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La Habana: ciudad monumental
Balance de su desarrollo arquitectónico urbanístico.
En la República (1902-1959)
Francisco D. Morillas Valdés y Diamela María Morillas Naún• La Habana
Introducción
La Ciudad de La Habana, por sus características, es la expresión monumental
de un museo viviente. En ella se observan construcciones que reflejan los más
variados estilos, convivencia en la que se desborda la dicha armónica de
nuestra arquitectura, senderos íntimos por los que transitó nuestro Patrimonio
Arquitectónico, ejemplos vivos que se observan en edificaciones que recogen
los más delicados trazos del neoclasicismo, el art nouveau, el art deco, el
eclecticismo, hasta las enmarcadas dentro del movimiento moderno, expresión
de la cubanía y de la conformación étnica de nuestra identidad, expresada en
la arquitectura. Con un objetivo nació esta eclosión arquitectónica: era la
entrada de Cuba a la modernidad, fundamentada en el más absoluto rechazo a
todo lo español, como símbolo de atraso y subdesarrollo, por lo que todo este
esfuerzo que se vio reflejado en la arquitectura tenía como fin específico la
norteamericanización absoluta de la Isla mediante el control de los diferentes
planos de la vida económica, política y social del país.
Esta valoración de la arquitectura de la ciudad, tiene como antecedente los 379
años de existencia del régimen colonial en la Isla de Cuba, el cual creó una
serie de planes, códigos urbanos y ordenanzas de construcción que guiaron el
desarrollo arquitectónico y urbano en la ciudad de La Habana.
El control urbano ejercido por los gobernadores se reportaba directamente a la
corona española[1]. A pesar de su poder, tanto militar como civil, no fue hasta el
6 de mayo de 1901 que se comenzó el desarrollo de la ciudad, muy a pesar del
fraude y el robo de los distintos gobiernos que en su afán de asimilación
norteamericana y enriquecimiento empobrecieron a la población y con ella al
país.
Expresión de estos primeros años nos deja en un vivo retrato el celebre escritor
cubano Alejo Carpentier:
“De ciudad apacible, un tanto española, indolentemente recostada a la orilla del
mar azul como la de todas las leyendas, se ha trocado en un periodo bastante
corto en ciudad avanzada, sorprendente activa, con un incipiente carácter
cosmopolita...”
El desarrollo arquitectónico urbanístico en la República.
Nuestra valoración tiene como punto de partida la construcción del primer
tramo del malecón habanero, esta obra por los ingenieros Mr. Mead y su
ayudante Mr. Whitney bajo el Gobierno interventor norteamericano del General
Wood, y comprendía desde el Castillo de la Punta hasta los baños de los
Campos Eliseos. El 20 de mayo de 1902, al cesar la Intervención, se había
llegado hasta la esquina de la calle Crespo, o sea, se habían construido unos
500 metros.
Los cimientos del muro presentaron muchas dificultades en el primer tramo por
lo irregular de los arrecifes y en ellos se utilizó hormigón 3:3:6 y en el muro
1:21/2:5. El proyecto norteamericano contemplaba arbolado y grandes
candelabros sobre el muro, los que se eliminaron al llegar la temporada
invernal y arribar el primer "norte".
La construcción del Malecón se continuó por los distintos gobiernos y en 1909
llegó hasta la calle Belascoaín, donde se construyó el bar Vista Alegre, que
ocupaba la cuña comprendida en esa calle, entre San Lázaro y el Malecón.
Durante el gobierno de Tomás Estrada Palma (1902-1906) se continuaron las
obras del Malecón hasta el Parque Maceo. El centro de gravedad de la ciudad
se había trasladado a extramuros, al Paseo del Prado... una gran plaza lineal.
A lo largo de dicho eje y sus áreas colindantes comenzaron a ubicarse las
principales residencias y edificios de la burguesía cubana.
El desarrollo arquitectónico-urbanístico continuó en la ciudad. En 1907 se
construye el primero de una serie de centros regionales españoles, el palacio
de la Asociación de Dependientes del Comercio, diseño de Arturo Amigó y, en
el mismo año, el edificio del Banco Nacional de Cuba, de José Toraya. En 1908
se construyen el Hotel Sevilla y el Hotel Plaza, de José Mata.
José Miguel Gómez (1909-1913) canjeó los terrenos del Arsenal por la antigua
Estación de Villanueva, y nos dejó la magnífica obra de la Estación Terminal de
Trenes (1912), del arquitecto Kenneth Murchison. Comenzó las obras del Aula
Magna de la Universidad de La Habana, en la loma de Aróstegui, como parte
de la acrópolis cultural de la ciudad que comenzaba a definirse, y empezó las
obras del Instituto de La Habana, que no se terminaron hasta 1924. Creó el
barrio obrero de Pogolotti. Se construyó el edificio de la Lonja del Comercio
(1909), por Tomás Mur y José Mata, en la Plaza de San Francisco.
Mario García Menocal (1913-1921) fue uno de los presidentes más activos.
Disfrutó del período llamado de Las vacas gordas o Danza de los millones —
entre 1919 y 1920— para luego enfrentarse a la crisis económica a fines del 20
con la caída del precio del azúcar. Llilian Llanes cita que “...en 1919, se
construían en la capital un promedio de diez obras por día”. En esta
extraordinaria producción predominó la iniciativa privada que Menocal supo
incentivar. Continuó la prolongación del Malecón, llevándolo hasta la esquina
con la calle G de El Vedado (1916-1919), lugar que luego se conoció como El
Recodo. Erigió en el recorrido los monumentos al General Antonio Maceo
(1918), y al hundimiento del Maine (1918); instaló las farolas del Parque Central
(1918) y las del Parque de Albear (1918).
El vicepresidente Enrique José Varona actuó brillantemente activando y
desarrollando lo cultural y lo educativo en la población nativa, la cual estaba
sujeta a enormes presiones psicológicas por una inmigración masiva incesante.
En 1899 la población de la Isla era de 1 572 797 habitantes y en 1919 —en
solo 20 años— había aumentado un 84%, llegando a 2 889 004. Un aumento
del 4.2% anual7. “Entre 1902 y 1908 entraron en el país 208 000 inmigrantes.
En el período comprendido entre 1902 y 1934 lo hicieron 1 300 000, de los
cuales el 75% era español”8. La población en la ciudad de La Habana creció de
250 000 habitantes en 1900, a 600 000 en 1924.
En cuanto al aspecto físico de la ciudad uno de sus logros fue darle continuidad
al sentido de monumentalidad en la escala urbana, que comenzó en tiempos
de la colonia: 1. con la presencia de los altos muros de los castillos coloniales,
desde 1580, y los de la muralla de la ciudad antigua, de 1680 a 1863; 2. se
continúa al crearse el Paseo de Isabel la Católica, en 1774; 3. se renueva con
el proyecto de la Urbanización Las Murallas, en 1866[2].
Frente al Castillo de la Punta, en la esquina del Malecón y el Paseo del Prado,
se construyó también por los norteamericanos una glorieta para la Banda
Municipal —que amenizaba con música las retretas—, la que en 1926 tuvo que
demolerse por obstaculizar el tránsito al continuarse el Malecón hacia el puerto.
Decía Bay Sevilla que esa glorieta tuvo importancia desde el punto de vista
constructivo, debido a que fue la primera obra realizada de hormigón armado
(con cabillas) en nuestro país.
En esa esquina se construyó, a principios de siglo, un hotel exclusivo llamado
Miramar, donde por primera vez los camareros vistieron de smoking, chaleco
con abotonadura dorada y sin bigotes. Fue proyectado por el arquitecto "Pepe"
Toraya, y según el arquitecto e historiador Luis Bay Sevilla, estuvo de moda en
los primeros quince años de la República.
También en ese tramo se hicieron algunas construcciones importantes, como el
Unión Club y el Club de Automovilistas. En 1916 se llevó hasta el torreón de
San Lázaro, para lo que se tuvo que rellenar la caleta del mismo nombre que
tenía 93 metros de ancho en su boca y 5.5 metros de profundidad que había
permitido en otra época el desembarco de piratas. Al azotar a La Habana un
ciclón en septiembre del año 1919, el mar levantó ese tramo y arrojó enormes
trozos hormigón tierra adentro a bastante distancia, que ocasionaron daños e
inundaciones nunca vistas ni recordadas por lo que la población y no pocos
ingenieros achacaran los destrozos a la construcción del Malecón. En 1921 se
hizo el muro desde el Torreón hasta la calle 23. Sin embargo, por la polémica
desatada sobre el tramo frente a la Caleta, este no se reconstruyó hasta el año
1923.
Desde 1914 se habían realizado estudios para prolongar el Malecón hasta la
desembocadura del Río Almendares, pero el tramo desde la calle 23 al pasar
frente al promontorio de la batería de Santa Clara (hotel Nacional) hasta la calle
"O" requería separar el muro unos 30 metros del litoral y rellenar una gran área
de 104,500 m2 con vista a construir el monumento al Maine. Este tramo, con el
relleno, el parque y el monumento lo construyó el gobierno de Alfredo Zayas en
1923.
La lista de obras realizadas para alcanzar este logro es considerable, incluye
hospitales, escuelas, parques, monumentos, etc.9 Veamos: el Hospital Calixto
García —37 edificios— (1914-1917), y el Hospital Freyre de Andrade (1920);
en la Universidad de La Habana: el Laboratorio de Física (1914-1915), el
Laboratorio de Química (1914-1916), el Edificio de Administración (1916-1917),
y la Escuela de Antropología y Biología (1920-1921); el Palacio Presidencial,
diseño de Rodolfo Maruri y el belga Paul Belau (1918), fue terminado por
Tiffany de New York (1920); los parques de: Juan Bruno Zayas, Trillo,
Aranguren, y el de la Iglesia del Cerro; y en El Vedado, los parques de: Medina,
Menocal, y Quesada (1916-1917).
Continuó la prolongación del Malecón, llevándolo hasta la esquina con la calle
G de El Vedado (1916-1919), lugar que luego se conoció como El Recodo.
Erigió en el recorrido los monumentos al General Antonio Maceo (1918), y al
hundimiento del Maine (1918); instaló las farolas del Parque Central (1918) y
las del Parque de Albear (1918).
Los estudios para construir el Malecón desde el castillo de la Punta y el hotel
Miramar hacia el sur, hasta la Pila de Neptuno que se encontraba frente a la
Capitanía del Puerto, datan de 1921. Esta avenida se uniría con el tramo del
Malecón ya construido dándole un fácil acceso al puerto desde el Vedado. El
proyecto comprendía ganarle 111 mil m2 al mar, de los cuales gran parte se
destinaron a parques y soluciones viales. Las obras del muro, sin el relleno, las
ganó en subasta la firma de contratistas Arellano y Mendoza a un costo de 2
millones 101 mil pesos y se calcula que el relleno costó otro millón de pesos
adicionales.
Para realizar la obra se colocaron a lo largo de la línea donde se construiría el
muro dos hileras de tablestacas de hormigón armado, también se hincaron
pilotes en profusión cada 2.50 metros. Sobre las tablestacas y los pilotes, se
corrieron arquitrabes de hormigón armado. El muro se realizó sobre la base de
unos grandes bloques huecos de hormigón armado, prefabricados en una
planta que hicieron al efecto los contratistas en la Ensenada de Guanabacoa.
Estos bloques, aunque de dimensiones variables, como promedio tenían 5 x 4
metros de área y 2 metros de altura y descansaban sobre un fondo preparado
con una base de hormigón de 1:11/2:3 y después se rellenaban con hormigón
1:3:21/2, dejando fuera cabillas que se empataban con todo el muro fundido a
lo largo de la línea los bloques.
