Download Roma Victoriosa

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
En Roma victoriosa nos dará a
conocer el origen de la ciudad, de
los siete reyes, de la caída de la
monarquía y de los primeros siglos
de la República. Asistiremos a las
vicisitudes de los primeros tiempos,
cuando no sólo no estaba claro si
Roma llegaría a ser grande, sino
incluso si sobreviviría como ciudad.
Después veremos a los romanos
enfrentarse con el gran general
Pirro, empezar su larga historia de
conflictos con los galos y mantener
dos guerras largas y terriblemente
cruentas con Cartago. En el ínterin,
comprobaremos cómo las legiones
se fueron convirtiendo en la máquina
militar que admiró y aterrorizó al
mundo, apoyadas por los ingenieros
que construían calzadas, túneles,
acueductos y máquinas de guerra.
Javier Negrete
Roma Victoriosa
ePUB v1.0
AlexAinhoa 10.05.13
Título original: Roma Victoriosa
Javier Negrete, 2011
Mapas y dibujos de interior: Juan Miguel
Aguilera
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
A mi abuelo Melchor Valbuena,
que tanto disfrutaba enseñando latín
a sus nietos.
Cada vez que leo las palabras de
César,
Gallia est omnis divisa in partes
tres,
no puedo evitar acordarme de él
y de cuando nos llevaba a Jorge, a
José y a mí
a hacer ranas en el Manzanares
bajo la vía del tren.
INTRODUCCIÓN
Mi intención es ofrecer a los lectores un
relato. En él narraré cómo Roma pasó
de ser una más entre las pequeñas
ciudades de una comarca del centro de
Italia a dominar todo el Mediterráneo y
convertirse en un imperio cuyo recuerdo
todavía sigue determinando nuestra
cultura, nuestra política y nuestros
ideales.
En este primer volumen hablaremos
del origen de Roma, de los siete reyes,
de la caída de la monarquía y de los
primeros siglos de la República.
Asistiremos a las vicisitudes de los
primeros tiempos, cuando no sólo no
estaba claro si Roma llegaría a ser
grande, sino incluso si sobreviviría
como ciudad. Después veremos a los
romanos enfrentarse con el gran general
Pirro, empezar su larga historia de
conflictos con los galos y mantener dos
guerras largas y terriblemente cruentas
con
Cartago.
En
el
ínterin,
comprobaremos cómo las legiones se
fueron convirtiendo en la máquina
militar que admiró y aterrorizó al
mundo, apoyadas por los ingenieros que
construían calzadas, túneles, acueductos
y máquinas de guerra.
El libro acaba con la conquista de
Grecia. Un momento muy importante
para Roma, ya que su contacto con la
civilización helénica la cambió. No sólo
culturalmente: el botín conseguido en
esta y otras victorias enriqueció tanto la
ciudad que la transformó, y en muchas
cosas no para bien. Eso sembró las
semillas para las convulsiones que a
partir del año 150 sacudieron Roma y
que no se calmaron hasta que Octavio
Augusto se convirtió en monarca sin el
título de rey y, en la práctica, abolió la
República. Esas convulsiones y las
nuevas conquistas de Roma serán el
argumento de un segundo volumen.
Roma victoriosa trata de lo que
anticipa su título: un relato centrado en
las conquistas de Roma y en aquellos
rasgos de la civilización romana que las
hicieron posibles. Por eso hago hincapié
sobre todo en la organización militar, las
instituciones políticas, la ingeniería y la
arquitectura, aspectos en los que los
romanos destacaron por encima de otros
pueblos. No hay demasiado espacio
para tratar de otras cuestiones muy
interesantes, como las artes plásticas o
la brillante literatura latina.
En historia existen pocas certezas, y
en la historia antigua todavía menos.
Hay periodos de la historia de Roma de
los que tenemos bastante información,
como por ejemplo la Segunda Guerra
Púnica. Sin embargo, esa información no
es del todo fiable, porque los autores
que nos la han transmitido, como Polibio
o Tito Livio, escriben muchos años
después de los hechos. Hay otros
periodos que directamente se confunden
entre las nieblas de la leyenda y el mito:
es lo que ocurre con la monarquía y los
primeros tiempos de la República.
Pero Roma victoriosa, como decía,
es una narración. Pido a los lectores que
tengan en cuenta que prácticamente todo
lo que se cuenta en este libro está sujeto
a debate: las fechas —sobre todo hasta
la mitad del siglo IV—; las cifras de
soldados en los ejércitos y de muertos
en las batallas; la composición y el
armamento de las tropas; el modo de
luchar de las legiones; las razones que
impulsaban las conquistas romanas,
etcétera.
En esta obra he obviado o reducido
al mínimo la mayoría de esos debates.
Mi intención es ofrecer un cuadro
general, y al mismo tiempo un relato
vivo y ameno. Sin sacrificar la
verosimilitud, pero sin entrar en
disquisiciones más propias de otro tipo
de ensayos.
Espero que los lectores más
familiarizados con la historia de los
romanos encuentren en estas páginas un
enfoque nuevo y fresco, la mezcla de la
narración escrita por un novelista y el
interés por el mundo antiguo de un
filólogo clásico. Y que los lectores no
tan versados en Roma, aparte de
disfrutar con un relato apasionante —el
mérito es de los protagonistas, no mío
—, sientan al terminar la curiosidad de
profundizar más en el estudio de esta
fascinante y compleja civilización a la
que le debemos mucho de lo que somos.
No me extiendo más. Tenemos que
prepararnos ya para el viaje:
empezaremos volando al otro extremo
del Mediterráneo, en una época lejana
en que los hombres todavía forjaban sus
armas y sus herramientas con bronce.
Era un tiempo en que, debido a la
oscilación del eje de la Tierra, las
estrellas no se hallaban en el mismo
sitio que ahora, y los hombres sentían
siempre en la nuca el aliento de los
poderosos dioses.
I
EL NACIMIENTO
DE UNA CIUDAD-NACIÓN
El viaje de Eneas
Nuestra historia empieza en el año 1184
a.C., en Troya, cerca de la costa
noroeste de la actual Turquía. Después
de diez años de asedio, los griegos —
conocidos entonces como aqueos—
habían decidido rendirse, embarcar en
sus naves y regresar a Grecia.
Al menos, eso creyeron los troyanos.
Tras haber sufrido un cerco tan
largo, era normal que la ciudad
celebrara una gran fiesta. Esa noche,
convencidos de que no iban a pasar más
hambre, los troyanos sacaron sus
reservas de alimento de los almacenes.
Ahora que había terminado el sitio,
podrían salir de sus murallas cuando les
placiera y reabastecer de nuevo los
graneros. Sacrificaron terneros, cabritos
y corderos a los dioses y se dieron un
buen banquete con su carne asada junto a
los altares. Sobre todo, el vino corrió
más abundante que las aguas del río
Escamandro que atravesaba la llanura
bajo las murallas de la ciudad.
Por fin, pasada la medianoche y con
la luna bien alta en el cielo, los ánimos
se calmaron y los troyanos, exhaustos de
guerra primero y de fiesta después —
enterrados en «sueño y vino» según
Virgilio—, se durmieron, y la ciudad
quedó en silencio.
En una de las plazas de Troya se
alzaba un gran caballo tallado en madera
de cornejo. Los aqueos lo habían
abandonado en la playa como una
ofrenda. Querían congraciarse con
Atenea, a la que habían ofendido cuando
los guerreros Ulises y Diomedes
entraron de forma clandestina en el
templo que la diosa tenía en Troya para
robar su imagen sagrada, el Paladión.
Una de esas profecías que los
antiguos improvisaban con suma
facilidad aseguraba que la ciudad que
guardara el caballo dentro de sus
murallas sería inexpugnable. Por eso,
los griegos lo habían construido tan
grande que no pudiera entrar por las
puertas de Troya. Al saberlo, los
troyanos desmontaron los bloques de
piedra que cerraban el dintel y lo
metieron en la ciudad. Mientras tanto, la
profetisa Casandra avisaba a sus
compatriotas de que ese caballo sería su
perdición.
Un doble ejemplo de psicología
inversa, en un caso bien aplicada y en
otro no. El caballo era una artimaña del
astuto Ulises, y la profecía una forma de
decir «Eh, no metáis el caballo en la
ciudad» para conseguir que los troyanos
obraran justo lo contrario. En cuanto a
las advertencias de Casandra, ésta sufría
una maldición por la que nadie creía sus
visiones del futuro. Tan sólo tendría que
haber aconsejado a los troyanos «Meted
el caballo» para evitar que lo hiciesen.
Cuando los ruidos de la fiesta se
habían calmado ya, los cincuenta
guerreros griegos encerrados en su
interior salieron y abrieron las puertas
de la ciudad a sus compañeros, que
habían regresado al amparo de la
oscuridad. Entonces empezó la matanza.
Mientras las llamas se extendían por
Troya, los griegos masacraron a los
varones adultos, violaron a las mujeres
y las esclavizaron junto con los niños.
Justo antes de que ocurriera el
desastre, el príncipe Eneas, hijo de
Anquises y la diosa Venus, recibió un
aviso. Su primo Héctor, que no mucho
antes había muerto a manos de Aquiles,
se le apareció en sueños y le exhortó a
que tomara consigo a su familia y huyera
de las llamas. Eneas reunió a los suyos,
pero en el caos de la lucha perdió a su
mujer Creúsa, que fue asesinada por los
invasores. El propio espíritu de Creúsa
se presentó ante Eneas y le aconsejó que
se olvidara de ella y escapara cuanto
antes de la ciudad.
El príncipe troyano, junto con su
anciano padre Anquises, su hijo Ascanio
—también llamado Julo o Iulo— y un
nutrido grupo de seguidores, salió de
Troya por las puertas Esceas y embarcó
hacia el oeste.
Tras diversas peripecias y paradas
en Macedonia, Creta y Sicilia, las naves
de Eneas arribaron al norte de África, en
la costa del actual Túnez. Allí llegaron a
una ciudad recién fundada, cuyo destino
estaría unido al de la grandeza de Roma:
Cartago.
Cartago, Qart-Hadašt o «ciudad
nueva» en fenicio, fue fundada por
colonos de la ciudad de Tiro, en el
actual Líbano.[1] Dirigidos por Dido, o
Elisa, habían pedido a los habitantes de
la región de Túnez una parcela de tierra
donde instalarse. Dido les dijo que tan
sólo necesitaban el terreno que se
pudiera cubrir con una piel de vaca, y
los nativos accedieron. Pero lo que hizo
la astuta fenicia fue cortar esa piel en
tiras tan finas que consiguió rodear con
ellas una colina entera, donde se fundó
la nueva ciudad.
Cartago ya había empezado a
prosperar cuando llegaron Eneas y sus
compañeros. Dido se enamoró del
príncipe troyano y se acostó con él en
una cueva tras una tormenta; el escenario
no podía ser más romántico. Eneas
estaba pensando en quedarse en Cartago
con la reina cuando los dioses se le
volvieron a aparecer. El mensaje fue
terminante: debía ir a Italia y fundar una
ciudad que en el futuro gobernaría el
mundo.
(Esta parte del relato está extraída
de la Eneida. Su autor, Virgilio, la
escribió durante el reinado de Augusto,
cuando Roma se jactaba de que todo el
Mediterráneo era Mare nostrum,
«nuestro mar», así que bien podía hacer
esta profecía a toro pasado).
Eneas decidió cumplir con su
grandioso destino y abandonó la ciudad
para dirigirse al norte, a Italia.
Desesperada, Dido se suicidó. Pero
antes de morir vaticinó que existiría una
rivalidad eterna entre los descendientes
de Eneas y los suyos:
Tirios, perseguid con odio a toda
esta estirpe venidera, y ofreced
este tributo a mis cenizas. ¡Que
no haya amor ni tratado que una
a estas naciones! ¡Levántate de
mis
huesos,
vengador
desconocido, para acosar a los
colonos de Troya con el hierro!
Otra profecía post eventum, pero
dramáticamente muy eficaz: el vengador
que surgiría de las cenizas de Dido sería
Aníbal, el hombre que más cerca estuvo
de destruir Roma.
Tras aventuras diversas, incluida una
visita a la sibila o profetisa de Cumas,
los expedicionarios llegaron a la
comarca de Italia central conocida como
Latium o Lacio. Allí, Eneas se casó con
Lavinia, hija del rey Latino, aunque para
conseguir su mano antes tuvo que matar
en combate al temible rey de la tribu de
los rútulos.
Eneas había traído de Troya a su
hijo Ascanio. Éste, al crecer, decidió
fundar una nueva ciudad en las faldas
del monte Albano. Se trata de una región
volcánica en la que se encuentran dos
hermosos lagos sobre los restos de
sendas calderas. A orillas de uno de
ellos,
el
Albano,
se
halla
Castelgandolfo, lugar elegido como
residencia de verano de los papas por su
clima suave y sus paisajes.
El segundo lago es el Nemi. Junto a
él había un santuario de Diana
Nemorense o «de los bosques», donde
se celebraba un extraño ritual. Cuando
alguien quería convertirse en sacerdote
de la diosa, debía arrancar una rama
dorada de un árbol del bosque sagrado y
después matar en duelo singular al
sacerdote anterior. Este rito llamó la
atención del estudioso inglés James G.
Frazer, que basándose en él escribió La
rama dorada, su monumental estudio
sobre magia y religión.
Así pues, fue en aquella región tan
misteriosa y evocadora donde Ascanio
fundó una ciudad a la que llamó Alba
Longa, literalmente «blanca y larga».
Mientras en el este los reinos aqueos,
culpables de la destrucción de Troya,
eran aniquilados por otros invasores y
caían en una larga edad oscura, los
descendientes de Eneas reinaron durante
varios siglos en Alba, que se convirtió
en la población más importante del
Lacio.
Hagamos una pequeña pausa. ¿Qué hay
de cierto o al menos de verosímil en
esta historia? Hasta aquí, no demasiado.
Como ya señalé en La gran aventura de
los griegos, es muy probable que en
torno al año 1200 a.C. la ciudad de
Troya, situada en la colina de Hissarlik,
fuera asediada y asaltada por invasores
aqueos. Los detalles más novelescos de
la historia pueden ser creaciones
posteriores, aunque con un núcleo real.
Ahora bien, que supervivientes de Troya
se establecieran en el Lacio parece más
traído por los pelos.
No obstante, la tradición del viaje a
Italia de Eneas ya estaba muy extendida
en el siglo III a.C., cuando Roma
empezaba a convertirse en una gran
potencia. A partir de ese momento,
autores como Enio, Varrón o Catón se
aferraron a ella para ennoblecer los
orígenes de Roma. Me refiero a
«ennoblecer» sobre todo en el sentido
literario, debido al prestigio de la Ilíada
y otras obras que narraban la Guerra de
Troya. Además, relacionar a los
romanos con el Mediterráneo oriental
legitimaba más sus conquistas en esa
región: los romanos fueron siempre unos
maestros de la propaganda.
La fundación de Roma
Tras una serie de monarcas, los
llamados «reyes latinos», que suena a
banda juvenil, en la primera mitad del
siglo VIII el soberano legítimo de Alba
Longa era Numítor. Pero su hermano
pequeño, Amulio, le arrebató el trono y
lo expulsó de la ciudad.
En aquella época todavía dominaba
el derecho de sangre: cualquier ofensa
cometida contra alguien debía ser
vengada por sus familiares más
cercanos. Para evitar problemas con los
hijos varones de Numítor, Amulio los
mató. Tan sólo dejó con vida a su hija
Rea Silvia, juzgando que era inofensiva.
En los mitos y leyendas, esto
siempre supone un error. Por ejemplo, el
rey Acrisio de Argos supo por un
oráculo que, si su hija Dánae
engendraba un vástago varón, éste lo
mataría. En lugar de cortar de raíz la
amenaza liquidando a Dánae, Acrisio la
encerró en una cámara subterránea de
bronce y la condenó a virginidad de por
vida. Pero Júpiter, encaprichado de ella,
se convirtió en una lluvia de oro líquido,
entró en la cámara y la dejó embarazada.
Años después, el hijo así concebido,
Perseo, mató por accidente a Acrisio,
cumpliendo de este modo con el oráculo
y demostrando que es imposible huir del
destino.
Amulio, que no debía de estar
versado en mitología griega, intentó con
Rea Silvia algo parecido a lo que había
hecho Acrisio con Dánae. La diferencia
fue que, en lugar de encerrarla, la obligó
a convertirse en vestal.
Las vestales eran seis sacerdotisas
consagradas a Vesta, patrona del fuego
sagrado de la ciudad. Puesto que Vesta
era una diosa virgen —como Minerva y
Diana—, sus sacerdotisas debían
abstenerse de relaciones sexuales en las
tres décadas que duraba su servicio.
Pasadas éstas, podían abandonar el
sacerdocio y fundar sus propias
familias; aunque, con un mínimo de
treinta y seis años de edad, eran muy
pocas las que se decidían a casarse y
tener hijos. Enfrentarse a un parto en la
Antigüedad era estadísticamente más
peligroso que librar una batalla, máxime
a ciertas edades.
El castigo para las vestales que
incumplían su voto de castidad era
terrible. Al principio consistía en
apedrearlas, pero a partir del rey
Tarquinio Prisco las enterraban vivas en
el Foro, como ocurrió con la vestal
Minucia en el siglo IV. No se trataba de
pura y simple crueldad, sino de evitar
que corriera la sangre dentro del recinto
sagrado de la ciudad. Los antiguos eran
muy mirados con la sangre derramada.
La culpa no era la misma si se asesinaba
con herida que si se mataba por
inanición o desamparo, lo que explica
tantos mitos y leyendas sobre bebés
abandonados.
Amulio confiaba en que Rea,
ordenada como vestal, no podría tener
hijos que amenazaran su futuro. Sin
embargo, al igual que Júpiter había
frustrado los planes de Acrisio, aquí
también intervino un dios. En este caso
fue Marte, señor de la guerra, quien
sedujo a Rea y la dejó embarazada.
De nuevo, Amulio se buscó
complicaciones innecesarias. En lugar
de condenar a muerte a Rea, el
usurpador esperó a que diera a luz.
Después ordenó a un sirviente que se
encargara de los gemelos recién nacidos
ahogándolos en las aguas del Tíber.
Para ello, el criado tuvo que darse
una buena caminata, casi veinte
kilómetros. Al llegar al punto elegido,
comprobó que la corriente del río
bajaba con fuerza: las crecidas del
Tíber en invierno y primavera eran un
problema habitual en la comarca.
Temiendo por su propia vida, el
sirviente dejó el canastillo que servía de
cuna a los bebés entre unas cañas, en
una especie de charca, esperando que
las aguas subieran y lo arrastraran hasta
el mar. Técnicamente no se trataba de un
asesinato, ya que existía la posibilidad
de que alguien los rescatara.
Y así ocurrió, aunque de una manera
inesperada. No fue ni un dios ni una
persona quien encontró a los gemelos,
sino una loba atraída por sus llantos. La
loba los amamantó, y así les salvó la
vida. Desde entonces se convirtió en
símbolo de Roma, y como tal fue
inmortalizada en una estatua de bronce
del siglo VI y en monedas acuñadas a
partir del año 269.
Poco después pasó por allí un pastor
llamado Fáustulo que recogió a los
bebés y se los llevó a su mujer Larentia.
Los pequeños se criaron precisamente
en el emplazamiento de la futura Roma,
en la colina del Palatino. (Según otra
versión, esta Larentia era conocida con
el nombre de Loba por su lujuria; el
equivalente al despectivo «zorra» de
nuestros
días.
Es
la
típica
racionalización posterior de una leyenda
que, personalmente, prefiero en su
versión original).
Los gemelos recibieron los nombres
de Rómulo y Remo. Cuando crecieron y
descubrieron quiénes eran, marcharon a
Alba Longa al frente de un pequeño
ejército de pastores, mataron a Amulio y
reinstauraron en el trono a su abuelo
Numítor.
Con el tiempo, los dos gemelos, o al
menos uno de ellos, deberían haberse
convertido en reyes de Alba. Pero al
percatarse de que su abuelo gozaba de
buena salud y ese momento iba a tardar,
decidieron fundar su propia ciudad. Los
acompañaron los pastores que les
habían ayudado a derrotar a Amulio, y
también jóvenes de Alba Longa
deseosos de aventuras o que,
simplemente, no veían un futuro muy
claro allí. Fundar otras ciudades con los
excedentes de población era una
práctica muy común por aquella época:
al mismo tiempo que Rómulo y Remo
partían de Alba, los griegos estaban
instaurando sus primeras colonias
italianas más al sur, en la región de
Campania.
El lugar que eligieron Rómulo y
Remo era el mismo donde el sirviente
los había abandonado: las orillas del
Tíber, a unos veinte kilómetros al
noroeste de Alba Longa.
Las desavenencias entre ambos
hermanos empezaron pronto. Rómulo
quería fundar la ciudad en el monte
Palatino, donde habían pasado su
infancia. Remo prefería el Aventino,
situado a menos de un kilómetro al sur.
También se hallaba en juego quién
impondría su nombre a la ciudad. Para
decidir quién se llevaría el gato al agua,
cada uno subió a su colina favorita.
Quien más buitres avistase sería el
ganador. Se trataba de la práctica
conocida como augurio o auspicio: esta
última palabra significa precisamente
«contemplar aves».
Remo avistó seis buitres desde el
Aventino. Más tarde, Rómulo divisó
doce. Eso suscitó una discusión: Remo
había sido el primero en recibir la señal
de los cielos, pero Rómulo había visto
más rapaces. Al final, Rómulo quedó
como vencedor, le dio su nombre a la
ciudad, Roma, y decidió que el núcleo
fuera el Palatino.
Por desgracia, la disputa había
enturbiado la relación entre ambos
hermanos. Con un arado, Rómulo trazó
el perímetro de la nueva ciudad e hizo
levantar sobre el surco una muralla.
Cuando todavía estaba a medio
construir, Remo saltó sobre ella en señal
de burla. Rómulo lo mató con una estaca
y proclamó que ése sería el destino de
quien volviera a saltarse los muros de
Roma.
Todo esto ocurría, según la
tradición, el 21 de abril del año 753
a.C. De este modo, el mismo acto de
fundación de Roma estuvo manchado de
sangre y violencia. La violencia en cuyo
manejo los romanos se convertirían en
auténticos expertos y que, junto con
otras virtudes, los llevaría a dominar el
mundo.
¿Es
fiable
la
fecha?
Las
excavaciones arqueológicas demuestran
que las colinas de Roma ya se
encontraban habitadas hacia el año
1000, aunque parece que lo que allí
había eran pequeñas aldeas separadas y
formadas por humildes cabañas. A
mediados del siglo VIII la población
creció mucho y empezaron a construirse
edificios e instalaciones urbanas en
piedra, algo que podría deberse a que
esas aldeas hubieran decidido unirse en
una sola ciudad.
Eso contradice y a la vez corrobora
la leyenda: Roma como tal debió
aparecer más o menos en las fechas
tradicionales, pero no surgió de la nada
sino como agrupación de poblaciones
que ya existían antes.
En cuanto al relato de Rómulo y
Remo, contiene muchos elementos
legendarios y folclóricos: la concepción
divina (Perseo, Jesús, Eneas), el rey
malvado que trata de evitar que los
descendientes del derrocado se venguen
(lo que hace Pelias con el héroe Jasón),
un animal que salva a unos bebés
abandonados (las palomas que cuidan a
Semíramis), el canastillo en el río (así
se salvaron Moisés o Sargón de Akkad).
Es más fácil pensar que Rómulo es un
fundador mitológico creado a posteriori
a partir del nombre de Roma y no al
contrario. En cuanto a su relación con
Alba Longa —cuyos restos todavía no
se han localizado—, hay que tener en
cuenta que esta ciudad era el principal
centro religioso de los latinos, por lo
que el hecho de que Rómulo y Remo
descendieran de ella otorgaba más
prestigio a Roma.
El Tíber y las siete colinas
Se tratara de Rómulo y Remo o de
pobladores que se asentaron poco a
poco en el germen de la futura Roma,
¿por
qué
eligieron
aquel
emplazamiento?
El sitio escogido ofrecía diversas
ventajas que en ciertos aspectos también
eran inconvenientes. En primer lugar,
estaba el río Tíber. El agua, aunque
acarree
ciertos
riesgos,
resulta
imprescindible para la vida. Pero
también es importante que las aguas
fluyan para que no se estanquen: el
estancamiento acaba provocando malos
olores y enfermedades como disentería
o paludismo.
Así pues, nada mejor que un río, que
suministra agua corriente para beber y
también para regar los cultivos.
Además, sirve para librarse de los
residuos. Incluso, si es lo bastante ancho
y se puede navegar, funciona como vía
de comunicación. Es lógico que las
primeras civilizaciones importantes
surgieran a orillas de ríos caudalosos,
como ocurrió con Egipto y el Nilo o con
Mesopotamia y el Tigris y el Éufrates.
El Tíber es el río más largo de la
región
central
de
Italia,
con
cuatrocientos kilómetros de longitud. No
se trata precisamente del Amazonas, ni
siquiera del Tajo. Pero hay que tener en
cuenta la forma de Italia, una península
estrecha y alargada, y dividida en el
centro por la cordillera de los
Apeninos: no hay espacio material entre
las montañas y el mar para cursos de mil
kilómetros o más.
Al llegar a la zona de Roma, el
Tíber traza una curva en forma de C. Un
poco por debajo de esa curva se halla la
isla Tiberina, el lugar más seguro para
cruzar el río. Allí se construyó con el
tiempo el pons Sublicius, el primer
puente de Roma.
Más al este, en la desembocadura
del Tíber, había extensas marismas de
las que se extraía abundante sal. La sal
no se usaba sólo para condimentar las
comidas, sino también para curtir pieles
y preservar alimentos, y era tan
apreciada que de su nombre deriva el
término «salario».[2] Por el cruce del
río, en el emplazamiento elegido por los
primeros colonos, pasaba un camino que
se usaba para transportar esa sal desde
la costa hacia el interior, al territorio de
los sabinos; un camino que con el
tiempo se convertiría en la vía Salaria.
En contrapartida de estas ventajas,
el Tíber es proclive a las riadas. Las
inundaciones las sufría sobre todo la
explanada conocida como Campo de
Marte, en la que apenas había edificios.
El resto de la ciudad se salvaba gracias
a otra característica que dio gran fama a
Roma: las siete colinas.
Estas colinas no eran precisamente
montañas, como pueden descubrir los
lectores curiosos si visitan Roma con
Google Earth y comprueban la altitud
del terreno en cada punto. Pero
resultaban lo bastante elevadas para
proteger a sus habitantes de las crecidas
del río y para ofrecerles un campo de
visión amplio. Eso les permitía divisar a
tiempo a cualquier enemigo que se
aproximara: es la razón evidente por la
que castillos, ciudadelas y fortalezas se
construyen siempre en alto.
Al oeste, de norte a sur, se alzaban
los montes Capitolio, Palatino y
Aventino, el núcleo fundacional de la
ciudad. Formando otra línea de
elevaciones más al este se hallaban el
Quirinal, el Viminal, el Esquilino y el
Celio.
De todos estos montes, el Capitolio
era el más pequeño. Pero también
poseía las laderas más escarpadas, por
lo que resultaba más fácil de proteger
como una fortaleza natural. Fue allí
donde se refugiaron los últimos
defensores de Roma durante la invasión
de los galos del año 387. En este cerro
se construyó el templo al más importante
de los dioses, Júpiter, que fue conocido
como el Júpiter Capitolino. Junto a él se
encontraba el Auguráculo, un templete
donde los sacerdotes etruscos conocidos
como augures seguían el ejemplo de los
fundadores Rómulo y Remo observando
el vuelo de las aves para vaticinar el
futuro.
Al sur, junto al entrante de la curva
del Tíber, se levantaba el Palatino, el
más central de los montes y el lugar
preferido por Rómulo para fundar la
ciudad. La tradición romana acierta en
esto, pues se han encontrado restos de
edificios que datan más o menos del año
1000. En época antigua incluso se
conservaba la choza de madera en la
que, según contaban, había vivido el
propio Rómulo.
Desde el Palatino se controlaba el
cruce del río, lo que lo convertía en un
punto estratégico, y también se
dominaba el Foro. En su parte superior
había una explanada de unas diez
hectáreas. Allí se encontraban las
viviendas de los aristócratas. Más
adelante los emperadores construyeron
sus
palacios,
que
ocuparon
prácticamente toda la colina.
En cambio, el Aventino, situado más
al sur, era un lugar más popular. En él se
instalaron los colonos plebeyos que
llegaron durante el reinado del cuarto
monarca de Roma, Anco Marcio.
En cuanto a las otras colinas, en el
Quirinal se asentaron los sabinos, de los
que enseguida hablaremos. El Celio
correspondió a los habitantes de Alba
Longa, que se instalaron durante el
reinado de Tulo Hostilio. En época
republicana se alzaban en él lujosas
moradas, como ocurrió también durante
el Imperio, tras un terrible incendio en
el año 27 d.C. En el Esquilino hubo un
primitivo cementerio, pero más adelante
Servio Tulio lo incluyó en el recinto de
la ciudad, junto con el Viminal. Con el
tiempo, Nerón levantaría en el Esquilino
su gigantesco palacio, la Domus Aurea.
Aparte de las siete colinas, al otro
lado del río se alzaba el Janículo, cuyo
nombre deriva del importante dios Jano.
Es más alto que las otras elevaciones, y
hoy día es el punto que mejor panorama
ofrece de toda la ciudad. En la
Antigüedad servía como una especie de
atalaya. Cuando la asamblea de
centurias —los comitia centuriata— se
reunía en el Campo de Marte, una
bandera roja ondeaba en lo alto del
Janículo. Si la bandera se arriaba, la
asamblea se disolvía automáticamente.
Como el Campo de Marte se hallaba
extramuros, era una forma de evitar que
los ciudadanos recibieran un ataque
enemigo por sorpresa: el aviso de la
bandera les daba tiempo para poner pies
en polvorosa y refugiarse tras la
muralla.
Esa bandera protagonizó una
anécdota curiosa en el año 63 a.C. Los
comicios centuriados estaban juzgando a
un tal Gayo Rabirio, ya anciano, por su
complicidad en un asesinato cometido
casi cuarenta años atrás. Lo defendía el
mismísimo Cicerón, el orador y abogado
más célebre de Roma. Mas, pese a su
elocuencia, Cicerón no logró convencer
a los asistentes a la asamblea.
En realidad, lo que se ventilaba allí
no era una especie de memoria histórica,
sino la lucha política entre el senado y
los llamados «populares», entre los que
se encontraba Julio César. Los
populares tenían más peso en los
comicios y estaban decididos a
condenar a muerte a Rabirio. Pero
cuando iban a hacerlo, el pretor Metelo,
que pertenecía al bando senatorial,
ordenó que se bajara la bandera del
Janículo.
La
sesión
quedó
automáticamente suspendida y Rabirio
se salvó de la condena, ya que no podía
ser juzgado dos veces por el mismo
delito.
¿Por qué se mantenía esta costumbre
en una época en que Roma era tan
poderosa que no podía recibir ningún
ataque por sorpresa? Los romanos eran
muy conservadores y no abolían del
todo ninguna institución ni costumbre,
una característica común en los pueblos
antiguos. Incluso cuando derrocaron la
monarquía, mantuvieron una especie de
rey simbólico, el rex sacrorum.
El rapto de las Sabinas
La nueva ciudad andaba muy corta de
mujeres, lo que no le auguraba un
porvenir muy largo. El senado, recién
fundado por Rómulo, le aconsejó que
pidiera a las ciudades de los
alrededores jóvenes casaderas. Pero
todos los vecinos rechazaron la petición.
Rómulo decidió entonces recurrir a
un engaño. Celebró unos juegos en honor
del dios Neptuno e invitó a los sabinos,
un pueblo emparentado con los latinos
que habitaba en la orilla oeste del río
Tíber. Los sabinos acudieron en masa
junto con sus familias. Mientras
contemplaban el espectáculo, los
romanos raptaron a las mujeres más
jóvenes y se las llevaron a sus casas.
De momento, los sabinos regresaron
a sus ciudades, pues habían dejado las
armas para contemplar los juegos. Pero
enseguida se organizaron como ejército
y, guiados por su rey, Tito Tacio, sitiaron
el monte Capitolio.
El asedio debía ser bastante
relajado, porque permitía extrañas
confraternizaciones. El jefe de la
ciudadela era un tal Espurio Tarpeyo,
que tenía una hija llamada Tarpeya.
(Existe cierta incoherencia en esto:
¿no quedamos en que los romanos no
tenían mujeres? Pero los mitos y las
leyendas
suelen
abundar
en
contradicciones, así que haremos la
vista gorda).
Tarpeya, asomada a la muralla, se
dedicaba a coquetear con los sitiadores.
Al percatarse de que uno de ellos
llevaba un brazalete de oro en la muñeca
izquierda, le prometió que les
franquearía el paso a la ciudad si todos
los guerreros le entregaban al entrar lo
que llevaban en el brazo izquierdo.
Cuando la joven abrió las puertas,
los primeros en pasar la enterraron bajo
sus pesados escudos, que también
cargaban en el brazo izquierdo, y la
aplastaron. Después, su cadáver fue
arrojado por un peñasco del Capitolio,
que desde entonces fue conocido como
Roca Tarpeya y por el que se despeñaba
a aquellos que traicionaban a Roma. Los
sabinos, como luego dirían los romanos
de sí mismos, no pagaban a los
traidores. A cambio, bien que se
aprovechaban de sus servicios.
Tras la toma del Capitolio, sabinos y
romanos se enzarzaron en una batalla en
el valle que separaba este monte del
Palatino. Las mujeres raptadas, que al
parecer se habían encariñado de sus
nuevos maridos, se interpusieron entre
ambos bandos diciendo que no querían
quedar viudas ni huérfanas.
Merced a la intervención de las
féminas, Tito Tacio y Rómulo hicieron
las paces y acordaron convertirse en un
solo pueblo con dos reyes, tomando el
nombre colectivo de Quírites. Tito Tacio
tan sólo vivió cinco años, lo que evitó
previsibles problemas entre ambos
gobernantes.
En estos primeros tiempos, los
romanos se organizaban de una manera
peculiar. Había entre ellos tres tribus
cuyos miembros se llamaban Ramnes,
Tities y Luceres. El nombre de los
primeros derivaba del propio Rómulo,
el de los segundos del rey sabino Tito y
el de los terceros de un caudillo etrusco
que ayudó a Rómulo llamado Lucumón.
Esta división podría ser la reliquia de
una fusión entre elementos latinos,
sabinos y etruscos, aunque —como todo
en este periodo— es discutible.
Los primeros reyes de Roma
Tras gobernar treinta y siete años,
Rómulo murió, arrebatado por una
tormenta repentina. Un tal Próculo
aseguró que había visto cómo entre las
nubes aparecía un carro alado manejado
por su padre Marte, que se lo llevó a los
cielos: se trata de otro típico motivo
folclórico que aparece, por ejemplo, en
la historia del profeta Elías. A partir de
ese momento, Rómulo sería adorado
como un dios más.
El siguiente rey, elegido por el
pueblo, fue Numa Pompilio. Según la
tradición fue él quien puso orden en la
religión romana. Lo de orden es un
decir. Aparte de los dioses que luego
identificarían con los olímpicos griegos,
había un sinfín de divinidades
exclusivamente romanas, a las que
denominaban con nombres colectivos
como indigetes y semones, por no hablar
de los manes de los antepasados, los
lares del fuego del hogar o los penates
de la casa. Me imagino a los niños
romanos aprendiéndose los nombres y
atributos de todos sus dioses como los
críos de ahora memorizan los de los
Pokémon.[3]
En esta labor ayudaron a Numa los
mismísimos dioses, pues una ninfa
llamada Egeria le daba consejos en
persona y, al parecer, le otorgaba otro
tipo de favores.
En contraste con su antecesor
Rómulo y su sucesor Tulo Hostilio,
Numa fue un rey pacífico. La tradición
cuenta que fue él quien hizo construir el
templo de Jano, el dios bifronte. Este
santuario estaba formado por dos arcos,
uno de entrada y otro de salida, unidos
por muros: en realidad, era muy
parecido a un arco triunfal, pero más
ancho y con puertas. Éstas se cerraban
en tiempo de paz y se abrían cuando se
declaraba una guerra. Durante los
cuarenta y tres años del reinado de
Numa permaneció cerrado, lo que
demuestra su talante pacifista.
Conociendo el temperamento de los
romanos, resulta muy difícil creer algo
así: tras la muerte de Numa, el templo
sólo se cerró en el año 235 a.C., tras la
Primera Guerra Púnica, y en el 31 a.C.,
al comienzo de la larga paz de Augusto.
Jano era el dios de los límites y las
puertas, que podía vigilar a la
perfección gracias a que tenía dos caras
opuestas. A él le estaba consagrado el
mes de enero, Ianuarius.
Por aquel entonces, el año no
empezaba con el mes de Jano, sino con
el de Marte: Martius o marzo. Eso
explica los nombres de los últimos
meses de nuestro año, septiembre,
octubre, noviembre y diciembre, que se
corresponden con los ordinales séptimo,
octavo, noveno y décimo.
Enero pasó a convertirse en el
primer mes en el 153 a.C. Por aquel
entonces, Roma andaba enfrascada en la
conquista de Hispania. En el primer mes
del año se elegía a los cónsules y se
procedía al reclutamiento de las
legiones, que luego había que adiestrar y
enviar a los lugares donde eran
necesarias. Mientras las guerras de los
romanos se limitaron a Italia, todo iba
bien. Pero cuando las legiones
empezaron a combatir en escenarios más
alejados, el proceso se alargaba
demasiado y pasaba el verano,
temporada bélica por excelencia. De
modo que se adelantó el inicio del año
oficial dos meses. Así que les debemos
a nuestros belicosos antepasados
hispanos que enero sea el primer mes
del año: acordémonos de ellos la
próxima vez que tomemos las uvas.
Hablando de gente belicosa, el tercer
rey fue Tulo Hostilio, que gobernó del
673 al 642. Como su segundo nombre
indica, se trataba de un soberano
guerrero. El hecho más renombrado de
su reinado fue la guerra contra la ciudad
madre de Alba Longa. Para resolverla,
romanos y albanos decidieron librar un
duelo que más que singular habría que
llamar triangular. Por los romanos
combatieron los tres hermanos Horacios
y por los albanos otros tres, los
Curiacios.
Ante las miradas expectantes de los
guerreros de Roma y Alba, los duelistas
se acometieron. Tras el primer asalto,
dos de los hermanos Horacios cayeron
muertos. Sólo quedaba un romano contra
tres enemigos, pero gozaba de una
ventaja: él había quedado ileso,
mientras que los otros habían recibido
heridas de diversa gravedad. El
superviviente, llamado Publio, dio la
espalda a sus adversarios y huyó, lo que
provocó el júbilo de los albanos y el
desánimo y los abucheos de sus
compatriotas romanos.
En realidad, se trataba de una astuta
táctica. Los Curiacios emprendieron la
persecución
del
único
romano
superviviente. Como cada uno se
encontraba más o menos impedido por
las heridas, se fueron distanciando entre
sí. Al cabo de un rato, Publio Horacio
se dio la vuelta y se enfrentó al primero
de los Curiacios. Éste fue el duelo más
difícil, pero consiguió matarlo. Después,
dar cuenta del segundo resultó mucho
más sencillo, y al tercero prácticamente
lo sacrificó segándole el cuello con la
espada como a una víctima en el altar.
La historia no termina aquí. El
epílogo demuestra el duro carácter de
estos romanos de los primeros tiempos.
Cuando Publio llegó a casa con los
despojos de los tres enemigos, su
hermana rompió a llorar, pues estaba
prometida a uno de los tres Curiacios y
había reconocido el manto que ella
misma le tejió. Publio, que tenía que
enterrar a dos hermanos, montó en
cólera y la mató con la espada,
exclamando: «¡Que perezca así toda
mujer romana que llore a un enemigo!».
El propio Publio sólo se salvó de la
ejecución por intercesión de su padre,
que no quería perder a sus cuatro hijos
el mismo día.
Esta historia se suele considerar
legendaria. Pero el núcleo central, la
forma de resolver un conflicto por
duelo, no es en absoluto inverosímil, y
revela mucho sobre el carácter de los
romanos. Más adelante hablaremos
sobre otros duelos y sobre la forma de
ganar
los
spolia
opima,
la
condecoración más
valiosa
que
concedía el Estado.
Resuelto el conflicto con la victoria de
Publio Horacio, Alba Longa aceptó el
resultado del duelo y se convirtió en una
ciudad vasalla de Roma. Sin embargo,
este arreglo duró poco. Los albanos
estaban obligados a apoyar a los
romanos en su lucha contra los etruscos
de Veyes, pero los abandonaron en plena
batalla. La venganza de Tulo Hostilio
fue ejecutar al rey de Alba, destruir la
ciudad y trasladar a todos sus habitantes
a Roma, lo que duplicó su población.
Los
inmigrantes
albanos
se
instalaron en el monte Celio, y sus
descendientes formarían parte de
familias patricias como los Servilios,
los Quintos o los propios Curiacios.
Con el tiempo, la más ilustre de estas
familias o gentes —en singular gens—
sería la Julia. Con mucho tiempo, debo
añadir, pues no fue hasta el siglo I a.C.
cuando uno de sus miembros pasó a la
posteridad. Por supuesto, hablo de Julio
César…, pero ésa es otra historia que
será narrada en su momento.
Tras la muerte de Tulo Hostilio, los
romanos eligieron a Anco Marcio
(obsérvese que hablamos de una
monarquía electiva y no hereditaria). A
él se le atribuye la construcción del
primer puente sobre el Tíber, el pons
Sublicius, construido al sur de la isla
Tiberina, en la zona por la que pasaba la
ruta tradicional desde las marismas de
sal.
Este puente se llamaba así porque
era sólo de madera (sublica significa
«pilar de madera»). Por mandato
religioso, no podía tener ninguna pieza
de metal. Algo que recuerda a la
prevención que las hadas, gnomos y
otras criaturas mágicas sienten contra el
hierro en el folclore tradicional. Como
es de suponer, hubo que reconstruirlo
muchas veces por las crecidas del río, y
también porque la tablazón se pudría
con la humedad y el paso del tiempo.
Para los romanos los puentes poseían
una gran importancia religiosa. Como
prueba, el título que recibía su principal
sacerdote: pontifex maximus, pontífice
máximo o «sumo hacedor de puentes».
También se atribuye a Anco Marcio
la instalación de nuevos colonos en el
monte Aventino. Pero éstos no
recibieron la misma consideración
social ni los mismos derechos que los
fundadores originales, y se convirtieron
en los plebeyos. Al menos, eso contaba
la tradición. La distinción entre patricios
y plebeyos era bastante complicada,
pero hablaremos de ella con más detalle
al comentar las instituciones de la
República.
Los Reyes «Etruscos»
Cuando murió Anco Marcio, los
romanos eligieron como nuevo rey a
Tarquinio, un inmigrante llegado de la
ciudad etrusca de Tarquinia. Según Tito
Livio, su nombre original era Lucumón.
Algo que suena sospechoso, pues
«lucumón» es la denominación que
recibían ciertos gobernantes etruscos.
Así que nos quedaremos simplemente
con Tarquinio, que también era un
nombre de ilustre prosapia etrusca.
Según la leyenda, Tarquinio entró en
Roma montado en un carro y
acompañado por su mujer Tanaquil y por
un gran grupo de seguidores y
partidarios. Hasta aquí todo parece
bastante normal. Pero cuando estaban en
el monte Janículo, a punto de cruzar el
río, un águila le quitó el gorro, se dio
una vuelta con él por los aires y después
se lo puso de nuevo. Tanaquil, versada
en la ciencia etrusca de los augurios, le
dijo a su marido que era señal de que
alcanzaría los máximos honores: el
águila siempre ha sido el ave de la
realeza y el gesto implicaba una
coronación que finalmente se produjo.
Como rey, Tarquinio llevó a cabo
grandes obras públicas. Una de ellas fue
la Cloaca Máxima. Autores como
Dionisio de Halicarnaso o Plinio el
Viejo la consideraban una de las
mayores maravillas de la ciudad. «¿Una
alcantarilla?», podríamos preguntarnos.
Lo cierto es que sí. Para los humanos, el
agua es al mismo tiempo una bendición y
una maldición. La necesitamos fresca,
limpia y con un caudal controlado, y nos
queremos librar de ella cuando está
sucia, huele mal o es demasiado
abundante.
En su origen, los romanos no
construyeron la cloaca para evacuar
aguas residuales, sino para desecar las
zonas bajas entre las siete colinas.
Durante los meses más lluviosos, estos
valles se convertían en auténticos
pantanos, hasta el punto de que los
primeros habitantes de Roma utilizaban
transbordadores para pasar de un monte
a otro. Donde luego se levantaría el
Foro no había más que agua, cañas y
mosquitos que propagaban la malaria.
La Cloaca Máxima atravesaba el
valle del Velabro entre el Capitolio y el
Palatino y desembocaba en el Tíber. Por
aquel entonces, era una gran zanja al
aire libre, y los viandantes debían tener
cuidado para no caer dentro de ella.
Según la tradición, Tarquinio obligó
a los romanos a trabajar por la fuerza,
hasta el punto de que algunos prefirieron
suicidarse antes que seguir excavándola.
(Al leer esto, uno se pregunta si la
cloaca venía ya con miasmas y
excrementos de serie y por eso era tan
insoportable trabajar en ella). Como
represalia, Tarquinio hacía crucificar a
los suicidas después de muertos para
que los demás vieran cómo los pájaros
se comían sus cadáveres. Al menos, eso
cuenta Plinio el Viejo. Como Casio
Hemina atribuye la misma crueldad a
Tarquinio el Soberbio, habrá que pensar
que se trata de una leyenda debida a la
mala prensa que tuvieron ambos
monarcas.
Con el tiempo, los romanos
cubrieron y enterraron por completo la
cloaca y le añadieron una red de
alcantarillas que atravesaban toda
Roma. En su parte principal, la Cloaca
Máxima medía mil seiscientos metros de
longitud y más de cuatro metros de
altura por tres de anchura, de tal manera
que, como comenta Plinio, podía
conducirse una carreta por su interior.
No en carro, sino en bote de remos, las
inspeccionó personalmente Agripa
cuando fue edil en el año 33 a.C. La
Cloaca Máxima continuó usándose
durante todo el Imperio y mucho
después, e incluso hoy día sigue
utilizándose en parte.
Como curiosidad, la Cloaca Máxima
poseía su propia patrona, una diosa
llamada Cloacina que con el tiempo fue
identificada con Venus. Puede chocar
imaginarse a la diosa de la belleza, tan
coqueta ella, encargándose del sistema
de alcantarillado de Roma. Pero
Cloacina era una diosa de la pureza y
para purificar hay que limpiar primero.
Junto a la desembocadura de la
Cloaca Máxima abundaba un tipo de pez
que se alimentaba de los desechos de la
alcantarilla, apreciado como un
auténtico manjar. Hay que añadir que los
gustos culinarios de los romanos eran
muy peculiares. Uno de sus condimentos
favoritos era el celebérrimo garum, una
salsa obtenida a partir de entrañas y
restos de pescado fermentados al sol. Lo
consideraban una exquisitez y lo
pagaban a precio de oro, pero el olor
que debía desprender es fácil de
imaginar.
Según la tradición, Tarquinio
también hizo construir el Circo Máximo,
un estadio para carreras de carros de
más de seiscientos metros de longitud, y
también el primer gran templo de Júpiter
Capitolino. En suma, fue él quien
empezó a convertir Roma en una
auténtica ciudad.
Debido a que procedía de una
ciudad de Etruria, se ha interpretado a
menudo que durante su reinado y el de
sus dos sucesores, Servio Tulio y
Tarquinio el Soberbio, los etruscos
dominaron Roma. Según esa teoría,
estos tres monarcas habrían sido más
bien una especie de virreyes.
No tuvo por qué ocurrir así. Existía
en aquel entonces una gran movilidad
social, pero en horizontal más que en
vertical, lo cual significa que individuos
y grupos enteros de la élite podían
mudarse a otras ciudades sin perder su
estatus. Eso se debía en buena parte a
que dichas élites se relacionaban entre
sí por pactos matrimoniales y de
hospitalidad. No es necesario interpretar
el hecho de que Tarquinio y sus
partidarios se instalaran en Roma como
una invasión.
Lo que resulta innegable es que
durante estos años hubo una gran
influencia etrusca en Roma. Ya hemos
mencionado varias veces a los etruscos.
¿Quiénes eran?
Los griegos llamaban a los etruscos
«tirrenos» y aseguraban que provenían
del reino de Lidia, en Asia Menor. Sin
embargo, parece claro que era una
cultura que se desarrolló de forma
autóctona en la comarca conocida hoy
día como Toscana, al norte de Roma.
Esta cultura, que se denominaba a sí
misma Rasenna, floreció en el siglo VII
y llegó a su apogeo en el VI,
precisamente cuando los reyes etruscos
gobernaron en Roma.
Lo que definía como tales a los
etruscos, por oposición al resto de las
etnias itálicas, era su misterioso
lenguaje, un idioma que no pertenecía a
la familia indoeuropea y que hoy día se
va descifrando muy poco a poco.
Los etruscos nunca se unificaron
políticamente, sino que siguieron
divididos en ciudades estado como
Veyes, Tarquinia, Clusio o Volterra. Más
que pensar que los etruscos como
entidad colectiva conquistaron Roma,
podríamos pensar que durante un tiempo
Roma fue, en cierto modo, una ciudad
etrusca o al menos semietrusca.
Los propios romanos de siglos
posteriores eran muy conscientes de
cuánto debía su cultura a los etruscos. A
su vez, los etruscos estaban muy
influidos por los griegos. Muchas de sus
estatuas muestran rasgos en común con
las esculturas griegas de la época. Sobre
todo, los ojos almendrados y la
característica curvatura de los labios
conocida como «sonrisa arcaica»
cuando hablamos de arte helénico, pero
también como «sonrisa etrusca».
Volviendo a la influencia de este
pueblo en Roma, los templos con triple
cella o santuario interior, como el de
Júpiter Capitolino, seguían el diseño
típico de los etruscos. Otro elemento
arquitectónico romano heredado de los
etruscos era el atrium, un amplio
recibidor con una abertura en el techo
por la que el agua de la lluvia se colaba
en un pequeño estanque llamado
impluvium.
De los etruscos procedían buena
parte de las prácticas religiosas
romanas, como el culto a los muertos o
la adivinación a la que tanta importancia
daban. De hecho, los augures instalados
en un pequeño edificio junto al templo
de Júpiter Capitolino eran etruscos. De
Etruria había llegado también una
práctica tan romana como los juegos de
gladiadores, que empezaron en las
ciudades etruscas como un homenaje que
se celebraba en los funerales de los
guerreros muertos.
Además, los romanos les debían a
los etruscos el alfabeto. Ellos lo habían
tomado a su vez de los griegos,[4] a
través de la ciudad de Cumas, una
colonia helénica situada al noroeste de
Nápoles y muy célebre por la sibila o
adivina que vaticinaba el futuro en ella.
EL ALFABETO
El alfabeto clásico de los
romanos tenía veintiuna letras:
AB C D E F G H I K LM N O
P Q R S T V X. En aquella
época se escribía tan sólo en
mayúsculas, lo que explica que
nuestras mayúsculas y las del
griego se parezcan más que las
minúsculas: digamos que las
mayúsculas latinas y las griegas
son hermanas, mientras que las
minúsculas ya son primas,
parientes todavía, pero con
menos rasgos comunes.
Hay que señalar que los
romanos no distinguían en la
escritura entre U y V, cosa que
sí solemos hacer nosotros en
las ediciones de textos latinos.
La expresión «soy ciudadano
romano», por ejemplo, Cives
romanus sum, se escribiría de
forma más correcta Ciues
romanus sum, pronunciando la
primera palabra «kiues».
Durante
los
primeros
siglos, los romanos, también
por influencia etrusca, no
diferenciaban en la grafía entre
C y G. La letra G se introdujo
en el siglo III a.C., pero se
siguió
utilizando
en
abreviaturas. Así escribían C.
para el nombre que en su forma
completa era Gaius, o Gayo
para nosotros. Debido a esa
vacilación, en nuestros libros
de historia podemos leer Cayo
Julio César o Gayo Julio César,
y Cneo Pompeyo o Gneo
Pompeyo. Parece que, al menos
en época clásica, ambos
nombres se pronunciaban con
G.
En cuanto a otras letras que
faltan, la Y y la Z se
introdujeron en el siglo I a.C.
para
representar
sonidos
griegos. La W, y la J y la U
como variantes de la I y la V
aparecieron ya mucho después
de la caída de Roma.
Tarquinio Prisco murió asesinado en
el 578, después de gobernar durante
treinta y siete años. Como estamos
comprobando, los reinados de estos
monarcas fueron muy largos: entre los
siete reyes cubren dos siglos y medio.
Si comparamos con los primeros
doscientos cincuenta años del imperio
romano, comprobamos que en ese
periodo
gobernaron
dieciséis
emperadores, sin contar con los
numerosos usurpadores. ¿Por qué
duraban tanto los reyes, treinta y cinco
años de promedio contra los quince de
los césares? Muchos de éstos morían
asesinados, pero lo mismo ocurrió con
varios reyes, así que la respuesta no
puede ser que existía más estabilidad
política.
Lo más probable es que las fechas
sean erróneas. Para empezar, Rómulo es
un personaje legendario. Salta a la vista
por su nacimiento, por su nombre
—«niño de Roma»— y por el relato de
su ascensión a los cielos. Los demás
soberanos probablemente son históricos,
pero resulta difícil aceptar reinados tan
largos.
Todo
se
arreglaría
comprimiéndolos y acercándolos en el
tiempo, de modo que la monarquía en su
conjunto habría durado un siglo menos.
En cualquier caso, mientras no haya
acuerdo entre los estudiosos para
corregir la datación, seguiré ofreciendo
a los lectores las tradicionales.
A Tarquinio Prisco lo sucedió su
yerno Servio Tulio. La posteridad contó
muchos prodigios de él. Por ejemplo, se
decía que su madre Ocrisia, esclava de
la reina Tanaquil, lo había concebido
con un dios, del que algunos aseguraban
que era Vulcano. La historia es bastante
escabrosa. Según Plutarco, cuando la
joven iba a depositar unas ofrendas en el
fuego, surgió de las llamas un falo
volador. Sobre el resto correremos un
tupido velo, pero el caso es que según la
leyenda así nació Servio Tulio, cuyo
primer nombre implicaría que era hijo
de una serva, una esclava.
Otro portento que señaló el
grandioso futuro de Servio Tulio se
presentó cuando dormía, en forma de
corona luminosa que rodeaba su cabeza,
algo que los testigos interpretaron como
indicio de favor divino.
Prescindiendo
de
adornos
mitológicos, a Servio Tulio se le
atribuyen
muchas
reformas,
probablemente más de las que llegó a
realizar. Por ejemplo, se afirmaba que
fue el primero en decretar un census.
El censo era un registro oficial de
los habitantes de Roma. Al principio se
encargaban de él los reyes, después los
cónsules y desde el año 443 unos
magistrados creados para este fin y
denominados censores. Cada ciudadano
se apuntaba con su nombre completo y el
de su padre, su edad, su oficio, su
patrimonio y su domicilio. Sólo se
inscribía a los varones libres y adultos.
Por eso, cuando se utiliza el censo para
calcular la población de Roma en un
momento determinado hay que hacer
ciertas extrapolaciones.
Por ejemplo, tomemos el censo del
año 234 a.C., que, según Tito Livio, dio
como resultado doscientos setenta mil
setecientos trece ciudadanos varones.
(No hablamos sólo de la ciudad de
Roma, sino de sus territorios). Lo lógico
es que contemos otras tantas mujeres, lo
que eleva la cifra a quinientos cuarenta
mil. Pero ¿cuántos niños? ¿Y esclavos?
La cifra total de habitantes del territorio
romano podría ascender a setecientos
cincuenta mil o incluso a un millón
según las proporciones que aceptemos.
¿Por qué no inscribían a todo el
mundo? El censo romano no pretendía
ser un estudio demográfico. Su función
era clasificar a las personas para que
pagaran impuestos, sirvieran en el
ejército y votaran. Basándose en la
información que daba cada uno, los
censores inscribían a los ciudadanos en
tribus por su domicilio, y en centurias
por su edad y su patrimonio. Cuando
hablemos de los comitia tributa y los
comitia centuriata veremos cómo se
aplicaba esta división a la política
cotidiana.
Una vez terminado el proceso, se
celebraba un sacrificio de purificación,
el lustrum. Como el censo se registraba
cada cinco años, llamamos «lustro» a un
periodo de cinco años —pero la raíz
original significa «limpiar», como en la
expresión «dar lustre».
La reforma de Servio Tulio permitió
aumentar el número de ciudadanos
disponibles para el ejército. Se cree que
también durante su reinado los romanos
adoptaron la táctica hoplítica. Ésta se
había extendido en el mundo griego
desde principios del siglo VII y había
llegado a las ciudades etruscas hacia el
año 650.
Hasta entonces, los romanos habían
peleado como los héroes de la Ilíada,
enfrentándose en duelos individuales
para
despojar
al
enemigo
y
acompañados por bandas de partidarios
armados. Era un tipo de lucha muy
desorganizado, en el que primaban la
fuerza y la habilidad individuales.
En cambio, en la táctica hoplítica los
guerreros formaban en filas ordenadas y
compactas. Estaban protegidos con
escudos, yelmos y corazas, y a veces
también con grebas. Su armamento
ofensivo consistía en una lanza y, como
recurso secundario, una espada o puñal.
Los hoplitas combatían sin salir de
la fila, cubriéndose unos a otros con los
escudos. Era una forma de combatir que
no exigía demasiado adiestramiento
individual, aunque sí valor y disciplina.
Servía para estrechar los lazos entre los
ciudadanos, ya que éstos dependían unos
de otros en el combate. Si alguien
arrojaba el escudo y huía o, por el
contrario, se adelantaba de la fila para
abalanzarse sobre el enemigo llevado
por el ardor del combate, podía poner
en peligro a todos los demás.
En la época de los reyes, el ejército
romano constaba de una sola legión. En
realidad, la palabra legio, derivada de
una raíz que significa «escoger» —por
lo que querría decir «selección»— se
aplicaba al ejército en su conjunto.
A finales de la época monárquica,
Roma tenía unos treinta y cinco mil
habitantes, y podía movilizar hasta seis
mil soldados de infantería pesada.
Puede no parecer una cifra espectacular,
pero para los estándares de la
Antigüedad era más que considerable.
De todos modos, con el tiempo, Roma
multiplicaría sus efectivos militares
merced a las conquistas y al crecimiento
de la propia ciudad. Eso la convirtió en
una potencia con una capacidad de
movilizar ejércitos que ningún enemigo
conseguiría
superar.
Pero
no
adelantemos acontecimientos.
Sin salirnos de lo militar, también se
atribuía a Servio Tulio la construcción
de una gran muralla. El llamado muro
Serviano tenía once kilómetros de
perímetro, más de ocho metros de altura
y cuatro de espesor. Estaba construido
en toba volcánica extraída de la llamada
Grotta Oscura, una cantera situada junto
a la ciudad de Veyes. Eso demuestra que
la construcción de esta muralla es
posterior a Servio Tulio: Veyes no cayó
en poder de los romanos hasta el año
396.
En realidad, el muro debió
construirse hacia el 378, después de que
la ciudad fuera asaltada por los galos.
De haber existido antes, los saqueadores
no habrían podido entrar. Seguramente
la Roma de los reyes tenía empalizadas
y terraplenes defensivos, pero no un
perímetro amurallado completo.
En el año 534, Servio Tulio fue
asesinado. Sus reformas estaban
enojando a los patricios, que empezaban
a nacer por aquel entonces como clase
de poder. En cualquier caso, el hombre
que instigó el crimen sería todavía más
perjudicial para los intereses de los
patricios. Se trataba de Tarquinio el
Soberbio. Con ese apodo, ya podemos
imaginar que no fue demasiado querido
por la posteridad.
Según
algunos
historiadores
romanos era hijo de Tarquinio Prisco.
Sin embargo, éste había muerto en el
año 579, cuarenta y cinco años antes de
que su hijo se convirtiera en rey. Se
antoja demasiada diferencia, así que o
modificamos las fechas, como ya
comenté antes, o aceptamos otras
versiones que aseguran que se trataba de
su nieto.
Durante el reinado de Tarquinio, se
presentó ante él una sibila o profetisa
que le ofreció nueve libros escritos en
hojas de palma. Contenían oráculos e
instrucciones que podrían servirle para
aplacar la ira de los dioses cada vez que
una desgracia cayera sobre la ciudad.
Pero el precio que pidió la sibila era tan
exorbitante que Tarquinio se negó a
pagar.
Entonces la mujer hizo algo
sorprendente. No sólo no bajó el precio,
sino que quemó tres de los nueve libros
y pidió la misma cantidad por los seis
restantes. A Tarquinio le seguía
pareciendo muy caro, y volvió a
rechazar la oferta. La sibila destruyó
otros tres y mantuvo el precio.
Al parecer, sólo entonces se dio
cuenta Tarquinio de que aquellos libros
debían de ser muy valiosos. Si en
verdad la sibila veía el futuro, debía
haber atisbado en él las leyes de la
oferta y la demanda postuladas por
Adam Smith o David Ricardo: al reducir
la oferta de libros, aumentó la demanda
de Tarquinio. ¡Una manipulación
psicológica genial!
El rey pagó por los tres libros que
quedaban e hizo que los guardaran en un
arcón de piedra, en el sótano del templo
de Júpiter Capitolino. Y, efectivamente,
cada vez que Roma se vio en apuros, los
magistrados encargados de su custodia,
que empezaron siendo dos y llegaron a
quince, los consultaban para saber qué
se debía hacer.
A veces, la respuesta que ofrecían
los libros era que la ciudad necesitaba
introducir un nuevo culto a un dios
extranjero, como pasó con Cibeles
durante la Segunda Guerra Púnica. En
otras ocasiones, la medida que se debía
tomar era mucho más drástica: en esa
misma guerra, en el año 216, los
romanos enterraron vivos a dos galos y
dos griegos de ambos sexos en el Foro.
Pero, en general, lo que descubrían en
los libros sibilinos era que habían
descuidado alguna tradición, y trataban
de restaurarla para devolver el
equilibrio en las
hombres y dioses.
relaciones
entre
Apenas empezó a reinar, Tarquinio dio
las primeras muestras de su talante
despótico. Tras ejecutar a varios
senadores por apoyar al asesinado
Servio Tulio, se negó a cubrir sus
vacantes. La impresión que da es que
gobernó como un auténtico tirano.
Pero debemos entender la palabra
«tirano» en su acepción griega. Los
tiranos eran autócratas que, aunque
solían proceder de las filas de la
aristocracia, se apoyaban en las clases
medias y humildes para subir al poder y
después las favorecían con sus medidas.
Lógicamente, no eran muy queridos entre
los nobles, que trataban de derrocarlos.
En Atenas ocurrió algo similar por
estas mismas fechas. En el año 510, el
tirano Hipias fue desterrado por una
revuelta que en su origen era
aristocrática.
Sin
embargo,
los
acontecimientos tomaron un rumbo
imprevisto cuando un noble, Clístenes,
no sólo se alió con las clases más
humildes como habían hecho los tiranos
originarios, sino que directamente les
entregó el poder con una serie de
reformas de las que nació la célebre
democracia ateniense.
Aunque en Roma se produjo una
revuelta parecida, a la larga el
desenlace fue muy diferente. Los hechos
son tan dramáticos que Shakespeare se
basó en ellos para su tragedia La
violación de Lucrecia. De nuevo, es
difícil saber dónde acaba la historia y
dónde empieza la leyenda.
El ejército de Tarquinio estaba
asediando la ciudad de Ardea. Sexto
Tarquinio, hijo del rey, empezó a
discutir con su primo Colatino cuál de
los dos tenía la mujer más virtuosa. Para
comprobarlo por sí mismos, decidieron
montar a caballo y visitarlas sin avisar y
de incógnito. Primero fueron a Roma y
encontraron a la mujer de Sexto en un
banquete.
Después, los dos primos acudieron a
la villa de Colacia, donde vieron a
Lucrecia, la mujer de Colatino, tejiendo
con sus esclavas. Desde el punto de
vista romano, saltaba a la vista que la
más virtuosa era Lucrecia.
Para desgracia de la joven, Sexto se
encaprichó de ella. Días después, el hijo
del rey volvió a Colacia, donde
Lucrecia lo acogió como huésped. Sexto
le confesó su pasión y al mismo tiempo
la amenazó con una espada. Ni siquiera
así pudo conseguir que la esposa de su
primo cediera, de modo que llevó la
amenaza un paso más lejos. Si no se
acostaba con él, le dijo, después de
degollarla asesinaría también a un
esclavo y lo tumbaría desnudo junto a
ella en la cama para alegar que los había
matado al sorprenderlos en adulterio.
Lucrecia, ya muerta, no podría defender
su honor y su memoria quedaría
mancillada.
De ese modo consiguió que Lucrecia
se rindiera. Pero después la joven hizo
venir a su padre y a su esposo, que
acudieron acompañados por su amigo
Lucio Junio Bruto. Les contó lo
sucedido y añadió: «Sólo mi cuerpo ha
sido violado. Mi alma sigue pura, y mi
muerte lo testificará». Tras pedirles que
la vengaran, sacó un puñal que llevaba
escondido y se mató.
Con su muerte, Lucrecia se convirtió
en el modelo de matrona romana:
trabajadora, encerrada en casa y heroica
a la hora de defender su castidad. Bruto
juró sobre su cadáver que no cejaría
hasta expulsar a toda la familia de
Tarquinio el Soberbio, y que se
aseguraría de que nadie volviera a
reinar en Roma.
Después de esto, Bruto se dirigió a
Roma y contó a sus habitantes lo
sucedido. Los romanos se indignaron
tanto que, cuando Tarquinio llegó con
sus hijos, se encontraron con las puertas
de la ciudad cerradas. Aunque lo intentó
varias veces, Tarquinio no volvería a
entrar en Roma.
Según la tradición, el pueblo juró
que jamás se dejaría a dejarse gobernar
por un rey. Ése fue el origen de la
República.
II
LA REPÚBLICA ROMANA:
FUNCIONAMIENTO
Para los romanos, el término res publica
significaba «cosa o asunto público», y
podía referirse al conjunto de intereses
colectivos que nosotros traduciríamos
como Estado. En ese sentido, en época
imperial todavía seguían hablando del
«bien de la república».
Sin embargo, desde el punto de vista
histórico, denominamos República al
periodo que abarca desde la expulsión
de Tarquinio el Soberbio en 509 a.C.
hasta el 29 a.C., año en que Octavio se
convirtió en amo indiscutible de la
política romana con el título de Augusto.
Pero Octavio, por prudencia, nunca se
hizo llamar rex: el juramento que había
hecho Bruto en nombre de todos los
romanos —no aceptar jamás a otro rey
— conservó su fuerza simbólica a través
de los siglos.
Para comprender
cómo esta
República se convirtió en la mayor
potencia del mundo occidental, conviene
que conozcamos algo sobre su
funcionamiento. Hablamos de casi cinco
siglos de historia. Hay que entender que
las magistraturas y las asambleas
sufrieron cambios y evoluciones. Por no
embrollar a los lectores, procuraré
simplificar lo más posible. El panorama
que voy a presentar es el de la
República ya avanzada y consolidada.
Lógicamente, no nació así el mismo día
de su proclamación.
La República heredó muchas
instituciones de los tiempos de la
monarquía. Como se suele decir de las
madres, los romanos nunca tiraban nada.
En realidad, ésa constituía una
característica común de los pueblos
antiguos, que solían ser muy respetuosos
con sus tradiciones. Pero los romanos
llevaron ese rasgo de su personalidad
más lejos que nadie. Su respeto por las
costumbres de los antepasados, la mos
maiorum, era tanto que otros pueblos lo
tildaban de superstición.
¿Quiere eso decir que los romanos
jamás innovaban? No. Continuamente
creaban o reformaban las magistraturas,
las asambleas y los tribunales, y en lo
relativo a la guerra no tenían reparo en
adoptar las armas de otros pueblos. Pero
no abolían nada de lo anterior; como
mucho, reducían las competencias de las
viejas instituciones hasta convertirlas en
simbólicas. Sólo que para ellos el poder
de lo simbólico se elevaba a magia.
Por conservar, conservaron hasta el
título de rey para un caso muy especial:
el rex sacrorum o rey de lo sagrado.
Este rex, siempre un patricio, servía de
por vida como sacerdote y no podía
desempeñar ningún otro cargo. Sus
funciones eran puramente religiosas,
como hacer sacrificios en las calendas y
anunciar los días de fiesta en las nonas
de cada mes[5] En cuanto al poder
militar y político de los antiguos reyes,
había pasado a los cónsules.
Patricios y plebeyos
Antes de hablar de los cargos públicos y
las asambleas, tenemos que referirnos a
la distinción social entre patricios y
plebeyos. Se trata de una cuestión que ha
hecho correr no ya ríos, sino océanos de
tinta. En un nivel muy básico, más bien
tosco, existe la creencia de que los
patricios eran los nobles, la clase alta y
adinerada, y los plebeyos el pueblo
llano, la gran masa de gente humilde.
La cuestión resulta mucho más
complicada. Veamos primero quiénes
eran los patricios.
Etimológicamente, el término deriva
de pater, «padre», pues los patricios se
decían descendientes de los patres, los
fundadores de la ciudad que formaron el
primer senado con Rómulo, una cámara
de ancianos notables que tan sólo
constaba de cien miembros.
Consideremos histórico a Rómulo o
no, los patricios descendían de las
familias que desde los primeros tiempos
intentaron acaparar los principales
cargos, tanto políticos como religiosos.
En esa lucha de poder se enfrentaron a
los últimos reyes, y fueron ellos quienes
expulsaron a Tarquinio el Soberbio y
propiciaron el nacimiento de la
República. Durante el primer siglo de su
existencia, prácticamente monopolizaron
los cargos. Entre 509 y 483, los
patricios ocuparon el 79 por ciento de
las magistraturas. Desde 482 hasta 401
la proporción fue mucho más
escandalosa: el 95 por ciento.
En su origen, las familias patricias
poseían tierras y riquezas, y la mayoría
de ellas las conservaron durante los
siglos de la República. Pero también
hubo algunas que se empobrecieron y se
hundieron en la oscuridad con el paso
del tiempo, o que tuvieron que
emparentar con familias plebeyas
adineradas para acrecentar sus ingresos.
Tal fue el caso de Sila, de la ilustre
familia de los Cornelios, que sufrió
penurias en su juventud y vivió entre
actores, prostitutas y danzarines,
personajes que no eran precisamente la
compañía más estimada por los
miembros de su clase. (Sila acabaría
convirtiéndose
en
dictador
y
defendiendo los derechos de la clase
superior contra el pueblo llano: se ve
que no guardaba buen recuerdo de sus
años de pobreza).
En cuanto a los plebeyos, el término
es más vago. La raíz de la palabra
aparece en el griego plêthos, «mayoría,
muchedumbre», y en el verbo latino
compleo, «llenar, completar», por lo que
parece referirse al pueblo tomado en su
conjunto.
En realidad, los plebeyos se definían
por oposición: se llamaba plebeyos a
quienes no eran patricios. Los patricios
formaban una clase bastante homogénea.
Rivalizaban entre sí por los honores y
los cargos públicos, pero cerraban filas
contra los demás y defendían sus
privilegios con uñas y dientes si
sospechaban que podían perderlos. Al
principio, incluso se trataba de una clase
endogámica: el matrimonio legítimo
sólo podía celebrarse entre patricios,
hasta que la lex Canuleia en el año 445
permitió las bodas legales entre
patricios y plebeyos.
En cambio, la clase plebeya formaba
una nube mucho más difusa y sus
intereses eran variados. En la llamada
«lucha de los órdenes», el largo
conflicto que los enfrentó contra los
patricios durante los primeros siglos de
la República, los plebeyos debatieron e
incluso pelearon por cuestiones muy
distintas.
Es lógico: entre ellos había personas
más adineradas que querían acceder a
los cargos públicos en igualdad de
condiciones con los patricios. Lo
consiguieron
en
367,
con
la
promulgación de las leges Liciniae
Sextiae, que estipulaban que al menos
uno de los dos cónsules debía ser
plebeyo. Con el tiempo, el resto de los
cargos dejaron de ser monopolio de los
patricios, incluidos los religiosos: en el
año 254 se nombró el primer pontífice
máximo plebeyo, Tiberio Coruncanio.
Pero dentro de los plebeyos,
aquellos que podían optar a los cargos
públicos constituían una minoría, tan
sólo la cúspide de la pirámide. A los
más humildes, los que vivían cerca de la
frontera entre la subsistencia y la
miseria, les inquietaban otras cuestiones
distintas de las magistraturas.
Sobre todo, les preocupaban el
precio de los alimentos, el reparto de
tierras y la cancelación de las deudas.
Éstas no eran como para tomárselas a
broma: el deudor que no pagaba lo que
debía podía acabar vendido como
esclavo.
¿Por qué contraía alguien débitos
que luego no podía pagar? Parece una
cuestión muy actual en esta crisis que
vivimos,
con
países
enteros
entrampados hasta las cejas y un nivel
de endeudamiento privado y familiar
que está poniendo en peligro nuestras
economías.
Muchas de las deudas de hoy día se
adquieren para consumir. En la antigua
Roma se trataba de una cuestión de
supervivencia. Las cosechas podían
fallar en cualquier momento, debido a
una sequía, un pedrisco o una helada
extemporánea. También se perdían por
culpa de la guerra: los ejércitos solían
devastar los cultivos del adversario o
los recolectaban en su propio beneficio
y consumían el grano o se lo llevaban.
En los primeros tiempos de la
República, desde 508 hasta 384, se
produjeron catorce grandes escaseces de
alimentos, tan graves que las
autoridades tuvieron que adquirir
provisiones en Campania y Sicilia a
cargo del erario para evitar la
hambruna.
La razón es que durante esta época
los romanos sufrieron varios reveses
militares, y los enemigos arrasaron sus
cosechas o se las llevaron. En cambio, a
partir del año 384, Roma consiguió que
los campos de batalla se encontraran
cada vez más lejos de su territorio y que
los cultivos devastados o saqueados
fueran los de sus adversarios. En
general, los romanos lo tenían muy
claro: la guerra se hacía en territorio
enemigo y servía para saquear, no para
ser saqueado.
En estos periodos de escasez, los
dueños de grandes tierras, como los
patricios y también los plebeyos más
adinerados, podían resistir mejor las
calamidades gracias a las reservas que
almacenaban en sus graneros. Pero los
campesinos que poseían parcelas
pequeñas eran mucho más vulnerables.
Si se perdía una cosecha, no les quedaba
más remedio que pedir grano prestado a
sus vecinos más ricos para dar de comer
a su familia y también para sembrar la
cosecha siguiente.
Lo más fácil era que luego no
pudieran devolver ese grano y la deuda
se acumulara año tras año. En muchos
casos, esos pequeños propietarios se
convertían en trabajadores en los
campos de los grandes terratenientes. En
otros, sus acreedores directamente los
vendían como esclavos…, o podían
descuartizarlos, si eran varios y no se
ponían de acuerdo en quién se quedaba
con la persona del deudor. (Esto último
recuerda al célebre juicio de Salomón).
La cuestión de las deudas y el
reparto de tierras supuso una de las
principales fuentes de conflicto social
en las ciudades estado de Grecia y de
Italia. En Roma provocaría gravísimos
altercados en el siglo II, cuando los
hermanos Graco trataron de llevar a
cabo una reforma agraria que les costó
la vida a ambos y a miles de sus
seguidores.
Los Magistrados
Un magistrado era un cargo público
elegido por algún tipo de asamblea. La
raíz de la palabra es magis, «más»,
implicando la posición de superioridad
del magistrado. El opuesto a magister es
minister, «subordinado», que procede
del adverbio minus, «menos». El
significado de las palabras cambia
mucho con el tiempo, y podríamos hacer
algún que otro comentario ingenioso
sobre el sueldo actual de los magistri
—los maestros— y los ministri —los
ministros.
Aun siendo diferentes, todas las
magistraturas romanas poseían ciertos
rasgos en común que enumeramos a
continuación.
Primer punto: no se cobraba por
desempeñarlas.
Eran
puramente
honoríficas.
De
hecho,
quienes
aspiraban a ellas gastaban bastante
dinero en la campaña electoral, así que,
al menos aparentemente, resultaban muy
onerosas.
Aquí tenemos un debate que llega
hasta nuestros días: ¿cuánto debe
pagarse a los políticos? Si es mucho,
algunas personas buscarán los cargos
con afán de prosperar o enriquecerse. Si
se paga poco o nada, sólo podrán
desempeñarlos quienes ya posean un
patrimonio considerable. Cosa que
ocurría en Roma, donde sólo las clases
más altas podían aspirar a las
magistraturas, salvo raras excepciones.
Segundo punto: los cargos estaban
limitados a un año, por oposición al
gobierno vitalicio de los reyes.
Existían dos salvedades. Los
censores, que elaboraban el censo cada
cinco años, servían durante dieciocho
meses, pues la tarea era larga y requería
más tiempo.
La otra excepción era el dictador,
nombrado
en
circunstancias
de
emergencia nacional, que permanecía en
el puesto seis meses como máximo.
Puesto que el dictador poseía
competencias
excepcionales,
la
limitación de su mandato a medio año
demuestra que los romanos —y en
particular la élite dominante— querían
impedir por todos los medios que
alguien acaparase poder suficiente como
para convertirse en rey o tirano.
Con el tiempo, Roma fue
conquistando cada vez más territorios y
la limitación de un año se convirtió en
un problema. Cuando un general tenía
que luchar o gobernar en un lugar
alejado de Roma, como Sicilia,
Hispania o Grecia, interrumpir su
mandato al terminar el año oficial podía
suponer un grave inconveniente.
En estos casos se nombraban
promagistrados, como los procónsules y
propretores. El prefijo pro- significa
«en lugar de», de modo que un
procónsul actuaba en lugar del cónsul en
la provincia asignada. La duración de su
cargo no era de un año, sino que solía
determinarla el senado según las
circunstancias.
Tercer punto: las magistraturas eran
colegiadas. Eso significa que siempre
había al menos dos magistrados del
mismo rango, como ocurría con los
cónsules. Los ediles, por ejemplo, eran
cuatro, y los tribunos de la plebe diez.
(De nuevo, la excepción la ponía el
dictador).
Como ocurría con la limitación de
un año, la colegialidad servía para
evitar que alguien monopolizase el
poder. Pero el sistema era muy curioso,
al menos desde nuestro punto de vista.
