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UNIDAD 3.
LA CONCIENCIA
MORAL
Y LAS VIRTUDES
Salmo 15
El Señor es el lote de mi heredad
Protégeme, Dios mío,
que me refugio en ti.
Digo al Señor: “Tú eres mi bien”.
Los dioses y señores de la tierra
No me satisfacen.
LA FE Y LA ESPERANZA (1427-1429)
ESCULTURAS DE BRONCE
BAPTISTERIO DE LA CATEDRAL DE SIENA (ITALIA)
DONATELLO (1386-1466)
LA CONCIENCIA ES ESA VOZ INTERIOR DONDE LA
PERSONA DESCUBRE SU DIMENSIÓN MORAL, ES
DECIR, SU LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD, LA EXPERIENCIA DE LA OBLIGACIÓN Y LA IMPUTABILIDAD DE SUS ACTOS. LA VIRTUD ES UNA DISPOSICIÓN HABITUAL Y FIRME A HACER EL BIEN. PERMITE A LA PERSONA NO SÓLO REALIZAR ACTOS
BUENOS, SINO DAR LO MEJOR DE SÍ MISMA.
Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones
con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.
El Señor es el lote de mi heredad
y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye
internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer
la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
CUARTO CUATRIMESTRE – MORAL Y VIDA CRISTIANA – UNIDAD 3 – LA CONCIENCIA MORAL Y LAS VIRTUDES
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1. LA CONCIENCIA MORAL
1.1. El dictamen de la conciencia moral
1.2. Funciones de la conciencia moral
1.3. La formación de la conciencia moral
1.4. Decidir en conciencia
1.5. El juicio erróneo
2. LAS VIRTUDES
2.1. Las virtudes humanas
2.2. Las virtudes teologales
2.3. Dones y frutos del Espíritu Santo
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA (200712): Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la
iglesia. Tercer catecismo de la comunidad cristiana. Edice, Madrid, pgs. 289-291
y 311-315.
FLECHA ANDRÉS, José Ramón (20106): Teología moral fundamental. Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid, pgs. 269-296 y 346-354.
IGLESIA CATÓLICA (1992): Catecismo de la Iglesia Católica. Asociación de Editores
del Catecismo, Madrid, nn. 1776-1845.
LÓPEZ AZPITARTE, Eduardo (19902): Fundamentación de la ética cristiana. Ediciones
Paulinas, Madrid, pgs. 215-238.
LÓPEZ AZPITARTE, Eduardo (2003): Hacia una nueva visión de la ética cristiana. Sal
Terrae, Santander, pgs. 178-192.
PRIVITERA, S. (1992): Conciencia. En: COMPAGNONI, F.; PIANA, G. y PRIVITERA, S.
(Dirs.). Nuevo diccionario de teología moral. Ediciones Paulinas. Madrid, pgs.
233-255.
VIDAL, Marciano (1990): Para conocer la ética cristiana. Verbo Divino, EstellaNavarra, pgs. 57-72.
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ESCUELA DE FUNDAMENTOS CRISTIANOS – DIÓCESIS DE JAÉN (SEDE DE ÚBEDA)
1. LA CONCIENCIA MORAL
La doctrina sobre la conciencia, que tradicionalmente se consideró como la
base de los tratados de teología moral, suscitó poco interés en la moral de los últimos tiempos antes del Concilio Vaticano II, en el período llamado de la “manualística”. Durante ese largo periodo, el primer objetivo de la moral estaba centrado en
la cuestión de la norma, cómo se fundamenta ésta, distintas teorías para su fundamentación, casos relacionados con cada norma, excepciones, etc. Este enfoque de
la moral centrado en lo externo, objetivista, es obviamente caduco y no corresponde
realmente a lo que es propiamente la verdad moral. Este enfoque parece sugerir claramente que la acción moral no sea otra cosa que el cumplimiento escrupuloso de
unas normas de comportamiento, dictadas por la autoridad competente. De esta
forma reducimos nuestra visión, convirtiendo el cumplimiento de una norma moral
en el cumplimiento de una norma jurídica. En la base de este enfoque está un juicio
moral que sólo dicta adecuarse a una norma existente ya, perdiendo de vista la
unión entre la conciencia y la acción moral, unión que caracteriza inconfundiblemente al acto moral.