En este tramo se gastaron 17 mil toneladas de cemento Portland, 22 mil m 3 de
arena, 45 mil m3 de piedra picada, 35 mil m3 de rajón, 4 mil 200 toneladas de
barras de acero, 295 toneladas de vigas de acero y un millón de pies de
madera.
La obra se comenzó en marzo de 1926 y se terminó en 1929. La prolongación
del Malecón hacia el oeste, sería obra del gobierno del general Machado y su
inquieto ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, quien en
1930 lo adelantó hasta la calle "G" y no fue hasta alrededor del año 1955 en
que Batista lo continuó hasta la calle Paseo, donde se interpuso el Palacio de
los Deportes, que estaba situado donde hoy está la fuente de la Juventud
frente al hotel Habana Riviera.
Gerardo Machado y Morales (1925-1929) (1929-1933) hizo una de las más
importantes contribuciones al embellecimiento y planificación de La Habana. Su
obra física queda para siempre inscrita en la historia como un logro positivo, al
igual que en el aspecto ético-político queda inscrito negativamente en la
historia como un dictador más del zoológico caribeño y latinoamericano. Este
trabajo no penetra, por razones de espacio, el segundo aspecto de la paradoja
que Machado fue.
Durante los primeros cinco años de gobierno —un siglo después que el
gobernador Tacón y su Intendente, el Conde de Villanueva, hicieran la obra de
reforma urbana que cambió la faz de La Habana— Machado y su Ministro de
Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, lograron de nuevo llevar a cabo
una reforma urbana que elevó la ciudad a niveles de calidad insospechados.
En el año 1929, los arquitectos Govantes y Cabarrocas realizaron un proyecto
para la construcción de un barrio obrero llamado Lutgardita, localizado en un
área industrial en Rancho Boyeros al sur de La Habana. Contaba con 100
unidades de vivienda y se proveían todas las facilidades complementarias
como: kindergarten, colegio, hospital, teatro, etc. Era el primero de este tipo
que se creaba en Latinoamérica. Otra obra de gran importancia para el
desarrollo y modernización del país fue la Carretera Central.
El 10 de julio de 1925 Carlos Miguel de Céspedes dictó la nueva Ley de Obras
Públicas que puso en camino un plan que tenía como objetivos básicos: 1.
crear un Plan Maestro de Desarrollo para La Habana; 2. continuar con el
desarrollo del Malecón; 3. construir el Capitolio Nacional; 4. crear un Centro
Cívico que sería su gran foco urbano; 5. Darle continuidad a la presencia de la
escala monumental, basada en la cual la ciudad había sido desarrollada
tradicionalmente y trabajar en su embellecimiento; 6. incentivar la empresa
privada para elevar su producción al más alto nivel posible, tanto en cantidad
como en calidad.
Entre muchas obras importantes que aportó la empresa privada descuellan: el
edificio de la Compañía Cubana de Electricidad (1927), de Morales y
Compañía; el Centro Asturiano (1927), de Manuel del Busto; el Hotel
Presidente (1927), de Eduardo Tella; el edificio de la Escuela de Ingeniería y
Arquitectura de la Universidad de La Habana (1927), el Habana Biltmore Yacht
and Country Club (1927), y el Auditorio de Pro-Arte Musical (1928), las tres de
Moenck y Quintana; el edificio Bacardí (1930), de Esteban Rodríguez Castells;
el Hotel Nacional (1930), de MacKim, Mead & White; y el edificio López
Serrano (1932), de Mira y Rosich.
El “Proyecto del Plano Regulador de La Habana y sus Alrededores”, como se le
llamó, fue realizado entre 1925 y 1926. Forestier hizo revisiones al proyecto en
sus viajes de 1928 y 1930. En líneas generales el proyecto estimaba una
población de 700 000 habitantes y abarcaba desde la macro-escala de la
ciudad y sus alrededores hasta la micro-escala del diseño del piso de la Plaza
de la Catedral, inspirado en el diseño realizado por Miguel Ángel para el piso
de la Plaza del Capitolio en Roma.
El foco central del proyecto era la Plaza de la República, coincidiendo
aproximadamente en su ubicación con los criterios de Montoulieu y Martínez
Inclán... en la Loma de los Catalanes. De ese centro urbano irradiaban una
serie de avenidas: hacia el castillo de Atarés; hacia el río Almendares,
terminando en el Bosque de La Habana; hacia El Vedado; hacia lo que sería la
Plaza de la Fraternidad; otras avenidas existentes serían ensanchadas.
Conectando entre sí estas avenidas radiales Forestier trazó tres vías
Otros elementos del proyecto eran: 1. convertir el castillo del Príncipe en un
museo en medio de un parque, con una gran escalinata de acceso cuyo eje se
centraba con la avenida Carlos III; 2. una escalinata similar fue planeada,
siguiendo la idea original de Emilio Heredia (1916), para darle un acceso
monumental a la acrópolis cultural que iba a ser la Universidad de La Habana;
3. la Avenida del Puerto; 4. la Avenida de las Misiones; 5. modificar el Paseo
del Prado, elevándolo, arbolándolo y diseñando todo su mobiliario urbano —
aquí tuvieron mucho que ver los diseños de Raúl Otero, quien dijo fueron
realizados en “... estilo Mambí”, los cuales cambiaron radicalmente el proyecto
original de Forestier, realizado en estilo art deco; 6. la Plaza de la Fraternidad;
7. el Parque Central; 8. varios proyectos de embellecimiento de parques
lineales, como son la Calle G y la calle Paseo, de El Vedado; 9. facilidades
especiales, como un embarcadero frente a la Plaza de Armas; 10. las plazas de
los monumentos al General Antonio Maceo y al Maine; 11. el ensanche de la
calle Teniente Rey, desde el Capitolio hasta la Bahía.
El otro gran proyecto fue el Capitolio Nacional. El proceso que se siguió hasta
su inauguración comienza en 1917, durante el gobierno de Menocal, cuando se
inicia el proyecto por Félix Cabarrocas, el cual concibió la escalera y el pórtico
monumentales terminando en lo alto con una cúpula. El trabajo fue paralizado
en 1921, debido a la crisis económica. Continúa el proyecto la firma de
Govantes y Cabarrocas, en 1925, acentuando la importancia de la escalera y
adosándole a los pórticos laterales grandes pilastras; la cúpula se hace más
clásica. En el mismo año 1925 Raúl Otero y los franceses Heitzler y Leveau
(que vinieron con Forestier a La Habana) hacen cambios, tales como acentuar
aún más el eje vertical escalera-pórtico-cúpula y darle más transparencia a los
cuerpos laterales. .En 1927 Bens Arrarte realiza otros cambios, que hacen el
edificio más clásico y grandioso, y le inserta algunos elementos de estilo art
déco. El Capitolio fue terminado en el año 1929 a un costo superior a los $17
000 000.
Ramón Grau San Martín (1944-1948) realizó durante su mandato varios
trabajos de modernización de la ciudad: parques, colegios, hospitales y
viviendas de interés social. Nombró Ministro de Obras Públicas a José San
Martín (a quien se le conocía como “Pepe Plazoleta”, por su dedicación a
construir obsesivamente ese tipo de rotondas viales); su Director General de
Arquitectura fue Luis Dauval Guerra. Ambos desarrollaron, con un grupo de
profesionales cubanos, una serie de Planes Directores para La Habana, Pinar
del Río, Matanzas, Cienfuegos, y Santiago de Cuba. Este nuevo Plan de La
Habana dejó de lado y engavetó, por razones políticas nada profesionales, el
Plan de Forestier... mientras carecía de la creatividad del mismo.
En 1944 se desarrolló el Barrio Residencial Obrero de Luyanó, localizado en el
Reparto Aranguren, al Sur de la bahía de La Habana. En su creación trabajaron
Pedro Martínez Inclán, Mario Romañach y Antonio Quintana, quienes le
imprimieron al proyecto una imagen de modernidad. Contaba con 1 500 casas,
8 complejos de apartamentos en edificios de 4 pisos y, además, todos los
servicios complementarios de la vivienda, como son: mercado, colegios,
campos deportivos, parques, etc. Se construyó el edificio Radiocentro-CMQ
(1947) de Junco, Gastón y Domínguez, dando comienzo al desarrollo de La
Rampa concebida para ser con el tiempo el Paseo del Prado de la
modernidad.
Desde el año 1950 se hablaba de prolongar el Malecón hasta en nivel de la
calle 12 del Vedado para, a través de un gigantesco puente colgante, enlazar
con la avenida Primera del Reparto Miramar, hasta cerca de donde
posteriormente se construyó el hotel Rosita de Hornedo
Durante su gobierno, sobre todo en la década de los 50, Cuba disfruta de una
bonanza económica que ayudó a una producción masiva de obras del estado
que crearon la infraestructura física sobre la cual la empresa privada, ya de
sólida madurez, produjo un desarrollo sin paralelo en la ciudad. Algunas de
esas obras fueron: 1. terminar de construir el Malecón hasta el río Almendares
(1952-1958); 2. crear la Ciudad Deportiva (1957); 3. la construcción de los
túneles bajo el río Almendares (1953) y (1958); 4. La construcción del túnel
bajo el canal de entrada a la bahía (1958). Estos trabajos fueron realizados por
la Société des Grands Travaux de Marseille.
Aprovechando el acceso creado hacia el este de la ciudad por el túnel de la
bahía, esta nueva zona de la ciudad se conectó con la Vía Blanca, una vía de
acceso rápido a las áreas de futuro crecimiento de la ciudad y a las playas del
este, cuyo alcance llegaba hasta la ciudad de Matanzas.
Otra obra de gran importancia, que siguió los lineamientos previos de
Montoulieu, Martínez Inclán y Forestier, fue la Plaza Cívica de la República,
realizada entre 1952 y 1958, cuyo diseño se centraba en el Monumento a José
Martí (1958) de Enrique Luis Varela y el escultor Juan José Sicre. Sus edificios
principales son: la Terminal de Ómnibus de La Habana (1951) de Moenck y
Quintana; el Tribunal de Cuentas (1953) de Aquiles Capablanca; el Ministerio
de Comunicaciones (1954) de Ernesto Gómez Sampera y Martín Domínguez;
el Palacio de Justicia (1957) de José Pérez Benitoa; la Biblioteca Nacional
(1957) de Govantes y Cabarrocas; el Teatro Nacional (1958) de Arroyo y
Menéndez; la Renta de la Lotería (1958) de Lorenzo Gómez Fantoli; el Palacio
Municipal (1958) de Govantes y Cabarrocas.
Algunos de los proyectos más importantes que realizó la empresa privada
fueron: Hotel Habana Hilton (1957), de Welton Becket, Arroyo y Menéndez;
Hotel Riviera (1958) de Igor Polevitsky y Manuel Carrerá; el edificio Partagás
(1954) de Max y Enrique Borges Recio; el Cabaret Tropicana (1951-1956) de
Max Borges Recio; el Retiro Odontológico (1953) y el Retiro Médico (1958) de
Antonio Quintana; el edificio FOCSA (1956) de Ernesto Gómez Sampera y
Martín Domínguez; el Palacio de los Deportes (1957) de Arroyo y Menéndez; la
Tienda Flogar (1956) de Silverio Bosch y Mario Romañach; el edificio de
Evangelina Aristigueta de Vidaña (1956) de Mario Romañach.
