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LA EXPERIENCIA DE ENCUENTRO CON DIOS1.
Por una espiritualidad del corazón,
de la mente y de la voluntad.
Durante la etapa de Patris mei se busca «construir» -permítase este modo
impropio de hablar- una auténtica experiencia de relación con Dios. No es algo
nuevo para nosotras, dado que esto constituye nuestra vocación. Pero, la vida
nos dice que para alcanzarla es necesario estar dispuestas a hacer una obra
de desmantelamiento, si es que no se ha hecho. Des-estructurar significa echar
abajo las bases, acometer una obra radical..., para no contentarse con echar
vino nuevo en odres viejos ni empeñarse en pasarse la vida remendando
vestidos rotos y gastados. Este tema propone dos asuntos: Des-estructurarse
y convertirse.
La des-estructuración es todo lo contrario de las componendas y las medias
tintas; implica, por el contrario, el valor, ante todo, de liberarse de las falsas
ideas que tenemos de Dios y de nuestra relación con él -verdaderas ilusiones, a
veces- para comenzar, después, a convertirse de verdad.
1. Las ilusiones en la vida espiritual
El corazón humano está inquieto hasta que descanse en Dios. Todos
anhelamos el encuentro; todos querríamos «tener experiencia» de Dios.
Todos nos hacemos nuestra propia imagen de él; pero, ¿estamos seguros
de que es la correcta? ¿Es posible engañarse hasta en la experiencia que
queremos tener de lo divino?
Sí, es cierto, es posible engañarse y, poco o mucho, sucede en la vida de
cada uno. Pero la Palabra de Dios nos proporciona también la forma de
Notas adaptadas de A. CENCINI, Amarás al Señor tu Dios. Psicología del encuentro con
Dios, Sigueme, Salamanca, 20032, pp. 93-106.
1
salir del engaño. Respondiendo al escriba que le preguntaba sobre el
primer mandamiento, Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas»
(Mc 12, 30). Ya Moisés señalaba este camino para conocer a Dios, al Dios
vivo y verdadero. Para tener experiencia auténtica de Dios es necesario
«toda» la persona: corazón, mente, voluntad. No sería verdadera una
experiencia de Dios que se detuviese, por ejemplo, sólo en el corazón, sin
provocar un cambio decidido de la voluntad y una lúcida adhesión de la
mente. Deben movilizarse todas las facultades humanas, y al máximo.
Dos condiciones, desde un punto de vista psicológico, parecen decisivas si
se quiere llegar a una auténtica experiencia de Dios:
1. La armonía interna: debe ser una experiencia unitaria, que unifique a
todo el persona, implicando todos sus dinamismos psíquicos; corazón,
mente y voluntad;
2. La profundidad de la misma experiencia: Dios tiene que ser amado con
«todo», comprometiendo radicalmente la propia vida por él.
En realidad, las dos condiciones están íntimamente conectadas con una
relación recíproca. Sólo es posible amar a Dios con todo el corazón si las
otras facultades, todas ellas, están dispuestas a abrirse a su amor; al
mismo tiempo, es natural la implicación de toda la persona cuando una de
sus facultades vive en plenitud la experiencia de Dios. Se da como un
doble movimiento: en extensión y en profundidad, pero dentro del mismo
proceso. Cuando se bloquea uno de los dos movimientos, el otro resulta
afectado. Nacen entonces las ilusiones sobre Dios, expresión desarticulada
y confusa de una veleidosa pretensión de tener experiencia de él.
Esto pasa, inevitablemente, cuando sólo queda comprometida una parte de
nuestra persona, y quedan excluidas las demás: se busca el Dios que
contenta el corazón, o recompensa la voluntad, o da seguridad a la
inteligencia; pero no es el verdadero Dios, porque Dios no es sólo ternura,
o sólo autoridad, o sólo verdad teórica. El es todo o no es nada.
1
Veamos algunas ilusiones en las que podemos incurrir a partir de tres tipos
fundamentales: el «todo corazón», el «todo acción», el «todo cerebro».
tiempo propicio de purificación de su mismo deseo de lo divino,
para que crezca cada vez más la espera junto al gusto y al
esfuerzo de la búsqueda.
a. La ilusión sentimental
La ilusión sentimental es típica de quien sostiene que para conocer a
Dios basta, o es lo más importante, el sentirlo dentro. En la práctica se
absolutiza el dato sentimental, que se transforma en criterio de
experiencia; nace así una confusión peligrosa que tiende a reducir el
amor a una emoción placentera y a un conjunto de sensaciones
positivas. Dios mismo, llegados a este punto, se puede convertir en
una de estas emociones agradables. De este equívoco de fondo se
derivan consecuencias precisas para el individuo.