Los magistrados no estaban obligados a
reunirse para ponerse de acuerdo antes
de tomar una decisión, pues cada uno de
ellos poseía competencias completas.
Ahora bien, también tenían la potestad
de vetar las decisiones de su colega o
colegas.
Este sistema se antoja poco
operativo. Si ahora tuviéramos dos
presidentes a la vez, cada uno de un
partido político, estarían vetando
constantemente las decisiones del otro.
Eso le ocurrió a Julio César en el
año de su consulado, el 59 a.C. Cuando
propuso repartir tierras en Campania a
los soldados veteranos de su aliado
político Pompeyo, interpuso su veto
Bíbulo, el otro cónsul. Como así no
consiguió gran cosa, se dedicó a
observar los cielos. Cada vez que César
convocaba una asamblea o una sesión
del senado, Bíbulo enviaba un
mensajero para anunciar que había
encontrado presagios desfavorables y
que la reunión debía suspenderse. Al
final, César se salió con la suya, pero
durante todo el año su colega fue como
una piedra en su zapato, por no utilizar
otra comparación más grosera.
¿Cómo evitar que el Estado se
paralizara cuando los dos cónsules
discutían entre sí? Lo más normal era
rotarse en el mando, al menos en la
ciudad. El primer mes ejercía la
autoridad el cónsul senior, el que más
votos había obtenido en los comicios, y
eso se manifestaba de forma visible
porque sus lictores o guardaespaldas
llevaban al hombro las fasces, mientras
que los del otro cónsul iban con las
manos desnudas. No obstante, la
posibilidad del veto seguía existiendo.
En cuanto a la guerra, lo normal era
mantener a los dos cónsules alejados el
uno del otro. O bien uno se quedaba en
Roma y otro salía de campaña o, si la
situación exigía enviar dos ejércitos
consulares, cada uno acudía a un teatro
de operaciones distinto.
La batalla de Cannas fue una de las
pocas ocasiones en que dos cónsules
coincidieron en el campo de batalla, y
se organizaron entre sí mandando en
días alternos. Los resultados no fueron
demasiado satisfactorios.
Los Cónsules
Como ya hemos dicho, la magistratura
superior era el consulado. El nombre de
cónsules parece significar «los que van
juntos». Los cónsules heredaron las
prerrogativas de los reyes, salvo
algunos
rituales
que
quedaron
reservados al rex sacrorum. Poseían un
sinfín de atribuciones: convocaban al
senado y los comicios, presentaban y
ejecutaban decretos, presidían fiestas y
sacrificios, etc. En la guerra mandaban
como generales supremos, casi siempre
por separado.
Los romanos conocían bien la
importancia de los símbolos, de modo
que rodeaban a sus cónsules de toda esa
pompa
que
ahora
llamamos
«parafernalia». (Para los romanos, esta
palabra se refería a los bienes que la
novia llevaba al matrimonio aparte de la
dote).
Para empezar, los cónsules eran
epónimos. Eso significa que gozaban del
honor de darle nombre al año, pues los
antiguos tendían a nombrar los años en
lugar de numerarlos. Por ejemplo, el 63
a.C. era conocido como el año de Marco
Tulio Cicerón y Cayo Antonio Híbrida,
primero el senior y después el iunior.
Existen fasti consulares o listas
anuales de cónsules que se remontan
hasta el 509, fecha en que se derrocó la
monarquía. Los dos primeros nombres
de esa lista son Junio Bruto y Tarquinio
Colatino —el esposo de la infortunada y
virtuosa Lucrecia.
Como es de suponer, los fasti
consulares resultan más fiables cuanto
más modernos son. En el primer siglo de
la República debieron interpolarse
muchos nombres. Además, se observa
que durante más de un siglo hay muchos
años que no tienen cónsules, sino
tribunos con poderes consulares. Pero a
partir del 366 a.C. sólo aparecen
cónsules.
Aparte del honor de poner nombre al
año, el símbolo más visible del poder
de los cónsules era la escolta que los
acompañaba: doce lictores para cada
uno. Los lictores, hombres de condición
libre, eran robustos guardaespaldas que
precedían a los magistrados con
imperium y les abrían paso apartando
sin contemplaciones a todo el mundo,
salvo a matronas y vestales.
Hagamos hincapié en la noción de
imperium, porque para los romanos era
sumamente importante. Consistía en el
poder de dar órdenes y de exigir que
fueran obedecidas. Para los romanos
tenía algo de sobrenatural y estaba
relacionado con el poder mágico de la
palabra. Los primeros que poseyeron el
imperium fueron los antiguos reyes.
Después, el imperium se transfirió a los
cónsules, los pretores y otros
magistrados superiores. Por supuesto,
también gozaban de él los procónsules y
propretores en sus provincias.
La muestra externa más importante
del imperium eran precisamente los
lictores. Como hemos dicho, un
magistrado dotado de esta capacidad
podía exigir obediencia a sus mandatos.
Pero ¿y si alguien se resistía? En tal
caso había que tomar una acción
ejecutiva, una forma eufemística de
decir que la emprendían a palos con el
díscolo.
Para ello, los lictores, de por sí
hombres de fuerte complexión, llevaban
al hombro izquierdo las fasces. Éstas
eran unos haces de varas de abedul o de
olmo unidas con correas rojas, que
usaban para azotar a quienes se
resistieran a la autoridad. Así actuaban
cuando estaban dentro del pomerium, el
recinto sagrado de la ciudad, donde no
se podían llevar armas ni derramar
sangre. Al salir de Roma, introducían un
hacha dentro del haz de varas, ya que
fuera de la ciudad los cónsules y otros
magistrados con imperium tenían poder
de ejecutar la pena de muerte ordenando
a los lictores que decapitaran al
condenado.
Otro de los signos externos de la
autoridad de los cónsules y demás
magistrados con imperium era la silla
curul. Se trataba de un asiento plegable,
con patas de marfil o de bronce que se
abrían formando una X. No tenía
respaldo ni reposabrazos, de modo que
no debía de resultar muy cómoda. Pero
sentarse en ella implicaba una
demostración de poder, y normalmente
se hacía a la hora de impartir justicia,
otra de las competencias de los
cónsules. (La división de poderes no
existía en Roma: todo estaba un poco
mezclado).
Otros Magistrados
Por debajo de los cónsules se hallaban
los pretores, cargo creado en el año
367. Desde su mismo origen lo pudieron
desempeñar los plebeyos. Al principio
sólo hubo uno, el praetor urbanus,
especializado en administrar justicia, ya
que el Estado no dejaba de crecer, y los
cónsules
tenían
muchas
responsabilidades y además pasaban
buena parte del año fuera guerreando.[6]
Después, en el año 241, se creó el
puesto
de
praetor
peregrinus,
encargado de juzgar pleitos entre
extranjeros —a los que llamaban
peregrini— y ciudadanos. Con el
tiempo, cuando Roma conquistó cada
vez más territorios, el número de
pretores aumentó, y también la duración
de su mandato. A principios del siglo I
a.C. los pretores eran ocho, servían un
año como jueces en Roma y pasado ese
tiempo recibían el gobierno de una
provincia como propretores.
Hay que añadir que era entonces
cuando los magistrados empezaban a
recuperar el dinero que habían invertido
para llegar al cargo. Lo hacían gracias
al botín obtenido en las campañas
militares, y también recurriendo a
ciertas dosis de corrupción. Pero eso
ocurrió cuando Roma conquistó nuevos
territorios, no en los primeros años de la
República.
(Como curiosidad, nuestro término
«candidato» proviene de candidatus,
que a su vez deriva de la toga candida o
blanca que vestían aquellos que se
presentaban a las elecciones cuando
paseaban por el Foro para saludar y
convencer a sus posibles votantes).
El escalafón inmediatamente inferior
al de pretor era el de edil. En la plenitud
del sistema, había cuatro ediles, dos
patricios y dos plebeyos. Los ediles se
encargaban de cuestiones prácticas
relacionadas con el funcionamiento de la
ciudad. En sus manos estaba que
llegaran víveres a Roma. También
controlaban el orden y la limpieza de las
calles, vigilaban que los comerciantes
no hicieran trampas con las pesas en el
mercado, inspeccionaban los baños
públicos y los burdeles, verificaban el
buen funcionamiento de las cloacas y
evitaban —cuando podían— los
incendios. En cierto modo, eran a la vez
concejales y policías municipales,
auxiliados por vigiles o vigilantes que
en tiempos del Imperio llegaron a ser
miles.
Una función no menos importante de
los ediles era la de organizar
espectáculos públicos, incluyendo los
juegos de gladiadores. Se trataba de una
ocasión magnífica
para
hacerse
propaganda pensando en ser elegido
para los cargos de pretor y cónsul.
Volviendo al ejemplo de César, en su
año como edil, el 65 a.C., celebró unos
juegos en honor de su padre para los que
trajo más de trescientas parejas de
gladiadores, lo que provocó cierto
nerviosismo en el senado, que recordaba
todavía la rebelión de Espartaco.
Por debajo de los ediles estaban los
cuestores, que se encargaban del tesoro
público, de cobrar impuestos y también
confiscaciones, multas y ventas de
bienes estatales. No sólo recaudaban,
sino que también distribuían: ellos
pagaban el salario a los soldados y los
gastos de las obras públicas. En el siglo
I a.C. llegaron a ser veinte.
El sueño de todo romano importante era
llegar a lo más alto de esta escala y
convertirse en cónsul al menos una vez
en su vida, lo que significaba la
oportunidad de mandar un ejército,
vencer a los enemigos de la ciudad y
entrar en la urbe celebrando un triunfo.
En suma, ser el hombre más importante
de Roma, aunque fuera sólo durante
doce meses. (El cargo se podía repetir,
pero no dos años seguidos).
Para ello había que empezar desde
abajo. El primer requisito era servir en
el ejército durante al menos diez
campañas anuales. Los romanos de clase
alta lo hacían primero como soldados,
normalmente en la caballería, y luego
ascendían a tribunos militares, oficiales
de alta graduación.
Después de esto, los ciudadanos de
treinta años podían presentarse al cargo
de cuestor. Si lo conseguían, aspiraban
al puesto de edil, y más adelante al de
pretor y cónsul, todo por este orden.
Al principio no había limitaciones
rígidas de edad, pero luego se fijaron en
treinta y seis años para los cuestores,
treinta y nueve para los pretores y
cuarenta y dos para los cónsules. Para
un ciudadano, era un orgullo conseguir
estas magistraturas suo anno, es decir,
con la edad mínima posible. (De todos
modos, se encuentran numerosas
excepciones. Por ejemplo, Pompeyo el
Grande fue cónsul con treinta y cinco
años, y Escipión Africano con treinta y
uno. Los romanos tenían una facilidad
increíble para dictar un entramado de
normas que luego ellos mismo se
saltaban. Un alemán diría que se trata de
algo inherente al carácter mediterráneo).
Esta sucesión de cargos era
conocida como cursus honorum o
«carrera de los honores». Si todos los
años se podían elegir hasta veinte
cuestores, pero sólo dos cónsules, es
fácil entender que por pura matemática
no todos los que emprendían esta
carrera llegaban a lo más alto. Quienes
lo conseguían y se convertían en
cónsules gozaban desde ese momento de
un rango especial. Eran los llamados
«consulares», que tenían preferencia
para hablar en el senado. De entre sus
filas se elegía a un censor cada cinco
años y a los dictadores en situaciones de
emergencia. Los consulares eran la
auténtica cúspide de la pirámide social
en Roma.
Las Asambleas
Los autores antiguos consideraban que
la República era una curiosa mezcla de
monarquía, aristocracia y democracia.
La primera se manifestaría en el poder
de los cónsules, la segunda en la
preponderancia de los patricios y el
senado, y la tercera en las asambleas del
pueblo.
Hay que empezar advirtiendo que el
concepto de democracia del que
hablamos es distinto al nuestro. Las
democracias antiguas eran asamblearias,
no parlamentarias. Eso significa que
todos los ciudadanos se reunían y
votaban en persona, no a través de
intermediarios ni representantes.
En parte se trataba de una
democracia más auténtica que la nuestra,
pero tenía sus inconvenientes. Sólo
podían votar las personas de condición
libre, lo que dejaba fuera a los esclavos,
y que además fueran ciudadanos, lo cual
descartaba a los extranjeros. En el caso
de Roma, hay que añadir que ofrecían su
ciudadanía con más liberalidad que
otras poblaciones antiguas: ésa fue una
de las claves de su éxito, como
comentaremos al hablar de su ejército
Otro hecho que desvirtuaba a estas
democracias era que siempre dejaban
fuera de las votaciones a la mitad de la
población: la femenina. Un rasgo común
de las sociedades antiguas —y de
muchas otras posteriores en el tiempo,
evidentemente— era que las mujeres no
podían votar ni ocupar cargos públicos.
En realidad, las mujeres romanas eran
menores de edad perpetuas: al principio
estaban tuteladas por sus padres, luego
por sus maridos, y si se quedaban
huérfanas o viudas quedaban bajo la
custodia legal del pariente varón más
cercano.
Hechas estas salvedades, ¿cómo eran las
instituciones democráticas de los
romanos?
Lo sencillo y tal vez deseable sería
contar que todos los ciudadanos se
reunían cada cierto tiempo en una
asamblea, una ekklesía como la de
Atenas, discutían y luego contaban los
votos. Pero en Roma nada podía ser
sencillo. No porque poseyeran una
personalidad retorcida de por sí —
aunque puede que también—, sino
porque, como ya dijimos, no abolían
nada, y cada institución que creaban se
solapaba con otra ya existente.
Eso explica que los romanos no
contaran con una sola asamblea, sino
con tres: los comicios curiados, los
comicios centuriados y los comicios
tributos. Todo dependía de cómo se
organizaran los ciudadanos que asistían
a estas reuniones.
Los comicios curiados eran los más
antiguos, y en tiempos de la monarquía
habían llegado a elegir a los reyes. Pero
como su papel fue cada vez menos
político y más religioso no entraremos
en más detalles.
Los comicios tributos eran una
asamblea por tribus. En este caso no se
trataba
de
tribus
tradicionales
relacionadas por vínculos de sangre,
sino de una división administrativa que
podríamos identificar con los distritos.
Los comicios tributos elegían a los
magistrados inferiores —cuestores y
ediles—,
y
poseían
capacidad
legislativa.
En cuanto a los comicios
centuriados, se organizaban por
centurias. En origen, cada centuria debió
ser un grupo de cien hombres, tanto a
efectos militares como políticos. Luego
las cosas cambiaron; pero los romanos,
con esa maliciosa intención de
embrollarnos a nosotros sus lejanos
descendientes, mantuvieron los nombres.
Por eso, ni en las centurias de los
comicios había exactamente cien
hombres ni los famosos centuriones
mandaban a cien soldados, sino más
bien a sesenta o incluso a menos.
Los comicios centuriados eran los
más importantes, ya que elegían a los
magistrados
superiores:
pretores,
cónsules y censores. También decidían
si se declaraba la guerra o se firmaba un
tratado de paz. Además, constituían el
más alto tribunal de apelación: cuando
un ciudadano era juzgado por delitos
que acarreaban muerte, destierro o
flagelación, podía apelar al pueblo —la
llamada provocatio ad populum—, lo
que significaba que la decisión final la
tomaban los comicios centuriados.
Ahora bien, desde cualquier punto
de vista todos estos comicios eran muy
poco democráticos. Veamos qué ocurría,
por ejemplo, con los tributos.
Los comitia tributa se organizaban
en treinta y cinco tribus. De ellas, cuatro
eran urbanas y las demás rurales; es
decir, correspondían a distritos situados
fuera del recinto de Roma.
Cuando se celebraba una reunión, en
cada una de las cuatro tribus urbanas
había muchas más personas, cientos o tal
vez miles, pues lo único que tenían que
hacer era dar un paseo hasta el Foro o,
como mucho, hasta el Campo de Marte.
En cambio, asistían muchos menos
ciudadanos de las tribus rurales: el
absentismo en ellas era tan frecuente
que, con que hubiera cinco presentes en
una tribu, su votación se consideraba
válida.
Lo curioso era que cada tribu votaba
como un solo bloque. Es decir, si en una
tribu urbana asistían setecientas
personas
y
seiscientas
ochenta
aprobaban un nuevo reparto de tierras,
el voto resultante era «sí», pero contaba
como uno solo, no como seiscientos
ochenta.
En cambio, si en una tribu rural
acudían sólo cinco personas y tres
votaban en contra del reparto, el voto
final era «no» y también contaba como
uno. Puesto que había treinta y cinco
tribus, la mayoría se alcanzaba cuando
dieciocho de ellas votaban de la misma
forma. Una vez que esto ocurría, se
suspendía el proceso aunque faltaran
tribus por participar, pues ya no era
necesario seguir.
¿A quién favorecía este sistema? A
los más ricos. La razón era sencilla. La
plebe romana —y me refiero ahora a los
ciudadanos
más
humildes—
se
aglomeraba en las cuatro tribus urbanas.
En las tribus rurales había un poco de
todo, pero quienes se podían permitir
dejar sus campos para viajar a Roma o,
simplemente, poseían casa en la ciudad
eran los más adinerados.
Volviendo al reparto de tierras,
planteemos una votación hipotética. Se
reúnen cinco mil personas en los
comicios tributos y cuatro mil
seiscientos están a favor de ese reparto.
¿Ganarán la votación? No. La mayoría
de esos ciudadanos se concentran en las
tribus urbanas, por lo que al final sus
votos cuentan como cuatro. En cambio,
los cuatrocientos que están en contra de
la propuesta se hallan repartidos por las
tribus rurales y sus votos cuentan como
treinta y uno. Resultado final: treinta y
uno-cuatro: propuesta denegada.
El sistema era aún peor en los
comicios centuriados. Y digo peor
porque, al menos, en los comicios
tributos el orden de las tribus se decidía
por sorteo. Si empezaba votando una
tribu urbana y ganaba el «sí» a ese
reparto de tierras, tenían unas mínimas
posibilidades de vencer: el voto de la
primera tribu, llamada praerogativa,
poseía cierto prestigio especial, pues el
hecho de haber salido por sorteo
indicaba que los dioses estaban más de
acuerdo con lo que dijera esa tribu.
¿Qué ocurría con las centurias? En
total había ciento noventa y tres, pero
estaban repartidas de una manera muy
poco equitativa. En primer lugar, se
hallaban las dieciocho centurias donde
se agrupaban los ciudadanos más ricos,
que servían en la caballería con el título
de equites o «caballeros». Esas
centurias eran las menos nutridas, pero
cada una de ellas contaba como un voto.
Después venían las centurias de
infantería de primera clase, cuyos
miembros tenían un patrimonio superior
a los diez mil ases. Había así hasta
cinco clases, cada una con menos dinero
y cada vez con menos centurias y,
paradójicamente, con más personas
inscritas. Después de las cinco clases
venía una última centuria, la de los
proletarii, llamados así porque su única
posesión era su prole, también
conocidos como capite censi, pues se
los contaba no por ingresos sino por
cabezas. (Sí, como si fueran ganado).
En los comicios centuriados no
había sorteo y se votaba directamente
por orden de clase. Imaginemos que en
este caso se ha propuesto una abolición
de deudas con la que los ciudadanos
pudientes no están de acuerdo. Primero
votan las dieciocho centurias de équites
por el mismo procedimiento: cada
centuria es un voto. Obviamente, las
dieciocho votan que no, resultado que se
proclama para orientar a las demás.
Después vienen las centurias de la
primera clase. Seguimos con una
minoría de la población, pero estas
centurias son ochenta y dos. También se
niegan a la abolición de deudas. Ya
suman cien votos, una mayoría más que
suficiente para un total de ciento noventa
y tres centurias. Con eso es suficiente:
se acabó la votación.
Como podemos imaginar, los pobres
proletarii de la última centuria no sólo
no ganaban nunca una votación: ni
siquiera llegaban a votar.
Un
sistema
muy
embrollado
para
garantizar que la clase baja no obtuviera
nunca la mayoría.[7] Pero las cosas son
todavía más complicadas, como solía
ocurrir en Roma. Hemos hablado de la
división entre patricios y plebeyos, que
se habría simplificado mucho si hubiese
equivalido a ricos y pobres. Pero no era
así.
Como veremos enseguida, la disputa
entre patricios y plebeyos provocó una
auténtica secesión. Para que los
plebeyos no formaran un estado aparte,
los patricios tuvieron que ceder en
bastantes cosas. En cierto modo, los
plebeyos mantuvieron durante un tiempo
una administración paralela con su
propia asamblea, el concilium plebis.
Las resoluciones que tomaban eran
conocidas como «plebiscitos», leyes
que al principio sólo servían para los
plebeyos, pero que con el tiempo se
aplicaron a toda la ciudad. Además, en
esta asamblea los plebeyos elegían a los
tribunos de la plebe —a los que también
nos referiremos más adelante— y a dos
de los cuatro ediles.
Hasta ahora, hemos hablado de
asambleas populares, aunque, como
vemos, hay que matizar mucho el
adjetivo
«populares».
Pero
por
películas, series y novelas todo el
mundo identifica más a los romanos con
sus nobles senadores, del mismo modo
que casi todo el mundo conoce el
acrónimo SPQR, Senatus PopulusQue
Romanus, «el senado y el pueblo
romanos». ¿Qué papel jugaba el senado
en este complejo entramado de poder?
El Senado
Senatus deriva de senex, «anciano». Y
eso era en su origen: un consejo de cien
ancianos que asesoraban a los reyes —
no era necesario que estuvieran
decrépitos—. Todos ellos pertenecían a
familias de fundadores de Roma, por lo
que los llamaba patres, y ellos y los
suyos constituían la orgullosa clase de
los patricios.
Ya en la República, el número de
senadores aumentó a trescientos, que
ejercían como asesores de los cónsules.
Aparte de los patricios, pronto
empezaron a entrar plebeyos. La suma
de patricios —patres— y plebeyos
inscritos posteriormente —conscripti—
explica la expresión patres conscripti
con que se designaba al senado en su
conjunto.
Patricios o plebeyos, los senadores
tenían que ser personas adineradas.
Además, no podían dedicarse a
actividades
económicas
que
se
consideraban deshonrosas para ellos,
como la banca o el comercio: quien se
encargaba de que no entraran
«indeseables» era el censor, de quien
más tarde hablaremos.
Los
exmagistrados
entraban
habitualmente en el senado, y seguían
siendo senadores de por vida a no ser
que cometiesen alguna tropelía. Así
pues, formaban un grupo reducido,
adinerado y vitalicio, lo que equivalía a
una oligarquía.
Pertenecer al senado era un honor
que se manifestaba a los ojos de todos,
ya que para los romanos uno era, en el
fondo, aquello que veían los demás.
Como muestra visible de su dignidad,
los senadores tenían derecho a lucir en
la túnica el laticlavius, una franja de
púrpura ancha. También calzaban unas
botas cerradas de cuero cuyos cordones
llevaban un adorno en forma de luna
creciente, y anillos que empezaron
forjando de hierro y luego fueron de oro.
Que a uno lo echaran del senado
suponía una terrible deshonra. En el año
50 a.C., por ejemplo, el censor Apio
Claudio expulsó al historiador Salustio
por corrupción e inmoralidad. En
realidad, el delito de Salustio era ser
partidario de Julio César en medio de
una encarnizada guerra de poder, pero
aquello se le quedó clavado en el alma,
aunque más adelante sería rehabilitado
(gracias a César).
Dentro del senado también había
clases. Una vez que el magistrado que
convocaba la reunión exponía el asunto
que se iba a debatir, el primero que
tomaba la palabra era el princeps
senatus o «príncipe del senado», el más
prestigioso de todos ellos por su edad,
por los cargos desempeñados, por sus
condecoraciones, por sus cicatrices de
guerra o por todas estas razones juntas.
Después del princeps intervenían los
que habían sido censores, a continuación
los excónsules, los expretores, etc. Una
vez que habían hablado todos los que
tenían derecho a voz, se votaba, a veces
a mano alzada y a veces poniéndose de
pie y formando un grupo para el «sí» y
otro para el «no».
El resultado de las deliberaciones
del senado era un senatus consultum o
senadoconsulto. Curiosamente, no tenía
rango de ley: el senado era un consejo
de notables —de ésos que tanto abundan
hoy día—, y los senadoconsultos eran,
por tanto, recomendaciones que se
daban a los magistrados y que abarcaban
todo tipo de materias: política exterior e
interior, religión o finanzas.
Sin embargo, la autoridad moral del
senado
—en latín,
simplemente
auctoritas— era enorme. Por eso, los
magistrados sometían las propuestas de
ley a los senadores antes de llevarlas a
los comicios. Con el tiempo el poder del
senado fue creciendo, hasta llegar a su
punto culminante entre los siglos III y II.
En las frecuentes guerras de los
romanos, veremos a los senadores
enviando embajadas, recibiendo las de
otras ciudades, decidiendo sobre la paz
y sobre la guerra y repartiendo mandos
entre los diversos generales.
III
LA REPÚBLICA ROMANA:
LOS PRIMEROS TIEMPOS
La amenaza de Tarquinio y
Los Etruscos
La joven República tuvo que enfrentarse
pronto a sus primeros enemigos.
Tarquinio y sus partidarios no se
resignaron tan fácilmente a la pérdida
del poder. Lo primero que hicieron fue
enviar embajadores al senado para
pedirles que les devolvieran las
propiedades familiares que habían
dejado en la ciudad. Mientras el senado
deliberaba, los enviados de Tarquinio se
reunieron en secreto con ciertos
miembros de la nobleza que deseaban el
regreso de la monarquía.
Entre los conspiradores se hallaban
dos cuñados de Bruto y, aún peor, sus
hijos Tito y Tiberio. Un esclavo de la
casa de los Vitelios, donde se habían
reunido los conjurados, avisó a los
cónsules. Bruto hizo que los arrestaran a
todos. A los enviados de Tarquinio los
soltó y les ordenó que se marcharan de
la ciudad, pues los embajadores eran
inviolables y ponerles la mano encima
habría sido un sacrilegio.
En cuanto a los conjurados, el
mismo Bruto presidió la ejecución. Los
lictores los azotaron primero con las
fasces, y luego los decapitaron fuera del
recinto sagrado de la ciudad. Los ojos
de todos estaban clavados en Bruto, que
contempló la muerte de sus propios
hijos con la entereza propia de un
romano.
La reclamación de Tarquinio fue
rechazada por el senado, como era de
esperar. Las tierras del antiguo rey, que
se extendían entre la ciudad y el Tíber,
fueron confiscadas, consagradas y
convertidas en propiedad pública con el
nombre de Campo de Marte.
Frustrado ese primer intento,
Tarquinio decidió recurrir a la guerra y
buscó la alianza de las ciudades etruscas
de Veyes y Tarquinia. En el año 509, que
como estamos viendo fue muy movido,
el ejército etrusco luchó contra el
romano en el bosque conocido como
Silva Arsia. Allí se enfrentaron en
combate singular Junio Bruto y Arrunte,
el hijo de Tarquinio. Como en una justa
medieval, se embistieron con sus
caballos, cada uno hirió al otro con su
lanza y ambos murieron en el acto.
Ése fue el heroico final de Junio
Bruto, fundador de la República. Como
en todos los relatos de los primeros
tiempos de Roma, puede haber mucho de
legendario. Pero lo cierto era que, como
ya hemos mencionado al hablar de los
Horacios y los Curiacios, durante buena
parte de su historia los romanos fueron
muy proclives a este tipo de duelos, que
cuadraban perfectamente con sus ideales
aristocráticos y heroicos.
Tarquinio no se rindió, y esta vez
recurrió a la ayuda de Larte Porsena —
el nombre aparece a menudo como Lars
—, el poderoso rey de la ciudad etrusca
de Clusio.
Porsena atacó Roma con su ejército
y logró tomar el Janículo, la colina
elevada al otro lado del Tíber desde la
que los romanos avistaban a los
enemigos y donde ondeaba la bandera
roja que presidía los comicios. Tras una
breve batalla, las tropas que protegían el
Janículo se retiraron por el pons
Sublicius, el puente de madera que
cruzaba el río.
El único que aguantó la posición fue
el joven patricio Horacio Cocles, que se
plantó en el puente para contener a los
enemigos. Mientras luchaba él solo
contra los invasores, los demás
defensores se dedicaron a talar los
pilares de madera con hachas. Cuando le
dijeron a Cocles que el puente estaba
roto, se arrojó al río y cruzó a nado
hasta el otro lado. Con sus armas, añade
el relato de Livio, que se muestra algo
escéptico en este punto.
(Hay un relato similar de época muy
posterior. El extremeño Diego García de
Paredes, oficial al servicio del Gran
Capitán, contuvo a un ejército de
franceses blandiendo un montante en el
puente del río Garellano, que separaba
el Lacio de Campania. El relato parece
verídico, aunque muy exagerado, pues
los cronistas hablan de dos mil
franceses. Del mismo modo, la historia
de Cocles puede tener una base real: en
un sitio muy estrecho y contra un
adversario fuerte y decidido, ¿quién da
el primer paso y se arriesga a morir?
Ahora bien, como en tantos otros casos,
los romanos le fueron añadiendo
adornos con el tiempo hasta convertir la
historia en leyenda).
Tras su primer asalto fallido, el rey
Porsena asedió la ciudad, decidido a
rendirla por hambre. Se produjo
entonces otro acto de valentía que quedó
registrado en los anales. Un joven
llamado Cayo Mucio se presentó ante el
senado y se ofreció voluntario para
infiltrarse entre los etruscos y matar a
Porsena. Logró penetrar en el
campamento enemigo con una espada
escondida debajo de la ropa, como si
fuera uno más —romanos y etruscos
eran pueblos similares en sus
costumbres, incluyendo el vestido—, y
se acercó al estrado real. Allí vio a un
hombre ataviado con un manto púrpura,
se abalanzó sobre él y lo mató.
Para su desgracia, la víctima era un
secretario de Porsena que vestía casi
igual que él. Mucio fue apresado y
Porsena le interrogó para saber si había
más conjurados. Como Mucio no decía
nada, el rey etrusco amenazó con
quemarlo vivo. Para demostrar que no
temía al dolor, el joven romano metió la
mano derecha en las llamas del altar y la
dejó allí hasta que se abrasó.
Impresionado, Porsena ordenó que lo
apartaran del fuego. Mucio le dijo que
había otros trescientos jóvenes romanos
como él, conjurados para acercarse a
matarlo uno tras otro, a modo de
terroristas suicidas.
Porsena ordenó que soltaran a
Mucio, que regresó a la ciudad y desde
entonces fue conocido como Scaevola o
Escévola, «el zurdo», pues se había
abrasado la mano hasta el hueso.
En cuanto a Larte Porsena, le
inquietó tanto saber que los jóvenes
romanos habían dictado una especie de
fatwa contra él que decidió negociar con
Roma. La ciudad le entregó rehenes para
garantizar la paz, lo que demuestra que
Roma no era precisamente la ganadora
de aquel conflicto.
Entre esos rehenes había una joven
llamada Cloelia que escapó cruzando el
río a nado y volvió a la ciudad. El rey
reclamó que se la devolvieran, cosa que
hicieron los romanos. Después, en un
gesto caballeroso, Porsena le devolvió
la libertad a la joven y dejó que
rescatara a la mitad de los rehenes.
Cuando Cloelia regresó a Roma por
segunda vez, los ciudadanos le
concedieron un honor sin precedentes,
pues le erigieron una estatua ecuestre en
la vía Sacra.
Como dirían en inglés, todo esto es
saga stuff, pero tiene su encanto.
Desbrozar la leyenda de la historia
resulta casi imposible. Algunos autores
presuponen que durante todo este tiempo
Roma estuvo bajo el dominio etrusco, y
que las historias heroicas de Cocles,
Escévola o Cloelia son invenciones
destinadas a salvar el honor nacional.
Pero un experto en la época como T. J.
Cornell en Los orígenes de Roma piensa
que esa dominación nunca existió, y que
en realidad etruscos y latinos, incluidos
los romanos, formaban una especie de
comunidad cultural con muchos rasgos
en común.
Como fuere, Porsena obtuvo una
victoria sólo a medias: se llevó rehenes,
pero no restauró en el trono a Tarquinio.
Éste, sin embargo, no se rindió, y en el
año 496 volvió a enfrentarse a su
antigua ciudad en la batalla del lago
Regilo, donde los romanos, mandados
por Postumio Albo, al que habían
nombrado dictador para afrontar la
emergencia, obtuvieron una gran
victoria.
En este trance, la República recibió
la ayuda de los gemelos Cástor y Pólux,
hijos de Zeus —los mismos que forman
la constelación de Géminis—, por lo
que los romanos les consagraron un
templo en el Foro. Como estos dos
personajes pertenecen a la mitología
griega, podría pensarse que se trata de
una tradición inventada siglos después.
A pesar de todo, los restos más antiguos
del templo de Cástor están datados a
principios del siglo V. Los romanos
solían construir templos con los
despojos obtenidos tras sus victorias, de
modo que puede que la batalla del lago
Regilo no sea tan legendaria y que
algunos romanos creyeran haber visto
realmente a los gemelos divinos. (Hoy
habrían avistado a unos marcianos,
supongo).
La victoria de Roma sobre Tarquinio
acarreó más consecuencias. Los
romanos se habían asociado para la
ocasión con las demás ciudades latinas.
Poco después, en 493, formó con ellas
la llamada Liga Latina, una alianza en la
que todos los miembros se encontraban
en igualdad de condiciones. Por aquel
pacto, los latinos podían casarse con los
romanos, votar en Roma y llevar a cabo
operaciones comerciales. A cambio, en
lugar de formar parte de las legiones, se
alistaban en las tropas auxiliares que
desde entonces siempre, acompañaron a
los romanos en sus campañas. Tampoco
podían ser elegidos como magistrados, a
no ser que se domiciliaran en Roma: en
este caso, obtenían la ciudadanía
completa.
Según los términos de la alianza,
romanos y latinos debían compartir el
botín obtenido en las victorias. La forma
de repartirlo era la siguiente: cuando las
tropas aliadas conquistaban territorio
enemigo, dividían la tierra en parcelas
que distribuían entre colonos de Roma y
del Lacio. Las colonias se convertían en
ciudades independientes, pero que
también formaban parte de la liga. Así,
ésta fue creciendo poco a poco.
¿Qué ocurrió con Tarquinio el
Soberbio? Tras su última derrota, se
retiró a la ciudad de Cumas, donde
murió en el año 496 a.C. Su historia,
buscando el apoyo de un poderoso rey
extranjero para atacar su propia ciudad
y
recuperar
lo
que
juzgaba
legítimamente suyo, recuerda mucho a la
del tirano Hipias, que en el año 490
trató de recobrar el poder en Atenas con
la ayuda de un ejército persa y que fue
derrotado en Maratón. Batalla que no
tiene nada de legendaria, pero en la que
los atenienses creyeron ver al espectro
del difunto Teseo combatiendo con
ellos. Semejanzas curiosas, que habrían
merecido unas vidas paralelas de
Plutarco.
La secesión de la plebe
Muerto Tarquinio, la monarquía quedó
definitivamente arrumbada. Pero la
República se encontró con más
problemas, esta vez internos. Como ya
hemos comentado, los principales
interesados en expulsar a los reyes eran
los patricios, para repartirse entre ellos
el poder. Y no sólo el poder, sino
también el ager publicus, las tierras que
Roma se anexionaba tras cada conquista.
En el año 495, fue nombrado cónsul
el patricio Apio Claudio, un sabino que
se había instalado hacía poco tiempo en
la ciudad. Claudio intentó endurecer
todavía más las leyes que favorecían a
los acreedores y esclavizaban a los
deudores. La reacción de los plebeyos
romanos fue sorprendente: en un
movimiento de desobediencia civil,
abandonaron el recinto del pomerium y
se retiraron en masa al monte Sacro, una
colina situada al nordeste de Roma.
Es de suponer que no se marcharon
todos aquellos que no eran patricios, o
al menos que se quedaron los clientes[8]
de éstos, porque si no la ciudad se
habría quedado prácticamente desierta.
En cualquier caso, el problema era
grave: los plebeyos amenazaban con
fundar una ciudad independiente a pocos
kilómetros de Roma, que se convertiría
en un peligro. De modo que los cónsules
y el senado enviaron a un negociador
llamado Agripa Menenio. Éste les
endosó a los «huelguistas» una curiosa
perorata. En una ocasión, les dijo, las
partes del cuerpo se rebelaron contra el
estómago porque tenían que trabajar
para darle de comer, así que se negaron
a alimentarlo, y el resultado fue que
todas ellas estuvieron a punto de morir
de inanición.
Aunque los antiguos eran muy
aficionados a estas charlas a medias
entre la fábula y el discurso moral, me
temo que no fue el sermón de Menenio
lo que convenció a los plebeyos, sino
los pactos a los que llegaron.
El principal fue la creación de una
magistratura propia para los plebeyos:
el tribunus plebis. Al principio hubo
dos tribunos, después cinco, y en el año
449 ya eran diez. Los elegían las
asambleas de la plebe, que formaban
prácticamente un estado paralelo dentro
de la administración romana.
La función primordial de estos
tribunos era defender a los plebeyos. La
ejercían gracias a que poseían derecho
de veto sobre las decisiones y acciones
de cualquier otro magistrado, incluidos
los cónsules. También podían vetar
cualquier ley, elección o decisión del
senado.
Con el paso de los años, el poder de
los tribunos de la plebe se fue
equiparando al de otros magistrados. De
ese modo, podían convocar al senado y
tomar los auspicios. Incluso tenían la
potestad de ejercer la coerción, es decir,
de obligar por la fuerza a cumplir sus
decretos y órdenes.
La principal obligación de los
tribunos era la de auxilium, que se
entiende por sí sola. Por eso, los
tribunos tenían las puertas de sus casas
abiertas noche y día para que cualquier
plebeyo que quisiera pedirles ayuda ante
los abusos de los más poderosos
pudiera acceder a ellos.
Pero, por estar tan accesibles,
también corrían el peligro de ser
atacados por aquellos a quienes
perjudicaban sus actuaciones; los
patricios, para entendernos. Además, los
tribunos no llevaban lictores que los
protegieran, como otros magistrados.
Sin embargo, había otro mecanismo
que los salvaguardaba. La persona de
cada tribuno era sagrada dentro de los
límites de la ciudad. Si alguien le tocaba
un solo pelo de la cabeza se convertía
en una persona maldita. Todos los
plebeyos estaban obligados por
juramento a matar a quien osara dañar o
tan siquiera entorpecer a un tribuno en el
ejercicio de su función.
La autoridad de los tribunos no era
cuestión baladí. Bastaba el veto de uno
solo para paralizar el Estado. Sólo los
plebeyos podían ser tribunos, pero el
poder que poseían hacía que el cargo
resultara apetitoso incluso para algunos
patricios. En 59 a.C., Publio Clodio
renunció a su condición de patricio y se
hizo adoptar por un plebeyo llamado
Fonteyo para poder presentarse a la
elección, cosa que hizo al año siguiente.
(Detrás de tan peculiar maniobra estaba
el mismísimo Julio César).
Por otra parte, un tribuno tenía la
potestad de vetar a otro, y los tribunos
terminaban tarde o temprano su mandato
y podían sufrir represalias judiciales o
personales. De modo que usar el puesto
de tribuno para oponerse a los más
poderosos conllevaba sus peligros. Así
lo comprobaron los hermanos Graco,
que pagaron con sus vidas el intento de
llevar a cabo una reforma agraria
radical en la segunda mitad del siglo II
a.C.
Coriolano
La creación de los tribunos supuso sólo
el primer paso en una larga lucha
conocida como «conflicto de los
órdenes». Durante todo el siglo V, los
patricios
siguieron
acaparando
magistraturas, aunque a cambio tuvieron
que hacer otras concesiones a la plebe.
Entre los patricios enemigos de la
plebe destacó un personaje llamado
Gayo Marcio, que había recibido el
sobrenombre de Coriolano por su
heroico papel en la toma de la ciudad de
Corioli, que pertenecía a los volscos.
Los volscos habitaban al sureste del
Lacio, en una comarca agreste de montes
y pantanos. Como tantos otros pueblos
montañeses, con frecuencia bajaban a
las tierras llanas para saquear. En
particular, los volscos se las tuvieron
tiesas con los romanos, a veces aliados
con otra tribu de las montañas, los
ecuos.
LA PRIMAVERA SAGRADA
Es posible que las migraciones
de
estos
pueblos,
que
periódicamente bajaban de las
montañas como los arroyos
después del deshielo, estén
relacionadas con una costumbre
muy curiosa denominada Ver
sacrum o «primavera sagrada».
Cuando
esas
tribus
afrontaban una batalla decisiva,
o se veían ante una calamidad
como una hambruna o una
epidemia, hacían una promesa
al dios Mamers, el equivalente
de Marte: ofrendarle toda
aquella criatura que naciera en
la siguiente primavera.
Esto nos hace pensar en un
sacrificio humano como los que
llevaban
a
cabo
los
cartagineses ante su dios Baal,
pero no era exactamente así. A
los animales que nacían durante
esa primavera sí los inmolaban,
pero a los niños los dejaban
crecer, con el título de
«consagrados». Cuando se
hacían mayores, alrededor de
los veinte años, los obligaban a
abandonar la tribu y a partir en
busca de nuevas tierras y pastos
(hablamos de pueblos más
ganaderos y nómadas que
agricultores). Curiosamente, lo
hacían siguiendo a un animal
consagrado a la divinidad, que
podía ser un oso, un ciervo… o
un lobo. Lo cual hace pensar
que tal vez la leyenda de
Rómulo y Remo se base
también en un Ver sacrum, y
que los fundadores de Roma,
junto con seguidores todos de
su misma edad, siguieron en
este caso a una loba.
Una forma peculiar, como
vemos, de resolver el problema
de la superpoblación: en lugar
de practicar el infanticidio,
expulsaban periódicamente a
los excedentes.
Coriolano personificaba los mejores
valores guerreros de los patricios. En la
batalla del lago Regilo había ganado una
corona cívica. Esta condecoración,
confeccionada con hojas de roble, era la
segunda más importante a que podía
aspirar un soldado, y se concedía a
quien hubiera salvado la vida a otro
ciudadano matando a un enemigo. Pero
en la rigurosa ética del combate de los
romanos no bastaba con eso: el
salvador, además, tenía que mantener el
terreno. Los romanos llevaban muy mal
las llamadas «retiradas estratégicas».
Pese a su corona cívica, Coriolano
adolecía también de grandes defectos.
Su talante era tiránico y, sobre todo,
despreciaba al pueblo llano. El
sentimiento era mutuo, de modo que,
cuando se presentó a cónsul, los
votantes le dieron un buen pateo.
Justo entonces se produjo una de las
escaseces de cereales tan frecuentes en
el siglo V: como ya comentamos antes,
los romanos todavía no eran lo bastante
poderosos para impedir que los
enemigos asolaran sus campos. Los
cónsules adquirieron trigo en Sicilia, tan
fértil en aquella época que se la
consideraba uno de los graneros de
Italia.
Cuando llegó el cereal, Coriolano
propuso al senado que no se repartiese a
los plebeyos a menos que éstos
renunciasen a los tribunos de la plebe.
Los senadores, que no querían que se
organizara una guerra civil, no le
hicieron caso. Lo único que consiguió
Coriolano fue soliviantar a los tribunos,
que lo denunciaron y consiguieron que
se le condenase a destierro de por vida.
Como hacían tantos personajes
resentidos de la Antigüedad, Coriolano
se pasó al enemigo. Los volscos
pensaron que era un buen fichaje para
sus filas y lo nombraron general. Al
frente del ejército volsco, Coriolano
marchó contra Roma, una traición
inaudita hasta entonces.
Los romanos le enviaron cinco
embajadores consulares; es decir,
senadores que ya habían sido cónsules,
lo que multiplicaba su prestigio. Esta
comisión le ofreció devolverle sus
derechos si levantaba el asedio.
Coriolano se negó, de modo que le
mandaron sacerdotes y augures para
convencerle de que estaba cometiendo
un sacrilegio; pero él permaneció
impertérrito.
¿A quién hizo caso al final? A su
madre, Veturia, que había desempeñado
un papel muy importante en su
educación, ya que su padre había muerto
cuando él era niño. Veturia apareció en
su tienda, acompañada por Volumnia,
esposa de Coriolano, y sus dos hijos
pequeños. Las lágrimas de su mujer y,
sobre todo, el rapapolvo de su madre le
hicieron avergonzarse.
El general romano dijo: «Madre,
¿qué me has hecho? Has salvado Roma,
pero has destruido a tu hijo. Me voy,
vencido sólo por ti». Después, ordenó al
ejército que levantara el campamento y
se retiró. Exiliado, murió entre los
volscos.
De nuevo, los historiadores ponen en
duda muchos detalles de la historia, o
incluso toda ella. Habría que retrasar las
fechas, seguramente, pero lo cierto es
que en la primera mitad del siglo V a.C.
Roma sufrió graves reveses contra sus
enemigos, entre ellos los volscos, que
provocaron carestías de alimentos. El
registro arqueológico prueba que la
ciudad sufrió una recesión económica
durante esos años, así que, de nuevo, los
relatos que durante mucho tiempo se han
creído leyendas pueden encerrar una
buena parte de verdad.
Cincinato
El otro pueblo montañés que causó
problemas a los romanos durante estas
décadas fue el de los ecuos. En estas
guerras, el personaje que más destacó y
pasó a la historia —o de nuevo a la
leyenda— fue Lucio Quincio Cincinato.
Cincinato era un noble que se oponía
a la igualdad entre patricios y plebeyos.
Pero su hijo Cesón era mucho más
radical que él. Cuando los tribunos de la
plebe intentaban hablar en el Foro, él y
sus amigos —amigotes, cabría decir—
los echaban por la fuerza. Y no sólo a
ellos, sino que si algún plebeyo osaba
levantar la voz en público le propinaban
una paliza y lo desnudaban delante de
todos.
(Cuando se habla de las instituciones
romanas, todo parece muy frío y
reglamentado. Pero, como demuestran
estos ejemplos, las sesiones y las
votaciones de los comicios podían ser
mucho más ardientes. A menudo se
llegaba a las manos y a algo más que las
manos, y se blandían estacas y volaban
piedras por los aires. Ocurrió así
durante todos los siglos de la
República).
Los tribunos, como era de esperar,
acabaron llevando a juicio al joven
patricio por aquel comportamiento
salvaje. Cesón escapó al país de los
etruscos y fue condenado a muerte en
ausencia. Su padre Lucio tuvo que pagar
una multa tan grande que se quedó
prácticamente en la miseria. Salió de la
ciudad y se dedicó a cultivar en persona
un terreno que tenía al otro lado del
Tíber y que no llegaba a las dos
hectáreas.
Años después, en 458, el cónsul
Minucio quedó atrapado con su ejército
—que debía constar de una legión
completa— en los montes Albanos,
rodeado por empalizadas y terraplenes
de los enemigos. Cinco jinetes lograron
huir del cerco y cabalgaron hasta Roma.
La emergencia era grave. Miles de
soldados estaban en peligro de muerte,
en una época en que Roma todavía no
disponía de las enormes reservas
humanas que la harían casi invencible en
el futuro. El senado y el cónsul que se
había quedado en Roma decidieron que
la situación era lo bastante peliaguda
como para llegar al recurso extremo que
permitían las instituciones de la
República: nombrar un dictador.
El dictador en cuestión se
encontraba arando su sembrado al otro
lado del río. Cuando le llegó la noticia,
Cincinato se secó el sudor, se limpió la
tierra de las manos y se puso la toga que
le trajo a toda prisa su esposa Racilia.
Tras cruzar el río en una embarcación,
se encontró con un gran recibimiento de
sus familiares y senadores, pero con la
desconfianza de la plebe.
El dictador aunaba los poderes de
los dos cónsules en una sola persona; la
demostración visible era que lo
escoltaban veinticuatro lictores, y no
doce. Sin embargo, no podía montar a
caballo y tenía que nombrar un
lugarteniente subordinado, el magister
equitum o jefe de la caballería.
Cincinato eligió a un tal Tarquicio, y
después ordenó a todos los romanos en
edad militar que se presentaran en el
Campo de Marte antes de la puesta de
sol con provisiones para cinco días y
doce estacas de madera cada uno.
Cuando tuvo organizada así una
legión entera, Cincinato ordenó que se
pusieran en marcha al instante. Las
operaciones nocturnas, fueran marchas o
batallas, acarreaban peligros que en la
Antigüedad solían evitarse: se corría el
riesgo de que las unidades se perdieran
en el camino o confundieran a amigos
con enemigos. No obstante, el tiempo
apremiaba, ya que miles de hombres
podían ser aniquilados por los ecuos.
Cincinato y sus hombres recorrieron a
toda prisa los veinte kilómetros que los
separaban del monte Albano. Allí, en la
estribación oriental, se hallaba la
primera legión, cercada por los ecuos.
Cincinato ordenó a sus hombres que
formaran una larga columna y, en
silencio, rodearan a su vez a los ecuos.
Después, cada soldado empezó a
excavar una zanja frente a él para clavar
sus doce estacas, mientras todos
proferían gritos de guerra. Eso
aterrorizó a los ecuos y al mismo tiempo
infundió ánimos a los romanos cercados
en la garganta, que lanzaron un ataque
contra los enemigos.
Los ecuos se vieron sorprendidos
entre dos frentes y lucharon contra las
tropas del cónsul asediado. Eso permitió
que los hombres de Cincinato terminaran
de construir su empalizada sin ser
molestados. Al amanecer, tras varias
horas de combate, los enemigos se
dieron cuenta de que estaban rodeados y
se rindieron, suplicando al dictador que
no los aniquilara.
Cincinato los dejó marchar, pero
antes los obligó a abandonar sus armas y
a pasar por debajo del yugo, formado
por dos lanzas verticales y una
horizontal. Era una humillación y al
mismo tiempo una señal de sumisión que
los propios romanos sufrirían mucho
tiempo después en la triste jornada de
las Horcas Caudinas.
Cincinato repartió el botín entre sus
soldados, sin reservarse nada para él.
Tampoco le dio nada al cónsul que se
había dejado cercar ni a los miembros
de su legión: una cosa era acudir en su
auxilio y otra premiar su torpeza.
Después emprendieron el regreso, y él y
sus hombres entraron en Roma
celebrando un gran triunfo.
EL TRIUNFO
El triunfo se concedía a los
generales que hubieran vencido
en una batalla decisiva,
siempre que se cumplieran
ciertas
condiciones.
Para
empezar, el vencedor debía ser
un alto magistrado. En segundo
lugar, la guerra tenía que ser
legítima y contra enemigos
extranjeros, no un conflicto
civil. Por eso, cuando Julio
César celebró un triunfo contra
los hijos de Pompeyo fue muy
criticado.
También había que matar al
menos a cinco mil enemigos en
una batalla campal, pero
sufriendo pocas bajas en las
filas propias. Sobre todo, el
territorio en litigio debía
quedar tan seguro y pacificado
como para que las tropas
pudieran
abandonarlo
y
acompañar a su general de
regreso a Roma.
Si se cumplían todos estos
requisitos, el vencedor recorría
las calles de la ciudad entrando
por la porta Triumphalis, que
estaba cerrada para el resto de
la gente. La enorme comitiva
empezaba con los despojos
arrebatados
al
enemigo,
transportados en carretas o
sobre unas angarillas cargadas
a hombros. También iban los
animales
destinados
al
sacrificio, y cautivos cargados
de cadenas.
Después de los cautivos
pasaba el carro del general,
tirado por cuatro caballos. El
atavío del triunfador, incluso en
época republicana, era propio
de un rey: la toga picta, un
manto púrpura bordado con
estrellas
de
oro.
El
homenajeado se pintaba la cara
de rojo, imitando la estatua de
terracota de Júpiter Capitolino,
y llevaba una corona de laurel.
Para que tanta gloria no se le
subiera a la cabeza, un esclavo
iba detrás de él diciéndole:
«Recuerda que has de morir».
Al menos, ése es uno de los
tópicos más extendidos sobre el
triunfo romano. En realidad, las
noticias que tenemos sobre el
esclavo y su deprimente
cantinela
son tardías
y
contradictorias.
Por último, desfilaban los
soldados, que entonaban cantos
obscenos dedicados a su
general. La intención no era
rebajarle los humos, sino alejar
el mal: la obscenidad se
consideraba apotropaica —
palabreja que precisamente
significa «que ahuyenta el mal».
Tras recorrer las calles, la
procesión llegaba al pie del
Capitolio. Ante el templo de
Júpiter se hacían sacrificios y
ofrendas,
y después
se
celebraban festines para el
pueblo y también para los
soldados.
En
algunas
ocasiones, incluso se ejecutaba
al caudillo enemigo, como
ocurrió con Vercingetórix en el
triunfo de César en el 46 a.C.
A Cincinato le quedaban seis meses
de mandato. Pero a los quince días, para
sorpresa de todos, el dictador renunció
al puesto, cruzó el río y volvió a su
humilde parcela sin haberse enriquecido
ni un ápice.
El ejemplo de alguien que, teniendo
un poder casi absoluto, renunciaba
voluntariamente a él quedó grabado en
el recuerdo de los romanos, y también
en la cultura popular. Muchísimos siglos
después, al final de la Guerra de
Independencia de Estados Unidos, se
formó la llamada Sociedad de los
Cincinnati, cuyo primer presidente fue
George Washington, y que defendía los
mismos
ideales
de
servicio
desinteresado a la nación que
ejemplificó Cincinato. El nombre de la
ciudad de Cincinnati, en el estado de
Ohio, se debe a esta sociedad.
Las Doce tablas
Como vemos, todas estas historias
ejemplarizantes y trufadas de detalles
legendarios hablan de la lucha entre
plebeyos y patricios. En el año 451, la
presión de la plebe consiguió que se
nombrara una comisión de decenviros, o
diez hombres, para que pusieran por
escrito un código de leyes. Más que de
redactarlas, se trataba de dejarlas
grabadas para que todo el mundo
pudiera consultarlas. Hasta entonces las
leyes eran un secreto monopolizado por
los pontífices, cargo que a su vez
acaparaban
los
patricios.
Eso
significaba que se interpretaban e
incluso inventaban de forma arbitraria.
El resultado del trabajo de los
decenviros fue el código de las Doce
Tablas, llamado así porque se inscribió
en doce planchas de bronce. La idea era
que perduraran así, grabadas en metal, y
que todo el mundo pudiera consultarlas
en el Foro, donde estaban expuestas.
Pero cuando los galos saquearon Roma
en el año 387 se perdieron.
Nos han llegado algunos fragmentos,
escritos en un estilo muy sucinto y a
veces oscuro, que ya confundía incluso a
los eruditos romanos que preservaron
esos pequeños textos. Más que un
verdadero código legal, se trataba de
una recopilación de preceptos que ya
existían, que no tienen ningún sistema ni
demasiada coherencia interna, y que
fueron superados por las leyes que
aprobaron con el
tiempo
las
instituciones y asambleas con capacidad
de legislar.
Como curiosidad, citaré algunos
preceptos tal como nos los han
transmitido los autores antiguos:
«Si un padre vende tres veces a su
hijo como esclavo, el hijo quedará libre
del padre». (Da la impresión de que más
que vender lo alquilaba).
«El muerto [en un funeral] no llevará
más de tres vestidos de púrpura ni diez
flautistas». Esta medida, como otras,
intentaba evitar los excesos en los
entierros,
que
muchos
patricios
utilizaban como auténticas exhibiciones
de estatus en el resto de la ciudad.
«Al tercer día de mercado, que se
corte en pedazos [al que no pague las
deudas, para repartir su cuerpo entre los
acreedores]. Si no salen trozos iguales,
que no sea fraude». Sin comentarios.
La toma de Veyes y una
catástrofe natural
Veyes ya ha aparecido varias veces en
esta historia. Era la ciudad más
meridional de la Liga Etrusca, y al
mismo tiempo la más poderosa. Estaba
tan sólo a dieciséis kilómetros de Roma,
menos de una jornada de camino. Los
romanos, que poco a poco ampliaban
sus límites —por aquel entonces
dominaban un territorio de unos
ochocientos kilómetros cuadrados—, no
podían permitirse tener un vecino tan
peligroso. En el año 406 le declararon
una guerra que pretendían fuese
definitiva y la sometieron a asedio. Sin
embargo, el sitio se prolongó durante
diez años. Veyes, casi tan poblada como
Roma, estaba protegida por unas
murallas muy sólidas.
En el octavo año de cerco, en 398,
se
produjo
un
portento
que
aparentemente no tenía nada que ver con
Veyes, pero que los romanos acabaron
relacionando con el asedio.
A veinte kilómetros al sureste de
Roma se halla el lago Albano, no muy
lejos del cual se levantó en tiempos la
legendaria Alba Longa, cuna de Rómulo
y Remo.
Según diversas fuentes clásicas, a
finales del mes de julio el nivel de sus
aguas empezó a subir decenas de metros
a una velocidad asombrosa, hasta que se
desbordó por encima de las colinas que
lo rodeaban e inundó los campos y los
viñedos cercanos.
El fenómeno parecía inexplicable: el
lago formaba un sistema cerrado que no
recibía caudal de ningún río. Por otra
parte, no sólo no habían caído grandes
lluvias, sino que el año había sido más
seco de lo habitual. ¿De dónde salían
esas aguas misteriosas que parecían
brotar de la nada?
Preocupados, los romanos enviaron
emisarios al oráculo de Delfos para
consultar al dios Apolo la razón del
portento. La respuesta fue que, al
asediar Veyes, los romanos habían
ofendido a Poseidón, señor de las aguas
y protector de los etruscos. Pero si
conseguían que las aguas quedaran
contenidas en el lago y fluyeran hacia el
mar, regando los campos a través de una
red de acequias, podrían lanzarse de
nuevo contra las murallas de Veyes, pues
el destino les sonreiría. (De paso, Apolo
les recordaba que, cuando tomaran la
ciudad, debían hacerle una ofrenda
generosa en su templo: los dioses
antiguos
no
eran
precisamente
altruistas).
Cuando los embajadores regresaron
de Delfos con la respuesta, descubrieron
que la profecía del oráculo coincidía
con la de un anciano augur etrusco al
que habían tomado prisionero durante el
asedio de Veyes. Convencidos de que el
mensaje de Apolo era veraz, los
romanos se pusieron manos a la obra y
empezaron a abrir una gran galería de
drenaje.
Ignoramos cuánto tardaron, pero lo
cierto fue que terminaron el túnel y
desde entonces el lago no volvió a
desbordarse. Hoy día ese túnel sigue
existiendo. Por su longitud, mil
cuatrocientos metros, es fácil deducir
que la excavación debió resultar muy
complicada.
No era la primera obra de este tipo
que acometían los romanos. En realidad,
la Cloaca Máxima era un proyecto
parecido, con la diferencia de que al
principio consistió en una zanja a cielo
abierto y luego la soterraron. Toda la
zona del Lacio y los alrededores de
Veyes están sembrados de túneles y
alcantarillas excavados por romanos,
etruscos y latinos para drenar marismas
y pantanos, ganar terreno a las aguas y al
mismo tiempo evitar la malaria.
En el caso concreto del túnel del
lago Albano, las dificultades debieron
de ser más que considerables. En primer
lugar, lógicamente, tuvieron que esperar
a que las aguas bajaran al nivel máximo
deseado, pues si no el túnel se les habría
anegado. El punto que eligieron para
abrir el sumidero se hallaba a setenta
metros por debajo del nivel inferior de
las colinas circundantes: un amplio
margen de seguridad para evitar que el
lago volviera a desbordarse.
Las herramientas que utilizaban eran
picos y palas, así que podemos
imaginarnos que la tarea fue muy
penosa, ya que excavaban en dura roca
volcánica (peor habría sido en granito,
claro está). A cambio, no tuvieron que
reforzar ni las paredes ni el techo con
vigas. Por otra parte, dada la angostura
de la galería —medía tres metros de
altura por sólo uno de anchura—, no
debió de ser un trabajo recomendable
para un claustrófobo.
La excavación empezó desde la boca
de salida, situada al oeste, y se dirigió
en línea recta hacia el lago. Al mismo
tiempo, en la superficie del monte se
practicaron dos profundos pozos
verticales que bajaban hasta el túnel y
servían para ventilarlo y también para
comprobar que no se estaban torciendo.
La obra no sólo supuso un desafío
para los obreros, sino también para los
ingenieros que la dirigían. Además de
mantener la línea recta para aparecer al
otro lado de la montaña en el punto
deseado, debían excavar manteniendo
una pendiente muy suave, de modo que
el agua fluyera desde el lago sin
estancarse en el camino, pero sin
precipitarse con demasiada violencia.
La diferencia de altura entre la entrada y
la salida del túnel era de tan sólo dos
metros, lo que daba una pendiente media
de 0,12 por ciento, indetectable a simple
vista. Para conseguir esa precisión
utilizaron instrumentos como la libra o
el nivel de agua.
En el vecino lago Nemi los romanos
realizaron otra obra parecida, pero aún
más complicada, pues empezaron a
cavar al mismo tiempo desde ambos
extremos del túnel, que medía mil
seiscientos metros. En el punto de
encuentro se aprecia que los dos
equipos apenas se desviaron en
horizontal, mientras que en vertical
acumularon un error de tres metros.
Ambas
empresas
demuestran la
habilidad como ingenieros de los
antiguos romanos y, sobre todo, su
empeño en domar a la naturaleza con
unos medios que hoy día nos parecerían
irrisorios.
En verdad, el triunfo de Roma no se
debió sólo a sus legionarios ni a sus
instituciones, sino en buena medida a los
ingenieros que construían acueductos,
puentes, pantanos, calzadas, túneles y
puertos, y a los ejércitos de obreros —a
veces, directamente soldados— que
trabajaban a sus órdenes.
Mientras todo esto ocurría, los romanos
nombraron dictador a Marco Furio
Camilo, un patricio que ya había
desempeñado varias magistraturas. Bajo
sus órdenes, el asedio sobre Veyes se
endureció.
Tal vez por paralelismo con las
obras del lago Albano, Camilo mandó
excavar otro túnel. En este caso no
pretendía desviar ni drenar aguas, sino
pasar por debajo de las murallas y
llegar hasta la ciudadela interior de
Veyes. Los soldados trabajaban en
turnos de seis horas, y las obras no se
interrumpían en ningún momento.
Cuando ya faltaba sólo una pequeña
capa de tierra para salir a la superficie,
Camilo ordenó lanzar varios ataques a
la vez sobre la muralla. Los habitantes
de Veyes corrieron a sus puestos para
defenderse. Aprovechando el caos y el
estrépito de la lucha, los soldados del
túnel terminaron de abrirlo, salieron al
aire libre y aparecieron en la
retaguardia de sus enemigos etruscos.
Después, como habían hecho los
infiltrados en el caballo de Troya,
corrieron a las puertas y se las abrieron
a sus compañeros. En la batalla
generalizada que se produjo a
continuación, los romanos vencieron sin
problemas.
Tras su triunfo, Roma se anexionó el
territorio de Veyes —más de quinientos
kilómetros cuadrados—, que dejó de
existir como ciudad independiente.
Algunos de sus habitantes se
convirtieron en ciudadanos romanos,
otros fueron esclavizados y otros
muertos o expulsados. El botín fue
inmenso. Entre las piezas saqueadas
destacaba una estatua de la diosa Juno,
que fue trasladada a Roma y consagrada
en un templo en el monte Aventino.
En cuanto a Camilo, pudo celebrar
su triunfo en un magnífico carro tirado
por cuatro corceles blancos. Durante los
años siguientes, aún siguió obteniendo
cargos y honores, y sus éxitos
impresionaron tanto a los vecinos que
pueblos como los ecuos y los volscos
propusieron tratados de paz a Roma.
Aún seguiremos hablando de Camilo.
Pero queda un misterio por resolver.
¿Por qué las aguas del lago Albano se
desbordaron sin recibir el aporte de un
río y sin que lloviera? ¿Nos
encontramos ante uno de esos típicos
prodigios que aparecen en los textos
antiguos, como estatuas que se bajan del
pedestal, dioses que se aparecen en
medio de una batalla y otros fenómenos
sobrenaturales que hoy día no podemos
aceptar?
En general, los historiadores piensan
que en todos los hechos relacionados
con Marco Furio Camilo —al que se
consideraba el segundo fundador de
Roma— hay mucho de leyenda, y que
durante los siglos IV y III los romanos
embellecieron aún más su historia con
detalles novelescos y a veces casi
fantásticos. ¿La historia del lago Albano
sería uno de esos adornos fabulosos?
Para responder a esa pregunta, nos
moveremos lejos de Roma tanto en el
espacio como en el tiempo. El 21 de
agosto de 1986, en Camerún, un lago
llamado Nyos estalló de repente.
Enormes burbujas rompieron su
superficie, chorros de agua y espuma se
alzaron a más de cien metros y una ola
de veinticuatro metros de altura arrasó
una de sus orillas. Al mismo tiempo, una
nube de gas brotó del lago a más de cien
kilómetros por hora y barrió los
alrededores. El resultado fue que
perecieron mil setecientas personas y
tres mil quinientas cabezas de ganado.
Al igual que el lago Albano, el Nyos
no recibía aporte de ningún río. ¿Qué
ocurrió?
El lago Nyos se encuentra situado en
un antiguo cráter volcánico. Aunque el
volcán permanece inactivo, por debajo
del lago hay una cámara de magma de la
que se filtra dióxido de carbono (CO2)
que asciende entre las rocas y pasa al
agua. Antes del desastre de 1986, el
CO2 se fue acumulando en las
profundidades del lago, en las capas
más densas y frías. Llegó un momento en
que el agua se saturó tanto que se
desgasificó de repente, estallando como
una monstruosa botella de champán. El
dióxido de carbono se extendió por los
alrededores y la gente alcanzada por la
nube murió de asfixia en pocos minutos.
Volviendo a los alrededores de
Roma, el lago Albano, como su vecino
Nemi, también está situado en un cráter.
Por ser más precisos, su lecho lo forman
cinco cráteres fundidos en uno.
Los estudios geológicos demuestran
que durante los últimos setenta mil años
el lago se ha desbordado en muchas
ocasiones, provocando inundaciones y
lahares, catastróficas avalanchas de
lodo que se han sedimentado en la
llanura circundante.
La razón es la misma que en el lago
Nyos: el monte Albano entero es un
volcán adormilado, aunque no del todo
muerto, y de sus profundidades no deja
de emanar CO2 que se acumula en las
aguas del fondo. A veces, un movimiento
sísmico, por pequeño que sea, hace que
en las capas inferiores del lago penetren
chorros de aguas termales inyectados
desde las profundidades. Las aguas frías
y calientes se mezclan, todo se revuelve,
el sistema se desestabiliza, la superficie
del lago sube a toda velocidad e incluso
rebosa por encima de las paredes del
cráter.
O debería decir «rebosaba». Los
romanos no eran conscientes de que
tenían un volcán a veinte kilómetros de
su ciudad, y sin embargo, al excavar
aquel túnel, llevaron a cabo la primera
obra de prevención de riesgos
volcánicos de la historia.
¿Llegó a haber una nube asesina
como la de Nyos en el año 398 a.C.? Lo
ignoramos. Sólo sabemos que se
produjo una catastrófica subida de las
aguas y que los romanos se lo tomaron
como un portento inexplicable. Pero
ahora la razón está bastante clara, y el
prodigio se convierte en un fenómeno
natural que, por pura casualidad,
coincidió con el asedio de Veyes. Al fin
y al cabo, conociendo a los romanos, lo
extraordinario habría sido que la
misteriosa inundación coincidiera con
un año sin guerras.
Camilo y la llegada de los
Galos
En el año 391 se declaró una
epidemia[9] en Roma. Los dos cónsules
enfermaron al mismo tiempo y quedaron
incapacitados para el cargo. ¿Qué
ocurría en un caso así? ¿Y si, aún peor,
morían ambos?
En tales situaciones, el derecho a
tomar auspicios en nombre de la ciudad,
esto es, a consultar la voluntad de los
dioses, recaía en el senado. No se
trataba de una mera formalidad: los
actos públicos sólo podían llevarse a
cabo auspicato, «tras haber tomado los
auspicios». Eso incluía las elecciones,
la toma de posesión de un magistrado, la
elaboración del censo y, por supuesto,
cualquier acción militar.
No hay que confundir auspicio con
augurio. El auspicio no predecía el
futuro, tan sólo revelaba a los humanos
si los dioses aprobaban o desaprobaban
lo que estaban haciendo; por ejemplo,
lanzar un asalto contra una ciudad. ¿Qué
ocurría si los auspicios no eran
favorables? La acción se posponía, y al
día siguiente se repetía la consulta, pues
se interpretaba que los dioses no se
oponían a la acción en sí, sino a que se
llevara a cabo en ese momento.
Los augurios, en cambio, no tenían
límite en el tiempo. Si los dioses
manifestaban, por ejemplo, que no
querían que un templo se construyera en
un lugar determinado, había que
trasladarlo a otro sitio. Además, sólo
podían tomar augurios los sacerdotes
del colegio de los augures, una
institución de origen etrusco.
En cuanto a su naturaleza, tanto los
auspicios como los augurios eran muy
variados. A veces se buscaban señales
en el cielo: por ejemplo, un trueno o un
rayo podían manifestar la desaprobación
de Júpiter, lo que significaba que se
suspendía la reunión de los comicios en
un día determinado. El canto o el vuelo
de las aves también se interpretaban,
como habían hecho Rómulo y Remo al
fundar la ciudad.
Uno de los auspicios más curiosos
era el llamado ex tripudis. Un individuo
denominado pullarius tenía a su cargo
los pollos sagrados. Llegado el
momento de tomar el auspicio, abría la
puerta de la jaula y les echaba granos de
cereal o trozos de bizcocho. Si los
pollos estaban tan hambrientos que al
comer los granos saltaban de su boca al
suelo —lo que se denominaba tripudium
—, se consideraba un auspicio de lo
más favorable. Si se negaban a comer o
batían las alas, mal asunto.
Hoy día nos puede parecer gracioso
que los civilizados romanos tomaran
decisiones
políticas
o
militares
basándose en el comportamiento de unos
pollos, pero para ellos era una cuestión
muy seria. Cuando lleguemos a la
Primera Guerra Púnica y la batalla de
Drépana, volveremos a encontrar a estos
pollos sagrados y lo comprobaremos.
En 391, debido a la incapacidad de los
cónsules, el senado eligió como primer
interrex a Marco Furio Camilo. Él tomó
los auspicios en nombre de la ciudad
durante cinco días, tal como estaba
prescrito, y luego nombró a su vez a otro
interrex, que designó a un tercero,
quien, por fin, convocó los comicios
para elegir nuevos cónsules. Pero en
este caso la asamblea no nombró dos
cónsules, sino seis tribunos con poderes
consulares. La razón era la propia
epidemia: los romanos pensaron que,
eligiendo a seis magistrados, habría
menos probabilidades de que todos
murieran o se vieran incapacitados al
mismo tiempo.
Poco antes, tal vez por la misma
enfermedad, había muerto Cayo Julio,
que desempeñaba el cargo de censor. En
su lugar fue nombrado como censor
sufecto otro patricio llamado Marco
Cornelio. En su momento no se dio
demasiada importancia a este hecho.
Pero en el mismo lustro se produjo un
terrible desastre para la ciudad del que
enseguida hablaremos. (Recordemos que
el lustro era la ceremonia de
purificación de la ciudad que se llevaba
a cabo cada cinco años, después de la
elaboración del censo). Los romanos
interpretaron que dicho desastre se
debía, entre otros motivos, a que habían
sustituido al censor muerto por otro, y
jamás volvieron a repetir esta práctica,
que desde entonces consideraron una
ofensa religiosa. De nuevo, como
vemos, se tomaban muy en serio todo lo
relacionado con los dioses.
Siguiendo con señales y portentos,
por aquel entonces un plebeyo llamado
Marco Cedicio informó a los tribunos
consulares de que no muy lejos del
templo de Vesta había oído en el
silencio de la noche una voz
sobrehumana que le dijo: «Avisa a los
magistrados de que vienen los galos».
Según Tito Livio, los tribunos no le
hicieron caso en parte porque el
informante era de condición humilde, y
en parte porque todavía ignoraban
quiénes eran los galos. Del mismo modo
que he señalado cómo el portento del
lago Albano es histórico, en este caso
parece bastante evidente que se trata de
una profecía a posteriori.
Después de su interregno, empezaron las
desgracias para Camilo. Primero murió
su hijo, tal vez por la misma plaga que
azotaba Roma. Después, el tribuno de la
plebe Lucio Apuleyo le acusó de no
haber repartido bien el botín obtenido
tras la toma de Veyes. Al saber que iba a
ser condenado, Camilo se exilió
voluntariamente. En su ausencia, le
impusieron una fuerte multa.
Y fue entonces cuando llegaron los
galos.
«Galos» era el término utilizado por
los romanos para referirse a una serie de
pueblos celtas. Algunas tribus de esta
etnia habían empezado a cruzar los
Alpes ya en el siglo V, y tal vez antes.
En el 400, varios pueblos galos, como
los boyos, los insubres o los senones, se
habían instalado en la parte norte de la
fértil y extensa llanura del Po, un
territorio al que los romanos
denominarían Galia Cisalpina, la Galia
«de este lado de los Alpes», por
oposición a la Transalpina. Por aquel
entonces no la consideraban parte de
Italia.
En esa zona había ciudades etruscas
como Felsina o Mantua, pues durante el
siglo VII los etruscos se habían
expandido
desde
sus
fronteras
originarias hacia el norte. Ahora, sin
embargo, esas poblaciones cayeron en
manos de los galos. No contentos con el
territorio que dominaban, estas tribus
empezaron a cruzar los Apeninos y a
internarse en Italia propiamente dicha en
expediciones de pillaje.
En el año 387 —según la cronología
que parece más acertada—, en una de
estas correrías, una horda de galos
senones atravesó, o más bien barrió,
Etruria, penetró en el valle del Tíber y
se dirigió hacia el sur. Roma envió un
ejército para frenar su avance. Ambas
fuerzas se enfrentaron a orillas del
pequeño río Alia, un afluente del Tíber.
Era la primera vez que los romanos
se enfrentaban a los galos. Y resultó una
experiencia traumática para ellos.
En primer lugar, como promedio, los
galos eran bastante más altos que ellos,
gigantes de piel pálida, ojos azules y
pelo rubio. Llevaban los cabellos
largos, y a veces los peinaban en trenzas
que caían sobre los hombros, mientras
que en otras ocasiones se los untaban de
cal, formando una especie de púas
blancas que debían de hacer su aspecto
aún más temible. Llevaban pantalones,
prenda que los romanos no usaban,
vestían túnicas o mantos con rayas y
cuadros de vivos colores —antepasados
de los cuadros escoceses—, y se
calzaban con botas de cuero. Como
adorno, los principales guerreros
llevaban torques, gruesos collares de
oro, plata u otros metales, retorcidos
como trenzas.
Por si su aspecto no fuera lo bastante
amenazador, eran mucho más fieros que
los adversarios contra los que los
romanos estaban acostumbrados a
luchar. Según todas las descripciones de
los autores clásicos, atacaban en
oleadas haciendo soplar sus cuernos de
guerra, y cargaban de frente sin
preocuparse demasiado de minucias
tales como el orden de combate, la
superioridad o inferioridad numérica o
los accidentes del terreno. Algunos de
ellos, para demostrar su desprecio por
el enemigo o tal vez porque estaban de
cerveza o hidromiel hasta las trancas, se
lanzaban a la batalla desnudos.
Los galos eran, pues, guerreros a la
antigua usanza como los héroes de
Homero:
grandes
luchadores
individuales, pero no tan buenos en lo
colectivo (aunque bajo el mando de un
gran general como Aníbal esto cambió
de forma radical). Al igual que los
romanos, despojaban de sus armas a los
vencidos, pero ellos iban más allá.
También cortaban las cabezas de sus
enemigos
derrotados
y
las
embalsamaban con aceite para que se
conservaran más tiempo como trofeo.
Ése fue el destino de la cabeza de un
cónsul, Lucio Postumio, que murió en
216 luchando contra ellos.
Con el tiempo, los romanos se irían
acostumbrando al aspecto de estos
nuevos enemigos. Pero en esta ocasión
la primera acometida de los galos, doce
mil guerreros, abrió una brecha en su
ejército, que contaba con unos quince
mil soldados. Mientras los hombres del
centro eran masacrados, los del ala
izquierda huyeron despavoridos a la
cercana Veyes, que ahora les pertenecía.
Los del flanco derecho, que eran menos,
se retiraron a Roma.
Tras su victoria, los galos se
dedicaron a recoger el botín. Después se
pusieron en marcha, y tres días más
tarde se presentaron en Roma.
Por aquel entonces, la ciudad no
tenía una muralla que la protegiera por
entero, de modo que los galos pudieron
entrar en ella y saquearla prácticamente
a placer. Era la primera vez que ocurría
en la historia de la República. Una
desgracia así no se repetiría hasta
ochocientos años después, cuando otros
bárbaros, en esta ocasión germanos —
los visigodos de Alarico—, entraron en
Roma y sembraron la destrucción.
El saqueo del año 387 fue una
experiencia inesperada para los
romanos, que tras la conquista de Veyes
casi habían duplicado su territorio y se
sentían fuertes y seguros. También
resultó humillante y dolorosa. Tanto que
inventaron una serie de leyendas sobre
ese saqueo, en parte exagerando la
devastación y en parte adecentando un
poco su propio papel. Como suele
ocurrir, es difícil deslindar la historia
del mito, así que presentaré el relato
tradicional.
Buena parte de la población huyó:
ancianos, niños, mujeres —incluidas las
vestales que portaban el fuego sagrado
de la ciudad—. Los que podían luchar
se refugiaron en el Capitolio, que de los
siete montes era el más fácil de
defender. Pero hubo un grupo de
patricios, los senadores más viejos, que
ya no tenían edad de combatir y, por otro
lado, se negaban a abandonar la ciudad.
De modo que se sentaron en el Foro y
aguardaron en silencio.
No tardó en llegar un grupo de galos.
Al ver a aquellos ancianos sentados sin
moverse ni pestañear, durante un rato se
quedaron sin saber qué hacer. Después,
un guerrero se acercó a un patricio
llamado Marco Papirio y le dio un tirón
de la barba para ver si reaccionaba.
(Por aquella época, los romanos
llevaban barba). El viejo le asestó un
bastonazo en la cabeza, y el galo
respondió matándolo con su espada.
Aquélla fue la señal para masacrar a
todos los demás.
El saqueo duró varios días, pero no
había forma de tomar el Capitolio. Hasta
que un día los invasores encontraron en
una escarpada ladera huellas de que
alguien había trepado por allí. Era un
mensajero que los senadores asediados
habían enviado a Ardea, donde estaba
desterrado
Furio
Camilo,
para
nombrarle dictador y pedirle ayuda.