Conclusiones
En Cuba las primeras décadas del siglo XX convirtieron a La Habana en una
ciudad más activa y cosmopolita; fueron el período propicio para desarrollar un
espíritu de renovación arquitectónica y urbana que participó del ambiente
general de la nación, con el inicio de un nuevo siglo que traería su propia
modernidad, la instauración de la República en 1902 y el anhelo de los
cubanos de evidenciar los cambios. La Habana fue entonces objeto de la
mayor fiebre constructiva de su historia, situación afín con un desarrollo
poblacional impresionante; la urbanización del entonces municipio capitalino se
compactó, su población en la década del 20 duplicó la de finales del XIX, y la
triplicó en los años 40.
El territorio urbanizado hoy en Ciudad de la Habana es prácticamente el
alcanzado en los años cuarenta. El ritmo de urbanización y la diversidad de lo
fabricado en los primeros años de la República, debe mucho a una nueva
forma de construir que se impuso con el siglo, hecho constructivo que debe ser
analizado desde su importancia patrimonial.
La Habana, y con ella, sus calles y edificios son, quizás como ninguna otra
ciudad de América, capaz de mostrarnos en la lectura de su urbanismo cada
una de las etapas por la que transitó su historia y su arquitectura. Si hoy
comprendemos el valor de la ciudad colonial y la conservamos, es urgente
actuar en la ciudad que la sucedió, que atesora los más valiosos exponentes
de una arquitectura nacional.
[1]
“Arquitectura y Urbanismo en la República de Cuba (1902-1958). Antecedentes,
Evolución y Estructuras de Apoyo”. Arquitecto Nicolás Quintana. Profesor
Escuela de Arquitectura Universidad Internacional de la Florida
[2]
Llilian Llanes, “1898-1921. La Transformación de La Habana a través de la
arquitectura”, Editorial Letras Cubanas, 1993, pág.102. También citada por el
arquitecto Nicolás Quintana.
Arquitectura e interiores DECO en La Habana
Hablar del Art Deco como estilo es adentrarse en un conjunto de diferentes
manifestaciones estéticas que se dieron cita en la Exposición Internacional de
Artes Decorativas e Industriales Modernas de París en el año 1925. El término
Art Deco nunca existió durante la vida del movimiento y sólo se usa por primera
vez en 1966 en ocasión de la exposición retrospectiva celebrada en el Musée
des Art Décoratifs de París: Les Annés 25.
El Art Deco no tuvo un conjunto de normas por las cuales guiar su
interpretación. Fue un estilo producto de influencias tan diversas como el Art
Nouveau, Cubismo, el Bauhaus, y busca inspiración en las más ricas culturas
de la historia. Abarca un período entre las dos guerras mundiales ocurridas en
el siglo XX, cuando las vanguardias y los movimientos artísticos, los talleres
artesanales y las casas de diseño, los productos industriales, imponen un estilo
decorativo que inundó todos los ámbitos de la vida cotidiana, desde una
lámpara o un cubierto de mesa, hasta la edificación de un inmueble.
Los muebles, la escultura, la ropa, la joyería, el diseño gráfico, todos fueron
influenciados por el estilo Art Deco. Era básicamente la modernización de
muchos estilos y temas artísticos.
Es una época de maquinización e industrialización, de producción en gran
escala
que
provoca
intercambios
comerciales
mundiales
y
negocios
internacionales a los que se imprime la velocidad del ferrocarril o la comodidad
de los trasatlánticos que se fabrican. El automóvil descapotable y el aeroplano
desafían los conceptos espaciales en que se había desenvuelto el hombre
hasta entonces. En 1927 Charles Lindbergh logra atravesar el Atlántico sin
escalas, consagrando el triunfo de la motorización. Surge la visión poética de la
máquina, del mundo moderno y mecanizado.
El aumento de la producción conlleva al aumento del consumo y los grandes
almacenes comerciales son decorados para atraer a los consumidores.
Aparece la publicidad en un sentido más contemporáneo y el cartel y su diseño
toman gran importancia.
El hombre de los veinte y los treinta es un dandy con bigote engomado y
esmoquin, que se deja ver entre mujeres peinadas a lo garzón de sombreros
encasquetados y ropas ligeras y cortas que muestran las piernas, liberadas
como sus dueñas a una vida donde se empareja paulatinamente al
desenvolvimiento social permitido al hombre. El vestuario se humaniza y se
hace más funcional. En la agitada vida nocturna de los grandes centros
mundiales proliferan las orquestas de Charleston y las Jazz Band.
Entre las características generales que identifican el Art Deco están el
predominio de la geometría: la línea recta, el cubo, la esfera, los
imprescindibles zigzag, líneas rectas horizontales y verticales, las líneas
perpendiculares combinadas con circunferencias, hexágonos y octágonos. El
sol representado con rayos luminosos y radiales, ondulaciones que representan
el fluir del agua o las nubes congeladas que hacen abstracción de la
naturaleza. Animales como gacelas, galgos o panteras, junto a algunas aves
como la paloma y la garza, se utilizan para representar la velocidad. Las
fuentes congeladas con formas ascendentes, así como hombres hercúleos,
atlantes, obreros o mujeres estilizadas, seres humanos alados o representados
en posturas; circulares, son formas de plasmar la impetuosidad del siglo, la
conquista del espacio.
Esa época de entreguerras, los años veinte y treinta, la Belle Epoque,
quedaron insertos en la historia del siglo XX y de la decoración como los años
del Art Deco.
Es sin dudas el diseño gráfico la primera de las artes visuales de Cuba, en
reflejar el nuevo estilo que se imponía en el mundo. Viajando en los
modernísimos
medios
de
comunicaciones,
en
revistas
con
anuncios
comerciales, culturales o de modas, el nuevo modo de ilustrar, atractivo por su
simplicidad de líneas y formas geométricas elegantes y simétricas, y una
tipografía moderna, caló con rapidez entre los ilustradores cubanos. Portadas
de revistas, ilustraciones, humorismo, y la necesaria publicidad comercial,
fueron los pioneros en incorporar la estética Deco.
Revistas de larga vida y alcance muy diverso como Social y Carteles, dieron
amplia difusión a una visualidad novedosa, estilizada y cargada de aires de
renovación que se suspiraban desde todas las aristas de la sociedad cubana.
La Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales celebrada en
París en 1925, ampliamente difundida en Cuba a través de fotografías,
grabados y dibujos que aparecieron publicados en la revista Social, fue el
primer espolonazo que conquistó entre los arquitectos cubanos los primeros
seguidores, y produjo, sobre todo en La Habana, las primeras construcciones
del luego denominado Deco. La evolución del estilo moderno en Europa, y sus
repercusiones en y desde los Estados Unidos, completaron el impulso a la
nueva arquitectura en suelo cubano. El Art Deco se expandió por la isla, amén
la aceptación del estilo, por el fin del boom económico asociado a la producción
azucarera durante la Primera Guerra Mundial, que ya a fines de los 20 y
principios de los treinta, hacían más adecuada la tendencia a reducir el
ornamento aplicado y fue excluyendo las formas historicistas.
Joaquín E. Weiss para introducir la arquitectura cubana contemporánea, en el
año 1947, comienza citando al arquitecto norteamericano Ralph T. Walker:
“Un estilo no se conoce por sus comienzos, sino por su decadencia, y recibe
nombre no de sus creadores, sino de los historiadores...” y concluye con voz
propia “No podemos pues, definir este estilo en proceso de formación, ni
mucho menos trazarle normas”(1)
Cronológicamente, la época Art Deco coincidió en Cuba con el gobierno del
dictador Gerardo Machado, que toma la presidencia el 20 de mayo de 1925.
Este gobierno no empleó el estilo Deco en las construcciones de carácter oficial
que promovió, hubo más bien una marcada preferencia por los estilos clásicos
para investir de significados de poder y seguridad la imagen que proyectaba la
arquitectura.
Aunque evidente, la aspiración de la cultura cubana de elite, de estar al día en
las corrientes renovadoras de línea moderna, cuyos focos irradiaban desde
París y New York, y de que el estilo Art Deco se importó casi desde su misma
aparición, sin embargo, resultan escasos los ejemplos en Cuba en que la
planta, la decoración y el equipamiento de la construcción sean puramente
Deco. Aunque sí existen ejemplos sobresalientes, como son:
El Edificio Bacardí: Es la obra maestra del Deco habanero. Encargado, por
concurso cerrado a Esteban Rodríguez Castells y a Rafael Fernández Ruenes
y José Menéndez Menéndez, fue terminado en el año 1930.
En este edificio se ven las características generales del Deco desarrollado en
Europa, que emplea materiales ricos que superaron al decadente art-nouveau,
donde la calamina y el hierro forjado tenían un carácter más seriado; e imprime
una línea más personal a las edificaciones. Se señala su referente en el zigurat
mesopotámico y en la Puerta de Istar, conservada en un museo alemán, y
redescubierta por la cultura occidental para incorporarla a los motivos del Deco.
En la construcción se usó granito natural Labrador oscuro de Noruega, en la
fachada Granito rojo de Baviera y en el lobby Granito rosado de Baviera. El
verde suave del mármol de las paredes, fue usado aquí por primera vez en
Cuba.
Quizá no sea coincidencia que en la década siguiente, la firma emplazara su
oficina de representación de la Bacardí en New York, en el Empire State, una
de las joyas del Deco mundial.
El Balneario de la playa del Casino Español, 1937. Proyectado por el arquitecto
Honorato Colete en la playa de Marianao, se decoró con placas en bajorrelieve
realizadas por Ernesto Navarro. La planta baja contenía vestíbulo, sala de
estar, comedor, bar, cocina y taquillas para niños. La primera planta albergaba
las taquillas de hombre y mujeres, mientras en la segunda, se ubicaban un
salón de baile y dos salas de juego. Las terrazas voladizas proveen espacio al
aire libre y vista hacia el mar.
Aunque la edificación se encuentra sometida en la actualidad a una reparación
capital, aún se pueden apreciar los paneles decorativos y la herrería de la
puerta principal.
Los edificios de apartamentos para alquiler de dos y tres plantas, se
comenzaron a construir en La Habana desde principios del siglo XX, dedicados
a obtener el máximo beneficio económico de los terrenos; pero en los años de
las Vacas Gordas, entre 1917 y 1919, se generalizó la construcción de edificios
con apartamentos para alquilar.
En parte con la velocidad que va tomando la vida moderna y nocturna de la
capital, comienzan a resultar demasiado distantes las fincas y casas de campo,
alejadas del bullicio de la ciudad y de la vida social. La proliferación de estos
Apart Hotel que se construyen para la alta burguesía –y el turismo- permitía a
las familias tener un lugar donde pernoctar en la ciudad.
Sobre el empleo de los adelantos tecnológicos del momento, que aseguraban a
los inquilinos un servicio seguro y eficiente, se comenzó a levantar en 1929 el
Edificio López Serrano, que sería por muchos años el edificio más alto de La
Habana.
Situado en la intersección de Línea y calle 13, fue proyectado por los
arquitectos Ricardo Mira y Miguel Rosich(2), y se inauguró en 1932.
Responden al encargo del Dr. José A. López Serrano –hijo de José López
Rodríguez, el famoso Pote- que era entonces miembro prominente de las
Empresas Editoriales Cervantes y La Moderna Poesía.
La
apariencia
exterior
es
de
línea
Deco,
con
marcada
influencia
norteamericana, en particular el Medical Centre de New York, con cuerpos
entrantes y salientes que facilitan la ventilación e iluminación de los
apartamentos. El estilo se extiende a las jardineras, plafones, y en el interior a
las puertas de los elevadores –fabricadas por Otis en plata-níquel según diseño
solicitado por los proyectistas- y las puertas de los apartamentos.