2.
Será una experiencia ilusoria. La voluntad y la inteligencia quedan
prácticamente al margen de este monólogo sentimental. La
emoción se convierte en un fin en sí misma y no determina (o no
determina suficientemente) un cambio concreto de vida (voluntad)
basado en convicciones concretas (inteligencia). Hay una cierta
sensación de lo divino, pero no una transformación radical de
mente, corazón y voluntad; aún no ha convertido su vida, sigue
con sus valores y criterios. A la vivacidad del nivel emotivo
responde una cierta indolencia espiritual y, particularmente, una
alergia a cumplir concretamente la voluntad de Dios también
cuando falta el entusiasmo. Se buscan más los consuelos de Dios
que al Dios del consuelo. Se olvida que Él, que puede
presentársenos en una experiencia fuerte, quizá de grupo, vive,
también, concretamente en el difícil enredo de las vivencias
cotidianas que exigen entrega y un compromiso coherente. El es el
Dios de la vida, no un objeto de consumo para nuestra busca de
«experiencias espirituales» (cfr. Mt 7, 21).
3.
Será, finalmente, una experiencia contradictoria, porque no sólo
no provoca una conversión de la voluntad y de la inteligencia, sino
que ni siquiera lleva consigo un auténtico enamoramiento de Dios,
a pesar de su pretensión de saber amar. Enamoramiento quiere
decir implicación total y es, por tanto, infinitamente más que una
simple emoción fugaz y superficial. Ama con todo el corazón quien
ama verdaderamente «con todo»: también con la mente, con la
voluntad y con las obras. Ama, por tanto, para siempre y
permanece fiel. No hay contradicción entre sus impulsos internos
y, consiguientemente, tampoco entre sus diversos amores. En la
medida en que Dios es el único y mayor amor es posible amar
todavía. Más aún: cuanto más se ama a Dios más se experimenta
como un deber, como algo natural, amar al prójimo: es, en el
1. Su experiencia de Dios será inestable. En efecto, nuestros estados
emotivos son inestables. La persona «todo corazón» alternará
fácilmente, en su imaginada experiencia de Dios, momentos de
gran entusiasmo y períodos de frialdad y desinterés, con poca
capacidad de reacción. Capaz de grandes promesas cuando
siente al Señor cercano, se deprime y descorazona cuando no
siente ya la emoción positiva.
Tiene un modo extraño de valorar la oración como medio para el
encuentro con Dios: cree orar bien sólo cuando experimenta un
cierto gusto, cuando siente la presencia de Dios como algo bello,
atractivo y apasionante (como si Dios fuese similar al vino de un
banquete de bodas o al osito de peluche de un niño...). Orará,
naturalmente, cuando «le guste» hacerlo. De aquí podrá incluso
llegar a confundir sus sensaciones con experiencias místicas o
casi, y quizá abrigue pretensiones en tal sentido. No soporta, por
supuesto, los silencios y las ausencias de Dios. No comprende que
es un bien para sí que Dios, de vez en cuando,... se vaya (cfr. Jn
16, 7), o haga ademán de marcharse (cfr. Lc 24, 28), o no se deje
encontrar donde ella se obstina en buscarlo o como su corazón lo
sueña (cfr. Mt 16, 21-23). No sabe vivir estos momentos como
2
fondo, el mismo amor. En cambio, quien juega con los
sentimientos, a pesar de las «declaraciones de amor» de los
tiempos felices, en realidad ama poco a Dios y, además, con un
amor platónico e inconsistente. Y lógicamente tampoco amará en
serio a los demás. Es otra de las contradicciones típicas de esta
ilusión: en realidad, la sentimental es una persona que ama poco. O
se refugia en un espiritualismo desencarnado, creyéndose amar a
todos pero sin amar concretamente a ninguno, o quiere de una
forma instintiva, apegándose a aquellos de quienes espera lograr
afecto, y al final obligará a Dios a dividir el sitio, en su corazón, con
muchos otros amores en continua competencia entre sí. ¿Qué
experiencia de Dios podrá ser ésta? Será, más bien, experiencia
del caos que se lleva dentro y, en el fondo, una ilusión, un engaño.
b. La ilusión moral
su virtud -real o presunta- un ídolo del que vanagloriarse (cfr. Lc
15, 11-12), un título que le permite estar a bien con Dios y
considerarse mejor que los demás, y que le lleva más a instalarse
que a crecer: normalmente no va más allá de la regla, no es
precisamente el tipo que se arriesga... Y, si alguna vez lo hace,
entonces se siente un héroe (o una víctima).