Breno, el rey de los galos senones,
pensó que por donde había subido un
solo hombre podían subir cientos. Esa
noche, unos cuantos treparon por la
ladera y llegaron a las alturas, tan
silenciosos que ni los guardias ni los
perros detectaron su presencia. Tuvieron
que ser los gansos sagrados de Juno, que
estaban pasando tanta hambre que
andaban más nerviosos de lo habitual,
quienes se dieron cuenta. Sus estridentes
graznidos despertaron a los defensores,
que tomaron las armas y lograron
rechazar a los asaltantes. El primero en
atacar y matar a un galo fue Manlio, que
por esta acción se ganó el cognomen[10]
de Capitolino.
El relato tiene su encanto, pero se
antoja incluso más legendario que el de
los ancianos senadores sentados como
estatuas. Muy negligentes debían de ser
los guardias del Capitolio para no oír a
los galos. Sobre todo, cualquiera que
tenga un perro en casa —o en la del
vecino— sabrá que, de noche
especialmente, oyen lo inaudible y
despiertan a todo el mundo con sus
ladridos.
El asedio del Capitolio se
prolongaba para desesperación de galos
y romanos. Por fin, los bárbaros
aceptaron marcharse de la ciudad si les
pagaban mil libras de oro, una auténtica
fortuna. Los romanos bajaron con
objetos preciosos y los galos fueron
pesándolos y echando cuentas. Quinto
Sulpicio, a la sazón tribuno consular, se
dio cuenta de que estaban usando pesas
amañadas en uno de los platillos para
sacarles más oro incluso que el
convenido. Cuando protestó, el rey
Breno se carcajeó de él, soltó su espada
en el platillo y dijo: Vae victis!, «¡Ay de
los vencidos!».
Los romanos tuvieron que resignarse
y poner oro de más, no ya sólo para
compensar las pesas falsas sino también
la espada. Sólo así consiguieron que se
fueran los galos.
La historia sigue contando que,
cuando Breno y sus hombres volvían
hacia el norte, Camilo, nombrado
dictador, apareció con un ejército,
derrotó a los galos y recuperó el oro. Él
también soltó su latinajo —lógico,
considerando que era su idioma—: Non
auro, sed ferro recuperanda est patria,
o sea: «La patria no ha de salvarse con
oro, sino con hierro».
¿Qué pudo pasar en realidad? Aquellos
galos no eran más que una banda de
saqueadores. Debieron derrotar a un
ejército romano, porque si no, no se
explica que pudieran entrar en la ciudad.
Pero el registro arqueológico no revela
huellas de una gran devastación por esa
época, así que su pillaje tuvo que ser
rápido, y seguramente no se molestaron
en destruir ni incendiar las casas. Es
posible que intentaran tomar el
Capitolio, pero no que estuvieran
sitiándolo siete meses: ni entonces ni
nunca tuvieron los galos paciencia para
largos asedios.
Que los romanos se vieran obligados
a pagar un rescate para librarse de ellos
resulta muy verosímil. Pero que lo
recuperaran gracias a la victoria de
Camilo sí que parece una creación
posterior para salvar su honor. Algo así
como la supuesta batalla de Calatañazor
en que los reyes cristianos por fin
lograron
derrotar
al
invencible
Almanzor.
IV
LA CONQUISTA DE ITALIA
Las consecuencias del saqueo de Roma
fueron más psicológicas que reales: de
haber sufrido una devastación tan grave
como cuentan los autores clásicos, en el
registro arqueológico habría quedado
una capa de cenizas que no se encuentra
por ninguna parte.
En cualquier caso, para evitar que se
repitiera una situación similar, los
romanos levantaron una muralla de diez
kilómetros de longitud que rodeaba la
ciudad. Con el tiempo, se dijo que ese
muro lo había construido Servio Tulio.
Sin embargo, los restos que se
conservan están construidos en toba
volcánica extraída de la Grotta Oscura,
una cantera situada cerca de Veyes, lo
que significa que la muralla sólo pudo
edificarse tras la conquista de esta
ciudad.
En estos momentos Roma poseía un
territorio de unos mil quinientos
kilómetros cuadrados (por hacernos una
idea, Guipúzcoa tiene algo más de mil
novecientos). Pero en pocas décadas
conseguiría multiplicar por cinco esta
extensión.
Según la tradición, en ello influyó
mucho Camilo. En el año 385, los
pueblos
vecinos
decidieron
aprovecharse de la debilidad de la
ciudad y se formó una coalición de
ecuos, volscos y latinos que invadieron
su territorio, mientras los etruscos
asediaban la ciudad aliada de Sutrio.
Para solucionar la crisis, los romanos
nombraron dictador por tercera vez a
Camilo, que logró derrotar a los
enemigos.
Como ya comentamos, en la figura
de Camilo, considerado segundo
fundador de Roma por la posteridad, se
mezclan elementos históricos y ficticios,
e incluso a veces simples repeticiones
de sus propios hechos. Entre otras
reformas, se le atribuye la del ejército,
que habría pasado de organizarse por
falanges, como el griego, a la formación
en manípulos más flexible. No hay
pruebas claras de ello, así que
hablaremos de este tipo de formación
más adelante, cuando ya es seguro que
se empleaba.
Según la tradición, Camilo fue
nombrado dictador por cuarta vez en el
año 368. En aquel momento, la lucha
entre patricios y plebeyos había vuelto a
enconarse. Nueve años antes —las
fechas son inseguras, pero a falta de
otras mejores doy las de los
historiadores romanos—, los tribunos de
la plebe Cayo Licinio y Lucio Sextio
habían presentado unas medidas
conocidas colectivamente como leges
Liciniae Sextiae. Estas medidas
debilitaban el poder de los patricios;
por ejemplo, limitaban la extensión de
terreno público que podía poseer una
sola persona. Las leges Liciniae Sextiae
también proponían que se dejaran de
elegir tribunos con poderes consulares,
que se escogieran exclusivamente dos
cónsules al año y que uno de ellos fuese
por fuerza plebeyo.
Los patricios, como era de esperar,
se negaron a permitir que estas leyes
fueran aprobadas. Pero en 368, Camilo,
que tenía ya casi ochenta años,
comprendió que, si no querían sufrir una
guerra civil o ser destruidos por los
enemigos, los patricios debían ceder, de
modo que usó su influencia para
conseguir que las leyes entraran en
vigor. A partir de ese año, en las listas
sólo encontramos dos nombres de
cónsul, y no seis o hasta ocho tribunos
como había llegado a ocurrir.
Camilo fue dictador una quinta vez
al año siguiente, en este caso por una
emergencia militar, y derrotó a una
nueva horda de galos junto al monte
Albano. Dos años después, en 365,
falleció en otra epidemia que azotó la
ciudad. Como cuenta Plutarco, aunque
en aquella plaga perecieron muchos
otros ciudadanos, la muerte de Camilo
apenó a los romanos más que todas las
demás juntas.
La guerra latina y la batalla
del Vesubio
A mediados del siglo IV, Roma era ya
una gran potencia italiana. Las únicas
que se le podían oponer en Italia no eran
estados unificados, sino confederaciones
de tribus o de ciudades. Al norte, en el
valle del Po, estaban los galos, con los
que de momento prefirieron no meterse
en líos. Al sur se hallaba la fértil región
de Campania, poblada de ciudades
griegas, como toda la parte inferior de la
bota, que por tal motivo se llamaba
«Magna Grecia». En las montañas
moraban diversos pueblos, entre los que
destacaban los samnitas, formados por
cuatro tribus que, llegada la hora de
hacer la guerra, se aliaban y nombraban
un general supremo.
La primera guerra contra los
samnitas empezó en 343, pero los
detalles no están nada claros. Al final de
este conflicto, en el año 341, los
romanos habían puesto ya el pie en
Campania. Era una región rica, con
llanuras fértiles de tierras volcánicas
que producían excelentes vinos, y
también disponía de puertos naturales y
montes abundantes en minerales. La
primera ciudad en caer en su poder fue
Capua, que se alió voluntariamente con
Roma, precisamente para pedirle ayuda
contra los samnitas.
De momento, sus conquistas no
pudieron ir mucho más allá. Roma sufría
problemas en el patio trasero de su casa.
Desde siglo y medio antes existía la
Liga Latina, una alianza de ciudades del
Lacio que incluía a Roma. Por los
términos de esa coalición, romanos y
latinos combatían juntos en sus guerras.
Así, cada ejército consular se componía
de dos legiones de soldados romanos
flanqueadas por otras dos unidades de
socii o aliados. A cambio, el botín se
repartía también entre los romanos y los
latinos.
Pero en el año 340, los latinos
percibían que los romanos estaban
abusando de ellos, y enviaron una
embajada a Roma para pedir que la
alianza se convirtiera de hecho en un
estado unificado: uno de los dos
cónsules y la mitad de los senadores
debían ser latinos. Roma rechazó la
propuesta, y estalló la guerra.
En esta ocasión, los romanos se
coaligaron con los samnitas, aunque
hacía pocos meses que habían
combatido contra ellos ayudados por los
latinos: las alianzas cambiaban con
facilidad. En este sentido, los romanos
eran maquiavélicos, pero el mismo
argumento se podría aplicar a los otros
pueblos.
La batalla decisiva se libró cerca
del Vesubio. Los cónsules de aquel año
eran Publio Decio Mus y Tito Manlio
Torcuato, y ambos pasaron a la historia
por sus acciones.
Hablemos primero de Tito Manlio.
En el año 361, un ejército galo se
enfrentó contra otro romano. De las filas
bárbaras salió un guerrero que desafió a
sus enemigos a un duelo singular. Según
el historiador Tito Livio era un tipo
gigantesco. Considerando que los galos
eran de por sí más altos que los italianos
y que alguien que se atrevía a lanzar un
reto así, sin saber quién lo aceptaría,
debía confiar mucho en sus propias
fuerzas, no hay razón para dudar de lo
que dice el historiador.
Los romanos se miraron unos a
otros: en aquel entonces todavía tenían
más miedo que respeto a los galos,
sobre
todo
como
combatientes
individuales. Pero Tito Manlio, que por
aquel entonces aún era muy joven, pidió
permiso al general romano para aceptar
el desafío. Después se adelantó armado
con una espada corta, lo que provocó las
burlas del galo, que le sacó la lengua.
(El propio Livio añade: «Lo cual
pareció digno de mención a los
antiguos»).
El duelo duró poco. El galo utilizó
su espada a la manera de su pueblo,
lanzando un tremendo tajo de arriba
abajo. Manlio lo esquivó y se adelantó,
penetrando en la defensa del bárbaro
para lanzar dos rápidas estocadas, una
al vientre y otra a las ingles. Cuando su
enemigo cayó al suelo, Manlio le quitó
la torques, el collar característico de los
galos, y se la puso aunque estaba
ensangrentada.
Gracias a esa acción, Manlio recibió
el sobrenombre de Torcuato, «el de la
torques», que se convirtió en cognomen
de la familia. La historia puede sonar a
ficción, pero lo cierto es que los
romanos tenían tanta tendencia como
otros pueblos antiguos a los duelos
singulares. En este caso, los detalles con
que adorna su narración Livio son
verosímiles, pues reflejan la distinta
forma de combatir de galos y romanos:
los primeros preferían el filo de la
espada, los segundos la punta. (De ese
asunto hablaremos más en el capítulo
dedicado expresamente al ejército).
La admiración por los combates
singulares se revela ya en la temprana
historia de los Horacios y los Curiacios.
Una muestra de esa tendencia es que la
condecoración más valorada en Roma
eran los spolia opima, que conseguía un
general por dar muerte al jefe enemigo y
despojarlo de su armadura. Los spolia
opima sólo se concedieron tres veces en
toda la historia de Roma. La primera a
Rómulo, por haber vencido a Acro, rey
de los ceninenses; la segunda a Aulo
Cornelio Coso, que mató al rey etrusco
Larte Tolumnio de Veyes; y la tercera a
Claudio Marcelo por abatir a
Viridomaro, rey de los gesatas.
Un elemento clave en estos combates
era despojar al vencido de sus armas,
que luego se conservaban como trofeo
familiar o se ofrendaban a los dioses.
Una panoplia completa —escudo,
yelmo, coraza, grebas, lanza y espada—
constituía una posesión muy valiosa que
sólo se podían permitir los miembros de
las clases superiores. Por eso muchos de
ellos la exhibían directamente sobre el
dintel de la puerta de su casa.
Mas no se trataba sólo de una
cuestión simbólica: llegado el caso, las
armas de los vencidos se reutilizaban.
Durante la Segunda Guerra Púnica, los
romanos recurrieron a panoplias
consagradas a los dioses para equipar a
las legiones que tuvieron que movilizar
en situaciones de urgencia, mientras que
los hombres de Aníbal se protegían con
las armaduras arrebatadas a los romanos
vencidos.
Volviendo a los duelos singulares, lo
más normal era que no enfrentaran a los
generales enemigos y, por tanto, no
implicaran la concesión de los spolia
opima. Uno de los más célebres de la
historia de Roma se libró poco después
del de Torcuato, en el año 349, cuando
un ejército galo se enfrentó a otro
romano en la zona de las Ciénagas
Pontinas.
La escena fue similar: galo de casi
dos metros que sale dando zancadas de
sus filas y reta a quien se atreva a duelo
singular. En este caso, quien pidió
permiso al cónsul para aceptar fue un
joven tribuno militar llamado Marco
Valerio.
Todo muy parecido, pero con
detalles originales…, y un punto
fabulosos. Cuando Valerio se acercó a
su contrincante, un cuervo se posó
encima de su yelmo. Al empezar la
pelea, el pájaro se lanzó sobre el rostro
del enorme galo y lo distrajo
picoteándolo y aleteando delante de su
rostro. Entorpecido de esta manera, el
galo fue presa fácil para Valerio, que lo
mató con su espada, lo despojó de la
armadura y se ganó para sí mismo y sus
sucesores el sobrenombre de Corvus,
Cuervo.
Esta parte del cuervo puede ser un
añadido fantasioso para explicar el
origen de un cognomen. Además, los
lectores modernos pueden preguntarse
qué mérito tuvo la victoria de Valerio si
lo ayudó un ave enviada por los dioses.
Hay que decir que para los antiguos
no era ningún desdoro recibir auxilio de
las divinidades, pues éstas sólo
favorecían a quienes se lo merecían. Así
lo hizo la diosa Atenea con Aquiles en
su combate contra Héctor. Por hacer un
símil futbolístico, para los antiguos
recibir el favor del árbitro del partido
significaba que estaban jugando mejor.
Volvamos a la guerra contra los latinos y
a Tito Manlio Torcuato. Decía que éste
pasó a la historia, y no me refería a su
duelo contra aquel galo. Cuando ambos
ejércitos estaban cerca, Torcuato ordenó
a sus hombres disciplina total. Nadie
debía acercarse al campamento enemigo
ni para confraternizar con los latinos ni
para batirse con ellos en duelos
personales. Probablemente quería evitar
más lo primero que lo segundo, ya que
romanos y latinos habían sido aliados
hasta anteayer. En cualquier caso, la
pena por quebrantar su orden era igual
en ambos casos: la muerte.
Pero el propio hijo del cónsul,
llamado también Tito Manlio, incumplió
las instrucciones. Al mando de un
destacamento de caballería se acercó al
campamento latino. Un oficial llamado
Gémino lo desafió con afrentas a Roma.
Manlio aceptó el reto y lo mató. Pero
cuando presentó a su padre las armas
del enemigo vencido, Torcuato hizo que
lo ataran a un poste. Después, delante de
todo el ejército, un lictor lo degolló con
un hacha por desobedecer las órdenes.
El mismo guerrero que había
conquistado su sobrenombre en un duelo
hizo matar a su hijo por librar otro. Este
relato nos ilustra sobre la disciplina casi
inhumana de los romanos, pero también
sobre su agresividad innata, que había
que controlar para que no combatieran
por su cuenta como héroes homéricos o
como bárbaros galos.
En cuanto al otro cónsul, Decio Mus,
también poseía un historial destacado.
Tres años antes había obtenido la corona
de hierba, una de las condecoraciones
más apreciadas por los romanos. Sólo
se le concedía a aquel general que
salvaba a un ejército entero, y se la
otorgaban los soldados a su jefe, al
contrario de lo habitual. En el caso de
Decio, la había conseguido al rescatar a
las legiones del cónsul de una encerrona
en un valle entre las montañas del
Samnio.
Ahora, en el año 340, cuando los
romanos se hallaban acampados cerca
de Capua, los dos cónsules recibieron la
misma visión en sueños. Una forma
ingente e inhumana se les apareció y les
dijo que el jefe de un ejército y las
tropas del otro iban a ser sacrificadas a
los dioses manes —las almas de los
muertos— y a la madre Tierra. De modo
que el general que se ofreciese a sí
mismo como víctima conseguiría al
mismo tiempo la destrucción de la
hueste rival.
Al hablar del asunto, ambos
cónsules decidieron que, cuando llegara
el combate, si uno de los dos flancos
romanos cedía, el cónsul al mando se
consagraría a sí mismo y al ejército
enemigo a los manes de los muertos.
La batalla se libró al pie del
Vesubio.
En
realidad
fueron
prácticamente dos batallas paralelas,
como solía ocurrir cuando el ejército se
dividía entre los dos cónsules. Fue el
ala izquierda, la que mandaba Decio, la
que empezó a flaquear, y los astados, los
soldados de primera fila, se refugiaron
tras los príncipes de la segunda.
Al ver que la situación era muy
apurada, Decio Mus decidió que había
llegado el momento de sacrificarse. Se
cubrió la cabeza con la toga y recitó un
voto que más parece un terrible conjuro
mágico:
Jano, Júpiter, padre Marte,
Quirino, Belona y vosotros lares,
novensiles e indigetes, deidades
que tenéis poder sobre nosotros
y nuestros enemigos; y vosotros
también, divinos manes: os rezo,
os reverencio y os ruego que
bendigáis al pueblo romano con
poder y con victoria, y que
lancéis sobre sus enemigos
miedo, terror y muerte. Ahora,
por el bien del pueblo romano,
del ejército, de las legiones y de
sus aliados, ofrezco en sacrificio
a los manes y a la Tierra las
legiones y los auxiliares del
enemigo, del mismo modo que
me ofrendo a mí mismo.
Dicho esto, Decio se ciñó la toga a
la forma gabinia, esto es, usando un
extremo del propio manto a modo de
cinturón, típico gesto al ofrecer un
sacrificio. Después, se lanzó a caballo
él solo contra el ejército latino ante el
estupor de todos, y no tardó en caer
abatido por los dardos enemigos.
Volvemos a encontrarnos ante una
historia que desprende cierto tufillo a
leyenda. Que el mismo sueño se
presentara a los dos cónsules no se
antoja demasiado verosímil. Pero existía
un ritual llamado devotio por el que los
enemigos eran ofrecidos como víctimas
a los manes, los dioses infernales. El
poder de este sacrificio —que, en el
fondo, era una maldición— aumentaba si
uno también se ofrendaba a sí mismo.
De nuevo, no debemos subestimar la
importancia que le daban los antiguos
romanos a la religión.
Prescindiendo del detalle del sueño,
el
relato
resulta
perfectamente
verosímil. La devotio de Decio debió de
producirse en una de las pausas que
siempre se hacían en los combates por
puras razones físicas, aunque sólo fuera
por apoyar un rato en el suelo un escudo
que pesaba cerca de diez kilos. Es fácil
imaginar el estupor de los enemigos al
ver cómo todo un cónsul de Roma
cargaba contra ellos como un suicida.
Por su parte, los romanos, al saber el
terrible sacrificio que había ofrecido
Decio —él se cuidó de que sus lictores
informaran—, debieron de pensar que
los dioses estaban de su parte y lucharon
con redoblado fervor. El resultado fue
una victoria aplastante de los romanos.
Si me he extendido en las
circunstancias anímicas y religiosas que
rodearon
esta
batalla
—duelos
personales, disciplina, suicidios rituales
— más que en las materiales no es sólo
porque el relato en sí sea curioso, sino
porque refleja mucho del ethos de los
romanos, el espíritu que animaba sus
ideales, sus costumbres y su forma de
concebir la guerra. En el capítulo
siguiente, analizaremos con más detalle
su armamento y sus tácticas, pero para
comprender mejor sus triunfos, y
también
sus
fracasos,
debemos
empatizar un poco con su visión del
mundo.
Tras la batalla del Vesubio, los latinos
volvieron a sufrir una derrota, esta vez
en Trifano. En 338, se vieron obligados
a firmar la paz con los romanos.
La Liga Latina como tal desapareció.
Roma firmó con cada una de las
ciudades un tratado distinto, y prohibió
expresamente que pactaran entre ellas.
Esta política la utilizaría durante
siglos. Conforme fue conquistando
nuevos territorios, Roma estableció
estatutos distintos para cada uno. En el
caso que nos ocupa, las ciudades
formaron parte de una nueva comunidad,
una commonwealth romana con tres
niveles jerárquicos:
Primero estaban las comunidades
latinas cuyos habitantes se convirtieron
directamente en ciudadanos romanos y
fueron inscritos en nuevas tribus a
efectos de las votaciones en los
comicios tributos. Así pasó con Lanuvio
o Aricia. El caso de la ciudad marítima
de Ancio fue curioso: sus habitantes
adquirieron la ciudadanía, pero tuvieron
que entregar su flota. Los romanos
destruyeron algunos de esos barcos y se
llevaron a la ciudad los espolones y los
mascarones de proa, que exhibieron en
el Foro como trofeos debajo de la
tribuna de oradores. Desde entonces,
ésta se llamó Rostra por el plural de
rostrum, «mascarón».
En segundo lugar, estaban las
ciudades que siguieron siendo aliadas
independientes, o foederatae, que se
llamaban así porque tenían un foedus o
pacto con Roma, como Tíbur o Preneste.
Sus ciudadanos podían casarse y
comerciar con los romanos, pero no con
los de otras ciudades de la antigua Liga
Latina: era una forma de centralizarlo
todo en Roma y evitar que establecieran
vínculos entre ellos. Debían contribuir
con tropas al ejército romano, y ya no
podían decidir su política exterior.
En tercer lugar, en territorios más
alejados, los romanos impusieron a las
comunidades vencidas el estatuto de
civitates sine suffragio, ciudades sin
derecho a voto. Así ocurrió, por
ejemplo, con Capua o Acerras. Sus
habitantes eran ciudadanos romanos,
pero a medias: aunque servían en el
ejército, no podían votar en los
comicios ni ser elegidos para las
magistraturas. Ahora bien, si se
trasladaban a vivir a Roma adquirían
todos los derechos, medida que
favoreció la inmigración a la ciudad.
Todos estos estatutos se aplicaban a
ciudades ya existentes, pero también
servían para colonias de nueva
fundación, cuyos habitantes podían
recibir directamente la ciudadanía
romana o tan sólo la latina.
Los
romanos
establecieron
veintiocho de estas colonias en lugares
fácilmente defendibles. Contaban con
baluartes formidables, lo que demuestra
que su principal función era proteger una
frontera en continua expansión. Por
ejemplo, la colonia de Cosa tenía una
muralla de casi diez metros de altura y
dos metros y medio de espesor. La
fortificación de Pesto, sobre una muralla
ya existente, resultó aún más
impresionante: en un perímetro de cinco
kilómetros, dos lienzos de sillares de
roca caliza contenían un núcleo de tierra
de casi siete metros de grosor, y sobre
esta gruesa muralla se alzaban
veintiocho torres de vigilancia.
Las colonias tenían como promedio
entre tres mil quinientos y cuatro mil
pobladores varones, junto con sus
familias: casi los números de una legión.
Los colonos recibían tierras, lo que
venía muy bien a ciudadanos
empobrecidos, pero a cambio se
comprometían a no abandonar la nueva
ciudad a no ser que dejaran en ella un
hijo que pudiera reemplazarlos como
soldados.
Esta condición se aplicaba incluso
en situaciones de peligro: en 206, los
colonos de Placentia y Cremona
enviaron embajadores a Roma para
quejarse de que muchos ciudadanos
habían huido por la amenaza de los
galos. Uno de los cónsules del año,
Sexto Elio, pasó casi todo su mandato
siguiendo la pista a los desertores y
llevándolos de regreso a las colonias.
Todo este sistema de ciudades
federadas, libres, tributarias, colonias y
municipios nos resulta muy complicado.
Pero los romanos no obraban así por
afán de embrollar las cosas, sino
aplicando la máxima Divide et vinces,
«Divide y vencerás». Si todas las
ciudades conquistadas hubiesen estado
en la misma situación, les habría
resultado más fácil encontrar puntos en
común entre ellas y unirse contra Roma.
Pero como la situación de las ciudades
podía cambiar, cada una se esforzaba
por competir con las demás para
superarlas en prestigio y en los términos
de su relación con Roma.
En general, el «yugo» romano no
debía resultar tan intolerable. Muchas
comunidades formaban, en la práctica,
parte de Roma. Otras tenían menos
derechos, pero eran suficientes como
para que se conformaran con ellos.
Cuando siglo y pico más tarde Aníbal
invadió Italia, pensó que los aliados
forzosos de los romanos desertarían en
masa y se pasarían a sus filas. Pero no
fue así, lo que demuestra que los
romanos no eran unos amos tan tiránicos
y que, además, existían lazos fuertes
entre los pueblos italianos.
La segunda guerra Samnita
Tras el primer enfrentamiento, que casi
fue un amago, romanos y samnitas
volvieron a chocar. En el año 328, los
romanos fundaron una colonia en
Fregelas, en la orilla derecha del río
Liris, que más o menos marcaba la
nueva frontera entre los dominios de
Roma y la confederación del Samnio.
Aunque no era territorio de los samnitas,
éstos consideraron que se trataba de una
especie de cabeza de puente destinada a
expandirse por sus montañas, y no se lo
tomaron a bien.
La guerra estalló dos años después.
En el año 326 en Neápolis —la actual
Nápoles— había una guarnición
samnita, que había sido llamada por los
propios neapolitanos. Por aquel
entonces, éstos andaban divididos, como
era habitual en las ciudades griegas, en
dos facciones: oligarcas y demócratas.
En general, los oligarcas tendían a
reducir los derechos cívicos y a limitar
los cargos públicos a los ciudadanos
más adinerados. También aumentaban
los poderes y atribuciones de sus
magistrados y de los consejos formados
por las élites, que eran similares al
senado romano. Los demócratas, por el
contrario, otorgaban más poder a la
asamblea y extendían los derechos a
todos
los
ciudadanos,
independientemente de sus ingresos.
En esta época, la constitución de la
República
mezclaba
elementos
democráticos —los comicios— y
oligárquicos —las magistraturas y el
senado—, accesibles sólo a unos pocos.
Pero los que prevalecían a la hora de la
verdad eran los oligárquicos. Como
hemos visto, los comicios estaban
organizados y manipulados de tal modo
que las clases superiores ganaban casi
todas las votaciones. Si el pueblo llano
no se rebelaba más a menudo ni
organizaba una guerra civil, como solía
ocurrir en las ciudades griegas, era en
buena parte por las conquistas, que
permitían
distribuir
terrenos
a
ciudadanos pobres e instalarlos como
colonos fuera de la ciudad.
Cuando trataba con otras ciudades,
el senado, que manejaba la política
exterior, favorecía sobre todo a
regímenes oligárquicos. Por tanto, los
partidarios de la democracia en las
ciudades griegas no confiaban en los
romanos y buscaban otras alianzas. Eso
es lo que ocurrió en Neápolis, donde los
demócratas decidieron acoger a los
samnitas.
Pero los oligarcas se rebelaron,
expulsaron a los samnitas y abrieron las
puertas de la ciudad a una guarnición
romana. Tal fue el inicio oficial del
conflicto.
Al principio, la guerra fue bien para
los romanos, que obtuvieron diversas
victorias e incluso invadieron el
montañoso territorio samnita. Pero en
321 sobrevino un desastre que en el
imaginario romano resultó parangonable
al saqueo de la ciudad por los galos.
Los samnitas, que lógicamente conocían
mejor su región, atrajeron a los romanos
a una trampa. Los dos cónsules y sus
ejércitos entraron en un paraje conocido
como Horcas Caudinas. Las únicas
salidas eran dos angostos desfiladeros, y
cuando quisieron darse cuenta se vieron
rodeados de enemigos y con las vías de
escape bloqueadas por rocas y árboles.
Los samnitas tenían ante sí la
oportunidad de exterminar a un doble
ejército
consular.
Pero
no
la
aprovecharon. En lugar de organizar una
masacre o dejar que murieran de
hambre, decidieron exigir a los
generales que se rindieran en nombre
del pueblo romano.
La situación era desesperada. Sin
embargo, ni los cónsules ni el resto de
los magistrados que iban con el ejército
tenían la potestad de firmar la paz: sólo
el senado y los comicios podían hablar
en nombre del pueblo romano. Lo único
que estaba en manos de los cónsules
Veturio y Postumio era dar su palabra o
sponsio de que convencerían al pueblo
romano para aceptar un tratado. Con
ellos juraron también los cuestores y los
tribunos de las legiones.
Pese al juramento, los samnitas
retuvieron
como
precaución
a
seiscientos équites, miembros de la
élite. Además, no permitieron que los
demás se marcharan con sus armas. Los
romanos tuvieron que dejarlas en manos
de sus enemigos y pasar bajo un yugo
formado por una lanza horizontal sobre
dos verticales.
Era
exactamente
la
misma
humillación a la que el dictador
Cincinato había sometido a los ecuos
casi siglo y medio antes, la versión en
negativo del pasillo triunfal que se hace
a los equipos vencedores. Empezando
por sus poderosos y dignos cónsules, los
romanos pasaron de dos en dos,
agachándose bajo el yugo, medio
desnudos y entre los insultos, las burlas
y los escupitajos de los samnitas que les
habían tendido la trampa.
¿Se firmó al final la paz? Según los
historiadores romanos, no: el senado y
el pueblo rechazaron las condiciones,
aunque eso supusiera la muerte de los
rehenes, y luego vengaron el desastre de
las Horcas Caudinas con una serie de
victorias. Pero lo cierto es que Roma
entregó las ciudades de Fregelas y
Cales, así que los estudiosos actuales
sospechan que Roma se tragó su orgullo
y aceptó las condiciones impuestas por
los samnitas. Ahora bien, sin duda
empezaron a rumiar la venganza desde
ese mismo momento. Probablemente no
les habría dolido tanto la aniquilación
de dos ejércitos consulares como la
terrible humillación a que los habían
sometido.
Aunque todos estos años se consideran
parte de la Segunda Guerra Samnita,
hubo paz entre ambos bandos durante
media década. Los romanos reforzaron
su situación en Campania mientras tanto
y crearon nuevas tribus en las colonias
fundadas.
En 316, los samnitas invadieron el
Lacio y vencieron a los romanos en
Láutulas. Pero al año siguiente fueron
ellos los derrotados, y los romanos
recuperaron Fregelas y empezaron a
rodear el territorio samnita de colonias
y de nuevos aliados.
Tras la afrenta de las Horcas
Caudinas, la guerra poco a poco se fue
inclinando del lado romano. La prueba
fue que los ingresos que conseguían por
sus
conquistas
les
permitieron
emprender un programa de obras
públicas muy ambicioso.
Apio Claudio y sus obras
En el año 312, en plena guerra contra
los samnitas —y contra muchos pueblos
más—, los romanos eligieron como
censor a Apio Claudio Caecus, el
Ciego. Por aquel entonces todavía no
había recibido ese apodo, ya que
conservaba la vista, pero fue así como
pasó a los libros de historia.
El primer censo de Roma lo había
realizado el rey Servio Tulio, y en él
inscribió a los ciudadanos por sus
propiedades. Lógicamente, había que
poner este censo al día, de modo que se
confeccionaba uno nuevo cada cinco
años, periodo que se denominaba
«lustro».
En los primeros tiempos de la
República los cónsules se encargaban
del censo. Pero en el año 443
aparecieron
los
censores
para
descargarles de este pesado deber. No
era la única razón: también tenía que ver
la lucha de los órdenes entre plebeyos y
patricios.
Ese mismo año, en lugar de cónsules
se habían nombrado tribunos con
poderes consulares, y entre ellos había
varios plebeyos. Para evitar que
pudieran controlar el censo, que era una
herramienta muy poderosa de control
social, los patricios crearon una
magistratura ad hoc, la censura,
reservada sólo a ellos. Así siguió siendo
hasta el año 351, en que se nombró al
primer censor plebeyo. Más adelante,
incluso fue obligatorio por ley que al
menos uno de los dos censores fuese
plebeyo.
La función principal de estos
magistrados era redactar el censo. Para
ello registraban a todos los ciudadanos y
calculaban sus fortunas. Después, según
su patrimonio los organizaban en tribus
para los comicios curiados y en
centurias para el ejército y los comicios
centuriados. Recordemos que lo hacían
de tal manera que aseguraban la victoria
de las clases altas en casi todas las
votaciones.
Esas mismas listas les servían
también para elegir a los miembros del
senado. Puesto que los senadores debían
ser personas de conducta intachable y no
dedicarse a tareas viles como la banca o
el comercio, los censores también se
convertían en jueces morales: de ahí
procede nuestro uso de la palabra
«censura».
Sin embargo, esa censura no se
limitaba a los senadores. Cualquier
ciudadano podía ver en el censo, al lado
de su nombre, una nota censoria, una
marca que lo señalaba como inmoral o
antipatriota. Cuando así ocurría, esa
persona era expulsada de la tribu y se
convertía en un simple aerarius, que
tenía que pagar impuestos cuando le
correspondiera pero no podía votar. En
ese sentido, su situación era igual que la
de los habitantes de muchas ciudades
conquistadas.
Así ocurrió, por ejemplo, con más
de dos mil jóvenes romanos después de
la batalla de Cannas. Su falta era no
haber combatido durante cuatro años en
ninguna campaña en una época en que se
reclutaban constantemente legiones para
luchar contra Aníbal, sin tener tan
siquiera la excusa de haber estado
enfermos. Eso demuestra que, aunque
hablemos a menudo de la virtus, el valor
guerrero de los romanos, había mucha
gente que, como es humanamente
comprensible, procuraba escurrir el
bulto para que no la alistaran.
El castigo que decidieron los
censores fue ejemplar: dos mil
ciudadanos fueron convertidos en
aerarii y enviados a Sicilia, donde
tuvieron
que
servir
con
los
supervivientes
de
las
legiones
derrotadas en Cannas.
El papel de los censores no se limitaba
a confeccionar censos y tachar a quienes
incumplían las normas morales. También
eran quienes preparaban lo más
parecido a los presupuestos generales
de la República y controlaban gastos e
ingresos.
Ellos
arrendaban
a
particulares las propiedades públicas,
como las minas o los bosques, y también
encargaban a los publicanos la
antipática labor de recaudar impuestos
en nombre del Estado.
Al manejar el gasto público, eran
ellos
quienes
adjudicaban
y
supervisaban las contratas de las
grandes obras. El primero del que
sabemos que empezó a realizarlas fue,
precisamente, Apio Claudio, el que
todavía no era ciego.
Hay que decir que fue un personaje
muy polémico. Para empezar, cuando lo
nombraron censor en 312 todavía no
había sido cónsul. Considerando que la
censura era el cargo más prestigioso de
Roma, se antojaba un tanto irregular.
Asimismo, Apio Claudio inscribió en
las listas de senadores a ciudadanos que
los patricios de más rancio abolengo no
consideraban apropiados, incluidos
libertos —antiguos esclavos liberados
—. Aquello provocó tal escándalo que
su colega como censor, Plaucio, dimitió
del cargo.
Eso debería haber supuesto que
Apio Claudio también dimitiera, pero
era hombre de armas tomar y no lo hizo.
Aunque el cónsul de 311 no le admitió
en las listas del senado, él no se arredró
por ello y siguió en el cargo.
Si no consiguió «colar» a quienes él
quería entre los senadores, al menos
logró repartir a la gente más humilde por
todas las tribus. En realidad, desde
nuestro punto de vista estas personas
«humildes» —humiles en latín—
pertenecían más bien a las clases
medias, pues muchos de ellos eran
comerciantes y artesanos cuyos ingresos
no se basaban en poseer tierras. El
nuevo censo de Apio repartió a esas
personas no sólo por las cuatro tribus
urbanas, sino por todas las rurales, y así
aumentó su influencia para escándalo de
los terratenientes. Todo eso, no lo
olvidemos, siendo un patricio.
En cualquier caso, lo que más quedó
en la memoria de los romanos fueron sus
obras públicas, la via Appia y el aqua
Appia, ya que, como vemos, las bautizó
con su propio nombre, costumbre que
siguieron más censores.
Existían buenos motivos para
llevarlas a cabo. En primer lugar, había
dinero. Durante las guerras samnitas,
Roma se había enriquecido tanto en lo
público como en lo privado hasta
niveles sin precedentes. A la ciudad
afluían sin cesar botines de los saqueos,
que permitían celebrar triunfos y erigir
nuevos templos a los dioses.
En segundo lugar, estas obras, que
inauguraron una red de calzadas y
acueductos que no dejarían de crecer
durante la República y los primeros
siglos del Imperio, eran necesarias.
Empecemos con la vía Apia. A los
romanos les interesaba cada vez más la
región de Campania, que era rica de por
sí, y además les permitía llevar sus
ejércitos a las fronteras con el Samnio.
El camino natural era la vía Latina, un
sendero que corría por las laderas de las
montañas. Pero era angosto y escabroso.
Los romanos necesitaban caminos más
anchos, rectos y expeditos para enviar
tropas y suministros con la mayor
celeridad posible. Por otra parte, les
interesaba dominar también la costa.
Por esa razón, el nuevo sendero
planeado por Apio Claudio y los
ingenieros pasaba cerca del mar,
atravesando las Ciénagas Pontinas, un
vasto paraje pantanoso formado por ríos
y arroyos que se estancaban poco antes
de llegar al mar, ya que no encontraban
una salida clara entre las dunas.
Después, antes de llegar a Neápolis, la
vía Apia giraba hacia el este alejándose
del Mediterráneo y llegaba hasta Capua.
Este primer tramo medía doscientos
once kilómetros. Al principio estuvo
cubierto tan sólo de grava, pero a partir
del 295 se cubrió su superficie con un
empedrado, y más adelante se prolongó
hasta Brindisi, en el tacón de la bota.
Las calzadas constituyen uno de los
legados más perdurables de la época
romana. Algunas de ellas siguen
existiendo y otras se han convertido en
la base para nuevos caminos. A finales
de la República toda Italia estaba
surcada por carreteras que la recorrían a
modo de venas, y durante el Imperio los
césares hicieron construir una red
similar en las provincias, hasta llegar a
disponer de más de ochenta mil
kilómetros de vías pavimentadas. Por
ellas marchaban cómodamente los
viajeros, los comerciantes… y, por
supuesto, los legionarios.
Con el tiempo, el procedimiento
para construir las carreteras se hizo
estándar. Tras marcar dos surcos
paralelos, que podían estar separados
hasta por diez metros en las vías más
anchas, los obreros —o los legionarios,
que a menudo empleaban más el pico
que la espada— excavaban hasta
encontrar roca dura. Después echaban
una primera capa de piedras planas,
encima otra de grava, luego una de
piedras trituradas y mezcladas con cal, y
por último un pavimento formado por
losas planas unidas por argamasa, que
se construía combado para que el agua
se drenara hacia los lados.
En los laterales de las calzadas
había escalones para montar a caballo y
apartaderos para dejar paso a viajeros
con preferencia —militares, sobre todo
—. También se alzaban los miliarios,
mojones de piedra situados cada mil
pasos o mille passuum: de ahí proviene
el término «milla» (la milla romana
medía algo menos de mil quinientos
metros). Basándose en esos miliarios,
los cartógrafos podían dibujar luego
mapas en forma de itinerarios, de tal
manera que los viajeros podían saber
cuánto les quedaba hasta su destino o
hasta la próxima desviación. Existían
igualmente
posadas,
públicas
y
privadas, así como casas de postas.
Gracias a esta red cada vez más
sofisticada se hizo posible poco a poco
algo que ahora nos parece tan normal
como planificar un viaje, pero que
entonces no lo era. En el año 51 a.C., el
orador Cicerón pudo recibir tres cartas
de su amigo Ático mientras atravesaba
Italia de Roma a Brindisi, e informarle
con precisión de sus movimientos:
Te voy a enviar esta carta el 10
de mayo, justo antes de salir de
Pompeya para Trébula, donde
voy a pasar la noche con Poncio.
Después me propongo viajar en
etapas normales sin retrasos.
En esta época de GPS y móviles
todo esto nos parece tan normal, pero no
lo era, y como tantos otros avances del
esplendor de Roma, se perdió con su
caída.
La vía Apia cubría necesidades
externas, fundamentalmente militares.
Pero la propia ciudad tenía las suyas
intramuros. En la época de Apio
Claudio, Roma se acercaba a los sesenta
mil vecinos (hablamos de la zona
urbana, no del estado en su conjunto). La
Roma imperial llegaría a ser un
monstruo de más de un millón de
habitantes, pero para finales del siglo IV
a.C. sesenta mil era una cifra más que
considerable.
Hasta entonces les había bastado con
el agua de las fuentes y la que obtenían
del Tíber. Pero cada vez necesitaban
más, y a ser posible traída de lugares
más apartados, donde los residuos de la
propia ciudad no la contaminaran. En el
mismo año en que empezaron las obras
de la vía Apia, el censor Apio Claudio
ordenó también la construcción del
primer acueducto, que se denominó
aqua Appia.
De nuevo, se trataba de una hazaña
de la ingeniería, aunque después la
superarían con mucho. Este acueducto
medía casi diecisiete kilómetros de
longitud, pero con el tiempo los romanos
construirían otros de más de noventa
kilómetros.
Aunque lo primero que se nos viene
a la cabeza al hablar de acueductos es el
de Segovia, con sus espectaculares
arcos, la mayor parte del trazado solía
ser subterráneo. Eso suponía una
ventaja: era más fácil evitar que los
enemigos
contaminaran
el
agua
arrojando cadáveres o, simplemente,
bloquearan el flujo del acueducto. (La
guerra química y biológica ya existía en
la Antigüedad, aunque fuese todavía un
tanto primitiva).
Para salvar ciertos valles, los
ingenieros
utilizaban
sifones,
aprovechando el principio de los vasos
comunicantes. Pero, en general, la única
fuerza que impulsaba el agua por los
conductos era la gravedad. Para ello,
construían el trazado con pendientes muy
sutiles, a veces casi imperceptibles. El
aqua Martia, iniciado en 144 a.C., y
que traía aguas del valle del río Anio a
más de noventa kilómetros de distancia,
tenía en muchos tramos una pendiente de
un 0,01 por ciento, algo que sólo podía
conseguirse con instrumentos de
medición muy precisos. De esa manera,
el flujo de agua era constante, pero no
violento.
En el momento de máximo esplendor
de esta red, los acueductos llegaron a
suministrar a Roma un millón de metros
cúbicos de agua al día y sumaban más
de ochocientos kilómetros. Servían no
sólo a las necesidades básicas, como las
mil quinientas fuentes públicas de la
ciudad, sino también a ciertos lujos que
hoy
nos
parecerían
también
imprescindibles, como los novecientos
baños de Roma. Para supervisar todo
este sistema había un funcionario
especial, que mandaba sobre un cuerpo
de ingenieros y más de setecientos
operarios especializados. Al igual que
las calzadas, los acueductos se
convertirían en símbolo visible del
poder de Roma, y algunos como el de
Segovia o el Pont du Gard siguen
admirándonos hoy día.
El final de las guerras
Samnitas
Mientras las obras avanzaban, el
conflicto contra los samnitas seguía
adelante. El poder de Roma no dejaba
de crecer, pues era capaz de enfrentarse
a sus enemigos en diferentes escenarios
a la vez. Así, en 311, varias ciudades
etruscas y umbras se aliaron con los
samnitas, pero los romanos avanzaron
hacia el norte por el valle del Tíber y
los sometieron. En el sur, la situación se
estancó hasta que los romanos
conquistaron la ciudad de Boviano,
situada en los Apeninos, en pleno
territorio samnita. En 304, se firmó la
paz entre Roma y la confederación del
Samnio.
Aprovechando esta tregua, los
romanos atacaron a los ecuos, el mismo
pueblo que casi aniquiló a un ejército en
la época de Cincinato, y los masacraron.
Las tribus vecinas —marsos, frentinos y
pelignos, por citar algunos nombres—
escarmentaron en cabeza ajena y
firmaron tratados con Roma, que les
confiscó parte de sus tierras y fundó
nuevas colonias. Gracias a éstas, rodeó
literalmente a los samnitas con
guarniciones militares.
En total, se calcula que entre el
inicio de las guerras samnitas y la
Primera Guerra Púnica los romanos
«recolocaron» en terrenos confiscados a
más de setenta mil de sus ciudadanos,
junto con sus familias. Era positivo para
la urbe, pues permitía prosperar a
personas empobrecidas y así evitaba
tensiones internas. Pero ¿qué ocurría con
los anteriores dueños de las tierras
requisadas?
La respuesta no es agradable: caían
en la esclavitud, eran deportados o
simplemente los pasaban a cuchillo.
Aunque muchas comunidades eran
absorbidas por los romanos, a otras las
borraban del mapa.
De todos modos, antes de ser
demasiado severos en nuestras críticas,
pensemos que cuando los samnitas
bajaban de las montañas para atacar las
ciudades griegas de Campania o cuando
los galos se instalaron en el valle del Po
desplazando a los etruscos no lo
hicieron precisamente con una rama de
olivo. Se vivían tiempos duros, y en
ellos los romanos demostraron que eran
los más eficaces.
Mientras las obras de la vía Apia
proseguían, los romanos empezaron a
construir una nueva calzada, la vía
Valeria, que atravesaba la barrera de los
Apeninos. La maquinaria de la conquista
se había puesto en marcha y ya no había
forma de detenerla.
En el año 298 estalló la Tercera Guerra
Samnita. La causa fueron esta vez los
lucanos. Eran también un pueblo
montañés,
emparentado
con los
samnitas, aunque algo más helenizados
que ellos por su cercanía a las ciudades
griegas del sur.
Los lucanos enviaron una embajada
a Roma para protestar porque los
samnitas habían invadido su territorio, y
de paso les pidieron ayuda. El senado
aceptó y exigió a los samnitas que se
retiraran del territorio ocupado. Al no
conseguirlo, los romanos enviaron un
ejército de invasión.
En aquel año era cónsul Cornelio
Escipión Barbato, bisabuelo del célebre
Escipión Africano. Nos ha llegado su
sarcófago intacto, con una inscripción en
la que presume de cómo tomó las
ciudades de Taurasia y Cisauna en el
Samnio, sometió toda Lucania y tomó
rehenes.
Al año siguiente, en 297, todos los
enemigos de Roma decidieron aliarse.
Habían comprendido que por separado
no tenían nada que hacer y que la
República los iba a devorar por la
cabeza o por los pies, por las malas o
por las peores. Se formó así una
coalición de samnitas, etruscos, umbros
e incluso galos.
Tras diversas escaramuzas y
movimientos diplomáticos, el momento
decisivo llegó en 295. Los samnitas
enviaron un ejército al norte de Italia,
que se unió al de sus nuevos aliados.
Todos juntos sumaban una cifra
formidable: ochenta mil hombres.
Contra ellos, los romanos enviaron a
los dos cónsules del año, Publio Decio
Mus y Fabio Máximo Ruliano. Llevaban
cuatro
legiones
más
las
correspondientes fuerzas aliadas, hasta
sumar unos cuarenta mil soldados.
Al descubrir que el enemigo los
duplicaba, los cónsules enviaron un
ejército más pequeño a devastar los
territorios de los etruscos y de los
umbros. Estos dos pueblos se
desgajaron de la fuerza principal para
acudir a socorrer a los suyos y se
dirigieron al oeste.
La batalla se libró en Sentino, más o
menos en la frontera entre Umbría y la
llanura costera de Piceno. Al final, los
romanos se enfrentaron a unos cincuenta
mil hombres entre galos y samnitas. Las
fuerzas estaban tan equilibradas que, de
haberse hallado presentes los etruscos y
los umbros, la República podría haber
sufrido un grave revés.[11]
Como era habitual, la batalla se
libró en dos frentes. Ruliano mandaba el
ala derecha de los romanos, que se
enfrentó directamente contra los
samnitas mandados por su general
Egnacio. En el flanco derecho, Decio
Mus se las tuvo que ver con los galos,
que en esta ocasión utilizaron carros de
combate.
En su parte del campo, Ruliano
consiguió derrotar a los samnitas. Pero
en el ala izquierda, la embestida de los
carros celtas puso en fuga a la caballería
romana, que al retroceder provocó el
caos en las primeras filas de su propia
infantería.
Esto ocurría con cierta frecuencia en
las batallas de la Antigüedad. Los
jinetes formaban en los flancos de la
formación, separados de la infantería.
Cuando empezaba la batalla, solían ser
ellos quienes empezaban la lucha
cargando contra la caballería enemiga:
en parte se debía a que se movían con
más velocidad gracias a sus monturas y
en parte a que pertenecían a la élite
social y tenían preferencia a la hora de
conseguir botín y gloria.
El problema era que, cuando una de
las dos fuerzas de caballería que
chocaban cedía al empuje de la otra,
resultaba casi imposible retirarse de
forma ordenada al lugar donde habían
formado originalmente. O bien huían a la
desbandada lejos del campo de batalla
o, dependiendo de las circunstancias o
del terreno, todos o parte de ellos
acababan buscando refugio entre las
filas de su propia infantería, lo que
acababa desordenando al ejército en su
conjunto.
Al ver que esto empezaba a ocurrir
entre sus legionarios, el cónsul Decio
Mus decidió imitar el ejemplo de su
padre. Invocando él también a los manes
y a la diosa Tierra, pronunció la devotio
para ofrecerse a sí mismo junto con todo
el ejército enemigo y se lanzó como un
kamikaze de la Antigüedad contra los
galos.
Como había ocurrido con su padre
en la batalla del Vesubio, el sacrificio
del cónsul espoleó a sus hombres, que
recompusieron filas y cargaron contra
los galos con renovadas fuerzas.
Además, por suerte para ellos, Ruliano
ya había puesto en fuga a los samnitas y
envió parte de sus tropas en ayuda del
flanco izquierdo. La maniobra se
convirtió en una pinza y los galos,
atrapados entre dos frentes, fueron
derrotados.
La batalla de Sentino se convirtió en
la mayor victoria de esta guerra. Según
Livio,
murieron veinticinco
mil
enemigos: los dioses infernales, siempre
sedientos de sangre, debieron sentirse
contentos con la devotio de Decio Mus.
Pero los romanos también sufrieron
muchas pérdidas. El cuerpo de Decio
Mus no apareció hasta el segundo día de
búsqueda, medio aplastado entre los
cadáveres de los galos. Lo llevaron al
campamento romano, donde su colega
Ruliano le tributó los honores debidos a
un cónsul de Roma que había muerto de
forma tan heroica.
Ésta fue la última vez en que los
romanos se vieron en cierto peligro en
esta larga guerra. Los galos se retiraron
al norte y no volvieron a intervenir en el
conflicto.
Los samnitas siguieron luchando, no
obstante. En 293, desesperados,
convocaron un reclutamiento general en
la ciudad montañosa de Aquilonia,
donde acudieron cuarenta mil hombres,
toda su fuerza de combate. Allí se formó
una unidad sagrada denominada la
«legión de lino». La razón fue que se
cubrió un terreno de lino, y sobre él se
ofrecieron sacrificios a los dioses.
Después, los samnitas fueron desfilando
para jurar que no se retirarían del
combate, y que si lo hacían tanto ellos
como todo su linaje sufrirían terribles
maldiciones.
Estos votos no eran raros: los
romanos juraban obedecer a sus
generales y no abandonar a sus
compañeros en el campo de batalla. A
partir del año 216, esa promesa se hizo
oficial con el nombre de sacramentum.
Y no hay que olvidar que las
consecuencias de un perjurio eran
mucho más graves entonces que ahora.
La batalla definitiva de la guerra se
libró cerca de Aquilonia. En este caso,
las tropas romanas estaban bajo el
mando de un dictador, Papirio Cursor.
Papirio ya había sido dictador otra
vez en 325. En aquella primera ocasión
había mantenido una sonora disputa con
su lugarteniente, el magister equitum o
jefe de la caballería. Éste no era otro
que Fabio Máximo Ruliano, que luego
se convertiría en el glorioso triunfador
de la batalla de Sentino. Pero en 325
Ruliano provocó la cólera de su
superior Papirio al librar una batalla
contra los samnitas por su cuenta en
contra de sus órdenes.
Suele decirse que la victoria lo
justifica todo. Pero en este caso no fue
así. Pese a que Ruliano ganó la batalla,
Papirio ordenó que los lictores le
arrancaran la ropa para azotarlo con las
fasces y luego decapitarlo. Ruliano
consiguió escabullirse y huir a Roma, y
sólo gracias a la intercesión del senado
se salvó, aunque Papirio lo desposeyó
del cargo.
Como se ve, el tal Papirio era un
tipo duro. A estas alturas ya debía de
tener más de setenta años, pero seguía
listo para la guerra. Bajo su mando, los
romanos aplastaron a los samnitas.
Después los persiguieron y tomaron la
ciudad de Aquilonia, donde se habían
refugiado. El botín fue inmenso —lo que
demuestra que los samnitas no eran
tribus de pastores atrasados, como a
menudo los representaban sus enemigos
—, y Papirio pudo celebrar un gran
triunfo al volver a Roma.
Con todo, la guerra no terminó hasta
el año 290, cuando los romanos
invadieron el territorio de los samnitas y
les obligaron a firmar la paz. Las
condiciones fueron mejores que para
otros enemigos derrotados, lo que
demuestra que los samnitas todavía
conservaban capacidad de lucha, o que
los romanos no estaban seguros de
poder controlar del todo el centro
montañoso de la península. En cualquier
caso, los samnitas se comprometieron a
combatir como aliados de los romanos y
bajo su mando.
Tras el final de la Tercera Guerra
Samnita, entramos en un periodo del que
estamos peor informados, ya que nuestra
fuente principal hasta entonces, la obra
de Tito Livio, se interrumpe aquí en el
libro 10. Los demás volúmenes se han
perdido hasta el 21, ya en la Segunda
Guerra Púnica.
A pesar de todo, sabemos que los
romanos continuaron con sus campañas
de conquista, consolidaron su dominio
sobre Etruria y llegaron incluso hasta el
Adriático, en cuyas orillas establecieron
la colonia de Hadria. Un siglo después
del traumático saqueo de Roma, la
República era la mayor potencia de
Italia y controlaba todo el centro de la
península de mar a mar. Por el norte,
Etruria, Umbría y el Piceno ya estaban
prácticamente pacificados, y sus
fronteras colindaban ya con los
territorios dominados por los galos.
Pero ahora sus ojos se volvieron
sobre todo al sur. Más allá de Campania
se extendía la Magna Grecia, una región
rica, poblada de ciudades griegas en la
costa y de samnitas y otros pueblos
montañeses como los lucanos y los
brutios en el interior. La política de
Roma fue la habitual: dejarse llamar por
alguna ciudad que reclamaba su alianza
contra un vecino hostil, acudir en su
ayuda y ya no abandonar ese nuevo
territorio.
Sólo que en este caso se enfrentaron
con un enemigo inesperado, venido de
allende el mar: el rey Pirro, un
aventurero y señor de la guerra que por
primera vez trajo elefantes a Italia.
A estas alturas de la historia,
podemos estar más o menos seguros de
cómo combatían los romanos. Es hora
de que examinemos más de cerca las
legiones y a los hombres que las
componían.
V
EL ARTE DE LA GUERRA EN ROMA
Del mismo modo que escribí un capítulo
específico sobre la guerra en Grecia en
La gran aventura de los griegos,
también en este relato sembrado de
batallas conviene explicar de forma
somera la organización de las legiones
romanas y sus tácticas más habituales.
Si no lo había hecho hasta ahora es
porque antes del año 300 sólo podemos
intuir cómo combatían los romanos. Los
autores que escribieron sobre esos
periodos, Livio, Polibio, Plutarco o
Dioniso de Halicarnaso, vivieron mucho
tiempo después de los hechos, y sus
explicaciones están contaminadas por lo
que veían en su propio tiempo. De ellos,
el más cercano en el tiempo a las
guerras contra Pirro y los cartagineses
es Polibio, por lo que su descripción
resulta la más precisa.
La Legión, Los Manípulos y
Los Mandos
A estas alturas ya hemos repetido un par
de veces que en la época de los reyes,
legión y ejército eran lo mismo. La
palabra legio significa «selección»,
porque al principio de la temporada de
guerra se presentaban todos los
ciudadanos que podían ser movilizados
y se elegía entre ellos a los que iban a
servir con las armas ese año.
Esa primitiva legión constaba de
unos seis mil hombres, y su unidad
mínima era la centuria. Como es fácil de
imaginar, cada centuria tenía cien
hombres, o al menos una cifra cercana.
Al caer la monarquía, el poder del rey
se repartió entre los dos cónsules. Lo
mismo se hizo con el ejército, que por
tanto se dividió en dos legiones.
La instauración de la República no
significó automáticamente que hubiera
más soldados disponibles, por lo que el
número de hombres en cada legión y en
cada centuria se redujo. Eso explica que
a partir de entonces nunca llegara a
haber cien legionarios en cada centuria,
para desconcierto de los lectores
actuales. De todos modos, ha ocurrido
así a lo largo de toda la historia militar:
no existe ninguna unidad, sea una legión,
una falange, un batallón o una compañía
que cumpla los números reglamentarios,
pues siempre se producen bajas por
enfermedad,
muerte,
traslado
o
deserción.
En algún momento a partir del año
400 a.C., la propia organización interna
de la legión cambió. En cada legión
había sesenta centurias de infantería.
Pero, como cada centuria se había
reducido mucho en número y ahora tenía
tan sólo sesenta hombres, los romanos
debieron pensar que era demasiado
pequeña como unidad operativa y la
asociaron con otra centuria, formando
manípulos.
El manípulo, por tanto, se convirtió
en la nueva unidad táctica. Cada
manípulo constaba de dos centurias y
tenía dos oficiales denominados
centuriones. El que mandaba el
manípulo era el más veterano de los dos.
Además, cada centurión nombraba un
lugarteniente llamado optio.
Había otros mandos subalternos en
la centuria. Uno de ellos era el
portaestandarte
o
signifer.
Los
estandartes no sólo eran importantes
como símbolo del espíritu de cuerpo de
cada unidad, sino porque en combate
servían como señales visuales para que
los soldados pudieran reagruparse a su
alrededor.
Otro de los oficiales era el
tesserarius. Se llamaba así porque
llevaba en una tessera o tablilla de
madera la contraseña que le entregaba
cada noche el tribuno militar, aunque
esas tablillas también podían llevar otro
tipo de órdenes. También había un
cornicen que transmitía las órdenes
mediante toques de corneta.
Por encima de los centuriones
principales que mandaban los treinta
manípulos había seis tribunos militares.
Estos altos oficiales pertenecían a las
clases superiores, y su servicio como
tribunos era una forma de empezar su
carrera política y adquirir la experiencia
de mando necesaria si más adelante se
convertían en pretores o cónsules. No
tenían unidades específicas bajo su
mando: todos ellos mandaban la legión
entera de forma rotativa.
Por encima de los tribunos estaban
los generales. En realidad, el grado de
general no existía como tal. Llamamos
así a todo aquel que recibía el mando de
un ejército.
En la primera época de la
República, normalmente encontramos a
los cónsules dirigiendo en persona las
tropas. Con el tiempo, los romanos
lucharon en guerras más complicadas,
con muchos escenarios distintos y cada
vez más legiones en liza, de modo que
empezaron a nombrar pretores o bien
otros promagistrados. Desde nuestro
punto de vista, todos ellos actuaban
como generales.
La Triple Línea, Los Velites
y La Caballería
En una típica táctica de falange todos los
manípulos habrían luchado en la primera
fila, ofreciendo un frente de combate
cerrado. Pero la legión manipular
combatía de otra forma, organizada en
tres líneas de combate o triplex acies.
Los miembros de cada una de esas
líneas se seleccionaban por grupos de
edad. La división social por clases de
edad era un rasgo que los griegos
consideraban propio de sociedades muy
arcaicas y tradicionalistas, como las de
Esparta y Creta. (En general, todas las
sociedades antiguas honraban a sus
mayores, pero en el caso de los romanos
tal respeto era exagerado. Eso explica
que la autoridad del paterfamilias sobre
sus hijos fuera absoluta, ya que poseía
sobre ellos poder de vida o muerte e
incluso la potestad de venderlos como
esclavos).
La primera fila de la legión estaba
formada por diez manípulos de hastati o
astados, soldados de entre dieciocho y
veinticinco años —las edades son
orientativas—. En la segunda se
desplegaban otros diez manípulos de
principes o príncipes, hombres de entre
veinticinco y treinta y cinco. La tercera
estaba formada por diez manípulos más
de triarii o triarios, los soldados más
veteranos.
Cada manípulo de astados y de
príncipes tenía ciento veinte hombres.
En cambio, los de los triarios sólo
contaban con sesenta. La suma total de
los manípulos de la legión era: mil
doscientos hastati más mil doscientos
principes más seiscientos triarii, un
total de tres mil soldados de infantería
pesada.
Estos términos resultan un tanto
equívocos, debido a la costumbre de los
romanos de mantener los nombres
cuando las funciones cambiaban. Los
hastati se llamaban así por la palabra
hasta, «lanza», que en español ha dado
«asta», perdiendo la hache. Sin
embargo, estos soldados más jóvenes no
llevaban la típica lanza de la falange
tradicional, un arma de unos dos metros
y medio de longitud con astil de madera
y punta de hierro, sino otra más corta y
arrojadiza que enseguida describiremos,
el pilum.
Aparte de los hombres que formaban
en la triple fila, cada legión tenía otros
mil doscientos soldados de infantería
ligera, los llamados velites. Eran
ciudadanos humildes que no poseían
dinero suficiente para costearse las
armas de la infantería pesada, pero que
tampoco eran tan pobres como para
quedar fuera del reclutamiento. También
había entre ellos ciudadanos de clase
superior demasiado jóvenes todavía
para formar con los hastati.
Hasta aquí nos salen cuatro mil
doscientos hombres. La legión se
complementaba con trescientos soldados
de caballería, divididos en diez turmae,
cada una de las cuales contaba con
treinta jinetes.
En la caballería servían los
ciudadanos más ricos. El término latino
era equites, cuyo significado varía
según el contexto. Si estamos leyendo la
narración de una batalla, los equites son
los jinetes. Pero al hablar de política o
sociedad, los equites son los caballeros,
una clase social adinerada que estaba
inmediatamente por debajo de los
senadores, quienes se hallaban en el
vértice de la pirámide. El significado
político y el militar, por supuesto, se
entrelazan en los textos para tormento de
los lectores del siglo XXI.
Con los trescientos jinetes, la legión
ascendía a cuatro mil quinientos
hombres. Por supuesto, ésta es la teoría.
En cuanto empezaba la campaña, cada
legión empezaba a sufrir bajas. Y no
sólo por las armas enemigas: las
enfermedades resultaban aún más
mortíferas. Las mayores amenazas para
los soldados eran la malaria, endémica
en las zonas pantanosas, la disentería,
provocada por beber aguas estancadas,
y el tétanos y la gangrena, infecciones
que se producían cuando diversas
bacterias penetraban en heridas que por
sí solas no habrían sido letales.
También se producían emergencias
en las que el senado decidía alistar
legiones más nutridas, con cinco y hasta
seis mil hombres. Pero a efectos
prácticos, podemos quedarnos con la
cifra de cuatro mil quinientos para
nuestros cálculos.
Hay que añadir que, cuando los
romanos marchaban a la guerra, cada
una de sus legiones iba acompañada por
un contingente similar de aliados o
socii. Las unidades de aliados se
llamaban alae
o
alas
porque
normalmente formaban en los flancos,
mientras que las legiones romanas se
plantaban en el centro.
Cada ala constaba de los mismos
soldados de infantería que una legión,
pero el triple de jinetes, novecientos.
Todos estos hombres se hallaban bajo el
mando de los praefecti sociorum o
prefectos de los aliados. El hecho de
que estos oficiales fuesen romanos
revela que la supuesta alianza era
asimétrica y que los aliados eran en
realidad más bien vasallos.
En los siglos IV y III, la formación
normal de un ejército consular era de
dos legiones romanas flanqueadas por
dos alas de aliados. El número de
hombres sería, por tanto, de dieciocho o
veinte mil, una cifra más que respetable.
Hay que tener en cuenta que Roma
movilizaba de forma casi permanente
dos ejércitos consulares al año, y que en
situaciones de emergencia podía reclutar
muchas más legiones. (En la Segunda
Guerra Púnica, por ejemplo, un
promedio de veinte al año).
El armamento
Empezaremos por el armamento
defensivo. ¿Con qué se cubrían el
cuerpo los legionarios? La típica coraza
romana que nos viene a la cabeza,
formada
por
placas
metálicas
horizontales, aún no existía. Muchos
soldados llevaban simplemente un
pectoral de bronce o de hierro que
cubría el centro del tórax y se ataba con
correas. Si el golpe iba dirigido al
corazón o los pulmones, el pectoral
podía detenerlo. De lo contrario, mal
asunto para nuestro legionario. (No nos
alarmemos por él: para eso contaba con
el escudo).
Otros llevaban cotas de malla,
fabricadas con miles de pequeños
anillos de hierro trenzados entre sí. Este
tipo de armadura, inventado por los
herreros celtas hacia el siglo IV, era muy
flexible y resistente a los golpes
tajantes, precisamente los que más
asestaban los celtas con sus largas
espadas de doble filo. (Ésa es la razón
por la que carniceros y pescaderos
suelen llevar un guante de malla
metálica en la mano que no maneja el
cuchillo: precaverse de sus propios
tajos).
La cota de malla se convirtió en la
protección típica de los jinetes galos
porque en el combate de caballería,
debido a que se luchaba a lomos de un
corcel y había más distancia entre los
enemigos, era más fácil golpear con el
filo que estoquear con la punta. De
hecho, el arma típica de los soldados de
caballería en las guerras del XIX era el
sable, más apropiado para dar tajos que
estocadas.
A cambio, la cota de malla o lorica
hamata
adolecía
de
algunos
inconvenientes. El primero que, teniendo
en cuenta el número de horas que debían
emplear los herreros para fabricarla, su
precio era muy alto. Por eso, sólo se la
podían permitir los soldados romanos
más adinerados, y era una pieza muy
codiciada cuando llegaba la hora del
saqueo.
El segundo era que no resultaba tan
eficaz contra los golpes punzantes, ya
que la punta aguzada de una espada o
una lanza podía penetrar en el diámetro
interior de un anillo y abrirlo. Por eso,
las cotas a veces se reforzaban con
placas metálicas en las zonas más
delicadas.
La tercera pega era su peso, unos
quince kilos que se sufrían sobre todo en
los hombros, aunque los soldados se la
ceñían con un cinturón para repartirlo
por todo el cuerpo. En la batalla del
lago Trasimeno, muchos legionarios
romanos que trataron de huir a nado se
fueron al fondo con sus cotas de malla.
Por otro lado, el peso se incrementaba
con la gruesa túnica acolchada que
llevaban debajo para evitar rozaduras y
para que los propios anillos de hierro no
se clavaran en la carne al recibir un
golpe.
Imaginemos por un momento cómo
se sentiría un guerrero luchando a brazo
partido en pleno verano, cargado con
esa túnica y con la cota de hierro que
además se recalentaba bajo el sol. Sin
duda, más de un soldado se desplomaba
en el sitio por un golpe de calor.
La principal arma defensiva era el
escudo o scutum. Tenía forma ovalada y
medía como promedio 1,2 metros de
altura por 0,7 de anchura. Su superficie
era curvada para desviar mejor los
golpes. Más adelante, en la época de
Augusto, le cortaron los bordes
exteriores, y el resultado fue un escudo
rectangular pero combado, como una
gran teja.
El peso variaba mucho, entre seis y
diez kilos. Dependía no sólo de su
tamaño, sino también del material. A
veces los fabricaban en maderas ligeras
como abedul, tilo o chopo, con tiras o
chapas encoladas entre sí. Obviamente,
si usaban roble, la protección
aumentaba, pero el peso también.
Por la parte exterior, el escudo iba
forrado de cuero o fieltro. Los bordes
superior e inferior solían ir reforzados
por una orla de metal que contribuía a
detener los golpes y evitaba que la
madera se estropeara al poner el escudo
en el suelo. Por dentro llevaba una
manilla horizontal, protegida por un
umbo, una pieza de metal que
proyectaba una concavidad por fuera del
escudo.
La forma de utilizar el scutum de los
legionarios romanos era más activa que
la de los hoplitas griegos, gracias en
buena parte a que lo sujetaban sólo con
la mano y no con el brazo entero.
Aunque debía resultar agotador cargar
todo el peso así, la manilla permitía al
soldado mover el escudo en todas
direcciones e incluso proyectarlo
adelante como un arma ofensiva más
para golpear o empujar al adversario.
El escudo era muy pesado, pero
ofrecía una buena protección y
compensaba de sobra el hecho de que
muchos legionarios no llevaran en el
cuerpo más que un pequeño pectoral.
La cabeza era otra cosa. A nadie se
le ocurría ir a la batalla sin
protegérsela. El casco que mejor
blindaje proporcionaba era el de tipo
corintio, que cubría toda la cabeza, sólo
dejaba dos huecos para los ojos y una
ranura vertical para respirar, y confería
a su portador un aspecto siniestro. El
problema era que, en cuanto el yelmo se
movía un poco, no dejaba ver. Además,
tapaba los oídos y, en general, resultaba
sofocante y claustrofóbico. Por eso los
propios griegos no tardaron en
sustituirlo por otros modelos.
El que más utilizaban los romanos en
el siglo III era el conocido por los
arqueólogos como «Montefortino».
Normalmente era de bronce, en forma de
cúpula. En la parte posterior tenía un
reborde, una especie de visera destinada
a proteger la nuca, y en los lados
llevaba dos carrilleras unidas al resto
con remaches. Por tanto, cubría de
golpes asestados de arriba abajo y de
tajos laterales, pero no de estocadas
dirigidas de frente al rostro. No se podía
tener todo: la protección y la comodidad
suelen ir reñidas.
En la guerra hay mucho de
exhibición y ritual. Por eso los yelmos
incluían soportes para dos largas plumas
que hacían parecer más altos a los
soldados, y a menudo llevaban también
crines de caballo.
El
armamento
defensivo
se
completaba en ocasiones con las grebas,
unas espinilleras de metal. Según
algunos autores, los romanos las
llevaban sólo en la pierna izquierda, que
era la que adelantaban más debido a su
forma de combatir, poniendo por delante
el escudo y semiagazapados tras él para
lanzar estocadas al adversario.
Sin embargo, cuando se han
encontrado grebas en tumbas hay más
parejas
que
ejemplares
sueltos.
(Conocemos muchas de estas armas
porque sus dueños se hacían enterrar
con ellas o con las que habían
arrebatado al enemigo: las armas eran
una posesión preciada por el dinero que
costaban y por el prestigio que se
conseguía usándolas o despojándolas).
Ya hemos visto cómo se protegían los
romanos. ¿Qué armas usaban para
atacar? Antiguamente, como todos los
guerreros que combatían en el seno de
una falange, llevaban lanzas de madera
con punta de hierro y contera de bronce,
un arma similar a la de los hoplitas
griegos. Aunque la llamemos «lanza» no
se lanzaba, pues pesaba demasiado para
ser un arma arrojadiza, sino que se
empuñaba con la mano derecha para
herir al adversario a cierta distancia.
En la época de la que hablamos,
sólo los triarios, los veteranos que
servían en las últimas filas, seguían
llevando esta lanza. En una ocasión, en
las luchas contra los galos del valle del
Po, los triarios les pasaron sus picas a
los astados de la primera fila para que
contuvieran a pie firme la acometida de
los galos. Pero, salvando circunstancias
especiales, los legionarios que entraban
en combate, tanto astados como
príncipes, usaban otra lanza más
pequeña que sí era arrojadiza y que
denominaban pilum (término neutro cuyo
plural es pila).
El pilum, aunque compartía ciertas
características con otras jabalinas celtas
o ibéricas, era típicamente romano, y un
arma tan práctica que las legiones lo
siguieron utilizando durante más de
cinco siglos. Tenía un asta de madera de
1,2 metros de longitud unida a una
delgada vara de hierro de sesenta
centímetros, rematada por una punta
piramidal. (Por supuesto, hablamos de
un promedio: las medidas variaban
mucho).
Debido a su parte metálica, el peso
del pilum se concentraba en la parte
delantera, lo que le daba una gran
capacidad de penetración. Experimentos
actuales han demostrado que a una
distancia de cinco metros un pilum
perfora una plancha de madera de pino
de tres centímetros de grosor: más que
de sobra para taladrar un escudo.
Pues los pila, aparte de que podían
ensartar un cuerpo humano de parte a
parte, estaban diseñados sobre todo para
actuar contra los escudos. Según otras
pruebas, un pilum arrojado a doce
metros podía traspasar las tablas del
escudo, y toda la vara de hierro
sobresalía por el otro lado. Eso
prácticamente lo dejaba inutilizado:
para extraer el pilum había que dar la
vuelta al escudo, con el consiguiente
peligro en medio de una batalla.
Por otra parte, las maderas que se
usaban para fabricar los escudos solían
ser esponjosas. Tras recibir el impacto,
el agujero se cerraba un poco. Cuando el
enemigo en cuestión tiraba del pilum
para sacarlo, la punta, más ancha que el
resto de la varilla, se enganchaba en los
bordes del agujero. No era imposible
librarse de él, pero el soldado que tenía
que hacerlo perdía un tiempo precioso y
provocaba cierto caos entre sus propias
filas.
Durante un tiempo se extendió la
creencia de que los romanos diseñaban
los pila para que al impactar con el
escudo o con el cuerpo del enemigo se
doblaran y así el enemigo no pudiera
reutilizarlos. La razón es un texto de
Plutarco sobre el general Mario. Si
ocurrió tal como lo cuenta Plutarco,
debió de tratarse de una innovación a la
que se recurrió durante un breve tiempo:
los expertos en armas antiguas aseguran
que los pila no estaban hechos para
doblarse.
Cuando los astados y los príncipes
arrojaban sus jabalinas contra el
enemigo todavía disponían de otra arma
ofensiva, la espada. Mientras que para
los griegos se trataba de un recurso
secundario del que echaban mano si se
les rompía la lanza, los romanos la
utilizaban de forma sistemática y
practicaban con ella de forma
individual. La que usaron a partir del
siglo III era el llamado gladius
hispaniensis, una evolución ibérica de
la espada gala. Aunque se suele hablar
de ella como espada corta, tenía una
hoja de unos sesenta centímetros, una
longitud respetable. (Mientras escribo
esto, he comprobado que la hoja de la
katana que tengo en el despacho mide
setenta centímetros: la diferencia no es
tan grande).
El gladius se forjaba con un doble
filo que lo hacía apto para dar tajos y
una punta muy aguzada para asestar
estocadas. Se guardaba en una funda de
cuero que se enganchaba con anillas a un
tahalí cruzado en bandolera del hombro.
La espada quedaba colgando a la
derecha y no a la izquierda, que habría
sido el lado más cómodo. La razón era
que ahí estaba el escudo. De todos
modos, al no ser excesivamente larga, la
espada podía desenvainarse con la
diestra sin problemas.
¿Qué armas usaban los soldados de
infantería ligera, los velites? Puesto que
sus principales virtudes eran la agilidad
y la movilidad, recurrían a un escudo
redondo mucho más pequeño. Se cubrían
la cabeza con un yelmo, que muchos de
ellos adornaban con pieles de león o de
oso, llevaban varias jabalinas de menos
de metro y medio y una espada. Con el
tiempo, los romanos fueron incluyendo
otras unidades de infantería ligera
especializada, como arqueros y
honderos.
Un inciso psicológico sobre
la espada romana
El hecho de que el arma primaria de los
romanos fuese una espada de algo más
de medio metro tenía sus implicaciones,
tanto para ellos como para los
adversarios.
Los estudios de psicología militar
demuestran algo fácil de intuir: a los
humanos nos resulta más fácil matar a
otra persona cuanto más lejos la tenemos
y cuanto menos distinguimos sus rasgos.
En ese sentido, lo más sencillo y menos
traumático es apretar un botón para
enviar un proyectil y sembrar la muerte
a decenas o cientos de kilómetros de
distancia.
Aunque en el mundo antiguo se
utilizaban armas arrojadizas, casi todas
las batallas se decidían finalmente en el
cuerpo a cuerpo, recurriendo a armas
afiladas. Mas incluso entre esas armas
existían diferencias: obviamente, no era
lo mismo luchar con la sarisa de más de
cinco metros de longitud de los soldados
de Alejandro que con la espada del
legionario romano. Para clavar ésta
había que acercarse tanto que, sumado a
la penetración del arma, el acto de herir
se convertía casi en una sangrienta
imitación del sexo.
Es importante, además, la palabra
«clavar». Según el experto en teoría y
práctica de la espada John Clements, la
manera más natural de atacar con una
hoja de acero es dar tajos con el filo,
pues el golpe lateral o de arriba abajo
aprovecha el movimiento instintivo de la
mano al golpear. (Y, me atrevo a añadir
yo, implica grupos musculares más
grandes).
En cambio, la estocada necesita más
precisión y una intención deliberada.
También requiere más sangre fría o, por
decirlo llanamente, más valor. Si bien la
estocada puede resultar mortífera a la
primera, el atacante de la lanza se
acerca mucho más al cuerpo del
atacado, lo que lo pone al alcance de su
arma. Es lo mismo que le ocurre al
torero, que para matar al toro debe
introducirse prácticamente entre sus
pitones.
No sólo había que tener agallas para
arriesgar la propia vida, sino también
para cobrarse la del enemigo. Como
hemos dicho antes, la distancia a la que
se mata es muy importante para la
psique del soldado. Tal como descubrió
el general e historiador S.L.A. Marshall
durante la Segunda Guerra Mundial, los
seres humanos no somos asesinos natos,
y matar a otros acarrea contrapartidas
psicológicas.
Esas
contrapartidas
pueden ser extremadamente graves,
como ocurrió con muchos veteranos de
Vietnam.
¿Cómo se convierte a un hombre en
asesino para que supere su renuencia
natural a matar a un semejante?
Mediante
condicionamiento.
Por
ejemplo, hoy día en los ejercicios de
tiro se utilizan blancos con forma
humana y no dianas redondas. Así el
soldado tiende de forma instintiva a
disparar contra la misma forma que ha
visto como objetivo en las prácticas.
