglés, John Menet,
decía: “La disciplina es el poder moral ejercido por el docente sobre la naturaleza
moral de los niños, por el cual se moldea su caracter; el respeto a sí mismos y el
sentido de la responsabilidad que surge del hábito de obediencia exacta e inmediata,
que es la primera obligación del niño. La disciplina incluye ese sutil poder de influencia
sobre lo que no admite definición, y es realmente justa en proporción al grado en que
el maestro influencia los motivos de los niños para el bien.” (Menet, 1870: 30). La
disciplina debía, tal como lo proponían Dunn y Wilderspin, internalizarse, convertirse
en un hábito, estar en la base de los juicios morales que los niños emitían. Puede el
lector entender mejor por qué la denuncia de Etcheverry sobre que últimamente los
niños se han convertido en sus “propios jueces morales” me parece simplista y poco
ajustada: en realidad, ése fue el principal objetivo de la educación moral desde hace
un siglo y medio, promovido por los mismos que Etcheverry cree son ejemplos de una
“autoridad moral superior”. Ser capaz de gobernarse a sí mismo a través de
interiorizar, in-corporar (hacerlas parte del cuerpo) estas reglas y prácticas morales,
era el parámetro de éxito de esta forma de educación moral.
La disciplina escolar tenía el valor de descomponer (no en el sentido de
corromper sino en el de especificar) las reglas morales en conductas observables y
pasibles de supervisión. Menet decía que el maestro debía guiarse por estos
preceptos:
“Indicadores de buena disciplina:
La buena disciplina puede verse:
1. En la ausencia de ruido.
2. En la obediencia pronta y alegre de los niños a todas las señales de orden.
3. En la rapidez y quietud de las lecciones.
4. En la agudeza de los movimientos colectivos de formación y marcha.
5. En el poder del maestro de asegurar la obediencia exacta a sus órdenes sin
esfuerzo aparente.
6. En la actividad de los niños en su trabajo.
7. En la honestidad de la escuela, especialmente en la ausencia de copiado.
8. En las maneras, alegría y porte general de los niños.
9. En el poder de los monitores en mantener el orden en sus clases.”
(Menet, 1870: 31)
En el siglo XX, crecieron las críticas a esta forma de educación moral por
autoritaria y rígida. De la mano de nuevos desarrollos disciplinarios (la sociología y la
psicología) apareció un nuevo organizador de la educación moral: la personalidad. “La
personalidad, a diferencia del caracter, no se basa en un conjunto fijo de atributos,
sino en la autorrealización, la autoestima, la satisfacción personal. La personalidad
refleja una serie de disposiciones única a cada individuo, sin un contenido fijo o
necesario. ... Para desarrollar una personalidad, el individuo debe desarrollar los
aspectos (morales, intelectuales, físicos y prácticos) que le permitan pensar sobre sí
mismo y hacer pensar a los otros como “alguien” definido -para ser alguien, uno tiene
que “ser uno mismo”.” (White y Hunt, 2000: 104). La personalidad, lejos de lo que
piensa el sentido común, no es entonces la expresión “pura” de nuestro yo interior,
sino un espacio intensamente gobernado y definido por otros, porque la medida de
nuestro éxito es precisamente gustar a los otros, convencer a los otros de que
tenemos una personalidad definida (idem). Como lo muestran muchos programas de
televisión dirigidos principalmente a mujeres, la advocación “sé tu misma” viene
seguida de una serie de consejos/preceptos/especificaciones bastante concretos sobre
cómo uno puede llegar a ser “una misma”. La personalidad implica trabajar sobre el sí
mismo, ajustarse, operar sobre los sentimientos y disposiciones y moldearlos hacia la
presentación exterior de este ser, ya no definido en términos de las reglas morales
sino como seres originales, autónomos, con iniciativa. Es un “proyecto reflexivo sobre
el ser” (White y Hunt, 2000: 105). Uno debe ser sincero consigo mismo antes que a los
otros, en una suerte de monólogo interno en el que uno se va moldeando, aunque ese
sí mismo sea, como se ha dicho, un espacio altamente social y socializado. Este
proyecto descansa menos en prohibiciones que en fortalecer ciertas conductas:
reflexionar, decidir, buscar apoyo en los expertos (revistas, terapeutas, “personal
trainers”). Pero eso no debe hacernos pensar “ni por un minuto que ello significa un
paso de la compulsión a la libre elección; las elecciones que se fuerzan sobre el sujeto
pueden ser altamente coercitivas.” (Idem). Puede pensarse por ejemplo en cómo se
define un cuerpo saludable, o en cómo se determina si un alumno tiene personalidad o
no; ambos ideales suponen una serie de valores y conductas más bien limitadas, que
distan mucho del universo relativista que describe Etcheverry.