Dios, en esta lógica retorcida, debería ser el que premia o castiga
según rígidos criterios de justicia (humana), sin rebajas para
nadie, dando estrictamente a cada cual aquello que se merezca.
Un poco lo contrario del buen padre del hijo pródigo (Lc 15, 11-22)
o del dueño de la viña que da la misma paga a los obreros de la
primera y de la última hora (Mt 20. 1-16), suscitando las iras
respectivamente del hermano mayor y del obrero de la primera
hora...
La ilusión moral se da cuando se absolutiza la voluntad. Se parte de
este presupuesto: para tener experiencia de Dios basta hacer
determinadas cosas, cumplir un determinado código de
comportamiento moral, celebrar ciertos actos de culto, imponerse una
ascesis... Hecho esto, «¿qué me falta aún?» (cfr. Mt 19, 20) Pero
también esto lleva a la ilusión, porque invierte el sentido de la relación
persona-Dios. En efecto, experiencia de Dios significa,
fundamentalmente, que Dios se inclina sobre el persona, el Creador va
al encuentro de su criatura. Por eso es puro don de Dios. La persona
puede, solamente, prepararse para recibir este don. Con gratitud, con
plena conciencia de sus límites, con alegría por la misericordia
recibida. Tres actitudes que faltan casi totalmente en la persona «yo lo
hago todo».
2. Es incapaz de reconocer sus límites. Tener defectos le parece
algo que desentona con su narcisismo moral o con su pretensión
de suficiencia. Intenta entonces negarlos, minimizarlos,
proyectarlos sobre otro, o... marginarlos totalmente, pretendiendo
extirparlos de la raíz de su persona. La verdad es que no sabe
acoger, más allá de su pecado, una misericordia que se le entrega
de un modo totalmente gratuito; le resulta difícil o le parece
absurdo vivir su pobreza como ocasión de gracia en la cual sentirse
amado-redimido-perdonado por la ilimitada ternura del Padre. Es
uno de los noventa y nueve «justos» que... no tienen necesidad de
conversión (cfr. Lc 15, 17): no dan nunca a Dios la posibilidad de
hacer fiesta en el cielo y ellos mismos no saben gozar o gozan
muy poco de su paternidad.
1. No sabe decir gracias. Cuanto posee es suyo, fruto de su esfuerzo
y de sus renuncias. Llevada por esa sugestión, ve incluso la
santidad y la relación con Dios en esta óptica narcisistaindividualista: «santo» para contemplarse en una imagen positiva
de sí misma y ganarse su salvación. Corre el riesgo de hacer de
3. En el intento de ignorar o disminuir la realidad de los propios
límites, esta persona retorna continuamente y siempre con mayor
fuerza a la ley puntillosamente observada y se hace un legalistaperfeccionista. «Observante» perfecta en lo externo, a menudo
incluso rígida consigo misma y con los demás, en su interior es
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pobre en pasión y en entusiasmo: a veces fría e incapaz de gozar
de la vida y de su opción vocacional, acaba por convertirse en una
triste observante. En efecto, su energía está demasiado ocupada
en el esfuerzo perfeccionista como para poderse apasionar,
viviendo una intimidad profunda con el valor. Es, además, persona
realista a quien le gusta tener los pies en la tierra, prefiere
protegerse de los sentimientos (nunca se sabe...), procurando
sobre todo estar ocupado, sin perder tiempo en pensar demasiado
en... En suma, mente y corazón no están suficientemente
implicados, y aunque multiplica los actos de culto, celebrados
siempre con atención escrupulosa, no se deja atrapar por el
misterio que celebra, establece un contacto sólo superficial con lo
divino, honra a Dios con los labios pero el corazón está, en
definitiva, «lejos» (Mt 15, 8). Y si bien se impone duros esfuerzos
ascéticos, parece hacerlo más como estoica que como
enamorada.