Con diez pisos generales y cuatro en la torre, sus vestíbulos tienen bellos pisos
de terrazo y los muros enchapados en mármoles rojos de Marruecos. En el
lobby volvemos a encontrar la relación entre escultura y arquitectura: allí se
sitúa el relieve El Tiempo, realizado en níquel-plata sobre un diseño de García
Cabrera, y que fuera fundido en 1931 en talleres de Luyanó por un valor de 78
pesos(3). Contiene referencias a la velocidad que imprime a las costumbres la
vida moderna y al imperio del tiempo.
Además de locales de uso público en la primera planta como son restaurante,
farmacia, barbería, grocery; en los apartamentos se incluyen todos los servicios
auxiliares necesarios al hogar: luz eléctrica, gas, cocina, teléfono, agua fría y
caliente, salida de radio; pudiendo rentarse de forma adicional la comida y el
mobiliario. Los años fueron montados con estilos modernos con un contrato
obtenido por la Casa Pons, Cobo y Cía.
En la vivienda particular, son también escasas las construcciones con planta y
equipamiento Deco.
La casa de Argüelles. Con una elegante fachada esquinera, se levantó en 1927
en 5ta y 22, Miramar, siendo su diseñador José Antonio Mendigutía. Tiene un
claro referente en el Pabellón Maitrise de los almacenes Lafayette en la
Exposición de París de 1925. Su composición se basa en una torre central
flanqueada por portales a cada lado. En el interior la decoración sobria se
concentra en los estilizados capiteles de las pilastras, la herrería en las
vidrieras y el mobiliario. Sobre la puerta principal, un relieve de Juan José Sicre
representa el conflicto entre el clasicismo y el arte nuevo.
Casa de Manuel López Chávez. 41 y 44a. Construida en 1932 por Esteban
Rodríguez Castells, tiene una concepción integral de diseño que abarca los
pisos, la jardinería, el mobiliario y la iluminación.
Casa de José Manuel Corroalles. Avenida 31 y calle 10. Ahora deshabitada, es
un ejemplo claro de cómo el gusto de la sociedad habanera se mueve a lo
ardecosiano. El padre de Corroalles, que fue uno de los constructores de la
carretera central, se había construido una finca de recreo El Trébol en las
afueras de la ciudad –el hoy restaurante La Giraldilla- en un estilo neocolonial,
y con menos de diez años de diferencia manda a construir en 1935, una casa
“de estilo modernista de lujo” para su hijo José Manuel Corroalles, corredor de
bolsa y casado con Elena de Cárdenas. El arquitecto fue Armando Puentes. La
residencia estaba rodea de amplios jardines, lo que permitió la construcción de
otro edificio años después.
Existen otros ejemplos donde vemos repetida esta tipología de la casa de
Corroalles. Uno de ellos es la casa de Salomón Kalmanowitz 1936, biplanta, en
la calle 28 Nº 4517 en las Alturas de Miramar. Su arquitecto fue Angel López
Valladares.
Sólo algunas familias de alta burguesía, con casas de corte historicista,
adoptan total o parcialmente el Deco para sus interiores.
Residencia de Juan Pedro Baró y Catalina Lasa. El proyecto de la edificación
es de Evelio Govantes y Félix Cabarrocas, se comenzó a construir en 1922 y
se inauguró en 1927. Su fachada de estilo renacentista florentino, abre paso a
interiores totalmente artdecosianos con referencias egipcias. Recordemos que
los motivos decorativos del antiguo Egipto se ponen de moda en 1922 cuando
Howard Carter exhuma la tumba de Tutankamen, y cobran fuerza con la
repentina muerte del descubridor, atribuida a la maldición de los faraones.
Participa en el diseño de los muebles del comedor Pedro Luis Estévez Lasa,
hijo del primer matrimonio de Catalina, apoyado por la diseñadora Clara Porset.
En la decoración interior también participó el afamado diseñador francés René
Lalique, que años después realizó el panteón Baró-Lasa en el Cementerio de
Colón.
Casa de Ramón Crusellas. 1931. En este caso hay una adaptación parcial de
interiores Deco. El arquitecto fue Cristóbal Díaz y la residencia se levantó en el
Country Club. Con fachada renacentista, plateresca, adopta el estilo
renacimiento español para el living-room y la biblioteca, mientras el comedor de
“estilo moderno francés” exhibe relieves de Sicre y consolas fundidas en los
talleres habaneros de Merino y Greses.
Casa de la Condesa de Revilla Camargo. En el estilo ecléctico de la mansión
de María Luisa Gómez Mena de Cagigas, destaca el baño Deco, que recibió un
tratamiento diferenciado, decorado con carácter escenográfico y con materiales
impermeables y metales relucientes. Un vistoso ventanal refuerza la sensación
de ventilación e higiene.
En la primera planta se habilitó, pero ya con gran distancia de los orígenes del
estilo, un salón Deco.
Casa del Dr. Clemente Inclán. Rector de la Universidad. Calle 8 e/ 3ª y 1ª,
Miramar. Construida en 1930 por el arquitecto Pedro Martínez Inclán. Los
volúmenes son puros, con decoración aplicada estilo Deco, también presente
en relieves y herrería. Pero en sus interiores se combinaron el renacimiento
español, el estilo Imperio, la sala era Luis XVI. Sólo un pequeño salón y un
vitral remiten en el interior al Art Deco.
Casa de Enrique García Cabrera. 1938. Calle 22 del Vedado, arquitecto Max
Borges del Junco. Enrique García Cabrera, pintor, ilustrador y caricaturista y
una de las figuras ineludibles cuando se habla del Deco en Cuba, es uno de los
ejemplos mejores del tránsito que se operó en el gusto de la sociedad cubana y
que conllevó a que se asumiera el nuevo estilo como un modo de vida.
La primera casa de García Cabrera, decorada en estilos historicistas, cuyos
interiores fueron publicados en un número de la revista Social de Septiembre
de 1927, fue sustituida en 1938, por una residencia en el Vedado, arreglada
con espíritu moderno, aunque conservó el comedor de su antigua residencia.
En el frente, los paños intermedios de ambas plantas han sido enriquecidos
con relieves, de Manuel Rodulfo y del propio García Cabrera en los altos.
En Cuba las plantas de las viviendas familiares continuaron siendo
tradicionales con puntal alto, y sólo se aplicó decoración artdecosiana en el
diseño de los pisos, cornisas, plafones, herrería, ventanas, puertas y jardinería.
El Deco como decoración arquitectónica tuvo gran aceptación entre las clases
medias. Esto podemos verlo en un edificio para clase pobre, calle Lagunas casi
esquina a Galiano, donde no hay arquitectura Deco, pero se ha utilizado en la
decoración un relieve del escultor Florencio Gelabert, 1938. El mismo relieve se
repitió en el frente de un edificio de similares características cercano a la
farmacia Sarrá.
La mayor influencia Deco se evidenciaba en los baños, ya que se puede
constatar la persistencia del estilo durante un largo período.
Fuera de los proyectos privados el Art Deco se extiende de forma paulatina
hacia otros repertorios arquitectónicos de carácter social, como son hospitales,
cines, teatros e Iglesias.
Hospital Municipal de Maternidad, América Arias. Sus autores fueron el dúo
Govantes – Cabarrocas, que terminaron su primera parte en 1930 y
posteriormente lo ampliaron en el año 1957 conservando el mismo estilo.
Fue el primer gran hospital de La Habana que siguió el criterio de varias
plantas y no de pabellones aislados. En este edificio los arquitectos invirtieron
el sistema usado en la residencia Baró – Lasa: aquí el exterior es Deco y en el
interior hallamos una rotonda de fuerte presencia clásica.
El CINE fue una nueva forma de distracción que rápidamente se popularizó y
se extendió por los barrios habaneros. Si bien se ha señalado por algunos
investigadores que el cine hollywoodense contribuyó en medida no desdeñable
a promover con sus producciones el estilo Deco, las salas cinematográficas no
quedaron a la zaga en su adopción. Una fachada interpretada con el repertorio
moderno, era el mejor anuncio de las maravillas tecnológicas que albergaba en
su interior.
Cine Teatro Ludgardita. 1932. Encargado a los arquitectos Govantes y
Cabarrocas por Gerardo Machado, utilizó como motivo de inspiración la cultura
Maya. No obstante la falta de tradición artística autóctona precolombina,
aducida por los arquitectos cuando comentan su decisión de escoger el
repertorio maya para la decoración, cabe recordar que desde 1925 se habían
revalorizado las culturas prehispánicas maya, mexica, inca, como producto del
extravío del explorador Coronel Fawcet en tierras peruanas de Machu – Pichu y
la expedición que al mando de Peter Fleming fue en su busca, noticias que
ocuparon espacios importantes en la prensa internacional y nacional.
La decoración de zigzags, soles radiantes, cactus hieráticos y templos
escalonados empleada en Ludgardita, entronca con una línea dentro del
movimiento
modernista
que
volteó
hacia
las
culturas
exóticas
y
encantadamente fantásticas.
Por su parte en la fachada se abre un arco monumental, con ciertos elementos
modernos, que acusa la intención de adaptarse al estilo arquitectónico del
reparto que es muy diverso.
Teatro Fausto. 1938. Construido por Saturnino Parajón, fue acreedor en 1941
del Premio Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos. La platea y los
balcony tienen capacidad para 1640 espectadores. La fachada Deco se iluminó
con medios tubos de acero inoxidable que ocultaban líneas de luz de gases
incandescentes de diferentes colores.
Para evitar los ruidos de la intersección de Prado y Colón donde se ubica, las
paredes exteriores se hicieron de tres elementos sólidos con espacios de aire
entre ellos, lo cual contribuye también a mejorar sus condiciones térmicas.
Fue el primer teatro en Cuba en disponer de aire acondicionado. En su interior
se colocó mobiliario de acero niquelado, hoy desaparecido.
Iglesia Metodista y Centro Estudiantil del Vedado. Calle K esquina a 25.
Construida por el arquitecto Ricardo Franklin Acosta, obtuvo en 1951 el Premio
Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos a la obra más
sobresaliente del año. Muy tardío para su estilo. Se proyectó varios locales
para aulas en la planta baja, salón de reuniones, servicios, almacén y
vestuario.
En los altos la iglesia con su santuario y locales para los ministros al fondo.
Contiguo a la iglesia, se fabricó un edificio de dos plantas con oficinas,
biblioteca y otras funciones.
Edificio Rodríguez Vázquez y Teatro América.El edificio construido para el Sr.
Antonio Rodríguez Vázquez en Galiano y Neptuno, fue obra de los arquitectos
Fernando Martínez Campos y Pascual Rojas. Su construcción comenzó en
1939 y se inauguró en 1941. Comprende una torre de diez pisos y otros dos en
la parte más alta, con 67 apartamentos y dos grandes teatros en la planta baja
–el Radio Cine ya existía en el lugar. El cuerpo superior contrasta con la
marquesina que corre a lo largo de la fachada principal. En la planta baja se
construyó un gran restaurante y locales para el comercio.
El TEATRO AMÉRICA, con marcada influencia norteamericana, en especial del
Radio City Music Hall, destaca por la elegancia de las líneas todas curvas en
su interior. Desde el vestíbulo circular, de bóveda lumínica cuyo piso
representa al hemisferio occidental rodeado de los signos del zodiaco,
ascienden las escalinatas curvilíneas que se bifurcan y disuelven en amplios
descansos que forman pequeñas salas, que hacen imperceptible el ascenso. El
uso del zodiaco fue frecuente en el Deco, desde que en la Exposición de París
1925, la torre Eiffel fue decorada con un zodiaco que publicitaba la marca de
automóviles Citroën.
El auditorio tiene una capacidad de 1750 asientos. Las condiciones acústicas
fueron consideradas con detalle. Hay una serie de arcos abovedados de
tamaño decreciente hacia el escenario, que constituyen el tratamiento
decorativo de la sala. El teatro América, se proveyó de los más modernos
equipos de proyección cinematográfica.