La idea de personalidad tiene una relación estrecha con el liberalismo,
entendido no como filosofía sino como modo o estilo de gobierno (Rose, 1999a). El
liberalismo nos gobierna a través de regular nuestra libertad; es decir, en tanto
individuos, estamos habituados a auto-gobernarnos a través de las elecciones que
hacemos, o que podemos hacer. Estas opciones no son siempre concientes. Melanie
White y Alan Hunt (2000) dan un ejemplo de este “gobierno de la libertad” y de las
opciones que tenemos que me parece muy simple y muy claro. En la vida cotidiana,
tenemos mútiples elecciones que hacer. Una de ellas es decidir cómo ir al trabajo;
supongamos que tenemos el dinero y la capacidad de tener un auto y queremos
decidir qué es más conveniente, si usar transporte público o nuestro auto. Puede
calcularse el ahorro que significa el colectivo o la bicicleta contra el costo de mantener
un auto (la nafta, el seguro, el estacionamiento). Hasta ahí, parece que como
ciudadanos, si tenemos los recursos, podemos elegir “lo que queremos”, o lo que más
nos conviene. Pero este modelo del sujeto racional que toma decisiones olvida que
hay muchos elementos que no son blanco-negro: por ejemplo, no es fácil deducir
cuánto peso le asigna uno al riesgo de llegar tarde si el colectivo se rompe o no
funciona bien, o cuánto al riesgo de ser robado, o al perjuicio de viajar incómodo. Más
aún, los mismos elementos de la decisión están condicionados por situaciones que
nos exceden. Así, White y Hunt nos recuerdan que no somos capaces de resolver la
cuestión optando en tanto individuos por un sistema de transporte público eficiente y
conveniente que tenga la capacidad de enviar suficientes colectivos para que todos
viajen cómodos y lleguen a horario, porque ello requiere una forma diferente, colectiva,
de elección política. Sin embargo, si no vamos en transporte público y usamos nuestro
auto, estaremos contribuyendo al deterioro del sistema de transporte público -que es lo
que pasa en Norteamérica, donde cada uno va con su auto y hay pocas opciones
públicas. Nuestra elección no sólo está condicionada por las opciones disponibles sino
que a su turno condiciona las posibilidades de elegir de los demás. Los autores
concluyen que “[p]or eso es importante destacar que, aunque el gobierno liberal opera
a través de la regulación de las elecciones de los ciudadanos individuales, eso no
asegura que los ciudadanos obtengan lo que quieran, y menos lo que necesitan. Lo
que significa es que el liberalismo no sólo provee la capacidad de elegir, sino que
requiere que nosotros tengamos que elegir; esta es la paradoja de la libertad. Es en
ese sentido que el liberalismo nos compele, nos obliga a ser libres” (White y Hunt,
2000: 108).5 Aún cuando Wilderspin y Dunn estaban influidos por el liberalismo, puede
decirse que la traducción más fiel a nivel de la pedagogía se hizo en este siglo, con
esta idea de la personalidad que se moldea a través de opciones/decisiones y de un
ejercicio permanente de la auto-reflexión.
La corriente pedagógica que más defendió la formación de la personalidad
como horizonte educativo fue el escolanovismo. Críticos del autoritarismo de la
educación tradicional, postularon en cambio una pedagogía centrada en el niño y
basada en fundamentos médicos y psicológicos sobre la “naturaleza” infantil. Decía
Ernesto Nelson, profesor secundario de principios de siglo y autor de uno de los
planes de reforma para el nivel medio más interesantes de esa época: “Nuestros
pobres muchachos no tienen el menor fuero: no han de hablar, no han de hacer ruido,
Sería interesante trasladar este ejemplo a la Argentina. A modo de especulación provisoria,
quisiera decir que no parece haberse desarrollado entre nosotros una formación liberal con tanta
eficacia como la que tuvo lugar en Norteamérica. Nadie creería ni por un momento que la
elección de ir a trabajar en auto o en colectivo es una decisión individual y sin consecuencias
sociales; la idea de comunidad es probablemente más fuerte que la idea de individuo. Hay sin
embargo una penetración de los discursos liberales de la decisión y la competencia en los últimos
años que conviven y reorganizan la idea de comunidad existente.