Las normas morales, siendo insustituibles, ocupan con respecto a la
conciencia un lugar derivado y secundario. Es bueno recordar, en este contexto,
el valor bien limitado de las normas. Gran parte de nuestras decisiones morales siguen criterios que van más allá de las normas de comportamiento.
Este reduccionismo que se vivió dentro de la teología parte de un momento
histórico en el que surge la teología moral como ciencia independiente, a partir del
concilio de Trento. Podríamos destacar dos factores que determinan este enfoque:
a) La necesidad de una formación moral para los sacerdotes como confesores,
cuestión que requería un máximo de concretización y un mínimo de especulación,
soluciones concretas para un clero sin cultura que facilitasen la atención de la confesión de la forma más objetiva posible.
b) Un subyacente ideal científico propio de la época que hace ambicionar un
objetivismo, de alguna forma impropio de la verdad moral: Observación-organización-coherencia. La lógica como la forma del ideal moral.
En torno al Concilio Vaticano II se ha ido realizando una vuelta al sujeto, lo
que se ha dado en llamar el «giro antropológico», vuelta al sujeto como protagonista de sus acciones, en el ámbito de su historia vital única e irrepetible. De ahí que
la cuestión de la conciencia nos lleve verdaderamente al centro del problema
moral y de la misma existencia humana.
El hombre no puede sustraerse al peso de su decisión, no puede escapar a su
propia responsabilidad y por tanto imputabilidad. Es justamente en su conciencia
donde radica la dignidad de la persona humana, en base a ella abraza la responsabilidad y consecuentemente determina la moralidad, es decir, el mérito o desmérito de sus acciones.
CUARTO CUATRIMESTRE – MORAL Y VIDA CRISTIANA – UNIDAD 3 – LA CONCIENCIA MORAL Y LAS VIRTUDES
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Sólo en base a su conciencia el hombre está en condiciones de identificarse
con sus opciones para la acción o ya actuadas en el pasado. En fin, es en base a su
conciencia, por lo que el hombre es tutelado frente a cualquier tentación de socializar o hegemonizar sus opciones. La conciencia es la fuente de su libertad, esto
implica que el hombre, a través de su conciencia, descubra su individualidad propia
del todo innegable. Por esto sería más adecuado sostener la opinión de que no es
que el hombre tenga conciencia, como cualquiera de sus otras cualidades, sino
que EL HOMBRE ES CONCIENCIA.
1.1. El dictamen de la conciencia moral
Existe una primera acepción de la palabra conciencia equivalente a «darse
cuenta», «ser consciente». Es la conciencia psicológica. La podríamos definir como
el conocimiento que tenemos de nuestro propio yo, de sus actos y del mundo que
nos rodea. Esta dimensión psicológica de la conciencia no es todavía la conciencia
moral, aunque constituye un presupuesto básico. Sólo se podrá dar la dimensión
moral de la conciencia se previamente somos conscientes de nuestros actos.
Pero la persona, además de conocerse y conocer lo que la rodea, es capaz
también de valorar las cosas y valorarse a sí misma sintiéndose responsable de su
propio destino. Esta capacidad de valoración según el bien y el mal es la conciencia
moral. Podríamos llamar conciencia es esa “voz interior” donde la persona descubre
su dimensión moral, es decir, su libertad y responsabilidad, la experiencia de la obligación y la imputabilidad de sus actos. Es a través de la conciencia como el ser humano se hace señor de sí mismo.
La conciencia moral conduce a la persona a hacer el bien y evitar el mal, hace
un juicio moral sobre las acciones distinguiendo aquellas que le llevan a su realización y aquellas que le llevan a la perdición. Es testigo del Bien supremo que el fondo
del corazón todo ser humano persigue y que es capaz de descubrir como una ley no
inventada por sí mismo.
Los valores y las normas morales nos presentan principios generales y objetivos, externos a la persona, pero es la conciencia la que, conociéndolos y asumiéndolos, nos indica lo que debemos hacer en las situaciones concretas. De ahí la importancia de construirse una escala de valores recta en la propia conciencia que refleje
el proyecto de persona que queremos ser. La conciencia sería, pues, ese núcleo que
unifica y clarifica a toda la persona en torno a ese proyecto vital.