Entre las grandes líneas estéticas derivadas del Deco podemos citar el
Monumental Moderno o Neoclásico y el Streamline. La primera tendencia tuvo
su auge internacional con la Exposición de Arte Decorativas de París 1937, con
el conjunto del Trocadero, y su posterior divulgación en Europa como estilo
oficial de la Exposición Universal de Roma en 1942. Su imagen se basó en la
sobria repetición de columnas carentes de base y de capitel en los pórticos
principales de los edificios. La segunda tendencia mencionada, el streamline,
se desarrolló más en los Estados Unidos y representa allí la época de la
recuperación económica después del crack bursátil del 1929.
Estas tendencias se identificaron por el hombre desnudo, fuerte, que es capaz
de controlar las máquinas más diversas que anuncian un futuro de esplendor
tecnológico. Un magnífico ejemplo en el entorno capitalino, es el friso del otrora
Diario El País. Los principales motivos decorativos son las líneas curvas y
aerodinámicas, las líneas horizontales aplicadas y las múltiples abstracciones
de la velocidad.
En la arquitectura las características son la monumentalidad, se destaca lo
horizontal y se despejan las superficies de toda decoración superflua.
Conceden importancia a las paredes de bloques de cristal. Son características
las ventanas redondas en contraste con las poligonales del Deco clásico. Se
sustituye el balcón por rejas rectas y los ángulos de las edificaciones se
convierten en curvas. Las plantas con formas aerodinámicas fueron una
remembranza del trasatlántico, del avión, representativos de la conquista de las
distancias y del futuro.
El stream tiene en su haber aprovechar los espacios dentro de la ciudad, dando
un carácter más sencillo al diseño de los repartos, adoptándose a los
accidentes topográficos y al trazado irregular de las parcelas a construir. Suele
verse con frecuencia en edificios que aprovechan las intersecciones de calles
en ángulos agudos. Un ejemplo notable en La Habana, es el edificio Solimar,
sito en Soledad 205, entre San Lázaro y Animas. Terminado en 1944 es un
proyecto del arquitecto Manuel Copado, que brinda a los inquilinos las mejores
condiciones de ventilación e iluminación.
Un ejemplo sobresaliente en la capital, del estilo monumental, es la Maternidad
Obrera de Marianao, 1940, arquitecto Emilio Soto. Fue Medalla de Oro del
Colegio Nacional de Arquitectos. Sobre el pórtico de ingreso se eleva la
escultura Madre e Hijo, de cerámica blanca, del escultor Teodoro Ramos
Blanco. Adoptó una forma curva en la planta del edificio, para evitar la larga
perspectiva de la galería central, lo cual le imprime una cierta sensación de
movimiento, como si el edificio se proyectara hacia el visitante.
El arquitecto Pérez Benitoa fue el principal cultivador en Cuba del estilo
monumental. Ejecutó en 1944 la Plaza Finlay, con cuatro edificios que rodean
una rotonda en cuyo centro se alza un obelisco con relieves de los escultores
Navarro y Lombardo. Los edificios corresponden a: Centro Escolar, la Escuela
del Hogar, Escuela Normal de Kindergarten y el Asilo de Ancianas.
Quedaría por señalar que el compás abierto –entre dos dictaduras- se destaca
por la preferencia hacia los estilos clásicos para la arquitectura de carácter
gubernamental. El Deco y sus derivados, se asumió en Cuba mezclado con
estilos historicistas entre las clases más altas, y tuvo su mayor auge en las
construcciones de carácter social, los edificios de apartamentos para alquilar y
las construcciones levantadas para la clase media del país.
Notas:
(1)
Tomadas
ambas
citas
de: Weiss, Joaquín.
Arquitectura
cubana
contemporánea. Colección de fotografías de los más recientes y característicos
edificios erigidos en Cuba. Cultural S.A. La Habana, 1947.
(2) Con los proyectistas trabajó el también arquitecto Fernando Martínez
Campo que luego proyectaría el edificio Fernández Vázquez (América).
(3) Dato tomado del Fondo del Conde de Lagunillas, Museo Nacional.
INFLUENCIAS CRUZADAS CUBA / ESTADOS UNIDOS EN EL MEDIO
CONSTRUIDO ¿CARRIL DOS O AUTOPISTA EN DOS SENTIDOS?
Un caso curioso de vaivenes de influencias incomprendidas fue la moda
masculina de collares de semillas, melenas y barbas, impuesta en los
Estados Unidos y Europa por los rebeldes que habían luchado, durante
los años 50, en la Sierra (genérico para las guerrillas revolucionarias en
zonas montañosas de Cuba). Esa moda tuvo un impacto tremendo en la
imagen de la contracultura norteamericana de izquierda, el movimiento
hippie y el pacifismo —hasta que fue posteriormente asimilada por el
establishment y convertida en mercancía, siguiendo el triste destino de lo
contestatario en las sociedades de consumo.
Mario Coyula| La Habana
Entre el ajiaco y la tossed salad
La influencia decisiva que durante cuatro siglos ejercieron varias regiones de
España y las Islas Canarias sobre diferentes patrones morfológicos históricos tanto cultos como populares- del medio construido en zonas urbanas y rurales
en Cuba, ha sido relativamente bien estudiada. Esa influencia arranca en la
arquitectura civil desde el prebarroco con vestigios mudéjares del siglo XVII,
hecho por alarifes y carpinteros de ribera, y continúa con el barroco del XVIII,
extendido hasta principios del XIX y seguido por el neogótico y el neoclásico.
En este último estilo se manifestaría también una influencia francesa, directa o
indirecta; en parte asociada a la racionalidad y los ideales de la Revolución
Francesa, a la masiva inmigración de colonos huyendo de Haití, y al nacimiento
de una identidad nacional en el patriciado criollo. Por otra parte, la influencia de
la población precolombina en la arquitectura no tuvo un peso cultural, debido al
escaso número de esa población, su bajo nivel de desarrollo y rápida extinción,
que dejó solamente la precaria, pero ecológicamente sustentable, cabaña con
techo de palma, el bohío.
A diferencia de los aborígenes, la gran masa de esclavos africanos tuvo un
peso muy grande en el sincretismo racial, religioso, musical y danzario de la
nacionalidad cubana; pero esa influencia no alcanzó a la arquitectura sino en la
impronta indirecta —y en realidad, difícil de precisar sin caer en el lugar común
de la sensualidad mulata— que dejaron, como constructores, en obras
concebidas según patrones europeos. El tercer componente étnico importante
en Cuba, después del español y el africano, fueron los culíes chinos —
principalmente cantoneses— importados desde la cuarta década del siglo XIX,
como alternativa a los esclavos africanos. Esa inmigración, mayoritariamente
masculina, se mezcló con cubanas pobres; y el Barrio Chino de La Habana,
considerado en un tiempo entre los más importantes de América Latina, si bien
tuvo una importante actividad cultural, quedó siempre enmarcado dentro del
trazado urbano y la arquitectura ecléctica de la ciudad central, donde solo
pueden verse ya algunos pocos chinos centenarios.
Con la independencia de Cuba a principios del siglo XX, esas influencias —
unidas a otras también europeas— reaparecerían asumiendo distintas
codificaciones arquitectónicas como:
a) el art nouveau (con una presencia dominante del modernismo catalán), el
cual tuvo una vida breve;
b) el ubicuo eclecticismo marcado por la Ecóle des Beaux Arts, que canalizaría
la explosión constructiva entre 1910 Y 1930, especialmente en su vertiente
menor, para una clase media baja e incluso asalariada —una tendencia que
conformó la gran masa construida, todavía existente en las zonas centrales de
las ciudades cubanas, mezclándose en los pueblos con la tipología vernácula
de casas en tira con portal corrido al frente y techos inclinados de madera y
teja;
c) el rápido eco desde fines de los años 20 y durante los 30 de los códigos de
la Exposición de Artes Decorativas de París,
d) la lenta asimilación de las vanguardias europeas del Movimiento Moderno,
que se impondría definitivamente a partir de la segunda mitad de los años 40 y
durante los 50.
El espíritu descontextual de la modernidad seguiría marcando la arquitectura
posterior al triunfo de la Revolución en 1959, con una fugaz influencia brutalista
durante la década de los 60, antes de que la toma del poder de decisión por los
profetas de la construcción prefabricada relegara la búsqueda de la expresión
arquitectónica a unas cuantas obras especiales, con poco peso en las zonas
centrales.
Si el papel de la influencia española —y en menor medida francesa— sobre el
medio construido en Cuba ha sido relativamente estudiado, en cambio el peso
de la norteamericana ha quedado desdibujado, al destacarse siempre los
factores económicos y políticos que dominaron durante el período neocolonial,
unidos a las cuatro décadas de tensiones continuas entre los dos países
después de la Revolución de 1959. En definitiva, eso ha sucedido también con
otras influencias que marcaron a la cultura cubana, como la presencia de las
jazz bands en la cubanísima música de ese genio autodidacto que fue Benny
Moré; la deuda de varias generaciones de escritores cubanos con Whitman,
Hemingway, Faulkner y otros grandes; o la más evidente del béisbol —
convertido en el deporte nacional— enmascarada tras la fonetización del
nombre original.
Resulta muy difícil definir lo cubano en la arquitectura de una isla pequeña,
situada en una encrucijada de culturas. Esos continuos encuentros dejaron
rastros más o menos duraderos en la cocina cubana como el casabe taíno, la
fabada asturiana, el quimbombó de la costa occidental africana, el arroz frito
cantonés (pasado por San Francisco) o la ensalada norteamericana. Esos
platos coexistieron junto a otros más asimilados hasta volverlos propios, como
el emblemático ajiaco criollo —que ahora se llama caldosa, como resultado de
la orientalización creciente de la población habanera (no por inmigrantes
asiáticos, sino de las provincias orientales de Cuba—, el congrí y el fufú de
plátano verde —comidas que, en definitiva, no son muy diferentes al sancocho
y el mofongo dominicano, o el gallo pinto nicaragüense— y finalmente el ubicuo
lechón asado, reclamado por todas las cocinas nacionales en la región. En
cambio, el T-bone steak, la tossed salad y el apple pie no se asentaron con
fuerza
en
Cuba
y quedaron
relegados
a
unos
pocos restaurantes
especializados, imitadores de ese pionero con el nombre directamente alusivo
del Yank.
Las ciudades cubanas se fueron componiendo por capas superpuestas de
influencias cultas externas, que casi siempre llegaban con retraso y después
sufrían
variaciones nacionales
y locales
debidas
a
un
proceso
de
generalización y extensión, adecuación al clima, la impronta del comitente y del
constructor, y la disponibilidad de recursos. Si el tiempo que tomaba la
digestión y asimilación era suficientemente largo, esos modelos importados se
iban cubanizando. Lo cubano, por tanto, no puede reducirse a una época o un
territorio, ni a un programa, tipo constructivo o clase social. Está siempre muy
ligado a un contexto físico y cultural, y generalmente los mejores resultados no
han salido de una voluntad consciente de alcanzar la cubanía.
Más que descansar en elementos convertidos en estereotipos, como los arcos
de medio punto, las cubiertas de tejas criollas de barro, las rejas y vitrales —
casi siempre utilizados de manera facilista y folklorista— esa cubanía quizás
debería orientarse hacia aspectos más abstractos, pero también más
trascendentes como la forma básica, la escala, las proporciones, la volumetría
general, el juego de luz y sombra y la alternancia de llenos y vacíos, la trama
urbana en retícula regular, y el ritmo impuesto por el predominio de lotes
estrechos y profundos. Uno de esos aspectos característicos, el color, ha sido
profundamente modificado; y el típico color que en Italia llaman habana,
centrado en los ocres pero abierto hacia una gama vecina de cremas, beiges y
siena claro —los llamados colores constructivos— ha desaparecido bajo la
brocha irreverente guiada por la estridente estética del aguaje que ahora
alcanza incluso a jóvenes arquitectos de nombres enrevesados: la generación
de las Misleidis y los Yosvani.