5
no han de actuar sino en último término, no han de sentarse en lugar donde haya
tantos asientos como adultos congregados...” (Nelson, 1903: 518). Era importante
colocar a la infancia y la juventud en el centro de la tarea educativa, y formar a cada
hombre (nótese el género, no se habla de mujeres) como “un ser distinto a los demás.”
Puede observarse la distancia de la formación moral que se describió
anteriormente, centrada en el caracter, y la centrada en la personalidad, a través de la
siguiente observación de Clotilde Guillén de Rezzano, maestra, inspectora y pedagoga
escolanovista que decía en 1938: “Los juegos infantiles desempeñan un papel
preponderante, sobre todo si son espontáneos ... Librado a sí mismo, por lo general, el
niño se crea dificultades, se opone obstáculos, se inventa problemas de difícil solución
... se ve también arrastrado por la inercia que lo impulsa a repetir, indefinidamente,
juegos en los que ha alcanzado ya el grado de automatismo que anula sus efectos
educativos, que no le exigen esfuerzo alguno ... De allí que no bastan a los fines
educativos los juegos libres, y resulta necesaria la intervención del educador para
crear nuevos intereses que aviven o despierten necesidades ...” (citado en: Milstein y
Mendes, 1999:72) En la cita, aparece el juego como un espacio donde el individuo
desarrolla su personalidad resolviendo problemas y enfrentando obstáculos; al mismo
tiempo, aparece claro que es necesario dotar de una dirección para nada espontánea
a ese juego, interviniendo para otorgarle un sentido “verdaderamente formativo”, que
asegure que el alumno aprenda en la dirección correcta. Ya no es el entrenamiento de
la voluntad o el doblegamiento de las pasiones que preconizaban Dunn y Wilderspin,
sino el ensayo y error, la autoridad sutil, los límites “naturalizados”.6 Si bien la
formación del caracter no desapareció, y sobrevivió por ejemplo en el género de los
consejos morales y máximas citadas al principio de este ensayo, la idea de la
formación de la personalidad se volvió central en la educación moral.
La formación de la personalidad tiene un estrecho parentesco con las
psicologías constructivistas (por ejemplo, la teoría de Lawrence Kohlberg sobre los
estadios de la formación moral que culminan en la autonomía individual y en la
posibilidad de tener juicios independientes de otras autoridades morales). También lo
tienen con la reciente afirmación de las identidades como base de la educación,
aunque en este caso aparecen muchas otras dinámicas y discursos involucrados,
dinámicas que condensan años de lucha en el caso de las identidades de las minorías
y de la lucha por el reconocimiento de la diferencia y la alteridad. Creemos, sin
embargo, que hay que estar atentos a esta asociación con estas formas de educación
moral que no por sutiles son más democráticas. Cabe cuestionarlas e interrogarlas de
la misma manera en que ellas lo hicieron con las precedentes. Como decía Foucault,
“[l]a opción ético-política que cada día debemos hacer consiste en determinar cuál es
El argumento anterior no toma en cuenta las diferentes versiones del escolanovismo, que en
algunos casos fueron mucho más radicales que los planteos de Nelson o Guillén de Rezzano.
Creemos sin embargo que esta noción de autonomía y de la personalidad como objetivo de la
educación fueron ejes epistemológico-políticos compartidos por la mayoría de las pedagogías
escolanovistas.
6
el peligro principal. ... Mi idea no es la de que todo es malo sino de que en todas
partes existe peligro, ... todo implica riesgos”: el peligro de equivocarse, de excluir a
otros, de cometer injusticias (Foucault, 1991:187). No se trata de no hacer nada,
porque aún ese “no hacer nada” estaría produciendo efectos, legitimando las injusticas
y prolongando los dolores presentes, sino de hacer constantemente, estando atentos a
lo que creamos a nuestro paso y dejando espacio para criticarnos y recrearnos
permanentemente. Esto no es tarea fácil ni inmediata, pero esperamos que sea un
camino más productivo y menos injusto que los recorridos.
Sobre crisis morales: los debates que faltan
Volvamos al presente. Etcheverry no está solo en esta prédica de la vuelta a la
moral. La política argentina pivoteó y pivotea actualmente sobre la denuncia de la
corrupción y el reclamo de transparencia e integridad; de nuevo, pareciera que el
problema es la crisis moral de la sociedad, y no la estructura institucional y simbólica
de la injusticia. Pero éste no es un fenómeno local ni mucho menos. Como dice Tomás
Abraham (1995), la ética está de moda: los comités de ética pululan en empresas y
hospitales, en los partidos políticos, en la investigación científica. Por otro lado, según
el sociólogo inglés Richard Sennett, la “vuelta a la moral” y el conservadurismo cultural
que está creciendo en las clases medias de los países desarrollados es una respuesta
a las nuevas condiciones de trabajo y de vida del capitalismo, caracterizadas por la
movilidad y la flexibilidad constantes; frente a ellas, el conservadurismo constituye una
especie de homenaje o adhesión a la coherencia perdida, una suerte de última
trinchera o bastión que les permite afrontar los cambios y riesgos de la vida
contemporánea con algún sentido de permanencia (Sennett, 1998: 28).