El hombre está obligado moralmente a seguir el dictamen de su conciencia. Debe entonces entrar dentro de sí mismo reflexionando para conocer el deber y la verdad moral. Su dignidad como persona depende de la obediencia a
la conciencia. Así afirma San Pablo en su carta a los Romanos: «En cambio, quien
come a pesar de sus dudas, se condena, porque no obra de acuerdo con lo que
cree, y todo lo que no hacemos de acuerdo con lo que creemos, es pecado» (Rom
14,23; ver también 1Jn 3,19-21).
Con la conciencia descubrimos los primeros principios de la moral y cómo
aplicarlos a las circunstancias concretas mediante un razonamiento y un discernimiento de los valores en juego. Razonando y valorando, la conciencia da a luz el dictamen que ha de guiar nuestro comportamiento. Así, la conciencia hace posible
que la persona asuma la responsabilidad de sus actos.
Nunca debe ser coaccionada la libertad de conciencia de la persona
que es un derecho a realizar en cualquier campo de su actuación, especialmente en
materia religiosa.
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ESCUELA DE FUNDAMENTOS CRISTIANOS – DIÓCESIS DE JAÉN (SEDE DE ÚBEDA)
En este punto de nuestras reflexiones es posible sacar las primeras consecuencias Podemos decir ahora: no es posible identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva sobre sí mismo y sobre
el propio comportamiento moral. Este conocimiento, por una parte puede ser un
mero reflejo del ambiente social y de las opiniones en él difundidas. Por otra parte,
puede proceder de una carencia de autocrítica, de una incapacidad para escuchar lo
profundo del propio espíritu.
En otras palabras, la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción del hombre a su subjetividad, no libera en absoluto, sino que
hace esclavo; nos hace enteramente dependientes de las opiniones dominantes y rebaja también el nivel de éstas día tras día. El que hace coincidir la conciencia con las
convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudorracional, mezcla
de autojustificación, conformismo y pereza. La conciencia se degrada convirtiéndose
en mecanismo de desculpabilización, cuando debería representar justamente la
transparencia del sujeto a lo divino, y por tanto también la dignidad y la grandeza
específicas del hombre. La reducción de la conciencia a la certeza subjetiva
significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad.
Para el convertido cardenal John Henry Newman (1801-1890, beatificado por
Benedicto XVI el 19 de diciembre de 2010), la conciencia no significa que el sujeto es
el criterio decisivo frente a las pretensiones de la autoridad en un mundo en el que la
verdad está ausente y que se mantiene mediante el compromiso entre exigencias del
sujeto y exigencias del orden social. Significa más bien la presencia perceptible e
imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la
superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y
la verdad que procede de Dios. Es significativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: «Me gustaba escoger y comprender mi camino. Ahora en cambio rezo: Señor, ¡guíame Tú!»1.
Para Newman, cuya vida y obra se podrían muy bien designar como un único
gran comentario al problema de la conciencia, un hombre de conciencia es alguien
que no compra jamás a costa de renunciar a la verdad, el estar de acuerdo, el bienestar, el éxito, la consideración social y la aprobación por parte de la opinión dominante.
1
La traducción al español de la famosa poesía «Lead Kindly Light» (Guíame, Luz Amable), del
Cardenal John Henry Newman sería:
«Guíame, Luz Amable, entre tanta tiniebla espesa,
¡Guíame Tú!
Estoy lejos de casa, es noche prieta y densa,
¡Guíame Tú!
Guarda mis pasos;
no pido ver confines ni horizontes,
solo un paso más me basta.
Yo antes no era así,
jamás pensé en que Tú me guiaras.
Me gustaba escoger y comprender mi camino.
Ahora en cambio rezo: Señor, ¡guíame Tú!
Yo amaba el lustre fascinante de la vida y, aun temiendo,
sedujo mi alma el amor propio: no guardes cuenta del pasado.
