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EN EL 240º ANIVERSARIO DE LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770-1827)
En la música de Beethoven los silencios
son relampagueantes. Sus impetuosas oberturas
iluminan a ráfagas las más hondas simas del silencio.
José Bergamín
LA VOZ DEL GENIAL SORDO
Ludwig van Beethoven, el dios de la música, como le llaman algunos de sus biógrafos, nació en
Boon en la fría de mañana del 16 de diciembre del año 1770. Por estas fechas, Mozart tenía
catorce años, Goethe veintiuno, Goya veinticuatro y Napoleón acababa de nacer.
Hijo de un músico humilde, bohemio y bebedor, que, impresionado por las dotes extraordinarias
que ve en el niño, trata de llevarle a una carrera parecida a la de Mozart. Efectivamente, a los
ocho años da un concierto en Colonia y actúa en Holanda. La formación de Beethoven es
desordenada hasta que Neefe le pone en contacto con las obras de Bach y Hándel. A los doce
años es ya un asombroso intérprete de piano, órgano y viola. A los trece años de edad, ha
compuesto tres sonatas y el Septiminio.
A los diecisiete, es recibido por Mozart, cuyo genio admira. El ya consagrado músico se
asombra de las facultades de Beethoven. Este abandona precipitadamente Viena, donde se halla
Mozart, y llega a Bonn para asistir a los últimos momentos de su madre.
Vuelve a la capital austríaca (1792) y recibe clases de Haydn, Salieri y Albrechtsberger, y se
centra en las tareas de compositor. Empieza a sufrir los primeros trastornos de la sordera (1796),
que será total a partir de 1819. Tiene éxito en los salones, donde se presenta independiente, sin
ataduras serviles. Se impone en el congreso de Viena, aunque el verdadero ídolo sea Rossini,
representante del italianismo. Su vida amorosa es una cadena de desengaños sentimentales que
sufre con ejemplar limpieza. Su encuentro con Goethe, al que admiraba, fue un fracaso y
demostró la dificultad de trato con el gran músico. Llega para Beethoven el éxito con La batalla
de Vitoria (1813), que el público aclama con más fuerza que a la Séptima sinfonía. El estreno de
la Misa solemne y la Novena Sinfonía, en 1824, marcan el momento culminante de su carrera
artística. Beethoven de espaldas al público, no oyó el estruendo de sus aplausos; alguien tuvo
que hacerle mirar al público, ante el que se desvaneció el ya enfermo maestro. Vive una larga
etapa de soledad, turbada por las atrocidades neuróticas de su sobrino. Poco antes de su muerte,
recibe la visita de Schubert. Pobre y enfermo también, enseña al maestro algunos lieder que
descubren el gran genio escondido tras aquel rostro joven y enfermizo. Beethoven lee aquella
música y exclama: “En Schubert hay una llama divina”.
Irascible, misántropo, totalmente sordo, muy enfermo, acabó sus días, el 26 de marzo del año
1927, cuando una fuerte tempestad de nieve azotaba toda Viena. Según el diagnóstico médico,
Beethoven murió de una cirrosis de hígado. En sus exequias, se ejecuta, ante treinta mil
personas, el Requiem de Mozart. Dieron sepultura a su cuerpo en el antiguo cementerio de
Wöhring, pero en 1888, sus cenizas fueron trasladadas al Cementerio Central de Viena.
Schubert acompañó con tristeza al maestro que había sido para él un dios sobre la tierra. Al
regresar del cementerio, entró con varios amigos en una taberna. Cuando les sirvieron de beber,
alzó el vaso para brindar y dijo: “Por el que le siga primero”. El destino habló por su boca. El
mismo Schubert fue pronto el elegido.
Resulta difícil encerrar la obra de Beethoven en los moldes aplicables a otros compositores. Sus
nueve sinfonías, en escala secuencia de seguidor de los clásicos Haydn y Mozart, para terminar
en la creación de la revolucionaria Novena sinfonía, patentizan el esfuerzo de un músico
sumamente inspirado y muy exigente consigo mismo. En la ópera; Fidelio, Egmont y
Coroliano, marcan las nobles incursiones del maestro en un género apenas cultivado por él y al
que, sin embargo, enriqueció con su inspiración libre y moderna. Cincos conciertos para piano y
orquesta y uno para violín y orquesta forman el brillante conjunto que todos los aficionados
conocen. Las diez sonatas para violín y piano han sido rebautizadas por la posteridad
evidenciando así la veneración de las generaciones posteriores: Aurora, Apassionata, Claro de
Luna, Primavera, A Kreutzer, etc., señalan otros tantos intentos de atribuir a su composición un
significado humano, enlazado con circunstancias biográficas del maestro. La Misa solemne,
homenaje a su gran protector el archiduque Rudolph, al ser éste nombrado arzobispo de Olmütz,
es la obra más lograda de la producción beethoviana.
Beethoven es la madurez del clasicismo vienés y la aurora del romanticismo europeo.
Beethoven como Goethe y Goya, no es hijo de una época, sino creador de ella. Es el más
importante de los músicos de todos los tiempos, el fundador de la nueva modernidad. “Para
nosotros -escribía Litz-, los músicos, la obra de Beethoven es como la columna de humo y de
fuego que guiaba a los israelitas en su marcha a través del desierto. Columna de humo para
guiarnos de día, columna de fuego para guiarnos de noche. Su oscuridad y su luz nos indican
igualmente el sendero que debemos seguir; una y otra son un perfecto mandamiento y una
infalible revelación”.
Francisco Arias Solís
Paz y Libertad.
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