La reafirmación de la moral se está dando desde muchos frentes. Veamos otro
ejemplo. El movimiento de la “Tercera Vía” que encabeza Tony Blair en Europa,
postulado como alternativa civilizada y socialmente responsable al capitalismo salvaje,
se basa en estrategias políticas y económicas que descansan fuertemente sobre
algunos valores: civilidad, responsabilidad, mutualidad, obligaciones, voluntariado,
autonomía, iniciativa. A los seres humanos ya no se los considera principalmente
“seres sociales”, o “seres racionales” como decía la economía neoclásica, sino ante
todo criaturas morales que se asocian en una “comunidad”, entendida como red de
relaciones en donde hay responsabilidades y derechos. “Los problemas de las
asociaciones humanas se vuelven inteligibles como problemas éticos” (Rose,
1999b:474): la tarea de los gobernantes es formar un sentido de la obligación, del
deber, del honor, que haga funcionar mejor a las instituciones. Como decía Tocqueville
para los Estados Unidos post-revolucionarios del siglo XIX, hay que cambiar los
“hábitos del corazón” para consolidar las transformaciones sociales. La educación
tiene un papel muy importante que jugar, creando la “sociedad del conocimiento” que
se basa en la autonomía, la responsabilidad y la creatividad de los individuos y que
sostenga este funcionamiento comunitario (nótese la continuidad con la idea de la
formación de la personalidad).
Esta ética parece ser extra-política, o mejor dicho, pre-política, porque sin ese
sustrato comunitario, no hay política posible. Es una ética que se basa en una acción
permanente de los individuos sobre sí mismos para actualizarse y para diseñar su
propia vida en términos de sus consumos, estilos de vida, aprendizajes. Los individuos
deben ser capaces de auto-gobernarse responsablemente y de “calibrar” la relación
entre sus obligaciones y las de los demás (Rose, 1999b). Es una ética plural, porque el
consumo fragmenta y multiplica los estilos de vida individuales, pero no es relativista
-como denuncia Etchverry-, porque se asienta sobre valores bien definidos y sobre
técnicas del gobierno de sí cada vez más expandidos que determinan un menú
restringido de “morales”. La ciudadanía, la integración a la sociedad, se vuelve
condicional a la conducta de los individuos: así, en la ciudad de Nueva York, hoy se
debaten programas para hacer trabajar a los desamparados (homeless), a los que se
niega techo en los refugios municipales si no demuestran “voluntad de trabajar” y
ganarse el pan. En la misma línea, el estado de Wisconsin en Estados Unidos
implementó un programa social para desempleados que los hace capacitarse; si se
niegan a hacerlo, pierden los beneficios, y si lo hacen, de cualquier manera los
pierden a los dos años, aún cuando no encuentren trabajo una vez capacitados. La
ciudadanía es algo que se gana, que se merece, por una conducta que muestra la
aceptación de los valores de la comunidad. No alcanza con votar o participar de la
esfera de la política para ser ciudadano (es más, muchas veces ni siquiera es
necesario); somos ciudadanos si nos conducimos como sujetos morales, si
incorporamos estos nuevos valores: iniciativa, auto-perfeccionamiento, voluntad de
trabajar, autonomía.
Uno podría responder a estos moralismos, el de Etcheverry y el de Tony Blair,
con otro moralismo, aunque de otro cuño. El inglés Nikolas Rose, en quien basé mi
lectura de la Tercera Vía, se siente invitado a hacerlo, y nos urge a denunciar la
inmoralidad de las groseras desigualdades sociales que violan los derechos humanos
de los excluidos; a nombrar, culpar y avergonzar a quienes se benefician de la
explotación del trabajo infantil, y a los que tienen altos niveles de consumo mientras
depositan sus ahorros y ganancias en los paraísos fiscales; a rechazar la conversión
de la prisión en un elemento integral de un Estado de bienestar residual; a oponer al
hiper-moralismo de la “comunidad responsable” que nos propone la Tercera Vía, “la
celebración de éticas móviles como las de los activistas ecologistas y urbanos, para
quienes las colectividades se forman y reforman en los agonismos de la acción” y la
“multiplicación de las obligaciones éticas en los experimentos de vida alternativa”
como los que se desarrollaron en los ‘60 (Rose, 1999b:490). Rose aboga por una
“política del enojo moral” que convoque a la invención de nuevas relaciones de poder,
formas de subjetividad y éticas.