Si me has librado ahora con tu amor,
es que tu Luz me seguirá guiando
entre páramos y lodazales, riscos y torrentes,
hasta que la noche huya
y con el alba estalle la sonrisa de los ángeles,
la que perdí, la que anhelo desde siempre».
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En esto Newman enlaza con el otro gran testigo británico de la conciencia:
santo Tomás Moro (1478-1535), para el cual la conciencia no fue en modo alguno
expresión de su testarudez subjetiva o de un heroísmo obstinado. Él mismo se contó
en el número de los mártires angustiados, que sólo después de vacilaciones y muchas preguntas se han obligado a sí mismos a obedecer a la conciencia: a obedecer
a aquella verdad que debe estar por encima de cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal (ver el texto nº 1 de Para reflexionar). Como decía
Newman: «Si el Papa o la Reina exigieran de mí una obediencia absoluta, yo no
presto a ninguno de ellos una obediencia absoluta; y trataría de informarle, y si,
después de todo, me fuera imposible aceptar sus afirmaciones, me dejaría llevar
por mi juicio personal y mi conciencia».
«Se evidencian así dos criterios para discernir la presencia de una auténtica voz de la conciencia: ésta no coincide con los propios gustos y deseos; tampoco se identifica con lo que es socialmente más ventajoso, con el
consenso del grupo o con las exigencias del poder político o social»2.
1.2. Funciones de la conciencia moral
La «conciencia», en general, significa «capacidad de percatarse de algo». La
«conciencia moral», en concreto, es la capacidad de percatarse de que unas formas
de vida, valores o principios son más humanizadores -más morales- que otros; es,
pues, en primer lugar, la capacidad de captar los principios por los que distinguimos entre los moralmente bueno y lo moralmente malo.
Ahora bien, a la hora de tomar decisiones no basta con conocer principios generales, sino que precisamos de juicios concretos para aplicarlos en la situación con2
Seguimos en estas reflexiones las palabras que en el mes de febrero de 1991, el entonces
cardenal Joseph Ratzinger pronunciaba una densa conferencia, en el 10º Seminario para obispos, celebrado en la ciudad norteamericana de Dallas (Texas). La conferencia tenía por título: “El papado sólo se
entiende rectamente cuando se lo ve junto con el primado de la conciencia”.
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creta. En este sentido, la conciencia realiza una segunda función, que es la de formular esos juicios, teniendo en cuenta tanto los principios generales como los datos de la situación.
Otra cosa es que al actuar sigamos el juicio de la conciencia o que la desatendemos, sea por debilidad moral, sea por perversidad moral. En estos casos, la conciencia cumple una tercera función, que es la función autocrítica: actúa como un
juez que alaba alguna de nuestras acciones y desaprueba otras, castigándolas en este último caso con el remordimiento. No es extraño, pues, que frecuentemente se
haya representado a la conciencia como un tribunal, en el que ella es a la vez juez y
reo, ni tampoco que la tradición cristiana (aunque no sólo) haya insistido en la necesidad del examen de conciencia, a saber, la necesidad de revisar la propia vida para dirigirla en un sentido humanizador.
Obviamente, si un ser carece de conciencia moral, como es el caso de los
animales o de personas disminuidas en sus facultades mentales, es absurdo recriminarle por alguna acción, como si fuera responsable de ella. De responsabilidad moral
sólo podemos hablar cuando se trata de seres libres y conscientes, que han tenido la
capacidad de optar y el conocimiento moral necesarios para ser dueños de sus actos.
1.3. La formación de la conciencia moral
La conciencia no es autosufienciente necesita formarse para que su juicio sea
conforme al bien verdadero y no caiga en error o en la tentación de acomodar los
propios juicios a las conveniencias personales. La formación de la conciencia es un
proceso que dura toda la vida comenzando por la educación infantil que ha de despertar en el niño el reconocimiento de los valores y la fidelidad a la ley interior descubierta en el interior de su conciencia. La Palabra de Dios es fundamental en la formación de la conciencia pues ilumina nuestro caminar orientándolo al bien. Asistidos
por el Espíritu Santo así mismo nos ayudará el testimonio y los consejos de otros y
las enseñanzas autorizadas de la Iglesia.