No hay en todo esto mala voluntad, es más, se da incluso
voluntarismo, es decir, exceso de voluntad; pero es precisamente
esto lo que debe ponerse en discusión, para hacer sitio también a
los otros componentes del alma humana. Además, la buena
voluntad no basta: es muy difícil que uno pueda resistir a la larga
en un esfuerzo espiritual exigiéndose a sí mismo hacer las cosas
sólo porque debe y quiere hacerlas. Antes o después se cansa y
abandona (si no cae en un agotamiento nervioso).
c. La ilusión intelectual
Se da también la persona «todo cabeza». No en el sentido de que
tenga un coeficiente intelectual excepcional, sino porque no ha
desarrollado adecuadamente su propia capacidad de amar y de
querer, y sostiene que conocer a Dios es una cuestión sobre todo
especulativa. A un Dios reducido a mero objeto de conocimiento,
encasillado dentro de pobres esquemas cognoscitivos humanos,
«conquistado» de una vez por todas, le corresponde un persona
reducida a pura racionalidad, que se considera tanto más capaz de
comprender lo real cuanto más inmune esté a la «contaminación» del
sentimiento y a las imposiciones de la voluntad. Las consecuencias
negativas son importantes. La persona racionalista:
1. No tiene el sentido de la transcendencia y, menos aún, del
misterio. Mientras que la persona verdaderamente religiosa
descubre su vida llena de una presencia divina evidente y
escondida, envuelta en un misterio que supera ampliamente
nuestras capacidades cognoscitivas, cargada de un significado
que transciende el mero existir dándole, sin embargo, un sentido,
la persona racionalista reduce todo a la medida de su pensamiento
y de sus propios conceptos. Considera, en el fondo, humillante y
menos perfecto tener dudas o admitir que no comprende;
consecuentemente, decide que para ella todo está claro. Es
alguien que lo sabe todo sobre Dios, que no ha tenido nunca
problemas de fe, siempre dispuesta a dar explicaciones (aunque
en el fondo no convenzan a nadie). En efecto, es una persona
incapaz de entender a alguien que tenga dificultades o dudas. Su
fe es como una fórmula que lo resuelve todo de un modo
expeditivo; cuando a veces, lo sabemos bien, creer es
simplemente ser capaces de caminar en la oscuridad, y siempre,
en todo caso, es aceptación de un misterio que nos supera.
Es precisamente entonces cuando la persona entra en contacto
con Dios: cuando, reconociendo la propia incapacidad para
comprender, conserva en su corazón cuanto no entiende y acepta
permanecer frente al misterio. Como el Corazón de María (cfr. Lc
2, 19. 51). Ese «permanecer» que la mística cristiana llama
adoración y que es incomprensible para quien sólo cree en
silogismos o reduce a Dios a una ecuación.
2. Quien sabe adorar descubre el corazón de Dios y se abandona en
él. Percibe su vida en las manos del Padre y deja que sea él quien
la dirija y la conduzca donde quiera. Quien no adora no puede
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conocer a Dios ni se deja amar por él. En el fondo tiene miedo de
él y acaba por tener miedo incluso de su propia vida. No acepta el
pasado, trata de controlar el presente, mira con aprensión el futuro
(cfr. Mt 6, 25). Todo lo que no conoce con seguridad es para él un
problema: querría saber y comprender para programar y prever. Y
entonces corre y se afana. No tiene el sentido del abandono. Tiene
su vida muy bien agarrada en sus manos y la rodea de un filtro de
«seguridades» controladas directamente por él. Dios es una de
éstas: una certeza teórica que asegura la mente, pero que deja
frío el corazón y exige poco a la voluntad.
La fe de una persona así es sincera, férrea, pero es también una
fe pobre. Aunque no hay en ella malevolencia ni mucho menos
rechazo del Absoluto, es una persona que pretende creer sólo con
la cabeza, excluyendo el corazón y las obras. Y también esto es
una ilusión, un engaño.
Nuestra fe puede estar contaminada por alguna de estas ilusiones.
No es un drama darse cuenta de ello y admitirlo; incluso puede ser
el comienzo de la liberación. Engañar significa también «burlar» y
ninguno de nosotros pretende burlarse de Dios. Sería muy
peligroso. Nos lo recuerda también san Pablo: «No os engañéis; de
Dios nadie se burla...» (Gal 6, 7).