El carril Norte-Sur
La influencia norteamericana sobre el medio construido cubano comienza
desde el siglo XIX, traída por el comercio y la industria, y sustentada en la
proximidad geográfica. Esto último explica el mayor peso en la zona occidental
del país —La Habana, Matanzas, Cárdenas— más cerca de las ciudades
norteamericanas que abren al Golfo de México; repitiendo, en sentido inverso,
un flujo anterior desde la Cuba española hacia la Florida, Alabama y la
Louisiana que dejó nombres como Galveston —la ciudad de Gálvez— San
Agustín, Mobile o Pensacola (Panza Cola) en muchos asentamientos de
actuales territorios norteamericanos. Hay que recordar que, en el siglo XVIII, el
gobernador español con asiento en La Habana ejercía su autoridad a la vez
sobre la Louisiana. Por otra parte, el pragmatismo norteamericano resultaba
cercano al carácter emprendedor e innovador del patriciado criollo que, desde
fines del siglo XVIII, impulsó el desarrollo de esta colonia española por encima,
incluso, de su metrópolis. Cuba, en resumen, era más europea y también más
norteamericana que las demás naciones latinoamericanas del continente,
emancipadas casi un siglo antes.
Esa mentalidad abierta a las innovaciones —que animó a la impresionante
actividad de la Real Sociedad Económica de Amigos del País— fue
responsable de una serie de adelantos como la importación, en 1794, de la
máquina de vapor; el empleo del sistema McAdam para la pavimentación de
calles, en 1818; la apertura al año siguiente de la primera línea regular de
barcos de vapor en América Latina, entre La Habana y Matanzas, y las
reformas urbanísticas de La Habana, entre 1834-1838, durante el gobierno de
Miguel Tacón, rivalizando con el poderoso criollo Conde de Villanueva, en una
porfía de adelantos y obras públicas donde la ciudad salió ganando. El trazado
seguido por Tacón para su plan de ensanche recuerda el patrón de L'Enfant
para
Washington,
donde
era
embajador
un
hermano
suyo.
A mediados de siglo se habían importado, fundamentalmente desde Nueva
Orleans y Galveston, estructuras de hierro fundido para talleres y almacenes.
Uno de los ejemplos más relevantes, los enormes almacenes de azúcar y
mieles de Santa Catalina, en Regla, fueron proyectados por James Bogardus.
Un ciclón los arrasaría en 1906. El hierro fundido se empleó abundantemente
para la construcción y remodelación de almacenes y talleres que exigían
grandes luces y espacios libres; pero también adquirió un grado de elaboración
artística que lo introdujo en viviendas de calidad, como algunas casas-quintas
en El Cerro o, más tarde, en el Vedado. Esta última urbanización, la pieza más
importante del urbanismo colonial, fue iniciada en 1859 —el mismo año del
Ensanche de Barcelona— con el barrio de El Carmelo, y asume un trazado de
avanzada que incorpora el verde dentro de la estructura urbana y abandona el
régimen de medianería, aunque se mantiene dentro de la retícula en damero
de las ciudades hispanoamericanas.
La economía de plantación, que había dado poder y brillo a la sacarocracia
esclavista criolla, entró en declinación a mediados del siglo XIX frente a la
modernización industrial que cambió las pautas tecnológicas, de gestión,
comercio y financiamiento.1 Las guerras de independencia —cuyo liderazgo
pasó del patriciado criollo, que comenzó la primera en 1868, a la naciente clase
media, una generación más tarde— completarían la ruina de esa clase social,
que a comienzos del siglo XX sería sustituida por nuevos ricos cubanos y
extranjeros, que no tardaron en unirse por matrimonio con los grandes
apellidos supervivientes del naufragio. Por otra parte, ya desde mediados del
siglo XIX, los Estados Unidos eran el principal mercado importador y
exportador de Cuba.
Aquella vuelta de siglos, marcada por las secuelas de las guerras de
independencia y la intervención militar norteamericana (1898-1902) que
sustituyó al dominio colonial español, acoge la llegada del cinematógrafo, el
automóvil y el tranvía eléctrico. La Habana comienza a mirar al mar, con el
inicio, en 1901, del primer tramo del Malecón. El gobierno interventor debió
enfrentar una situación crítica de higiene y pobreza urbana, exacerbada por la
terrible reconcentración de campesinos en las ciudades, dictada en 1896 por el
gobernador español Valeriano Weyler, para privar de apoyo a los patriotas
cubanos —una política similar a la que seguiría siete décadas después el
Pentágono en Vietnam con las aldeas estratégicas. Más de 100 000
campesinos fueron concentrados en La Habana, creando los primeros
asentamientos precarios insalubres de América Latina; y un estimado de 200
000 murieron en todo el país. Como parte de su política de higienización, el
gobierno interventor realizó un programa extensivo de pavimentación de calles,
organizó la recogida de basura, y extendió la red de acueducto y tranvía
eléctrico. Esto último, impulsado por el interés personal del primer cónsul
norteamericano en Cuba, Frank Steinhart, se inauguró en 1901, antes que en
Nueva York.
La rápida introducción de innovaciones continuaría en el siglo XX: en 1910 se
abrió el servicio de teléfono automático en La Habana, también antes que en
Nueva York. En 1913, se completaría el sistema de alcantarillado de la capital,
diseñado para el doble de los 300 000 habitantes existentes en ese momento.
El sistema independizaba las aguas pluviales de las albañales; estas se
bombeaban por un sifón bajo la bahía y la colina del Morro, hasta un emisario
marino. Para ello se construyó un túnel, el primero del mundo con la tecnología
de escudo de aire comprimido. En 1922, comenzaron las trasmisiones de radio
y, en 1949, las de televisión. En 1958, La Habana tenía ya un canal de
televisión en colores. Los cines de La Habana en la década de los 50 eran más
lujosos y cómodos que los de muchas grandes capitales europeas, y Cuba era
el país con más alto percápita de Cadillacs.
Aprovechando la intervención de 1898 y el subsecuente dominio político y
económico sobre la nueva República, los empresarios norteamericanos se
"introdujeron rápidamente en Cuba. Paralelamente, se produjo un notable
incremento de la inmigración europea, que detonó una explosión constructiva
donde se emplearon nuevas técnicas y materiales, en gran parte importados
desde los Estados Unidos. La ciudad se expandió con nuevos barrios, y El
Vedado fue rápidamente rellenado con palacetes y villas eclécticas, durante la
bonanza económica conocida como Las Vacas Gordas, en una gama
descendente de costos que alcanzaba a sectores sociales de menores
ingresos, siempre dentro de los cánones del decoro pequeñoburgués. Esa
tipología se extendió por muchos otros barrios de la capital, y en otras ciudades
cubanas.
La influencia norteamericana se mostró más claramente en los bateyes,
pequeños poblados alrededor de los nuevos grandes centrales azucareros que
empezaron a sustituir a los atrasados ingenios en la producción de azúcar. Las
viviendas seguían el modelo de bungalows con portales cerrados por tela
metálica, paredes de listones de madera machihembrados y techos a dos o
cuatro aguas, con cubierta de tejas o de planchas de zinc; se ordenaban
alrededor de calles bien trazadas y bordeadas con árboles, siguiendo un orden
descendente en tamaño y tipología, que iba desde las amplias casas de los
ejecutivos norteamericanos hasta los conjuntos de sanitary cottages.
Los portales estaban a menudo decorados con espadañas de madera
recortada, en el estilo gingerbread. Los bateyes de los centrales azucareros
constituyeron un interesante ejemplo de focos de vida urbana en medio del
campo, con una actividad comercial, social y cultural superior a la de otras
poblaciones del mismo tamaño. La gran masa del edificio industrial, con sus
altas chimeneas como torres, dominaba visualmente al asentamiento como un
castillo feudal. Hacia 1950, veintiocho de los 65 centrales azucareros en la
mitad oriental del país eran de propiedad norteamericana.
Con otra dimensión y relevancia, una similar arquitectura de madera apareció
en las estaciones y cruceros de ferrocarril, y en balnearios, como los viejos
edificios del Habana Yacht Club y del Miramar Yacht Club, en La Habana, y el
Yacht Club de Varadero —todos demolidos— o el balneario de aguas
medicinales de San Miguel de los Baños. En el extremo contrario, con
dimensiones más reducidas que las viviendas de los centrales azucareros, y
sin el mismo orden en el trazado, la tipología se extendería a muchos
asentamientos costeros como Caibarién y Gibara, o el poblado de Santa Fe, en
el extremo oeste de la ciudad de La Habana.
Coincidiendo con el inicio del siglo, se abrió la Escuela de Arquitectura, en La
Habana, y sus graduados lucharon desde muy pronto por un reconocimiento
profesional, enfrentando a los maestros de obra, en gran parte catalanes, que
tradicionalmente habían proyectado y dirigido incluso edificios importantes. En
cambio,
varias
obras
relevantes
fueron
hechas
por
arquitectos
norteamericanos, entre ellas la ya demolida Catedral Episcopal, por Bertram
Goodhue (1905), la Estación Central de Ferrocarril, por Kenneth Murchinson
(1912), Y el enorme edificio de la Aduana junto al puerto de La Habana por
Barclay, Parsons y Klapp (1914). Un arquitecto norteamericano destacado,
Thomas Hastings, hizo en 1915 el palacete de los Marqueses de Avilés, en El
Vedado, y George Duncan diseñaría, en 1920, la Torre del Reloj de Quinta
Avenida, en Miramar.2
Una firma norteamericana conocida, Schultze & Weaver, hizo varias obras
importantes en La Habana: la ampliación del Hotel Sevilla (1923), el balneario
de La Concha, el Jockey Club del Hipódromo Oriental Park, y el Casino
Nacional; las tres últimas en 1928. Schultze & Weaver hizo, en Miami, el
Biltmore (1924) y el Roney Plaza (1925), y el Waldorf-Astoria, en Nueva York
(1931). Otra firma de renombre, McKim Meade & White, construyó, en 1930;
una de las obras más importantes de La Habana, el Hotel Nacional.3
El eclecticismo
había
entrado
a Cuba tardíamente, después de
la
independencia, primero en forma directa desde Europa, pero también
triangulando después a través de los Estados Unidos. Dentro de la Habana
Vieja surgió, en las primeras décadas de este siglo, una versión reducida de
Wall Street, con edificios para bancos y bufetes de abogados que recordaban a
Chicago o Nueva York. El Hotel Presidente, en El Vedado (Eduardo Tella,
1927), que fue en su momento uno de los edificios más altos de La Habana,
muestra igualmente esas referencias. Igual sucedería después con el art deco:
casi pisando la primera influencia proveniente de París, llegó la norteamericana
tanto en su versión geométrica —a la manera del Rockefeller Center, utilizada
en 1932 por la firma cubana Mira y Rosich para el López Serrano, primer
edificio alto de apartamentos en Cuba— como en la hermosa fachada
recubierta en terracota del Edificio Bacardí (1930), obra de Esteban Rodríguez
Castells y José Menéndez.