Así pues, afirmar que la conciencia es el criterio último (y decisivo) para juzgar
el obrar moral humano no significa negar la necesidad de recurrir a los valores
y a las normas que lo codifican. La conciencia no puede concebirse en términos rígidamente individuales, ya que la persona es un ser constitutivamente relacional, en
relación con los demás, con el mundo, con Dios.
La persona que ha de tomar una decisión en conciencia a la hora de actuar
moralmente podrá hacerlo conforme a la razón y la ley de Dios o apartándose de
ellas. En su conciencia la persona ha de buscar siempre lo que es justo y bueno, para
ello habrá de hacer un discernimiento interpretando los datos de la experiencia y los
valores que están en juego, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del
Espíritu y sus dones.
1.4. Decidir en conciencia
La conciencia, en cuanto centro profundo del yo personal, del que brotan las
actitudes fundamentales que configuran la experiencia diaria, es considerada como
la fuente última de las opciones humanas, a partir de la cual cobra sentido y
consistencia la actividad del ser humano.
La decisión moral en conciencia, no sólo está claramente condicionada
por elementos de carácter bio-psíquico y socio-cultural, sino que también es expresión de la realidad más profunda del hombre a partir del encuentro con los otros, ya
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que el ser humano es un ser constitutivamente relacional.
Siempre se ha de obedecer el juicio cierto de la conciencia. Ésta conciencia
pude equivocarse por ignorancia o error, pero no será culpable a no ser que haya faltado la voluntad de buscar la verdad.
Si la ignorancia es invencible, es decir, no hubo forma de conocer la verdad, el
juicio de la conciencia es erróneo sin responsabilidad del sujeto, entonces no será
culpable del mal cometido. Por eso es tan importante la formación de la conciencia.
1.5. El juicio erróneo
La persona ha de obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Obrar en
contra de la propia conciencia es pecado, como nos recuerda el mismo San Pablo en
la Carta a los Romanos 14,22: «¡Dichoso quien no se culpabiliza cuando decide algo!». Sin embargo es posible que la conciencia, susceptible de muchas influencias,
esté afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos tanto sobre actos futuros como sobre actos ya cometidos.
Esta ignorancia puede ser responsabilidad de la persona porque no se ha
preocupado de buscar el bien y la verdad, y entonces se trata de una ignorancia culpable, siendo la persona culpable del mal que comete. El desconocimiento de Cristo
y de su Evangelio, el mal ejemplo recibido de los otros, dejarse llevar por las pasiones, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y sus enseñanzas, y la falta de conversión
y de caridad pueden llevar a una desviación del juicio en la conducta moral.
También es posible que esta ignorancia sea invencible, es decir, que el juicio
sea erróneo sin responsabilidad del sujeto moral. El acto no dejaría de ser un mal
pero la persona no es culpable, el mal no le puede ser imputado. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.
2. LAS VIRTUDES
La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus
fuerzas sensibles y espirituales, la persona tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a
través de acciones concretas.
2.1. Las virtudes humanas
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan
facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso
es el que practica libremente el bien. Las virtudes morales se adquieren mediante las
fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos.
Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.
Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental y por eso se llaman «cardinales». En torno a ellas se agrupan todas las demás. Son: la prudencia, la justicia,
la fortaleza y la templanza.
La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda
circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. La
prudencia guía el juicio de la conciencia Gracias a esta virtud aplicamos sin errores
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los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien
que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de
dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada «virtud de la religión». Con respecto a los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la igualdad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo que canta la Escritura es aquel que se distingue por la rectitud de sus pensamientos y de su
conducta con el prójimo.
La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la
constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la decisión de resistir a las tentaciones
y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de
vencer el temor, incluso a la muerte y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones.
La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y
procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles y guarda una sana discreción.
Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la
práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas. Para el hombre herido
por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo
nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes, gracias que se debe pedir siempre, recurriendo a los sacramentos y siguiendo la llamada del Espíritu en nosotros a amar el bien y rechazar el mal.
2.2. Las virtudes teologales
Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las
facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (2Pe 1,4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en
relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y
Trino. Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Dan forma y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el
alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida
eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades
del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (1Co
13,13).