En el caso de los romanos, ¿cómo se
conseguía que no tuvieran pesadillas en
las que se veían atravesando las tripas
del enemigo?
Empezaban
a
recibir
condicionamiento
desde
niños,
mamando una cultura en que el
derramamiento de sangre era algo
habitual. A los bueyes, ovejas, cabras o
cerdos que se comían no los
sacrificaban en mataderos apartados del
ojo público, sino a la vista de la gente,
en ceremonias festivas que se repetían
por toda la ciudad. La sangre de los
rituales manchaba en ocasiones a los
participantes, como en las Lupercales,
fiestas en las que dos jóvenes nobles se
untaban con la sangre de dos cabras y un
perro recién sacrificados.
Es evidente que en la Antigüedad la
vida humana no poseía el mismo valor
que hoy día en Occidente. Aparte de ver
sacrificios animales, los romanos
podían presenciar con cierta frecuencia
ejecuciones públicas, ya fuera por
decapitación, lapidamiento, crucifixión
o cualquier otro procedimiento. Y a
partir del año 264 se introdujeron en
Roma los juegos de gladiadores. Aparte
de una competición y un espectáculo, no
dejaban de ser sacrificios humanos,
vidas que se ofrecían en memoria de
nobles muertos.
Todo esto, mezclado con un
concepto de virtus o valor que exaltaba
la competitividad hasta convertirla en
agresividad —recordemos la tendencia
romana a librar duelos singulares—, nos
brinda el contexto en que se formaban
los futuros legionarios.
Por
otro
lado,
cuando
se
adiestraban,
recibían
un
condicionamiento especial y consciente
para matar de la forma que resultaba
más eficaz, pero también más
antiinstintiva. Según Vegecio, un autor
tardío que compiló tradiciones militares
del pasado, a los soldados romanos:
[…] les enseñaban a herir no con
el filo sino con la punta. Pues los
romanos no sólo consideraban
fácil vencer a quienes luchaban
con el filo, sino que incluso se
reían de ellos. Un golpe con el
filo, por más fuerte que se dé, no
suele matar, pues los órganos
vitales están protegidos tanto por
la armadura como por los
huesos. En cambio, una estocada
que penetre tan sólo dos
pulgadas es mortal. Además, al
lanzar un tajo se exponen el
brazo y el costado derecho. Por
el contrario, en una estocada el
cuerpo está cubierto y el
adversario recibe la punta antes
de verla.
La repetición en el adiestramiento de
ciertos movimientos —imaginemos al
centurión
gritando:
«¡Estocada,
estocada, estocada!»— los hacía
automáticos para el legionario, que sólo
tenía que dejarse llevar por la
adrenalina y el furor del combate para
convertirse en un eficiente asesino.
Pero, como ya adelanté, que los
romanos usaran la espada como arma
primaria también provocaba un efecto
psicológico en los rivales. Y este efecto
resultaba devastador. Como cuenta Tito
Livio:
[Los
macedonios],
acostumbrados a luchar contra
griegos e ilirios, habían visto
heridas causadas por lanzas,
flechas y rara vez jabalinas. Pero
cuando contemplaron cuerpos
mutilados por la espada hispana,
brazos cercenados junto con el
hombro, cabezas separadas del
tórax con el cuello cortado por
completo, vísceras abiertas y
otras heridas espantosas, se
dieron cuenta con terror de la
clase de armas y de hombres
contra los que iban a tener que
luchar.
De modo que, llegado el momento,
los romanos utilizaban también el filo de
su espada. Pero la descripción de Livio
nos habla ya de ensañamiento: dadas las
características del gladius, sobre todo
su longitud, debía de ser casi imposible
decapitar a un adversario a no ser que
estuviera ya a merced del soldado, de
rodillas o tumbado tras haber recibido
una estocada.
Tal ensañamiento era consciente,
destinado a provocar escalofríos en los
enemigos. Cito ahora a Polibio,
refiriéndose a la toma de Cartagena (la
traducción es de Manuel Balasch):
Publio Escipión […] envió,
según la costumbre de los
romanos, a la mayoría contra los
de la ciudad, con la orden de
matar a todo el mundo que
encontraran, sin perdonar a
nadie; no podían lanzarse a
recoger el botín hasta oír la
señal correspondiente. Creo que
la finalidad de esto es sembrar el
pánico.
En las
ciudades
conquistadas por los romanos se
pueden ver con frecuencia no
sólo personas descuartizadas,
sino perros y otras bestias.
Es comprensible, así pues, que
tantas ciudades y tribus prefirieran
rendirse de buen grado y convertirse en
parte del territorio de la República.
Pocos pueblos estaban preparados para
enfrentarse a esta combinación de fría
eficacia asesina y crueldad destinada a
destruir el valor y la voluntad del
adversario.
Aun así, no pensemos que todos los
varones romanos eran como un
Terminator con espada. Había gente que
se resistía a ser reclutada, y en ello no
debía influir tan sólo el miedo a morir,
sino también el pavor a verse obligados
a matar.
Como explica el citado general
Marshall en su obra Men Against Fire,
en la Segunda Guerra Mundial la
mayoría de los soldados —el 75 por
ciento para ser más precisos— no
disparaban realmente a matar. Estudios
posteriores demuestran que lo mismo
ocurrió en muchas otras guerras… hasta
que precisamente dichos estudios
convencieron a las autoridades militares
de que había que condicionar de forma
activa a los soldados para que mataran.
Ya hemos dicho que los romanos
tenían su propio condicionamiento. Pero
eso no significa que todos respondieran
de la misma forma: si había castigos
terribles para los cobardes, eso implica
que no todo el mundo respondía de la
forma esperada llegado el momento de
morir y matar.
En realidad, la mayoría de los
soldados que asistían a una batalla no
llegaban a entrar en liza. En
circunstancias normales, tan sólo los
más agresivos de ellos, aquellos a
quienes los centuriones ponían en la
primera o segunda fila, llegaban al
cuerpo a cuerpo con los enemigos. Lo
cual nos lleva a discutir otro aspecto de
la guerra. ¿Cómo combatían realmente?
La dinámica de la batalla
No es fácil reconstruir las batallas
antiguas. La razón es que sus cronistas
dan muchas cosas por supuestas, y hay
infinidad de aspectos concretos que no
se molestan en explicar. Es como tratar
de reconstruir un partido de fútbol no
por la retransmisión televisiva, sino por
la crónica en un periódico: una misión
casi imposible.
Normalmente,
los
generales
desplegaban a sus tropas antes del
combate, lo que podía llevar unas horas.
Si se trataba de un ejército consular
estándar, las dos legiones romanas
formaban en el centro, rodeadas por dos
unidades de aliados. La caballería se
colocaba en ambos flancos.
Según nos dan a entender los autores
antiguos, en la primera fila de cada
legión formaban los diez manípulos de
astados, los soldados más jóvenes. No
podían estar tan apretados como los
hoplitas de una falange griega, que
formaban escudo contra escudo, porque
necesitaban cierto espacio para arrojar
los pila.
Además, entre cada unidad se abría
un espacio equivalente a un manípulo.
Puesto que cada manípulo ofrecía un
frente de unos veinte metros, dejaría por
tanto veinte metros hasta el manípulo
siguiente.
Por detrás de los astados formaban
los diez manípulos de los príncipes,
ocupando precisamente los huecos que
dejaban los astados, en una formación
que
podríamos
denominar
de
«tresbolillo» o «ajedrezado». Por
último, en la retaguardia de la formación
quedaban los veteranos triarios.
Una vez formadas las líneas, se
llevaban a cabo los sacrificios a los
dioses y se examinaban las entrañas de
las víctimas para comprobar si los
augurios eran favorables. Después, a no
ser que el ejército enemigo se le
estuviera echando encima, el general se
dirigía a sus soldados.
Puesto que hablamos de un frente de
entre uno y dos kilómetros y ejércitos de
decenas de miles de hombres, o bien
esta arenga la oían sólo los del centro o
el general recorría las primeras filas a
caballo para exhortarlos a todos con
unas cuantas frases de ánimo, no con
largos discursos. Se trataba, en todo
caso, de subir la moral, no de brindar
instrucciones detalladas.
Tras esto, se daba la señal para
empezar la batalla moviendo el
estandarte del general y con un toque de
corneta que se repetía por todas las
filas. (A veces una corneta tocaba por
error, y el ejército avanzaba aunque el
general no lo hubiera ordenado, como le
ocurrió a Julio César en Tapso).
El combate solía empezar con los
velites, los soldados de infantería ligera,
que se adelantaban corriendo al resto de
la formación y disparaban jabalinas,
piedras y flechas contra el enemigo para
hostigarlo. Normalmente, el adversario
hacía lo mismo. En esta primera fase no
se producían demasiadas bajas.
El siguiente choque se producía
entre las fuerzas de caballería. A veces
porque el general mandaba por delante a
los jinetes, y a veces simplemente
porque la caballería era más rápida que
la infantería. Los choques entre estas
unidades eran muy fluidos, con
embestidas y retiradas constantes, y
también con combates cuerpo a cuerpo
que en algunos momentos parecían más
de infantería: los jinetes antiguos tendían
a desmontar y luchar también a pie.
Si una de las dos tropas de
caballería cedía, la otra normalmente
emprendía la persecución. Era el
momento en que más bajas se producían.
En ocasiones, unos jinetes en retirada
podían lanzarse contra sus propias filas
de infantería sembrando el caos. Ya
hemos visto que ocurrió así en la batalla
de Sentino, cuando los carros galos
pusieron en fuga a la caballería romana.
De todos modos, lo habitual era que
las caballerías de ambos bandos todavía
estuvieran trabadas en combate en los
extremos del campo cuando la infantería
pesada entraba en acción.
Los primeros que avanzaban eran los
manípulos de astados, los soldados más
jóvenes. Cuando estaban a unos veinte
metros, arrojaban sus venablos, los pila.
A esa distancia ya distinguían
perfectamente blancos individuales, así
que no los disparaban por disparar, sino
buscando a los enemigos que tenían
enfrente. Aunque muchos pila caían al
suelo sin causar daños, otros mataban o
herían a sus objetivos y muchos más se
clavaban en los escudos, inutilizándolos.
(Manejar un escudo por cuya parte
interior sobresalían uno o dos palmos de
hierro era incómodo y peligroso).
Según algunos autores antiguos, los
legionarios llevaban dos pila. Pero no
parece posible que pudieran arrojar uno
mientras sostenían el otro con la misma
mano que también agarraba la manilla
del escudo. Lo más fácil es pensar que
esos pila de repuesto estaban en las filas
de atrás y eran sus compañeros quienes
se los pasaban.
A partir de ese momento podían
ocurrir varias cosas. En teoría, los
astados desenvainaban las espadas y se
lanzaban al combate cuerpo a cuerpo.
Digo «en teoría» porque a veces los pila
provocaban más desorden en las filas
rivales y a veces menos. Retroceder
para coger más proyectiles y disparar
una segunda andanada era una opción. Y,
por supuesto, había que tener en cuenta
lo que hacían los rivales, que a veces
eran quienes embestían.
Por ejemplo, si se trataba de galos.
Así, en el año 223 las tropas del cónsul
Flaminio se enfrentaron a dos tribus, los
insubres y los cenomanos. En lugar de
abalanzarse contra ellos con los pila,
tomaron las lanzas de los triarios, más
largas y pesadas, apretaron los dientes y
recibieron y contuvieron su carga.
Por otra parte, hay que tener en
cuenta que los soldados eran hombres,
no autómatas. Arremeter contra una fila
de enemigos armados de lanzas o
espadas, protegidos tras sus escudos y
tocados con plumas o crines que los
hacían parecer más altos, requería hacer
acopio de valor, o más bien conseguir
que la adrenalina y el impulso de
agresión superasen el instinto de
conservación.
A menudo, la primera fase del
combate
consistía
en
carreras,
acercamientos, disparos de proyectiles y
provocaciones con gritos y gestos, sin
llegar al choque real. Algo ritualizado
en cierta forma.
Pero llegado el momento, si los
legionarios percibían debilidad en los
adversarios, por sus gestos o porque su
formación se desordenase, cargaban de
frente contra ellos. En el combate
cuerpo a cuerpo usaban la espada,
preferentemente para lanzar estocadas
contra las partes desprotegidas: la
pierna izquierda por debajo del escudo,
el brazo derecho, la cabeza. Por
supuesto, aunque los hubieran adiestrado
para usar la punta, también recurrían a
los filos si era necesario. El mismo
escudo se usaba como arma para
empujar al adversario, desequilibrarlo y
aprovechar este momento para tirarle
una estocada al cuerpo.
Tras un rato de refriega, el enemigo
podía ceder y emprender la huida. Era el
momento en que se producían más bajas,
pues al dar la espalda a sus atacantes se
quedaban prácticamente indefensos. Por
supuesto, lo primero que tiraba quien
quería escapar era el escudo.
Si el enemigo aguantaba la posición,
eran los astados los que retrocedían, sin
perderle la cara. Hay que tener en cuenta
que, con todo el peso que cargaban, el
calor —normalmente guerreaban en
verano—, el puro esfuerzo físico y la
tensión, los momentos de choque no
podían durar más que unos minutos,
como un asalto de boxeo.
Según Tito Livio, al retroceder los
astados, como entre sus unidades habían
dejado espacios igual de anchos que los
propios manípulos, por esos huecos se
adelantaban los príncipes, que venían
frescos, y repetían la misma operación:
descarga de pila, embestida y combate
cuerpo a cuerpo.
Pero eso deja una pregunta clave.
Los enemigos que estaban justo en la
zona donde había un hueco de unos
veinte metros ¿qué hacían? ¿Se
quedaban mano sobre mano esperando a
que llegaran los príncipes y diciendo:
«Qué suerte, no nos ha tocado pelear»?
Lo normal habría sido que los
adversarios
de
los
romanos
aprovecharan esos huecos para atacar a
los manípulos de astados por los
flancos. Por eso, muchos expertos han
sugerido que los legionarios al avanzar
desplegaban el doble de frente. Me
explicaré: si justo antes de la batalla
formaban con ocho líneas de fondo y
quince hombres de frente, al avanzar
contra el enemigo se abrían, dejaban
sólo cuatro líneas y organizaban un
frente de treinta. De esta manera,
cerraban el hueco. Luego, al retroceder,
volvían a adoptar la formación anterior,
reduciendo su frente a quince hombres
para dejar hueco a los príncipes.
Todo esto tiene un problema. No se
hallaban haciendo la instrucción en el
patio de armas de una academia militar.
Se encontraban sobre un terreno
desigual, en medio de un estrépito
ensordecedor, probablemente rodeados
de nubes de polvo y acosados por los
enemigos, que no tenían la cortesía de
decirles: «Replegaos tranquilos, que nos
quedamos esperando a vuestros
colegas».
La solución que propone el autor
J.E. Lendon y que desarrolla más el
experto español Fernando Quesada es la
que muestra la imagen de la página
siguiente.
La formación de estas líneas, como
se ve, es mucho más laxa. En la parte
inferior están los velites. Detrás de ellos
hay tres manípulos de astados. Cada uno
de ellos lleva dos estandartes que se
corresponden a dos centurias. Por detrás
se encuentran los príncipes, y al final los
manípulos de triarios, en formación
mucho más cerrada.
El término que utiliza Lendon para
los manípulos de astados y príncipes es
blobs, algo así como «borrones», o
nubes de legionarios agrupados
alrededor de los estandartes, que se
extendían y contraían como una ameba,
pero sin separarse del resto de la
unidad. (La metáfora de la ameba, que
me parece muy acertada, es de
Quesada).
Una vez retirados los velites, los
astados avanzaban y la ameba se
expandía hacia los lados. Los soldados
de los extremos tan sólo tenían que
abrirse unos diez metros para juntarse
con los del manípulo de al lado y cerrar
filas. Por otra parte, éstas no tenían que
ir tan rectas como en una falange de
hoplitas griegas, pues cada legionario
combatía de forma individual y no se
veía obligado a cubrir a su compañero
con la parte izquierda de su escudo.
Llegado el momento de replegarse,
los astados retrocedían hasta agruparse
alrededor de los estandartes, que habían
quedado tras ellos. La formación se
contraía y dejaba hueco para que, ahora
sí, entraran en combate los príncipes. De
ese modo los astados descansaban,
recogían a sus heridos —y algunas
jabalinas tiradas por el suelo—, y los
príncipes combatían frescos contra un
enemigo que empezaría a dar muestras
de cansancio.
Por supuesto, esta maniobra exigía
precisión, pero mucha menos que si
hubieran tenido que formar filas rectas
como en la llamada «instrucción
cerrada» que recordarán los lectores
que hayan hecho la mili. El papel de los
estandartes era básico para no perder de
vista dónde tenían que regresar, y
también resultaba crucial la función de
los centuriones y optiones reordenando
a sus hombres.
De este modo, los astados podían
volver a entrar en combate y relevar a
los príncipes. Sabemos que había
batallas muy largas, pero en ellas se
hacían pausas, intervalos en los que
ambos contendientes se reorganizaban,
se lanzaban pullas y provocaciones e
incluso se libraban duelos singulares.
En una batalla así, poseer tropas de
refresco podía ser vital. En las tácticas
de los griegos y otros pueblos antiguos
apenas se recurría a ellas, pero los
romanos lo hicieron desde el momento
en que crearon esta triple fila.
¿Y los veteranos? ¿Daban el relevo
a los jóvenes alguna vez? En principio,
no. Si los triarios se veían obligados a
entrar en combate, se debía a que la
situación era casi desesperada. Por eso
se decía rem ad triarios redisse, «La
cosa llegó hasta los triarios», para
expresar que uno se encontraba en
graves dificultades.
La victoria se obtenía si se conseguía
rodear al enemigo o que huyera,
abandonando el campo de batalla. La
mayor parte de las bajas se producían
cuando un ejército rompía su formación.
De todos modos, las cifras de muertos
que dan los autores antiguos suelen ser
bastante exageradas, sobre todo en las
batallas entre los siglos V y IV.
Si eran los romanos los que ganaban,
perseguían al adversario mientras
podían; para tal fin, las mejores tropas
eran las de caballería. Después
despojaban a los muertos, saqueaban el
campamento enemigo si caía en su
poder, curaban a los heridos y
enterraban a sus fallecidos. A menudo,
el general otorgaba condecoraciones, o
incluso las recibía él, como le ocurrió a
Decio Mus, que había sido premiado
con la corona de hierba por sus propios
soldados.
También podían impartirse castigos
por desobedecer órdenes, dar muestras
de cobardía…, o simplemente perder la
batalla. Hemos visto cómo el cónsul
Torcuato hizo matar a su propio hijo por
batirse en duelo en contra de sus
órdenes. A veces se castigaba a
unidades enteras: muchos de los
soldados que sobrevivieron a Cannas
tuvieron que servir el resto de la guerra
sin descanso y sin paga.
El castigo más bárbaro era la
decimatio. Si una unidad se amotinaba o
luchaba con cobardía, el general podía
ordenar que fuese diezmada. Se
formaban grupos de diez soldados y
echaban a suertes entre ellos quién iba a
morir. Sus propios compañeros debían
matar al infortunado a pedradas o
garrotazos. Después, a ellos se les
repartía cebada en vez de trigo para que
se hicieran el pan, y se los apartaba de
los demás como apestados.
La vida en el ejército fuera
de la batalla
En marzo, cuando los cónsules entraban
en su cargo, anunciaban la fecha para el
reclutamiento de las legiones de ese
año. El día señalado, los ciudadanos en
edad militar se presentaban en el Campo
de Marte, fuera del recinto sagrado de
Roma. Los romanos distinguían siempre
el hábitat doméstico de la ciudad al que
se referían como domi, «en casa», del
mundo de la guerra, militiae, «en la
milicia». Las legiones sólo podían
entrar en Roma como tales para celebrar
el triunfo.
(¿Por qué este miedo a tener
ejércitos dentro de la ciudad? A los
romanos les daba pavor la idea de un
general usando sus huestes para dar un
golpe de Estado y convertirse en rey o
tirano; un temor que se acabó
materializando al final de la República).
El día del reclutamiento, los tribunos
militares iban eligiendo a los hombres
en grupos de cuatro y asignándolos a las
legiones. Éstas recibían un número, del I
al IV, que era temporal: cada legión se
formaba al principio del año consular y
se deshacía al final. (Con el tiempo,
conforme el ejército se profesionalizó
más, se crearon unidades permanentes y,
por supuesto, se utilizaron muchos más
números).
Al disolverse las legiones, los
soldados regresaban a la vida civil. En
los primeros años de la República, las
campañas militares ocupaban poco más
que los meses de verano, y los hombres
volvían a tiempo de sobra para la
siembra. Después, cuando Roma peleó
en escenarios cada vez más alejados y
contra varios enemigos a la vez, las
campañas se prolongaron.
No era un ejército profesional,
debemos insistir, sino una milicia
ciudadana. Sin embargo, a partir de 396
se instituyó una paga para los soldados.
Consistía en un estipendio mínimo para
que pudieran subvenir a sus necesidades
básicas, no para que se enriquecieran.
La única forma de obtener un
provecho sustancial era el saqueo, que
atraía a muchos voluntarios. Cuando las
campañas no ofrecían gran cosa porque
el enemigo era pobre, había que reclutar
a los soldados prácticamente a lazo: así
ocurrió en 193 con una campaña contra
los ligures de las montañas, o a
mediados del siglo II a.C. en Hispania,
que había sido lo bastante esquilmada
como para que los peligros de luchar
contra los celtíberos no compensaran los
posibles beneficios.
Aunque el ejército no fuese profesional,
comparado con los de muchos de sus
enemigos lo parecía. Hemos hablado de
los premios y los castigos. Pero donde
más se notaba la disciplina romana era
en sus campamentos. Cuando se
acercaba el final de la jornada de
marcha, un tribuno se adelantaba con
exploradores para buscar un lugar
adecuado, que tuviese agua potable en
las inmediaciones y estuviera lo más
alto posible.
Al llegar al sitio elegido, el tribuno
clavaba una bandera en el sitio donde se
plantaba la tienda del cónsul, el
praetorium o pretorio. Una vez hecho
esto, los ingenieros tomaban medidas
con la groma, uno de los instrumentos de
agrimensura que utilizaban también para
construir calzadas, túneles y acueductos.
Gracias a ella se trazaban líneas rectas y
perpendiculares para formar una
cuadrícula, con calles amplias en el
centro.
Cada manípulo ya sabía dónde debía
instalarse,
pues
el
plano
del
campamento era estándar. Los romanos
se instalaban en la parte central y los
aliados más cerca de la empalizada. De
todos modos, dejaban entre ésta y las
tiendas un amplio espacio, el
intervallum —de donde procede nuestro
intervalo—, para evitar que llegaran los
proyectiles enemigos.
En cuanto a la fortificación en sí, la
levantaban rápidamente, ya que tenían
los movimientos muy automatizados. Los
legionarios cavaban una zanja, la fossa,
y con la tierra que sacaban de ella
formaban un terraplén, el agger.
Probablemente, la tarea a la que más
horas dedicaban los legionarios
romanos durante sus meses o años de
servicio era excavar.
Después,
sobre
el
terraplén
plantaban estacas, a ser posible de
roble. En muchas ocasiones las llevaban
consigo, como cuando Cincinato
condujo a su ejército en una marcha
nocturna para cercar a los ecuos. Cada
soldado clavaba las suyas, y en breve la
empalizada estaba en pie.
Terminado lo más urgente, que era
proteger el perímetro, se montaban las
tiendas. Después, los tesserarii de cada
manípulo se presentaban en la tienda del
pretorio para recibir la contraseña, y se
organizaban las guardias de forma
sistemática.
En general, a los griegos, bastante
más descuidados a la hora de acampar,
debía parecerles que los romanos eran
tan cuadrados como el aspecto de sus
propios campamentos. Pero la visión de
éstos resultaba imponente. Cuando un
militar tan avezado como Pirro vio por
primera vez un campamento romano,
dijo: «Estos bárbaros no son tan
bárbaros».
Los campamentos podían convertirse
en
semipermanentes
o
incluso
permanentes, y en ese caso las
empalizadas se sustituían por murallas
de piedra o ladrillo. Muchos castra
acababan por transformarse en ciudades.
Así ocurrió con León, cuyo nombre
procede de Legio VI Victrix, una legión
que Augusto trasladó a Hispania, no muy
lejos de las montañas del norte, para
luchar contra los cántabros y también
para controlar las explotaciones de oro
cercanas.[12]
Los castra nos proporcionan otra
muestra de la mentalidad organizada y la
capacidad de sacrificio que llevaron a
los romanos a convertirse en dueños de
todo el Mediterráneo. Imaginemos el día
de un legionario: levantarse, recoger las
tiendas, arrancar las estacas de la
empalizada para volver a cargarlas,
hacer una marcha de veinte o treinta
kilómetros, y a menudo más —en
ocasiones por territorio hostil, sufriendo
el acoso de los enemigos—. Y al final
del día, en lugar de dejar caer al suelo
el macuto y tirarse a la bartola con un
suspiro de satisfacción, empuñar el pico
para excavar una zanja, plantar una
empalizada, abrir también unas letrinas,
plantar las tiendas y llevar a cabo un
sinfín de tareas más.
Sin embargo, lo que perdían de
descanso lo compensaban de sobra con
la seguridad. A la hora de la batalla, los
romanos no combatían desde su
campamento. Estaba tan bien organizado
que, cuando salían de él, cada manípulo
lo hacía en el orden y el lugar que poco
después ocuparía en el frente de
combate.
Manpower: La clave del
poderío militar
El saqueo de Roma por los galos supuso
un grave revés, sobre todo para la
moral. Sin embargo, desde entonces la
ciudad no dejó de crecer. En el primer
siglo de la República, la situación de
los romanos había sido tan precaria que
a menudo los enemigos arrasaban sus
campos y provocaban hambrunas y
carestías de alimentos. A partir de 387
eso no volvió a ocurrir. Aún sufrieron
derrotas, por supuesto, pero lejos de su
propio territorio. Y siempre encontraron
tropas para reponer las bajas.
La clave era el manpower de Roma.
Espero que los lectores me disculpen
por usar esta palabra inglesa, pero no
hay ninguna que transmita el concepto de
forma tan expresiva. Literalmente sería
«poder en hombres». Hoy día se traduce
como «mano de obra» cuando se habla
de empresas o sectores económicos.
Pero al referirnos a las sociedades
antiguas, manpower se refiere al número
de hombres disponibles para la guerra, y
además añade la expresividad de su
componente power, «poder». Aunque
procuraré utilizar «población» o
«censo», estos términos no comunican ni
los matices ni la fuerza de manpower,
motivo por el que quería grabar el
concepto en la mente de los lectores.
¿Qué hacía que Roma pudiera
disponer de más recursos humanos?
Cuando era niño y estudiaba las guerras
púnicas, memorizando de carrerilla
«Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas»,
me daba la impresión de que los
romanos tenían una máquina con una
manivela de la que salían pequeños
romanos literalmente como churros.
La realidad era más compleja. La
natalidad también desempeñaba su
papel, por supuesto. Pero por una parte
la tasa de mortalidad infantil era mucho
más alta, tal vez de un 200 por mil, y por
otra, ni a los dueños de grandes fortunas
ni a los pequeños propietarios les
interesaba tener demasiados hijos.
Por eso recurrían a los métodos
anticonceptivos de la época, cuya
efectividad desconocemos, pero que no
daban la impresión de ser muy fiables:
resina de cedro aplicada en la entrada
del útero, esponjas empapadas en aceite
y vinagre, lavados vaginales tras el
coito, estornudos también postcoitales
para expulsar la semilla masculina y,
por supuesto, todo tipo de amuletos. Si
fallaban, se recurría al aborto o
directamente al infanticidio.
Aunque las familias no fueran
numerosas, sí existía otra máquina de
fabricar romanos: convertir en tales a
los que antes no lo eran.
La clave estribaba en el concepto de
ciudadanía. Para los romanos suponía un
enorme orgullo decir Civis romanus
sum, «Soy ciudadano romano». Pese a
todo, no eran tan celosos de sus
privilegios como, por ejemplo, los
atenienses de la época de Pericles. A
muchas comunidades latinas les
otorgaron los mismos derechos que
poseían ellos, de modo que desde muy
pronto hubo ciudadanos romanos que, en
realidad, no habían nacido en Roma.
También existía un grado intermedio,
la ciudadanía latina. Quien la poseía no
podía votar en Roma ni ser elegido
como magistrado, pero si se mudaba a la
ciudad se convertía en romano de pleno
derecho. Incluso los prisioneros de
guerra esclavizados adquirían la
ciudadanía cuando recuperaban su
libertad, algo que habría resultado
inconcebible en otras ciudades.
Por otra parte, Roma sembró el
territorio conquistado de colonias,
poblaciones recién fundadas a las que se
trasladaban romanos y latinos que
mantenían su ciudadanía. Esas colonias
no eran sólo puestos avanzados para
proteger las fronteras, sino que al
prosperar y crecer contribuían con más
manpower —lo volví a decir— a la
base de la que luego se reclutaban las
legiones.
Gracias a esa actitud abierta, el
número de ciudadanos de Roma no dejó
de crecer. El caso resulta más llamativo
si lo comparamos con otra ciudad estado
de la Antigüedad que destacó entre
todas las demás por sus virtudes
militares: Esparta.
En 480, cuando empezó la gran
guerra contra los persas, los espartanos
tenían unos ocho mil ciudadanos
varones. Al año siguiente, en Platea,
enviaron a cinco mil de ellos, el mayor
contingente de ciudadanos que salió
jamás de Esparta.
Por esas fechas, la República era
todavía muy joven, y aunque ya había
dividido el ejército en dos legiones,
entre ambas debían de sumar unos seis
mil hombres. Así pues, las fuerzas de
Roma y Esparta se hallaban parejas por
el momento.
Sin embargo, los ciudadanos
espartanos, los llamados «espartiatas»,
eran tan acaparadores de privilegios y
tierras que en lugar de aumentar su
número con el tiempo lo redujeron. En
el año 244 sólo había setecientos
espartiatas, una cifra ridícula. Por esas
mismas fechas, los ciudadanos romanos
eran más de doscientos cincuenta mil.
Además, gracias a su política de
alianzas y semiciudadanía, disponían de
más de setecientos mil hombres a los
que podían reclutar. Eso explica que en
algunos momentos de la Segunda Guerra
Púnica movilizaran hasta veinticinco
legiones en los diversos escenarios
bélicos.
Y también justifica más cosas. Los
romanos podían asumir más riesgos que
otros pueblos. Entre el siglo IV y II
perdieron muchas batallas, pero ni una
sola guerra. ¿Por qué? Porque disponían
de recursos para reclutar nuevos
ejércitos, de modo que no se veían
obligados a rendirse.
De nuevo el caso de Esparta es muy
llamativo. En el año 425, en la isla de
Esfacteria, ciento veinte espartiatas de
las mejores familias cayeron prisioneros
de los atenienses. A partir de ese
momento, Esparta buscó la paz con
Atenas, y la firmó en 421 en unas
condiciones que a priori jamás habría
aceptado. Perder a esos ciento veinte
ciudadanos suponía para ella un riesgo
que no podía asumir. (Al final, la paz se
rompió y ganaron la guerra, pero ésa es
otra historia).
En el caso de Roma, en la batalla de
Cannas perdió decenas de miles de
ciudadanos y ocho mil cayeron
prisioneros. Después de tamaño
desastre, los romanos no sólo no se
rindieron, sino que incluso se negaron a
pagar un rescate para recuperar a sus
cautivos. Sin duda, su estricto código de
honor les impedía rendirse. Pero no se
trataba sólo de eso, sino de que tenían la
seguridad de que podían reclutar más
ejércitos y proseguir la guerra.
Ahora que poseemos una idea más
clara de los recursos humanos y
materiales de que disponía Roma para la
guerra, es hora de que veamos a estas
legiones en acción contra uno de los
generales más afamados del mundo
antiguo: Pirro, rey del Epiro.
VI
PIRRO Y LA CONQUISTA DEL SUR
Durante la primera mitad del siglo III,
Roma se decidió a intervenir en nuevos
escenarios, cada vez más alejados de la
ciudad. Al hacerlo tuvo que combatir
contra enemigos que la obligaron a
desarrollar nuevos modos de combate.
Latinos, sabinos, etruscos o samnitas
usaban armamentos y tácticas similares
a los romanos, y eran guerreros tribales
o milicias ciudadanas, según como
queramos verlo. En cambio, en las
luchas que empezarían a partir de ahora
y que llevarían a Roma a convertirse en
la dueña del Mediterráneo, se enfrentó
contra ejércitos profesionales, formados
por soldados que servían durante todo el
año a cambio de una paga, muchos de
ellos mercenarios. En el proceso, la
forma de combatir de los romanos
cambió y ellos mismos se convirtieron
en un ejército cada vez más eficaz, y si
no profesional todavía —esto no
llegaría hasta Mario—, sí equiparable
en calidad y seguramente superior en
motivación y voluntad de vencer.
El asunto de Tarento
Hasta entonces, los intereses de Roma
en el sur de Italia no habían ido más allá
de la fértil Campania. Pero en 285, la
ciudad de Turios pidió ayuda contra la
tribu de los lucanos. Turios era una
colonia ateniense, en cuya fundación
participaron Pericles y el padre de la
historia, Heródoto. Pero, a diferencia de
las colonias romanas, que seguían
dependiendo política y militarmente de
Roma, las griegas sólo mantenían
vínculos culturales y a veces religiosos
con sus metrópolis.
Turios estaba ya en la suela de la
bota italiana, a quinientos kilómetros de
Roma. Una distancia más que
respetable; aunque con el tiempo, por
supuesto, las legiones viajarían y
combatirían mucho más lejos.
La ciudad envió al cónsul Fabricio
Luscino, que obligó a los lucanos a
retirar el asedio y dejó una guarnición
romana en Turios. Recordemos que los
lucanos, a su vez, habían pedido ayuda a
Roma trece años antes, lo que provocó
la Tercera Guerra Samnita: las alianzas
eran mudables.
Siguiendo el ejemplo de Turios,
otras ciudades de la región, como Locri
y Regio, que ya estaban en la puntera de
la bota, solicitaron una protección
similar. En su caso, contra los brutios,
que bajaban de las montañas para hacer
incursiones contra las ricas ciudades
costeras. Como hemos visto, esta
historia de montañeses contra llaneros
se repetía constantemente en Italia.
Más al nordeste, en el arranque del
tacón de la bota, se hallaba —y se halla
— Tarento, que da su nombre a un gran
golfo de forma prácticamente cuadrada.
Esta ciudad fue la única colonia fundada
por los espartanos, a finales del siglo
VIII.
El relato de la fundación de Tarento
es peculiar: Esparta estaba en guerra
contra la región de Mesenia y los
varones espartanos llevaban muchos
años ausentes. Sus mujeres empezaron a
acostarse con otros hombres, no
ciudadanos e incluso esclavos, y cuando
los espartanos regresaron de la guerra se
encontraron con unos hijos imprevistos.
Como no querían parecer víctimas
de cuclillos —el pájaro que pone
huevos en nidos ajenos para que se los
críen—, los espartanos mandaron fuera
a estos hijos, ya crecidos, a los que
llamaron partheníai o «hijos de las
vírgenes», es de suponer que con cierto
sarcasmo. Los partheníai embarcaron
hacia el oeste y fundaron Tarento.
Seguramente la historia verdadera
no fue tan novelesca, pero lo cierto es
que Tarento era colonia espartana. Sin
embargo, sus descendientes se apartaron
pronto de la tradición militar de la
metrópolis y se dedicaron al comercio y
a la manufactura de tejidos. Ellos
mismos, además, los teñían con la
púrpura que extraían de un molusco
llamado múrice. Sin ser tan apreciada
como la púrpura real de Tiro, la de
Tarento valía mucho dinero.
Así enriquecidos, a partir del siglo
IV los tarentinos prefirieron pagar a
otros para que libraran sus guerras. En
el año 333 llamaron al rey del Epiro,
allende el mar Jónico, para que los
ayudara en su lucha contra los pueblos
montañeses. Este rey, llamado Alejandro
como su cuñado el Grande, fue
derrotado y murió poco después. Más
adelante reclamaron a Cleónimo,
mercenario espartano con quien
acabaron mal, y a Agatocles, tirano de
Siracusa, que obtuvo algunos éxitos
militares, pero que no tardó en volver a
Sicilia.
Lo que estaban haciendo los ciudadanos
de Turios era lo mismo que Tarento:
buscar ayuda externa, en este caso de los
romanos. Pero la presencia de éstos tan
cerca preocupó a los tarentinos.
Una de las razones era que, a la
sazón, en Tarento dominaba la facción
democrática, mientras que en Turios
gobernaban los oligarcas. Como
comentamos a raíz del caso de Neápolis,
los romanos solían favorecer a los
oligarcas y reprimir a los demócratas, lo
que nos dice bastante sobre la verdadera
naturaleza de la República.
Las hostilidades empezaron en 282,
cuando un almirante llamado Lucio
Valerio apareció en las inmediaciones
de Tarento con unas cuantas naves. Se
supone que esperaba ser recibido en
términos amistosos, pero no fue así.
Los tarentinos estaban celebrando
las fiestas de Dioniso y homenajeaban al
dios con su invento más popular: el
vino. Al avistar a los romanos, se
hicieron a la mar algo embravuconados
por la bebida y les hundieron varios
barcos. Después fueron más allá,
navegaron hasta Turios y expulsaron a la
guarnición que había dejado el cónsul
Fabricio.
Por el momento, Roma se lo tomó
con cierta calma. En lugar de mandar
legiones, prefirió recurrir a la
diplomacia y envió a Lucio Postumio a
la cabeza de una embajada. La misión no
salió bien. Postumio se dirigió a los
tarentinos en griego. Con el tiempo,
muchos nobles romanos aprenderían este
idioma a la perfección, pero por ahora
no era así. Postumio hablaba con un
acento que a ellos les sonaba bárbaro y
cometía muchos errores gramaticales,
así que se carcajearon de él.
Para colmo, un individuo más
insolente que los demás le manchó la
toga; tal vez con algo más asqueroso que
con polvo, pero los textos no son muy
claros. Eso multiplicó el regocijo de la
multitud.
La contestación de Postumio fue muy
romana: «¡Reíd mientras podáis! Pues
vais a llorar mucho más tiempo cuando
lavéis la mancha de mi toga con sangre».
Los tarentinos se tomaron la
amenaza lo bastante en serio como para
buscar ayuda. Y lo hicieron, de nuevo, al
otro lado del mar Jónico. A la misma
latitud que el tacón de la bota se hallaba
el reino del Epiro, y recurrieron a su
monarca, Pirro.
Pirro, un Rey Helenístico
En el pasado, el Epiro no había sido un
reino demasiado importante, pero las
cosas habían cambiado mucho en
Grecia. Antaño, en el siglo V a.C., las
ciudades estado, sobre todo Atenas y
Esparta, habían dominado la política y
los campos de batalla. Los pueblos que
vivían más al oeste, que en lugar de
organizarse en ciudades lo hacían por
tribus, eran vistos por los demás helenos
como salvajes y atrasados. Para colmo,
seguían gobernados por reyes, algo que
los
griegos
consideraban
un
anacronismo.
La situación cambió durante el siglo
IV. Las constantes guerras entre Atenas y
Esparta, a las que se sumó Tebas como
tercera en discordia, debilitaron a las
ciudades estado griegas.
Pero entonces apareció un poder
nuevo: Macedonia, un país situado al
norte de Grecia, más allá del monte
Olimpo. Los macedonios hablaban una
lengua parecida al griego y compartían
con ellos muchas costumbres y también
divinidades, pero no eran del todo
helenos. Entre ellos también había reyes.
En el año 359 ascendió al trono el que
llevaría a su país en un ascenso
imparable hasta la hegemonía en Grecia:
Filipo II.
Filipo
convirtió
el
ejército
macedonio en una máquina de guerra
bien engrasada. Mientras que los
antiguos ejércitos griegos consistían
básicamente en falanges de hoplitas,
soldados de infantería pesada armados
con lanzas de unos dos metros y medio
de longitud, Filipo creó muchos otros
cuerpos especializados.
Destacaba entre ellos la infantería,
con un escudo más ligero que los
hoplitas griegos, pero armada a cambio
con sarisas. Éstas eran picas de más de
cinco metros: cuando los soldados de
las cuatro primeras filas las bajaban, las
puntas se proyectaban hacia delante
convirtiendo a la falange en un
monstruoso erizo.
Según el general romano Lucio
Emilio Paulo, que en 168 se enfrentó a
este tipo de infantería en la batalla de
Pidna, jamás en su vida había
presenciado un espectáculo tan aterrador
como el de aquel bosque de sarisas
apuntando hacia ellos. (La falange
macedónica resucitaría muchos siglos
después con los mercenarios suizos, los
lansquenetes alemanes y los tercios
españoles, armados de picas tan largas
como las sarisas, aunque adaptados a
los nuevos tiempos en que se combatía
con armas de fuego).
El problema de la falange de sarisas
es que resultaba muy contundente, pero
rígida y más bien lenta. Era menester
complementarla con otras unidades para
hacer más flexible el ejército. Eso fue lo
que hizo Filipo, que también contaba
con caballería pesada y ligera y con
varios tipos de infantería ligera
especializada: arqueros, lanzadores de
jabalina y honderos. Introdujo asimismo
máquinas de guerra de todo tipo con las
que podía tomar ciudades al asalto sin
esperar a que se rindieran por hambre.
Sobre todo, se trataba de tropas
profesionales, no milicias. En las
ciudades estado de Grecia, y también en
las de Italia —incluida Roma—, los
soldados
eran
ciudadanos
que
empuñaban las armas unos meses, y
volvían a sus casas a tiempo de realizar
las tareas del campo para mantenerse a
sí mismos y a sus familias.
En cambio, Filipo formó un ejército
permanente, pagado con fondos estatales
y no sólo con el botín que los soldados
pudieran obtener gracias a sus victorias.
Un ejército siempre disponible y que se
adiestraba durante todo el año. Gracias
a él, en el año 338 venció a Atenas,
Tebas y otras ciudades estado aliadas en
la batalla de Queronea, y se convirtió en
el amo de Grecia.
A la muerte de Filipo, subió al trono
su hijo Alejandro, que sería conocido
como Magno. Alejandro aprovechó la
máquina de guerra que le había dejado
su padre para cruzar el Egeo, pisar Asia
y lanzarse a la conquista del Imperio
persa. En pocos años, este joven rey
llevó a sus tropas hasta el río Indo. Sus
dominios llegaban desde Macedonia
hasta Pakistán, incluyendo el rico país
de Egipto.
Alejandro murió en Babilonia en el
año 323, de unas fiebres o tal vez
envenenado. Su paso por la historia fue
como el de una estrella fugaz, o más
bien el de un asteroide que brilla en el
cielo e impacta contra la tierra dejando
un gran cráter como recuerdo de su
paso. No existe otro personaje histórico
del que se hayan escrito y contado tal
cantidad de historias y relatos en tantas
lenguas y en tantos países diversos.
Quizá su mito se deba en parte a que
murió joven. De haber vivido más años,
tal vez habría sufrido reveses y su
reputación de invicto se habría visto
mancillada. Pero en su momento se le
consideró prácticamente un dios.
Hay algo más, muy importante desde
el punto de vista ideológico: todos los
generales que quisieron alcanzar la
gloria después de Alejandro se miraron
en su espejo. Así le pasó a Pirro, pero
también al cartaginés Aníbal, y entre los
romanos a Julio César o personajes más
tardíos como los emperadores Trajano o
Juliano, el conocido como Apóstata.[13]
(Ese prestigio ha hecho que tal vez
se exagere mucho la importancia de los
generales en la Antigüedad. Es verdad
que el papel de personajes como el
propio Alejandro, Aníbal o Escipión
resultó determinante, pero hay que tener
siempre en cuenta otros elementos de la
guerra como la calidad y moral de las
tropas o, simplemente, el puro azar. En
ciertos relatos de batallas antiguas, da la
impresión de que el general es un
jugador de Age of Empires o Pretorians
que maneja a sus soldados como si
fueran simulaciones de ordenador y no
hombres de carne y hueso con voluntad e
inteligencia propias).
El imperio de Alejandro duró tanto
como él, pues no designó de forma clara
a ningún heredero. Sus generales
pelearon durante décadas por los
despojos y se llamaron a sí mismos
«reyes». La crónica de esta época es una
pesadilla para el estudiante por los
constantes cambios de fronteras y los
innumerables tratados.
Puesto que este relato trata sobre
Roma y no sobre Grecia, baste decir que
a principios del siglo III se había
alcanzado una relativa estabilidad.
Existían varios reinos, gobernados por
los generales de Alejandro o por los
sucesores de éstos, conocidos como
diádocos. Todos ellos guerreaban sin
cesar, pero compartían una mezcla de
elementos políticos y culturales
comunes.
Para estos estados usamos el término
colectivo de «reinos helenísticos». Eran
grandes entidades, mucho más extensas y
ricas que las antiguas ciudades estado, y
podían movilizar más recursos tanto en
la guerra como en la paz; recursos que
se solían emplear en ostentaciones de
poder, pues los reyes helenísticos eran
partidarios del principio «El tamaño sí
que importa».
Por ejemplo, construían torres de
asedio
descomunales,
como
la
Helépolis, que medía casi cincuenta
metros. También botaban barcos con
miles de remeros que a la hora de la
verdad no resultaban demasiado
prácticos. Y les encantaba usar elefantes
de guerra, con sus ventajas e
inconvenientes que examinaremos al
relatar la campaña de Pirro.
Otras manifestaciones menos bélicas
de este amor por lo enorme fueron
construcciones como el Faro de
Alejandría o la gran biblioteca de esta
ciudad —la Biblioteca por antonomasia
—. Los monarcas helenísticos también
solían ser mecenas de la cultura y el
arte…, que utilizaban, de paso, para
hacer propaganda de su propia grandeza.
Pirro fue el primer rey helenístico
con quien se las vieron los romanos,
pero no el último. La larga y más bien
tormentosa relación de Roma con los
herederos de Alejandro se prolongó
durante dos siglos y medio, hasta
culminar en Egipto con César,
Cleopatra, Marco Antonio y Octavio.
En el ínterin, los romanos se
contagiaron de muchas características de
la civilización griega. Sus élites
aprendieron griego, Júpiter, Juno y
compañía se asimilaron a los olímpicos
Zeus y Hera, y sus literatos y artistas
imitaron los géneros helenos. Pero la
influencia no se limitó a lo cultural: sus
gobernantes y generales adquirieron
también costumbres y manías —a veces
megalomanías— propias de estos
monarcas helenísticos. Por ejemplo, la
de considerarse semejantes a los dioses
o hacerse adorar directamente, como
ocurriría con muchos césares en la
Roma imperial.
Centremos nuestro relato en Pirro. Como
miembro de la casa real del Epiro, era
descendiente del mismísimo Aquiles, o
así lo contaba la tradición familiar: una
herencia gloriosa y al mismo tiempo una
responsabilidad para un guerrero que
debía demostrar que se hallaba a la
altura del héroe de la Ilíada.
Linajes legendarios aparte, Pirro era
sobrino segundo de Olimpia, la madre
de Alejandro Magno. Eso lo convertía
en pariente del rey macedonio, a quien
no llegó a conocer, pues Pirro nació en
318, cinco años después de su muerte en
Babilonia.
Pirro llegó al trono a la tierna edad
de doce años, pero enseguida fue
derrocado. Pasó su juventud luchando a
las órdenes de su cuñado Demetrio
Poliorcetes, y cuando sólo tenía
dieciocho luchó en la gran batalla de
Ipso. Recuperó el trono poco después,
en el 297, pero su época de soldado de
fortuna debió de dejar impronta en él,
pues pasó buena parte de su reinado
librando guerras fuera de su país.
Durante una temporada combatió en
Macedonia, que controló fugazmente
hasta que fue expulsado de ella en 284.
Tres años después, en 281, le llegó la
invitación de los tarentinos. Éstos le
prometieron prácticamente la luna: si
aceptaba ser su general y venía él solo a
Italia, conseguirían que todas las
ciudades del sur de Italia se pusieran
bajo su mando, y podría dirigir contra
Roma un ejército de trescientos
cincuenta mil hombres y veinte mil
jinetes.
Pirro pensó que, si triunfaba, saltaría
a Sicilia y de ahí a Cartago. Después,
con las tropas y el dinero conseguidos
en ambos sitios podría regresar a
Macedonia, el corazón simbólico del
poder entre los monarcas helenísticos.
Nuestro hombre era un aventurero
romántico salpicado tal vez por una
pizca de megalomanía; pero también
poseía bastante sentido común en los
asuntos de la guerra, de modo que
decidió, por si acaso, reclutar su propio
ejército. Eso le ocupó unos cuantos
meses, y no cruzó el mar Jónico hasta
principios de 280. Cuando lo hizo,
llevaba veinticinco mil soldados de
infantería y tres mil de caballería.
También incluía una sorpresa para los
italianos: veinte elefantes.
Los elefantes habían llegado al
Mediterráneo gracias a las campañas de
Alejandro, que se enfrentó a ellos en la
batalla del Hidaspes contra el rey indio
Poro. Al macedonio le impresionaron
tanto que los llevó al oeste, y los
generales que lo sucedieron los
utilizaron a partir de entonces como
arma.
A principios del siglo III, el imperio
seléucida —el más extenso de los reinos
helenísticos, que llegaba desde Asia
Menor y Levante hasta Pakistán—
acaparaba el suministro de elefantes
indios.
Para
contrarrestar
este
monopolio, los Ptolomeos, reyes de
Egipto, recurrieron a sus parientes
africanos.
Hay que aclarar que no se trataba de
la especie de sabana, la más conocida
por los documentales, que alcanza
cuatro metros de altura y pesa entre seis
y diez toneladas. Sin duda, el Loxodonta
africana habría sido una máquina de
guerra imposible de detener, pero el
problema era que prácticamente no
existe forma de domarlo. (He dicho
«domar» y no «domesticar»: los
elefantes de guerra se capturaban y
adiestraban, no se criaban en
cautividad).
El animal que usaron los Ptolomeos
de Egipto era el llamado Loxodonta
cyclotis, o elefante de bosque, que
medía entre dos metros y dos metros y
medio de altura. En aquella época, este
paquidermo abundaba en el norte de
África, pero hoy día está confinado a las
selvas de su zona central. (En muchos
textos se comenta que se encuentra en
peligro de extinción, pero no es fácil
encontrar censos de población fiables).
Precisamente, los veinte elefantes
que llevaba Pirro consigo se los había
entregado Ptolomeo II, así que lo más
seguro es que provinieran de los
bosques africanos y no de la India.
A principios del siglo III, se
introdujo una innovación bélica en el
uso del elefante: una torre de madera y
de cuero atada con correas y cadenas a
su lomo, en la que viajaban a pie dos o
tres combatientes armados con arcos o
con picas.
No está claro si los elefantes de
Pirro llevaban esta torreta o bastaba tan
sólo con el conductor —conocido como
«mahout» o «cornaca», ambos términos
indios—, armado con jabalinas. En
cualquier caso, alrededor de los
elefantes había soldados de a pie que
protegían sus patas y, sobre todo, su
vientre, las partes más delicadas.
Con torreta o sin ella, el arma
principal era el propio elefante. Sólo su
tamaño ya aterrorizaba a los soldados,
que no estaban acostumbrados a verlo, y
sobre todo a los caballos, a los que
espantaban su olor y sus atronadores
barritos. Guerra psicológica aparte,
cuando estos paquidermos embestían
solían poner en fuga a la caballería
enemiga. Si la infantería no apretaba las
filas, los dientes y todo lo que fuera
menester, también podían aplastarla.
Pirro en Italia
Antes de lanzarse a la guerra, Pirro
consultó a diversos oráculos, como era
costumbre en la época. En el propio
Epiro se encontraba el santuario de
Dódona, consagrado a Zeus, donde los
sacerdotes interpretaban el sonido del
rumor del viento en las hojas de un
robledal sagrado.
Pero el más importante de los
oráculos griegos se hallaba en Delfos,
en Grecia central. Según un fragmento
de Ennio, autor a quien los romanos
consideraban el padre de su poesía,
cuando Pirro preguntó qué pasaría si
viajaba a Italia, la pitonisa de Delfos
contestó: Aio te Romanos vincere posse,
«Digo que tú puedes vencer a los
romanos».
Tras recibir la aquiescencia de
Apolo, Pirro estaba tan impaciente por
marchar hacia Italia que no esperó a que
llegara la estación más propicia y partió
en invierno. Un temporal se abatió sobre
su flota. Él consiguió arribar a Tarento
con su nave capitana, un septirreme más
pesado y resistente que los demás, pero
acompañado tan sólo por dos mil
soldados y un par de elefantes.
Por suerte, la tempestad no debió de
ser tan fuerte, porque sólo dispersó las
naves, no las destruyó. Poco a poco, el
resto de la flota fue presentándose en el
puerto.
Mientras tanto, Pirro no había
permanecido ocioso. Al comprobar lo
amantes de la juerga que eran los
tarentinos, suspendió las festividades,
cerró el teatro y las tabernas y reclutó a
todos los varones aptos para el servicio
militar. Eso no lo hizo precisamente
popular entre los ciudadanos, que se
habían vuelto bastante melindrosos con
el tiempo, y muchos abandonaron
Tarento.
Mientras tanto, los romanos,
avisados de la llegada de Pirro,
enviaron al sur un ejército de más de
treinta mil hombres con su cónsul
Valerio Levino. Pirro, al ver que el
inmenso ejército prometido no llegaba,
salió de Tarento con sus tropas y con la
milicia ciudadana y viajó primero al
norte y luego al oeste, siguiendo la costa
del golfo.
Antes del enfrentamiento, que se
produjo cerca de la ciudad de Heraclea,
Pirro divisó de lejos al adversario.
Cuando vio el campamento romano
organizado con tanto orden, le dijo a un
amigo: «Este campamento de bárbaros
no es de bárbaros, Megacles».
El propio Pirro acampó en la orilla
izquierda del río Siris, utilizándolo
como barrera para los romanos mientras
él organizaba sus líneas. Pero los
legionarios empezaron a cruzarlo por
varios puntos a primeras horas del día y
pusieron en fuga a las tropas ligeras que
Pirro había dispuesto para vigilar los
vados.
Aunque las cosas se habían
apresurado más de lo que él habría
querido, el rey del Epiro decidió tomar
la iniciativa y cargó al frente de sus tres
mil jinetes contra la caballería enemiga,
formada en su mayor parte por aliados
de los romanos. Pero no consiguió
desbaratarla como esperaba, y él mismo
resultó descabalgado por un jinete que
mató a su caballo de un lanzazo.
Al ver que su primera maniobra no
funcionaba, Pirro ordenó a su falange de
sarisas que, en lugar de mantener el
terreno —su función más habitual—,
embistiera contra el frente de la legión.
Éste fue el primer choque entre las
dos máquinas de guerra, la legión
romana y la falange macedónica. Por el
momento, ambas fuerzas se estancaron
en un punto muerto, sin avanzar ni
retroceder.
Pirro decidió recurrir a sus
elefantes, que hasta entonces había
guardado en reserva. La caballería
romana y aliada, que había mantenido el
terreno contra la del epirota, huyó
despavorida. Los jinetes tesalios se
vieron libres de enemigos y pudieron
lanzar una ofensiva lateral contra las
legiones de Valerio, clavadas en el sitio
por aquel choque de titanes con la
falange de sarisas.
Atacados por dos sitios a la vez, los
legionarios acabaron rompiendo filas y
retirándose al otro lado del río. Como
dueño del campo de batalla, Pirro fue el
vencedor oficial. Así pues, en el primer
enfrentamiento falange versus legión,
vencía la primera…, con la inestimable
ayuda de los elefantes y la caballería.
Pues el talento que Pirro había
aprendido de los sucesores de
Alejandro consistía en combinar de
forma flexible varios cuerpos y armas
distintos.
En la batalla de Heraclea, los
romanos perdieron siete mil hombres.
En el ejército de Pirro, por su parte,
murieron cuatro mil. Eso suponía más
del 10 por ciento, una proporción
exagerada para un ejército ganador. De
ahí el adjetivo de «pírrica» para una
victoria que se obtiene con casi tantos
daños para el vencedor como para el
vencido. (Por alguna razón que no
entiendo, algunos comentaristas de
fútbol denominan también «pírrica» a
una victoria por 1-0. Lo sería si el
equipo ganador sale del campo con ocho
lesionados y pierde el resto de los
partidos de la liga).
Además, los hombres que perdió
Pirro eran más valiosos que los
romanos. Por supuesto, hablamos de
términos militares, no morales. Los
soldados del rey del Epiro eran
profesionales, veteranos curtidos en
muchas campañas, con una experiencia y
un adiestramiento que no se podían
conseguir en nuevos reclutas de la noche
a la mañana.
En cambio, la mayoría de las bajas
romanas debieron de producirse en las
primeras filas, donde formaban los
hastati. Éstos eran los soldados más
jóvenes y, en cierto modo, no resultaba
demasiado difícil reemplazarlos.
Mientras que los recursos humanos
con que contaba Roma se cifraban en
cientos de miles, los de Pirro eran
mucho más reducidos. Entre los
ciudadanos romanos todos
eran
reclutables, incluso los proletarios o
capite censi que apenas tenían bienes,
pero combatían en la infantería ligera.
Por el contrario, como hemos visto, en
lugares como Tarento los ciudadanos se
negaban a empuñar las armas y
contrataban a mercenarios. Lo que
ocurría allí se repetía en otras ciudades,
como Cartago, tal como veremos al
hablar de las guerras púnicas.
Al examinar el campo de batalla y ver
las montoneras de cadáveres, el rey del
Epiro debió pensar que había topado
con un hueso duro de roer. Según el
historiador Dión Casio, dijo: «Con
soldados como éstos, podría conquistar
el mundo». Dudo mucho que pronunciara
estas palabras delante de sus hombres,
pero pueden reflejar la admiración que
sintió ante sus nuevos enemigos, a cuyos
muertos hizo enterrar con los debidos
rituales.
En cualquier caso, el vencedor, por
el momento, era Pirro. Los aliados que
le habían prometido y que no llegaban se
animaron por fin a pasarse a su bando,
entre ellos lucanos y samnitas.
De todos modos, el rey prefería
solventar la guerra sin perder más
hombres de aquel ejército tan valioso
para él. Por esa razón envió a Roma a un
destacado orador llamado Cineas para
que convenciera al senado de que
firmara la paz. Mientras tanto él, junto
con sus nuevos aliados, se dirigió hacia
el centro de Italia.
Cineas ofreció a los romanos
devolverles sus prisioneros sin rescate.
A cambio, debían reconocer la
independencia de las ciudades griegas
de Italia y devolver sus territorios a
samnitas, lucanos y otros pueblos. Entre
los senadores, algunos vacilaban,
comprendiendo que el enemigo al que se
enfrentaban también era formidable.
En los relatos sobre Pirro,
normalmente se adopta su punto de vista,
por lo que el lector actual tiende a
empatizar con el temor y la admiración
que despertaba Roma en el rey del
Epiro. Pero si nos ponemos en la piel de
los romanos, es fácil comprender que
también albergaban miedos y dudas.
Habían perdido en una batalla campal
contra un adversario que no luchaba
como ellos, que poseía el prestigio casi
divino de los monarcas helenísticos y
que traía aquellas bestias fabulosas a las
que los romanos llamaban «bueyes
lucanos».
El impacto de aquella primera
batalla contra los elefantes quedaría
grabado para siempre en el imaginario
romano. Mucho tiempo después, en el
siglo IV d.C., el autor cristiano
Ambrosio escribió:
Los elefantes cargan contra sus
adversarios con una fuerza
irresistible. Ninguna línea de
soldados con los escudos
trabados puede detenerlos. Son
como montañas que se mueven
por el campo de batalla, y su
ensordecedor trompeteo causa
pavor. ¿De qué sirven unos pies
rápidos, unos músculos fuertes o
unas manos rápidas para
enfrentarse a una torre móvil que
lleva hombres armados? ¿De qué
le sirve su corcel al jinete?
Asustado ante el inmenso tamaño
de la bestia, el caballo huye
despavorido.
Al oír que había un embajador de
Pirro hablando en la Curia y que algunos
senadores se planteaban la posibilidad
de ceder a sus exigencias, el anciano
Apio Claudio, el mismo censor que
empezó las obras de la via Appia y el
aqua Appia, hizo que lo transportaran en
una litera para asistir a la reunión.
Por aquel entonces estaba retirado.
Ya había perdido la vista y le aplicaban
el sobrenombre de Caecus con que sería
conocido por la posteridad. «Pero
desearía haber perdido también el oído
—dijo— y estar sordo antes que oír
cómo en esta cámara se pronuncian en
voz alta discursos de rendición».
La vibrante soflama de Apio
Claudio enardeció a los senadores.
Pero, incluso sin su discurso, es muy
dudoso que hubiesen aceptado negociar
con Pirro. Incluso en circunstancias más
duras, los romanos demostrarían
siempre que para ellos la rendición no
era una opción.
La respuesta que recibió Cineas fue
un «no» rotundo. El orador salió de la
ciudad para darle las malas noticias a
Pirro.
Éste no había permanecido ocioso,
sino que había avanzado hacia el norte,
hasta llegar a menos de sesenta
kilómetros de Roma. Pero ni la cercanía
del señor de la guerra epirota ni la de
los elefantes asustaron a los romanos,
que siguieron en sus trece.
Por otra parte, el ejército del otro
cónsul, que había estado luchando contra
los etruscos en el norte, regresó a Roma.
Pirro decidió que era mejor no batallar
de nuevo y regresó hacia el sur, para
pasar el invierno en Tarento.
Nos ha llegado una anécdota muy
curiosa sobre el talante de los romanos.
Éstos enviaron a Tarento al exconsular
Gayo Fabricio para negociar el rescate
de los prisioneros. Pirro trató de
sobornarlo para que presionara en el
senado a favor de la paz, ofreciéndole
cada vez pagarle sumas más altas.
Como así no conseguía nada, al día
siguiente hizo que le acercaran a
hurtadillas un elefante para asustarlo. El
animal levantó la trompa junto a la oreja
de Fabricio y soltó un barrito
estruendoso. El romano, sin inmutarse,
le dijo a Pirro: «Ni ayer me convenció
tu oro, ni hoy tu elefante».
Al año siguiente, en 279, se libró la
segunda gran batalla de esta guerra.
Pirro había contratado más mercenarios
y traído más tropas del Epiro, y también
más elefantes. Para financiar tanto gasto,
impuso fuertes tributos a sus aliados, lo
que seguramente redujo su popularidad.
El combate se libró en Ásculo, en la
comarca de Apulia, no muy lejos del
mar Adriático. En ella se enfrentaron
unos cuarenta mil guerreros por cada
bando. Según Dionisio de Halicarnaso,
los romanos habían diseñado algunas
armas específicas contra los elefantes.
Tenían grandes carros tirados por
bueyes y armados con largas picas
móviles rematadas por hoces y tridentes,
y también calderos llenos de brea
inflamable para lanzar contra los
paquidermos.
El primer día se combatió en un
terreno escabroso y sembrado de
árboles, lo que impidió que Pirro
pudiera usar la caballería y los elefantes
como él quería.
Sin embargo, en la segunda jornada,
el rey logró anticiparse y ocupar las
áreas más escarpadas con destacamentos
de infantería ligera que hostigaron con
sus proyectiles a los romanos y les
impidieron maniobrar —o refugiarse—
en esas zonas. De ese modo, las legiones
del cónsul Publio Decio Mus tuvieron
que pelear en un terreno llano más
conveniente para su enemigo.
Aun así, los romanos lograron
contener las temibles sarisas del
enemigo durante un rato. Después, los
paquidermos volvieron a cargar. Pese a
los ingenios antielefante que describe
Dionisio, lo cierto es que aquella
embestida rompió las filas del cónsul, y
Pirro quedó de nuevo dueño del campo
de batalla.
Esta vez los romanos perdieron seis
mil hombres, mientras que Pirro sufrió
tres mil quinientas bajas. Cuando le
felicitaron por la victoria, respondió:
«Si ganamos otra batalla así a los
romanos, estamos perdidos». Sabía bien
que sus enemigos podían compensar
aquella merma, mientras que a él le
resultaba cada vez más costoso.
Algunos autores reprochan a Pirro
que era un general brillante sólo a
rachas, pero como estratega o incluso
como táctico dejaba que desear. Alegan,
por ejemplo, que en Ásculo perdió un
día entero en un campo de batalla
desfavorable.
En mi opinión, podemos darle la
vuelta a ese mismo argumento: al día
siguiente, Pirro consiguió convertir el
terreno desfavorable en propicio gracias
al acertado empleo de unidades
especializadas para cada misión
concreta. Como siempre, juzgamos la
historia a toro pasado, con la ventaja
que nos da saber quién acabó venciendo
en cada guerra.
Intermedio en Sicilia y
desenlace en Italia
Pirro se sentía frustrado por aquella
campaña que estaba desgastando sus
recursos, mientras que los de aquel
obstinado enemigo parecían inagotables.
¿Cómo podría largarse de Italia de
forma honrosa, sin que pareciera que
huía con el rabo entre las piernas?
La oportunidad le llegó en forma de
dos ofertas de trabajo. (No olvidemos
que en realidad era un mercenario, un
auténtico condotiero adelantado al
Renacimiento). Una venía de Grecia
continental, agobiada por la amenaza de
tribus celtas. La otra de Sicilia, donde
las ciudades griegas estaban sufriendo
graves reveses en su guerra secular
contra los cartagineses.
Pirro se decidió por Sicilia. Allí
obtuvo algunos éxitos, entre ellos tomar
al asalto la fortaleza de Érix. Él mismo
trepó por una escala y se plantó en el
adarve el primero, pese a que ya era
cuarentón. Siguiendo la tradición de
Alejandro
y
otros
caudillos
macedónicos —muy parecida a la de los
romanos—, Pirro daba ejemplo como
jefe luchando en primera fila y
destacando entre los demás por su
habilidad con las armas y su valor.
Pese a todo, tampoco consiguió
expulsar a los cartagineses, que se
aferraban como lapas al extremo
occidental de la isla. También luchó
contra los mamertinos. Estos individuos
eran mercenarios procedentes de
Campania que se decían hijos de Marte
(Mamers para ellos) y que habían sido
contratados por Agatocles de Siracusa
años atrás. Ahora, sin jefe ni pagador,
los mamertinos se habían convertido en
bandidos organizados que extorsionaban
a las ciudades de la zona oriental de
Sicilia. Pirro los derrotó en varias
batallas y los confinó poco a poco al
extremo nordeste de la isla.
Mientras tanto, sus antiguos aliados
en Italia se llevaban una paliza tras otra,
como muestran los fasti triumphales, las
listas de triunfadores: en ellos se
registran victorias de Roma sobre
lucanos, brutios y samnitas. Ésta es otra
demostración de que la presencia de
Pirro marcaba diferencias.
Pero la popularidad de Pirro en
Sicilia no duró mucho. Al igual que
antes que él había hecho Agatocles,
planeó invadir África para llevar la
guerra al territorio de los cartagineses y
obligarlos a negociar. Cuando intentó
reclutar remeros para la flota, se
encontró con que la población griega se
resistía al alistamiento con uñas y
dientes. De nuevo era un problema que
los romanos, con su moral guerrera, no
solían tener; al menos, hasta tal punto.
Frustrado por segunda vez, Pirro
aprovechó una nueva llamada de sus
aliados italianos para retirarse de
Sicilia salvando el honor. Es cierto que
podríamos llamarlo un picaflor de la
guerra, pero tenía sus razones. Si los
griegos, los más interesados en expulsar
a los púnicos de la isla, no colaboraban,
¿qué podía hacer él?
Al abandonar la isla, se cuenta que
exclamó: «¡Qué buen campo de batalla
dejo aquí para cartagineses y romanos!».
¿Realmente pensaba eso, relegándose a
sí mismo a un papel secundario? Quizá a
esas alturas de su vida ya empezaba a
sospechar que jamás iba a cumplir su
sueño de convertirse en el nuevo
Alejandro.
Su cruce de Sicilia a Italia tampoco
se libró de sobresaltos. Una flota
cartaginesa lo atacó, haciéndole perder
setenta barcos, y una vez en tierra una
hueste de mil mamertinos se dedicó a
hostigarlo por el camino. Pero los
derrotó y logró llegar de nuevo a
Tarento.
Habían pasado cinco años desde que
arribó a Italia por primera vez. Pirro
disponía más o menos de tantas tropas
como antes de la batalla de Heraclea,
pero su calidad era muy inferior: había
perdido a la mayoría de los soldados
que trajera consigo del Epiro, y los
había sustituido en buena parte por
mercenarios italianos tan poco de fiar
como los mamertinos. Como ya comenté
antes, la desventaja de un ejército
profesional contra otro de milicias
ciudadanas era que resultaba más difícil
reemplazar las bajas.
En el año 275, Pirro se volvió a
enfrentar a Roma. Como dice el refrán,
«a la tercera fue la vencida». Los
romanos enviaron a su cónsul Servilio
Merenda con un ejército a Lucania, y a
su colega Curio Dentato con otro a la
región del Samnio. El rey del Epiro
dividió sus fuerzas y envió la mitad a
Lucania para luchar contra Merenda,
mientras que él se encargó en persona de
Dentato.
Los romanos habían acampado cerca
de la ciudad de Malventum, en un valle
de los Apeninos situado entre el Samnio
y Campania. Pirro tenía unos veinte mil
soldados de infantería, tres mil jinetes y
veinte elefantes. Por su parte, Curio
Dentato disponía del típico ejército
consular formado por dos legiones
romanas y dos de aliados: unos
diecisiete mil infantes más mil
doscientos soldados de caballería.
La intención de Pirro era evitar que
ambos cónsules pudieran unir fuerzas,
por lo que decidió atacar cuanto antes.
Tras divisar una posición ventajosa,
ordenó a sus tropas una marcha nocturna
para ocuparla antes de que se adelantara
el enemigo.
En la Antigüedad, las maniobras
nocturnas resultaban problemáticas. En
una época en que las comunicaciones
eran tan primitivas, la falta de
visibilidad solía provocar el caos. En el
año 479, los griegos aliados contra los
persas en Platea estuvieron a punto de
sufrir un grave revés por una marcha
similar a la que había ordenado Pirro.
En 413, cuando los atenienses intentaron
asaltar de noche las murallas de
Siracusa, acabaron masacrados por el
enemigo.
(Como maniobra nocturna exitosa
hay que citar la de las Termópilas, en
480. Allí, los persas lograron rodear la
posición espartana al amparo de la
noche, y por un paraje agreste y
desconocido. Lo que en muchos libros
aparece como traición fue en realidad
una maniobra muy brillante).
En el caso de Malventum, las tropas
de Pirro se extraviaron en la oscuridad.
Para colmo, el terreno, en las laderas de
un monte, era muy boscoso.
Al amanecer, su ejército estaba
disperso. Al bajar desde las colinas, la
vanguardia asomó por delante de la
línea de árboles, mientras el resto seguía
avanzando por la espesura. Cuando
vieron a los adelantados, los romanos se
lanzaron al ataque y lograron
derrotarlos, e incluso capturaron a
algunos elefantes que no se retiraron a
tiempo.
Tras esta primera escaramuza, el
cónsul sacó sus tropas a campo abierto y
se libró una batalla en toda regla. En una
de las alas, los romanos vencieron a los
soldados de Pirro, pero en la otra
sucedió lo contrario.
Sin embargo, el éxito momentáneo
no tardó en convertirse en descalabro.
Cuando
las
tropas
del
Epiro
persiguieron a los legionarios que se
retiraban, se acercaron demasiado al
campamento romano. Al pie de la
empalizada y también en lo alto había
miles de soldados que, al ver a los
enemigos a tiro, empezaron a disparar.
Los elefantes, erizados de flechas y
dardos como alfileteros gigantes, se
dieron la vuelta para huir entre barritos
de terror. Al hacerlo, sembraron el caos
entre sus propias tropas. Los romanos,
que no habían desordenado demasiado
sus filas al recular hacia el campamento,
comprendieron que era su oportunidad y
volvieron a cargar.
Esta vez la derrota de Pirro fue total.
El rey se dejó en el campo de batalla
más de la mitad de sus efectivos. Las
pérdidas del ejército consular también
fueron muy grandes, pero ya sabemos
que se las podían permitir.
Después de aquella victoria, los
romanos cambiaron el nombre de la
ciudad, que desde entonces se llamó
Beneventum o «Buen suceso». (Hay
ciertos problemas de falsa etimología en
los que no entraré). El botín que
cobraron
los
vencedores
fue
sustancioso: gracias a él, el cónsul
Curio Dentato, nombrado censor tres
años después, pudo emprender la
construcción del segundo acueducto de
Roma, el aqua Anio Vetus.
Desenlace y consecuencias
Pirro regresó a Tarento con ocho mil
soldados de infantería y quinientos
jinetes. Después de la derrota ni
siquiera le quedaba dinero para pagar a
tan pocos. Decidió que era el momento
de abandonar Italia, y esta vez resultó la
definitiva.
Tras aquella larga aventura, viajó a
Macedonia. Allí derrotó a Antígono
Gonatas y le arrebató el trono, con lo
que se convirtió en rey macedonio por
segunda vez. De posaderas inquietas,
como siempre, Pirro no se conformó con
esto y se dirigió al sur de Grecia, donde
se involucró en la política espartana sin
demasiado éxito.
En el año 272 nuestro hombre estaba
luchando no muy lejos de Esparta, en la
ciudad de Argos. Por aquel entonces,
Antígono Gonatas había reconquistado
el trono de Macedonia —o más bien lo
había reocupado por abandono de Pirro
—, y se había trasladado con un ejército
al sur de Grecia para luchar contra él. El
combate se trabó en las calles de Argos,
entre los hombres de Pirro por un lado y
los habitantes de la ciudad y los
soldados que Antígono había logrado
infiltrar por otro.
En medio del tumulto, Pirro se
enfrentó en combate singular contra un
ciudadano argivo. La madre de éste, al
ver a su hijo en peligro, lanzó una teja
sobre el rey del Epiro. El golpe le
rompió las cervicales, soltó las riendas
y cayó al suelo. Allí, un soldado
llamado Zopiro le cortó la cabeza.
Cuando se la llevaron a Antígono,
éste lloró por aquel héroe caído que
ahora era su enemigo, pero que antaño
había combatido en el mismo bando de
su padre. Después, hizo que limpiaran y
adornaran su cadáver —cabeza y cuerpo
incluidos— y le dio el entierro que
aquel bravo guerrero merecía.
Algunos autores han señalado que
Pirro pasó su vida ganando batallas y
perdiendo guerras. Tal vez hay que
pensar que era más encarnación del
espíritu de Aquiles que del de
Alejandro, y que para él el combate no
era un instrumento para conquistar el
poder, sino un fin en sí mismo. En cierto
modo, este brillante general mercenario
fue siempre un desterrado de sí mismo:
su única patria era la guerra.
Un pequeño apéndice a la historia de
Pirro. Como ya hemos contado, antes de
viajar a Italia había consultado al
oráculo de Delfos, que le contestó: Aio
te Romanos posse vincere, expresión
que el rey interpretó «Digo que tú
puedes vencer a los romanos».
¿Le había engañado el oráculo?
No del todo. La respuesta era
ambigua, como sabrán quienes conozcan
la sintaxis latina. Te y Romanos están en
acusativo, el caso que expresa el
complemento directo, pero que también
actúa como sujeto cuando hay infinitivos
como posse o vincere. Pirro debió
pensar que te —«tú»— hacía de sujeto
del verbo «poder», y Romanos de
complemento
directo
del
verbo
«vencer», y se frotó las manos.
No consta que reclamara daños y
perjuicios ante el oráculo, pero éste
podría
haberle
contestado:
«Te
equivocas. El sujeto de “poder” era el
acusativo Romanos, y el complemento
directo de “vencer” era el acusativo te,
por lo que la interpretación correcta
habría sido: “Digo que los romanos
pueden vencerte”».
El orador Cicerón arguyó que todo
esto era imposible, pues la pitonisa de
Delfos no hablaba latín. Pero la misma
ambigüedad sintáctica del latín se da
también en griego, por lo que la
anécdota, aunque esté traducida, podría
ser verídica. Aunque, hay que decirlo,
era una respuesta bastante tramposa del
oráculo: en casos de anfibología como
éste, lo normal era que el oyente
utilizara el orden de palabras —primero
sujeto, luego complemento directo—
para salir de la duda.
¿Cuáles fueron las consecuencias del
triunfo para Roma? Benevento supuso
una victoria no sólo militar, sino
también
propagandística.
Habían
derrotado a un gran señor de la guerra,
el condotiero más famoso de su tiempo.
De pronto, el mundo helenístico se
dio cuenta de que había que contar con
esta nueva potencia italiana. En 273,
Ptolomeo II de Egipto envió una
embajada a Roma. En reciprocidad,
varios embajadores romanos visitaron
Alejandría, ciudad que les impresionó
por su lujo y riquezas. El historiador
Timeo compuso una monografía sobre la
guerra contra Pirro, el poeta Calímaco
escribió un poema protagonizado por un
romano llamado Cayo y el polifacético
Eratóstenes redactó un tratado muy
elogioso sobre el sistema de gobierno
de Roma.
En el primer enfrentamiento entre la
falange y la legión, ésta había sido
derrotada dos veces y en la tercera
ocasión había ganado a costa de grandes
pérdidas. Pero los romanos, a diferencia
de Pirro, se las podían permitir. Y, en el
ínterin, aprendieron mucho de sus
enemigos y de sí mismos.
En cuanto a Tarento, que había
desencadenado la guerra, los romanos la
tomaron en 272. Los tarentinos tuvieron
que convertirse en aliados forzosos,
admitir una guarnición romana dentro de
sus murallas y entregar rehenes para
garantizar su buena conducta a partir de
entonces. A cambio, mantuvieron
bastante autonomía… con un gobierno
oligárquico, por supuesto.
Por otra parte, la guerra contra los
samnitas y los lucanos continuó durante
los siguientes años. Fortalecida por su
victoria, Roma conquistó una ciudad tras
otra y fundó colonias como Pesto,
Benevento y Esernia en territorio rival
para asegurarse su dominio.
Los romanos tomaron poco después
Regio, en la punta de la bota. En
realidad, esta ciudad había sido aliada
suya durante la guerra contra Pirro. Pero
los romanos habían dejado en ella una
guarnición formada por mercenarios
campanos.