La influencia norteamericana también llegaría al trazado urbano, que se había
mantenido ortodoxamente, con pequeñas variaciones, dentro de la cuadrícula
típica de la ciudad hispanoamericana. La urbanización del Country Club (ahora
Cubanacán), donde se asentarían las familias más adineradas desde mediados
de los años 20, siguió el patrón de calles sinuosas, lotes grandes y mucho
verde, desarrollado por el movimiento City Beautiful. El club social que le daría
nombre al reparto tenía como actividad principal un deporte sin arraigo en
Cuba, el golf. Sobre el verde césped se empezaría a construir, en 1960, el
conjunto de las cinco Escuelas Nacionales de Arte, la obra más divulgada de la
arquitectura del período revolucionario. Esta pieza, altamente polémica en su
momento, fue solo parcialmente terminada y puesta en uso, y su
completamiento y rehabilitación fueron aprobados en 1999.
Los modelos urbanísticos europeos habían conseguido para La Habana una
imagen monumental que ya durante la Primera Guerra Mundial la colocaban,
junto a Buenos Aires, como una de las dos grandes ciudades de América
Latina. El Plan Director realizado por el jardinero y urbanista francés Jean C.
Forestier, entre 1926 y 1928, proyectaba La Habana como la Niza del Caribe,
una ciudad donde primaba la monumentalidad de la burocracia enmarcada en
las pautas formales de Beaux Arts. Sin embargo, durante ese mismo gobierno
de
Gerardo
Machado,
que encargó
el Plan
Forestier,
la influencia
norteamericana también se hizo notar. Quizás su ejemplo más claro sea la
construcción, en 1929, del gigantesco Capitolio (Raúl Otero, Govantes y
Cabarrocas, Eugenio Rayneri y otros) muy similar al de Washington, con el
pujo de hacerlo incluso un poco más grande.
Treinta años más tarde se haría otro Plan Director, encargado por otro dictador,
esta vez a un equipo de Harvard compuesto por urbanistas de renombre como
José Luis Sert, Paul Lester Wienery Paul Schulz, junto a Mario Romañach,
Nicolás Quintana y otros arquitectos cubanos destacados. El Plan seguía los
postulados urbanísticos del Movimiento Moderno desarrollados en los
Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) por Le Corbusier y
otros, entre ellos el propio Sert. Una influencia directa venía del reciente
proyecto de Le Corbusier para Chandigarh, la nueva capital del estado de
Punjab en la India. Se trataba de una propuesta iconoclasta y desarrollista, que
hubiera destruido el patrimonio construido de La Habana, reflejando la
involución ideológica del Movimiento Moderno, desde sus inicios progresistas
en los años 20 hasta su conversión en Estilo Internacional al servicio de las
grandes corporaciones —y, en este caso, de un dictador sanguinario. Pero ese
mismo enfoque se hubiera adoptado también por los incipientes urbanistas
cubanos a comienzos del período revolucionario, formados igualmente en el
espíritu de la modernidad. La nueva prioridad asignada por el gobierno
revolucionario al desarrollo del resto del país fue en detrimento de la
conservación del importante patrimonio construido de la capital, cuyo deterioro
en los distritos centrales había comenzado ya antes; pero aplacó el ritmo de
migración interna hacia La Habana hasta lograr un ritmo de crecimiento
poblacional inferior al general del país, algo inusual para una gran ciudad
latinoamericana.
También preservó a la capital de una remodelación traumática que
seguramente no iba a ser muy diferente a la de Sert, como se vio en el
programa de remodelación del céntrico barrio de Cayo Hueso, a principios de
los años 70.
Los años de la segunda posguerra fueron también testigos de la segunda gran
explosión constructiva en La Habana, reforzando aún más su primacía, que la
convertía en la gran cabeza desarrollada de un país pobre. El art deco de los
años 40, en su vertiente streamline o moderne, tan similar a la arquitectura del
Ocean Drive de Miami, se mezcló con el llamado Monumental Moderno, con
ciertas reminiscencias futuristas y protorracionalistas. El mission style
californiano, prestigiado y también banalizado por las películas de Hollywood,
se sumó a una persistencia del revival neocolonial español, desatado por la
Exposición de Sevilla de 1929, con techos de tejas criollas y barandas de
madera torneada, y la característica ventana en forma de quadrifoglio. La
arquitectura orgánica de Frank Lloyd Wright, tardíamente asimilada y sin la
riqueza espacial del maestro, se diluyó en múltiples ejemplos, mayormente
anodinos, para clientes que no asimilaban el purismo y el rigor ascético de los
maestros europeos como Gropius o Mies van der Rohe, trasplantados por la
guerra a los Estados Unidos. Esos códigos fueron asimilados en Cuba por el
grupo de Los Espaciales.
Uno de esos maestros, el austríaco Richard Neutra, construiría en 1956, en La
Habana, la magnífica residencia Schulthess, con jardines proyectados por el
paisajista brasileño Roberto Burle Marx. Tres otras obras de gran envergadura
muestran el peso económico y político de los Estados Unidos en Cuba durante
esa década: la Embajada norteamericana, actual sede de la Sección de
Intereses de los Estados Unidos (Harrison & Abramovitz, 1952), el hotel
Havana Riviera (1957), propiedad del notorio Meyer Lansky —un proyecto de
Johnson & Polevitzki que había reemplazado al inicialmente encargado a Philip
Johnson, quien se retiró indignado por una sugerencia de modificación hecha
por Lansky que alteraba las proporciones de su proyecto—; y el hotel Habana
Hilton (actual Habana Libre), construido, en 1958, por Welton Becket. Estos
hoteles, con sus correspondientes casinos de juego, se unían al Capri —con el
actor George Raft como propietario nominal, confundiendo realidad y ficción en
su papel de gangster— y otros más, en una apresurada conquista del mercado
turístico norteamericano que buscaba convertir a La Habana en Las Vegas del
Caribe. Grandes empresas constructoras norteamericanas se habían asentado
en Cuba, como la Purdy & Henderson y la Frederick Snare, y ejecutaron
muchas de las obras más importantes; pero también surgieron otras cubanas
igualmente fuertes, como Sánz-Cancio-Martín-Álvarez-Gutiérrez (SACMAG),
que incluso rebasó el marco nacional para construir en otros países de la
región.
En ese panorama podría también identificarse una tendencia minimalista, que
seguía el tipo de arquitectura preconizada por la revista Arts and Architecture,
en la línea de los Eames, amueblada por Knoll y Herman Miller. Todas estas
influencias deberían coexistir con dos importantes corrientes latinoamericanas
—brasileña y mexicana—, que marcaron sobre todo a los arquitectos jóvenes y
a estudiantes. Ellos enfrentarían los nuevos retos constructivos tras el éxodo
masivo de los profesionales más conocidos después del triunfo de la
Revolución en 1959. En la primera mitad de los 60, hubo un breve período de
experimentación, más orientado hacia la tecnología, pero con algunos intentos
importantes de renovación formal y expresividad, como las Escuelas de Arte de
Cubanacán (Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi, 1960-1965), la
Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría, CUJAE (Humberto Alonso,
Fernando Salinas y otros, 1964) Y el Parque-monumento a los Mártires
Universitarios (Emilio Escobar, Mario Coyula, Sonia Domínguez y Armando
Hemández, 1965-1967). Ese momento también dejó un clásico, designado
Monumento Nacional, que ha quedado como el mejor conjunto de vivienda
social hecho en Cuba: la Unidad número 1 de La Habana del Este (Mario
González, Reinaldo Estévez, Hugo D'Acosta-Calheiros y otros, 1959-1961),
concebida siguiendo los principios, entonces avanzados, de la Unidad Vecinal
inglesa. A fines de esa década, la arquitectura cubana fue absorbida por la
centralización administrativa que, supuestamente, debería garantizar la
eficiencia constructiva y la masividad requerida en los programas sociales y
productivos; el poder de decisión pasó a los constructores, para ser finalmente
absorbido por funcionarios convertidos en constructores improvisados.
Paralelamente, se redujo notablemente el acceso a la información sobre las
nuevas tendencias en boga en los Estados Unidos y otros países
desarrollados, no tanto por razones ideológicas como por limitaciones
económicas para hacer suscripciones.
No obstante, se produjeron obras que demostraron que aun dentro del marco
rígido impuesto por la prefabricación pesada y los proyectos típicos, que
respondían a una intención igualitarista, se podía lograr una arquitectura digna,
como sucedió con los grandes centros escolares Lenin (Andrés Garrudo),
Máximo Gómez (Reinaldo Togores) y Salvador Allende (Josefina Rebelión),
entre otros. Incluso, proyectos que se mantenían por debajo de esa búsqueda
expresiva lograron, con su ubicuidad, introducir cambios en el paisaje rural,
como ocurrió con el programa de las ESBEC (Escuelas Secundarias Básicas
en el Campo) y los más de trescientos nuevos pueblos campesinos, donde se
destaca como una joya la comunidad de Las Terrazas, en una reserva de la
biosfera, la Sierra de los Órganos.
Por otra parte, la congelación del ritmo en las nuevas construcciones en zonas
urbanas, impuesta por la falta de recursos y el cambio de prioridades en las
inversiones permitieron preservar —aunque deteriorado— un importantísimo
patrimonio construido, y el prestigio, asociado inicialmente con la restauración
puntual de edificios coloniales singulares, se fue extendiendo a sectores más
extensos, programas menos prestigiosos y épocas más cercanas en el tiempo.
A través de intercambios tortuosos y publicaciones esporádicas fueron llegando
desde los Estados Unidos y otros países desarrollados, conceptos de
vanguardia relacionados con la imagen de la ciudad, la preservación histórica,
la sustentabilidad ecológica, la economía urbana, la participación popular y el
desarrollo comunitario. Figuras como Kevin Lynch, James Marston Fitch, Mel
King, Peter Marcuse, Janice Perlman, Lisa Peattie, Michael Cohen, John
Kalbermatten, Max Bond, Barbara Lynch, Tony Schuman, Tom Angotti,
Elizabeth Plater-Zyberk, Peter Calthorpe, Doug Kelbaugh, Richard Blinder, Sim
van der Ryn, Pliny Fisk, Alan Feigenberg, Marie Kennedy, Miren Uriarte, Jill
Hamberg, Huck Rorick, James Brown, Lee Cott y docenas de otros
académicos,
arquitectos,
urbanistas
y
planificadores
norteamericanos,
compartieron directa o indirectamente sus ideas con colegas cubanos.
A fines de los 80, había llegado a Cuba el eco tardío del postmodernismo,
asumido por un grupo de jóvenes arquitectos cubanos inconformes con la baja
calidad de la arquitectura predominante en Cuba, para quienes las Escuelas de
Arte habían sido el canto del cisne en la búsqueda de una arquitectura de
vanguardia, a la vez culta y cubana. Esto coincidió con un intento de
revitalización de la actividad constructiva en la capital, que duró muy poco
debido a la falta de un respaldo económico real, seguido por el desplome de la
Unión Soviética y el campo socialista europeo. Todo ello impidió decantar y
digerir esa influencia, y los defensores de la creatividad a ultranza se limitaron,
casi siempre, a copiar la forma externa de ejemplos internacionales
paradigmáticos, asumiendo como novedoso un movimiento que ya había sido
rebasado en los polos culturales europeos y norteamericanos donde se había
gestado quince años antes. El trasplante resultó más lastimoso por tratarse de
una arquitectura cuyos códigos estaban dictados por la opulencia, y una
estética que, al decir de Jameson, reflejaba la lógica del capitalismo tardío y
que por lo tanto requería de un derroche de espacio, calidad de ejecución y
materiales costosos, que no podía lograrse en su versión criolla, aplicada a
programas de consultorios médicos y edificios de apartamentos, para ser
realizados por microbrigadas de constructores improvisados.