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos
ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios. Por eso el creyente se
esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. El don de la fe permanece en el
que no ha pecado contra ella. Pero, «la fe sin obras está muerta» (St 2,26): privada
de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él
un miembro vivo de su Cuerpo. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y
a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas
de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del
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Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Hb 10,23). La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de
felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que
inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los
cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en
la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del
egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la
prueba del sacrificio. La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la
predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida;
trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de
Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en «la esperanza que no falla» (Rm 5,5). La esperanza es «el ancla del alma», segura y firme,
«que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6,19-20). Es
también un arma que nos protege en el combate de la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1Tes 5,8).
Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes
en la tribulación» (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le
aman (ver Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (ver Mt 7,21). En toda circunstancia, cada
uno debe esperar, con la gracia de Dios, «perseverar hasta el fin» y obtener el gozo
del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la
gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven» (1Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las
cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (Jn 13,34). Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose
unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos.
Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que
os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: «Permaneced
en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,910; ver Mt 22,40; Rm 13,8-10). Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (ver Rm 5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (ver Mt 5,44), que nos hagamos próximos del más lejano (ver Lc
10,27-37), que amemos a los niños (Ver Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo
(Ver Mt 25,40.45).
El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La
caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se
engríe; es decorosa; no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no
se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1Co 13,4-7).
La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de
todas ellas es la caridad» (1Co 13,13). El ejercicio de todas las virtudes está animado
e inspirado por la caridad. Ésta es «el vínculo de la perfección» (Col 3,14); es la for-
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ma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva
a la perfección sobrenatural del amor divino.
La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad
espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del «que nos amó primero» (1Jn 4,19). La caridad tiene por frutos el
gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es
benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión. La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos3.
2.3 Dones y frutos del Espíritu Santo
La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a
Cristo. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen
a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce frutos
del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia,
dominio de sí» (Gal 5,22-23).
❶ La conciencia es el núcleo más secreto y profundo del hombre, en el que éste se
encuentra solo con Dios. La voz de Dios resuena en la conciencia humana. A través
de ella, el hombre puede hacer un juicio de razón por el que se reconoce la calidad
moral de un acto concreto.
❷ El hombre debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia; por eso debe poner los medios adecuados para formarla, a la luz de la Palabra de Dios.
❸ La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.
❹ Podemos distinguir dos tipos de virtudes: las virtudes humanas o morales, que
se adquieren por el esfuerzo humano (entre ellas destacan las cuatro llamadas cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza); y las virtudes teologales, que se refieren directamente a Dios (fe, esperanza y caridad).
3
SAN AGUSTÍN, Epístola sobre el evangelio de Juan 10,4.
CUARTO CUATRIMESTRE – MORAL Y VIDA CRISTIANA – UNIDAD 3 – LA CONCIENCIA MORAL Y LAS VIRTUDES
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❺ Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y
las eleva.
❻ Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo. Informan y vivifican todas las virtudes morales.
1
Santo Tomás Moro y la conciencia
R. GUNTER Valori, norme e fede cristiana, Marietti, Casale Monferrato 1882,
211-2124.
La débil llama de la vela no llegaba a iluminar los ángulos de la habitación. Sobre las
paredes relucían algunas gotas de agua. Tomás Moro estaba sentado sobre la poltrona con
la cabeza baja y el busto encorvado. Los dolores de la espalda se hacían cada vez más insoportables y visibles. El centinela se había marchado y así él podía hablar tranquilamente con
su hija Margaret.
Levantando la mirada de la carta de su hija adoptiva Lady Alington y dándosela a
Margaret, sonrió y preguntó: «Entonces, ¿mi hija Alington hace de serpiente contigo, pequeña
Eva, y te manda aquí con esta carta para inducirme a tentación? ¿Quieres de verdad persuadir a
tu padre a jurar en contra de su conciencia y hacerse así, ridículo frente a sí mismo y frente al
mundo entero?»
«Si, yo deseo que tú te pliegues a la voluntad del soberano. Si no te concede la gracia será tu final».