Al igual que sus parientes
mamertinos en Sicilia, estos soldados de
fortuna decidieron probarla por su
cuenta y rebelarse contra quienes les
pagaban. Pero en 270 los romanos
recuperaron la ciudad. En represalia por
su traición, se llevaron a trescientos
mercenarios a Roma, los azotaron y los
decapitaron con hachas.
Ahora que se habían apoderado de
Regio, tenían al alcance de la vista y
prácticamente de la mano Mesina, al
otro lado del estrecho.
La profecía de Pirro no tardaría en
cumplirse. La próxima guerra de los
romanos, la más cruenta y decisiva de su
historia, empezaría a librarse en Sicilia
y se libraría en tres fases a lo largo de
más de cien años.
VII
LA PRIMERA GUERRA PÚNICA
Cartago
En su momento hablamos de Dido, la
princesa fenicia que huyó de Tiro y se
valió de la astucia de la piel de vaca
cortada en tiras para conseguir el
terreno donde se levantó la ciudad de
Cartago. Sin embargo, es imposible
conciliar las fechas de la Guerra de
Troya con las de la fundación de
Cartago, que ocurrió, según la tradición,
en el año 814. Incluso esta fecha puede
ser
muy
temprana
según
los
arqueólogos. Hasta el momento, en las
excavaciones no se han encontrado
restos anteriores a la primera mitad del
siglo VIII.
Fuera obra de Dido o cualquier otro
fundador, el emplazamiento elegido era
muy favorable. Eso explica en buena
medida la grandeza posterior de la
ciudad. El lugar era un promontorio
unido al resto del continente por un
istmo de casi cinco kilómetros de
anchura. Con el tiempo, los cartagineses
fortificaron esta lengua de tierra con una
triple muralla de quince metros de altura
y diez de anchura, provista de torres de
vigilancia de cuatro pisos y con establos
para trescientos elefantes y cuatro mil
caballos en su interior.
Aparte de esta impresionante
muralla, Cartago contaba con otras
defensas naturales. La península estaba
rodeada al norte y al sur por dos
extensiones de agua —hoy día el lago de
Túnez y el Sebkha Ariana—. En la parte
oeste, en la costa, tenía un entrante
natural que cobijaba a los barcos de
vientos y tormentas. En esta ensenada se
abrían dos puertos: uno para las naves
comerciales, de forma rectangular, y
otro circular para los barcos de guerra.
Este último estaba construido alrededor
de una pequeña isla, incluía hangares
cubiertos y podía albergar hasta
doscientas veinte naves.
En cuanto a los alrededores, Cartago
tenía dos ríos cerca, el Bagradas al
norte y el Catadas al sur, que, además de
irrigar los campos, permitían viajar y
comerciar tierra adentro con los
naturales de la zona.
La región estaba poblada por
bereberes, aunque por aquel entonces no
recibían esta denominación. Los más
cercanos a Cartago eran conocidos
como «libios», mientras que algo más al
oeste, en la actual Argelia, vivían los
que los griegos denominaban Nomades,
término del que proviene nuestro
«nómadas», y que los romanos
adoptaron en la forma «númidas».
Dichos númidas eran célebres por los
caballos que criaban, animales de poca
alzada, pero muy resistentes, y también
destacaban como jinetes. En la Segunda
Guerra Púnica, la caballería númida
sería una de las armas más utilizadas
por Aníbal.
Todos estos pueblos del noroeste de
África se organizaban en tribus y clanes,
y eran seminómadas o estaban
establecidos en pequeños asentamientos
que no llegaban a la categoría de
ciudades.
Esta estructura social también
supuso
una
ventaja
para
los
cartagineses: las colonias solían
instalarse en lugares más atrasadas que
la patria de los fundadores, y donde no
hubiera otras ciudades importantes, ya
que de lo contrario entraban en
competencia. Eso explica, por ejemplo,
que los griegos no establecieran
colonias en Levante, que ya estaba
ocupada por ciudades fenicias, ni por
supuesto en Egipto.
Durante sus primeros siglos de
historia, los cartagineses trataron con
los nativos de la zona en igualdad de
condiciones, y pagaron a las tribus
libias una especie de arrendamiento
para que les permitieran cultivar las
tierras que rodeaban la ciudad. Pero en
480 se encontraron en una posición de
fuerza y dejaron de pagar. A partir de
ese momento, fueron conquistando un
territorio equivalente en extensión al
Túnez actual.
En aquella época, el norte de África
era más fértil que ahora. Además, los
cartagineses utilizaban métodos de
producción muy adelantados, como el
regadío o la rotación de cultivos, y
convirtieron la agricultura en una
ciencia sobre la que escribieron
diversos tratados. El más famoso era el
de Magón, en veintiocho libros. Tras la
destrucción final de Cartago, los
romanos, siempre prácticos, se llevaron
aquella obra a su ciudad y la tradujeron.
Por desgracia, sólo nos han llegado
fragmentos, y es lo único que
conservamos de la literatura cartaginesa.
Gracias a esa combinación de
fertilidad y sabia administración,
Cartago pudo no sólo alimentar a su
población —que en el siglo III a.C.
pasaba de setecientos mil habitantes—,
sino incluso exportar excedentes
agrícolas. Aparte de cereales en
abundancia, producía vino, en particular
el de pasas, muy apreciado por los
romanos. Aquella tierra tan feraz daba
también para mantener una cabaña
ganadera más que considerable. Polibio,
que visitó la zona en el año 153,
comentó que nunca había visto tantos
caballos, vacas, cabras y ovejas como
en Cartago.
Otra de las claves de la prosperidad
de Cartago era su situación estratégica:
prácticamente dominaba el paso del
Mediterráneo oriental al occidental.
Entre el cabo Bon, al norte de Cartago, y
la isla de Sicilia había ciento cuarenta
kilómetros, una distancia relativamente
corta incluso para las naves de la
Antigüedad. (Un amigo marino me
comentó que al pasar por el centro en
barco, en días claros pueden divisarse
al mismo tiempo la orilla africana y la
europea).
Es comprensible, por tanto, que
Sicilia se convirtiera desde muy pronto
en un punto de interés para los
cartagineses. Éstos controlaban el
extremo oeste de la isla, y así
dominaban a la vez los dos extremos de
este estrechamiento del Mediterráneo.
Los cartagineses, como fenicios[14]
que eran, estuvieron siempre volcados
al mar. Aparte de comerciar con las
tribus del norte de África, y también de
España, enviaban expediciones más allá
de las Columnas de Hércules (el
estrecho de Gibraltar).
Un marinero llamado Himilcón
escribió un relato de su viaje por las
costas de la Bretaña francesa. Por la
misma época, otro navegante llamado
Hanón recorrió la costa occidental de
África y fundó colonias en Mogador y
Agadir. Se contaba que llegó incluso al
golfo de Guinea, donde encontró una
tribu de mujeres velludas a las que
llamó «gorilas», de donde se sacó el
nombre para este animal.
Aunque Cartago empezó dependiendo de
Tiro, no tardó en separarse de ella. No
obstante, siempre reconoció los lazos
con su ciudad madre enviando tributos
voluntarios para el templo de Melkart.
Políticamente, la monarquía de los
primeros tiempos se convirtió en una
oligarquía que Aristóteles alababa por
considerarla un régimen moderado. La
clase dominante estaba formada por un
número reducido de familias que
copaban los diversos órganos de
gobierno; una situación parecida a la de
Roma.
Uno de dichos órganos era una
especie de senado llamado adirim que
constaba de entre doscientos y
trescientos miembros. Sus reuniones se
celebraban en la plaza principal y a
veces en el templo de Eshmún (al que
los
romanos
identificaban
con
Esculapio).
Los más altos magistrados de
Cartago eran los sufetes. Aunque los
detalles no están claros, parece que
había dos, como los cónsules en Roma.
A diferencia de éstos, los sufetes no
tenían mando militar. Para la guerra, los
cartagineses elegían generales, en su
idioma rab mahanet, que no servían por
un periodo de tiempo determinado, sino
para campañas y operaciones concretas.
En cuanto a la religión, eran
politeístas, y adoraban a dioses que los
griegos y romanos podían reconocer y
asimilar a los suyos propios. Había una
pareja suprema, formada por Baal —al
que los romanos identificaban con
Júpiter— y Tanit. Entre otras
divinidades, destacaba Astarté, derivada
de la Ishtar de Mesopotamia, que para
los romanos era Venus, la diosa del
amor.
Tal como cuenta la Biblia, los
fenicios de Tiro ya tenían la costumbre
de inmolar bebés en los altares de sus
dioses. Ese rito lo heredaron los
cartagineses. El sacrificio se llevaba a
cabo ante los altares de Baal y Tanit.
Según el vivo retrato del historiador
Diodoro de Sicilia, los sacerdotes
ponían a los niños en los brazos de una
estatua de bronce, y desde ahí los
pequeños resbalaban a las llamas de un
gran fuego en el que ardían vivos.
Plutarco añade que los padres ricos que
no querían sacrificar a sus hijos
compraban a los bebés de otras familias
para que murieran en su lugar.
Una de las ocasiones en que se llevó
a cabo este espantoso ritual fue en 310,
cuando la ciudad se vio amenazada por
la invasión del siracusano Agatocles. En
aquel momento, los cartagineses
decidieron recurrir al sacrificio
supremo y quemaron a quinientos niños
de familias nobles.
Eso es lo que cuentan los autores
antiguos. ¿De veras un pueblo tan
refinado en otros aspectos inmolaba a
sus propios hijos? Muchos historiadores
creen que se trata de una calumnia
propalada por sus enemigos griegos y
romanos. Los cartagineses perdieron la
guerra y, como no nos han llegado sus
textos, ignoramos su versión de los
hechos y sabemos sobre ellos
principalmente lo que nos cuentan sus
vencedores.
Existe un cementerio en Cartago, el
Tofet, en el que se han encontrado los
restos de decenas de miles de niños de
menos de un año. Los expertos siguen
debatiendo si estos bebés morían por
causas naturales y luego los incineraban,
o si los sacrificaban directamente en las
llamas. Personalmente, me inclino más
por la hipótesis del sacrificio. Pero hay
que añadir que el infanticidio era un
método de control de natalidad muy
extendido en el mundo antiguo. Lo que
diferenciaba a los cartagineses de
griegos y romanos era que convertían
esa práctica en un ritual.
El ejército Cataginés
Aunque la población total de Cartago
pasaba de setecientos mil habitantes, los
ciudadanos de pleno derecho eran
relativamente pocos. Además, desde
muy pronto dejaron de tomar las armas
en defensa de su ciudad y confiaron en
tropas extranjeras para ese menester.
Se trataba de una práctica habitual
en muchas ciudades de la Antigüedad, y
estaba directamente relacionada con su
prosperidad y con cierta decadencia
moral. Así ocurrió en el siglo IV con
Atenas, que confió cada vez más en
mercenarios y menos en sus propios
ciudadanos, para desesperación del
orador Demóstenes…, que no destacó
precisamente como guerrero. También
sucedió en la opulenta Tarento, que
recurrió a Pirro para que le sacara las
castañas del fuego. Con el tiempo, la
propia Roma sufriría una evolución
parecida, aunque con matices diferentes.
Volviendo a los cartagineses, los
más acomodados sólo empuñaban las
armas si la ciudad sufría una amenaza
excepcional y directa, tal como ocurrió
cuando el cónsul Régulo invadió África,
en la guerra que libró Amílcar Barca
contra los mercenarios o en vísperas de
la batalla de Zama. Cuando combatían,
lo hacían a la manera griega, formando
una falange apretada, con escudos y
lanzas. Aunque se tratase de la crème de
la crème de la sociedad, debido a su
falta de adiestramiento no puede decirse
que fueran una fuerza de élite, y como
mucho sumaban diez mil hombres.
En realidad, los cartagineses no
poseían un ejército permanente, sino
tropas temporales que reclutaban y
pagaban para misiones completas. El
ejército del que más sabemos es el que
luchó en la Segunda Guerra Púnica a las
órdenes de Aníbal, y es el que describo
a continuación.
El núcleo de la infantería pesada lo
constituían los soldados libios y
libofenicios. (Estos últimos eran
habitantes de las colonias fenicias del
norte de África, aliados de Cartago; el
nombre parece indicar que eran de
ascendencia mixta). Su armamento era
parecido al de los hoplitas griegos:
escudo redondo, coraza rígida de varias
capas de lino, yelmo y lanza. Combatían
en formación cerrada y con gran
disciplina, como demostraron en varias
batallas en Italia.
Las tropas de infantería ligera
estaban armadas con escudos pequeños
y jabalinas, y las suministraban tanto los
libios como los númidas, que vivían más
al oeste.
Pero los númidas destacaban sobre
todo como jinetes. Montaban a pelo y
sin bridas, manejando a sus monturas
con las rodillas, ya que tenían las manos
ocupadas con el escudo y con las
jabalinas.
Obviamente,
era
una
caballería ligera que no buscaba el
choque. Pero su rapidez, su valor y su
puntería la hacían muy valiosa para
perseguir al enemigo, acosarlo o
atraerlo a encerronas.
Con el tiempo, Cartago amplió sus
dominios y contrató mercenarios en
otros lugares. De España provenían los
afamados honderos baleares. Se decía
que aprendían a manejar la honda desde
niños, por la cuenta que les traía: sus
madres les ponían los trozos de pan
encima de un palo, y sólo podían
comerse aquellos que lograban tirar al
suelo con sus proyectiles. Cada soldado
llevaba tres hondas, una en la cabeza a
modo de diadema, otra enrollada en la
cintura y otra más en la mano.
Los hispanos también suministraban
infantería ligera y pesada. Como arma
ofensiva llevaban una lanza con la punta
dentada y forjada toda ella en hierro, y
también una jabalina parecida al pilum
romano. Pero, sobre todo, eran famosos
por sus espadas. Las había de dos tipos.
Uno, el llamado gladius hispaniensis, el
modelo que adoptaron las legiones, de
hoja recta, doble filo y unos sesenta
centímetros de longitud. El otro era la
falcata, más corta, con la hoja curvada y
un solo filo. El gladius resultaba más
apropiado para asestar estocadas y la
falcata para dar tajos, aunque ambas
eran bastante versátiles.
En la Segunda Guerra Púnica
también combatieron tropas galas. Sus
guerreros de a pie peleaban desnudos, o
cubiertos tan sólo con unos pantalones,
ya que el manto de lana que constituía su
vestimenta habitual debía de resultarles
muy agobiante en verano. Se protegían
con grandes escudos ovalados y
llevaban lanzas de dos metros y medio.
También blandían grandes espadas de
doble filo y casi un metro de hoja.
La información de Polibio de que
estas hojas se doblaban es errónea. Los
herreros galos eran tan hábiles que
poseían una reputación casi de magos.
De hecho, fueron los galos —los celtas
en general— quienes empezaron a
fabricar cotas de malla en Europa hacia
el siglo IV a.C.
Esas cotas de malla las llevaban
sobre todo sus jinetes, guerreros
escogidos de entre la nobleza que
también sirvieron en la Segunda Guerra
Púnica como caballería pesada. Siglos
después, Estrabón comentó que los galos
eran muy belicosos, pero mejores
guerreando a caballo que a pie.
Como vemos, el ejército cartaginés
era
una
complicada
amalgama.
Resumiendo, contaba con:
Infantería pesada formada por
libios,
libofenicios,
hispanos
(iberos sobre todo) y galos.
Infantería ligera constituida por
libios, númidas e hispanos.
Caballería pesada de galos y
también de hispanos. Hay que
añadir
que
estos
jinetes
desmontaban a menudo y combatían
a pie, del mismo modo que hacían
los romanos.
Caballería ligera formada por
númidas.
¿Cómo se entendían todos en esta
torre de Babel? Sabemos que los
generales eran cartagineses, pero ¿en
qué idioma se dirigían a sus tropas?
Según Polibio, uno de los problemas
que provocó la revuelta de los
mercenarios entre la Primera y la
Segunda Guerra Púnica fue que no se
entendían entre ellos.
Existen varias posibilidades. Una es
que los generales conocieran varios
idiomas. Así ocurría, seguramente, en el
caso de Aníbal, que aparte del fenicio
dominaba el griego y había pasado
tantos años en España que conocía
rudimentos de las lenguas que allí se
hablaban.
Los
generales
darían
instrucciones a los oficiales de cada
unidad, y éstos las repetirían a los
soldados.
Pero la opción que personalmente
me resulta más verosímil es que
existiera algún tipo de lingua franca en
que se comunicaran todos. Al fin y al
cabo, los soldados no tenían por qué
dominar el idioma a fondo; bastaba con
que conocieran los fundamentos para
comunicar instrucciones, peticiones e
incluso
emociones
básicas
e
imprescindibles.
Una posibilidad para esta lingua
franca sería el griego, que estaba muy
extendido
por
el
Mediterráneo.
Asimismo, aunque no he mencionado a
los griegos, en los ejércitos cartagineses
siempre había unos cuantos, pues no
faltaban en ningún lugar como
mercenarios.
El estallido de la primera
Guerra Púnica
Ya quedó contado que, cuando Pirro
salió de Sicilia, comentó: «¡Qué buen
campo de batalla dejo aquí para
cartagineses y romanos!».
Como en otras ocasiones, debemos
encontrarnos ante una profecía a
posteriori. En aquel momento, en el año
276, nadie podía prever que las dos
ciudades se iban a enfrentar en tres
largos conflictos que se extenderían más
de un siglo y costarían cientos de miles
de vidas. Por entonces, las relaciones
entre Roma y Cartago no sólo eran
buenas, sino incluso amistosas. El
primer tratado entre Roma y Cartago se
había firmado en el año 509, justo
cuando se fundó la República, y desde
entonces se pactaron otros tres acuerdos
más, incluido uno en 277 contra el
propio Pirro.
Pero todo empezó a torcerse por
culpa de los mamertinos, o «hijos de
Mamers», aquellos mercenarios de
Campania que sirvieron a Agatocles, rey
de Siracusa. Cuando éste murió, los
mamertinos, en lugar de regresar a Italia,
se apoderaron de la ciudad de Mesina,
situada en el estrecho que separa Italia
de Sicilia, un punto estratégico. En
realidad, entraron en ella pacíficamente,
pero una vez dentro mataron a unos
ciudadanos y expulsaron a otros, y se
apoderaron de sus esposas y sus
propiedades.
Acostumbrados a la guerra más que
al trabajo, los mamertinos no se
reconvirtieron precisamente en honrados
campesinos ni artesanos. Al contrario,
se dedicaban a hacer correrías desde
Mesina, saqueaban todo el noroeste de
Sicilia y capturaban rehenes por los que
pedían rescate.
En suma, Mesina se había
convertido en una auténtica ciudad
pirata. Pirro luchó contra ellos y los
derrotó varias veces, pero no logró
expulsarlos de su enclave.
Sin embargo, en 265, el rey Hierón
de
Siracusa
había
conseguido
acorralarlos en Mesina. Los siracusanos
poseían máquinas de asedio muy
sofisticadas, así que las murallas corrían
serio peligro. Desesperados, los
mamertinos pidieron ayuda a los
cartagineses, enemigos ancestrales de
los siracusanos. Pero, por no poner
todos los huevos en la misma cesta,
también enviaron una petición de auxilio
a los romanos.
Cartago despachó una guarnición
que se instaló en la ciudadela de
Mesina. Hierón decidió retirarse, pues
en ese momento no deseaba enfrentarse
con la poderosa ciudad fenicia.
Pero
los
romanos
también
decidieron intervenir. Era la primera vez
que se planteaban guerrear fuera de
Italia. Ya que habían llegado hasta la
puntera de la bota apoderándose de la
ciudad de Regio, ¿por qué no dar un
pequeño salto y cruzar a Sicilia? Ésa fue
la moción que se debatió en el senado, y
al final prevalecieron los partidarios de
actuar.
La
cuestión era
moralmente
complicada. La verdad es que los
mamertinos eran unos indeseables, una
especie de estado terrorista de la época.
Poco antes, los romanos habían
contratado
a
otros
mercenarios
campanos para que sirvieran como
guarnición precisamente en Regio. Los
mercenarios les salieron rana, y la
venganza de Roma fue ejemplar:
trescientos de ellos fueron conducidos a
la ciudad y decapitados, no sin antes ser
flagelados.
Ahora, el comportamiento de los
mamertinos era el mismo que el de los
mercenarios de Regio. Eso significaba
que, si Roma los ayudaba, iba a
practicar una doble moral.
Y lo hizo. Aunque Bismarck no
hubiera acuñado todavía el término
Realpolitik, ya se aplicaba: los intereses
de Estado debían prevalecer sobre la
ética.
Si Cartago, que ya poseía Córcega y
Cerdeña y buena parte de Sicilia, se
adueñaba también de Mesina, tendría
muy fácil plantarse en el sur de Italia.
Ése era el huerto personal de los
romanos, que habían tenido que luchar
infinitas guerras para conquistarlo,
incluidas tres sangrientas batallas contra
el gran Pirro. De modo que no estaban
dispuestos a consentirlo.
Por fin, el senado decidió enviar al
cónsul Apio Claudio —nieto de Apio
Claudio el Ciego— con dos legiones
para ayudar a los mamertinos. Éstos,
cuando supieron que Roma iba a
ayudarlos, expulsaron a la guarnición
cartaginesa para dejar sitio a sus nuevos
aliados.
La ayuda no habría sido necesaria,
ya que Hierón había levantado el asedio.
Pero lo ocurrido sentó muy mal en
Cartago. El comandante de la guarnición
expulsada
fue
crucificado
por
negligencia y cobardía, y la ciudad
empezó a movilizar tropas en África.
Por otra parte, Cartago selló una
insólita alianza con Siracusa, que
durante siglos había sido su enemiga
encarnizada. Según los términos de ese
nuevo tratado, las tropas de Hierón
volvieron a sitiar Mesina por tierra
mientras los barcos cartagineses
vigilaban el estrecho para evitar que el
ejército romano lo cruzara.
(Un rápido comentario sobre los
nombres en Cartago: el comandante
crucificado y el general del ejército que
acudió junto con los siracusanos se
llamaban igual, Hanón. En las
inscripciones funerarias cartaginesas se
han encontrado hasta seiscientos
nombres distintos, pero hay doce de
ellos que se repiten hasta la saciedad:
Hanón, Giscón, Magón, Aníbal,
Amílcar, Himilcón, Asdrúbal y cinco
más. Eso no ayuda precisamente a
clarificar el relato de las guerras
púnicas. A veces los mismos
historiadores no tienen claro quién era
quién).
El cónsul Apio Claudio, que se
hallaba al otro lado del estrecho con sus
tropas, intentó negociar con los
sitiadores. Como resultó en vano, al
final decidió actuar. Al amparo de la
oscuridad, logró cruzar el estrecho y
llevar sus dos legiones a Mesina.
En cuanto estuvo en Sicilia, Apio
Claudio hizo una salida desde las
murallas contra el campamento de
Hierón. Primero sufrió un pequeño revés
ante la afamada caballería siracusana.
Él mismo no debía haber traído
demasiados caballos, pues siempre era
complicado transportarlos por mar. Pero
a continuación sus legionarios cargaron
contra la infantería enemiga y la
aplastaron.
Hierón se retiró tras esta derrota.
Después, al ver que los romanos le
perseguían
y
devastaban
las
inmediaciones de Siracusa, decidió que
eran demasiado poderosos para él, y que
más le convenía firmar un tratado con
ellos y olvidarse de su extraña alianza
con Cartago. De modo que les devolvió
sus prisioneros, les pagó cien talentos
de plata y les ofreció suministros para
sus operaciones en Sicilia.
Desde entonces, Hierón fue fiel a su
tratado con Roma. Esa lealtad no era
algo demasiado habitual, pero a él no le
debió de venir mal, porque gobernó sin
grandes problemas casi cincuenta años
más.
Así pues, corría el 263 cuando los
romanos plantaron sus sandalias
claveteadas en Sicilia, se convirtieron
en aliados de Siracusa y rompieron su
ancestral amistad con Cartago. Todo por
auxiliar a una banda de maleantes.
¿Cuáles eran sus verdaderos motivos?
Las interpretaciones difieren mucho
según las modas de cada época, el sesgo
ideológico
de
cada
autor
o,
simplemente, su mayor o menor simpatía
por los romanos.
Como señala el experto Adrian
Goldsworthy, los historiadores del siglo
XIX y la primera mitad del XX tendían a
disculpar a Roma, asegurando que sus
conquistas
se
produjeron
como
consecuencia de una larga serie de
guerras defensivas. Se trataba de evitar
que los enemigos pudieran amenazar su
propio suelo y de impedir otra
humillación como la del saqueo galo.
Por eso, los romanos procuraban
ampliar cada vez más la distancia entre
ellos y la frontera que los separaba de
potenciales adversarios. Es como decir:
«Ellos no querían, pero…».
De paso, al actuar así, hacían un
favor a los pueblos a los que absorbían,
pues los civilizaban con su superior
cultura. Lo mismo que hacían los
europeos con los africanos, venían a
decir estos autores.
Pero después de la Segunda Guerra
Mundial surgió el antiimperialismo. No
sólo apareció en las colonias que se
independizaron de las potencias
europeas, sino también entre los
intelectuales de Occidente, que se
sentían culpables por el pasado
inmediato. Este nuevo punto de vista
provocó que los romanos empezaran a
ser criticados como un pueblo agresivo,
invasor, que codiciaba y expoliaba las
riquezas de otros pueblos y que además
les imponía una cultura que no era tan
superior como ellos mismos creían.
Hoy podemos encontrar defensores
de ambas posturas, prorromanos y
antirromanos. Entre los «anti», hace
poco que se publicó una obra titulada
Roma y los bárbaros, de Terry Jones y
Alan Ereira. Terry Jones es más
conocido por pertenecer a Monty
Python, por haber dirigido películas
como La vida de Brian y porque en el
programa televisivo Monty Python’s
Flying Circus aparecía tocando el piano
desnudo. No parece la mejor carta de
presentación para un historiador, pero es
un libro muy interesante, aunque no tan
divertido como el inolvidable Flying
Circus. Si bien aquellos que se
consideren prorromanos seguramente se
indignarán al leerlo.
En realidad, no se trata de ser «pro»
o «anti». Los pueblos de la Antigüedad
tendían a comportarse de forma similar.
Todos guerreaban entre sí, saqueaban
los territorios ajenos si les venía a mano
y firmaban pactos cuando les convenía.
Al fin y al cabo, se trataba de la
sempiterna lucha que se produce en la
naturaleza por unos recursos limitados,
sólo que con armas y rituales muy
sofisticados. Lo que diferenció a los
romanos de otros pueblos fue el
exagerado éxito que alcanzaron a la hora
de optimizar sus recursos y apoderarse
de los ajenos.
Primera fase la guerra: 264257
Mientras romanos y siracusanos
empezaban guerreando y terminaban
convirtiéndose
en
aliados,
los
cartagineses llevaban a cabo sus propios
preparativos. Reclutaron un ejército de
mercenarios ligures, galos y sobre todo
iberos, y lo enviaron a Sicilia. (Los
ligures vivían en el noroeste de la actual
Italia, en la zona que rodea Génova). Su
idea era combatir en campo abierto
tomando como base de operaciones las
plazas fuertes que poseían en el oeste y
en la costa sur de la isla, como Lilibeo o
Agrigento.
Los romanos, al enterarse de que los
cartagineses estaban reforzando su
presencia en la isla, hicieron lo propio.
Para ello mandaron a Sicilia a sus dos
cónsules, Postumio y Manilio, con
sendos ejércitos, unos cuarenta mil
hombres en total. Esta fuerza conjunta
asedió la ciudad de Agrigento, situada
en la costa sur de la isla, que era una de
las bases de operaciones citadas.
Al principio el cerco no fue
demasiado serio, y el ejército romano se
dispersó, porque los soldados tuvieron
que ir a los campos de los alrededores
para cosechar el grano ya maduro. Los
ejércitos antiguos procuraban llevar
consigo provisiones. Pero nunca eran
suficientes, de modo que tenían que
subsistir alimentándose sobre el terreno.
El general que mandaba la
guarnición de Agrigento, llamado Aníbal
—por supuesto, no es el Aníbal que
conocemos—, aprovechó ese momento
para atacar el campamento romano. Los
soldados que lo guardaban sufrieron
graves pérdidas, pero consiguieron
rechazar al enemigo.
A partir de ese momento, los
cónsules se tomaron más en serio el
asedio de la ciudad y la rodearon con
zanjas y pequeños fuertes, intentando
rendirla por hambre. Así transcurrieron
unos cuantos meses.
Al ver que se iba quedando sin
provisiones, Aníbal pidió ayuda a
Cartago. El ejército de refuerzo se
concentró en Heraclea Minoa, a treinta
kilómetros al oeste de Agrigento, en la
zona controlada por los cartagineses. Su
general, Hanón, traía más de cincuenta
mil hombres y casi sesenta elefantes.
Con ellos avanzó hacia Agrigento, en
cuyas cercanías montó un campamento
fortificado.
Pasaron otros dos meses. Hanón no
parecía dispuesto a entrar en batalla,
aunque los cónsules le provocaban
constantemente a ello.
Esto puede extrañar al lector actual,
pero en la Antigüedad solía cumplirse el
dicho de «dos no pelean si uno no
quiere». El procedimiento habitual era
que el ejército que ofrecía la batalla se
desplegara en campo abierto. Si su
enemigo aceptaba combatir, preparaba
sus propias tropas. A partir del momento
en que uno de los dos avanzaba contra el
otro, empezaba la batalla.
¿No podía un general ordenar un
ataque contra un rival que se negaba a
luchar? Por poder, sí podía, pero no era
recomendable: cada ejército solía estar
acampado en una posición fácil de
defender, como una colina, o detrás de
un río, o directamente en una ciudad
amurallada. Lanzarse contra esa
posición suponía empezar la batalla en
desventaja, algo que los generales
trataban de evitar.
Por supuesto, existían excepciones a
esta regla, como el ataque al
campamento romano del que hablamos
unos párrafos antes. Pero en este caso
Aníbal actuó así porque vio que las
tropas enemigas estaban dispersas y
creyó que eso compensaba de sobra la
desventaja posicional.
En cualquier caso, a principios del
año 261 tanto los cercados en Agrigento
como sus sitiadores ya estaban pasando
hambre. Aníbal no dejaba de mandar
señales con antorchas para informar de
que la situación dentro de la ciudad era
desesperada, de modo que Hanón
decidió por fin aceptar la batalla.
Después del choque inicial, los
legionarios consiguieron romper la
primera fila de mercenarios, que al
volver
la
espalda
para
huir
desordenaron su propia formación y
sembraron el pánico entre los elefantes.
Entonces empezó la carnicería, aunque
parte de los hombres de Hanón lograron
huir a Heraclea.
Lo único positivo para los
cartagineses fue que, durante la noche,
Aníbal y los sitiados en Agrigento
lograron huir al amparo de la oscuridad
aprovechando que los romanos,
agotados tras la batalla, habían
descuidado las guardias. Para atravesar
los fosos que rodeaban la ciudad, los
rellenaron de paja apisonada en algunos
puntos y pasaron por encima.
Así pues, los romanos vencieron en
la primera batalla campal de esta guerra
y tomaron Agrigento. Como represalia, y
de paso como advertencia a otras
ciudades, vendieron a todos sus
habitantes como esclavos. Hablamos de
cerca de cincuenta mil personas, pues
era la segunda ciudad más poblada de
Sicilia.
Aunque habían bordeado el desastre,
y parece que perdieron muchos hombres
en el asedio —por hambre, disentería y
otras infecciones—, los romanos
acababan de obtener un gran éxito
conquistando su primera ciudad fuera de
Italia. Eso les decidió a ser más
audaces: habían empezado pisando la
isla para ayudar a los mamertinos, pero
ahora decidieron expulsar a los
cartagineses de Sicilia.
Sin embargo, la tarea no sería tan
fácil como preveían. La guerra se
prolongaría veinte años más.
A lo largo de tres siglos, pese a los
reveses sufridos a veces en sus guerras
contra los griegos de Sicilia, los
cartagineses se habían aferrado como
lapas al extremo oeste de la isla. Allí
poseían una base inexpugnable, Lilibeo.
En el año 276, sus murallas habían
resistido el asedio de Pirro. Rendirla
por hambre como habían hecho los
romanos con Agrigento era imposible,
pues Lilibeo tenía un puerto por el que
podía recibir suministros, ya que los
cartagineses eran los amos del mar.
Ése era el quid de la cuestión. Los
romanos comprendieron que, si querían
ganar la guerra, debían adaptarse a la
guerra naval. Hasta entonces no les
había hecho falta, pues guerreaban en
Italia y podían llegar a cualquier lugar
por tierra.
Eso no quiere decir que carecieran
por completo de flota. Desde el año 311
elegían a dos magistrados, los llamados
duumviri navales, para construir y
reparar barcos cuando las circunstancias
lo requerían.
De todos modos, su experiencia en
batallas navales era corta y no
demasiado satisfactoria: en el año 282,
poco antes de la llegada de Pirro, el
almirante Lucio Valerio fue derrotado
por los habitantes de Tarento, que, para
más humillacion, se encontraban algo
bebidos.
Esta vez, los romanos se tomaron las
cosas más en serio. En lugar de confiar
en las naves de ciudades aliadas, como
habían hecho hasta entonces, decidieron
armar su propia flota, empezando por
construir cien quinquerremes y veinte
trirremes. ¿Qué tipo de barcos eran y
cómo combatían?
La guerra naval
Durante el siglo V y buena parte del IV,
la nave de guerra que dominó el
Mediterráneo fue un tipo de galera
denominado trirreme. Medía entre
treinta y treinta y cinco metros de
longitud o eslora por seis metros de
anchura o manga. Derivaba de un viejo
modelo llamado pentecontera, que tenía
cincuenta remeros, veinticinco por cada
lado, sentados en sendas hileras.
El trirreme fue la respuesta a la
cuestión de cómo incrementar la
propulsión de la pentecontera añadiendo
más remeros sin aumentar demasiado el
tamaño del barco. La solución fue
instalar no una hilera de remos en cada
borda, sino tres, cada una de ellas a una
altura diferente. Los remeros viajaban
hacinados y tenían que adiestrarse para
bogar todos al mismo ritmo y evitar que
las palas chocaran entre sí; pero el
resultado fue que el trirreme navegaba
más rápido que la pentecontera y no
tardó en sustituirla como nave básica de
las flotas de guerra.
En aquella época existían dos
formas de combate. Una consistía en
embestir a los barcos enemigos con el
espolón, una prolongación de la proa
reforzada con chapas de bronce y unida
a la quilla, aunque no formaba parte de
ella. El espolón, que podía pesar hasta
media tonelada, tenía como misión
practicar un boquete en el casco de la
otra nave, a ser posible en un ángulo
bastante abierto para que el agujero
fuera lo más alargado posible.
Después del impacto, el barco
agresor se apartaba, ciando hacia atrás o
virando a un lado, y el atacado
empezaba a llenarse de agua y se iba a
pique. Normalmente, no se hundía del
todo, ya que las naves de guerra no
llevaban lastre y todas las piezas eran
de madera. Pero el trirreme que había
sufrido la embestida quedaba fuera de
combate. Buena parte de sus tripulantes
se ahogaban en la bodega, o bien morían
en el agua, alcanzados por las flechas y
lanzas que les disparaban desde las
bordas de los navíos enemigos.
La otra forma de combatir consistía
en lanzarse al abordaje. Las galeras
también tenían mástiles y velas, pero los
capitanes los dejaban en tierra antes de
la batalla y confiaban sólo en los remos:
la clásica imagen del pirata de las
películas columpiándose de un barco a
otro como Tarzán nunca se habría visto
en la Antigüedad.
Para el abordaje utilizaban garfios,
atados a cuerdas o en el extremo de
largos bicheros. Con ellos se
enganchaban a la borda del otro barco,
saltaban de una nave a otra y combatían
sobre la cubierta.
El abordaje era una táctica
apropiada para barcos más grandes, que
tenían el bordo más alto —siempre es
mejor saltar desde arriba— y llevaban
más soldados en la cubierta. En cambio,
la embestida con el ariete exigía
tripulaciones mejor adiestradas y naves
más ligeras y nuevas —cuanta más agua
empapaba la tablazón, más pesaba el
trirreme—. Además, se corría el riesgo
de ser abordados por un barco que
tuviera más guerreros a bordo.
Los atenienses se convirtieron en
maestros del ariete, gracias a que los
ingresos que obtenían de su pequeño
imperio les permitían pagar un sueldo a
los ciudadanos más humildes para que
se entrenaran constantemente. Otros
pueblos menos marineros, como los
romanos, confiaron más en la fuerza
bruta y en la técnica del abordaje.
En la época de las guerras púnicas el
trirreme seguía existiendo, pero en las
flotas
abundaban
más
los
quinquerremes. El nombre puede hacer
pensar que, si los trirremes tenían tres
niveles de remos con un solo remero en
cada banco, el quinquerreme llevaría
cinco bancadas de remos y por tanto
cinco «pisos» dentro de la bodega.
Esto habría resultado poco práctico
por razones de pura ingeniería. La
solución que idearon los antiguos era
distinta: en la bancada inferior había un
remero, en la intermedia dos que
manejaban un mismo remo y en la
superior otros dos. Dos hombres en un
mismo banco todavía pueden remar
sentados con comodidad. A partir de
tres, los que están más cerca del extremo
del remo tienen que levantarse, como se
hacía en las galeras de la Edad Media y
el Renacimiento, y también en los
monstruosos barcos de miles de remeros
que
construyeron algunos
reyes
helenísticos.
En resumen, el quinquerreme era un
trirreme mejorado, con más remeros y
por tanto más empuje. Eso permitía una
construcción más sólida y también llevar
más peso en la cubierta, lo que se
traducía en más soldados e incluso en
máquinas de guerra a bordo.
La contrapartida era que los
remeros, un 40 por ciento más que en un
trirreme,
viajaban
todavía
más
hacinados, ya que el espacio no era
mucho mayor.
Al estar la bodega tan llena, apenas
había sitio en ella para transportar
alimentos o bebida. El poco espacio de
que disponían lo llenaba sobre todo el
agua
potable.
Es
comprensible:
imaginemos a más de trescientos
hombres remando en pleno verano en un
espacio equivalente a tres autobuses
puestos en fila. Obviamente, cada uno de
ellos perdía varios litros de líquido.
Había que reponerlo constantemente
para que no se deshidrataran y cayeran
de bruces sobre el remo.
En cuanto al olor, es mejor no pensar
mucho en él. En 1987 se botó la
Olympias, un trirreme que navegó
durante varios años y que ahora se
exhibe en dique seco en el puerto de
Atenas. Cuando estaba en pruebas, había
que limpiarlo a fondo con agua de mar
cada cinco días, porque el hedor
resultaba
insoportable
para
los
voluntarios que remaban en él.
Tal vez los antiguos fueran más
tolerantes a estos olores. Aun así, la
bodega de un quinquerreme, más
atestada todavía que la de la Olympias,
debía ser un infierno sofocante y
saturado de CO2. Por supuesto, no había
cuarto de baño. En algunas comedias
antiguas se hacen bromas de mal gusto
sobre los infortunados que remaban
abajo y sobre los que caía… todo lo que
tuviera que caer; es mejor no dar más
detalles.
El poco espacio limitaba las
provisiones, lo que a su vez recortaba el
alcance de las naves de guerra. Siempre
que era posible, las galeras tocaban
tierra cada noche y sus tripulantes las
varaban en la playa. Por supuesto, si la
flota se encontraba en territorio hostil
todo resultaba más complicado.
Esto explica que las batallas navales
se libraran a poca distancia del litoral, y
que muchos de los hombres que
naufragaban se salvaran a nado…,
siempre que la orilla estuviese en manos
de los suyos y no del enemigo.
En ese sentido, Sicilia era un teatro
muy adecuado para operaciones navales,
ya que se hallaba al alcance de las flotas
romanas que venían desde Italia y de las
cartaginesas que lo hacían desde el norte
de África; aunque este último viaje era
más largo y arriesgado. Cuando una
tormenta sorprendía a una flota en alta
mar, las bajas humanas se contaban por
miles o incluso decenas de miles. Y eso
ocurrió varias veces durante esta guerra.
En el año 261, nadie había construido
quinquerremes
en
Italia.
Para
fabricarlos, los romanos tomaron como
modelo un barco cartaginés que habían
capturado tres años antes, cuando Apio
Claudio y sus dos legiones cruzaron el
estrecho de Mesina. Con ese
quinquerreme practicaron la denominada
«ingeniería inversa», esto es, tomar un
producto ya acabado y desmontarlo
pieza por pieza para descubrir cómo se
ha construido.
En realidad, podrían haber elegido
como modelo algún quinquerreme de su
nuevo aliado, Siracusa. Pero los
romanos debieron de pensar que las
naves cartaginesas eran mejores, o tal
vez que resultaba más fácil construirlas.
Según Plinio el Viejo, pasaron tan sólo
dos meses desde que se cortaron los
árboles hasta que la nueva flota estuvo
terminada; proeza que él califica de
mirum, «maravillosa».
¿Típica exageración de los antiguos?
Tal vez. Pero hay una prueba fascinante
que sugiere que tanto romanos como
cartagineses podían fabricar naves de
guerra en mucho menos tiempo del que
se creía hasta hace poco. Dicha
evidencia se encuentra precisamente en
el bastión inexpugnable de los
cartagineses en Sicilia. Se trata de
Lilibeo, la actual Marsala, tan célebre
por su vino y las salsas que se preparan
con él.
Las galeras no llevaban más lastre
que los propios remeros, por lo que no
llegaban a sumergirse hasta el fondo del
mar. Debido a eso, no se han hallado
restos de naufragios, mientras que sí
tenemos pecios de barcos mercantes,
pues las mercancías y en ocasiones las
piedras que llevaban en las bodegas los
hundían a plomo.
La evidencia de la que hablamos es
la excepción. En 1971, al norte del
puerto de Lilibeo, se encontró parte del
casco de una nave de guerra. Los restos,
que ahora se exhiben en un museo
construido ex profeso para tal fin, se han
fechado en torno al año 250 a.C.,
durante la Primera Guerra Púnica. No se
trata de un quinquerreme, sino de un
barco menor, pero los principios de
construcción son básicamente los
mismos.
Lo más llamativo de este pecio es
que en las cuadernas hay marcas
grabadas y letras pintadas, que
recuerdan las que hoy día encontramos
en los muebles desmontables que se
compran en las grandes superficies. Eso
indica que las piezas debían construirse
en serie no para un solo barco, sino para
muchos, y que la fabricación de naves
de guerra en Cartago se realizaba a gran
escala. (Se sabe que el barco era
cartaginés porque las letras son
fenicias).
Quizá los romanos decidieron imitar
a los púnicos y no a los siracusanos
precisamente porque el proceso de
fabricación de sus naves era más rápido.
Como fuere, no tardaron en tener lista
aquella
flota.
Para
equiparla,
necesitaban más de treinta y cinco mil
hombres, que reclutaron entre sus
aliados, y también entre los ciudadanos
romanos con un patrimonio inferior a
cuatrocientos ases, los proletarios.
Mientras los barcos se construían, estas
tripulaciones entrenaban sentados en
largos bancos y remando… en el aire.
La imagen, sin duda, debía de resultar
curiosa.
El Corvus
Una vez botados los nuevos barcos, el
cónsul Cneo Pompeyo tomó el mando.
Sus dotaciones se adiestraron unos
cuantos días en el mar, y después
zarparon del puerto de Ostia.
Al llegar a Sicilia, Pompeyo sufrió
un revés y perdió parte de los barcos,
que fueron capturados por Aníbal, el
general que mandaba la guarnición de
Agrigento. El mismo cónsul cayó
prisionero, aunque luego fue liberado a
cambio de un rescate. Sus compatriotas
le pusieron desde entonces el apodo de
Asina, «asno», y además en femenino
para mortificarlo más. Al menos, la
represalia quedó en eso, y en lugar de
crucificarlo como habían hecho los
cartagineses con aquel desventurado
oficial expulsado de Mesina, volvieron
a nombrarlo cónsul unos años después.
[15]
De momento no se habían librado
grandes batallas. Pero los romanos se
dieron cuenta de que sus barcos eran
más lentos y menos maniobreros que los
cartagineses, en parte porque sus
tripulaciones carecían de experiencia
suficiente. De las dos tácticas de
combate naval, debían renunciar
prácticamente a embestir al enemigo con
los espolones. Eso limitaba sus
opciones a una sola: el abordaje.
Aquí demostraron su talento para la
ingeniería. Como ya hemos explicado,
para abordar una nave se tiraban garfios,
se abarloaban ambos barcos y los
soldados de cubierta saltaban de uno a
otro.
Esto acarreaba sus peligros: si un
legionario daba el salto demasiado
pronto, corría el peligro de quedarse
corto y caer al agua, donde el peso de su
equipo lo hundía como una plomada. Por
otro lado, el abordaje sólo podía
realizarse cuando ambos navíos se
hallaban prácticamente en paralelo, y la
superior destreza de los pilotos y los
remeros
cartagineses
hacía
que
consiguieran escabullirse cuando los
romanos trataban de acercarse.
La solución que pergeñaron fue el
corvus o «cuervo», una pasarela de más
de un metro de ancho y unos diez de
longitud, con un parapeto a cada lado
que llegaba a la altura de la rodilla.
Mientras el quinquerreme navegaba, la
pasarela iba levantada casi en vertical,
atada mediante una polea a un mástil
situado muy cerca de la proa. Cuando el
barco conseguía acercarse lo suficiente
al navío enemigo, los operarios soltaban
la cuerda y el cuervo caía a su posición
horizontal. El artefacto estaba diseñado
de tal manera que podía dejarse caer a
babor o a estribor variando el ángulo, lo
que permitía más flexibilidad a la
maniobra.
En el extremo de esta pasarela había
un gran pincho de metal, el pico del que
tomaba su nombre el cuervo. Al caer, se
hincaba en las tablas del barco enemigo.
Si el cuervo conseguía enganchar ambos
barcos cuando tenían los costados
pegados, los soldados saltaban al
abordaje por todas partes. Si sólo había
contacto por la proa, atravesaban la
pasarela a la carrera y en fila de a dos.
La primera ocasión de utilizar este
invento se presentó ese mismo año, en
Milas, situada en la costa norte de
Sicilia. La flota la mandaba ahora
Duilio, el otro cónsul, ya que su colega
Pompeyo seguía prisionero. En la
batalla se enfrentaron ciento treinta
naves púnicas contra cien romanas.
La innovación del cuervo pilló por
sorpresa a los cartagineses. Cuando
intentaban embestir a los romanos proa
contra proa, sus adversarios sólo tenían
que virar un poco y dejar caer la
pasarela. En cuestión de minutos, treinta
quinquerremes de la flota de Aníbal
quedaron así enganchados y fueron
abordados por los legionarios, que
gozaban de superioridad numérica sobre
las tripulaciones enemigas.
Los cartagineses intentaron cambiar
de táctica, embistiendo por los flancos.
Incluso así, el cuervo se abatía sobre
ellos y se clavaba en su cubierta, gracias
a que podía girar prácticamente en
círculo. Veinte barcos más cayeron en
poder de los romanos hasta que los
cartagineses decidieron retirarse.
En su primera gran batalla naval,
Roma había obtenido un gran éxito. El
cónsul Duilio podía estar satisfecho. Su
colega, patricio de la ilustre gens
Cornelia, había hecho el ridículo. En
cambio, él, un homo novus u «hombre
nuevo» en cuya familia nadie antes había
desempeñado
una
magistratura
importante, había triunfado sobre los
que hasta entonces se consideraban los
amos del Mediterráneo occidental.
Para celebrarlo, Duilio arrancó los
espolones de los barcos capturados y
los consagró en la tribuna del Foro
donde los oradores se dirigían al
pueblo, la Rostra.
Durante los años siguientes no se
produjeron grandes enfrentamientos.
Tras el éxito en la batalla de Milas, los
romanos se conformaron con hacer
incursiones en las costas de Córcega y
Cerdeña. En esta isla lograron bloquear
en un puerto una flota cartaginesa
mandada de nuevo por Aníbal, que había
conseguido escapar tras la derrota
anterior. Aníbal volvió a perder
bastantes naves, y esta vez no tuvo tanta
suerte, pues sus oficiales lo crucificaron
por incompetente.
Mientras tanto, en Sicilia, los
cartagineses consiguieron una victoria
en el año 259 y ganaron algo de terreno
en el centro de la isla, pero al año
siguiente perdieron lo que habían
conquistado. Al ver que la situación se
estancaba, los romanos decidieron
cambiar el teatro de operaciones. Al
igual que había hecho el tirano de
Sicilia Agatocles en el año 310,
invadirían el norte de África para llevar
la guerra al territorio del enemigo.
La batalla de Ecnomo y la
invasión de África
Durante ese tiempo, los astilleros de
Italia y del norte de África trabajaban
sin cesar. Los romanos consiguieron
armar una flota de trescientos treinta
barcos, casi tantos como los que tenían
los aliados griegos en la batalla de
Salamina, pero con muchos más remeros
y soldados a bordo: viajaban en ellos
ciento cuarenta mil hombres en total.
Mandaban esta fuerza de invasión los
cónsules Lucio Manlio y Marco Atilio
Régulo. Este último era cónsul sufecto,
lo que significa que lo habían nombrado
para sustituir al cónsul elegido, Quinto
Cedicio, quien había muerto mientras
desempeñaba su cargo.
Al mismo tiempo, de las costas de
África partió una armada cartaginesa de
trescientas cincuenta naves con una
dotación similar a la romana: eran más
barcos, pero llevaban menos guerreros a
bordo.
Ambas flotas se encontraron junto al
cabo Ecnomo, en la costa sur de Sicilia.
Los barcos de guerra romanos
navegaban en cuatro escuadrones. Los
dos primeros, mandados por los
cónsules, avanzaban formando una cuña.
Tras ésta, dibujando la base del
triángulo, viajaba el tercer escuadrón,
cuyas galeras remolcaban a los barcos
que transportaban a los caballos. Por
último, el cuarto escuadrón navegaba en
paralelo con el tercero, cerrando el
despliegue, que era al mismo tiempo
eficaz y muy difícil de romper.
Por el otro bando, la flota
cartaginesa se dispuso en línea, con la
costa siciliana a babor. Cuando los
enemigos se avistaron, los dos
escuadrones de vanguardia romanos
remaron hacia el enemigo. El almirante
púnico Amílcar, que mandaba el centro
de la formación, ordenó una retirada
fingida. De esta manera, consiguió que,
al perseguirlo, los escuadrones de la
cuña se apartaran de los demás, que a su
vez fueron atacados por las naves
situadas en ambos flancos cartagineses.
Al principio la batalla fue favorable
para los púnicos, pues los escuadrones
que rodeaban a las naves de transporte
se vieron en grandes apuros. Pero los
quinquerremes mandados por los
cónsules consiguieron poner a Amílcar
en fuga —ahora real y no simulada—, y
viraron para ayudar a sus compatriotas.
Así consiguieron atrapar en una
maniobra envolvente al adversario. Tras
una cruenta lucha, los romanos
hundieron treinta barcos enemigos y
capturaron otros sesenta y cinco. A
cambio, zozobraron veinticuatro de sus
naves.
Por el número de personas
implicadas, entre doscientas cincuenta y
trescientas mil, el combate del cabo
Ecnomo está en la lista de candidatas a
la mayor batalla naval de la historia. La
victoria romana supuso un éxito
resonante para un pueblo que hasta
pocos años antes apenas había metido
los pies en el agua.
Las puertas de África estaban
abiertas. Después de reabastecerse,
reparar barcos y reponer fuerzas, la flota
romana desembarcó cerca de Aspis, al
este de Cartago. Tras tomar la ciudad,
saquearon la zona y se apoderaron de
mucho ganado y también de miles de
esclavos. Una buena parte de ellos
fueron liberados, ya que eran
prisioneros de guerra romanos o
italianos.
Por orden del senado, el cónsul
Lucio Manlio regresó a Italia con el
grueso de la flota, mientras Régulo se
quedaba en África con quince mil
hombres y cuarenta barcos de apoyo.
Los cartagineses se dieron cuenta de
que su propia ciudad se hallaba en
peligro e hicieron venir de Sicilia un
ejército de apenas seis mil hombres.
Éstos se enfrentaron a Régulo en Adis, a
unos sesenta kilómetros de Cartago.
Aunque disponían de superioridad en
caballería y elefantes, los púnicos se
vieron rodeados en una colina, donde
los paquidermos no servían para nada, y
fueron aplastados.
Mientras
los
supervivientes huían, Régulo saqueó su
campamento y prosiguió su camino hacia
el corazón del territorio enemigo.
Cuando Cartago empezó a llenarse
de refugiados, el pánico cundió en la
ciudad. Al mismo tiempo, por toda la
región estallaron revueltas entre los
libios, aprovechando la presencia de los
romanos. El consejo cartaginés envió
embajadores para pedir la paz. Régulo
se la ofreció con estas condiciones:
debían abandonar Sicilia, liberar a
todos los prisioneros de guerra al mismo
tiempo que pagaban rescate por los
suyos e indemnizar a Roma por los
costes de la guerra.
A los cartagineses les pareció
excesivo, o tal vez aún no se sentían lo
bastante desesperados como para
aceptar. En ese momento llegaron a la
ciudad cien soldados griegos. Eran muy
pocos, pero con ellos venía un veterano
mercenario llamado Jantipo. Este
hombre era de Esparta, y aunque las
glorias de su ciudad fuesen cosa del
pasado, los espartanos conservaban una
gran reputación para la guerra.
Jantipo pasó revista a los efectivos
de los que disponía la ciudad. Después
dijo a los cartagineses que habían sido
derrotados no porque los romanos
fuesen superiores, sino porque sus
mandos eran unos incompetentes. (En la
batalla de Adis había nada menos que
tres generales para tan sólo seis mil
hombres).
También les explicó que, ya que
poseían superioridad clara en caballería
y en elefantes, debían combatir contra
los romanos en un terreno llano y
despejado y no dejarse acorralar de
nuevo en una colina. Sus argumentos
debieron de convencer a los miembros
del adirim y a los sufetes, puesto que le
otorgaron el mando.
Jantipo logró reunir doce mil
soldados de infantería, una cifra que se
acercaba más a los quince mil
legionarios de Régulo. Además, tenía
cuatro mil jinetes contra los quinientos
romanos, y nada menos que cien
elefantes. Con ellos salió de la ciudad
en la primavera de 255.
No se sabe muy bien dónde se libró
la batalla. Los anglosajones la suelen
denominar «de Túnez», mientras que en
español también se conoce como
«batalla de Bagradas» por el río
cercano. Jantipo desplegó sobre el
terreno una falange formada por
ciudadanos: en una emergencia como
ésta, incluso los más ricos tenían que
tomar las armas. A la derecha plantó a
sus mercenarios, y apostó la caballería a
ambos lados.
Pero lo principal eran los elefantes,
que situó delante, cubriendo toda la
línea como torreones en una muralla.
Cuando el cónsul Régulo vio a los
paquidermos, para evitar que sembraran
el pánico entre sus hombres, hizo los
manípulos más profundos: cuantas más
filas de profundidad tenía una
formación, más difícil resultaba huir a
los soldados que estaban dentro de ella.
Jantipo ordenó a los mahouts que
cargaran con los paquidermos, y los
legionarios les salieron al encuentro
aporreando los escudos para tratar de
espantar a las bestias, cosa que no
consiguieron.
En varias ocasiones hemos visto que
las batallas antiguas se dividían en
varios escenarios, algo normal teniendo
en cuenta que el frente podía abarcar un
kilómetro y medio o dos, y que con el
griterío y el polvo que se levantaba era
muy difícil saber lo que ocurría en otros
sectores de la refriega. La táctica más
habitual de los generales era presionar
fuerte allí donde tenían las mejores
tropas —normalmente, en el centro o en
el ala derecha— para ganar cuanto antes
y acudir en auxilio del flanco más débil.
En este caso, los soldados que más
éxito obtuvieron fueron los que
formaban en el flanco izquierdo del
ejército romano. Curiosamente, eran
aliados y no legionarios; sin embargo,
consiguieron romper las filas de los
mercenarios de Jantipo, teóricamente los
más experimentados de entre sus
hombres.
A cambio, la caballería cartaginesa
barrió a la de Régulo, mientras que los
elefantes se abrían paso entre los
manípulos situados en el centro de la
formación romana aplastando a todos a
su paso. Pese a ello, los legionarios
resistieron con valor, y tal vez habrían
conseguido detener la carga de los
paquidermos con un poco más de
tiempo.
Pero el tiempo era un lujo del que ya
no disponían: la caballería de Jantipo,
tras desbaratar a la de Régulo, rodeó a
los romanos. Tan sólo los dos mil
aliados del flanco izquierdo que habían
derrotado a los mercenarios lograron
escapar, y se retiraron a Aspis, donde se
reunieron con la flota. Quinientos
hombres, entre ellos Régulo, cayeron
prisioneros de los cartagineses. Los
demás fueron masacrados.
Las tornas cambiaban. Del mismo
modo que los romanos habían roto los
pronósticos al vencer en el mar a los
púnicos, éstos acababan de infligir una
derrota aplastante en tierra a un ejército
consular. La moral romana quedó muy
dañada. Durante un tiempo los
legionarios no se atrevieron a plantar
batalla en campo abierto por temor a los
elefantes, y también a la caballería
enemiga. (Un guerrero a lomos de un
cuadrúpedo siempre impone más).
Naufragios y otros reveses
Aún no habían terminado los sinsabores
para la República. El senado envió una
flota de trescientos cincuenta barcos
para recoger a los soldados que habían
quedado en Aspis. No muy lejos de allí,
se enfrentaron a doscientas naves
cartaginesas y las derrotaron. Después,
la armada se dirigió hacia el suroeste de
Sicilia, con la intención de impresionar
por su puro tamaño a las ciudades
costeras y conseguir que se pasaran a su
bando.
Los pilotos más experimentados ya
habían advertido de que el litoral sur de
Sicilia estaba plagado de rocas y
acantilados
y
apenas
ofrecía
fondeaderos. Además, en esa época del
año, el mes de julio, las tormentas eran
frecuentes e imprevisibles.
Los cónsules no hicieron caso, y se
empeñaron en acercarse a la costa,
donde las tempestades resultan aún más
peligrosas que en alta mar por la
cercanía de escollos y rompientes. La
tormenta estalló e hizo zozobrar unas
naves, mientras que a otras las estrelló
contra los acantilados, sembrando la
costa de cadáveres y maderos astillados.
El hecho de que los quinquerremes
romanos fueran cargados de proa por el
peso de las pasarelas de abordaje
contribuyó al desastre.
El resultado fue aterrador. De
aquella flota tan sólo quedaron ochenta
barcos. Se calcula que en aquella
tempestad perecieron noventa mil
personas, una cifra que pone los pelos
de punta.[16] Cuando habla de este
asunto, el historiador Polibio, que suele
ser bastante prorromano, no puede evitar
criticarlos y decir que esas cosas les
ocurrían y les volverían a ocurrir por
empeñarse en que podían navegar y
viajar por todas partes y en cualquier
época del año, como si fueran los amos
de la naturaleza.
Gracias precisamente a las fuerzas
de la naturaleza y a su éxito en África,
los cartagineses parecían llevar las de
ganar. Pero fue por poco tiempo. En
254, los romanos construyeron otros
doscientos veinte barcos en tan sólo tres
meses. Con ellos atacaron la ciudad de
Panormo, la actual Palermo, y la
tomaron. A catorce mil de sus habitantes
les hicieron pagar su propio rescate, y a
otros trece mil los vendieron como
esclavos: de algún sitio había que sacar
el dinero para financiar esa guerra tan
costosa.
La caída de Panormo supuso un duro
golpe para Cartago, pues era la más rica
de las ciudades que poseían en Sicilia.
La franja que todavía dominaban en la
isla no hacía sino reducirse.
Al año siguiente, en 253, la guerra
volvió a pasar a África, donde la flota
romana se dedicó a hacer incursiones
por la costa y a saquear todo el botín
que pudieron.
Después llegaron a la isla de
Meninge, situada en el golfo de Gabés.
Meninge era conocida en la Antigüedad
porque se suponía que allí vivían los
lotófagos. Este pueblo se alimentaba tan
sólo de frutos de loto que hacían perder
la memoria y que debían sumirlos en un
estado a medias entre la felicidad y el
estupor, como si estuvieran todo el día
colocados de marihuana.
Al menos, así lo contaba Homero: en
la Odisea, Ulises llegó a esta isla con
sus compañeros y le costó un trabajo
indecible que dejaran de comer loto y
volvieran a embarcar en las naves. Hoy
Meninge, conocida como Djerba o
Yerba —que suena a chiste después de
lo que he dicho—, es visitada por frikis
de la saga de La guerra de las galaxias,
pues en sus desérticos parajes se
rodaron muchas de las escenas del
planeta Tatooine.
Como no conocían la zona, los
romanos embarrancaron en unos bajíos.
Cuando descendió la marea quedaron
encallados fuera del agua. Al llegar la
pleamar, la única forma que tuvieron de
despegar las naves del fondo fue arrojar
toda la carga. ¡Adiós al botín saqueado!
Zarparon casi como si huyeran y
viajaron a Sicilia, donde fondearon en
Panormo, que ya era suya. Desde allí
trataron de volver directamente a Roma,
arriesgándose a una travesía por alta
mar, y volvió a sorprenderlos otra
tormenta que echó a pique más de ciento
cincuenta naves.
Esto debió agotar los recursos de los
romanos, o tal vez pensaron que insistir
en construir otra flota era tentar a los
dioses, un pecado de soberbia que los
griegos denominaban hybris. Por el
momento, decidieron conformarse con
operaciones terrestres y con flotas más
modestas.
Confiados más por los reveses
romanos que por sus propios éxitos, los
cartagineses resolvieron pasar a la
contraofensiva. El general Asdrúbal
tomó un ejército en el que había ciento
cuarenta elefantes y trató de reconquistar
la ciudad de Panormo, que estaba
defendida por el cónsul Cecilio Metelo
y por dos legiones. Pensaba que, gracias
al pánico que habían adquirido los
romanos hacia los paquidermos,
conseguiría derrotarlos fácilmente.
Precisamente los elefantes fueron su
perdición: los legionarios de la primera
fila emprendieron la desbandada
perseguidos por las grandes bestias,
pero se trataba de una trampa. Cuando
los elefantes se acercaron a la ciudad, se
encontraron con arqueros en las almenas
y con una nutrida línea de soldados
armados con jabalinas en el foso.
La lluvia de proyectiles hizo que los
elefantes se dieran la vuelta. En el
mayor desorden posible, cayeron sobre
sus propias tropas sembrando el caos y
el pánico y aplastando a cientos o a
miles de hombres bajo sus patas. Fue
algo parecido a lo que le había ocurrido
a Pirro en Malventum.
Se trató de una derrota contundente
para los cartagineses, que además
perdieron sus elefantes. Metelo hizo que
los apresaran y los envió a Roma. En
cuanto a Asdrúbal, parece que sufrió el
destino habitual entre los generales que
fracasaban: la cruz.
Existe una tradición relativa a Régulo
que no aparece en Polibio, pero sí en
otros autores. El excónsul que había
invadido África llevaba prisionero
cinco años cuando los cartagineses,
desmoralizados tras su último fracaso en
Panormo, decidieron enviar una
legación a Roma para pedir la paz o, al
menos, solicitar un intercambio de
prisioneros. A Régulo le permitieron
acompañar a esta embajada con una
condición: debía prometer que, si no
lograba convencer a sus compatriotas de
que aceptaran el intercambio, regresaría
a Cartago.
Cuando Régulo llegó a Roma, se
levantó ante los senadores y dijo que no
debían aceptar la propuesta ni
molestarse en pagar rescate o entregar
prisioneros a cambio de alguien como
él, que había sido derrotado. El senado
rechazó, en efecto, firmar la paz.
Terminada la sesión, los amigos y
familiares
de
Régulo
intentaron
persuadirlo para que se quedara en la
ciudad, pero él se empeñó en que había
dado su palabra y volvió a Cartago.
Allí, cuando los demás embajadores
informaron de que Régulo había
boicoteado las conversaciones de paz,
los cartagineses lo sometieron a
horribles torturas. Según algunos
autores, lo encerraron en un ataúd lleno
de clavos, y según otros le arrancaron
los párpados y, tras encerrarlo en un
oscuro calabozo, lo sacaron y lo
tendieron bajo los rayos del sol, y por
último hicieron que lo pisoteara un
elefante.
Todo esto suena muy heroico, y muy
revelador de la virtus y la fides
romanas. Pero el hecho de que no
aparezca en Polibio, la fuente más
fiable, hace que la mayoría de los
historiadores piensen que se trata de una
fábula inventada por los descendientes
de Régulo para embellecer su memoria y
tapar con este hermoso relato de
heroísmo su fracaso ante las puertas de
Cartago.
A los púnicos sólo les quedaban dos
ciudades en Sicilia, Drépana y Lilibeo,
que centraron el resto de la contienda.
En el año 249, los romanos decidieron
atacar Lilibeo con dos ejércitos
consulares apoyados por una gran flota.
En esta ocasión recurrieron a obras
de asedio y a arietes para abrir brechas
en las murallas. Era la primera vez que
los romanos hacían algo así, y
probablemente les ayudaron los
consejos y las máquinas de su aliado
Hierón. El asedio se prolongaría durante
el resto de la guerra, con ofensivas y
contraofensivas: tan pronto los romanos
derribaban una torre con sus minas como
los
sitiados
excavaban
túneles
denominados
«contraminas»
o
levantaban nuevas murallas a pocos
pasos de las que estaban siendo
derruidas.
Pese al cerco, los cartagineses
seguían burlando el bloqueo por mar e
introduciendo víveres en la ciudad.
Puesto que la situación se estancaba, uno
de los cónsules, Publio Claudio Pulcro
(en latín Pulcher, «el guapo») decidió
cambiar de planes y lanzar un ataque
sorpresa sobre el otro puerto-fortaleza,
Drépana. Para ello, zarpó de noche con
ciento veinte barcos y se dirigió a la
ciudad.
Por desgracia, la flota se dispersó.
Cuando amaneció, la luz del sol iluminó
un larguísimo reguero de barcos que no
podía llamarse de ningún modo
«formación de combate». Además, la
nave de Claudio Pulcro se hallaba en la
retaguardia, desde donde no podía
controlar la situación.
Para colmo, el cónsul incurrió en la
ira divina. Antes de cada empresa los
cónsules debían interpretar la voluntad
de los dioses, tal como era su
prerrogativa. En este caso, el augurio
consistía en ver cómo comían los pollos
sagrados. Los plumíferos en cuestión, tal
vez mareados por los balanceos de la
cubierta, se negaban a comer, cosa que
preocupaba a los sacerdotes. Claudio
Pulcro, demostrando el talante soberbio
que a menudo se atribuía a los miembros
de la gens Claudia, hizo que los
arrojaran al mar y dijo: «¡Pues si no
quieren comer, que beban!».
Como ocurrencia ingeniosa tenía su
gracia. Pero quienes presenciaron la
escena debieron hacer todo tipo de
gestos y ensalmos para alejar la cólera
de los dioses.
Se debiera a los pollos o no, el
resultado de la batalla fue desastroso.
En lugar de dejarse bloquear en el
puerto, el general cartaginés Adérbal
salió a la mar y presentó batalla a la
desordenada flota romana. El ala
derecha de su escuadra atacó la
retaguardia enemiga, y hundió o capturó
más de noventa barcos. En ello influyó
que los romanos habían renunciado al
corvus. La razón fue que el invento que
tan buen resultado les dio en las
primeras batallas había tenido la culpa
de que sus pérdidas en las dos grandes
tormentas fueran tan altas.
Entre los que escaparon del desastre
se encontraba Claudio Pulcro. De
regreso a Roma, lo juzgaron por
perduellio, un delito de alta traición ya
codificado en las Doce Tablas. De haber
sido condenado, a Claudio lo habrían
arrojado por la Roca Tarpeya o lo
habrían ahorcado, pero se conformaron
con imponerle una multa. Pocos años
después se suicidó, pues no podía
soportar el descrédito en que había
caído.
(Como muestra del talante elitista y
despótico de la gens Claudia, se cuenta
que tras la muerte de Claudio, su
hermana, que volvía de ver los juegos en
un carruaje y no conseguía abrirse paso
entre la multitud, dijo en voz alta:
«Ojalá mi hermano siguiera vivo y le
dieran el mando de otra flota. ¡Así se
ahogarían unos cuantos miles de
indeseables más!». Unos ciudadanos la
oyeron, y fue juzgada y multada.
Como el historiador Barthold
Niebuhr afirmó: «Esa casa [la Claudia]
produjo a lo largo de los siglos varios
personajes eminentes, unos pocos
grandes hombres y casi nadie que
tuviera nobles intenciones. En todas las
épocas se distinguieron por su espíritu
altanero, su desdén por las leyes y su
implacable corazón de hierro». Juicio
moral decimonónico y rotundo que no
emitirían los historiadores de hoy día en
términos tan retóricos, pero que los
propios romanos habrían suscrito).
Los desastres para los romanos se
sucedían. Poco después, Junio Pulo, el
cónsul colega de Claudio Pulcro,
emprendió la circunnavegación Sicilia
con ciento veinte naves de guerra y nada
menos que ochocientos transportes con
provisiones para el ejército que
asediaba Lilibeo.
Como el convoy se desordenó, Pulo
se detuvo en Siracusa para esperar a los
rezagados y envió por delante la mitad
de las naves de carga con una escolta de
quinquerremes. Esta parte de la flota fue
atacada por el cartaginés Cartalón, y los
cuestores que la mandaban dieron orden
de refugiarse en la costa, que era muy
escarpada.
Poco después aparecieron los demás
barcos romanos con el cónsul. Al ver al
enemigo,
Pulo
decidió
también
acercarse a la orilla. Para su desgracia,
en ese momento se desató otra tormenta.
Los cartagineses, más avispados,
huyeron de ella doblando el cabo
Paquino, el vértice sur de la isla de
Sicilia. Pero las naves romanas,
azotadas por el viento y las olas contra
las rocas de aquella costa inhóspita,
quedaron tan destrozadas que no hubo
forma de reparar los barcos.
Habría sido el momento para que
Roma se rindiera…, si los genes de la
rendición hubiesen estado en su ADN.
Por el momento, renunciaron a
nuevas empresas navales. Las pérdidas
materiales y humanas tras los últimos
desastres debían dar vértigo, y así lo
demuestra el censo de los años 247-246,
que refleja una caída de cincuenta mil
ciudadanos con respecto al de cinco
años antes. Durante esta guerra, se
calcula que el 12 por ciento de la
población masculina disponible en Italia
estaba constantemente movilizada: eso
significaba que todas esas manos no
trabajaban, y había que alimentar las
bocas de sus dueños, lo que suponía un
ingente esfuerzo económico.
Sin embargo, los romanos siguieron
manteniendo la presión por tierra sobre
Lilibeo y Drépana. Por mar, se
contentaron con animar a ciudadanos
particulares a que fletaran naves por su
cuenta para atacar los navíos mercantes
de Cartago: una auténtica patente de
corso.
El final de la guerra
En el año 247, los cartagineses
entregaron el mando de los ejércitos de
Sicilia a Amílcar (en este caso sí
hablamos del famoso Amílcar, padre del
aún más célebre Aníbal). Era muy joven
todavía, pues no había cumplido los
treinta años.
Amílcar se instaló en Hercte, un
monte que se alzaba a gran altura sobre
la región que lo rodeaba. El Hercte
ofrecía pastos, vientos frescos y
acantilados inexpugnables, y su cima
servía a la vez como ciudadela y como
atalaya.
Desde esta base de operaciones,
Amílcar se dedicó a hostigar a los
romanos durante tres años, consiguiendo
pequeñas victorias en escaramuzas
menores. En 244, abandonó su posición
y capturó en un ataque por sorpresa la
ciudad de Érice, cerca de Drépana, y
asedió a la guarnición romana que
ocupaba la cima del monte cercano, aún
más elevado que el Hercte.
La situación estaba estancada. La
describe perfectamente Polibio:
Roma y Cartago parecían dos
gallos de pelea de buena raza
cuando luchan por su vida.
Muchas veces, éstos han perdido
ya el uso de las alas por
encontrarse extenuados, pero
conservan el coraje intacto, y
siguen asestándose golpes hasta
que, cayendo maquinalmente uno
encima del otro, se agarran por
una parte vital y, entonces, uno
de los dos acaba por morir. Así,
romanos y cartagineses, rendidos
ya de fatiga por los lances
ininterrumpidos,
acabaron
convirtiéndose en insensibles, y
sus fuerzas se paralizaron,
agotadas por los impuestos y
gastos continuos.
Los ataques sorpresa que lanzaba
Amílcar le ganaron el epíteto de Baraq,
que
puede
traducirse
como
«relámpago», aunque también podría
significar «bendito» y estar relacionado
con el conocido término árabe baraka
(ambas lenguas se hallan emparentadas
por pertenecer al grupo semítico). Los
griegos y latinos lo transcribieron como
Barca, y este apellido pasó a sus
familiares.
No obstante, los éxitos de Amílcar
fueron limitados, entre otros motivos
porque disponía de pocas tropas. En
toda Sicilia, Cartago sólo tenía veinte
mil soldados que, para empeorar la
situación, llevaban mucho tiempo sin
cobrar.
Si la ciudad fenicia no dedicaba más
recursos a la lucha contra Roma era, en
parte, porque estaba enfrascada en una
guerra en el norte de África. Allí, un
general llamado Hanón, conocido más
tarde como el Grande, se dedicaba a
conquistar nuevos territorios que
ampliaron el imperio cartaginés en
Libia. En aquella época Hanón y
Amílcar colaboraban, aunque no
tardarían en convertirse en enemigos
acérrimos, y con el tiempo Hanón se
opondría también a Aníbal.
A finales de 243, los romanos
decidieron que había llegado el
momento de volver a probar suerte en el
mar. Como el erario estaba exhausto, la
República pidió un sacrificio a los
ciudadanos más adinerados, que
contribuyeron con su propio peculio a
construir y equipar una nueva flota.
Cada uno se ocupaba de sufragar un
quinquerreme, o bien, si no tenía
suficiente dinero, se asociaba con una o
dos personas más. No era un préstamo a
fondo perdido, pero sí de alto riesgo:
los inversores sólo recuperarían su
dinero si por fin ganaban la guerra y el
botín y las indemnizaciones rellenaban
las arcas públicas.
Con estos fondos, se armaron
doscientos quinquerremes, basados de
nuevo en un diseño del enemigo. En este
caso, se trataba de la nave de un capitán
al que llamaban Aníbal «el rodio», y
que era más marinera que el modelo
habitual.
Construida la flota, se otorgó el
mando al cónsul Lutacio Catulo. Lo
acompañaba en esta ocasión un pretor y
no un cónsul, Valerio Faltón. La razón
era que su colega de consulado, Aulo
Postumio, no podía abandonar Roma
porque desempeñaba el puesto de
flamen martialis o sacerdote de Marte,
y el pontífice máximo Cecilio Metelo,
cabeza visible de la religión romana, le
había prohibido salir de la ciudad.
En 242, la flota romana se dirigió a
Sicilia. Los cartagineses, que se habían
acostumbrado a ser los dueños del mar
en los últimos años sin apenas
oposición, se habían vuelto algo
negligentes. Sin demasiados problemas,
Catulo logró apoderarse del puerto de
Drépana, el mismo lugar donde Claudio,
el de los pollos, había sufrido aquella
humillante derrota.
Desde el puerto empezó el asedio de
las murallas de la ciudad, pero dedicó a
esa tarea tan sólo a los soldados de
tierra. Su intención era librar una batalla
decisiva, así que obligaba a los
tripulantes a adiestrarse constantemente
en el mar para aumentar su pericia y su
resistencia, al mismo tiempo que los
alimentaba bien y los mantenía alejados
de las penalidades del sitio. (Los
campamentos
de
asedio
solían
convertirse en lugares tan insalubres
como las propias ciudades cercadas).
Catulo también logró apoderarse del
puerto de Lilibeo y aislar a su
guarnición del mar. Eso dejaba a
Amílcar Barca en una posición cada vez
más apurada en el interior de la isla,
pues empezaba a tener problemas para
conseguir provisiones.
Cuando los informes de esta
situación crítica llegaron a Cartago, los
púnicos organizaron una flota de
doscientos cincuenta barcos al mando de
otro Hanón que no era el Grande. El
plan de este almirante era navegar hasta
Érice, la base de Amílcar en Sicilia.
Allí descargaría las provisiones que
traía y a cambio embarcaría a los
mejores mercenarios de Amílcar, junto
con el propio general, para que lucharan
como soldados de cubierta.
Hanón llegó hasta las islas Égates,
un pequeño archipiélago situado a pocos
kilómetros al oeste de Lilibeo. Una vez
allí, esperó a que llegara un viento
propicio para navegar lo más rápido
posible al este y llegar a Érice sin hacer
paradas y sin que las naves romanas que
dominaban el puerto de Lilibeo tuvieran
tiempo de atacarlos.
Sin embargo, Catulo se enteró de la
presencia de la flota enemiga gracias a
que había puesto a barcos ligeros y
rápidos a patrullar por la zona. Al saber
que los cartagineses habían anclado en
la isla Sagrada, situada en el extremo
oeste del archipiélago, el cónsul decidió
interceptarlos.
Montó
en
los
quinquerremes a los soldados que se
hallaban en mejores condiciones para
combatir y zarpó de Lilibeo hacia la isla
Egusa, situada en la parte este del
triángulo que formaban las tres Égates.
De esa forma, cerraba el paso a su rival.
Al día siguiente se levantó viento de
poniente. Era lo que los cartagineses
necesitaban para que el aire hinchara sus
velas y los empujara hacia el este, en
dirección a Érice.
En cuanto vio las condiciones
meteorológicas, Catulo se encontró ante
un dilema. Sabía que con ese aire, el
enemigo se haría a la mar, de modo que
era la ocasión de cortarle el paso. Por
otra parte, para ello los romanos
tendrían que bogar en contra del viento y
con las aguas un poco picadas,
condición que solía crear problemas a
los remeros.
Como dijo tiempo después un gran
poeta también llamado Catulo: Fronte
capillata, post haec occasio calva. O
sea, «Por detrás de su frente peluda, la
ocasión es calva». Lo que quería decir
que a la diosa Ocasión, hermana de la
Fortuna, había que agarrarla del cabello
cuando venía de frente, porque si uno la
dejaba pasar, ya era imposible cogerla
por la nuca lisa como un huevo.
Algo así debió pensar el cónsul.
Aunque las condiciones no fueran del
todo favorables, las naves de Hanón
iban cargadas de provisiones, lo que las
hacía más lentas. Si Catulo dejaba que
pasaran de largo, los cartagineses
alimentarían con esos víveres a los
soldados enemigos que quedaban en la
isla y embarcarían a los hombres de
Amílcar Barca, los más temibles que
tenía Cartago, como infantería de
cubierta. Había que evitarlo a toda
costa, así que ordenó zarpar.