2. La decisión de convertirse
En el camino que nos lleva desde las ilusiones a la auténtica experiencia de
Dios hay un paso obligado: la conversión. Es imposible conocer a Dios,
«experimentarlo», si no se está dispuesto a cambiar de vida. Aclaramos
enseguida: no hablamos de la conversión imprevista del ateo, ni siquiera
de la conversión excepcional y prodigiosa que leemos en la vida de algunos
santos. Nos referimos a ese proceso lento y discreto que se da en la
existencia de quien encuentra a Dios, lo descubre cada vez más como
realidad transcendente y se deja transformar radicalmente por Él. Es, por
tanto, un camino, una condición habitual de vida más que un momento
único limitado en el tiempo.
Es un camino que atañe a todos, creyentes o no, aunque las
características sean distintas. Para quien ha hecho de Dios la razón
principal de su vida, convertirse significará llevar adelante este proyecto
con fidelidad y constancia, superando las fáciles tentaciones de cómodo
inmovilismo o de la áurea mediocritas. Incluso los maestros espirituales
hablan, a este respecto, de una doble conversión para la persona
consagrada y para el creyente comprometido: una primera de la que nace
el propósito de dedicarse al servicio del Reino; una segunda que impulsa
al sujeto a entregarse enteramente a Dios en el camino de la santidad.
Muchos, por lo que parece, se detienen en la primera, en un proyecto de
servicio en sí positivo, pero que no cambia a la persona. En otras palabras:
no se convierten nunca del todo, continúan viviendo con su estilo de
siempre, sólo se da un cambio aparente. ¿Por qué es tan difícil
convertirse? Porque, una vez hecha una opción existencial de fe, uno se
siente enseguida en la categoría de los justos, no necesitado ya de
penitencia ni conversión. ¿Cuales son las fases y los componentes de la
conversión?
a. Conversión y transcendencia
Somos «familia de Dios» (Ef 2, 19), vivimos en su casa. Hijas del
Padre, le sentimos presente en nuestra vida, más íntimo que nuestra
propia intimidad..., o al menos así lo deseamos. Esto es, ciertamente,
muy hermoso. Pero a veces puede hacernos perder o confundir el
sentido de la realidad de Dios. Comprometidas como estamos en
hacernos cada vez más expertas en las cosas de Dios, terminamos
por habituarnos a ellas: ya no nos asombramos frente a las maravillas
que realiza en nosotras y a nuestro alrededor, no nos sentimos
suficientemente provocadas por su Palabra, que día a día nos revela
algo nuevo sobre nosotras y sobre Dios, y entonces no consideramos
tan urgente la necesidad de cambiar. Es como si hubiésemos
encontrado el modo de meterlo dentro de esquemas lógicos y
racionales en los que es fácil creer conocerlo, amarlo y servirlo, como si
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fuese un amigo cualquiera, sin especiales pretensiones ni exigencias
imprevisibles. Y recaemos así en alguna de nuestras ilusiones...
La conversión echa por tierra esta atrevida pretensión. El camino de
quien se convierte comienza con el descubrimiento de que Dios está
más allá de las cosas y es mucho más grande que nuestros proyectos
e ideales. Es totalmente distinto de las imágenes que nos hemos
hecho de él y transciende infinitamente nuestra realidad de criaturas.
No puede ser comprendido ni explicado por nuestra lógica miope, ni
alcanzado por nuestros sueños de fácil intimidad...
Es esfuerzo y novedad de cada día, no un problema ya resuelto hace
tiempo. Es Dios, no una criatura; y sus caminos no son nuestros
caminos... El día en que esta verdad se hace certeza profunda, la vida
comienza a cambiar. La percepción del totalmente Otro modifica
radicalmente la percepción de nosotras mismas, de nuestro camino de
vida, de nuestra relación con lo absoluto. Frente a este Dios
transcendente se descubre que la única respuesta válida es la
transcendencia de sí y del propio mundo. O sea, la conversión, ese
paciente proceso de transformación que exige valor, invade todo el ser
y se articula en fases precisas.
b. «...ahora todo lo considero pérdida...»