Moro pierde por un momento la calma y muy seriamente dice: «Margaret, ya hemos
hablado muchas veces de esto y lo que tú me dices ahora, el mismo miedo que muestras ahora,
me lo has dicho y comunicada ya dos veces. Te he respondido siempre que nadie sería más feliz
que yo haciendo el juramento, si sólo fuera posible condescender con la voluntad del rey sin, al
mismo tiempo, contradecir la propia conciencia».
«Pero, papá, el juramento sobre la invalidez del primer matrimonio del rey con Catalina,
sobre la legitimidad de ser herederos al trono para los hijos del segundo matrimonio con Ana Bolena y sobre la supremacía del rey sobre la Iglesia de Inglaterra es exigido por una ley que se ha
aprobado regularmente por el parlamento y por lo tanto nos obliga».
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La traducción es nuestra.
ESCUELA DE FUNDAMENTOS CRISTIANOS – DIÓCESIS DE JAÉN (SEDE DE ÚBEDA)
Tomás Moro dejó caer la carta de las manos: «Hija mía, no resuelve mucho lo que tú
dices. Recuerda que aunque cada uno de nosotros está obligado a observar las leyes del Estado,
ninguno de nosotros podrá ser obligado nunca a jurar sobre la rectitud de una ley. Ninguno de
nosotros puede ser obligado a observar ni siquiera la parte más insignificante de una ley que resultase injusta. En todas las cosas que se refieren a la conciencia, de hecho, incluso el más fiel
súbdito está obligado a seguir su conciencia y a respetar la propia dignidad más que cualquier
otra cosa en el mundo, al menos cuando, así, no se alimenta, como en mi caso, la revuelta contra el rey».
«A excepción de algún caso rarísimo, todos han jurado ya: obispos, nobles e incluso yo
misma».
El padre vuelve a sonreír: «Este es el mismo lenguaje usado por Eva. Ella no ofreció a
Adán un fruto malo, ni más malo del que ella ya había comido». Tomás Moro sabía muy bien
que Margaret había hecho el mal a sí misma con el juramento. Ella, sin embargo, lo había
hecho con la cláusula «en la medida en que no contradice la ley divina». Esto, naturalmente,
hacía insignificante el juramento e incluso Tomás no habría tenido dificultad en emitirlo en
estos términos. Sin embargo el rey no admitiría de una persona como él un semejante
compromiso puramente formal. «De hecho —prosiguió dirigiéndose a Margaret— yo no he
tratado de disuadir a nadie de hacer el juramento. No he instigado a ninguno y no lo haré nunca. No me intereso por la conciencia de aquellos que han jurado, ni mucho menos los juzgo. Su
conciencia, de hecho, está situada en el centro de su corazón y está oculta a mis ojos. Y pienso
que sería simplemente justo que también dejasen en paz mi propia conciencia. De todas formas
estoy casi seguro que si esto no se da en Inglaterra, en toda la cristiandad la mayor parte de las
personas estarán de acuerdo conmigo».
«Papá, ¡tú estás tan seguro de tus cosas! ¿Cómo haces para tomar tan en serio tu conciencia? En el pueblo se dice que tu inflexibilidad es comparable a la de tu amigo John Fischer, el
obispo de Rochester».
El padre moviendo la cabeza responde: «No mi pequeña. Aun no conociendo ninguno
en Inglaterra, como tu bien sabes que pueda ser comparado con él por sabiduría, sagacidad y
virtud, no afirmaría nunca lo que se dice. Esto surge del hecho de que yo me haya negado a jurar
antes de que a él le llegara la propuesta. En cuestiones que se refieren a mi profunda dignidad
humana o a mi propia salvación yo no seguiré el ejemplo de nadie, aunque fuese el hombre mejor del mundo, sin haberlo examinado atentamente: yo, de hecho no sé dónde podría llevarme su
ejemplo; no hay nadie en el mundo de quien pueda fiarme en cuestiones de este género: sólo de
mi puedo fiarme».
«Son tan pocos ya aquellos que siguen tu concepción sobre la primacía absoluta de la
propia convicción de conciencia, repuso Margaret, ¿cuándo has descubierto por primera vez tal
exigencia?».