El mar estaba algo revuelto, pero no
llegaba ni de lejos a ser una tempestad.
Las tripulaciones bien entrenadas y los
quinquerremes
recién
construidos
demostraron su valía, y Catulo fue capaz
de desplegar su flota en una larga línea
de una sola nave de fondo que cubría
varios kilómetros de norte a sur.
Cuando los cartagineses vieron que
la armada enemiga les cortaba el paso,
recogieron las velas y abatieron los
mástiles. Como ya quedó comentado, a
la hora del combate, los antiguos
confiaban sólo en sus remeros y
timoneles, pues cualquier golpe de
viento imprevisto podía arruinar la
precisión de la maniobra de embestida.
El choque se decidió rápidamente.
Los barcos de Cartago eran más lentos
por ir cargados, y también porque sus
remeros no tenían tanta calidad como en
el pasado. Desde la batalla de Drépana
habían pasado ocho años en los que los
púnicos fueron los dueños del mar y, sin
oposición, habían descuidado el
adiestramiento de sus dotaciones.
Cincuenta barcos fueron embestidos por
los espolones romanos y se fueron a
pique, y otros setenta resultaron
abordados por soldados que, con su
superioridad
numérica,
hicieron
prisioneros a todos los que viajaban en
ellos.
Probablemente las otras ciento
treinta naves púnicas habrían caído
también en manos de su adversario, pero
el viento cambió de dirección durante el
curso de la batalla. Eso permitió a los
cartagineses levantar los mástiles,
desplegar las velas y virar en redondo,
de regreso a la isla Sagrada. Los
romanos no los persiguieron, porque
ellos habían dejado los aparejos en
tierra. En lugar de eso, prefirieron
regresar a Lilibeo.
Esta victoria decidió, por fin, el
curso de la guerra. Los cartagineses
habían perdido de forma inesperada el
dominio del mar, y ya eran incapaces de
abastecer a las tropas de Amílcar en
Sicilia. Tal vez podrían haber obrado
como sus enemigos, construyendo y
equipando una flota con iniciativa
privada, pero se ve que los púnicos
estaban hechos de otra pasta que los
romanos. Y quizá ellos mismos lo
comprendieron en aquel momento.
Los principios del arte de la guerra
son: voluntad de vencer, libertad de
acción y capacidad de ejecución. Dicho
de otra manera: querer, poder y saber.
Los cartagineses habían perdido la
libertad de acción, pues ya no podían
navegar libremente entre África y
Sicilia. Su capacidad ejecutiva se
hallaba cada vez más restringida: el
único general en condiciones que les
quedaba era Amílcar. Pero, sobre todo,
lo que más les flaqueaba a estas alturas
era la voluntad de vencer.
Y ésa les sobraba a los romanos, que
siempre estaban dispuestos a llevar la
guerra un paso más allá. Esa sed de
victoria —o, más bien, la convicción
incrustada en sus genes de que la derrota
no era una opción— los llevó a aceptar
la pérdida de setecientos barcos de
guerra y de incontables vidas. En el
cálculo más optimista, las bajas de
romanos y aliados no debieron bajar de
doscientos cincuenta mil.
El Tratado de paz
Agotados, los cartagineses ofrecieron
plenos poderes a Amílcar Barca para
que negociara la paz con los romanos.
En cambio, a Hanón, el almirante
derrotado en las islas Égates, lo
crucificaron. Ninguna sorpresa a estas
alturas.
Amílcar parlamentó con el cónsul
Catulo.
Pero
éste
no
era
plenipotenciario para tratar la paz, por
lo que envió un mensaje a Roma con los
términos que él había propuesto. Ni a
los comicios ni al senado les parecieron
suficientes, de modo que se envió una
comisión de diez hombres a Sicilia para
negociar. Las condiciones finales fueron
todavía más duras. Éstas eran las
cláusulas del tratado que se firmó:
Cartago debía entregar una
indemnización de mil talentos en el
acto, más otros dos mil doscientos
pagaderos en diez plazos. En total,
casi cien toneladas de plata.
Después de trescientos años de
presencia continuada en la isla,
Cartago debía evacuar Sicilia y los
archipiélagos que la rodeaban. No
sólo eso, sino que no volvería a
luchar contra Siracusa ni contra los
aliados de Siracusa.
Cartago devolvería a Roma los
prisioneros de guerra sin cobrar
rescate, y en cambio pagaría por
los suyos.
Cartago y Roma firmaban la
amistad. Ninguno de los dos
estados podría imponer tributo,
levantar edificios públicos o
reclutar mercenarios en los
dominios del otro.
Una vez firmado el tratado, Amílcar
se llevó sus tropas de Érice a Lilibeo y
entregó el mando a Giscón, que las
envió a África. En cuanto a los
generales romanos vencedores en la
última batalla, ambos regresaron a la
urbe, donde celebraron sendos triunfos.
Desde el principio, Roma había
intentado expulsar a Cartago de Sicilia,
y por fin lo había conseguido. Ahora,
casi toda la isla era suya, salvo la parte
suroeste, que formaba el pequeño estado
independiente —y aliado— de Siracusa.
¿Por qué venció Roma y por qué perdió
Cartago? Una de las razones de la
derrota de los púnicos fue que confiaba
en mercenarios y no en ciudadanos,
como Roma y sus aliados.
Los mercenarios eran soldados muy
experimentados, y durante esta guerra se
comportaron casi siempre con gran
disciplina y coraje. Pero adolecían de
un grave problema: reemplazarlos
costaba mucho dinero y mucho tiempo.
En cambio, los romanos disponían de un
manpower de cientos de miles de
hombres que, sin ser profesionales,
estaban familiarizados con las armas y
condicionados para ser tan despiadados
y agresivos como los propios
mercenarios o incluso más.
En cuanto a los generales, no hubo
grandes diferencias. Nadie destacó
especialmente por ningún bando como
un genio táctico al estilo de Alejandro,
Pirro o, más tarde, Aníbal y Escipión.
Quizá el mejor jefe militar fue Amílcar
Barca. Pero, aunque no sufrió ninguna
derrota durante los años que estuvo en
Sicilia, tampoco obtuvo grandes
victorias en campo abierto y no llegó a
provocar graves quebraderos de cabeza
a los romanos.
En cuanto a pifias, las cometieron
generales de ambos bandos. La
diferencia es que los mandos
cartagineses que fallaban acababan en la
cruz, mientras que los romanos, como
mucho, se enfrentaban a una multa como
Claudio el de los pollos o recibían
algún mote ofensivo como Asina.
La gran diferencia entre ambos
contendientes debió de estar en la
voluntad de vencer de la que acabamos
de hablar y en las metas a largo plazo.
Una vez que Roma se embarcaba en una
guerra, sólo la consideraba terminada
cuando había aplastado a su rival hasta
tal punto que lo destruía, lo conquistaba
o al menos podía imponerle condiciones
leoninas.
En cambio, para Cartago una guerra
acababa cuando podía llegar a un
acuerdo de paz negociado. En ese
sentido, y no sólo en el literal, hablaban
idiomas diferentes.
Esa audacia en los objetivos se
demuestra en que Roma invadió el
territorio enemigo y llegó casi a
Cartago, aunque al final la campaña de
Régulo terminara en fracaso. Por su
parte, los cartagineses nunca llegaron a
pisar territorio italiano. Roma siempre
fue más agresiva que su rival y llevó la
iniciativa en todo momento.
Por supuesto, todo eso cambiaría en
la Segunda Guerra Púnica con la
aparición de uno de los mejores
generales de la historia. Los romanos no
tardarían en conocer a la némesis que la
reina Dido había prometido a Eneas
mientras ardía en su pira funeraria:
Aníbal.
Pero
acontecimientos.
no
adelantemos
VIII
INTERMEDIO BÉLICO
Cartago entre guerras
Pese a que no había perdido tantos
barcos como Roma, Cartago quedó tras
la guerra en una situación económica
muy apurada. Para empezar, tuvo que
entregar de inmediato los primeros mil
talentos de indemnización acordados en
el tratado.
A éstos había que añadir los rescates
por los prisioneros: mientras que los
romanos recuperaban gratis a sus
cautivos, los cartagineses debían pagar
por los suyos. Cada familia lo hizo
recurriendo a sus propios fondos, pero
eso hizo resentirse las finanzas de toda
la ciudad. Además, tuvieron que seguir
enviando doscientos veinte talentos de
plata cada año a Roma durante una
década. Y habían perdido Sicilia, que
hasta entonces les había supuesto una
pingüe fuente de ingresos.
La consecuencia más dramática de
esta penuria fue la rebelión de los
soldados que habían servido con
Amílcar en Sicilia. Entre reclutas libios
y mercenarios de diversas procedencias,
eran veinte mil hombres a los que la
ciudad no podía o no quería pagar los
atrasos que se les adeudaban.
El propio Amílcar se había
desentendido de ellos ya en Sicilia.
Estaba resentido y desengañado por el
final de la guerra, que consideraba
prematuro, ya que él personalmente no
había sido derrotado en el campo de
batalla y no entendía que se renunciara a
toda la isla de Sicilia. Por eso abandonó
el mando y entregó a sus hombres a
Giscón, que fue quien se encargó de
trasladarlos poco a poco a África.
Al principio, los mercenarios se
concentraron en Cartago. Pero causaban
tantos problemas allí que las
autoridades de la ciudad los enviaron a
Sica, una ciudad situada tierra adentro, a
unos ciento setenta kilómetros al
suroeste de la capital. Después
intentaron negociar para que rebajaran
sus exigencias, enviando a Hanón el
Grande como mediador. Pero los
exsoldados de Amílcar, conscientes de
su número y su poder, se habían
envalentonado y empezaron a aumentar
sus exigencias.
Cuando las conversaciones se
rompieron, los mercenarios salieron de
Sica y se pusieron en marcha hacia
Cartago, acaudillados por un libio
llamado Mato y un italiano de Campania
de nombre Espendio, individuos a los
que eligieron de entre sus propias filas.
Aunque entre esa soldadesca había
gente de muchos pueblos distintos —
galos, iberos, baleares, griegos puros o
mestizos—, el grueso principal lo
constituían libios. Éstos consiguieron
que buena parte de sus compatriotas se
sumaran a la rebelión. Razones debían
de tener, sin duda: eran los nativos de la
región quienes habían tenido que
sostener la guerra contra Roma con sus
levas y con sus tributos.
El conflicto duró tres años, y fue tan
encarnizado que Polibio lo denominó
«la guerra sin cuartel».
Pondremos un ejemplo del grado de
crueldad al que se llegó. Los
mercenarios tenían prisioneros a
setecientos cartagineses, entre ellos
Giscón, el mismo general que los había
traído de Sicilia y que luego había
intentado negociar con ellos. Después de
sufrir varios reveses en el campo de
batalla, algunos de entre sus filas
empezaron a pensar en que les convenía
firmar la paz con Cartago. Para evitarlo,
los elementos más recalcitrantes del
ejército rebelde, incluidos sus jefes,
decidieron cometer una atrocidad tal que
hiciera imposible cualquier intento
posterior de conciliación. De modo que
tomaron a esos setecientos prisioneros,
les cortaron las manos, la nariz y las
orejas, los castraron, les rompieron los
huesos de las piernas y los arrojaron a
una fosa para que murieran lentamente.
Tras relatar estos hechos, Polibio,
seguramente horrorizado de lo que él
mismo acababa de escribir, añadió un
juicio moral: «A veces nacen en las
almas podredumbres y gangrenas tales
que logran que entre los seres vivos no
haya ninguno más impío ni más cruel que
el hombre». Es difícil no suscribir estas
palabras.
Sumados a los libios que se habían
levantado en armas, los mercenarios
llegaron a ser cincuenta mil y asediaron
Cartago. Amílcar, al que la ciudad había
nombrado general para que luchara
contra sus antiguos hombres, logró
cortar todas sus líneas de suministros.
Los rebeldes empezaron a pasar más
hambre que los sitiados y tuvieron que
levantar el cerco.
Amílcar, que había organizado un
pequeño ejército ciudadano, seguía
estando en inferioridad numérica. Pese a
ello, consiguió atraer a los enemigos a
un lugar que Polibio denomina «la
Sierra», y allí los encerró en un estrecho
desfiladero.
Los mercenarios pasaron tanta
hambre que llegaron a devorar a sus
prisioneros y después a sus esclavos.
Por fin, intentaron romper el cerco, pero
se hallaban en unas condiciones físicas
tan lamentables y el lugar era tan
ventajoso para Amílcar que éste no tuvo
problemas en aniquilarlos. Mato, uno de
sus generales —Espendio ya había sido
crucificado antes—, fue capturado y
llevado a Cartago, donde los jóvenes lo
pasearon por las calles sometiéndolo a
torturas que Polibio no describe y que
preferimos no imaginar.[17]
Roma entre guerras
¿Qué hacían los romanos entretanto? Al
principio respetaron el pacto por el que
ambas potencias se declaraban amigas, y
se prohibió que los mercaderes romanos
e italianos hicieran negocios con los
mercenarios rebeldes. Roma devolvió
asimismo a los prisioneros cartagineses
que aún conservaba sin cobrar rescate.
Pero en el año 239, los mercenarios
que Cartago tenía en Cerdeña se
rebelaron y se apoderaron de la isla. La
ciudad envió una flota y un ejército para
recuperarla. En ese momento, los
romanos declararon la guerra a Cartago,
argumentando que esos barcos y esos
soldados no iban dirigidos contra
Cerdeña, sino contra Italia. No era más
que un pretexto: los púnicos, que sufrían
los últimos coletazos de la guerra de los
mercenarios, no estaban precisamente en
condiciones de embarcarse en aventuras
expansionistas.
El resultado de este brevísimo
conflicto fue que Cartago se rindió sin
luchar, envió la flota de vuelta a casa y
dejó que Cerdeña y también Córcega
cayeran en manos de los romanos.
Además, se vio obligada a pagar otros
mil
doscientos
talentos
de
indemnización.
Si ya antes los cartagineses estaban
resentidos contra los romanos, la forma
en que éstos les arrebataron Cerdeña fue
la gota que colmó el vaso. Pero de
momento rechinaron los dientes y
aguantaron.
Con todo esto, Roma dio los primeros
pasos para transformarse en una
potencia imperial, y Sicilia se convirtió
en su primera provincia.
Aunque los propios romanos creían
que la palabra latina provincia provenía
de vincere, «vencer», parece que la
etimología tiene más que ver con
providentia, y se refiere a un territorio
que se encomendaba al cuidado de un
general o magistrado.
Las provincias no formaban parte
integral del estado romano, aunque
perdían su soberanía. El caso de Sicilia
se repetiría después con otras
provincias: una comisión de diez
representantes del legado viajó a la isla
para establecer una especie de
constitución, la lex data provinciae.
Como había hecho en Italia, Roma
estableció estatutos distintos para las
diversas ciudades de Sicilia, y actuaría
del mismo modo en otros territorios
conquistados. Mesina, por ejemplo,
firmó un foedus con Roma por el que
disponía de autonomía administrativa y
no pagaba impuestos, pero estaba
obligada a enviar tropas cuando Roma
lo requería. Otras ciudades pactaron
tratados distintos, y algunas se
convirtieron en civitates stipendiariae,
que debían abonar un tributo. Tal como
comentamos al hablar de la conquista de
Italia, se trataba de aplicar el principio
«Divide y vencerás».
Los siguientes territorios que se
convirtieron en provincias, Córcega y
Cerdeña, también cayeron como botín de
la guerra contra Cartago. Aunque la
manera de apoderarse de ellas fue
inmoral y violó el tratado de paz, desde
el punto de vista de la Realpolitik
resultaba comprensible. Si Roma, que
había decidido convertirse en una
potencia naval, quería controlar el
Mediterráneo occidental, el dominio de
estas dos islas era imprescindible.
En realidad, este dominio lo
ejercieron sobre todo en las zonas
costeras, que adoptaron la cultura y el
idioma latinos. En cambio, las zonas
centrales de Córcega y Cerdeña,
pobladas de bosques de difícil acceso,
se resistían a la conquista. Sus
moradores, bárbaros a los que llamaban
pelliti
(«vestidos
con
pieles»),
adoptaron una táctica de guerrillas que
creó muchos problemas a los romanos.
Durante mucho tiempo estas zonas
apartadas
siguieron
siendo
prácticamente independientes.
Aun así, en el año 227, Roma
controlaba el litoral de ambas islas en
grado suficiente como para organizarlas
en una sola provincia que no se dividiría
en dos hasta época imperial. Los
romanos siempre consideraron que estas
dos islas eran lugares atrasados e
insalubres —en Cerdeña la malaria era
endémica—, y sentían desprecio por sus
pobladores. «Quien compra un esclavo
de Córcega lamenta enseguida haber
desperdiciado su dinero», decían.
Mirando hacia el este
Una vez que se habían decidido a salir
de la península, los intereses de los
romanos no se limitaron al Mediterráneo
occidental. Al otro lado del Adriático se
hallaba Iliria, una región al norte del
Epiro que se correspondería más o
menos con el territorio de la antigua
Yugoslavia.
Allí gobernaba desde el año 231 la
reina Teuta, una de las pocas mujeres
guerreras en esta historia dictada por
varones. Había subido al trono por la
muerte del anterior rey, su esposo
Agrón, que había convertido a Iliria,
hasta entonces una región atrasada y
desunida, en una potencia importante.
Teuta continuó la política expansiva
de su marido y la amplió. No sólo
consintió que sus súbditos ilirios
siguieran ejerciendo la piratería,
práctica ancestral entre ellos, sino que
los animó concediéndoles una especie
de patente de corso universal.
No contenta con esto, organizó una
flota y ordenó a sus capitanes que
considerasen como enemigos a todos los
demás pueblos. En el mismo año en que
Teuta subió al trono, sus barcos se
dedicaron a hacer correrías por las
costas de Élide y Mesenia, en el
Peloponeso, y en el viaje de regreso
también atacaron el Epiro, cuya capital,
Fénice, saquearon.
Fénice era un importante centro
económico que comerciaba con Italia.
Sin saberlo, al devastarla, Teuta se
había metido en problemas con Roma.
Para colmo, sus naves empezaron a
asaltar barcos mercantes italianos.
El senado decidió tomar cartas en el
asunto y envió como embajadores a
Lucio y Cayo Coruncanio. Los dos
hermanos encontraron a la reina
asediando una ciudad. Teuta los recibió
y escuchó sus quejas, pero les dijo que
le era imposible acabar con la piratería,
ya que se trataba de una tradición de su
pueblo. Si uno examina las costas de
Iliria en un mapa, es fácil comprender la
razón: allí el litoral es muy recortado y
está lleno de islas y calas
semiescondidas que en aquel entonces
ofrecían abrigo a los piratas.
La discusión subió de tono. Ante los
reproches de ambos legados, Teuta
montó en cólera y ordenó que uno de
ellos, el que se había dirigido a ella con
más insolencia, fuese asesinado en el
viaje de regreso.
(Es posible que actuara tal como nos
cuenta Polibio. Pero en este caso el
historiador griego no parece tan objetivo
como otras veces, pues siembra el relato
de comentarios misóginos contra Teuta y
equipara su furia femenina con la
irracionalidad. Al parecer, no le hacía
demasiada gracia que una mujer
gobernara).
Como fuere, los romanos ya tenían
su casus belli, un pretexto para declarar
una guerra justa. El asesinato de un
embajador suponía una violación muy
grave del derecho internacional; en
realidad, se trataba más bien de un
sacrilegio, ya que las embajadas estaban
protegidas por juramentos ante los
dioses.
De hecho, con esas embajadas
viajaban siempre varios feciales,
miembros de un colegio de sacerdotes
que asesoraban al senado en todo lo
relativo a política y ley internacional. El
principal de ellos, el pater patratus,
presentaba las peticiones o exigencias
romanas al gobernante extranjero con
quien trataran.
Si no se obtenía una respuesta
adecuada, al volver a Roma el pater
patratus invocaba a los dioses como
testigos y, en un plazo de treinta y tres
días, declaraba la guerra mediante un
curioso ritual: se acercaba hasta la
frontera y arrojaba una lanza que se
clavaba en territorio enemigo. Sólo así
se consideraba que la guerra era justa.
En el caso del que hablamos, el
pater patratus no habría podido hincar
esa lanza en tierra de los ilirios.
Conforme los romanos se buscaban
adversarios cada vez más lejanos, no les
quedó otro remedio que modificar el
ritual. A partir de cierto momento, la
lanza en cuestión se arrojaba a una
parcela cercana al templo de la diosa
Belona que, a efectos simbólicos, se
consideraba territorio ajeno a Roma.
Mientras
transcurría
el
plazo
mencionado para llevar a cabo el ritual,
los romanos organizaron una flota y
reclutaron un ejército. En el año 229,
doscientos barcos mandados por el
cónsul Cneo Fulvio se dirigieron hacia
la ciudad de Corcira, en la actual Corfú.
Corcira acababa de caer en poder de
Teuta tras un asedio. Al ver a los
romanos, cambió de bando gustosa y
acogió una guarnición. Después, Fulvio
navegó hacia la ciudad de Apolonia, al
norte. Allí se reunió con el otro cónsul,
Postumio, que había traído con él un
ejército de veinte mil legionarios y dos
mil jinetes.
Actuando de forma conjunta, la flota
y el ejército fueron liberando ciudades
sometidas al asedio de Teuta: Epidamno
primero, luego Isa. Tras varias refriegas,
acorralaron a la reina, que durante el
invierno envió embajadores a Roma
para negociar un tratado.
Las
condiciones
resultaron
humillantes. Teuta debía renunciar a la
mayor parte de sus dominios y no podría
navegar con más de dos barcos al sur de
Lisos, en la boca del Drin, un río situado
no muy lejos de la actual frontera entre
Albania y Montenegro. Eso suponía una
amplísima distancia de seguridad. Las
tierras al sur del río Drin se convirtieron
en un protectorado romano.
¿Qué ocurrió con Teuta? No vuelve a
aparecer en los libros de historia. Es
posible que muriera o abdicara, pues el
siguiente gobernante de quien tenemos
noticia es Demetrio de Faros, que actuó
como regente de Pines, hijo de Teuta.
Era la primera vez que los romanos
se plantaban al otro lado del Adriático.
Evidentemente, no sería la última.
Al principio, los ciudadanos de
Epidamno o Apolonia, o de las islas de
Corcira e Isa, debieron de sentirse muy
contentos con los romanos que venían a
acabar con una plaga tan odiosa como la
piratería. Sería curioso saber qué
habrían pensado si alguién les hubiese
dicho que pocas décadas después toda
Grecia se sometería al yugo de Roma.
Mas, por el momento, los griegos
estaban satisfechos con sus nuevos
aliados. Los ciudadanos de Corinto
permitieron incluso que los romanos
participaran en los Juegos Ístmicos,
privilegio reservado hasta entonces a
los helenos.
No mucho después, en 219, se
libraría la llamada Segunda Guerra
Ilírica. Pero antes los romanos tuvieron
que enfrentarse a otro desafío: los galos
del valle del Po.
Luchas contra los Galos
En el año 268, Roma había fundado una
colonia llamada Arimino, cerca del río
del mismo nombre. Estaba situada en un
punto estratégico, al pie de los
Apeninos, pero con la vista puesta en el
norte, en el valle del Po. Era como un
trampolín plantado por los romanos,
pensando en la futura conquista de esa
enorme y fértil llanura, la mayor del
país.
En realidad, el valle del Po no se
consideraba por aquel entonces parte de
Italia. Estaba habitado por pueblos galos
—o sea, celtas— que no miraban con
buenos ojos la cercanía de Arimino.
Para prever qué destino les aguardaba
sólo tenían que mirar un poco más al sur,
donde la región de Piceno había sido
anexionada y repartida en lotes entre
colonos romanos.
En 225, dos de esos pueblos, los
boyos y los insubres, superaron sus
rencillas —cosa rara entre los galos— y
se unieron en una alianza. Por otra parte,
enviaron mensajeros a los gesatas, otros
galos semimercenarios que habitaban
junto al Ródano, y les entregaron oro a
cambio de su ayuda. Una vez se juntaron
todos, el ejército que se lanzó a invadir
Etruria constaba de unos setenta mil
hombres, de los cuales veinte mil eran
jinetes. Además, llevaban con ellos
carros de guerra, como ya habían hecho
en la batalla de Sentino.
En Roma se procedió a reclutar un
ejército y a convocar a los aliados. El
cónsul Lucio Emilio Papo se dirigió a la
ciudad de Arimino, donde estableció su
base. Llevaba cuatro legiones romanas
más tropas aliadas.
Los galos atravesaron Etruria,
saqueando todo lo que podían, y
llegaron a la ciudad de Clusio, a tres
jornadas de marcha de Roma. Poco
después, junto a Fésulas —a poca
distancia de la actual Florencia— se
enfrentaron a un ejército formado por
sabinos y etruscos y mandado no por un
cónsul, sino por un pretor.
Los galos vencieron y mataron a seis
mil enemigos. Si no acabaron con todos
fue
porque
apareció
en
las
inmediaciones el cónsul Emilio Papo, y
al enterarse de que estaba cerca
decidieron retirarse. Al fin y al cabo, ya
habían causado suficiente devastación y
se llevaban un cuantioso botín.
Para su desgracia, los galos se
encontraron con que un nuevo ejército
les interceptaba el camino. Era el del
otro cónsul del año, Atilio Régulo, hijo
del Régulo que había invadido África en
la Primera Guerra Púnica. Cuando llegó
la noticia de la invasión gala, Atilio
Régulo se encontraba en Cerdeña,
reprimiendo una revuelta. A toda prisa
embarcó a sus tropas, las llevó hasta
Pisa y desde allí empezó a bajar hacia el
sur.
Los exploradores de vanguardia de
Régulo capturaron a unos forrajeadores
galos que se habían separado del grueso
de su horda en busca de alimentos. Por
ellos, el cónsul se informó de todo lo
que había ocurrido, incluida la derrota
sufrida por las tropas del pretor en
Fésulas, y también comprendió que los
galos se veían ahora encerrados entre
dos ejércitos.
Aquí le pudo el exagerado deseo de
gloria de los nobles romanos. Al ver una
colina que dominaba el camino por el
que debían pasar los galos, Régulo la
ocupó a toda prisa para disponer de una
posición ventajosa. Estaba decidido a
plantar batalla antes de que llegara su
colega Emilio. De esa manera, recibiría
él todo el crédito por la victoria y
podría celebrar un fastuoso triunfo sobre
el enemigo al que más temían los
romanos.
Su precipitación le costó la vida. En
la lucha, su caballería se enfrentó en las
laderas de la colina contra la de los
celtas. Un enemigo decapitó a Régulo y
llevó su cabeza por el campo de batalla
para exhibirla como trofeo ante los
reyes galos.
El combate, conocido luego como
batalla de Telamón, no tardó en
generalizarse. El cónsul Emilio había
llegado por el sur, y los galos se vieron
atrapados entre dos enemigos, una
situación que solía resultar desastrosa
para cualquier ejército, gozara de
superioridad numérica o no.
En el frente norte lucharon los boyos
y los tauriscos, que se vestían con
pantalones y mantos y se protegían con
escudos pequeños. En el sur, en cambio,
los gesatas combatían prácticamente
desnudos, salvo por las joyas de oro con
que adornaban sus cuerpos. Las
andanadas de pila causaron estragos
entre sus filas y los obligaron a
retroceder, con lo cual acabaron
chocando contra el otro frente de batalla
y provocando aún más caos.
El resultado final fue un desastre
para los galos. Unos veinte mil quedaron
tendidos en el campo y otros diez mil
cayeron prisioneros, entre ellos
Concolitano, uno de los dos reyes de los
gesatas. El otro, Aneroesto, huyó con
unos cuantos familiares y allegados,
pero no muy lejos de allí se suicidaron
todos.
El cónsul superviviente, Emilio,
invadió el país de los boyos con sus
tropas y lo saqueó, devolviéndoles así
la misma moneda. Después regresó a
Roma y pudo celebrar un gran triunfo,
engalanado por las incontables joyas y
torques de oro arrebatadas al enemigo.
Si la invasión gala pretendía mantener
lejos a los romanos, provocó justo lo
contrario. En 224, los dos cónsules del
año, Quinto Fulvio y Tito Manlio,
condujeron sus ejércitos al norte y
obligaron a los boyos a someterse a
Roma. La campaña no resultó bien
porque hubo grandes lluvias e
inundaciones y las tropas sufrieron una
epidemia. Seguramente se trataba de
malaria y ambos fenómenos estaban
relacionados: a más agua, más charcas y
más mosquitos anofeles.
Al año siguiente se libró una nueva
campaña, en este caso de los cónsules
Publio Furio y Cayo Flaminio.
Este Flaminio era un personaje
interesante. Nueve años antes había sido
elegido tribuno de la plebe. Como tal,
presentó un plebiscito que dividía las
tierras de la región de Piceno para
distribuirlas entre ciudadanos pobres
que se hubieran arruinado durante la
larga guerra contra Cartago.
Estas políticas de reparto de tierras
siempre suscitaban grandes conflictos
con el senado y, en general, con la clase
alta y de ideología conservadora que
más adelante sería conocida con el
nombre colectivo de optimates, «los
mejores». Pese a la virulenta oposición
de la mayoría de los senadores,
Flaminio consiguió que su plebiscito
entrara en vigor.
Ahora, tras haber sido pretor y
gobernador de Sicilia, el plebeyo
Flaminio había alcanzado la más alta
magistratura de la República. Al mando
de un ejército consular, consiguió una
gran victoria sobre las tribus de los
insubres y los cenomanos. Sin embargo,
Polibio le resta mérito y se lo otorga a
los tribunos militares.
Según este autor, fueron los tribunos
quienes tomaron la iniciativa de sustituir
los pila, las lanzas arrojadizas que
usaban los astados, por las picas más
largas reservadas a los triarios, los
veteranos de reserva que casi nunca
entraban en combate. Después, los
astados formaron en filas más
compactas, al estilo de una falange
griega, y contuvieron la primera
arremetida de los galos. Sabían que
éstos eran muy fogosos y casi temerarios
en el arranque de la batalla, pero que
luego se desmoralizaban si las cosas no
salían bien.
Aunque Polibio es uno de los
mayores historiadores de la Antigüedad,
a veces le vencen los prejuicios. Así le
ocurre con Teuta, la reina de los ilirios,
a quien critica por conductas que habría
pasado sin más comentarios en un varón.
Lo mismo le pasa con Flaminio, al que
con motivo del reparto agrario
propuesto cuando era tribuno llama
«demagogo». La táctica de recibir a los
galos en formación estática y con picas
bien se les pudo ocurrir a los tribunos o
incluso a los centuriones, pero era el
cónsul que mandaba el ejército quien
tenía que tomar la decisión final. Y, en
este caso, Flaminio acertó.
Polibio nos ofrece otra información
sobre esta batalla que es más bien
desinformación. Según él, si los astados
resistieron bien detrás de sus escudos
era porque las espadas galas estaban
forjadas de tal modo que sólo eran
eficaces al asestar el primer golpe.
Después se mellaban y se doblaban a lo
ancho y a lo largo: había que pararse
para apoyarlas en el suelo y
enderezarlas con el pie, y al segundo
golpe
resultaban
prácticamente
inofensivas.
Polibio también comenta que los
galos combatían levantando y abriendo
mucho los brazos, ya que sus espadas no
tenían punta. Luchar así desde un
caballo o en combate individual no
suponía tanto problema, pero en una
formación cerrada apenas disponían de
sitio para blandir sus armas, que de por
sí eran más largas. En esas condiciones,
los gladios romanos, que servían tanto
para dar tajos como para asestar
estocadas, tenían las de ganar.
Sobre tajos y estocadas ya hemos
hablado en el capítulo relativo al arte de
la guerra. La arqueología demuestra que
en los siglos III y II a.C. las espadas que
se fabricaban en la Galia eran cada vez
más largas, con hojas de hasta un metro
de longitud —un tamaño más que
respetable— y la punta roma. Eso
demuestra que los galos habían
renunciado a lanzar estocadas a cambio
de dar más peso y potencia a sus golpes
con ambos filos. Hasta aquí, Polibio
lleva razón.
Ahora bien, es imposible que todas
las espadas galas se doblaran
sistemáticamente al primer golpe y
tuvieran que enderezarlas con el pie en
plena vorágine de la batalla. Puede que
algunas hojas estuvieran forjadas en
hierro muy pobre en carbono, lo que las
haría excesivamente flexibles. Pero en
general las espadas que se han
encontrado
en
los
yacimientos
arqueológicos son de calidad tan buena,
al menos, como los gladios romanos.
Honor y Gloria
En el año 222, los galos, agotados tras
tantas derrotas, pidieron la paz. Los
cónsules del año, Marco Claudio
Marcelo y Cneo Cornelio Escipión, se
negaron, movidos por el afán de gloria y
triunfo personal.
Hagamos una pausa para estudiar
ciertos cambios que se habían producido
en Roma de forma paulatina. Debido a
la lucha de los órdenes, los plebeyos
habían conseguido que las magistraturas
estuvieran abiertas a todos los
ciudadanos.
Pero ésta sólo era la teoría. Los
patricios que durante el primer siglo de
la República habían monopolizado los
cargos públicos aplicaron el principio
de «Si no puedes vencer a tu enemigo,
únete a él», y asimilaron a las
principales familias plebeyas.
A estas alturas del siglo III a.C.,
existía en Roma una nueva élite, la
llamada nobilitas, de donde proviene
nuestra palabra «nobleza».
¿Qué definía a esta élite? Un
ciudadano podía afirmar de sí mismo
que era nobilis si tenía algún antepasado
que hubiera sido elegido cónsul. Eso
reducía el número de nobles más de lo
que cabría esperar. No todo el mundo
llegaba a lo más alto del cursus
honorum,
la
carrera
de
las
magistraturas. Sólo los ricos podían
optar a los puestos que llegaban al
consulado.
Ni siquiera valía cualquier tipo de
riqueza, sino sólo la que se consideraba
honorable: la posesión de tierras.
Dedicarse al comercio o a la banca, o
ser escriba, bastaba para que los
censores borraran a un ciudadano de las
listas del senado y le impidieran
desempeñar magistraturas.
Al repasar las listas de cónsules de
la época no sólo se ve que muchas
personas repetían el cargo, sino que
aparecen una y otra vez los nombres de
las mismas familias. Los lectores que
sientan curiosidad y consulten estas
listas
en
páginas
de
Internet
comprobarán
cuántas
veces
se
encuentran nombres como Papirio
Cursor, Valerio Máximo, Cornelio
Escipión, Atilio Régulo o Fabio
Máximo, por citar sólo unos pocos.
Al final, el sistema entraba en un
círculo vicioso. Sólo los que tenían
antepasados cónsules podían convertirse
en cónsules, lo que añadía más nobleza
todavía a su familia y facilitaba que sus
hijos y nietos alcanzaran la misma
distinción.
¿Podía romperse este círculo? Sí,
pero ocurría en contadas ocasiones.
Cuando alguien cuya familia no había
ocupado altas magistraturas alcanzaba el
consulado, se decía de él que era un
homo novus, un hombre nuevo.
Es muy difícil encontrar personajes
así en las listas. Ya hemos visto a uno,
Cayo Duilio, que venció la primera
batalla naval contra Cartago en 260. Sin
embargo, no hallamos ningún otro Duilio
después de él. Otros novi homines que
se convirtieron en cónsules fueron Catón
el Censor en el año 197, Mario en 107 y
Cicerón en 63. Pero son excepciones
que confirman la regla.
Esta nueva nobleza romana, como ya
quedó comentado, incluía también
familias plebeyas. Por las leyes
Licinias-Sextias, desde el año 367 uno
de los cónsules como mínimo tenía que
ser plebeyo. El cargo de tribuno de la
plebe, que al principio era totalmente
independiente del cursus honorum, se
convirtió en un peldaño más que
interesante para que los jóvenes de las
familias plebeyas ascendieran en
política. Eso hizo que los tribunos
fuesen cada vez menos radicales y
revolucionarios en sus propuestas;
aunque, por supuesto, hubo excepciones.
Los siglos III y II marcaron el auge
de este sistema y del poder e influencia
de un senado copado por los nobiles,
que eran más del 70 por ciento de los
senadores y que hacia el año 100 a.C.
ascendían ya al 90 por ciento. Se trataba
de una jerarquía fieramente competitiva.
En ella, los miembros de la élite
peleaban por obtener gloria y alabanzas,
gloria et laus, y lo hacían sobre todo
demostrando su valor guerrero, su
virtus.
Con el tiempo, los políticos romanos
también podrían destacar por sus dotes
oratorias. Pero en la época que nos
ocupa la única forma de conseguir la
gloria era alcanzar grandes logros en el
consulado, y no había ninguno mayor
que un triunfo militar.
Por eso, los cónsules de cada año
marchaban gustosos a la guerra. Si no
había una, la inventaban, tal como
hicieron Marcelo y Cornelio Escipión
en el año que ha dado pie a esta
digresión. En buena parte, este afán de
gloria explica por qué la política de
Roma era tan expansiva y agresiva. En
suma, por qué era tan imperialista.
Para descubrir esta mentalidad en la
clase dirigente de Roma no hay que
hacer complejos estudios psicológicos.
Ellos mismos la exhibían, pues la
humildad no se consideraba en absoluto
una virtud romana. Dejemos que nos lo
explique Quinto Cecilio Metelo, que en
el año 221 pronunció una alabanza
funeraria de su padre. Sus palabras las
transmitió Plinio el Viejo:
Quinto Metelo […] dejó escrito
que su padre había conseguido
las diez cosas mejores y más
importantes:
Su ambición era ser el primer
guerrero, el mejor orador, el
general más poderoso, el
magistrado que consiguiera las
mayores proezas bajo su
auspicio, recibir los más altos
honores, ser el más sabio, ser el
senador
más
distinguido,
adquirir grandes riquezas de
forma honrada, dejar muchos
hijos y ser el hombre más
famoso de la ciudad.
Todo eso lo consiguió él solo, y
nadie más después de la
fundación de Roma.
Al oír algo así, los griegos habrían
mirado a las alturas, esperando el rayo
de Zeus para castigar la soberbia o
hybris de quien tanto alardeaba de sus
logros. Pero la mentalidad romana era
muy distinta. El éxito no se ocultaba por
temor a la envidia de los dioses, sino
que se ostentaba delante de los demás.
Las manifestaciones de esta
competición por ser el mejor se hallaban
a la vista por todas partes. Los nobiles
construían templos fastuosos en
agradecimiento a los dioses y
celebraban grandes triunfos militares.
Las armas que le arrebataban al enemigo
no sólo las enseñaban en sus casas, sino
a veces colgadas sobre el dintel de la
puerta para que todos los romanos que
pasaran por allí pudieran admirarlas.
Una de las expresiones más
llamativas de la gloria que pretendían
monopolizar los nobiles era el ius
imaginum, o el derecho a mostrar en
público imagines o máscaras funerarias
de los muertos.
Cuando un romano que hubiera
desempeñado una magistratura mayor
fallecía, le sacaban un molde en cera de
la cara y a partir de él esculpían un
retrato. Estos bustos se guardaban en
casa en el atrio, dentro de cajas de
madera o de receptáculos tallados en
forma de templos.
Durante los funerales o los grandes
sacrificios públicos, los miembros de
las familias nobles contrataban a actores
que desfilaban con ricos ropajes y las
máscaras
de
estos
antepasados.
Conociendo la seriedad con que los
romanos se tomaban las cosas del más
allá, muchos de los presentes se
estremecerían, creyendo hallarse en
presencia de aquellas impresionantes
figuras del pasado.
Habíamos dejado la guerra contra los
galos en el año 222, durante el
consulado de Cornelio Escipión y
Claudio Marcelo.
Los Marcelos eran la rama plebeya
más distinguida dentro de la gens
Claudia. ¿Cómo podían coexistir en un
mismo linaje familias patricias y
plebeyas? Lo más probable es que los
Marcelos fuesen descendientes de
antiguos clientes o libertos de la gens
original Claudia, que con el tiempo se
habían ennoblecido.
A Claudio Marcelo le tardó en llegar
la gloria que tanto ansiaba, pues tenía al
menos cuarenta y seis años cuando lo
nombraron cónsul por primera vez. Pero
el destino le compensó, pues después
consiguió que lo eligieran cuatro veces
más.
Ya desde joven había destacado por
su destreza en el combate cuerpo a
cuerpo: en Sicilia salvó a su hermano,
cubriéndolo con su escudo y matando a
los dos enemigos que lo atacaban.
Ahora esa habilidad le resultaría
muy útil. La ciudad de Clastidio estaba
sufriendo el asedio de diez mil galos
insubres. En realidad, se trataba de una
maniobra de distracción para que los
romanos levantaran el cerco de otra
ciudad, Acerra, que se hallaba al norte,
en la orilla opuesta del Po. Allí acudió
Claudio Marcelo con la caballería y
parte de la infantería, la más rápida, ya
que la velocidad era fundamental.
El rey de los gesatas que sitiaban
Clastidio era Viridomaro, o Britomarto
para los romanos. Cuando Marcelo y él
se vieron, ambos embutidos en lujosas
armaduras, cada uno de ellos
comprendió que el otro era el jefe del
ejército enemigo, y ni cortos ni
perezosos talonearon los flancos de sus
caballos para embestirse.
En el choque, Marcelo golpeó con su
lanza el pecho de Viridomaro y le
perforó el pectoral. El galo cayó de
espaldas como en una justa medieval y
Marcelo lo remató de dos rejonazos
más. Después desmontó y, poniendo las
manos sobre aquella rica armadura con
ataujías de oro y plata, la consagró a
Júpiter Feretrio, «el que arrebata el
botín» o «el que hiere». Gracias a esa
victoria en un duelo singular contra el
caudillo enemigo, Marcelo consiguió la
más alta condecoración de Roma, los
spolia opima.
Tras la muerte de Viridomaro, se
libró una batalla general en la que
vencieron los romanos. Gracias a ello,
pudieron romper el sitio de Clastidio y
expulsar a los galos. Éstos se retiraron
al norte y buscaron refugio en
Mediolanum, capital de los insubres y
antepasada de la actual Milán. Pero el
otro cónsul, Cornelio Escipión, la atacó
y no tardó en tomarla.
Después de tantas derrotas, las
tribus galas de la región se resignaron al
yugo romano. En el año 218, Roma
fundó dos nuevas colonias, Cremona y
Placentia, cada una de las cuales recibió
seis mil ciudadanos varones.
El nombre de Placentia, «la que
complace», era una especie de señuelo
para atraer a los colonos. Sin embargo,
sus comienzos fueron difíciles. En 206
muchos de sus habitantes quisieron
abandonar la ciudad por el acoso galo.
Pero Placentia, que dominaba la entrada
al valle del Po, poseía una importancia
estratégica vital, y uno de los cónsules
de aquel año persiguió prácticamente a
lazo a los desertores para devolverlos al
redil.
Con el tiempo, otras ciudades
situadas en puestos avanzados recibirían
el mismo nombre para atraer a la
población. Así, en el año 1186 d.C., el
rey Alfonso VIII de Castilla fundó al sur
de Salamanca una ciudad libre llamada
Placentia con el lema Ut placeat Deo et
hominibus, «Para que agrade a Dios y a
los hombres». Si la Placentia italiana se
convirtió en Piacenza, el nombre de la
española evolucionaría a Plasencia.
Sirva esto como pequeño homenaje a la
ciudad extremeña en que vivo y doy
clase de griego desde hace veinte años.
Aparentemente, los celtas de la Galia
Cisalpina habían quedado sometidos.
Pero la presencia de aquellos colonos
romanos tan al norte, casi al pie de los
Alpes, constituía una provocación
constante y un recordatorio de las
humillantes derrotas sufridas.
Los galos tendrían la oportunidad de
resarcirse. Muchos de los generales que
habían luchado en estas guerras
volverían a enfrentarse a ellos. Pero, si
esperaban toparse de nuevo con hordas
de guerreros ávidos de gloria y furiosos
como los berserkers nórdicos, se
llevarían un buen chasco. Pues en esta
ocasión esos galos servirían bajo un
nuevo comandante mucho más astuto que
sus oponentes.
Los Catagineses en España
Para compensar la pérdida de las tres
grandes islas del Mediterráneo central,
los cartagineses decidieron extender su
dominio al sur de España. De ello se
encargó Amílcar Barca.
Amílcar se hallaba resentido porque
su patria se había rendido cuando él
todavía se encontraba en condiciones de
luchar. Por las noches debía de dar
vueltas en el lecho, diciéndose: «Si la
flota de Hanón hubiera llegado a tiempo
con los suministros», «Si hubiera
logrado embarcar a mis tropas en esas
naves», «Si me hubieran dejado lanzar
un ataque contra Italia». La suma de
tantos condicionales, sin duda, lo
atormentaba.
Muchos
han
comparado
la
frustración que debía experimentar
Amílcar con la de los militares
alemanes tras la Primera Guerra
Mundial, que dio lugar al mito de la
«puñalada en la espalda» que tanto
aprovechó Hitler: los políticos se
habrían rendido antes de tiempo,
dejando en una situación muy desairada
a los militares que querían continuar con
la guerra. Según éstos, Alemania podría
haber seguido luchando, ya que sus
ejércitos se mantenían prácticamente
intactos.
Salvando diferencias, se trata de un
paralelismo interesante. En 1923,
Francia
decidió
cobrarse
las
indemnizaciones de guerra por su cuenta
invadiendo el Ruhr, lo que agravó
todavía más el resentimiento alemán.
Del mismo modo, la ruin maniobra con
que Roma arrebató Cerdeña y Córcega a
los cartagineses y además les extorsionó
mil doscientos talentos hurgó en la
herida púnica en general y en la de
Amílcar en particular.
En el año 237, la ciudad puso a
Amílcar al mando de una expedición
que, tomando como base la colonia
fenicia de Gadir —luego Gades y más
tarde Cádiz—, debía afianzar el dominio
cartaginés en España y explotar sus
recursos.
Antes de partir, el general realizó un
sacrificio en el altar del dios Baal
Shamim. Al terminar, ordenó que le
trajeran a su hijo mayor, Aníbal, que por
entonces tenía nueve años, y le preguntó
si quería acompañarlo en la expedición.
El muchacho contestó que sí con
vehemencia, pero su padre le puso una
condición. Lo llevó ante el altar, plantó
la mano sobre la carne de la víctima del
sacrificio y le dijo: «Entonces, debes
jurar que jamás serás amigo de los
romanos». El muchacho así lo hizo, y se
mantuvo toda su vida fiel a este
juramento: Roma no conocería jamás a
un enemigo tan peligroso como Aníbal.
Durante ocho años, Amílcar extendió su
dominio a partir de la fértil franja del
valle del Guadalquivir —entonces
llamado Betis. Algunas ciudades y tribus
se aliaron de buen grado, y otras por la
fuerza. Las minas de plata y oro de
sierra Morena no tardaron en caer en su
poder.
Más al norte se topó con la
resistencia de los turdetanos y los
celtíberos. Entre éstos había un caudillo
llamado Indortes que consiguió reunir a
cincuenta mil hombres. Debía tratarse de
una horda indisciplinada más que de un
ejército, porque Indortes no consiguió
que plantaran batalla, y sus guerreros
entraron en desbandada antes de
combatir.
Aquel reyezuelo cayó en manos de
Amílcar, que decidió recurrir a la
estrategia del terror; o tal vez su corazón
se había encallecido tras las atrocidades
de la guerra contra los mercenarios. En
cualquier caso, ordenó que le sacaran
los ojos a Indortes, lo azotaran y lo
crucificaran. Al menos, al resto de los
prisioneros los liberó. Era una forma de
alternar dureza con diplomacia, o palo
con zanahoria por decirlo en términos
más coloquiales.
Aunque Roma estaba ocupada en
Iliria y en la Galia Cisalpina, las
actividades de Amílcar no le pasaron
inadvertidas. En 231, una embajada
viajó a España a preguntar a Amílcar
qué andaba tramando. El general púnico
respondió que se dedicaba a extraer
metales preciosos para enviarlos a
Cartago, de modo que su ciudad pudiera
pagar la indemnización a Roma.
Para
ello,
los
cartagineses
trabajaban en minas ya antiguas, como
las de Riotinto, y en otras nuevas como
las de Mastia, cerca de Cartagena. La
producción de plata rondaba los mil
quinientos talentos al año. No toda
viajaba a Cartago. Amílcar se dedicaba
a acuñar su propia moneda en Gadir
para pagar a sus tropas: lo ocurrido con
sus antiguos mercenarios le había hecho
escarmentar y no quería acumular
deudas con la soldadesca.
Las actividades de Amílcar estaban
convirtiendo a Cartago en una potencia
más terrestre que marítima. En el año
229 disponía de un ejército de cincuenta
mil hombres bien preparados, más cien
elefantes. En cambio, la armada, que en
los momentos de esplendor había
contado con trescientos cincuenta
quinquerremes, ahora no llegaba a cien.
Su apuesta por el ejército de tierra en
detrimento de la flota rendiría sus
frutos…, pero también acarrearía sus
problemas.
Aunque los cartagineses no eran tan
dados a crear ciudades como los
griegos, Amílcar fundó una llamada
Akra Leuke que, si no era la antepasada
de Lucentum —la futura Alicante—,
debía de andar muy cerca. En el
invierno de 239-238, dejó en ella el
grueso de su ejército y sus elefantes y
puso sitio a una ciudad cercana llamada
Hélice, que tal vez fuera Elche o tal vez
no. Cuando la tribu de los oretanos
acudió en ayuda de los asediados,
Amílcar tuvo que retirarse a toda prisa
y, al cruzar un río a lomos de su caballo,
pereció ahogado.
Hay otra historia sobre su muerte
más pintoresca: los enemigos de una
tribu mandaron grandes carros de paja
tirados por bueyes que se aproximaron
al ejército cartaginés. Al principio los
soldados se rieron; pero, cuando los
carros se incendiaron, cundió el pánico,
y Amílcar pereció en la consiguiente
estampida.
A Amílcar lo sucedió su yerno
Asdrúbal, ya que Aníbal todavía no
había cumplido veinte años y era
demasiado joven para el cargo. Fueron
las tropas quienes eligieron a Asdrúbal
como general. Luego, en Cartago, las
autoridades refrendaron esta elección.
Hay que añadir que la familia Barca
dominó la política cartaginesa durante
más de treinta años. A menudo se ha
comentado que en Cartago existía una
lucha de poder entre dos facciones, la de
Amílcar y la de Hanón el Grande, y que
el bando de este último saboteó
constantemente los esfuerzos de los
bárcidas. Seguramente lo intentaron,
pero lo cierto es que entre los años 237
y 201 todos los generales en los puestos
clave fueron bárcidas, y todas las
decisiones del adirim y de los sufetes
apoyaron sus propuestas. Tan sólo al
final de la Segunda Guerra Púnica el
grupo de Hanón consiguió más
influencia.
Asdrúbal prosiguió la labor de su
suegro, mezclando guerra y diplomacia.
Como ejemplo de la primera, hizo traer
refuerzos de África y, con un ejército de
cincuenta mil infantes, seis mil jinetes y
doscientos elefantes atacó a los oretanos
y los aplastó, vengando la muerte de
Amílcar. Como muestra de la
diplomacia, se casó con una princesa
ibera y animó a Aníbal a hacer lo
mismo. Ignoramos si Asdrúbal había
enviudado de su anterior mujer, la hija
de Amílcar, o si practicó la bigamia por
motivos políticos.
En el año 229, aprovechando un
magnífico puerto natural rodeado por
cinco cerros, Asdrúbal fundó una ciudad
a la que, siguiendo la tradición púnica,
llamó Qart-Hadašt, «ciudad nueva».
Para no confundirla con su metrópolis,
los romanos la denominaron Carthago
Nova, lo que supone una redundancia. El
nombre original se conserva en parte en
su topónimo actual, Cartagena, que se
repetiría al otro lado del charco con la
fundación en 1533 de Cartagena de
Indias. Como señala el historiador Serge
Lancel, es un capricho del destino que
este nombre semítico acabara cruzando
el Atlántico para bautizar el mayor
puerto del Caribe: esos grandes
navegantes que eran los fenicios se
habrían sentido orgullosos.
Bajo el mandato de Asdrúbal, el
ejército púnico en España aumentó hasta
sesenta mil soldados de infantería, más
ocho mil de caballería que en varias
ocasiones mandó el joven Aníbal. Su
imperio —por llamarlo así— ocupaba
ya más de la mitad de la península.
Los romanos miraban esta expansión
con desconfianza, pero no podían hacer
gran cosa por evitarla; andaban muy
ocupados enfrentándose a la invasión de
boyos, insubres y sus aliados, los
«nudistas» gesatas. Por eso, enviaron
una embajada para negociar con
Asdrúbal. Es curioso que no la
mandaran a Cartago, sino directamente a
él, lo que demuestra que lo veían como
una especie de rey o, al menos, como un
general casi plenipotenciario. Tal vez
este ambicioso fundador de ciudades
pretendía convertirse en un soberano
independiente.
La reunión se celebró en otoño de
226, probablemente en Cartagena. Tras
ella se firmó un tratado por el que a los
cartagineses les quedaba prohibido
viajar al norte del Ebro portando armas.
En aquel momento, la frontera del nuevo
imperio púnico todavía se hallaba muy
lejos del río, así que no debía resultar
una
imposición
excesivamente
humillante.
El problema surgió después, cuando
los romanos firmaron un pacto con la
ciudad de Sagunto, situada casi ciento
cincuenta kilómetros al sur del Ebro.
¿Por qué lo hicieron? Sagunto era una
ciudad poderosa y bien amurallada. Tal
vez querían tenerla como una especie de
puesto avanzado enclavado en territorio
enemigo, o con esa alianza pretendían
humillar a Cartago y recordarle que
Roma estaba a un nivel superior e
inalcanzable y podía hacer lo que le
viniera en gana.
En cualquier caso, los romanos
seguían enfrascados en otros asuntos.
Primero las luchas contra los galos y la
conquista del valle del Po, y después, en
219, la Segunda Guerra Ilírica los
mantuvieron apartados de España.
En el año 221, Asdrúbal fue
asesinado por un esclavo a cuyo amo
hispano había hecho matar. Por aquel
entonces, Aníbal ya tenía veintiséis años
y los soldados lo consideraron lo
bastante maduro como para nombrarlo
general por aclamación.
Los romanos todavía no se habían
enterado, pero en el mismo momento en
que Aníbal se convirtió en jefe del
ejército cartaginés los acontecimientos
se precipitaron hacia una nueva guerra.
IX
LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA
La figura de Aníbal
Si hubiera que elegir a los mejores
generales de la Antigüedad, Aníbal
estaría en uno de los tres primeros
puestos en todas las votaciones. Los
antiguos ya confeccionaban esas listas, y
en ellas solía aparecer el primero
Alejandro Magno. En los Diálogos de
los muertos, una obra burlesca del siglo
II d.C., su autor, Luciano, nos presenta
precisamente a Aníbal y Alejandro
debatiendo cuál de los dos es el mejor
general de la historia, hasta que tercia
Escipión en la disputa.
Esta discusión se sigue suscitando
hoy día, ya que la historia bélica del
mundo antiguo despierta a veces unas
pasiones en los foros de Internet que
parecen más propias de la política
actual o del fútbol.
Como ya comenté, Alejandro tuvo la
—relativa— suerte de morir joven antes
de sufrir ninguna derrota seria. En
cualquier caso, en la época de Aníbal ya
había pasado un siglo de su muerte, pero
su mito no dejaba de crecer. Alejandro
era el modelo de todos aquellos
generales que pretendían ser grandes
estrategas y conquistadores: lo fue de
Pirro, y lo fue siglos después de
Pompeyo el autodenominado Magnus.
También de Julio César, que al
contemplar un busto del macedonio en
Hispania se lamentó de que a la misma
edad en que Alejandro había
conquistado medio mundo él no había
conseguido nada de renombre.
¿Influyó Alejandro en Aníbal? Entre
fenicios y griegos —incluimos entre
éstos a los macedonios— existía cierta
relación de amor-odio, una mezcla de
desconfianza y admiración. A menudo
chocaban en el campo de batalla, pero
también se influían mutuamente. Si allá
por los siglos VIII-VII a.C. los fenicios
eran superiores, y lo demostraron
prestando el alfabeto a los griegos e
influyendo en su arte, en cambio en los
siglos IV-III la cultura helenística había
adelantado a la púnica.
Aníbal hablaba griego, tuvo
maestros griegos y griegos fueron los
historiadores que llevó en su campaña.
Con este bagaje cultural, es seguro que
conocía la historia militar de Alejandro.
Sus conquistas debían inflamar su
imaginación. El macedonio se había
atrevido a cruzar de Europa a Asia para
vengar, siglo y medio después, la
invasión de Jerjes, el rey persa que
había llegado a incendiar la ciudad de
Atenas.
Los motivos de venganza de Aníbal
eran mucho más recientes. Cuando su
patria firmó la rendición él ya había
nacido, y durante su infancia tuvo que
escuchar en su hogar cómo los romanos,
en contra de toda ética, habían
arrebatado Córcega y Cerdeña a los
cartagineses y, unilateralmente, habían
decidido subir la indemnización de
guerra. Su juramento en el altar de Baal
—«¡Jamás seré amigo de los
romanos!»— es por tanto más que
comprensible.
Sin embargo, no debemos dejarnos
llevar por esta anécdota para
imaginarnos a un hombre resentido y
consumido por el odio. Sus hechos
demuestran que Aníbal sabía mantener
la cabeza fría y, aunque como enemigo
fue implacable, también parece evidente
que sentía admiración por sus
adversarios los romanos.
¿Por qué digo «sus hechos
demuestran», «parece evidente»? Por
desgracia, tan sólo sabemos lo que
contaron de él sus enemigos. Pese a que
los romanos también lo admiraban, tal
como queda patente en los textos en
medio de las críticas a su crueldad o su
supuesta falta de escrúpulos, el retrato
que nos dejaron está inevitablemente
distorsionado.
En cualquier caso, tenemos que
deducir en una labor casi detectivesca
las intenciones que impulsaban sus
actos, así como sus razonamientos y sus
estados de ánimo. Una lástima, porque
este cartaginés es uno de los personajes
más interesantes de la historia de Roma.
El origen de la guerra y los
recursos de los
contendientes
La Primera Guerra Púnica había
sembrado las semillas de la Segunda.
Según Polibio, existían tres razones para
ello. La primera, el resentimiento de
Amílcar, que sin haber sufrido ninguna
derrota en el campo de batalla se había
visto atado de pies y manos y obligado a
rendirse. La segunda, la irritación de los
cartagineses por las condiciones que se
habían visto obligados a aceptar. Y la
tercera, el éxito de las campañas
púnicas en España.
En realidad, no era una guerra tan
necesaria ni inevitable. Casi ninguna lo
es: todas nos lo parecen porque vemos
la historia a posteriori. En el momento
en que escribo este relato, en el año
2011, nos encontramos en una profunda
crisis a muchos niveles y nadie sabe con
certeza hacia dónde se dirige el mundo.
Cuando en el futuro alguien estudie esta
época, seguramente examine ciertos
hechos que a nosotros nos pasan
desapercibidos entre el maremágnum de
sucesos, informaciones y tendencias
sociales y culturales, y diga: «Éstas
fueron las causas de lo que pasó. Era
inevitable que así sucediera». Pero a
nosotros, en una época de dudas como
ésta, nos gustaría que ese sagaz
historiador del día de mañana nos
vaticine qué va a ocurrir.
¿Por qué la Segunda Guerra Púnica
era innecesaria, al menos de momento?
Los intereses de Roma y Cartago no
tenían por qué colisionar tan rápido. Los
romanos estaban ocupados en el
Mediterráneo oriental: ahí tenían una
presa que, cuando se decidieron a
devorarla, les llevó largo tiempo.
Por su parte, Cartago había
renunciado a ser una potencia marítima y
se conformaba con crear y asegurar su
propio imperio en el norte de África y
España.[18]
De hecho, ambas potencias seguían
manteniendo un activo comercio, e
incluso relaciones de hospitalidad entre
algunos miembros de su élite. Pero la
desconfianza y el rencor lo teñían todo,
y precipitaron los acontecimientos hasta
provocar un conflicto tan devastador
como el anterior.
Cuando empezó la guerra, los
romanos y sus aliados podían contar con
más de setecientos cincuenta mil
varones reclutables para una población
total de entre tres y cuatro millones de
personas. Por supuesto, resultaba
imposible —e inútil— movilizar a todos
esos hombres a la vez. Pero esa enorme
reserva permitía a Roma correr muchos
riesgos y soportar cifras de bajas que
habrían hecho doblar la cerviz a otro
estado.
Cartago, por su parte, había
compensado las pérdidas en el
Mediterráneo con sus nuevas conquistas.
Sus territorios eran tan extensos que la
población que vivía en ellos igualaba o
superaba a la de Roma. Gracias a eso
podía movilizar también grandes
ejércitos; pero, por diversas razones, el
porcentaje de hombres reclutables era
menor. A la mayoría de ellos había que
pagarles, y bien; no como a los romanos,
que recibían lo justo para su
manutención.
En cuanto a la marina, la situación se
había trastocado por completo desde la
Primera Guerra Púnica. Roma disponía
de doscientos veinte barcos de guerra en
buen estado, mientras que los
cartagineses poseían poco más de cien,
y veinte de ellos no se hallaban en
condiciones de luchar.
Todavía hay que tener en cuenta otro
factor: los generales. Los cónsules
romanos estaban acostumbrados a
tácticas sencillas y confiaban sobre todo
en el entrenamiento de sus hombres.
Normalmente trataban de romper al
enemigo embistiendo de frente y por el
centro, que era donde situaban sus dos o
cuatro legiones, dependiendo del tamaño
del ejército.
Aníbal demostró ser mucho más
versátil. Por puro genio, por fortuna o
por una combinación de ambos factores,
lograba superar siempre a los
comandantes rivales con maniobras
innovadoras, complicadas y, a veces,
muy arriesgadas.
Compensando esta ventaja púnica,
los demás generales cartagineses,
incluyendo sus hermanos Asdrúbal y
Magón, demostrarían no estar a la altura
del genio de Aníbal.
El asedio de Sagunto
Cuando se convirtió en jefe de las
fuerzas cartaginesas, Aníbal tenía
veintiséis
años.
Joven,
pero
experimentado: llevaba la mayor parte
de su vida en España. Además, estaba
casado con la hija de un rey local, lo
que permite suponer que conocía
algunas lenguas de la península y podía
comunicarse con sus mercenarios
iberos. De todos modos, ya comenté al
hablar del ejército púnico que sospecho
que existía una lingua franca, y que
podría haber sido el griego: por los
resultados, es evidente que la máquina
de guerra creada por Amílcar y
perfeccionada por Asdrúbal y Aníbal se
entendía al menos en lo básico.
A partir de este momento, los
acontecimientos se aceleraron. No
sabemos qué intenciones habría tenido
Asdrúbal para el futuro, si se habría
conformado con afianzar el poder
cartaginés en España o si se habría
lanzado a la guerra contra Roma. Pero
los planes de Aníbal estaban muy claros.
Durante su primer año de mandato,
el nuevo general o rab mahanet realizó
una campaña por el centro y el noroeste
de España, y llegó hasta el río Duero y
la actual Salamanca. La mayor batalla
que libró fue cerca de Toledo. En ella
permitió que el ejército enemigo cruzara
el Tajo para lanzar sobre él una carga de
caballería y de elefantes seguida por una
ofensiva de infantería. Impresionadas
por su victoria, otras tribus le enviaron
propuestas de paz que más bien eran de
sumisión.
Gracias a esta campaña, los
dominios de Aníbal llegaban ya casi
hasta el Ebro, el límite del que no debía
pasar según el tratado firmado con
Roma. Pero en sus territorios había una
ciudad que no sólo era independiente,
sino que desde hacía poco mantenía una
entente con el pueblo romano: Sagunto.
Sagunto estaba habitada por
edetanos, una tribu ibérica. En el año
220 mantuvo una disputa con otro
pueblo vecino que saqueaba su
territorio. Ese pueblo era aliado de
Cartago —como casi todos los de la
zona— y pidió a Aníbal que mediara en
la disputa.
Sagunto, por su parte, pidió ayuda a
su aliada Roma. Los romanos enviaron
una embajada a Aníbal y le dijeron que
no se atreviera a cruzar el Ebro y que no
molestara a los saguntinos.
A Aníbal no debía de convencerle en
absoluto dejar una cuña enemiga
incrustada en su territorio. Sagunto
podía servir como cabeza de puente o
como excusa para los romanos. Éstos
habían puesto el pie en Sicilia con el
pretexto de la llamada de los
mamertinos para terminar arrebatándole
la isla a Cartago. Después habían hecho
lo mismo con Cerdeña. ¿Quién podía
impedirles ahora que, con su poderosa
flota, enviaran un ejército consular para
ayudar a los saguntinos y se quedaran ya
para siempre en España?
Aníbal decidió tomar la ciudad. No
fue fácil. Sagunto poseía sólidas
murallas y aguantó desde mayo de 219
hasta diciembre o principios de enero
del año siguiente. Pero al final cayó, sin
que en ningún momento apareciera un
ejército romano para ayudar a sus
habitantes.
En realidad, en el año 219 Roma
andaba embarcada en la Segunda Guerra
Ilírica. El sucesor de Teuta como regente
del joven príncipe Pines, Demetrio de
Faro, había roto sus pactos con los
romanos haciendo incursiones al sur de
Lisos. El cónsul Lucio Emilio Paulo
zarpó con una flota y combatió contra
las tropas de Demetrio, al que derrotó y
obligó a exiliarse fuera de Iliria.
No obstante, cabe preguntarse si los
romanos no podrían haber enviado otro
ejército a Sagunto, aunque fuese al
mando de un pretor. A menudo
combatían en diversos escenarios, pues
recursos tenían para ello. ¿Por qué no lo
hicieron? Sobre sus motivos hay teorías
para todos los gustos: desde que su
alianza con Sagunto era demasiado
reciente como para arriesgar tropas por
ella, hasta que en realidad estaban
deseando que Aníbal la tomara para
tener un casus belli contra Cartago.
En cualquier caso, a principios de
218, las noticias de la caída de Sagunto
llegaron a Roma. Pocas semanas
después, los dos nuevos cónsules
entraron en el cargo, y decidieron enviar
una nueva embajada. Pero esta vez la
legación no viajó a España, sino
directamente a Cartago.
En esa embajada viajaban los
cónsules salientes, Emilio Paulo y Livio
Salinátor, más Quinto Fabio Máximo,
quien ya había ejercido como cónsul dos
veces. Pero la figura de más peso era
Fabio Buteón, el mayor de los cuatro y
que ya había sido censor.
Demostrando la arrogancia de los
romanos y hasta qué punto se sentían
seguros incluso en la propia Cartago,
Fabio Buteón agarró con ambas manos
su toga, como si escondiera algo entre
sus pliegues. «Aquí traigo la guerra y la
paz. Elegid lo que queráis».
Aquello fue demasiado para los
miembros del adirim, que empezaron a
gritar y le dijeron que escogiera él. Con
gesto dramático, Buteón abrió una de sus
manos y dijo: «Entonces os ofrezco la
guerra», a lo que todos contestaron «¡La
aceptamos!» entre gritos. Sin duda, fue
una escena digna de una obra de
Shakespeare.
Mientras todo esto se trataba en
Cartago, Aníbal ya había empezado a
hacer preparativos para la guerra que
sabía que se iba a producir. Tras repartir
el botín de Sagunto entre sus hombres,
les dio descanso durante el invierno.
Después nombró a su hermano Asdrúbal
lugarteniente y le encargó mandar las
tropas en España por si él salía de la
península.
Pero la maniobra más importante fue
enviar agentes a los Alpes occidentales
y al valle del Po para sondear a los
galos. Eso demuestra que ya tenía
prevista la invasión de Italia, un
proyecto que debía llevar rumiando
muchos años.
El cruce de Los Alpes
¿Por qué Aníbal decidió invadir Italia
por tierra y no por mar, puesto que
Cartago era por tradición una potencia
marítima?
Influyó en ello el ejemplo de su
padre Amílcar, que había luchado con
tropas de tierra en Sicilia y no llegó a
librar ninguna batalla naval. Además, en
218, Cartago sólo disponía de unas
ochenta naves de guerra en condiciones
de combatir.
Es cierto que, con los fondos
obtenidos gracias a las minas de
España, Cartago habría podido armar
otra flota: con unos sistemas de montaje
casi industriales, era posible construir
barcos a gran velocidad. Sin embargo,
al perder las tres grandes islas del
Mediterráneo, Cartago ya no conservaba
tanto interés en mantener una marina de
guerra tan grande como antes.
Por otra parte, la estrategia terrestre
debió de ser elección del propio Aníbal.
En la Primera Guerra Púnica, tanto
romanos como cartagineses sufrieron
terribles desastres en el mar. Los
romanos perdieron setecientos barcos y
los cartagineses quinientos, en batallas
pero sobre todo en naufragios.
Aunque en la guerra no hay más
remedio que contar con la fortuna,
sospecho que a Aníbal le habría gustado
más jugar al ajedrez, donde el azar se
reduce al mínimo, que al póquer. Poner
un ejército de cincuenta mil hombres
bien adiestrados y prácticamente
insustituibles en una flota para cruzar el
Mediterráneo
era
arriesgarse
a
perderlos a todos o a casi todos en una
sola tormenta, o en una batalla naval
donde se lucharía cubierta por cubierta y
él no podría aplicar sus tácticas a gran
escala.
En la primavera de 218, la guerra ya
estaba declarada abiertamente. Los
cónsules de aquel año eran Publio
Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio
Longo. Dispuestos a llevar el conflicto
en dos escenarios, los senadores
encargaron a Escipión la guerra en
España y a Sempronio le otorgaron el
gobierno de la provincia de Sicilia con
la mirada puesta en África.
Los planes de Roma parecían claros:
Escipión «clavaría» a Aníbal en
España, mientras Sempronio invadiría
África y asediaría Cartago para rendirla
por hambre, cosa que podría hacer
gracias
a
los
ciento
sesenta
quinquerremes que le habían asignado.
Para empezar, se reclutaron seis
legiones. Cada cónsul recibió dos, y las
dos restantes se le entregaron al pretor
Lucio Manlio para que se dirigiera con
ellas a la Galia Cisalpina.
Precisamente allí acababa de
estallar una nueva revuelta de los boyos
y los insubres, indignados porque cada
vez había más colonos romanos
ocupando sus tierras. Los galos atacaron
las nuevas colonias de Placentia y
Cremona, y al acudir en su auxilio el
pretor Manlio perdió más de mil
hombres en dos emboscadas. Ante aquel
contratiempo, el senado reclutó una
legión más y se la encomendó a otro
pretor para que acudiera en su auxilio.
Mientras los romanos hacían sus
preparativos, Aníbal no se quedó quieto.
Durante la Primera Guerra Púnica, los
cartagineses habían mantenido una
actitud casi pasiva, respondiendo a las
maniobras de Roma. Pero ahora no sería
así, y Aníbal actuaría de forma tan
agresiva
como
los
romanos,
devolviéndoles su misma moneda.
Seguramente
había
previsto
los
movimientos de sus enemigos: un ataque
a sus bases en España y al mismo
tiempo una invasión de su patria. ¿Cómo
iban a esperar que él tuviera la osadía
de dirigirse al corazón de sus dominios?
Osadía era, sin duda. Pero Aníbal
estaba bien informado de la red de
alianzas de Roma. Confiaba, en primer
lugar, en que los galos del valle del Po
le brindarían su ayuda, pues aborrecían
a los romanos. También esperaba que
los aliados más recientes y forzosos de
Roma, como los samnitas o los pueblos
griegos del sur de Italia, cambiaran de
bando. Para ello, tenía que demostrar
que él era capaz de derrotar a los
invencibles romanos en campo abierto.
Y estaba convencido de que podía
hacerlo.
A finales de la primavera de 218,
Aníbal salió de Cartago Nova. Llevaba
con él un inmenso ejército: noventa mil
soldados de infantería, doce mil de
caballería y treinta y siete elefantes. Era
un poco tarde, pues al ritmo normal de
marcha se le echaría encima el invierno
cuando llegara al norte de Italia, una
mala época para hacer la guerra. Pero
Aníbal quería conocer las maniobras de
sus enemigos antes de llevar a cabo las
suyas, y por eso se retrasó.
Dos meses después, llegó a los
Pirineos, tras sojuzgar toda la región al
norte del Ebro. Allí dejó tropas como
guarnición
del
territorio
recién
conquistado, y cruzó los Pirineos con
una fuerza más reducida: cincuenta mil
infantes y nueve mil jinetes.
Con esa hueste avanzó por el sur de
la Galia. En lugar de seguir la ruta
costera, más sencilla, marchó tierra
adentro. Tras los Pirineos, el obstáculo
más importante era el Ródano, con más
de doscientos metros de ancho y muy
caudaloso. El cruce resultó muy
complicado. Tuvieron que recurrir a
botes y balsas que les vendieron las
tribus que vivían al oeste del río. Pero
los pueblos que habitaban al otro lado
eran hostiles, y los hombres de Aníbal
se vieron obligados a combatir contra
ellos.
Lo más difícil, no obstante, fue
conseguir que los elefantes cruzaran la
corriente. Para ello, tuvieron que
engañarlos de una forma muy ingeniosa.
Armaron balsas grandes y muy sólidas
para aguantar el peso de los
paquidermos y las ataron juntas a la
orilla, construyendo una especie de
puente que avanzaba hacia el centro de
la corriente. Después las recubrieron
con tierra, de modo que parecieran un
camino.
La comitiva la abrieron dos
hembras, a las que siguieron los machos
hasta el final del puente. Al llegar a las
últimas balsas, los cartagineses cortaron
las amarras que las unían al resto de la
pasarela y empezaron a remar hacia la
otra orilla.
Aun así, algunos elefantes se
asustaron, empezaron a dar vueltas y
pisotones e hicieron zozobrar las
almadías. Sus mahouts se ahogaron, pero
ellos se salvaron cruzando el río a nado
y respirando en todo momento gracias a
sus trompas.
Cuando Escipión llegó tres días después
al Ródano con la intención de
interceptar a Aníbal, descubrió que éste
se le había adelantado. Entonces decidió
enviar a su hermano Cneo a España con
su ejército, y él regresó a Italia en barco
para hacerse cargo de las dos legiones
situadas en el valle del Po. Al mismo
tiempo, el senado hizo volver a
Sempronio de Sicilia, abortando de
momento la invasión de África.
Aníbal prosiguió su viaje hacia el
norte durante unos días. A estas alturas,
lo acompañaban treinta y ocho mil
infantes y ocho mil jinetes. Las batallas,
las guarniciones que debía dejar por el
camino, las privaciones y las
deserciones
estaban
quitándole
efectivos, pero seguramente lo tenía
previsto: la propia marcha, con una
media de veinte kilómetros al día, más
las escaramuzas que libraban servían
para endurecer y adiestrar a sus tropas.
En cierto modo, se trataba de la
supervivencia del más fuerte.
A principios del mes de noviembre,
los cartagineses giraron por fin hacia el
este y acometieron la subida de los
Alpes. Se ha discutido mucho qué paso
tomaron, y probablemente nunca se
sabrá.
¿Por qué se desvió tanto hacia el
norte? La ruta más fácil lo habría
llevado siguiendo la costa, por los
llamados Alpes Marítimos, que es el
lugar por donde corre la autopista que
lleva a Italia por Provenza.
Pero habría corrido el riesgo de
enfrentarse con los romanos antes de
tiempo. También estaba la amenaza de
los ligures, un pueblo montañés muy
salvaje al que los romanos no
consiguieron sojuzgar hasta la época de
Augusto. Por otro lado, Aníbal no
llevaba flota, y los romanos sí tenían, de
modo que viajar cerca del mar
acarreaba sus peligros. Así que optó por
lo inesperado y difícil y se dirigió al
norte.
La travesía de los Alpes fue una
empresa muy complicada. El ejército
tenía que viajar por los valles fluviales,
pero resultaba muy fácil perderse en
gargantas sin salida o ser arrastrados
por las aguas en cualquier crecida.
Mientras viajaban, para colmo, los
púnicos sufrían emboscadas constantes
de las tribus que habitaban las montañas,
sobre todo los belicosos alóbroges.
Por si esto fuera poco, los
problemas
para
abastecerse
se
multiplicaban. Los soldados de Aníbal
debían cargar con sus propios alimentos,
pues a partir de cierta altitud no crecía
vegetación que forrajear y las tribus con
que se encontraban apenas tenían para
subsistir. Todo eso, para colmo,
mientras atravesaban zonas cubiertas de
nieve, bajo un frío intenso que
aumentaba las necesidades calóricas del
organismo.
Tras coronar el paso nueve días
después, Aníbal dio un descanso a sus
tropas y las arengó, aprovechando que
desde las alturas ya se divisaba la
llanura del Po. Después emprendieron el
descenso, pero los últimos días de viaje
resultaron más peligrosos todavía. El
camino era más escarpado, y el hielo y
la nieve lo hacían tan resbaladizo que
muchos hombres y bestias perecieron
cayendo al vacío.
Hubo un punto en que se encontraron
atascados por culpa de un corrimiento
de tierras. Tuvieron que excavar para
abrir un camino, y aunque al día
siguiente los animales de carga y los
caballos ya podían pasar, hicieron falta
tres días más para abrir hueco a los
elefantes.
Para
romper
algunos
peñascos, los cartagineses prendieron
hogueras hasta calentarlas y luego les
echaron vinagre encima, lo que disolvió
la calcita de la roca lo suficiente para
ablandarla y poder abrirla con palancas
de hierro.
Por fin, quince días después de
haber emprendido el cruce de los Alpes
y cinco meses después de partir de
Cartago Nova, el ejército llegó a la
llanura del norte de Italia. En ese
momento, Aníbal pasó revista a sus
tropas. Tan sólo le quedaban veinte mil
soldados de infantería y seis mil de
caballería.
No hay que pensar que todos los que
faltaban habían muerto: las deserciones
fueron la principal causa de las bajas.
Una pista la sugiere el número de
jinetes, que se había reducido mucho
menos que el de infantes. Los soldados
de caballería cobraban más, formaban
una élite y estaban más comprometidos
con su general, lo que explica que no
abandonaran con tanta facilidad.
En general, se considera el paso de
los Alpes una empresa épica, sobre todo
por el asombro que causó entre los
romanos, que no se esperaban una
maniobra así. Pero no debía de ser una
misión imposible, ya que por esos
mismos pasos llegaban invasiones
constantes: por allí habían entrado los
celtas que ocuparon la Galia Cisalpina
hacia el año 400, y también los gesatas
que vinieron desde el oeste en 225 para
ayudar a los insubres y a los boyos.