La luz que inunda a quien se abre a la transcendencia divina le hace
descubrir progresivamente los falsos dioses del pasado. Criterios de
acción, jerarquías de valores, interpretación de la realidad, simpatías y
vínculos diversos a personas o cosas... todo puede funcionar en
nuestra vida como ídolos, que parecen satisfacernos pero nos
traicionan después. Cuanto más realmente entramos en contacto con
el verdadero Dios, tanto más sensibles nos hacemos a todo aquello
que nos pueda alejar de él de una forma u otra... Y nos hacemos
exigentes con nosotras mismas, incluso duramente exigentes cuando
es necesario. No se trata de un presuntuoso perfeccionismo moral, ni
de esfuerzos sobrehumanos a realizar estoicamente por voluntad de
una ley. Es una consecuencia lógica e inevitable de la irrupción desconcertante de lo transcendente en la propia vida. Cuando Dios se
revela a una persona, todo lo demás pierde valor o asume un valor
nuevo, distinto, inesperado. Es como si los propios ojos se abriesen y
nuestro mundo anterior se decolorase y alejase. Lo que en un tiempo
era tan importante para sentirse realizadas se descubre que ya no lo
es, porque de hecho ya no nos realiza; cuanto parecía indispensable
para ser felices se revela incapaz de proporcionar verdadera alegría;
aquel afecto que colmaba el corazón y del que no parecía posible
desprenderse se manifiesta en realidad demasiado pobre para un
corazón llamado por Dios a enamorarse de Él...
Es la “experiencia de la basura”, vivida por aquel gran convertido que
fue Pablo de Tarso: «Pero lo que entonces consideraba una ganancia,
ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso incluso
que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo
por estiércol...» (Fil 3, 7-8). Hay un momento en la vida en el que «las
cosas de antes» tienen que parecernos estiércol: si no tenemos el
coraje de llamarlas así, corremos el riesgo de no convertirnos nunca,
de no renacer nunca a una nueva vida.
Si en un momento dado no nos da náuseas un cierto modo de vida,
terminaremos contentándonos con una vida vieja, cansada, repetitiva,
monótona por mediocre; no seremos nunca «personas nuevas».
Pero, ¿por qué «estiércol... pérdida... náusea»? San Pablo diría «por
amor a Cristo..., comparado con el conocimiento de Cristo Jesús».
Pero hay además otro motivo, más a ras de tierra y más accesible y
convincente para quien está en los comienzos de un camino de
conversión (¡¿y quién no lo está?!): el estilo de vida precedente, en un
determinado momento, aparece contradictorio y frustrante, no sólo
porque impide vivir los valores de una forma auténtica, sino porque ni
siquiera permite la satisfacción de las necesidades. ¡Por tanto, no
conviene vivir de esa forma! Ni desde un punto de vista espiritual ni
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desde un punto de vista psicológico: en efecto, cuando se vive en
función de las necesidades, lo más fácil es que, antes o después,
estalle un conflicto entre esas mismas necesidades (si, por ejemplo,
alguien quiere satisfacer la necesidad de ser el centro de atención para
conseguir estima por parte de los demás, pero al mismo tiempo siente
la exigencia de ser amada, en ciertas ocasiones deberá decidir cuál de
las dos necesidades satisfacer, o la de sobresalir aun a costa de los
demás, o la de depender afectivamente); además, y esto pasa
siempre, la satisfacción de ciertas necesidades más significativas (de
agresividad, de dependencia afectiva, de exhibicionismo, de valoración
externa, etc.) no sacia la sed sino que la aumenta, crea cada vez más
dependencia y esclavitud, puesto que la necesidad se hace cada vez
más exigente y la «dosis» debe aumentar progresivamente, mientras
que la satisfacción dura poco, es efímera y pasajera.
espiritual y experiencia psicológica: cada persona sentirá aún más
profundamente la necesidad de liberarse de la esclavitud. Y podrá
comprender que tal liberación implica la inversión existencial de los
criterios de fondo sobre los que ha construido su vida. Es,
evidentemente, una fase negativa que deberá llevar en concreto al
abandono de costumbres, a la renuncia a gratificaciones consideradas
anteriormente lícitas, a la ruptura de ciertos vínculos, al rechazo de las
ilusiones... Por otro lado, el camino de la conversión no es una cura de
belleza espiritual, ni un simple y vago «reajuste general» de la situación, sino transformación, renacimiento, y también, por tanto, muerte.
Se necesita mucho valor, es cierto, pero se necesita aún más para
seguir caminando.