«Por primera vez me he aferrado a ella en los días de mi infancia cuando aprendí a leer y
a escribir. También te lo enseñé a ti con los ejemplos de la Biblia. Me acuerdo muy bien de tu
entusiasmo cuando con el dedo me indicabas los pasajes de Juan el Bautista, de Esteban, de Pedro y sobre todo de Cristo Jesús nuestro Señor. Así es como me ha sucedido. Pronto he reflexionado sobre todo esto y lo he entendido profundamente. Aquello que aprendí apasionadamente
de niño se ha convertido en una convicción cada vez más arraigada».
«Si es tan fuerte tu convicción, ¿resistirás hasta el final aun cuando éste sea tan amargo?
Cromwell, y no sólo él, afirma que sólo tu orgullo y tu soberbia te hacen tan obstinado».
«Hija mía tu sabes lo aprensivo que soy por naturaleza y lo poco que me arriesgo a soCUARTO CUATRIMESTRE – MORAL Y VIDA CRISTIANA – UNIDAD 3 – LA CONCIENCIA MORAL Y LAS VIRTUDES
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portar el dolor. Mi confianza aún es grande aunque me veo débil frente a la tortura. Yo espero
en Dios y me imagino que no usarán medios violentos; pero si debiesen usarlos mi única esperanza está en la fuerza que me viene de la gracia de Dios, con la cual podré resistir a todo. Yo
haré como Pedro, cuya resistencia no era ni mucho menos grande, e invocaré la ayuda de Cristo.
Estoy seguro que él no me hará caer. E incluso cuando yo cayese, incluso cuando debiese jurar
así como lo hizo Pedro, no perdería nunca la confianza en mi Señor, en su bondad. El me mirará
siempre con ojos de misericordia de forma que yo pueda reconocer de nuevo, y libremente, la
verdad, pagando con la vergüenza y la pena mi pasado».
«Pero, ¿sobre qué fundas en último término tu esperanza? ¿No es un contrasentido ir al
encuentro de las más graves consecuencias por el camino de la propia convicción de conciencia?».
«Doy gracias al cielo de que mi conciencia se haya mantenido limpia. Podré sufrir, pero
no se me podrá hacer mal. Un hombre en mi situación puede incluso perder la cabeza pero no
su dignidad. ¿Y tú me preguntas cómo se puede sostener una tal convicción incluso ante la
muerte? Cada día nos encontramos con Dios cuya fuerza va más allá de la muerte. Nosotros
creemos en la resurrección y en la vida eterna. Y esto es ya suficiente».
Tomás Moro fue decapitado el 6 de Julio de 1535. Sus últimas palabras fueron:
«Muero como fiel servidor del rey, pero sobre todo como servidor de Dios».
2
Dignidad de la conciencia moral
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral «Gaudium et Spes», núm. 16.
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley
que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y
que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por
Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.
Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con
los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la
recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse
del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin
embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la
pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de
buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el
hábito del pecado.
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Después de leer el texto anterior número 1, señala lo que más te haya llamado la atención de él e indica el motivo de tu elección
Sin duda, la conciencia constituye un elemento fundamental de la vida moral
de las personas. Después de leer el texto número 2 de Para reflexionar, en el
que hemos recogido un párrafo la Constitución pastoral «Gaudium et Spes»
del Concilio Vaticano II:
a) Escribe todas las afirmaciones que se hacen sobre la conciencia.
b) Fíjate bien en las imágenes simbólicas que se utilizan para hablar de ella.
Escríbelas y comenta alguna de las que más te hayan llamado la atención.
c) Contesta a esta pregunta: ¿puede haber seres humanos sin conciencia?
¿Por qué?
Compara estas cuatro afirmaciones. En dos de ellas aparece la palabra «conciencia» referida a la vida moral de la persona. ¿Cuáles son? ¿Por qué son
esas dos y no las otras dos?...:
a) No tengo conciencia de que me hayas dicho eso
b) Mi conciencia no me permite colaborar en ese fraude
c) Era una persona muy inconsciente
d) Mi amigo hizo objeción de conciencia
Define con tus propias palabras los siguientes conceptos y pon de cada uno
de ellos un ejemplo en el que se pueda ver con claridad lo que ese concepto
moral indica:
a) Templanza
b) Justicia
c) Fortaleza
d) Prudencia
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