El camino del enojo moral es saludable y productivo, y hay mucho por recorrer
en la Argentina actual con las escandalosas desigualdades, la indiferencia al dolor
ajeno, la impavidez de los corruptos. Pero a la indignación frente a la desigualdad y la
injusticia, también hay que abonarla con un cuestionamiento sobre cómo se está
planteando el tema de la crisis moral hoy, de dónde viene, por qué cobra tanta fuerza.
Para que nuestro moralismo no sea confundido con el retorno a una autoridad moral
incuestionable y rígida, hace falta demarcar las posiciones, nombrar, culpar y
avergonzar a quienes se benefician de las injusticias, animarnos a cuestionar nuestros
sentidos comunes y a preguntarnos por la ética y política de nuestras intervenciones.
En este sentido, queremos concluir este ensayo reiterando, como lo hicimos al
inicio, que creemos necesario instituir una autoridad moral y cultural desde la escuela,
una autoridad que les proponga a los sujetos una ligazón, una inscripción en la
sociedad y en la cultura. No abogamos ni defendemos la renuncia a educar por temor
a equivocarnos, a ser injustos, a ser autoritarios, no sólo porque no se puede (la
renuncia es también una acción y causa efectos, reproduce la injusticia existente) sino
porque “no se debe”, y éste no es un imperativo moral categórico kantiano sino un
efecto de la responsabilidad que tenemos como educadores y como ciudadanos de
incorporar a las nuevas generaciones a la sociedad.
Pero hay que estar muy atento a qué tipo de inscripción se propone, cuáles son
los modelos de sociedad y de individuo que se postulan, y qué espacio se deja para la
crítica y la recreación de esa transmisión/tradición (Dussel y Caruso, 2000). Decía un
discípulo de Durkheim sobre la educación moral: “Hay que ligar al niño a una sociedad
determinada para que sea un elemento integrante de ella. Esta sociedad lo es no por
el grupo, ni por el suelo, sino por su alma y el conjunto de sus ideas. Adherirse a ella
es adherirse a esos ideales. [...] Formar moralmente es ligar a un ideal.” (Hueso, 1916:
56) El problema es si ese ideal es, como era para Durkheim, una sociedad
homogénea y homogeneizante, una sociedad en la que la diferencia se convierte en
anomia, desviación, crimen. Preferimos, en cambio, seguir (una vez más) a Michel
Foucault cuando decía que la autoridad puede no ser inútil o autoritaria, y que había
que trabajar en esa dirección:
“...[L]a institución pedagógica ... ha sido objeto de críticas, con frecuencia
justificadas. [Pero] [n]o veo en qué consiste el mal en la práctica de alguien que,
en un juego de verdad dado y sabiendo más que otro, le dice lo que hay que
hacer, le enseña, le transmite un saber y le comunica determinadas técnicas. El
problema está más bien en saber cómo se van a evitar en estas prácticas -en
las que el poder necesariamente está presente y en las que no es
necesariamente malo en sí mismo- los efectos de dominación que pueden llevar
a que un niño sea sometido a la autoridad arbitraria e inútil de un maestro, o a
que un estudiante esté bajo la férula de un profesor abusivamente autoritario.
Me parece que es necesario plantear este problema en términos de reglas de
derecho, de técnicas racionales de gobierno, de ethos, de prácticas de sí y de
libertad.” (Foucault, 1994: 138/139)
Pensar la educación moral como una formación en las paradojas de la libertad,
como la formación de una libertad que entienda sus límites (por ejemplo, a partir de
otra relación con las normas y el derecho) pero también busque expandirlos a través
de nuevas experiencias (centrándose de a ratos más en los derechos de los individuos
que en sus obligaciones, como fue tradicionalmente el centro de la educación moral en
la Argentina); una educación moral que analice a la autoridad como una relación
contingente y socialmente necesaria a la vez; una educación que se conecte con el
cuerpo y los sentimientos sin pensarlos solamente como ámbitos a dominar o
doblegar; pensar la educación moral de estas maneras suena todavía una utopía lejos
de nuestro alcance. Ojalá algunas de las reflexiones de este libro abran un debate
sobre qué direcciones tomaremos para que esas u otras utopías estén algo más cerca
de nuestras prácticas diarias.
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