Primeras batallas
La zona a la que llegó el ejército
cartaginés pertenecía a los taurinos, una
tribu céltica que ocupaba los
alrededores de la actual ciudad de Turín
y que era rival de los insubres.
Buscando la alianza de éstos, Aníbal
atacó a los taurinos, tomó su principal
fortaleza y los masacró. Allí sus
hombres pudieron descansar un poco y
renovar provisiones.
La brutalidad con que trató a los
taurinos hizo que otras tribus cercanas le
mandaran embajadores para pactar su
amistad. A Aníbal le convenía: no sólo
quería que los galos del valle del Po
dieran problemas a los romanos, sino
que necesitaba reforzar su ejército con
más efectivos.
Después, Aníbal prosiguió su
camino hacia el este. Fue entonces
cuando se enteró de que Escipión le
aguardaba al frente de un ejército.
Aquello lo sorprendió: ¿no había
burlado a ese mismo ejército semanas
antes, al otro lado de los Alpes?
Lo que no sabía era que Escipión
había renunciado al mando de esas
legiones —una conducta poco habitual
—, dejándoselas a su hermano Cneo
para que las llevara a España. Después,
el cónsul había regresado a Pisa en
barco para hacerse cargo de las tropas
situadas en el valle del Po, que hasta ese
momento estaban bajo la autoridad de
dos pretores.
Mientras Aníbal avanzaba, Escipión
llegó al punto donde el río Tesino, que
baja desde el norte, une sus aguas con el
Po. Allí, entre el propio Po y una
estribación montañosa que se proyecta
como un espolón desde los Apeninos, el
cónsul podría haberse fortificado para
esperar a que llegara del sur su colega
Sempronio. Era un lugar fácilmente
defendible, y tenía la retaguardia
cubierta por las colonias de Placentia y
Cremona.
Sin embargo, Escipión actuó con la
clásica agresividad romana. Tal vez
pensó que, si vencía a un enemigo
exhausto tras el paso de los Alpes, se
llevaría toda la gloria él solo. O quizá
temió que Aníbal volviera a pasar de
largo y lo dejara con cara de tonto,
como había hecho al cruzar el Ródano.
En lugar de aguardar en la orilla este
del río Tesino, Escipión se arriesgó a
atravesarlo fabricando un puente de
pontones. Dos días después, al enterarse
de que los cartagineses estaban cerca,
tomó a sus jinetes y a la infantería ligera
de los velites y avanzó para reconocer
el terreno.
Era lo mismo que estaba haciendo
Aníbal con su propia caballería. Ambas
formaciones se divisaron, seguramente
por la nube de polvo. Cuando ésta era
ancha
y espesa,
delataba
los
movimientos de un ejército de infantería.
En cambio, una polvareda más fina y
alta revelaba la cabalgata de una
columna de jinetes.
En lugar de retroceder para reunirse
con el grueso de sus tropas, ambos
generales decidieron atacar. Aníbal
llevaba con él sus seis mil jinetes,
mientras que Escipión tenía cuatro mil.
En cuanto a los velites, no sabemos
cuántos acompañaban al cónsul, pero no
le sirvieron de nada. Las batallas solían
empezar con un intercambio de venablos
y flechas entre la infantería ligera. Sin
embargo, junto al río Tesino las cosas se
precipitaron, y ambas caballerías
cargaron la una contra la otra.
El combate que se trabó fue duro y
al principio igualado, y los jinetes de
ambos bandos llegaron a desmontar para
luchar a pie. La batalla la decidió en
este caso la superioridad numérica de la
caballería de Aníbal. Sus jinetes
númidas pusieron en fuga a los velites, y
después atacaron los flancos de la
caballería del cónsul en una maniobra
envolvente; la primera de muchas en
esta guerra. El propio Escipión resultó
malherido, y su hijo Publio, que tenía
sólo diecisiete años, tuvo que salvarle
la vida. Recordemos a este joven,
porque desempeñará un papel decisivo
en esta historia.
Los romanos se retiraron a uña de
caballo, dejando más de dos mil muertos
en el campo de batalla. Aníbal los
persiguió un trecho, pero al encontrarse
con el río y con el puente de pontones
destruido renunció a continuar.
Tesino fue un combate menor comparado
con otras batallas de esta guerra, pero
subió mucho la moral de las tropas de
Aníbal. En cuanto a Escipión, lo
desanimó tanto que en lugar de mantener
la posición en el río retrocedió al este,
hasta Placentia. Pero su ejército no
cabía en la ciudad, de modo que se vio
obligado a levantar un campamento
cerca, en la orilla oeste del río Trebia.
Poco después llegó Aníbal y montó
su base a unos diez kilómetros. Sin más
dilación, el cartaginés desplegó a sus
tropas, ofreciendo batalla a Escipión.
Pero éste, fuese por su herida o porque
se sentía desmoralizado, no aceptó y
decidió esperar la llegada del otro
cónsul.
Mientras tanto, las noticias del
primer éxito de Aníbal se propagaron
por la parte occidental del valle del Po
y muchas tribus locales acudieron a
unirse a él. Incluso las tropas galas que
servían con Escipión desertaron de
noche y se sumaron a los cartagineses.
Su despedida fue sanguinaria: antes de
irse, decapitaron a los romanos que
dormían cerca de ellos en el
campamento y se llevaron sus cabezas
como siniestro trofeo.
Cuando
los
boyos
enviaron
embajadores a Aníbal para unirse a él,
Escipión comprendió que su posición
actual era insostenible, pues podía verse
atacado por la espalda por las tribus
galas. Poco antes de amanecer, se retiró
al otro lado del río Trebia, cerca de un
paso que atravesaba los Apeninos. Si la
cosa se torcía todavía más, por allí
podría cruzar las montañas y llegar hasta
Génova. Ésta, aun siendo una ciudad de
los ligures, había pactado una alianza
con Roma.
Por suerte para él, Sempronio llegó
al fin con sus dos legiones. Había
recorrido mil ochocientos kilómetros
desde Sicilia en tan sólo cuarenta días,
toda una proeza. Ahora, pese a las bajas
sufridas en Tesino, los romanos gozaban
ya de superioridad numérica.
Pocos días después, una partida de
saqueadores del ejército de Aníbal se
topó con un destacamento romano, y lo
que empezó como escaramuza subió de
grado hasta convertirse en un combate
en toda regla. Cada bando alimentó la
lucha con más tropas, hasta que Aníbal
comprendió que la situación se le estaba
escapando de las manos y ordenó
retirada. La primera batalla la había
vencido de forma imprevista, pero ahora
no quería enzarzarse en otra sin antes
preparar el terreno.
Aquella refriega, aunque de poca
importancia, contó como victoria
romana. Eso animó al cónsul recién
llegado, que insistió en plantear una
batalla campal. Escipión trató de
disuadirlo, pero no lo consiguió. A
algunos historiadores les extraña su
actitud, pues hasta ese momento se había
mostrado muy agresivo. Pero hay que
tener en cuenta que seguía herido, lo que
empeoraba su ánimo, y que había sido
derrotado y humillado por Aníbal.
Para entonces, había llegado el
solsticio de invierno. Los romanos
tenían casi cuarenta mil soldados de
infantería más cuatro mil de caballería.
Aníbal, gracias a los refuerzos galos,
contaba con veintiocho mil infantes, diez
mil jinetes y más de treinta elefantes.
La batalla se libró en la orilla
occidental del río Trebia, en un terreno
plano que eligió el propio Aníbal y al
que atrajo a Sempronio gracias a una
incursión de sus jinetes númidas. Los
legionarios, siguiendo el señuelo,
cruzaron casi al amanecer las aguas del
río, que bajaban gélidas a esas alturas
del año.
Cuando se vieron al otro lado del
Trebia, los romanos estaban empapados
y tiritando de frío. Frente a ellos se
encontraban
los
cartagineses,
desplegados, descansados y secos.
Lo sensato habría sido dar media
vuelta y esperar una ocasión mejor. No
obstante, la proverbial agresividad
romana les hizo marchar contra el centro
del ejército de Aníbal, formado por
infantería gala a la que flanqueaban
iberos y libios. Los galos, menos
disciplinados, acabaron cediendo en ese
punto, y tras un arduo combate los
legionarios lograron romper sus filas.
Sempronio debió pensar entonces
que estaba ganando la batalla. Pero
cuando se dio la vuelta para estudiar la
situación, a través de la lluvia que había
empezado a caer vio que en los flancos
las tropas aliadas y su caballería
estaban llevándose una terrible paliza.
Para colmo, durante la noche Aníbal
había emboscado a unos dos mil
hombres mandados por su hermano
Magón,
ocultándolos
entre
las
escarpadas orillas de un torrente de
montaña. Cuando llegó el momento,
atacaron la retaguardia romana, y los
veteranos triarios se vieron obligados a
entrar en combate sin apenas tiempo
para prepararse.
Hostigado
de
esta
manera,
Sempronio decidió que no podía acudir
en ayuda de las unidades aliadas de los
flancos. Con diez mil hombres, logró
retirarse del campo de batalla
manteniendo más o menos el orden.
Puesto que les era imposible regresar a
su base, se dirigieron a Placentia.
Mientras tanto, el resto de sus tropas
fueron masacradas cuando intentaban
cruzar el río y volver al campamento por
donde habían venido. Quienes más
muertes causaron fueron la caballería y
los elefantes. Ésta fue, por cierto, la
última batalla en la que participaron los
paquidermos, pues los meses de
invierno fueron muy crudos y acabaron
con todos salvo uno.
Sempronio trató luego de vender la
batalla como un empate, ya que había
conseguido vencer al centro del ejército
de Aníbal. Pero el recuento de muertos
afirmaba otra cosa: los romanos habían
perdido cerca de veinte mil hombres,
mientras que las bajas de Aníbal eran
muy inferiores y se habían producido
sobre todo entre sus nuevos aliados
galos, a los que había situado en el
medio.
Como se ve, Aníbal y sus enemigos
luchaban con tácticas muy distintas.
Mientras que los romanos trataban de
poner todo su empuje en el centro,
Aníbal apostaba sus mejores tropas en
los flancos. De ese modo, el propio
impulso de los legionarios los metía en
las fauces de una maniobra envolvente.
Para su desgracia, Trebia no sirvió para
que los romanos aprendieran la lección.
Tras su segunda victoria, el valle del Po
se hallaba prácticamente en poder de
Aníbal. Las tropas romanas que seguían
allí estaban confinadas en las colonias
de Placentia y Cremona, y no se atrevían
a salir a forrajear por miedo a la
caballería enemiga, de modo que tenían
que recibir provisiones por medio de
barcas que remontaban las aguas del
gran río.
Durante el invierno, Aníbal dio
descanso a sus tropas y siguió enviando
embajadores a las tribus galas. También
soltó a los prisioneros italianos que
había capturado y los envió de regreso a
sus ciudades sin cobrar rescate, con la
condición de que entregaran su mensaje:
él, Aníbal Barca el cartaginés, no había
venido a conquistar, sino a liberar Italia
del yugo romano.
Para conseguir que los italianos
abandonaran la alianza con Roma,
Aníbal tenía que acercarse a ellos
viajando al sur. También sus aliados
galos le presionaban en este sentido.
Estaban deseando volver a Italia central,
vengar ofensas muy recientes y de paso
cobrar un suculento botín.
Así pues, en la primavera de 217
Aníbal se puso en marcha con unos
cuarenta y cinco mil infantes y diez mil
jinetes. Si antes había cruzado los
Pirineos y los Alpes, ahora tenía una
nueva barrera ante él: los Apeninos, que
dividían la península en dos partes.
Podía atravesarles hacia la región
costera de Piceno o ir directamente al
sur a Etruria, con lo que amenazaría más
de cerca la propia ciudad de Roma.
Fue esta última opción la que tomó.
Pero el viaje resultó más penoso de lo
que imaginaba. Aunque sortearon los
Apeninos sin problemas, al bajar al
llano se encontraron con que el río Arno
se había desbordado y toda la región se
hallaba empantanada. Pasaron tres
jornadas enteras cruzando las ciénagas.
El suelo estaba tan mojado que, para
dormir, algunos hombres tendían sus
mantas y colchonetas sobre los
cadáveres de las bestias de carga que
morían sobre la marcha.
El propio Aníbal sufrió una oftalmia,
algún tipo de infección ocular cuyo
diagnóstico es imposible precisar. Como
resultado perdió la visión del ojo
derecho. A esas alturas, viajaba a lomos
del único elefante que les quedaba, un
bravo ejemplar llamado Sirio.
Mientras tanto, en Roma acababan de
elegir como cónsul al mismo Flaminio
que había luchado unos años antes
contra los insubres y al que Polibio
llamaba «demagogo» por su actuación
anterior como tribuno de la plebe. Su
colega era Servilio Gémino.
Sabiendo que Aníbal sólo podía
tomar las dos rutas que antes he
comentado, el senado envió a Servilio a
Arimino, en la costa del Adriático,
mientras que Flaminio se dirigía a
Arretio, en Etruria. El plan era averiguar
lo antes posible qué camino tomaban los
cartagineses y mandarse emisarios para
reunir ambos ejércitos y luchar contra el
invasor con dos ejércitos consulares.
Pero Aníbal fue más rápido de lo
que esperaban y sobrepasó la posición
de Flaminio sin que éste se diera cuenta.
En cuanto el cónsul se enteró, envió un
mensaje a Servilio y emprendió la
persecución de los púnicos.
Lo que acababa de ocurrir revelaba
un defecto del que por aquel entonces
adolecía el ejército romano, muy
descuidado a la hora de explorar el
terreno. En gran parte era culpa de la
caballería romana. Los equites que la
formaban eran miembros de la clase
superior adiestrados en una moral
aristocrática de combate, y las tareas de
exploración no iban mucho con ellos.
Polibio cuenta aquí que los tribunos
militares pidieron a Flaminio que no
persiguiera a Aníbal. De nuevo, se trata
de una prevención contra un personaje
demasiado «democrático», por llamarlo
de alguna manera, y que además era un
homo novus, un advenedizo en la
nobleza romana. Polibio era griego, por
lo que los prejuicios de casta romanos
no debían afectarle tanto. Pero sus
informantes pertenecían sobre todo a
familias nobles, como la de los
Escipiones, y estaban mucho más
dispuestos a disculpar las derrotas de
los suyos que las de los «hombres
nuevos».
En cualquier caso, el ejército
consular siguió los pasos de Aníbal y
encontró por doquier huellas de saqueo
y destrucción, lo que incitó todavía más
los deseos de luchar de los romanos.
Tengamos en cuenta que los soldados de
aquellas legiones todavía no habían
luchado contra Aníbal y se encontraban
deseosos de vengar las humillaciones
sufridas por sus compatriotas. Se
hallaban tan convencidos de su victoria
que llevaban cadenas y grilletes para
apresar a los guerreros enemigos y
venderlos como esclavos.
Había sólo una jornada de viaje
entre ambos ejércitos. La ruta que seguía
Aníbal lo llevó el 20 de junio hasta el
lago Trasimeno. Allí, el camino giraba
hacia el este y discurría por un llano
estrecho entre el agua y la ladera del
monte, que estaba sembrada de bosques.
Más allá de la curva donde ese sendero
giraba de nuevo hacia el sur, Aníbal
plantó su campamento.
Al atardecer del mismo día, el
ejército de Flaminio llegó a las orillas
del lago. Desde allí divisó el
acuartelamiento cartaginés, pero era ya
muy tarde para atacar y decidió
pernoctar en el sitio.
El día 21 amaneció con bancos de
bruma que se levantaban de las aguas
del lago. Pese a la escasa visibilidad,
Flaminio, que recordaba dónde estaban
acampados los enemigos, ordenó
acelerar el paso para sorprenderlos
cuanto antes.
El ejército viajaba en orden de
marcha, no de batalla. Eso significa que
en vanguardia iban destacamentos de
caballería romana y aliada más las
tropas aliadas de élite conocidas como
extraordinarii y que estaban a
disposición directa del cónsul. Detrás
venían la infantería aliada que formaba
el ala derecha, las legiones propiamente
romanas y, por último, las tropas del ala
izquierda. Cada una de las legiones, a su
vez, formaba en tres columnas de
marcha, con los astados, los príncipes y
los triarios caminando en paralelo de tal
manera que bastaban unas rápidas
órdenes de corneta para girar hacia la
izquierda y dejar a los astados mirando
al frente. De ese modo, el orden de
marcha se convertía en orden de
combate.
Las deficiencias del sistema de
exploración romano volvieron a quedar
al desnudo. Los romanos no solían
tomarse la molestia de enviar jinetes
muy adelantados, porque estaban
convencidos de que a la luz del día un
enemigo lo bastante numeroso como
para suponer un auténtico peligro se
divisaría desde muy lejos. Pero en esta
ocasión los rayos de sol apenas
conseguían atravesar la niebla.
Cuando la vanguardia de Flaminio
llegó al punto donde el camino
empezaba a subir, se topó con las tropas
de Aníbal casi de repente. El cónsul
debió de pensar que se trataba de la
retaguardia, pero no tardó en salir de su
error.
En ese momento sonaron trompetas
que despertaron ecos metálicos por las
frondosas laderas que flanqueaban la
orilla norte del lago. A lo largo de toda
la línea de marcha, los romanos se
volvieron a su izquierda, perplejos y
asustados. De entre los árboles y la
bruma, como fantasmas, surgían miles de
enemigos que los atacaban entre
salvajes gritos de guerra.
¿Qué había ocurrido?
Después de plantar el campamento
en la parte oriental del lago y percatarse
de la llegada de los romanos por el lado
oeste, Aníbal había decidido tenderles
una emboscada. Lo que hizo demuestra
el dominio que ejercía sobre sus tropas,
porque la maniobra era muy complicada.
Recordemos que una fallida marcha
nocturna por un bosque había supuesto
para Pirro la derrota de Malventum y el
final de su aventura italiana.
Sin embargo, los hombres de Aníbal
la llevaron a cabo a la perfección. Al
amparo de la oscuridad y divididos en
varias columnas, se alejaron del lago,
rodearon las colinas y luego se
internaron entre la espesura para tomar
posiciones paralelas al camino y ladera
arriba. Con la angostura del llano entre
los árboles y la orilla, el paraje
resultaba ideal para una emboscada.
Y en ella cayó todo el ejército
romano: la trampa estaba tan bien
diseñada que, cuando la vanguardia de
Flaminio se topó con los iberos y los
libios, la retaguardia había sobrepasado
ya la posición donde se encontraba parte
de la caballería de Aníbal, cerrando
aquel cepo gigante.
Aunque habían sido sorprendidos en
una posición indefendible y sin tiempo
para desplegarse de forma apropiada,
los romanos resistieron con fiereza.
Flaminio, por su parte, intentó poner
orden entre sus tropas. El problema fue
que, montado a caballo, ataviado con la
rica armadura propia de un cónsul y con
su portaestandarte al lado, descollaba
demasiado entre los demás. Un guerrero
insubre llamado Ducario lo reconoció:
Flaminio era el mismo cónsul que había
derrotado a su pueblo cinco años antes y
había subyugado la Galia Cisalpina.
Ducario se abalanzó sobre él,
seguido por más jinetes celtas. El
armiger o escudero del cónsul se
interpuso, pero él lo apartó a un lado y
atravesó con su lanza a Flaminio. Sin
embargo, no logró expoliarlo como
pretendía, pues los triarios protegieron
el cadáver de su general cubriéndolo
con sus escudos.
Empeño vano, en cualquier caso. La
pelea se prolongó durante tres horas,
pero los romanos estaban condenados
desde el primer momento. Los únicos
que salieron bien parados fueron los de
la vanguardia. Allí, unos seis mil
hombres consiguieron abrirse paso entre
los enemigos y huyeron de la trampa
trepando por las laderas.
Sólo al llegar arriba y volver la
vista atrás pudieron apreciar, entre los
últimos retazos de niebla, la auténtica
escala del desastre. Los romanos y sus
aliados perecían a miles entre los
árboles y el lago. Muchos abandonaban
las armas y se refugiaban en el agua.
Pero quienes tenían armas más pesadas
se hundían y se ahogaban; otros llegaban
tan sólo hasta donde el agua no les
cubría, y allí eran presa fácil de la
caballería enemiga, que se divertía
decapitándolos como si segaran mieses.
Al darse cuenta de que sus siluetas
se perfilaban en la cresta de la colina y
podían ser avistados, los supervivientes
de la vanguardia bajaron los estandartes
y se apresuraron a huir y a refugiarse en
una aldea cercana, ya que comprendían
que no podían hacer nada por ayudar a
sus compañeros.
Horas después, Aníbal envió a
perseguirlos a Mahárbal, jefe de su
caballería. Mahárbal consiguió que le
entregaran las armas con la promesa de
dejarlos marchar, pero cuando lo
hicieron los apresó y los llevó con los
demás. Como había hecho antes, Aníbal
soltó a los prisioneros que no eran
romanos y los envió de vuelta a casa: él
también sabía aplicar el lema «Divide y
vencerás».
La batalla de Trasimeno acabó en otro
completo desastre para los romanos.
Quince mil hombres murieron y otros
tantos cayeron prisioneros. Aníbal sólo
perdió mil quinientos soldados, en su
mayoría galos. Era una cifra de bajas
aceptable. Aun así, considerando que la
emboscada había salido a la perfección
y los romanos estaban condenados desde
el principio, esos mil quinientos muertos
demostraban que se habían resistido con
uñas y dientes.
Como las desgracias nunca llegan
solas, los romanos sufrieron otro revés
en los días siguientes. El cónsul
Gémino, que marchaba a toda prisa para
reunirse con Flaminio, había enviado a
sus jinetes por delante. Estos cuatro mil
hombres sufrieron otra emboscada de
Mahárbal. Los que no perecieron
cayeron prisioneros. De golpe, el
segundo ejército consular se había
quedado cojo, privado de su caballería.
Es comprensible que la alarma
cundiera
en
Roma.
Estaban
acostumbrados a sufrir derrotas, pero no
tres seguidas. Pirro les había vencido
dos veces, y al menos ellos habían
conseguido infligirle tantas bajas como
para convertir en proverbial la
expresión «victoria pírrica». Pero a
Aníbal apenas conseguían hacerle mella:
la mayoría de sus muertos eran celtas a
los que podía reemplazar fácilmente con
el señuelo del botín y el odio que
sentían por los romanos.
En aquel momento, nada se
interponía entre Roma y el ejército
enemigo, ya que las tropas de Gémino se
hallaban al norte. Sin embargo, Aníbal
no atacó la ciudad, sino que cruzó los
Apeninos de nuevo y se dirigió hacia el
este, a Piceno. ¿Por qué no siguió hasta
Roma entonces?
Su ejército necesitaba un descanso.
Tras las penalidades del paso de los
Alpes, la travesía de los pantanos y las
diversas batallas, las monturas estaban
afectadas de sarna y los hombres de
escorbuto. A orillas del Adriático, los
soldados se repusieron con una
alimentación adecuada y curaron las
llagas de los caballos bañándolos con
vino. Aníbal también aprovechó para
equipar a su infantería libia con las
armas arrebatadas a los romanos.
Mientras tanto, el senado decidió que la
ocasión requería tomar medidas de
urgencia y nombró dictador a Fabio
Máximo.
Ya hemos visto que el dictador era
un magistrado excepcional, pues su
cargo sólo duraba seis meses y no tenía
un colega de su mismo rango que
pudiera vetarlo. A cambio, su
lugarteniente era el magister equitum o
jefe de la caballería. La razón era que el
dictador debía compartir el destino de
los soldados de infantería, y por eso
tenía prohibido montar a caballo: el
magister equitum mandaba a los jinetes
por él.
Sin embargo, a estas alturas y con
escenarios bélicos situados a cientos de
kilómetros y frentes de batalla que se
extendían miles de metros, aquella
norma arcaica resultaba un anacronismo
y un inconveniente, y se derogó.
Fabio Máximo tenía ya cerca de
sesenta años, para entonces había sido
cónsul dos veces y dictador otra, y había
participado en la embajada que ofreció
la guerra a Cartago. Ahora, tras nombrar
como jefe de caballería a Minucio Rufo,
Fabio ordenó una nueva leva.
Sumando aquellas fuerzas a los
hombres del cónsul Gémino, disponía de
unos cuarenta mil hombres. Pero andaba
muy corto de caballería, y su infantería
carecía de calidad suficiente: muchos
soldados eran bisoños, mientras que
otros eran supervivientes de las derrotas
ante Aníbal, lo que rebajaba mucho su
moral.
Tras llevar a cabo todas las
ceremonias religiosas con escrupuloso
cumplimiento —en Roma se dijo que
Flaminio las había descuidado y por eso
él y sus hombres habían perecido—,
Fabio Máximo se puso en camino,
buscando a Aníbal.
Éste, ya repuestos sus hombres,
había dejado el Piceno para dirigirse al
suroeste. Cerca de un pueblo llamado
Ecas, el ejército de Fabio Máximo se
presentó y acampó a unos kilómetros de
distancia.
Al verlo, Aníbal desplegó sus tropas
y le ofreció batalla, confiado en derrotar
por cuarta vez a los romanos. Pero éstos
no abandonaron la seguridad de su
empalizada, ni ese día ni al siguiente ni
al otro.
En aquel tiempo, a no ser que uno
cayera en una emboscada como la del
lago Trasimeno, las batallas se libraban
por una especie de consenso, con ambos
ejércitos desplegados en un llano.
Puesto que Fabio se negaba a salir de su
campamento, Aníbal no podía atacarlo,
ya que habría perdido miles de hombres
en las fosas, terraplenes y empalizadas
que lo rodeaban.
Cuando comprobó que Fabio no
quería combatir, Aníbal volvió a
ponerse en marcha y saqueó las
comarcas que atravesaba. De esa
manera, pretendía demostrar a los
aliados de Roma que ésta ya ni siquiera
tenía capacidad para defender sus
campos. Sin embargo, por el momento
no consiguió que nadie abandonara la
causa romana para unirse a él: los lazos
políticos de Roma, o el temor que
despertaba entre sus aliados, eran
todavía muy fuertes.
Fabio siguió en todo momento a
Aníbal, marchando en paralelo con él y
atacando a grupos aislados, siempre
desde terrenos más altos para estar en
ventaja. Debido a esta táctica los
propios romanos llamaron a su dictador
Cunctator, «el que se retrasa», pero
también «el precavido», según el matiz
que se quiera interpretar.
En una ocasión, Fabio estuvo a punto
de atrapar a Aníbal. Cerca del campo de
Falerno, una zona de Campania famosa
por sus vinos, el dictador ocupó con
cuatro mil hombres las alturas de un
paso que tenía que atravesar Aníbal.
Éste ordenó a su oficial de logística,
Asdrúbal, que consiguiera dos mil
bueyes y les atara ramas a los cuernos.
Después ordenó a los soldados cenar y
dormir durante las últimas horas de la
tarde.
Ya de noche, al final de la tercera
guardia, los boyeros prendieron fuego a
las ramas atadas a los cuernos y
llevaron a los animales ladera arriba,
escoltados por soldados de infantería
ligera armados con picas.
Al ver las luces, los romanos
emboscados en las alturas pensaron que
se trataba de una columna de marcha y
corrieron por las crestas para atacarlos.
Para su sorpresa, se encontraron con los
bueyes y con los piqueros, y se entabló
una furiosa refriega entre los peñascos.
Mientras tanto, el grueso del ejército
de Aníbal entró en silencio en el
desfiladero y logró salir del paso, ya
que el punto estratégico que lo dominaba
había sido abandonado por sus
defensores. Poco después de llegar al
otro lado, se hizo de día. Al volver la
vista atrás y ver a sus soldados en las
alturas, luchando todavía con los
romanos, Aníbal envió una partida de
iberos en su ayuda. Juntos, derrotaron a
los enemigos y se reunieron con los
demás fuera del desfiladero.
Aníbal había demostrado su astucia
y había salido del aprieto con todo el
botín cobrado en Campania, bueyes
incluidos.
Aquello
resultó
muy
humillante para los romanos, que
empezaron a criticar a Fabio. Ya no sólo
lo llamaban Cunctator, sino también «el
pedagogo de Aníbal», refiriéndose al
esclavo que acompañaba a los niños a la
escuela cargando con sus tablillas y su
almuerzo.
Llevados por su impaciencia y su
irritación, los romanos tomaron una
medida sin precedentes y concedieron a
Minucio Rufo, el magister equitum, los
mismos poderes que al dictador. Era
como si, de hecho, los hubieran
convertido a ambos en cónsules. La
razón fue que Minucio había conseguido
una pequeña victoria en una escaramuza
a la que los romanos, hambrientos de
noticias positivas, otorgaron mucha más
importancia de la que en realidad tenía.
Minucio, cansado también de las
contemplaciones de Fabio, decidió
actuar cuanto antes. Pero no tardó en
caer en una emboscada. En ella
perecieron muchos hombres, y si no
perdió a todo su ejército fue por la
oportuna llegada de los soldados del
dictador, que les cubrieron la retirada.
Agradecido y avergonzado, Minucio
entregó el mando a Fabio y lo saludó
como padre. Teniendo en cuenta que los
padres romanos poseían sobre sus hijos
el ius vitae necisque, «derecho de vida
y muerte», significaba que se ponía en
sus manos. Del mismo modo, ordenó a
sus hombres que se dirigieran a los de
Fabio como patronos, indicando con
ello que eran como esclavos liberados
que les debían gratitud.
Una batalla memorable
En diciembre de 217, el mandato de
Fabio expiró. Él y Minucio volvieron a
Roma y dejaron el ejército en manos del
cónsul Gémino y de Régulo, que había
sido elegido para sustituir al difunto
Flaminio.
Lo que había hecho Fabio, retener a
sus tropas para evitar un combate frontal
contra Aníbal, iba contra el ethos
guerrero de los romanos y contra el
instinto agresivo que mamaban desde
niños. En su momento fue muy criticado,
a pesar de que la posteridad y los
historiadores lo alabaron por su
prudencia.
Después de tres derrotas seguidas, la
táctica contemporizadora de Fabio
permitió a los romanos reponer fuerzas.
Ahora tenían de nuevo un ejército doble,
que además había ganado experiencia
con las marchas y moral con algunas
escaramuzas.
Por otra parte, las tropas de Cneo
Cornelio Escipión habían conseguido
algunos éxitos en España, sobre todo en
la batalla de Cisa, no muy lejos de
Tarragona. Allí, Cneo mató a seis mil
enemigos y tomó prisioneros a otros dos
mil. Entre ellos estaba Indíbil, caudillo
de los ilergetes —tribu que dio su
nombre a Lérida—. Crecidos por esta
victoria, los romanos le enviaron
refuerzos, mandados por su hermano
Publio, que ya se había repuesto de la
herida recibida en la batalla de Tesino.
La situación para Aníbal no era del
todo buena. Aunque había conseguido
vencer por tres veces, los aliados no
abandonaban la República, y él
empezaba a sufrir problemas de
suministros.
Conscientes de ello, los romanos
decidieron que era el momento de
volver a enfrentarse a él en una batalla
decisiva. Hasta entonces, habían
intentado combatir con dos ejércitos
consulares juntos, pero no lo habían
conseguido. En 217, Aníbal había
derrotado y herido a Publio Escipión
antes de que llegara su colega
Sempronio, y al año siguiente Flaminio
había muerto en la emboscada del lago
Trasimeno antes de recibir la ayuda de
Gémino.
Eso no volvería a ocurrir. Los dos
cónsules elegidos a principios de año —
para ellos, el mes de marzo— fueron
Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio
Varrón. El primero había sido ya cónsul
en 219 y había luchado en Iliria. Varrón,
por el contrario, era un homo novus,
como el difunto Flaminio.
El ejército que llevarían iba a ser un
monstruo, un auténtico juggernaut. Por
primera vez en la historia de Roma, el
senado decretó el alistamiento de ocho
legiones juntas, cuatro por cada cónsul.
Asimismo, cada legión disponía del
máximo de efectivos, cinco mil soldados
de infantería más trescientos de
caballería, lo que suponía más de
cuarenta mil hombres.
Como siempre, se exigió a los
aliados
que
aportaran unidades
equivalentes, más fuerzas de caballería
superiores. El resultado fue un ejército
de ochenta mil infantes y seis mil
jinetes, que debía enfrentarse contra los
cuarenta mil infantes y diez mil jinetes
de Aníbal.
Un ejército tan numeroso —
hablamos de cifras fiables esta vez, no
de fantasías como las de Heródoto sobre
los más de dos millones de persas de
Jerjes— suponía serios problemas de
logística.[19] Por eso, los romanos no
podían permitirse el lujo de tenerlo seis
meses movilizado sin combatir, como
había hecho Fabio.
Eso
demuestra
que
estaban
decididos a acabar de una vez por todas
con Aníbal. Y, puesto que sabían que no
podían superarlo en astucia, como
demostraban
la
emboscada
de
Trasimeno y la treta de los bueyes con
las antorchas, resolvieron aplastarlo
recurriendo a su especialidad, la fuerza
bruta, y a sus valores como pueblo, el
coraje y la agresividad.
Era una ocasión excepcional, y lo
sabían. Por eso los tribunos de cada
legión obligaron a sus hombres a prestar
el sacramentum, el juramento que hasta
entonces había sido voluntario: «Nunca
abandonaré las filas por miedo ni para
huir, sino tan sólo para recuperar o
conseguir un arma, matar a un enemigo o
salvar la vida a un compañero».
Casi el 30 por ciento de los
senadores formaban en aquel ejército, en
el que además se habían alistado muchos
de sus hijos. Entre los tribunos militares,
que
normalmente
eran
jóvenes
aristócratas que empezaban su carrera,
había muchos veteranos ya talluditos, y
bastantes de ellos habían sido pretores o
cónsules. Incluso Minucio, que había
sido el magister equitum de Fabio
Máximo, servía como tribuno.
En esta ocasión, los nobles romanos
demostraron que no sólo luchaban por la
gloria, sino que, cuarentones y
cincuentones incluso, podían asumir
mandos inferiores a los que habían
ostentado antes por servir a su patria.
Aníbal había pasado el invierno en
Gerunio, cerca del espolón que le brota
a la bota italiana por encima del tacón.
En verano abandonó este lugar y se
dirigió a la comarca de Apulia, al
sureste. Allí, sin que nadie lo molestara,
tomó una pequeña ciudadela junto al río
Aufido.
El lugar no poseía gran importancia,
pero en él se encontraba un gran
depósito de provisiones almacenadas
por los romanos. Gracias a ellas, Aníbal
pudo dejar de enviar durante un tiempo
partidas de forrajeo, actividad que
siempre resultaba peligrosa: los
forrajeadores
podían
caer
en
emboscadas, y apartarlos del grueso del
ejército dividía las fuerzas.
Las tropas de los dos cónsules no
tardaron en llegar allí desde el norte, y
montaron dos campamentos al otro lado
del río Aufido. La visión de un ejército
tan enorme sembró cierta inquietud entre
los cartagineses. Un oficial llamado
Giscón comentó que nunca había visto
una hueste tan grande, a lo que Aníbal
respondió: «Pues ya ves, seguro que con
todos los que son ninguno se llama
Giscón». No está muy claro si se trataba
de un chiste o quería decir que aquellos
ochenta y seis mil hombres valían menos
que cualquier cartaginés, pero su
comentario suavizó la tensión.
Pasaron unos días sin que se
planteara la batalla. Los dos cónsules
ejercían el mando en días alternos, pero
discutían los dos planes entre sí. Según
el relato de los historiadores, Paulo
prefería una táctica prudente y no le
convencía
el
terreno
de
las
inmediaciones porque era demasiado
llano, lo que favorecía a la caballería.
En cambio, Varrón quería luchar como
fuera. He matizado «según el relato»
porque Varrón, como homo novus,
cargaba con las antipatías de los nobles
romanos cuyas crónicas surtieron luego
de material a autores como Polibio o
Tito Livio.
El 1 de agosto, Aníbal desplegó a
sus tropas para ofrecer batalla. Paulo,
que estaba al mando ese día, la rehusó.
Para provocarlo, Aníbal envió a los
jinetes númidas a hostigar a los esclavos
romanos que cogían agua en el río, pero
no consiguió nada.
Al día siguiente, 2 de agosto, Varrón
tomó el mando. Él sí quería combatir,
pero no en la llanura más cercana al
campamento, sino al otro lado del río.
Allí podían cubrir su flanco izquierdo
con el propio Aufido y el derecho con
las elevaciones al norte de la ciudadela
abandonada. No eran precisamente
montañas, pero aquel terreno resultaba
menos propicio para la caballería y
podía evitar que Aníbal realizara una
maniobra envolvente por ese lado. A lo
que más temían los romanos era a su
caballería, cuerpo en el que los
cartagineses gozaban de superioridad
numérica.
Al amanecer, el ejército cruzó el río
y empezó a desplegarse. Junto a las
colinas, protegiendo su ala izquierda,
Varrón se apostó con la caballería
aliada, tres mil seiscientos hombres. En
la derecha, pegados a la orilla del
Aufido,
estaban
los
dos
mil
cuatrocientos jinetes romanos bajo el
mando del otro cónsul, Paulo. Y en el
centro, el grueso del ejército, formado
por las ocho legiones y las ocho alae
aliadas.
Dentro de las legiones, los
manípulos formaron como siempre, en
triple línea: astados, príncipes y triarios.
Pero esta vez lo hicieron en una
formación mucho más apretada. Si en
otras ocasiones constaban de ocho o
diez líneas de fondo, ahora redujeron el
frente a cinco hombres y dieron a cada
manípulo
una
profundidad
de
veintinueve líneas. Considerando que
había manípulos de astados, príncipes y
triarios, toda la formación tenía setenta y
cuatro líneas de profundidad y cubría un
frente de poco más de un kilómetro.
Era un despliegue insólito. En la
batalla, tan sólo combatían realmente los
hombres de las primeras líneas. ¿Para
qué acumular tanta gente atrás? Algunos
podrían lanzar sus pila sobre las
cabezas de sus compañeros, pero tan
sólo en los manípulos de los astados, y
como mucho los de las cinco primeras
filas.
Los expertos han buscado razones de
índole psicológica. Incluso en el
combate del siglo XX se ha observado
que los hombres tienden a agruparse
buscando la tranquilidad que brinda
tener cerca a los semejantes. Durante mi
servicio militar en infantería, recuerdo
la típica orden de «¡Dispersión!» en la
instrucción de combate. Sin embargo,
nos juntábamos en grupos de cinco o
seis, pese a saber que éramos mucho
más vulnerables a una ametralladora o
una granada virtuales…, o a un arresto
real.
En páginas anteriores hemos hablado
muchas veces de la agresividad de los
romanos y de su ethos guerrero. Pese a
todo, no deja de ser una generalización.
Muchos de los jóvenes y no tan jóvenes
que formaban en esas legiones se sentían
aterrorizados ante la perspectiva de
enfrentarse al enemigo.
Los
tratadistas
antiguos
recomendaban poner en la primera fila a
los hombres más valientes para que
lucharan, pero también en la última para
evitar que los demás pudieran escapar.
En el ejército romano ésa era una
función de los optiones, los mandos
inmediatamente inferiores en rango a los
centuriones. Éstos, por su parte,
luchaban en la primera fila.
En una formación tan profunda como
la que ordenaron Varrón y Paulo, los
soldados de coraje más dudoso estarían
rodeados por camaradas, lo que
aumentaría al mismo tiempo su valor y
la vergüenza de que los demás los
vieran flaquear o tratar de huir. Era una
forma de mantener por más tiempo la
moral de todo el ejército, con la idea de
que la del adversario se quebrara antes.
Pues el miedo es una emoción que se
contagia colectivamente con tanta
rapidez como los impulsos de odio y
agresión, o como la euforia del triunfo.
Por otra parte, desde el punto de
vista táctico una formación profunda
ofrecía ciertas ventajas. Una columna
avanza más rápido y en línea más recta
que una fila extendida. Además, de ese
modo, el empuje de las legiones era más
intenso y concentrado: lo que querían
los romanos era romper el centro
enemigo. Sabían que se hallaban en
inferioridad en caballería, pero
pensaban resistir el tiempo suficiente
para que las ocho legiones y las ocho
alae —dieciséis legiones a todos los
efectos— no sólo superaran a la
infantería adversaria, sino que la
destrozaran.
En las mentes de los cónsules y
también en sus arengas debieron
conjugarse mucho los equivalentes
latinos de los verbos «machacar»,
«aplastar», «laminar». Su idea no era
abrir una brecha entre las unidades de
Aníbal, sino pasarles por encima como
una apisonadora. Después, ya se
encargarían de la caballería enemiga,
que no tendría nada que hacer contra
unas formaciones cerradas, erizadas de
lanzas y de pila y con la moral muy alta
tras su victoria.
Cuando las legiones cruzaron el río y
empezaron a desplegarse, Aníbal aceptó
el desafío e hizo lo propio. Los romanos
pudieron ver cómo frente a los jinetes
latinos de Varrón, en el ala derecha de
las tropas enemigas, se apostaba la
caballería númida mandada por
Mahárbal. En el ala izquierda, para
luchar contra los equites romanos de
Paulo, estaban los jinetes celtas e
hispanos, con armamento más pesado
que los númidas.
Entre ambas caballerías se extendía
la infantería, los galos en el centro y los
hispanos a ambos lados. Para cubrir el
mismo frente que los romanos, que los
superaban en número, Aníbal los
dispuso en una línea larga y delgada,
con tan sólo cuatro o cinco filas de
profundidad.
Todo se hallaba dispuesto. El sol
había subido ya y empezaba a apretar de
firme, pues se encontraban en plena
canícula. En la llanura había más de
ciento veintiséis mil hombres —los
romanos habían dejado diez mil para
guardar el campamento— y dieciséis
mil caballos.
Obedeciendo las señales de las
trompetas y los estandartes, ambos
ejércitos empezaron a avanzar.
En ese momento ocurrió algo
extraño. En lugar de caminar al mismo
ritmo que las demás, las unidades de
galos situadas en el centro de la línea
púnica se adelantaron, formando poco a
poco una media luna. Era allí, en el
medio, donde la formación de Aníbal se
había roto en la batalla de Trebia. Ahora
era de esperar que ocurriera lo mismo,
puesto que en esa zona estaban las
mejores legiones romanas.
Los romanos se preguntaron qué
pretendía Aníbal con aquella maniobra.
¿Pasar cuanto antes por el amargo trance
de ver aplastado el corazón de su
formación? ¿O era fruto de la
impaciencia de los guerreros celtas?
Mientras las unidades pesadas
avanzaban
lentamente,
haciendo
retemblar el llano con sus pisadas, la
infantería ligera de ambos ejércitos se
adelantó.
Durante
unos
minutos
intercambiaron proyectiles y se libraron
algunos combates individuales entre
ellos. Aquellos movimientos y el avance
de los demás levantaron las primeras
polvaredas, lo que dificultaba la
visibilidad. En realidad, los soldados
romanos que estaban por detrás de las
primeras filas ni siquiera debían ver al
enemigo, sólo un bosque formado por
las plumas que coronaban los cascos de
sus propios compañeros.
Normalmente, el enfrentamiento
entre ambas infanterías ligeras no
resolvía nada. ¿Por qué se producía,
entonces?
En cierto modo era un ritual, pero no
se trataba sólo de eso. Estas tropas
veloces no resultaban aptas para el
choque cuerpo a cuerpo, pero podían
hostigar con sus proyectiles a la
infantería pesada y acercarse lo
suficiente como para hacer puntería y
matar a bastantes soldados de las
primeras filas si no andaban con
cuidado. Por eso, todo ejército debía
disponer de infantería ligera para
contrarrestar la del enemigo.
Tras estos preliminares, las tropas
ligeras se retiraron: algunos se colaron
entre los huecos de las primeras filas y
otros acudieron a las alas para reforzar
la caballería.
Después, Asdrúbal se lanzó a la
carga con la caballería hispana y gala, y
el cónsul Paulo hizo lo propio con los
equites romanos. En otras ocasiones, se
producían maniobras con embestidas y
retiradas alternativas, pero esta vez los
escuadrones chocaron de frente. El
combate se trabó, y muchos de los
jinetes desmontaron y lucharon cuerpo a
cuerpo. Aunque los romanos pelearon
con coraje, los enemigos eran más y
poco a poco los hicieron retroceder
hasta el río.
En el otro flanco, el cónsul Varrón y
la caballería aliada se enfrentaron a los
númidas. Allí la lucha presentó otra
índole muy distinta. Los númidas
galopaban en pequeños escuadrones,
montando a pelo y manejando a sus
caballos con las rodillas mientras
lanzaban sus jabalinas contra los
enemigos. Tras disparar volvían grupas
al instante y, entre burlas y
provocaciones, se retiraban antes de que
los pudieran alcanzar.
De momento, más que causar graves
daños, esos ataques molestaban a Varrón
y sus hombres. El cónsul podría haber
perseguido a los númidas, pero se
conformó con mantener la posición: su
misión era proteger el flanco izquierdo,
y era lo que estaban haciendo.
Mientras la caballería luchaba en
ambos lados con suerte dispar, las
legiones y las alae siguieron avanzando.
Debido a lo profundo de su formación,
los manípulos eran casi columnas, de
modo que caminaban más rápido de lo
habitual. En cambio, la primera línea de
Aníbal, con aquel centro que se había
adelantado a los demás, refrenó el paso
y se quedó quieta para recibir la
embestida.
Antes del choque, los astados de las
primeras filas romanas lanzaron sus
pila, hiriendo a bastantes enemigos e
inutilizando muchos escudos. Al mismo
tiempo, recibieron andanadas de
venablos, entre ellos el temible saunion
ibérico, un proyectil forjado por
completo en hierro. Los dardos de los
enemigos contaban con una ventaja: se
había levantado un viento local, el
Volturnus, que arrojaba polvo contra los
ojos de los romanos y al mismo tiempo
frenaba sus proyectiles e impulsaba los
del ejército cartaginés.
Tras soltar los pila, los legionarios
desenvainaron las espadas y se lanzaron
a la carga entre gritos de guerra.
Pese a que la formación de celtas e
hispanos era mucho menos profunda, a
la hora de la verdad tan sólo podían usar
sus lanzas y sus espadas los hombres
que estaban en la primera fila, por lo
que el ejército cartaginés resistió la
primera embestida.
Los galos del centro, al estar más
adelantados, chocaron antes que los
demás. Los guerreros celtas enarbolaban
sobre sus cabezas sus largas espadas de
doble filo, lanzando tajos de arriba
abajo. Los legionarios levantaban sus
escudos para detener los golpes y,
agazapándose, trataban de estoquear a
sus enemigos en las piernas o en las
ingles.
Aunque los galos eran en promedio
más altos que los romanos, éstos podían
ver por detrás de sus cabezas las figuras
de los oficiales que cabalgaban tras sus
líneas. Allí estaban el propio Aníbal y
su hermano Magón, dando instrucciones
y ánimos a sus tropas.
Pero, a pesar de estos ánimos, tras
breves pausas seguidas de nuevas
cargas, los hombres de Aníbal
empezaron a retroceder. Quizá la causa
era la idiosincrasia de los guerreros
galos, que se batían con denuedo en los
primeros minutos de la batalla, pero
luego se desanimaban si veían que
tardaban en vencer. (Esto aseguraban los
autores romanos; puede tratarse del
típico cliché despectivo sobre otro
pueblo, por supuesto).
El retroceso de esta vanguardia hizo
que se rompiera la figura de la media
luna.
Los
romanos
siguieron
presionando, y ahora el centro del
ejército de Aníbal retrocedió tanto que
la forma cóncava del principio se
convirtió en convexa.
A esas alturas, todo el frente había
entrado en contacto. Más de mil metros
de gritos, empujones, tajos, estocadas,
clangor de hierro contra hierro, sangre,
vísceras y nubes de polvo. Sin embargo,
donde
más
presión
seguía
produciéndose era en el medio, y allí los
romanos estaban venciendo, tal como
esperaban. El propio cónsul Paulo dejó
a sus jinetes peleando a orillas del río y
acudió cabalgando para exhortar a sus
hombres, pues sabía que la victoria se
estaba jugando en el centro del tablero.
Poco a poco, los huecos entre los
manípulos desaparecieron, conforme
más y más tropas romanas y aliadas
convergían en el medio para incrementar
el impulso y terminar de romper las
líneas enemigas.
Y por fin lo consiguieron. Los galos
cedieron en muchos puntos, se dieron la
vuelta y echaron a correr. Entre gritos de
victoria, los jóvenes astados los
persiguieron. Muchos de los que habían
reservado sus pila los lanzaron o se los
pasaron a los camaradas adelantados
para que practicaran el tiro al blanco
con las espaldas de los celtas.
Fue entonces cuando esos primeros
hombres, al sobrepasar la línea rota de
los galos, pudieron ver parte del campo
de batalla que hasta entonces les había
permanecido oculta. Y se llevaron una
inquietante sorpresa.
A ambos lados había dos
formaciones de infantería que hasta
entonces no habían entrado en liza. En
lugar de estar desplegadas hacia el
frente, formaban en perpendicular, dos
columnas que dibujaban entre ellas un
ancho pasillo.
Eran los soldados de la infantería
pesada libia, unos diez mil hombres en
total. Perfectamente alineados y
descansados, al recibir la orden de
Aníbal giraron noventa grados en el
sitio, unos a la derecha y otros a la
izquierda, de tal manera que se quedaron
mirando al centro de aquel pasillo por el
que los legionarios seguían entrando en
tropel.
A
esas
alturas,
el
puro
apelotonamiento había desorganizado a
los romanos. Mientras los que se
encontraban en los flancos se giraban
para hacer frente a la nueva amenaza de
los libios, por detrás de aquella
formación de más de setenta filas los
soldados
seguían
avanzando
y
empujando, ignorantes de lo que ocurría
y convencidos de que la victoria estaba
cerca.
Todo había sido una trampa, una
inmensa ratonera preparada por el genio
táctico de Aníbal. El centro adelantado
no era más que un señuelo para atraer
allí la presión de los romanos y
conseguir que poco a poco apretaran aún
más sus filas formando una gigantesca
cuña. Para tender ese cebo había
sacrificado a muchos galos, pero gracias
a eso los romanos habían entrado por su
propio pie en la boca del lobo.
Y ahora las fauces plagadas de
colmillos empezaban a cerrarse.
Incluso las tropas celtas e iberas de
la primera fila, que habían soportado lo
peor del combate y sufrido miles de
bajas, se recompusieron y volvieron al
ataque. En cuestión de minutos, los
romanos quedaron embolsados por tres
lados.
Tan sólo los que estaban en contacto
directo con el enemigo sabían lo que
pasaba, o al menos lo sospechaban. Pero
incluso algunos de ellos cayeron en la
confusión. Aníbal había equipado con
armamento romano a buena parte de los
infantes libios. Entre la polvareda y el
griterío, muchos legionarios creyeron
que los soldados que venían hacia ellos
eran camaradas, y no salieron de su
error hasta que les clavaron las lanzas.
La situación en el núcleo de aquella
enorme masa humana debía de ser muy
distinta. Imaginemos una manifestación,
la salida de un partido de fútbol o una
hora punta en el metro: muchos hombres
apenas veían sobre sus cabezas, y
empujaban y eran empujados sin saber
lo que pasaba, quizá convencidos de que
los empellones eran una molestia
pasajera y de que todavía estaban
ganando la batalla.
Toda coyuntura es susceptible de
empeorar, y la de los romanos lo hizo.
Junto a la orilla del río, la caballería
hispana y gala de Asdrúbal había
terminado de destruir y poner en fuga a
la romana. Después, volvió grupas hacia
la derecha y cabalgó en ayuda de los
númidas que luchaban contra Varrón y
los aliados.
El cónsul, al ver que los atacaban
por la espalda, comprendió que se iban
a encontrar atrapados entre los númidas
de Mahárbal por un lado y los jinetes de
Asdrúbal por otro. Eso significaba su
aniquilación segura, así que antes de que
los acorralaran dio orden de retirada, y
él y sus hombres huyeron del campo de
batalla. En ese momento, los romanos ya
no disponían de caballería.
Asdrúbal dejó que Mahárbal se
encargara de la persecución con los
veloces númidas, expertos en esas lides.
Después, siguiendo las instrucciones
recibidas antes de la batalla, ordenó a
sus hombres que cargaran contra la
retaguardia de las legiones.
De pronto, los veteranos triarios,
que no esperaban entrar en combate,
oyeron gritos y relinchos a su espalda.
Al volverse, descubrieron que los
escuadrones de caballería pesada
hispana y gala embestían contra ellos
entre nubes de polvo.
La trampa, que hasta entonces tenía
tres lados, terminó de cerrarse por el
cuarto. Los romanos seguían siendo más
que sus enemigos, pero de poco les
valía su superioridad numérica. Tan sólo
los que estaban en contacto directo con
el enemigo podían luchar, pero lo hacían
en completo desorden y no podían
retroceder porque a la espalda se
topaban con una masa compacta formada
por sus compañeros. En cambio, los
hombres de Aníbal disponían de sitio de
sobra y podían recular, tomar aire o
dejar que otros compañeros los
sustituyeran en la labor.
Porque de una siniestra labor se
trataba ahora. Los romanos se habían
convertido en atunes atrapados en una
almadraba, y sus enemigos en atuneros
que los masacraban a golpe de arpón.
Antes no mencioné el nombre de la
ciudadela en la que se encontraba el
depósito de víveres.
Por supuesto, era Cannas.
La batalla de Cannas, la obra
maestra de Aníbal. Una maniobra
envolvente doble, la perfección
suprema, la aniquilación definitiva del
ejército adversario. Una batalla que se
ha estudiado como ejemplo en las
academias militares de Occidente a
través de los siglos.
Pero, tras la brillante táctica de
Aníbal, ahora venía la parte más
siniestra.
La matanza.
Cuando el sol se hundió en el horizonte,
la llanura se había convertido en un
enorme cementerio. Cincuenta mil
soldados romanos y aliados yacían
muertos sobre el polvo o en confusas
montoneras sobre los cadáveres de sus
camaradas.
No es un detalle que haya
encontrado en ningún libro o artículo
sobre la batalla, pero estoy convencido
de que la mayoría de esos cadáveres no
presentaban heridas de lanzas o espadas.
Si las tenían, las habían recibido
después de muertos. Enseguida me
explicaré.
El experto Peter Connolly, conocido
por sus magníficas ilustraciones, afirma
que si murieron tantos legionarios fue
porque debieron romper las filas y huir.
De haberse mantenido en el sitio y
luchado hasta el último momento,
sostiene él, no habrían perecido tantos
hombres.
Es cierto que la mayoría de las bajas
se producían en el último momento,
cuando los contendientes de un bando
rompían filas, arrojaban los escudos y
huían despavoridos.
Sin embargo, creo que en Cannas las
cosas ocurrieron de otro modo. Allí no
había retirada: tan sólo diez mil
hombres lograron escapar, pero una vez
que se cerró del todo la trampa los
demás quedaron encerrados.
En los bordes exteriores de aquella
enorme masa humana en que se había
convertido el doble ejército consular,
los soldados luchaban y morían o
mataban por las armas.
Pero en el interior, miles de romanos
y aliados debieron de perecer
aplastados unos contra otros, casi sin
darse cuenta, sin comprender tan
siquiera lo que estaba ocurriendo.
La razón es la llamada «asfixia
compresiva». En grandes multitudes que
se aglomeran contra un obstáculo como
una pared o unas vallas, unas personas
se aprietan tanto contra otras que sus
propias costillas les comprimen la caja
torácica impidiéndoles tomar aire. En el
caso de Cannas, la pared estaba formada
por los escudos, las espadas y las lanzas
de los soldados de Aníbal.
Por desgracia, podemos encontrar
paralelismos cercanos. En 1964, en el
estadio de Lima perecieron trescientas
dieciocho personas aplastadas y
asfixiadas. En 1985, en el de Heysel
murieron treinta y nueve personas ante
las cámaras justo antes de la final de la
Copa de Europa entre el Liverpool y la
Juventus. Cuatro años después, en el
estadio de Hillsborough murieron
noventa y seis, todos ellos hinchas del
Liverpool. Más cerca en el tiempo,
veintiuna personas perdieron la vida en
la Loveparade de Duisburg, en
Alemania. Y la lista es mucho más larga.
Por los estudios periciales sobre
estas tragedias, se calcula que la fuerza
que puede actuar comprimiendo las
costillas de una persona atrapada entre
estas aglomeraciones es de casi
quinientos kilos. En desgracias así, las
pilas de cadáveres han llegado a
alcanzar los tres metros de altura:
imaginemos el peso que sufren quienes
quedan debajo.
Para comprender lo que debieron
experimentar los soldados romanos,
traduzco a continuación los recuerdos de
William Mason, un escocés que tenía
dieciocho años en 1971, cuando se
produjo uno de estos desastres en Ibrox
Park. El equipo local, los Rangers de
Glasgow, jugaba contra los Celtics:
Bien pasado el pitido final, mis
cinco compañeros y yo nos
dirigimos hacia la salida de la
escalera 13. Como era habitual
por aquel entonces, sobre todo
en partidos importantes, había
mucha aglomeración en la parte
superior de las escaleras.
Cuando empecé a bajar, noté
cómo mis pies se despegaban del
suelo por la presión de la
multitud. Eso también era
habitual, pero cuando había
recorrido la cuarta parte del
trayecto empecé a caer hacia
delante lentamente.
La aglomeración empezó a ser
insoportable, hasta que cuando
estaba a mitad de camino la
multitud dejó de moverse, pero
la presión continuaba.
Yo estaba atrapado, empezaban a
aplastarme y me encontraba en
posición casi horizontal. Aun
así, me las arreglé para liberar
la parte superior del pecho y
conseguí al menos respirar.
A mí alrededor oía gritos y
sollozos, pero conforme pasó el
tiempo —estuve atrapado al
menos cuarenta y cinco minutos
—, las voces se fueron apagando
hasta que se hizo casi el silencio.
Yo sólo quería dormir —era por
la asfixia, por la falta de oxígeno
—, pero el hombre que tenía a
mi lado me abofeteó la cara para
mantenerme despierto.
Seguí consciente hasta que la
policía me rescató, y me
llevaron al terreno de juego,
donde me tumbaron. […] Ésta
fue la peor parte.
«La peor parte» para el joven
escocés fue ver el césped lleno de
camillas con cadáveres. En aquella
ocasión murieron sesenta y seis
personas.
Pensemos ahora en lo que debió de
ocurrir en el centro de la trampa tendida
por Aníbal. En esta ocasión no había
policías intentando ayudar a la gente,
sino soldados enemigos agravando la
presión con su propio empuje.
Cannas fue la peor matanza de la
Antigüedad. Es evidente que las cifras
de muertos de otras batallas están
exageradas. A menudo, cuando un autor
antiguo nos habla de veinticinco mil
fallecidos hay que pensar más bien en
veinticinco mil bajas, incluyendo
heridos y soldados que huyen y no
regresan a sus unidades.
Pero en Cannas fue distinto. A lo
largo de la historia, los combatientes
siempre han tendido a minimizar sus
bajas y acrecentar las del contrario.
Aquí son los propios romanos quienes
nos hablan de la debacle sufrida por los
suyos, y reconocen —otra rara
circunstancia— que les sucedió
hallándose en clara superioridad
numérica.
Además, los datos que añaden sobre
estas bajas son muy concretos, y muchos
de los muertos tienen nombres y
apellidos. Allí cayeron el cónsul Paulo,
Gémino, cónsul del año anterior, y
Minucio Rufo, que había sido
lugarteniente del dictador Fabio
Máximo. También perdieron la vida
Atilio y Furio Bibulco, los dos cuestores
que ejercían como ayudantes de los
cónsules. Veintinueve de los cuarenta y
ocho tribunos militares perecieron, y si
no cayeron más fue porque muchos
luchaban a caballo y lograron huir. De
los inscritos en las listas del senado,
murieron ochenta personas.
En suma, la carnicería fue tal que los
historiadores la comparan con batallas
del siglo XX como las del Somme o
Verdún, con la diferencia de que en éstas
las bajas se produjeron en frentes de
decenas de kilómetros, mientras que
aquí la matanza se concentró en un
espacio que, con la presión final, no
debía abarcar mucho más de un
kilómetro cuadrado.
Los autores antiguos añaden ciertos
detalles truculentos. Algunos muertos
aparecieron con las cabezas enterradas
en hoyos que ellos mismos habían
excavado en el suelo. Pero lo que más
horrorizó a los soldados que revolvían
en las pilas de cadáveres fue encontrar a
uno de los suyos, un númida que todavía
respiraba bajo el cuerpo de un romano.
Le faltaban las orejas y la nariz: el
romano, antes de expirar, se las había
arrancado a bocados.
En la guerra hay épica, pero esta
épica siempre esconde su reverso
tenebroso. Al pensar en esos miles de
hombres, la mayoría jóvenes, saliendo
de Roma con paso marcial, con sus
armas brillantes y sus ropas limpias,
despidiéndose de sus madres, sus
mujeres y sus hijos, e imaginarlos luego
cubiertos de sangre, polvo y moscas,
fundidos en el anonimato de la muerte,
dan ganas de llorar.
¿Cuántos se salvaron? Casi veinte mil
hombres cayeron prisioneros entre el
campo de batalla y los dos campamentos
romanos. El cónsul Varrón logró huir
con unos setenta jinetes. Por otra parte,
unos diez mil soldados que habían
logrado romper el cerco huyeron
remontando el curso del río Aufido hasta
Canusio. Allí se reorganizaron bajo el
mando de cuatro tribunos.
Entre ellos se encontraba Publio
Escipión, el mismo que había salvado la
vida de su padre en la batalla de Tesino.
Cuando algunos de los jóvenes nobles
propusieron huir fuera de Italia y
convertirse en mercenarios, Escipión
desenvainó la espada y les obligó a
jurar que seguirían siendo fieles a la
República.
Después de esto, Escipión se enteró
de que el cónsul se hallaba cerca, en
Venusia, y le mandó un mensaje. Varrón
regresó y se hizo cargo de los hombres.
Es posible que el incipiente motín de los
tribunos se hubiera extendido a muchos
soldados y que el cónsul lo reprimiera,
pero no queda nada claro.
Eso explicaría en parte cómo se
comportó
el
Estado
con
los
supervivientes. Varrón logró formar con
ellos dos legiones, que recibirían el
nombre de legiones Cannenses. Cuando
llegó a Roma, los senadores salieron a
recibirle y le dieron las gracias en
público por no haber desesperado de la
República. Aunque no volvió a ser
cónsul, recibió varios mandos militares
y participó en embajadas a Macedonia y
África, lo que demuestra que, pese a ser
un homo novus, no sufrió el ostracismo
de sus pares.
En cambio, los hombres de esas dos
legiones fueron castigados por el delito
de haber sobrevivido a aquella terrible
derrota. No sólo dejaron de pagarles,
sino que los enviaron a la isla de
Sicilia,
donde
permanecieron
desterrados en la práctica hasta el año
204. Tan sólo ellos entre todos los
romanos siguieron movilizados durante
todo el conflicto con Cartago. Como las
define Santiago Posteguillo en la novela
del mismo título, eran «las legiones
malditas». Pero al mismo tiempo se
convirtieron en los soldados más
experimentados, y rendirían grandes
servicios a la República que con tanta
crueldad las había tratado.
Después de Cannas
Aníbal también había sufrido muchas
bajas, considerando que era el
vencedor: cinco mil setecientos muertos.
De ellos, cuatro mil eran galos. Un
resultado lógico, ya que eran quienes
habían chocado de frente contra las
legiones en el centro del campo de
batalla.
Durante un par de días, los hombres
de Aníbal se dedicaron a enterrar a sus
muertos, recoger el botín y reunir a los
prisioneros. A los que eran italianos,
Aníbal los soltó y los envió de regreso a
sus ciudades.
Como había ocurrido tras la victoria
del lago Trasimeno, no había nada que
se interpusiera entre Aníbal y Roma. Y
esta vez sus hombres se hallaban en
mejores condiciones físicas.
Mahárbal, que había mandado la
caballería númida durante la batalla, le
propuso a su general: «Deja que me
adelante con mis hombres, y en cinco
días celebrarás el banquete de la
victoria en el Capitolio». Cuando
Aníbal se mostró reacio a marchar sobre
Roma, Mahárbal contestó: «Los dioses
no conceden todos sus dones al mismo
hombre. Tú sabes vencer, Aníbal, pero
luego no sabes cómo aprovechar la
victoria».
Los historiadores han discutido
mucho si Aníbal se equivocó o no al no
atacar directamente Roma. Había puntos
en contra, sin duda. Las murallas de la
ciudad
eran
prácticamente
inexpugnables, y asediarla le habría
supuesto un problema logístico. Pero de
haber marchado contra Roma, tal vez
habría puesto más presión sobre el
senado y el pueblo, y quién sabe si
habría conseguido la rendición de su
enemigo.
En realidad, el problema volvía a
ser el concepto que cada bando tenía de
la guerra. Pese a la carnicería de
Cannas, Aníbal no buscaba la
destrucción de Roma, tan sólo derrotarla
hasta tal punto que por fin reconociera
su inferioridad y firmara un tratado de
paz ventajoso para Cartago. Como dijo a
los prisioneros romanos: «Esta guerra
no es a muerte, sino por el poder y el
honor».
Pero de nuevo se topó de bruces con
un enemigo que era tan implacable con
los demás como, lo que resultaba aún
más escalofriante, consigo mismo. Un
enemigo que sólo contemplaba dos
opciones: o vencer por completo al
adversario o perecer aniquilado en el
intento.
Los cautivos que Aníbal guardaba en
su poder eran ocho mil, una cifra
suficiente como para formar dos
legiones. Tras la batalla, intentó
negociar su rescate, como había hecho
hasta el momento y como se había
actuado en la Primera Guerra Púnica.
Para su estupefacción, descubrió que los
senadores no sólo se negaban a pagar,
sino que ni tan siquiera estaban
dispuestos a discutir. Aquellos viejos
severos y terribles incluso prohibieron a
su enviado, Cartalón, que entrara en la
ciudad.
En los dos años de guerra, los
romanos y sus aliados habían sufrido
cien mil bajas, una cifra que daba
vértigo y que suponía el 10 por ciento de
los varones reclutables. ¿Cómo podían
permitirse el lujo de no rescatar a ocho
mil de sus ciudadanos y de desterrar a
dos legiones enteras?
A estas alturas, Aníbal debió menear
la cabeza y decirse a sí mismo que no
estaba luchando contra seres humanos.
Dada la emergencia, los romanos
nombraron un dictador, Marco Junio
Pera. Como era habitual en ellos,
pensaron que algo malo debían haber
hecho contra los dioses para merecer un
castigo semejante. Al empezar a
investigar, descubrieron que dos de las
vírgenes vestales, Opimia y Floronia, ya
no lo eran. Una de las dos se suicidó,
pero la otra fue enterrada viva. El
seductor de ambas, un sacerdote, fue
flagelado por el pontífice máximo y
murió como resultado de los azotes.
La
ocasión
exigía
medidas
extraordinarias, así que los decenviros
encargados de los libros sibilinos —
aquellos que Tarquino compró por un
precio exorbitante— consultaron en
ellos. La fórmula que encontraron para
apaciguar a los dioses era una
barbaridad, pero la aplicaron, y
sacrificaron a dos griegos de ambos
sexos y otros dos celtas.
También tomaron medidas más
prácticas. Se llevó a cabo una nueva
leva en la que se reclutó a jóvenes de
diecisiete años, y se rebajaron los
requisitos económicos para convertirse
en legionario. Así formaron cuatro
legiones en Roma. Además, se ofreció la
libertad a los esclavos que se alistaran,
y de este modo se consiguieron otras dos
legiones de volones, «voluntarios».
Incluso reos y deudores condenados
recibieron la amnistía a cambio de
empuñar las armas. De las que, por
cierto, andaban cortos, de modo que
tomaron las que se exhibían en los
templos de la ciudad, y las familias
descolgaron de sus paredes las que
guardaban como herencia de los triunfos
de sus antepasados.
Tras la batalla de Cannas, algunas
ciudades italianas «corrieron en auxilio
del vencedor», como suele decirse en
política con bastante mala idea. También
muchos de los lucanos y varias tribus
samnitas abrazaron el bando de Aníbal.
El más importante de estos
«fichajes» fue Capua. Era la segunda
ciudad de Italia y podía poner en el
campo de batalla más de treinta mil
hombres. Aníbal la utilizó como base de
operaciones y como alojamiento en
bastantes ocasiones.
Las cosas marchaban bien para
Cartago. Al año siguiente de Cannas
murió Hierón, el anciano rey de
Siracusa. Su nieto Hierónimo[20] pensó
que era hora de cancelar la vieja alianza
con los romanos y se pasó al bando
púnico. Por otra parte, el joven rey de
Macedonia, Filipo V, envió embajadores
a Aníbal, y se comprometió a expulsar a
los romanos de Iliria y enviar falanges a
Italia.
Pese a que el bote parecía lleno de
agujeros y a punto de hundirse, los
romanos reaccionaron con calma. Si las
tropas macedonias pisaban Italia podía
ser el fin para ellos, así que se aliaron
con la Liga Etolia en Grecia y libraron
la Primera Guerra Macedónica. Aunque
no pudieron implicarse en serio en ella,
evitaron que Filipo enviara refuerzos a
Aníbal. Y, por supuesto, tomaron nota
para más adelante. A rencorosos nadie
ganaba a los romanos.
En Italia tenían muy claro que no
iban a volverse a enfrentar en campo
abierto con Aníbal. Habían tropezado
cuatro veces en la misma piedra, y con
eso era suficiente. Tras criticar tanto a
Fabio Máximo Cunctator por su
estrategia de mantener las distancias,
ahora empezaron a alabarlo. Para
demostrar la estima en que lo tenían,
durante el curso de la guerra volvieron a
elegirlo cónsul tres veces más.
El asedio de Siracusa
Dentro de Siracusa, como ocurría en
todas las ciudades griegas, existían
facciones políticas en lucha constante.
El viejo Hierón las había sujetado con
puño de hierro durante más de cinco
décadas. Pero su nieto Hierónimo, con
sólo quince años, no tenía experiencia ni
personalidad, y la situación se le fue de
control. Llevaba sólo trece meses
reinando cuando fue asesinado en una
conspiración prorromana. Lo sucedió su
tío Adranodoro, que también fue
eliminado poco después por la misma
facción.
El vacío de poder lo rellenaron dos
hermanos
llamados
Epícides
e
Hipócrates, quienes siguieron una
política antirromana. Tras diversas
vicisitudes, lograron librarse de todos
sus rivales y convertirse en los amos de
Siracusa.
Los romanos no podían permitirse
que la ciudad más importante de Sicilia
se pasara al bando cartaginés, de modo
que enviaron allí a uno de sus cónsules,
Claudio Marcelo. Era el mismo
personaje que unos años antes había
ganado los spolia opima al matar al rey
de los gesatas, Viridomaro.
Los romanos asediaron Siracusa por
tierra y por mar, empleando todos los
recursos que tenían e inventando alguno
nuevo. Por ejemplo, la sambuca.
Consistía en dos galeras que se unían
quitándoles los remos de un lado y
construyendo una plataforma sobre
ambas cubiertas. Después, en las proas
se montaban grandes escalas protegidas
por pantallas de mimbre. Estas escalas
se levantaban a modo de grúas mediante
cables atados a los mástiles y se dejaban
caer sobre las murallas, para que los
soldados treparan hasta el adarve y lo
tomaran. En cierto modo, se trataba de
una evolución del cuervo que se había
usado en los quinquerremes de la
Primera Guerra Púnica.
Marcelo
hizo
montar
cuatro
sambucas. Con ellas atacó las murallas
que daban al mar, mientras lanzaba una
ofensiva simultánea por tierra.
Pero Siracusa resistió sus asaltos.
Las murallas habían sido reforzadas, y
en la ciudad existía desde hacía tiempo
la tradición de fabricar máquinas de
guerra más avanzadas que en ningún otro
sitio.
Por si fuera poco, los siracusanos
contaban con el mayor genio científico
de la Antigüedad: Arquímedes.
Arquímedes, físico, matemático,
astrónomo e ingeniero, tenía por
entonces más de setenta y cinco años.
Bajo su supervisión, sus compatriotas
construyeron catapultas que lanzaban
piedras y proyectiles de todos los
tamaños con una precisión increíble.
Aparte de aplastar a los legionarios que
intentaban acercarse a las murallas,
estas catapultas lanzaron sobre las
sambucas rocas de más de trescientos
kilos de peso que destrozaron las
plataformas que sujetaban las escalas
móviles. Marcelo, temiéndose que los
barcos acabaran a pique, ordenó que se
retiraran.
Arquímedes diseñó más ingenios.
Había, por ejemplo, enormes grúas que
se proyectaban por encima de la
muralla. De ellas colgaban cadenas con
garfios que se enganchaban a la proa de
los barcos atacantes. Por medio de
contrapesos, estas grúas, conocidas
como
«garras
de
Arquímedes»,
levantaban las naves de proa, lo que
hundía sus popas y hacía que se llenaran
de agua. Después las soltaban de golpe,
con lo que unas naves volcaban y otras
quedaban inutilizadas.
El más llamativo de estos inventos
era el llamado «espejo ustorio», un
ingenio óptico que reflejaba y enfocaba
los rayos del sol sobre los barcos
enemigos hasta prender fuego a su
maderamen. Ni Polibio ni Plutarco lo
mencionan, así que los historiadores
siempre han visto este artefacto con
bastante escepticismo.[21]
Con «rayo de la muerte» o sin él, los
dispositivos de Arquímedes sembraron
el pavor entre los romanos y
demostraron, en palabras de Polibio,
que «el genio de un hombre es superior
a una gran cantidad de manos». Marcelo
renunció a expugnar la ciudad mediante
un asalto directo y decidió rendirla por
hambre. El sitio se prolongó tanto que su
mandato expiró, pero el senado lo
nombró procónsul y de ese modo pudo
seguir dirigiendo las operaciones.
Para su desgracia, los romanos eran
incapaces de bloquear el puerto de
forma eficaz, y una flota cartaginesa de
cincuenta y cinco barcos consiguió
entrar en Siracusa con refuerzos y
provisiones.
A principios de 212, no obstante,
Marcelo decidió lanzar un ataque
sorpresa. A menudo se acercaba a la
muralla bajo tregua para pactar
intercambios de prisioneros de ambos
bandos. Así se fijó en que una torre en
particular parecía mal custodiada.
Contando en vertical el número de
sillares de la muralla pudo calcular su
altura, de modo que ordenó la
construcción de escalas de longitud
apropiada.
Poco después, un desertor informó a
Marcelo de que los siracusanos estaban
celebrando un festival de tres días en
honor de la diosa Ártemis. Al parecer
Epícides, que seguía gobernando la
ciudad, había repartido vino en
abundancia para compensar a sus
conciudadanos lo que no comían.
Sospechando que la vigilancia decaería
mucho durante esos días y que los
siracusanos, con el estómago repleto tan
sólo de vino, estarían bastante
borrachos, Marcelo lanzó el ataque
durante la tercera noche del festival.
La maniobra fue un éxito. El equipo
de asalto trepó por las escalas, mató a
los defensores medio beodos, ocupó dos
torres y abrió la puerta de Hexapilón.
Así Marcelo se apoderó de la zona
conocida como las Epípolas.
Los demás distritos fueron cayendo
en sus manos poco a poco. El último fue
el de Acradina. Cuando por fin se
apoderó de ella, Marcelo, furioso por la
pertinaz resistencia de los siracusanos,
dio permiso a sus soldados para saquear
la ciudad. Pero también impartió
órdenes estrictas de traerle vivo a
Arquímedes.
El científico se hallaba en su
estudio, trazando figuras geométricas en
un cajón de arena para resolver un
problema. Cuando un soldado romano se
dirigió a él para exigirle que lo
acompañara, Arquímedes contestó: «Un
momento. Déjame que termine con esta
demostración». El legionario, enojado
por lo que creyó una insolencia,
atravesó al anciano con su espada.
A Marcelo le apesadumbró la muerte
de Arquímedes, y no sólo castigó al
legionario, sino que buscó a los
familiares del científico y les presentó
sus respetos.
La guerra en Italia
Los romanos habían decidido que, si
podían evitarlo, no se enfrentarían de
nuevo en campo abierto a aquel demonio
púnico
que
siempre
conseguía
engañarlos. Pero batallar contra sus
subordinados era otra cosa.
En 214, Aníbal estaba preparándose
para asaltar la ciudad de Nola, en
Campania. Antes de lanzar el ataque,
envió un mensaje a uno de sus oficiales,
Hanón, para que le trajera mil
doscientos jinetes númidas y diesiete
mil guerreros lucanos y brutios desde el
sur.
Al pasar por el río Calor, cerca de
Beneventum, le salió al paso Tiberio
Sempronio Graco, que había sido cónsul
el año anterior. Graco mandaba un
ejército de volones, esclavos que se
habían presentado voluntarios tras el
desastre de Cannas. Estos hombres,
espoleados por la promesa de la
libertad, lucharon con tal fiereza que
aniquilaron a los enemigos. El propio
Hanón se salvó a duras penas.
Pese a estos problemas, Aníbal
siguió manteniendo en Italia un ejército
potente, de entre sesenta y setenta mil
hombres. Gracias a eso pudo atacar
ciudades grandes como Neápolis y
Tarento. Además, combatió en batallas
importantes. En el año 212 venció al
pretor Fulvio Flaco en Herdonea,
causándole dieciséis mil bajas. En ese
preciso lugar volvió a derrotar al mismo
personaje dos años después. Fulvio fue
exiliado por incompetencia, y los
supervivientes enviados a Sicilia, donde
se unieron por fuerza a las legiones
Cannenses.
En 208 Aníbal infligió otro duro
golpe a la República. Los cónsules de
aquel año, Quintio Crispino y Marcelo,
cayeron en una emboscada cuando
llevaban a cabo una misión de
reconocimiento con doscientos veinte
jinetes. Marcelo murió de un lanzazo y
Crispino falleció pocos días después de
las heridas. Sin duda, que los dos
máximos magistrados de Roma se
arriesgaran juntos con tan pocas tropas
fue una gran imprudencia.
Aníbal brindó honores funerarios a
Marcelo, el conquistador de Siracusa, y
se dice que envió sus cenizas a su hijo.
Pero, a cambio, se aprovechó de su
anillo para enviar una carta con su sello
y ordenar a la guarnición de la ciudad de
Salapia, aliada de Roma, que le abriera
las puertas. Gracias a que Crispino
había enviado un aviso antes de morir,
la astuta maniobra fue abortada.