El derrumbe del campo socialista en el Este de Europa llevó al gobierno
cubano a tomar una serie de medidas para garantizar la supervivencia de su
proyecto social. Ello implicó, entre otras medidas, la apertura al turismo y las
inversiones extranjeras, junto con la legalización de la circulación del dólar.
Esto repercutió rápidamente sobre la arquitectura y el paisaje urbano. En la
década de los 90, comenzaron a llegar malas copias de modelos de la cultura
kitsch norteamericana: hoteles masivos, malls comerciales con fachadas de
vidrio reflectante, unidos a cafeterías de comida-chatarra —los Burguis y
Rápidos con su estridente firma colorística, amarillo mostaza y rojo catchup, y
sus versiones desnutridas de las hamburguesas McDonald's, en un proceso
que recuerda la adaptación forzosa que sufrió la boa amazónica para
convertirse en el majá cubano. Comparando ambos períodos, el de fines de los
80 con el de fines de los 90, resulta irónico observar cómo, en definitiva, la tan
criticada “colonización” cultural puede tocar tanto a intelectuales y artistas —
siempre sospechosos de elitismo y falta de compromiso social— como a
empresarios estatales pragmáticos; ambos curiosamente muy sensibles a la
crítica. Una conclusión preliminar y nada espectacular lleva a pensar que una
de las pocas formas de resistir la homogeneización cultural asociada a la
globalización sea buscar la verdadera autenticidad, sin metas demasiado
ambiciosas, y someterse abiertamente al juicio de sus contemporáneos.
El carril Sur-Norte
El éxodo de cubanos a los Estados Unidos comenzó por razones políticas con
el inicio de la Guerra de los Diez años, desde donde mantuvieron sus vínculos
con Cuba, en apoyo a la causa independentista. Mientras los emigrados más
acomodados se asentaron preferentemente en Nueva York, los de clase media
baja y trabajadora se localizaron en el sur de la Florida: Cayo Hueso, Tampa y
Miami. La principal fuente de empleo en Cayo Hueso, alrededor de 1870, fue la
manufactura tabacalera y la mayoría de la población era cubana, incluyendo al
alcalde. El edificio del Instituto San Carlos se convertiría en un símbolo de esa
importante comunidad, y tuvo una existencia azarosa, hasta su reconstrucción
en 1924 con fondos recaudados por la comunidad cubana del Cayo y
asignados por el gobierno de Cuba. El nuevo edificio, proyectado por el
arquitecto cubano Francisco Centurión, fue construido esta vez con materiales
más duraderos y con reminiscencias del barroco cubano, empleado en los
grandes edificios públicos de La Habana intramuros. Comparado con la
arquitectura más elemental que predominaba en esa época en el sur de la
Florida, el San Carlos era llamativamente elaborado. Ese es el edificio que
existe actualmente, restaurado en 1992, con fondos asignados por el estado de
la Florida.4
El crecimiento de la manufactura tabacalera se extendió a Tampa con Ybor
City, donde se siguió el trazado típico hispanoamericano en retícula regular. El
desarrollo de la industria tabacalera disparó el crecimiento de Tampa. La
comunidad cubana levantó allí, en 1918, un impresionante edificio social de
cuatro pisos, de arquitectura Beaux Arts en línea con el eclecticismo que
predominaba en Cuba durante la explosión constructiva de esa época. Sin
embargo, la influencia cubana en el sur de la Florida desapareció en décadas
posteriores, en la misma medida en que la región fue desarrollando su vida
económica y cultural.
Curiosamente, ninguna de las grandes figuras de la arquitectura cubana de la
década de los años 50 consiguió hacer, después de emigrar, una arquitectura
personal relevante en los Estados Unidos, a diferencia de los grandes maestros
europeos del Movimiento Moderno que se asentaron allá, huyendo del
nazismo. Eso pudo deberse, en parte, a la necesidad de revalidar el título para
acceder legalmente al ejercicio profesional; pero también a que esos
arquitectos estaban animados —al igual que toda esa primera oleada de los
años 60, compuesta por la elite cubana y su personal de confianza— por la
idea de que la estancia en tierra norteamericana sería muy corta, pensando en
un rápido regreso. En definitiva, el desarraigo traumático y la reimplantación
forzosa en un contexto laboral y cultural distinto, aun para los que habían
estudiado o vivido antes en el Norte, pareció cortar las raíces que habían
alimentado su notable creatividad. Sin embargo, muchos se destacaron en la
docencia.
En cambio, los constructores cubanos tuvieron más facilidades para su trabajo
y dejaron una huella importante en la impresionante expansión de Miami, que
convirtió al pueblo soñoliento de retirados de los años 50, en una ciudad
vibrante, sin entrar a valorar estéticamente los resultados. Esa actividad no
siempre fue positiva: muchas de las casitas que fueron barridas por el ciclón
Andrew estuvieron hechas por constructores de origen cubano, y Henry
Gutiérrez—la “G” final en la firma SACMAG— construyó un imperio desde
Puerto Rico, con proyecciones hacia toda la región, hasta una escandalosa
quiebra.
Habría que esperar a una segunda generación de arquitectos, formados
completamente en los Estados Unidos, para alcanzar el éxito escamoteado a
sus predecesores. De ese grupo de jóvenes bilingües, que se acerca ahora a
los cincuenta años y fundamentalmente asentado en Miami, se destacan el
gurú del Nuevo Urbanismo y autor del antológico proyecto de Seaside, Andrés
Duany; Raúl Rodríguez y Tony Quiroga; los hermanos Trelles y otros más
jóvenes que indagan en sus orígenes culturales sin la mordida del
resentimiento o la nostalgia, para llegar, quizás, a una arquitectura
contemporánea sin referencias nacionales obvias que, más que cubana,
pudiera llamarse neoantillana. Sería interesante explorar posibles similitudes
entre esa tendencia y la Nueva Cocina Cubana, que ha renovado platos
tradicionales e inventado otros nuevos, para una exigente clientela de Yucas —
Young Upward-mobile Cuban-Americans— vestida con bermudas Dockers,
polos de Ralph Lauren y mocasines Gucci sin medias. Por otra parte, si el
urbanismo neotradicional de Duany y Elizabeth Plater-Zyberk intenta
reinventar, para los Estados Unidos suburbanos, la pequeña ciudad perdida, o
inventar la que nunca llegó a existir, la tarea para los urbanistas cubanos de la
Isla es conservar la existente, con su imagen definitivamente urbana, donde el
espacio público asumía un papel relevante. Los cubanos reyoyos trasplantados
a Miami echaron siempre de menos esa vida de intercambio social en la calle,
que no puede ser sustituida por los parques donde el norteamericano blanco de
clase media se evade silenciosamente para tomar contacto con la naturaleza, o
simplemente hacer jogging.
Pero quizás el resultado más curioso del desarraigo masivo han sido los
matices particulares que se pueden observar en el trasplante espontáneo de
comidas y costumbres que la emigración cubana post-1959 llevó a Miami. De
esa manera, los norteamericanos descubrieron el café fuerte, el batido de
mamey, el sandwich cubano y la medianoche. Otra comida nacional (en
realidad, común a toda la cuenca del Caribe) es el lechón asado en tierra,
sobre un lecho de carbón vegetal cubierto por hojas de guayabo y regado con
un mojo de aceite, ajo y naranja agria: todo un ritual campesino que, en Cuba,
había pasado por un proceso de urbanización y era el centro de la cena
navideña y el pretexto para reunir cubanos en toda gran ocasión. En su
traslado al sur de la Florida, esta costumbre dio lugar, en alguna ocasión, a
cómicas confusiones, cuando alarmados anglosajones blancos llamaban a la
policía para denunciar el entierro nocturno de un cadáver en el patio de sus
recién llegados vecinos cubanos.
Un caso curioso de vaivenes de influencias incomprendidas fue la moda
masculina de collares de semillas, melenas y barbas, impuesta en los Estados
Unidos y Europa por los rebeldes que habían luchado, durante los años 50, en
la Sierra (genérico para las guerrillas revolucionarias en zonas montañosas de
Cuba). Esa moda tuvo un impacto tremendo en la imagen de la contracultura
norteamericana de izquierda, el movimiento hippie y el pacifismo —hasta que
fue posteriormente asimilada por el establishment y convertida en mercancía,
siguiendo el triste destino de lo contestatario en las sociedades de consumo.
Irónicamente, los pelos y las barbas fueron vistos en Cuba —oficialmente—
como una penetración cultural extranjera que amenazaba la identidad nacional
y la ideología revolucionaria. Así, fueron rígidamente criticados en su momento,
en vez de reclamar la paternidad de la moda. La salsa, fuerte deudora de la
música popular cubana, llegó también al país con la etiqueta extranjera, tras
haberse desaprovechado durante muchos años el enorme valor de un
importante renglón cultural y económico, fácilmente exportable. El éxito mundial
reciente de Buena Vista Social Club confirma el trágico sino recurrente que
deja importantes valores nacionales en manos de un descubridor extranjero,
desde Cristóbal Colón y Alejandro de Humboldt, hasta Ry Cooder y Wim
Wenders, pasando por Walter Reed y el mosquito de Carlos Finlay.
En definitiva, los efectos del carril Sur-Norte sobre el ambiente construido no
aparecen claros. En vez de intentar imponer un modelo formal de hábitat
llevado desde Cuba, la transculturación en ese campo se centró más bien en
pautas de apropiación de la arquitectura y el espacio público que encontraron
allá —aun de ese exiguo y casi inexistente espacio público en la ciudad
norteamericana, dominada por el automóvil, sin verdaderas calles ni plazas. La
terca y algo exhibicionista ocupación de un miniespacio en la Calle Ocho por
jugadores de dominó, la figura tallada de un gigantesco San Lázaro en
marcando pintorescamente la entrada de una tienda en un típico supermarket
norteamericano, junto a letreros anunciando la venta de “hierbas”, o las
curiosas versiones, más costosas, de los escuálidos bloques de viviendas de
Alamar en el visualmente no menos caótico contexto de Hialeah, abren algunas
sugerencias para un tema que vale la pena estudiar. Un caso opuesto es el
reuso adaptativo de antiguas fábricas de tabacos en Ybor City, testigos de la
fuerte presencia de la comunidad cubana tampeña hace un siglo, convertidas
ahora en malls con tiendas, restaurantes y galerías de arte al precio de elitizar
lo que una vez fue proletario.
La autopista en dos sentidos
Quizás el análisis de estas influencias cruzadas permita prevenir, o al menos
amortiguar, posibles desastres irreversibles para las ciudades cubanas,
producidos por una nueva intervención norteamericana, ya no militar, cuando
esos personajes marcados por el desarraigo, con su uniforme de camisas
multicolores de seda, gafas oscuras panorámicas y pesadas cadenas de oro,
lleguen a encontrarse —hablando todavía el mismo lenguaje masticado y
compartiendo las mismas aspiraciones chatas, gustos baratos y dudosos
modelos de éxito— con sus iguales en la isla, esos macetas ansiosos por
colgarse el oro al cuello: lo peor de aquellos que se fueron y lo peor de los que
se quedaron.
Notas:
l. Narciso G. Menocal, “On Cuban Culture and the Contents ofthis Issue”,
The Journal 01 Decorative and Propaganda Arts, n. 22, The Wolfson
Foundation,Miami,1996.
2. José Gelabert-Navia, “American Architects in Cuba: 1999-1930”,
TheJournal 01.., ob. cito
3. Ibídem.
4. Paula Harper, “Cuban Connections: Key West- Tampa-Miami, 18701945”, The Journal 01.., ob. Cito
Tomado de Culturas encontradas: Cuba y los Estados Unidos, de Rafael
Hernández y John H. Coatsworth (coordinadores)