Quizá no sea ni siquiera necesario en este momento ser santas,
bastaría ser perspicaces y un poco inteligentes, lo suficiente para
comprender que continuar viviendo de una cierta forma nos es
perjudicial, es una vida vacía y nociva. Pero es importante llegar a esta
constatación... experimentándola en propia piel, ver con los propios
ojos, descubrir estas trampas en las que todas, más o menos,
caemos; porque convencerse por sí misma de la inutilidad de algo es
mucho más eficaz que cualquier imposición externa. Entonces, cuando
nos sentimos traicionadas por lo que parecía prometernos felicidad,
perdemos el gusto por lo que antes nos atraía irresistiblemente,
comienzan a desagradarnos las viejas costumbres, las cosas de antes
se vuelven «estiércol», anheladas en otro tiempo, son ahora pérdida y
nada.
Por eso es esta una fase, que podemos calificar de desestructuración,
porque es el momento en que cada cual comprende que debe destruir,
siente la necesidad de echar por tierra la estructura sobre la que
cimentaba su vida. La provocación del Transcendente y la experiencia
del fracaso de un cierto estilo de vida crean en ella una exigencia
profunda de cambiar. Pero es necesario que vayan juntas provocación
7
Indicaciones para el
TRABAJO PERSONAL
Objetivo
Profundizar de nuevo en la experiencia de encuentro persona con Dios tratando de
identificar “desde dónde” realizamos esa experiencia y dar pasos de cara a la
unificación personal.
Para la REVISIÓN DE VIDA
1. Tras la oración “Patris mei” comentamos y valoramos el folleto y,
después, compartimos el trabajo realizado al profundizar con el cuaderno,
intercambiando las dudas que nos haya suscitado la lectura y reflexión
personal. Entre todas aclaramos su sentido.
1. Antes de comenzar tu trabajo personal por escrito, invoca al Espíritu Santo. Él
es quien nos da el conocimiento y nos pone en la verdad. Pide humildad y
sinceridad.
2. A continuación proponemos varios tipos hipotéticos de personas. Nuestro
trabajo en común consistirá en identificar a qué tipo pertenece (según el
folleto se distingue el “intelectual”, el “moral” y el “sentimental” y tratar de
buscar entre todas cómo orientar a esa persona a su madurez: Qué debe
desmantelar y a qué tiene que convertirse. Son estos tipos:
2. Lee a continuación el folleto titulado “La experiencia de Dios”. Como sueles
hacer, subraya todo lo que te parezca importante. Y anota lo que no entiendas
para clarificarlo en su momento.
 Una persona que continuamente se está quejando de lo mal que van
las cosas y que nadie (otros) arregla los problemas de forma
adecuada.
3. Ya ahondando personalmente, responde por escrito en tu cuaderno a estas
preguntas:
 Una persona que actúa y habla de distinta y contradictoria manera en
su casa, en el centro, en la Iglesia y en su trabajo.
Método

¿Qué rasgos distinguen a la persona “sentimental”, de la “moral” y de la
“intelectual”? ¿Crees que son figuras que se dan en la vida? ¿Conoces a
alguna persona identificada con alguno de estos rasgos?

¿Y tú, con cuál de ellas te identificas más? Describe las razones y las
conductas que así lo confirmen. No te juzgues. Simplemente presta
atención a tu manera de ser. Esto será tema de acompañamiento espiritual.

Saca algunas conclusiones prácticas, pero sin comprometerte a nada, por
ahora. Simplemente son cuestiones para tener en cuenta.
4. Haz oración con el texto de la “experiencia de la basura” vivida por Pablo. (Fil 3,
7-8). Presenta al Señor tu vida… suplica, pide con insistencia y sin desmayos,
reta al Señor para que te convierta en una hija que ha entregado todo su
corazón a Él, como hizo María. No teorices. En el fondo es volver a pedir la
experiencia del “Quid prodest” (¿De qué me aprovecha… si pierdo mi vida…?).
 Una persona que va en busca de sacerdotes que le entusiasmen y le
animen. A ellos los considera los únicos con los que puede sentirse
confortada en su experiencia.
 La persona que es incapaz de tomar decisiones de cambio. Por eso se
cierra y no admite que nadie le ponga en la verdad, transformándose
en un erizo.
 Una persona olvidadiza que de continuo falta y descuida compromisos
importantes… a la que todos justifican diciendo: “Ella es así…”
Terminamos haciendo la oración de eco a partir de lo que nos haya
suscitado el tema tratado y finalizamos con el Padrenuestro.
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