Pese a los éxitos que Aníbal alcanzaba
en persona, sus dominios se veían cada
vez más limitados al sur de Italia. Los
romanos se concentraron sobre todo en
recuperar a sus antiguos socios. Quienes
volvían de forma voluntaria a la alianza
recibían un trato exquisito, pero las
ciudades que caían por la fuerza eran
castigadas sin piedad.
Por otra parte, derrotas como la que
Hanón había sufrido en Beneventum con
sus guerreros brutios y lucanos
desanimaban a otros pueblos. La
mayoría de los supuestos aliados de los
cartagineses
se
mostraban
muy
remolones a la hora de arriesgar tropas
lejos de su territorio. Sobre todo, temían
las represalias de los romanos.
Para colmo, Aníbal no conseguía
recibir refuerzos de fuera de Italia.
Desde España no sólo no le enviaban
tropas, sino que se las pedían a Cartago,
debido a los éxitos de los romanos.
La situación pareció cambiar en la
primavera de 207. Asdrúbal, el hermano
de Aníbal, logró cruzar los Alpes con
treinta mil soldados y quince elefantes.
El pánico cundió en Roma: si ambos
bárcidas juntaban sus fuerzas, ¿qué más
desastres les esperaban?
El senado repartió a los dos
cónsules. Claudio Nerón partió hacia el
sur con cuarenta mil hombres para
contener a Aníbal. Al mismo tiempo,
Livio Salinátor viajó al norte, donde
reforzó sus tropas con las del pretor
Porcio Licino y las de Varrón, que era
propretor en Etruria.
Asdrúbal envió una carta a Aníbal
para pedirle que se uniera a él en el sur
de Umbría. Pero los seis mensajeros que
la transportaban fueron interceptados
por el cónsul Claudio Nerón.
Éste comprendió que debía tomar la
iniciativa y actuar con rapidez. Sin
esperar la autorización del senado,
escogió a sus siete mil mejores hombres
y partió hacia el norte, despachando
mensajeros a caballo por delante para
que las ciudades del camino les tuvieran
provisiones preparadas. De este modo,
pudieron viajar a marchas forzadas y sin
apenas impedimenta.
Nerón apareció de noche en el
campamento de su colega Salinátor. Para
ocultarle a Asdrúbal que llegaban
refuerzos, sus hombres entraron al
amparo de la oscuridad y se alojaron en
las tiendas de los soldados del otro
cónsul.
Al día siguiente, sin apenas
descanso, Nerón convenció a Salinátor
de que había que batallar cuanto antes
para pillar desprevenido a Asdrúbal.
Pero cuando se desplegaron las tropas,
el cartaginés se dio cuenta de que había
más romanos que otros días y rehusó
pelear.
Comprendiendo que se hallaba en
peligro, el hermano de Aníbal decidió
retirarse esa misma noche. Para su
desgracia, los guías locales lo
traicionaron. Al amanecer, su ejército
estaba perdido y desorganizado junto a
la orilla del río Metauro.
Así lo sorprendieron los romanos,
que habían emprendido la persecución
en cuanto supieron que se retiraba hacia
el norte. El día 22 de junio, los dos
ejércitos se enfrentaron. Asdrúbal lanzó
su ataque contra el flanco izquierdo
enemigo, donde se hallaba Salinátor.
Los elefantes empezaron causando
destrozos en las filas de los astados,
pero luego les entró el pánico a ellos y
sembraron el caos equitativamente para
ambos ejércitos.
La lucha estaba bastante igualada.
Pero Nerón, que mandaba el ala
derecha, tomó a la mitad de sus
hombres, pasó por detrás de su propio
ejército y atacó el flanco derecho del
enemigo, donde luchaba la infantería
ibérica. Ésta, que ya se hallaba bajo la
presión de los hombres del otro cónsul,
colapsó.
Asdrúbal, al darse cuenta de que la
batalla estaba perdida, prefirió la
muerte que el deshonor o el cautiverio y
cargó contra los enemigos. Aunque su
autoinmolación le valió elogios de los
historiadores, fue inútil. Diez mil de sus
hombres murieron en la batalla, pero él
podría haber reorganizado a los
supervivientes para seguir dando
quebraderos de cabeza a los romanos en
la Galia Cisalpina. Al sacrificarse de
aquella forma le hizo un flaco favor a su
hermano.
Fue una gran victoria para los
romanos. Habían demostrado que eran
capaces de moverse con rapidez,
anticiparse a sus enemigos e improvisar
maniobras en medio del caos de la
batalla.
El alivio en Roma fue tan grande que
el senado decretó tres días de acción de
gracias. A Salinátor se le concedió el
triunfo y a Nerón, que no mandaba un
ejército entero, una ovación. Pero
cuando Nerón cabalgaba junto a su
colega, que desfilaba en el carro,
recibió aún más vítores que él: el
pueblo romano reconocía que su rapidez
de reflejos y su decisión habían sido las
claves de la victoria.
Cayo Claudio Nerón no es de los
personajes más conocidos de esta
historia. Se sabe que fue censor en 204 y
embajador en Egipto en 201, y poco
más.
Sin embargo,
es
difícil
sobreestimar su papel. Si no hubiera
interceptado a esos mensajeros y
asumido la iniciativa, primero para
viajar al norte a toda prisa y después
para realizar una rápida maniobra en
plena batalla, tal vez Asdrúbal y Aníbal
habrían podido unir sus ejércitos. Con
cerca de cien mil hombres a su
disposición, ¿de qué habría sido capaz
Aníbal?
Como tantos otros «¿Y si?» de la
historia, éste quedará sin respuesta.
Aníbal había tratado con respeto a
muchos de sus enemigos muertos: había
buscado el cuerpo de Flaminio después
de Trasimeno, enterrado a Emilio Paulo
tras Cannas y enviado al hijo de
Marcelo las cenizas de éste. Los
romanos no le brindaron el mismo
honor. Nerón, tan admirable en otros
sentidos, hizo que le cortaran la cabeza
a Asdrúbal, la llevaran a Apulia y la
arrojaran al campamento de Aníbal
como una siniestra ofrenda.
Cuando la vio, Aníbal se quedó
conmocionado y dijo: «Aquí veo el
destino que le aguarda a Cartago». Sin
los refuerzos, sabía que no podía ganar
la guerra en Italia. Roma era como la
hidra que luchó contra Hércules: por
más cabezas que le cortara, seguían
brotándole más.
El rey Agesilao de Esparta había
recomendado a sus súbditos que no
combatieran a menudo con los mismos
enemigos para no enseñarles a guerrear.
A Aníbal le estaba ocurriendo con los
romanos. A fuerza de luchar contra él,
sus generales se volvían cada vez más
astutos y sus tropas más profesionales.
No es extraño: había más de veinte
legiones movilizadas como media. En
los años de máximo esfuerzo, el 212 y el
211, Roma llegó a tener veinticinco
legiones entre Italia, Sicilia y España,
más doscientos barcos de guerra, lo que
suponía casi doscientos cincuenta mil
hombres implicados en acciones
militares. Esos soldados pasaban tanto
tiempo en la milicia que su calidad
equivalía a la de los mercenarios
profesionales.
Tras este fracaso, Aníbal decidió
abandonar Lucania y se retiró al extremo
sur, a Brindisi, mateniendo los puertos
de Crotona, Caulonia y Locri. Allí,
arrinconado en el tacón de la bota, pasó
los últimos cuatro años de su campaña
en Italia.
España
El otro gran teatro de esta guerra era
España. Allí combatían los dos
hermanos Escipiones, Cneo y Cornelio,
ambos con imperium proconsular. Su
misión era evitar que Aníbal recibiera
refuerzos de España, ya fueran en forma
de hombres, dinero o provisiones.
Y la cumplieron, al menos al
principio. Asdrúbal ya había intentado
viajar a Italia en 215, pero los hermanos
se lo impidieron derrotándolo en la
batalla de Dertosa, al sur del Ebro. Eso
movió al senado de Cartago a enviar a
España tropas al mando de Magón
Barca, hermano de Aníbal. Aquellos
trece mil quinientos hombres y veinte
elefantes deberían haber viajado a Italia
para reforzar a Aníbal. Así pues, los
Escipiones habían conseguido un doble
beneficio: en lugar de recibir dos
ejércitos de refuerzo, uno por tierra y
otro por mar, Aníbal se quedó sin
ninguno.
Durante los años siguientes, los
romanos afianzaron su dominio al norte
del Ebro. De vez en cuando lanzaban
expediciones de saqueo, en las que
llegaron a Sagunto.
Animados por estos éxitos, en 211
decidieron lanzar una ofensiva a gran
escala. Para ello, contrataron veinte mil
mercenarios celtíberos que añadieron a
sus treinta y tres mil hombres. Con esas
fuerzas más que considerables, se
dirigieron al sur. Al tener noticia de que
había dos ejércitos cartagineses
mandados por Asdrúbal y Magón Barca,
ellos también se separaron para
atacarlos de forma independiente. Al fin
y al cabo, pensaron, tenían suficientes
hombres, y los Bárcidas podían ser
hermanos de Aníbal, pero no eran
Aníbal.
Publio luchó contra Magón en la
batalla de Cástulo, una ciudad situada
cerca de la actual Linares. Pese a que
empezó sorprendiendo a sus enemigos,
el ataque por un flanco de los jinetes
númidas rompió sus filas. Para colmo,
una jabalina lo mató a él en pleno
combate. Al verlo caer del caballo, el
desánimo cundió entre sus hombres, que
rompieron filas para huir. Como solía
ocurrir en tales casos, fueron
masacrados. En aquella batalla,
mandaba la caballería númida un joven
llamado Masinisa del que seguiremos
hablando.
Cneo no corrió mejor suerte que su
hermano. Asdrúbal consiguió sobornar a
los cabecillas de sus mercenarios
celtíberos, y todos ellos se marcharon a
casa abandonándolo sin más. Al
encontrarse en inferioridad numérica, el
procónsul decidió retirarse hacia el
norte. Lo hizo de noche, dejando
encendidas
las
antorchas
del
campamento para hacer creer a los
cartagineses que seguían en él.
Al amanecer se descubrió el engaño.
Los jinetes númidas emprendieron la
persecución. Seguir el rastro de un
ejército de miles de hombres era una
tarea sencilla. Por la tarde, ya habían
localizado a las tropas de Cneo
Escipión y empezaron a hostigarlas.
El aspecto de estos guerreros,
montados a pelo sobre caballos de
pequeña alzada y armados tan sólo con
un escudo y un manojo de jabalinas, no
imponía demasido temor. Sin embargo,
eran tan hábiles en sus maniobras de
ataque y retirada y tan certeros
arrojando los venablos que podían
hacerle la vida imposible a un ejército
en retirada como el de Cneo.
Al anochecer, los romanos, que
apenas habían podido avanzar, se
refugiaron en un cerro. Por desgracia, se
trataba de una especie de monolito
rocoso en el que no se podían excavar
fosas ni terraplenes, y no tenía un solo
árbol para levantar una empalizada con
las ramas. A tantos inconvenientes no
sumaba ni una ventaja: la erosión había
redondeado sus laderas, de manera que
resultaba muy fácil trepar por ellas.
Lo único que tenían a mano los
romanos eran las sillas de montar. Las
ataron, pusieron encima los sacos del
equipaje a modo de barrera y se
dispusieron a resistir el ataque.
A estas alturas, ya había llegado el
grueso
del
ejército
cartaginés.
Enormemente superados en número, los
romanos fueron aplastados, y el propio
Cneo pereció en la batalla.
En pocos días, un terrible desastre
había caído sobre los intereses romanos
en España y en la guerra, y también
sobre los Escipiones.
En el seno de esa misma familia se
encontraba la gran esperanza para
Roma: Publio Cornelio Escipión,
llamado como su padre. Para los
parámetros de los romanos era
demasiado joven. Pero las penalidades y
las circunstancias extremas maduran a
los hombres. Ya había llegado su hora.
En 210, tras el doble desastre sufrido
por su padre y su tío, Escipión se
ofreció al senado para mandar un nuevo
ejército. Era una situación sin
precedentes. Sólo tenía veinticuatro
años, y el único cargo que había
desempeñado era el de edil en 213, con
funciones sobre todo civiles.
De todos modos, Escipión contaba
con varios puntos a su favor. En primer
lugar, su experiencia militar. Aunque
había participado en derrotas como
Tesino y Cannas, y probablemente
también en Trebia ya que no estaba
herido como su padre, su desempeño en
esos combates había sido bueno. En
Tesino había salvado a su padre y en
Cannas había reorganizado a los
supervivientes para entregárselos a
Varrón. Por otra parte, aun siendo tan
joven, la muerte de su padre y de su tío
lo había convertido en jefe de los
Cornelios Escipiones, una familia
patricia muy influyente.
En cualquier caso, sigue resultando
extraño. ¿Qué hizo que los senadores, en
cuyas manos estaba otorgar mandos a
los promagistrados, se decantaran por
Escipión? Se ha discutido mucho sobre
ello. No teniendo delante al personaje es
difícil juzgar su aspecto físico, su
elocuencia y su presencia, pero todo
permite imaginar que poseía un enorme
carisma; tanto como Aníbal, que se
había convertido en general supremo de
Cartago con veintiséis años.
Al igual que el púnico, Escipión
también estaba familiarizado con la
lengua y la cultura griegas, y era hombre
de gustos refinados. Además, se
consideraba un hombre con baraka,
tocado por los dioses, con quienes
aseguraba mantener una relación
especial. Eso impresionaba a los
soldados que servían a su mando y les
subía la moral.
Por otra parte, aunque las fuentes
digan poco de los años anteriores a 210,
Escipión debió de servir en más de una
campaña en España con su familia. Su
padre y su tío habían entablado vínculos
de amistad y hospitalidad con tribus
locales, y esos vínculos pasaban de
padres a hijos. Cuanto más arcaicas eran
las sociedades, más importancia
prestaban a los lazos personales y
familiares y menos a los estatales. (En
realidad, para los pueblos organizados
en tribus el propio concepto de Estado o
Res publica ni siquiera existía). Elegir a
Escipión como general era un buen
modo de asegurarse la lealtad de las
tribus locales.
Escipión llegó a España —para él,
lógicamente, Hispania— en el verano de
210. Cuando desembarcó en Ampurias
tenía algo más de treinta mil hombres.
Al sur del Ebro, toda la península estaba
en poder de los tres generales
cartagineses, dos Asdrúbales y un
Magón, cada uno de los cuales disponía
de un número de tropas equivalente al
del joven general. El punto positivo para
él era que cada uno de los tres actuaba
por su cuenta, ya que los Bárcidas no se
llevaban demasiado bien con Asdrúbal
Giscón.
Escipión podría haber lanzado una
campaña
para
combatir
contra
cualquiera de ellos por separado. Sin
embargo, en lugar de obrar así demostró
su genialidad con un gran golpe de
efecto. En la primavera de 209, partió
en secreto hacia el sur con el ejército de
tierra, mientras su amigo Lelio llevaba
la flota bordeando la costa. En pocos
días llegó a Cartago Nova, la principal
base púnica en España, y la tomó por
sorpresa.
El botín que consiguió Escipión fue
inmenso. Aparte de joyas, ropas,
comida, había también equipo militar y
máquinas de guerra. Entre los
prisioneros, Escipión tomó trescientos
rehenes de las familias nobles hispanas,
como forma de garantizarse su alianza.
Cuando sus tropas asaltaron la
ciudad, al principio actuaron de forma
implacable. Pero después Escipión
logró contenerlas, demostrando como ya
había hecho con los tribunos después de
Cannas que era capaz de manejar a los
hombres con puño de hierro.
Escipión se portó como un caballero
sobre todo con las prisioneras. Cuando
sus hombres le trajeron a una joven de
excepcional belleza, indagó quién era
sin tan siquiera ponerle una mano
encima. Al averiguar que estaba
prometida a un noble celtíbero llamado
Alucio, se la entregó a su novio. No
contento con ello, añadió a la dote
nupcial el oro que los padres de la
muchacha se empeñaron en entregarle
como rescate. A cambio, Alucio le
consiguió mil cuatrocientos jinetes de su
tribu.
¿Una ficción romántica? No tiene
por qué. Todo indica que Escipión era
un joven decente y lo bastante sagaz
para saber que, a cambio de contener
sus instintos sexuales, podía ganarse con
aquel detalle un nuevo aliado. Gracias a
actuaciones de este tipo se granjeó una
fama de honestidad y generosidad que lo
haría mucho más popular entre los
pueblos cuya alianza tanto necesitaba.
La batalla de Ilipa
Tras este primer éxito, en 208 Escipión
se enfrentó en campo abierto a Asdrúbal
Barca en la batalla de Bécula, en Bailén
o cerca de ella. El resultado fue de
nuevo una victoria romana, aunque no
decisiva. Asdrúbal consiguió salvar a
bastantes hombres y se retiró al norte
para emprender el viaje a Italia. Como
ya hemos visto, el hermano de Aníbal
murió un año más tarde, vencido en
Metauro y cabalgando él solo contra los
enemigos para no sobrevivir a la
humillación de su derrota.
La batalla más importante de la
campaña hispana no se libró hasta dos
años después, en Ilipa, cerca del Alcalá
del Río (Sevilla). Allí, el joven romano
se enfrentó a los otros dos generales
cartagineses que seguían en España,
Magón Barca y Asdrúbal Giscón. Entre
ambos movilizaban a cincuenta y cuatro
mil hombres, a los que Escipión opuso
cuarenta y tres mil. De ellos, unos
dieciocho mil eran romanos e italianos,
y el resto aliados hispanos.
Ilipa supuso la cumbre del genio
táctico de Escipión. Otros generales de
la época se limitaban a desplegar a sus
hombres, realizar sacrificios, arengarlos
y dejar que todo se decidiera en el
fragor del combate. Escipión no. Al
igual que Aníbal, planificaba con
cuidado las batallas y elegía el terreno.
Aunque ambos eran lo bastante
inteligentes para comprender que un
general no lo puede controlar todo una
vez que se desata el caos del dios
Marte, sabían anticipar al menos un par
de jugadas. En el caso de Ilipa, Escipión
lo demostró en los combates
preliminares, cuando ocultó una tropa de
caballería y frustró así el ataque de los
númidas de Masinisa.
Pocos días después de esta
escaramuza, se libró la batalla decisiva.
En ella, Escipión sorprendió a Asdrúbal
y a Magón con un despliegue distinto. En
lugar de colocar en el centro las dos
legiones y las dos alae de aliados, como
era ya una tradición, las apostó en los
flancos, y dejó en medio a las tropas
hispanas.
Después de eso, mientras sus aliados
iberos avanzaban lentamente, Escipión
ordenó a las unidades de ambos flancos
que giraran en ángulo recto. Al hacerlo,
progresaron no en triple línea, sino en
triple columna. Una columna siempre
marcha con más orden y rapidez que una
fila. Al tener menos frente, resulta más
fácil colarse entre los obstáculos y hay
que detenerse menos veces para
reorganizar líneas.
De ese modo, los flancos
adelantaron al centro hispano. Desde las
alturas se habría contemplado una
imagen inversa de la que había
presentado Aníbal en Cannas: una media
luna cóncava en vez de convexa.
Al acercarse al enemigo, Escipión
ordenó un nuevo giro de noventa grados.
Para atreverse a hacer algo así casi en
las narices del adversario tenía que
estar muy seguro de la disciplina y el
adiestramiento de sus tropas.
Él lo estaba.
La batalla empezó por los flancos.
Las tropas de más calidad de Escipión
cargaron contra los iberos de Asdrúbal
y Magón, mientras que sus propios
aliados hispanos mantenían ocupadas a
las fuerzas de élite cartaginesas, la
infantería libia.
El combate fue largo, y, al principio,
el ejército cartaginés retrocedió de
forma ordenada. Pero llegó el momento
inevitable para todo ejército que va
perdiendo: las líneas se rompieron y la
maniobra de retirada tranquila se
convirtió en estampida. Las tropas
púnicas huyeron en desbandada a su
campamento. Si Escipión no pudo
tomarlo fue porque cayó un fortísimo
aguacero.
Fue su mayor victoria en la campaña
hispana. Escipión había jugado con los
generales cartagineses, eligiendo el
tiempo y la táctica. En suma, había
hecho lo mismo que Aníbal con su
padre, con Flaminio, con Paulo o con
Varrón.
Hasta ahora, el joven procónsul
había demostrado un talento superior a
cualquier otro general romano. ¿Qué
ocurriría cuando se enfrentara al genio
invencible, Aníbal?
Tras la batalla, los contingentes iberos
abandonaron a los cartagineses. Éstos
trataron de huir, pero los romanos los
persiguieron y mataron a unos y
apresaron a otros. Los generales, no
obstante, lograron escapar: Asdrúbal
Giscón y el príncipe Masinisa cruzaron
a África, y Magón Barca se refugió en
Gades.
Ilipa supuso el final del dominio
cartaginés en España. A partir de esa
victoria, las tribus iberas se pasaron en
masa al bando romano.
En aquel momento, Escipión ya
estaba decidido a asestar un golpe
definitivo en África. Pero tenía que
prepararlo, de modo que navegó hasta
Numidia para entrevistarse con Sífax,
rey de la tribu de los masesilos, que
llevaba un tiempo guerreando contra los
masilios de Masinisa. En ese viaje
Escipión corrió bastante peligro, pues
llevó tan sólo dos quinquerremes
consigo. Cuando entraron en el puerto,
descubrieron que Asdrúbal Giscón ya
estaba allí, y traía con él siete barcos.
Ambos venían con las mismas
intenciones. Sífax, halagado al ver que
los generales de las dos mayores
potencias del Mediterráneo occidental
acudían a él en busca de su alianza, los
invitó a cenar. Las normas de
hospitalidad eran sagradas, así que la
velada transcurrió de modo apacible.
Como generales y miembros instruidos
de la élite de sus respectivas
sociedades, Escipión y Asdrúbal tenían
muchas cosas en común de las que
hablar.
Curiosamente Sífax, que hasta
entonces había colaborado con la
familia de Escipión, acabó pasándose al
bando cartaginés. Selló ese acuerdo
casándose con la bella Sofonisba, hija
de Asdrúbal. Sofonisba había estado
prometida a Masinisa, quien, por su
parte, se pasó al bando de los romanos,
aunque por el momento guardó su
deserción en secreto. Las alianzas fluían
inquietas y líquidas como el mercurio.
Después de esta arriesgada aventura,
Escipión regresó a España. Allí sofocó
un motín que había estallado entre sus
tropas por culpa de unos atrasos y tomó
la ciudad de Gades, último bastión
cartaginés en la península. Tras dejarlo
todo en orden, entregó el mando a sus
sustitutos y regresó a Roma, dispuesto a
presentarse a las elecciones. Pretendía
terminar la guerra en persona y hacerlo
en África. Para ello no le bastaba un
mandado proconsular: quería ser cónsul.
Aunque no llegó a celebrar un
triunfo en Roma, el botín que llevaba
consigo, casi cinco toneladas de plata
más incontables monedas, le ayudó a
aumentar
su
popularidad
como
candidato. Los comicios centuriados lo
eligieron prácticamente por aclamación.
Escipión tenía tan sólo treinta y un años,
una edad inusitada para desempeñar la
más alta magistratura de la República.
Su colega en el consulado era Publio
Licinio
Craso,
que
también
desempeñaba el cargo de pontífice
máximo. Eso le impedía, por tabúes
religiosos, salir de Italia, lo cual
convenía a Escipión. El senado había
decidido que las provincias consulares
de aquel año fueran Brutio, donde seguía
Aníbal, y Sicilia. Puesto que Craso
debía quedarse en la península, Sicilia
le correspondía a Escipión por
eliminación. ¿Qué mejor sitio para
lanzar la invasión de África?
Sin embargo, al presentar su
proyecto al senado se topó con más
oposición de la esperada. El principal
cabecilla era Fabio Máximo Cunctator.
El exdictador, que ya tenía más de
setenta y cinco años, seguía siendo tan
precavido como siempre; aunque tal vez
sus objeciones se debían en parte a los
celos por aquel jovenzuelo que había
conseguido el consulado a una edad en
que otros ni siquiera habían llegado a
ediles.
Hay que reconocer que los
partidarios de la prudencia tenían sus
razones. Aníbal podía estar cada vez
más acorralado, pero seguía en Italia y
nadie había logrado derrotarlo: era
como un león agazapado al fondo de una
jaula al que nadie se atreve a acercarse.
Por otra parte, quedaban muchos
miembros en el senado que, como Fabio,
eran lo bastante viejos para recordar la
desastrosa campaña de Régulo en el
norte de África.
Finalmente, Escipión consiguió que
el senado le encomendara Sicilia como
provincia con un anexo: si de verdad
creía que eso iba a acarrear el bien de la
República, tenía autorización para
cruzar el mar hasta África.
Todavía le pusieron más trabas para
reclutar un ejército, diciéndole que
debía conformarse con las dos legiones
que había en Sicilia. Aun así, la
popularidad de Escipión era tal que
miles de voluntarios viajaron a la isla
para alistarse por su cuenta.
Una vez en Sicilia, Escipión tomó
bajo su mando esas dos legiones. Eran
las mismas que habían sobrevivido a
Cannas, ahora llamadas la V y la VI.
Once años después del desastre, seguían
sirviendo sin haber gozado de un solo
permiso.
Escipión licenció a los más viejos y
a los enfermos, y rellenó esas legiones
con voluntarios para conseguir unas
unidades más numerosas de lo habitual,
con seis mil doscientos infantes y
trescientos jinetes. Con las consabidas
alae
de
aliados
también
sobredimensionadas,
el
ejército
consular de que disponía constaba de
entre veinticinco y treinta mil hombres.
Pese a su juventud, Escipión era un
hombre prudente y no tenía ninguna prisa
por acelerar las cosas. Durante su año
de consulado permaneció en Sicilia,
adiestrando a sus tropas: los veteranos
de las legiones Cannenses llevaban
años asediando fortalezas y llevando a
cabo saqueos, pero no habían
participado en grandes batallas.
Además, había que coordinarlos con los
reclutas más jóvenes, que eran tan
numerosos como ellos.
Por otra parte, Escipión necesitaba
conseguir los barcos y las tripulaciones
necesarias, y planificar con mucho
cuidado la logística para no quedarse
desabastecido en territorio enemigo.
Mientras tanto, su amigo Lelio viajó al
norte de África para entrevistarse con
Masinisa, que seguía luchando contra
Sífax por la hegemonía entre los
númidas y estaba impaciente por saber
cuándo llegarían los romanos.
La invasión de África
A principios de 204, Escipión, que
había dejado de ser cónsul, sufrió una
campaña de descrédito en Roma. Sus
enemigos le achacaban, entre otras
cosas, su excesivo gusto por las modas
griegas, y rumoreaban que en lugar de
adiestrar a sus tropas se pasaba el día
con sus amigos en el gimnasio de
Siracusa, viviendo entre lujos como un
príncipe helenístico.
Entre sus detractores se hallaba su
propio cuestor, Marco Porcio Catón,
defensor de las virtudes romanas
ancestrales, enemigo de cualquier
influencia extranjera y, en general, un
personaje bastante antipático. Como
muestra de su talante, baste decir que en
su tratado de agricultura recomendaba
vender o liberar a los esclavos que se
hacían viejos para no tener que darles
de comer en sus últimos años de vida.
El senado envió una comisión de
diez hombres a Sicilia para investigar a
Escipión. Lo que encontraron en la isla
no fue lujo y molicie, sino un ejército
perfectamente preparado que realizó
maniobras para ellos e incluso libró una
batalla naval simulada. Impresionados,
aquellos decenviros presentaron un
informe positivo al senado. Éste
corroboró el mandato proconsular de
Escipión y le autorizó para invadir por
fin África.
La
expedición
constaba
de
cuatrocientos barcos de transporte y
cuarenta naves de guerra. Los
preparativos habían sido cuidadosos:
llevaban agua y comida para un mes y
medio, e incluso pan cocido para dos
semanas. (Normalmente, los soldados
molían los granos de trigo y se
fabricaban su propio pan).
Una
de
las
principales
preocupaciones de cualquier ejército era
conseguir comida, y ya hemos visto que
enviar forrajeadores siempre resultaba
arriesgado. Al llevar consigo tantos
víveres, Escipión podía concentrar las
primeras semanas de campaña en
cuestiones puramente militares. Una vez
que obtuviera victorias y empezara a
dominar el territorio enemigo, ya le
sería posible aprovecharse de los
cultivos y el ganado del adversario.
La expedición tocó tierra en el
moderno cabo Farina, cerca de la
importante ciudad de Útica y a unos
cuarenta kilómetros de Cartago. Era lo
bastante lejos para desembarcar sin
presión, pero lo bastante cerca como
para sembrar el terror en la capital. Los
habitantes de los alrededores se
apresuraron a recoger sus enseres y su
ganado y huyeron en tropel hacia
Cartago.
Tras desbaratar el ataque de un
destacamento de caballería, Escipión
puso sitio a Útica. El asedio se prolongó
durante todo el invierno. Mientras tanto,
Asdrúbal Giscón y su aliado y yerno, el
númida
Sífax,
plantaron sendos
campamentos a unos doce kilómetros de
distancia de los romanos.
Sin abandonar el asedio, Escipión
trató de bienquistarse de nuevo a Sífax.
Éste le prometió obrar de mediador, e
incluso propuso un acuerdo por el que
los romanos evacuarían África y los
cartagineses Italia.
Mientras se llevaban a cabo las
conversaciones,
unos
centuriones
camuflados como esclavos espiaron a
conciencia el campamento de Sífax. Al
regresar, informaron a Escipión de que
era un caos de chozas de mimbre
apelotonadas, y de que muchos númidas
dormían fuera de la empalizada.
Poco después, mientras fingía
considerar las propuestas de paz que le
ofrecía Sífax, Escipión lanzó un ataque
nocturno, ayudado por Masinisa.
Primero incendiaron el campamento de
los númidas y luego el de los
cartagineses, algo más organizado, pero
en el que también abundaba la madera.
Los dos incendios fueron pavorosos.
Miles de enemigos murieron entre las
llamas, y otros cuando trataban de huir
de ellas en completo desorden.
Esta ofensiva por sorpresa resultó
devastadora. De nuevo, Escipión
demostró hasta qué punto controlaba a
sus tropas, pues las maniobras nocturnas
siempre eran complicadas. Podría
objetarse su ética —aunque Aníbal
había preparado trampas similares a los
romanos—, pero no su eficacia.
Desaparecidos los dos campamentos
que trataban de aliviar el asedio sobre
Útica, Escipión prosiguió con el cerco y
se dedicó a saquear la región.
Después de aquel desastre, Sífax y
Asdrúbal Giscón, que habían logrado
escapar, tardaron un mes en recomponer
sus fuerzas. Cuando lo consiguieron,
reunieron un ejército de treinta mil
hombres en un paraje conocido como los
Grandes Campos. Escipión dejó parte
de sus soldados en Útica y con el resto
se enfrentó a los cartagineses.
La batalla se decidió con rapidez.
Por una vez, la caballería romana barrió
del campo a la enemiga. Por supuesto,
se debía al refuerzo de los jinetes de
Masinisa.
Tras la batalla, Sífax huyó hacia el
oeste. Pero Masinisa lo persiguió con la
ayuda de Lelio y lo derrotó en la batalla
de Cirta. Sífax se convirtió en cautivo
de los romanos, y todo el reino de
Numidia pasó a manos de Masinisa.
Hay una historia teñida de tonos
entre trágicos y románticos y
relacionada con aquel cambio dinástico.
Masinisa había estado prometido a
Sofonisba, la hija de Asdrúbal Giscón,
que finalmente se casó con Sífax. Ahora,
como flamante vencedor, Masinisa la
tomó como esposa.
Escipión estaba convencido de que
Sofonisba había convencido a Sífax para
que abandonara la alianza de Roma y se
pasara al bando cartaginés. Por temor a
que obrara del mismo modo con
Masinisa, insistió en que éste le
entregara a la hermosa joven. El númida,
que estaba sinceramente enamorado de
ella, no quería ver cómo la humillaban
convirtiéndola en parte del cortejo
triunfal como prisionera en Roma, así
que le ofreció una copa de veneno.
Sofonisba lo bebió sin vacilar y murió
en pocos minutos.
A finales del año 203, tras la derrota en
los Grandes Campos, la situación de
Cartago empezaba a ser desesperada. El
adirim y los sufetes resolvieron
negociar la paz y enviaron a treinta de
sus miembros a tratar con Escipión. Los
embajadores se arrojaron literalmente a
sus pies y se los besaron como muestra
de humildad, una práctica que no parece
que fuese muy habitual en Cartago.
El procónsul les ofreció unas
condiciones relativamente moderadas,
teniendo en cuenta la situación. Cartago
debía renunciar a toda pretensión sobre
España o las islas del Mediterráneo,
retirarse de Italia y el valle del Po,
quedarse tan sólo con veinte barcos y
entregar casi seis mil toneladas de trigo
y cebada para alimentar al ejército
romano de África, amén de una gran
cantidad de plata para pagar a las
tropas.
Por
supuesto,
también
devolverían a los cautivos sin cobrar
rescate por ellos.
Los cartagineses aceptaron. En
realidad, tan sólo querían ganar tiempo.
Ya habían enviado un mensaje a Aníbal
para que volviera a África cuanto antes
y salvara a su patria.
Mientras tanto, Escipión despachó
emisarios a Roma, ya que él no tenía
potestad para aprobar el tratado, que
debía discutirse en el senado y
ratificarse en los comicios por centurias.
Aníbal recibió el mensaje en la
ciudad griega de Crotona. Según Tito
Livio, partió con lágrimas de rabia,
convencido de que no había conseguido
nada más en Italia por la falta de
refuerzos. Lo cierto era que Cartago
había tratado de enviárselos más de una
vez, pero los romanos habían frustrado
esos intentos con brillantes victorias.
Antes de partir, Aníbal hizo grabar
una placa de bronce con sus hechos y la
consagró en el templo de Crotona.
Aunque la inscripción se ha perdido, por
desgracia, al menos Polibio pudo
consultarla, ya que estaba escrita en
cartaginés y en griego. Entre sus logros,
Aníbal alardeaba de haber destruido
cuatrocientas ciudades y matado a
trescientos mil hombres en combate.
Quizá fueran cifras exageradas, quizá
no. Pero sin duda, mientras se alejaba de
las costas de Italia, donde había pasado
quince años, pensó que todo aquello era
inútil, pues la presa principal, Roma, se
le había escapado entre los dedos.
La batalla de Zama
En 202, los cónsules elegidos fueron
Servilio Púlex y Tiberio Claudio Nerón,
primo del cónsul homónimo que había
vencido a Asdrúbal Barca en la batalla
de Metauro. Con el ejército de Aníbal
ya en África, era éste el destino donde
se podía alcanzar más gloria y más
botín, y muchos nobiles pugnaban por
conseguirlo. Con buen criterio, el
senado mantuvo el mandato proconsular
de Escipión. Sólo el cónsul Nerón viajó
a África, pero lo hizo con la flota y con
órdenes de apoyar por mar al ejército de
Escipión.
En Cartago, entretanto, al ver a
Aníbal con sus veteranos cundió cierto
optimismo, y los ciudadanos empezaron
a pensar que no tenían por qué aceptar
aquellas condiciones de paz tan
desfavorables. ¿No había demostrado su
general Aníbal, la Gracia de Baal, que
era invencible? Seguramente podría
infligir otra derrota a los enemigos. La
perspectiva de ganar la guerra contra la
terquedad y los recursos romanos se
antojaba inalcanzable; pero al menos
podrían obtener un tratado lo bastante
honroso como para dejar la situación en
empate.
La tregua entre ambos estados se
mantuvo hasta la primavera, pero se
rompió debido a un incidente fortuito.
Unos barcos mercantes romanos
cargados
de
provisiones
fueron
arrastrados por vientos adversos hasta
la bahía de Cartago. Sus tripulantes los
abandonaron, y los cartagineses los
remolcaron hasta su puerto y repartieron
el trigo entre el pueblo. Cuando
Escipión protestó, sus tres embajadores
estuvieron a punto de ser linchados por
la multitud de Cartago.
Una vez quebrada la tregua,
Escipión se dedicó a devastar las
ciudades del interior, esclavizando a
todos sus habitantes. Había en ello parte
de venganza, parte de provocación para
sacar a Aníbal a campo abierto y parte
de necesidad: le hacían falta
provisiones.
Aníbal, que estaba acampado en la
costa, en una ciudad llamada
Hadrumeto, tardó en reaccionar a las
peticiones del senado púnico. Por fin, se
puso en marcha y avanzó hasta Zama, un
lugar situado a cinco jornadas de camino
de Cartago.
Allí se libraría la batalla final. Pero
todavía se demoró unas semanas, porque
Escipión tenía que esperar a que llegara
Masinisa. Cuando éste terminó de
pacificar su reino recién ampliado,
cumplió su palabra y regresó con seis
mil soldados de infantería y, lo más
valioso, cuatro mil jinetes.
Por primera vez en el conflicto, un
general romano no lucharía contra
Aníbal en inferioridad de tropas de
caballería, el arma que se había
demostrado fundamental en la Segunda
Guerra Púnica.
La víspera de la batalla ambos generales
se entrevistaron. No es algo que
encontremos frecuentemente en estos
enfrentamientos, pero tampoco resulta
extraño. Por un lado, era inevitable que
sintieran curiosidad mutua. Aníbal, que
por aquel entonces tenía cuarenta y
cinco años, se había convertido ya en
una leyenda. Escipión, con treinta y tres,
era el más aventajado de sus discípulos
y su sucesor natural, aunque fuese en el
otro bando.
Se encontraron en terreno neutral,
entre los dos campamentos y en un
paraje
despejado
para
evitar
emboscadas. Los escoltas se apartaron
para dejarles intimidad y, según Livio,
sólo quedaron los intérpretes. Sin
embargo, puesto que ambos eran
hombres cultos había un idioma en el
que podían entenderse perfectamente sin
ayuda: el griego.
En su conversación, aparte de las
zalemas habituales en la diplomacia
entre enemigos, trataron de las
condiciones de paz. Aníbal ofreció
mantener el statu quo actual: Roma
podría quedarse con España y con las
Baleares, aparte de las islas que ya
tenía, pero no tocaría el norte de África.
Aunque suponía empeorar la situación
previa al conflicto, dadas las
circunstancias era lo mejor que cabía
esperar.
Pero Escipión se negó a negociar
ningún tratado. Tras la ruptura de la
tregua exigía una deditio o «entrega»,
una rendición incondicional. «Si no
queréis poner vuestra patria y vuestras
personas a nuestra merced, derrotadnos
en la batalla», desafió a Aníbal.
Escipión quería combatir. Había
muchas razones para ello. No dejaba de
ser un noble romano. Tenía la ocasión de
conquistar la gloria definitiva venciendo
al gran Aníbal; aunque es cierto que
también corría el riesgo de ser
aniquilado con su ejército en el interior
del territorio enemigo. Pero si dejaba
pasar el año, cuando nombraran nuevos
cónsules, los entrantes intentarían
arrebatarle el mando, al igual ya habían
hecho otros. Eso le dejaría a otra
persona la gloria. O, lo más probable, la
derrota.
Pues Escipión estaba convencido de
que sólo él podía vencer como general
al hombre que tenía enfrente. Como
ocurre
con todos
los
líderes
carismáticos, confiaba al cien por cien
en sus posibilidades.
Era el momento de acabar con la
esperanza que todavía mantenía a
Cartago en pie. A saber, Aníbal y la élite
de su ejército, los hombres que habían
sembrado el terror por los campos de
Italia.
Paradójicamente, el corazón de las
tropas de Escipión lo formaban los
legionarios que habían sufrido en sus
carnes ese terror, los veteranos de
Cannas. A veces el azar y la historia
ofrecen la revancha, aunque sea muchos
años después. Como dice el proverbio:
«El plato de la venganza es mejor
servirlo frío».
Sin llegar a ningún acuerdo, Escipión y
Aníbal se despidieron. Al día siguiente,
los dos generales sacaron a los ejércitos
de sus campamentos y los desplegaron
en la llanura para luchar. Esta vez no
habría trucos: todos los recursos se
hallaban a la vista.
Aníbal contaba para la ocasión con
cuarenta y cinco mil soldados de
infantería, seis mil jinetes y ochenta
elefantes. En vanguardia puso a los
paquidermos, con la caballería númida a
la izquierda y la libia a la derecha.
Tras esa primera línea, repartió a su
infantería en tres formaciones, una
detrás de otra. La primera estaba
compuesta por mercenarios ligures,
galos y baleares, estos últimos armados
con sus afamadas hondas. En la segunda
formaban libios y ciudadanos de
Cartago. Por último, a ciento cincuenta
metros por detrás, apostó a los
veteranos de Italia, cerca de veinte mil.
Por primera vez, Aníbal copiaba el
sistema romano y mantenía a sus
hombres más experimentados como
reserva. ¿Cuál era la razón? Hasta
entonces siempre se las había ingeniado
para realizar maniobras envolventes,
que alcanzaron su perfección en Cannas.
Pero lo había conseguido gracias a que
gozaba de una gran superioridad en
caballería, la fuerza más móvil y
elástica sobre el campo de batalla.
Ahora su rival, aliado con Masinisa,
contaba con tantos jinetes como él. Al
no poder envolver a su adversario,
necesitaba un centro fuerte que no se
colapsara como solía ocurrirles a los
ejércitos que recibían la carga frontal de
las legiones romanas. Su idea era pelear
por fases: cuando llegaran a la unidad en
la que de verdad confiaba Aníbal, los
hombres que lo habían acompañado
durante tantos años en Italia, los
legionarios romanos ya estarían
cansados y rotos después de un largo
combate.
Frente a él, Escipión dispuso un
despliegue
clásico,
sin
buscar
innovaciones. Lo que había hecho contra
Asdrúbal Giscón en la batalla de Ilipa
estaba muy bien, pero ahora tenía
delante a un general que se las sabía
todas y era mejor no complicarse
demasiado.
El procónsul colocó en el ala
izquierda a la caballería romana e
italiana, mientras que los cuatro mil
númidas de Masinisa se apostaron a la
derecha. En el centro formaban las
legiones y las alae en triple línea.
La única variación que se permitió
Escipión fue la disposición de los
manípulos. En lugar de colocarse en
ajedrezado como otras veces, los
príncipes se plantaron justo detrás de
los astados, dejando unos amplios
pasillos que conducían directamente
hasta los triarios. Pero el enemigo no
podía ver esa especie de calles, pues
Escipión apostó en ellas velites de
infantería ligera que, cuando llegara el
momento, tendrían que apartarse.
Durante la batalla se descubriría el
motivo de este cambio.
Eran dos formaciones similares,
como si a fuerza de guerrear romanos
contra cartagineses se hubieran acabado
pareciendo. Y de hecho debían
semejarse, pues muchas de las armas de
los veteranos de Aníbal eran botín de
guerra expoliado a los romanos caídos.
Sabedores de que enfrente tenían al
mejor general del bando contrario, ni
Aníbal ni Escipión querían arriesgar con
peligrosas filigranas. Ninguno de ellos
había perdido una batalla campal hasta
ahora. Pero, al final del día, uno de los
dos conocería la derrota por primera
vez. Era inevitable.
Aníbal dejó que otros oficiales
arengaran a las dos primeras filas. Él se
dirigió tan sólo a los escogidos que
guardaba en reserva diciéndoles:
¡Recordad que somos camaradas
desde hace diecisiete años!
Durante todo ese tiempo hemos
chocado muchas veces con los
romanos, y jamás hemos sido
derrotados. ¡Pensad en Trebia,
en Trasimeno y sobre todo en
Cannas! Estos hombres que se
nos enfrentan ahora son menos
que nosotros. Peor aún, muchos
de ellos son las sobras de los
que derrotamos en Italia. No
echéis a perder ahora vuestra
gloria ni la mía, mis hermanos de
armas. Luchad con denuedo para
recordar a todo el mundo lo que
ya sabe: ¡sois invencibles!
Por su parte, Escipión pronunció una
soflama parecida, en la que seguramente
recordó a los supervivientes de Cannas
que tenían la ocasión de vengar el mayor
desastre sufrido por su patria. Tras las
arengas, ambos ejércitos principiaron el
avance al son de trompetas y gritos.
Aníbal tenía pensado empezar
desatando su arma más devastadora, los
elefantes. Para su desgracia, toda
aquella batahola de música, tambores,
cánticos y entrechocar de armas asustó a
varios paquidermos. De haber estado
bien adiestrados no habría sucedido,
pero muchos habían sido domesticados a
toda prisa por la urgencia de la ocasión.
Los que estaban a la izquierda se
desviaron en su estampida y se
precipitaron sobre la caballería númida,
desordenándola.
Al otro lado del campo de batalla,
Masinisa vio su oportunidad y cargó
contra aquellos que deberían haber sido
sus súbditos. No tardó en derrotarlos y
los persiguió lejos del campo de
combate entre una nube de polvo.
Mientras tanto, por el centro, los
elefantes más disciplinados obedecieron
a sus mahouts y cargaron contra las filas
romanas. Pero los velites les salieron el
paso,
arrojándoles
jabalinas
y
consiguiendo que muchos de ellos,
enloquecidos de dolor, entraran en
estampida.
Finalmente, fueron pocos los que
llegaron a la primera fila de legionarios.
Éstos se apretaron como pudieron y
guiaron a los elefantes hacia los huecos.
Ahora se comprendió la razón de que
los príncipes formaran justo detrás de
los astados: eso dejaba unos pasillos
mucho más largos entre unidades, lo
suficiente para contener la acometida de
los elefantes. Al final, aguardaban los
triarios con sus largas lanzas, como una
muralla erizada de pinchos. Rodeados
de legionarios por ambos lados, los
paquidermos recibieron una densa lluvia
de pila, y aunque causaron algunas
bajas, su ofensiva resultó un fiasco.
Por el lado derecho de Aníbal las
cosas no fueron mucho mejor. Allí
también se desmandaron algunos
elefantes acosados por la infantería
ligera, y al desviarse buscando lugares
más tranquilos y seguros embistieron
contra la propia caballería cartaginesa.
Lelio, el amigo de Escipión, imitó el
ejemplo de Masinisa y aprovechó para
atacar con sus jinetes romanos e
italianos. Su carga puso en fuga a los
enemigos, pero en lugar de quedarse en
el sitio, Lelio emprendió la persecución.
En cuestión de pocos minutos, la
caballería había desaparecido del
campo de combate. Ahora todo estaba
en manos de la infantería pesada.
Las dos primeras filas del ejército
púnico siguieron su avance contra los
romanos. Los astados hicieron lo mismo
y lanzaron sus pila, mientras detrás de
ellos los príncipes y los triarios
aporreaban los escudos con las espadas
y los jaleaban en medio de una algarabía
infernal. Pues no sólo se combatía con
las armas, sino que también se libraba
una batalla moral con voces y gestos.
El combate fue muy duro. Los
mercenarios de la primera unidad
cartaginesa resistieron varios asaltos y
mataron a muchos astados, pero
finalmente cedieron.
La lucha llegó al segundo cuerpo del
ejército de Aníbal, formado por
ciudadanos cartagineses y por libios. La
refriega volvió a ser muy sangrienta, y
esta vez Escipión ordenó que los
príncipes reforzaran a los astados en
muchos puntos, pues el cansancio y las
bajas los hacían flaquear.
Cuando la unidad norteafricana
cedió también, sus componentes
volvieron la espalda para huir. Allí, a
algo más de cien metros, aguardaban
impertérritos los veteranos.
Los libios y cartagineses intentaron
refugiarse entre sus filas, pero se
encontraron con una pared de lanzas por
orden de Aníbal, que no estaba
dispuesto a que entraran en su formación
y la desordenaran. Los que no cayeron
bajo la persecución de los legionarios
se retiraron a los lados para recomponer
el despliege más atrás.
Había llegado el trance decisivo.
Los verdaderos soldados de Aníbal, con
las filas prietas y ordenadas, bien
descansados y confiados en su
superioridad, aguardaban a los romanos,
que,
poseídos
por
la
euforia
momentánea de la victoria, perseguían y
remataban enemigos.
El terreno que llevaba hasta los
hombres de Aníbal se hallaba sembrado
de cadáveres, y también resbaladizo por
las armas caídas y la sangre. Escipión
comprendió que lanzarse a la carrera
por allí equivalía a caer en el caos, y
que había llegado el momento de
reorganizarse.
En medio de la polvareda y el
griterío, el procónsul volvió a demostrar
el asombroso control que ejercía sobre
unas tropas sedientas de sangre. Pero
ese control que parecía sobrenatural no
se debía sólo a su carisma, sino a
incontables horas de instrucción que
habían condicionado a sus hombres para
convertirlos en una máquina colectiva y
perfectamente engrasada.
Cuando las cornetas sonaron, los
astados abandonaron su persecución y
retrocedieron a los lugares marcados
por sus estandartes, como si se
encontrasen en el terreno de instrucción
y no en el campo de batalla. Después,
con perfecta disciplina, formaron sus
manípulos, mientras los heridos eran
evacuados a la retaguardia.
En esta ocasión, Escipión cambió su
formación. Los soldados que tenían
enfrente eran los más duros del mundo, y
no era cuestión de dejar que los jóvenes
astados se enfrentaran a ellos sin
ayudas. A ambos flancos, Escipión
colocó a los príncipes y a los triarios.
Después, todos juntos avanzaron con
paso marcial, despacio para no tropezar
con los cadáveres ni los charcos de
sangre y no perder el orden de las filas.
Las dos huestes que se enfrentaron
en este último choque eran equivalentes
en número, en armas, en calidad y en
valor. Fue un choque largo y sangriento,
el más violento e igualado de aquella
larga guerra. Allí ya no había reservas,
nadie se guardaba nada y ya no valían
argucias ni estratagemas.
Es imposible saber qué habría
ocurrido, cuál de los dos ejércitos
habría cedido primero o si habrían
seguido
luchando
como
héroes
homéricos hasta caer la noche. Pero
entonces aparecieron Lelio y Masinisa
con sus escuadrones de caballería, tras
abandonar la persecución de sus
enemigos.
Aquellos jinetes de refresco se
precipitaron sobre la retaguardia de
Aníbal, quien por primera vez en su vida
sufrió la maniobra envolvente que tantas
veces había llevado a cabo. Dejó de ser
una batalla y se convirtió en una
masacre. Miles de hombres del ejército
púnico murieron luchando en el sitio. A
los que huyeron les dieron caza los
jinetes. Aquel paraje era una llanura
despejada, sin ningún sitio donde
esconderse, y la mayoría cayeron
alanceados o atravesados por jabalinas.
En Zama murieron veinte mil hombres
del ejército cartaginés, y otros tantos
cayeron prisioneros. Al menos, Aníbal
logró escapar con unos cuantos jinetes y
se retiró a su base de Hadrumeto.
Por su parte, los romanos sólo
habían sufrido mil quinientas bajas.
Como siempre en los combates antiguos,
la mayor parte de las muertes se habían
producido al final. Eso significa que, de
no haber aparecido a tiempo la
caballería romana, el resultado podría
haber sido muy distinto. En general,
como ocurre siempre al examinar la
historia con la ventaja que otorga
conocerla, todo parece inevitable. Pero
ni lo habían sido las victorias de Aníbal
ni lo fue tampoco ésta, su única derrota.
El final de la guerra
Tras cuidar a sus heridos y recoger el
botín, Escipión envió a Lelio a Roma
para que anunciase la victoria. Después,
llevó su flota ante el puerto de Cartago
con el fin de aumentar la presión
psicológica sobre el enemigo. No tenía
intención de tomarla al asalto, pues sus
murallas eran formidables. Pero sabía
que, tras la derrota de Zama, a los
cartagineses no les quedaba más
remedio que aceptar sus condiciones, y
quería recordárselo.
Aníbal regresó por fin a su ciudad,
que todavía no había pisado desde su
regreso a África. Allí, cuando un
miembro del adirim, un tal Giscón,
habló con vehemencia en la tribuna para
oponerse a las condiciones que
planteaba Escipión, el propio Aníbal lo
tiró fuera de un empujón. Después se
disculpó con cierta ironía. «Después de
treinta y seis años de ausencia se me han
olvidado los modales», dijo. Pero luego
les recordó a todos que habían perdido
la guerra y que las exigencias romanas
podían ser mucho peores. Así demostró
que era un hombre realista y pragmático
incluso en la derrota, dispuesto a
adaptarse a las nuevas circunstancias.
Éstas fueron las condiciones que
propuso Escipión, que aceptó Cartago y
que el senado y el pueblo romanos,
SPQR, ratificaron:
Para
empezar,
Cartago
se
comprometía a entregar a Roma una
indemnización de diez mil talentos
durante cincuenta años. Eso suponía
doscientos anuales, una cifra pagadera;
pero el plazo tan largo les recordaría,
incluso cuando nacieran nuevas
generaciones, que habían perdido la
guerra y que más les valía no
embarcarse en nuevas aventuras.
Además, la ciudad debía entregar
víveres al ejército de Escipión para
compensar lo que se había perdido en
las naves de transporte que provocaron
la ruptura de la tregua.
Cartago renunciaba a toda posesión
de ultramar. Incluso su territorio en
África se veía reducido, pues debía
reconocer el reino de Masinisa, que
había ampliado sus fronteras.
También tenía que desmantelar su
marina de guerra. Tan sólo podía
quedarse con diez naves para protegerse
de los ataques piratas. Si por cualquier
motivo quería construir una flota, le
pediría permiso a Roma. Para los
cartagineses
debió
de
resultar
especialmente doloroso contemplar
cómo cientos de barcos salían de su
magnífico puerto y ardían en alta mar,
levantando negras columnas de humo en
el horizonte.
Cartago renunciaba igualmente a
adiestrar más elefantes de guerra. Visto
el resultado que habían dado en Zama,
algún autor moderno subraya con ironía
que eso en realidad era un favor para los
cartagineses.
Por supuesto, Cartago devolvía
todos los prisioneros sin cobrar rescate.
También los desertores que habían
abandonado las filas romanas; éstos
acabaron en la cruz o decapitados, según
fueran romanos o latinos. (En tales
circunstancias, resultaba más rápido e
indoloro ser latino).
Por último, Cartago se convertía en
«amiga y aliada» de Roma. Aunque esto
pudiera sonar muy bien, se trataba de la
misma fórmula que se aplicaba a los
supuestos aliados de Roma en Italia, que
en realidad eran sus vasallos. Es cierto
que Cartago mantenía sus leyes, sus
costumbres y sus órganos de gobierno;
pero antes de embarcarse en cualquier
guerra tendría que solicitar autorización
a los romanos.
En la primavera del año 201, el senado
y los comicios confirmaron la propuesta
de paz. Cumplida su misión, Publio
Cornelio Escipión regresó a Roma. Allí
recibió el homenaje que se merecía, un
triunfo
espectacular.
Algunos
propusieron incluso nombrarlo cónsul y
dictador de por vida y levantarle
estatuas en la Rostra, en la Curia y en el
Capitolio.
Mientras desfilaba en el carro
triunfal con el rostro pintado de rojo,
Escipión debía de sentirse muy cerca de
los dioses que, según él, inspiraban sus
actos. Pero incluso en la embriaguez de
la victoria conservó suficiente sentido
común para declinar todos esos
galardones tan exagerados. Aceptarlos
habría sido convertirse en algo parecido
a un rey y, pasado el momento de
inmensa gratitud, la envidia le habría
pasado factura. De modo que se
conformó con recibir el sobrenombre de
Africano, que desde entonces se
transmitió a sus descendientes.
Durante los años siguientes se le
rindieron honores diversos. En 199 fue
nombrado censor, la máxima distinción
que podía recibir un romano, pues ese
cargo sólo se nombraba cada cinco años
y entre excónsules. Tenía treinta y seis
años cuando desempeñó el censorado, y
todavía sería cónsul una vez más, aparte
de recibir la consideración de princeps
senatus o primer hombre del senado,
que normalmente se concedía a
senadores bastante ancianos.
No todo fueron honores ni
parabienes, sin embargo. En 187, él y su
hermano Lucio, vencedores de Antíoco
III en la batalla de Magnesia, fueron
acusados de apropiación indebida.
Cuando Lucio iba a mostrar los libros
de contabilidad, Publio Escipión,
furioso, los rompió en pedazos y
preguntó a los senadores por qué en vez
de molestarse por los tres mil talentos
que faltaban no pensaban en los quince
mil que habían ingresado gracias al
tributo de Antíoco.
Aquel caso trajo cola durante varios
años. En 185, acusado de nuevo,
Escipión habló en el Foro y recordó al
pueblo que aquel día era el aniversario
de la batalla de Zama. La gente lo rodeó
y lo acompañó en comitiva al Capitolio,
donde todos dieron gracias a los dioses
y les pidieron que Roma engendrara más
ciudadanos como Escipión Africano.
Tras aquello, Escipión se retiró de
la vida pública y dejó Roma. Murió
poco después en Literno, en la costa de
Campania, a los cincuenta y tres años.
¿Qué
ocurrió
con
el
otro
gran
protagonista de la guerra, Aníbal? Pese
a la derrota, siguió mandando los restos
del ejército cartaginés durante varios
años. En 196 fue elegido sufete,
magistrado principal de Cartago. Como
tal, luchó contra la corrupción que se
había extendido por la ciudad y que,
según él, dificultaba pagar los
doscientos talentos anuales a Roma.
Aunque no puede decirse que fuera
un demócrata, y desde luego no había
instaurado democracias en Italia, Aníbal
se apoyó en la asamblea popular. Eso le
granjeó la oposición de los oligarcas,
que no tardaron en ir con el cuento a los
romanos.
La excusa que pusieron era que
Aníbal andaba conspirando con Antíoco
III el Grande, soberano del reino
seléucida, el mayor de los que habían
quedado tras el reparto del imperio de
Alejandro. (El sobrenombre de Grande
se lo había puesto él, dicho sea de
paso). Aunque la acusación bien podía
ser cierta, los romanos no habrían
necesitado tal pretexto: ya hemos visto
que miraban con simpatía las
oligarquías locales y derrocaban las
democracias cuando tenían opción de
ello.
Lejos de convertirse en un resentido
dedicado a rememorar las glorias del
pasado, Aníbal se dedicó a hacer
reformas que mejoraron la economía de
Cartago. Para su desgracia, al mismo
tiempo se debatía contra él en el senado
de Roma. Escipión defendió a su viejo
enemigo, pero no pudo hacer nada.
Quien con más vehemencia habló contra
él fue Marco Porcio Catón, el mismo
que años más tarde pronunciaría con
odio la frase que llevó a la Tercera
Guerra Púnica: Delenda est Carthago,
«Cartago debe ser destruida».
En el año 195, una comisión de
triunviros salió de Roma para acusar a
Aníbal y exigir su entrega. Para
entonces, ya había dejado de ser sufete.
Aunque conservaba mucha influencia en
la ciudad, también tenía enemigos.
Temiendo por su vida, huyó de la ciudad
de noche, tomó un barco en una
propiedad costera que poseía cerca de
Tapso y navegó lo más lejos posible.
Primero arribó a Tiro y luego a Siria,
buscando a Antíoco III.
Hizo
bien.
Seguramente
sus
compatriotas lo habrían entregado a los
romanos, y habría acabado sus días en
cautiverio como Sífax, o ejecutado en la
claustrofóbica celda del Tuliano tal
como le ocurriría tiempo después al
caudillo galo Vercingetórix. Un destino
indigno de él.
En su ausencia, los cartagineses
demolieron su mansión y confiscaron sus
propiedades. Sin embargo, gracias a las
reformas de Aníbal la ciudad volvió a
prosperar. El país seguía siendo muy
fértil y los púnicos conservaban su
talento para los negocios. En 185,
Cartago ofreció a Roma liquidar de
golpe la deuda, aunque los romanos se
negaron: querían recordar a los
cartagineses todos los años que los
habían derrotado.
Mientras tanto, Aníbal actuó como
asesor para Antíoco en la guerra que
libró contra los romanos. Cuando el rey
seléucida terminó derrotado y hubo de
firmar el tratado de Apamea en 188, una
de las exigencias de los romanos fue que
les entregara a Aníbal.
Éste huyó de nuevo. Primero se
instaló en Creta, después en Armenia y
por último en el reino de Bitinia, donde
el rey Prusias lo contrató como
almirante. Aníbal venció en una batalla
naval contra las fuerzas de Eumenes de
Pérgamo recurriendo a una mezcla de
guerra química y biológica: introdujo
serpientes venenosas en vasijas de barro
y las lanzó contra los barcos enemigos,
lo que sembró el pánico entre sus
tripulantes.
Pero la persecución de Roma era
implacable. En 183, unos embajadores
llegaron a Bitinia y le exigieron a
Prusias la entrega del cartaginés.
Aníbal, que tenía sesenta y cuatro años,
tal vez estaba cansado de huir o no tuvo
ocasión de adelantarse. Antes que
convertirse en prisionero, prefirió
ingerir veneno y murió.
Según la tradición, fue enterrado no
muy lejos de allí. A finales del siglo II
d.C., el emperador Septimio Severo
restauró su tumba con gran lujo. Tenía
sus razones: Septimio era romano y al
mismo tiempo africano, pues había
nacido en Leptis Magna. En esa época,
Aníbal ya se había transformado en
mucho más que una leyenda para quienes
habían sido sus enemigos. Al fin y al
cabo, si lo recordamos con sus luces y
sus sombras es gracias a los romanos.
Diez años antes, mientras Aníbal residía
en la corte de Antíoco, había llegado
una embajada de Roma. Entre los
senadores que la formaban se hallaba
Escipión Africano. Los antiguos rivales
se entrevistaron cordialmente. En cierto
momento, Escipión preguntó a Aníbal:
«¿Quién crees que ha sido el más grande
general de la historia?». «Sin dudarlo,
Alejandro Magno», respondió Aníbal.
«¿Y el segundo?». «Pirro, rey del
Epiro». «¿Y el tercero?». «Yo», contestó
Aníbal. «¡Por los dioses! ¿Qué habrías
dicho entonces si me hubieras derrotado
a mí?», preguntó Escipión. «En ese
caso, me habría colocado a mí el
primero, por delante de todos los demás
generales».
La respuesta era una forma de
reivindicarse y al mismo tiempo halagar
a Escipión. Tito Livio interrumpe aquí la
anécdota, pero me imagino a aquellos
dos generales, los mejores de su tiempo
y dignos de figurar en todos los libros
de táctica y estrategia, chocando sus
copas y brindando por los viejos días de
gloria.
X
LA CONQUISTA DE GRECIA
Grecia y los Reinos
Helenisticos hacia el año
200 a. C.
Ya hemos hablado de Alejandro Magno
y del imperio que creó en Asia. Cuando
murió sin designar un heredero claro,
sus generales se repartieron los
fragmentos de este enorme imperio.
Durante décadas, estos hombres y sus
vástagos, los diádocos, guerrearon
constantemente entre sí y las fronteras no
dejaron de bailar.
A pesar de todo, a finales del siglo
III, cuando Roma intervino por primera
vez en los asuntos de Grecia, los
diádocos habían alcanzado cierto
equilibrio. Existían tres grandes reinos,
gobernados
por
dinastías
que
descendían de generales de Alejandro.
Además, había también una serie de
reinos menores situados en Asia Menor
o a orillas del mar Negro, como
Pérgamo, Armenia, el Ponto o Bitinia,
que sobrevivían como podían.
En cuanto a la Grecia continental,
las ciudades estado y las tribus que
seguían siendo independientes habían
comprendido que eran demasiado
pequeñas para sobrevivir por su cuenta
en aquella época de grandes potencias.
Por eso se habían asociado en alianzas
como la Liga Etolia, al norte del golfo
de Corinto, o la Liga Aquea, al sur. Tan
sólo Atenas y Esparta se mantenían fuera
de estas federaciones, aunque en muchas
ocasiones se veían obligadas a pactar
con ellas.
De los tres grandes reinos
helenísticos, el más próspero era el de
Egipto, gobernado por la dinastía de los
Lágidas. Se llamaban así por Lago,
padre de Ptolomeo, que fue general de
Alejandro y primer rey macedonio de
Egipto.[22] Pero, como todos sus
descendientes se llamaron también
Ptolomeo
—para
distinguirlos
utilizamos números o apodos como
Filopátor, Filadelfo o Auletes—, estos
monarcas son más conocidos por este
nombre colectivo.
El Egipto de los Ptolomeos es
famoso sobre todo por el mayor símbolo
de su florecimiento cultural: la
Biblioteca de Alejandría. Escribo el
nombre con mayúscula porque su
leyenda la ha convertido en la biblioteca
por antonomasia de toda la historia de la
humanidad. En la época de la que
hablamos, la Biblioteca se hallaba en su
máximo esplendor, y en ella habían
trabajado sabios de la talla del
grandísimo Arquímedes, de Euclides o
de Eratóstenes.
(Existe la creencia de que Julio
César destruyó la gran Biblioteca en el
año 48 a.C. Aunque no sea tema de este
libro, adelanto aquí que lo que se
incendió fue un almacén en el que
ardieron unos cuarenta mil volúmenes.
Una gran pérdida, pero no la ruina total
que a veces se comenta, pues la
Biblioteca llegó a albergar en sus
mejores momentos más de medio millón
de volúmenes).
El reino más extenso era el de los
seléucidas, descendientes de Antíoco y
su hijo Seleuco. A finales del siglo III,
sus dominios abarcaban buena parte de
Asia Menor y se extendían por los
actuales Irak e Irán. Su monarca,
Antíoco III el Grande, acababa de
conseguir que se le sometieran otros
territorios que antaño pertenecieron a
Alejandro, como Partia o el reino de los
grecobactrianos, de modo que sus
fronteras se extendían hasta la India.
Por último, el tercero de los grandes
reinos era Macedonia. Sus monarcas,
los Antigónidas, no poseían territorios
tan extensos como los seléucidas ni
tantas riquezas como los Ptolomeos. A
cambio, gobernaban en el corazón del
reino de Filipo y Alejandro, lo que les
otorgaba un gran prestigio, y por su
cercanía geográfica eran quienes más se
inmiscuían en los asuntos de Grecia. Esa
misma proximidad fue la que provocó
que Macedonia chocara con Roma antes
que los demás reinos.
La primera guerra
Macedónica
El gobernante de Macedonia a la sazón
era Filipo V, hijo de Demetrio, que
había subido al trono en 229. Sólo tenía
ocho años, así que durante un tiempo
hubo de someterse a los dictados del
regente Antígono. Pero éste murió en
220 y Filipo se convirtió en soberano ya
de hecho y no sólo de derecho.
Filipo era hombre de una
inteligencia brillante, educado en la
oratoria y otras artes, pero de
temperamento cruel. Al menos, eso
aseguraban los autores antiguos:
considerando que eran romanos o
griegos que bebían en fuentes romanas,
no es de sorprender.
Algunas de las peores informaciones
sobre Filipo V las encontramos en la
Vida de Arato, escrita por Plutarco. Este
Arato era un estadista griego que durante
mucho tiempo lideró la Liga Aquea.
Debido a su cargo, mantuvo amistad con
Demetrio, el padre de Filipo, y luego
desempeñó para el joven rey casi el
papel de un tutor.
Pero, conforme Filipo creció y
acaparó más poder, su verdadera
naturaleza salió a la luz (siempre según
Plutarco, no lo olvidemos). Por ejemplo,
aprovechando que Arato lo había
alojado en su propia casa, sedujo a la
esposa de su hijo y se acostó con ella
repetidas veces. El adulterio en sí
suponía una falta grave, pero mucho más
reprobable era quebrantar el sagrado
vínculo de hospitalidad.
Arato era de los pocos que se
atrevían a echar en cara al rey su
conducta, más propia de un tirano que de
un monarca. Por eso, Filipo decidió
librarse de ese incómodo consejero y
encargó a su oficial Taurión que lo
envenenase. El tóxico que utilizó
Taurión era de efecto lento, y provocaba
fiebre, tos y consunción. Cuando un
amigo de Arato lo vio en su alcoba
escupiendo sangre, el estadista le dijo:
«Éste, mi querido Céfalo, es el precio
de ser amigo del rey».
Arato murió, pues, y Plutarco no
deja ninguna duda de que fue
envenenado por Filipo. Pero los
síntomas del supuesto envenenamiento
se parecen mucho a los de la
tuberculosis. Tal vez Arato enfermó de
forma natural y, debido a sus roces con
Filipo, sospechó que éste había
ordenado su asesinato. Teniendo en
cuenta que los griegos miraban con
desconfianza a los macedonios del
norte, y que a los romanos les convenía
desacreditar a Filipo para que su guerra
contra él pareciese más justa, no es
extraño que desde bien pronto corrieran
rumores contra el joven soberano que lo
representaban como un monstruo.
Aún vivía Arato cuando Aníbal aplastó
a los romanos en Cannas. Filipo V
decidió aprovechar la situación y firmó
un pacto con él en 215. ¿Qué intereses
podía tener el monarca macedonio en el
conflicto entre Cartago y Roma? Como
ya hemos visto, en su guerra con la reina
Teuta, Roma había cruzado el «charco»
que lo separaba de Grecia y ahora
controlaba amplias zonas de Iliria. Eso
la acercaba demasiado a las fronteras de
Macedonia para la tranquilidad de
Filipo, que pretendía expulsarlos de allí.
Pero, según los romanos, la
estrategia del rey macedonio iba mucho
más allá: su plan era cruzar el Adriático
con una flota e invadir Italia. Para
impedirlo, el senado envió una escuadra
de cincuenta naves de guerra a patrullar
las costas del Adriático y llevó a Iliria
una legión mandada por el propretor
Marco Valerio Levino. Considerando
que en ese momento de la guerra contra
Aníbal la República tenía movilizadas
más de veinte legiones entre Italia, el
valle del Po, España y Sicilia, no podía
hacer mucho más.
Sin embargo, la supuesta invasión
nunca se llevó a cabo. Al principio,
Filipo ni siquiera poseía una flota digna
de tal nombre. Cuando la construyó,
ordenó fabricar lemboi, unas galeras
rápidas que tan sólo contaban con una
hilera de remeros y podían llevar
cincuenta guerreros a bordo. Eran naves
muy maniobreras, las mismas que
utilizaban los piratas ilirios, aptas para
atacar barcos mercantes o para huir de
las naves de guerra enemigas, pero no
para luchar en combate frontal contra
ellas.
Con esa flota, Filipo se dirigió a
Apolonia, en la costa de la actual
Albania, y la sitió. Esta ciudad era fiel
aliada de Roma en la región, de modo
que el propretor Levino envió dos mil
hombres al mando de Quinto Nevio para
que socorrieran a sus habitantes. Nevio
atacó por sorpresa el campamento de
Filipo, quien tuvo que retirarse a toda
prisa con sus barcos y huyó remontando
el curso del río Aos. Después, al saber
que los romanos bloqueaban la
desembocadura del río con su flota y le
cortaban la retirada por mar, hizo
quemar sus lemboi y regresó por tierra a
Macedonia.
De haber existido alguna posibilidad
de que Filipo invadiera Italia, se había
desvanecido con la pérdida de su flota.
¿De veras pretendía cruzar el Adriático?
No parece probable. Seguramente,
su intención era expulsar a los romanos
de sus territorios en Grecia y
convertirse en el amo de toda la región.
Al actuar así no obraba como un
megalómano: conociendo la forma de
actuar de los romanos, Filipo podía
sospechar que, una vez que habían
plantado el pie en Grecia, empezarían a
encontrar excusas para ampliar sus
territorios, como habían hecho con el sur
de Italia o con Sicilia. La diplomacia
romana vendió la guerra contra
Macedonia como un conflicto defensivo,
pero Filipo podría haber dicho lo
mismo.
En cualquier caso, aunque se
denomine
«Primera
Guerra
Macedónica», este conflicto fue de poca
intensidad para Roma, que no llegó a
emplear grandes recursos en ella. La
razón es evidente: la guerra empezó en
el año 215, cuando Aníbal acababa de
aniquilar dos ejércitos consulares y
seguía campando a sus anchas por el
centro y el sur de Italia.
Los objetivos de la contienda fueron
limitados. Para Filipo, expulsar a los
romanos de Grecia. Para los romanos,
agarrarse como lapas a sus posesiones
al otro lado del Adriático y esperar a
que la tormenta amainase. Una vez
destruida la flota macedonia, sabían que
el potencial peligro de invasión se había
disipado.
Como era habitual en estos
conflictos, Roma se buscó aliados
allende el mar. Puesto que Filipo
combatía junto con la Liga Aquea, la
República se asoció con su enemiga
encarnizada, la Liga Etolia. A pesar de
todo, la ayuda que brindó a los etolios
fue prácticamente simbólica. En el año
206, tras sufrir diversos reveses, la Liga
Etolia no tuvo más remedio que firmar
la paz con Filipo, para disgusto de los
romanos.
La propia República se vio obligada
a negociar con Filipo, y en 205 ambos
bandos suscribieron el tratado de
Fénice. Según sus cláusulas, Filipo
conservaba muchas de las ciudades de
Iliria que había conquistado durante la
guerra. A cambio, los romanos
mantenían otras y Macedonia disolvía su
alianza con Cartago.
En teoría, era un pacto razonable en
el que ambos bandos ganaban unas cosas
y perdían otras. Los reinos helenísticos
firmaban constantemente tratados de ese
tipo.
Pero no era la forma romana de
entender la guerra. Para Roma, la
contienda sólo terminaba cuando podía
imponer todas sus condiciones a un
enemigo aplastado. Así lo habían
descubierto para su sorpresa Pirro y
Aníbal: los romanos preferían seguir
combatiendo
antes
que
hacer
concesiones, aunque al obrar así
corrieran el riesgo de ser destruidos
como pueblo.
¿Por qué firmaron entonces la paz de
Fénice? Es evidente que para ellos tan
sólo suponía una tregua. Estaban
demasiado ocupados con Cartago y no
podían distraer más recursos allende el
Adriático. Mientras pactaban con Filipo,
rechinaron los dientes y aguardaron
mejor ocasión.
De todos modos, el tratado incluía
una cláusula muy peligrosa para Filipo
primero, y para la independencia de
toda Grecia después. Según dicho
artículo, aparte de Iliria, también se
convertían en «amigos de Roma» los
pueblos del sur de Grecia: Élide,
Mesenia y la propia Esparta. Esta
«amistad» era un primer paso. En cuanto
los nuevos aliados sufrieran alguna
dificultad, no tardarían en pedir la ayuda
de Roma. Así lo habían hecho los
mamertinos de Mesina en el año 265, y
el resultado había sido la conquista de
toda Sicilia.
La segunda guerra
Macedónica
Terminada la guerra contra Aníbal, los
romanos tenían las manos libres para
vengarse de Filipo. Pero habían firmado
un tratado con él, y para romperlo
necesitaban un casus belli.
Filipo andaba por aquel entonces
enfrascado en conflictos diversos con el
reino de Pérgamo y con la isla de
Rodas. El senado envió embajadores
para que entraran en tratos con ambos
estados. La reunión se celebró en
Atenas, que también estaba interesada en
guerrear contra Filipo, y por parte de
Pérgamo acudió en persona su rey Átalo.
Al negociar con las legaciones de
Pérgamo y Rodas, los diplomáticos
romanos les vendieron la idea de que
pretendían evitar el imperialismo
macedonio tanto en el Egeo como en el
resto de Grecia. La intención de Roma
era aislar a Filipo V, y prácticamente lo
consiguió.
Atenas no tardó en declarar la guerra
a Filipo, que mandó un ejército para
invadir el Ática. Los embajadores
romanos dijeron a Filipo que dejara a
las ciudades griegas en paz, y el ejército
macedonio abandonó el territorio
llevando el ultimátum a su rey.
Pero Filipo no hizo caso y envió
otro ejército a los Dardanelos, para
asediar la ciudad de Abidos, cuya
posición era estratégica en el estrecho.
Roma envió otro ultimátum. Filipo dijo
que lo que hacía no violaba el tratado de
Fénice, pues Abidos no aparecía en las
cláusulas, pero no le sirvió de nada, y
los romanos enviaron un ejército a Iliria.
Mientras los embajadores y los
mensajes iban y venían, Filipo prosiguió
el sitio de Abidos. Los defensores de la
ciudad se reunieron e hicieron un
terrible juramento: si las murallas
interiores caían, se suicidarían en masa.
Además,
cincuenta
ciudadanos
escogidos matarían a las mujeres y a los
niños para evitar que Filipo los hiciera
prisioneros. Esos mismos hombres
también debían quemar dos barcos en
los que los abidenos habían metido los
tesoros que podían arder, y arrojar al
mar todo el oro y la plata que habían
acumulado en grandes pilas en la plaza
del mercado. Mientras lo hacían, debían
pronunciar
asimismo
terribles
maldiciones contra quien se atreviera a
poner las manos sobre el oro y la plata.
Obviamente, los abidenos no querían
que Filipo se beneficiase de la caída de
su ciudad. Cuando logró abrir una
brecha en sus murallas y vio cómo los
defensores se mataban entre ellos, el rey
les concedió una tregua de tres días para
que se suicidaran. Pasado este plazo,
entró en una ciudad desierta y asolada
por sus propios habitantes.
Entretanto, en Roma se seguía
discutiendo si convenía embarcarse en
una nueva guerra o no. Aunque el senado
deliberaba sobre los asuntos exteriores,
era la asamblea de los comicios
centuriados la que gozaba de la potestad
final de decidir cuándo se iba a la
guerra y contra quién. En el año 200, el
cónsul Publio Sulpicio Galba trató de
convencer a los votantes para que
lucharan contra Filipo en ayuda de sus
aliados. Pero las heridas de la Segunda
Guerra Púnica estaban tan abiertas que
prácticamente
seguían
supurando.
Cientos de miles de romanos e italianos
habían muerto, muchas ciudades y
cultivos habían sido devastados. Los
ciudadanos de Roma no sentían tanto
entusiasmo por lanzarse a la guerra
como otras veces, y rechazaron la
moción.
Pero Galba no se rindió. Lo que
opinara el pueblo romano como
colectivo era una cosa, y otra bien
distinta los pensamientos y deseos de
sus élites. Una vez llegado a cónsul,
cualquier noble romano sabía que la
única manera de dejar un recuerdo
brillante de su magistratura era
embarcarse en una guerra, a ser posible
de gran magnitud.
No hay que olvidar las expectativas
de conseguir un suculento botín: la
guerra anterior contra Filipo había sido
casi un simulacro para los romanos, y
aun así habían saqueado cinco ciudades.
Oriente ofrecía muchas más riquezas que
Occidente. Lo que habían desvalijado en
las costas del Adriático sólo era un
aperitivo, pensaban, comparado con lo
que podrían conseguir en el sur de
Grecia, Macedonia y los reinos de Asia.
No se trataba tan sólo de obtener oro
y plata. Los nobles romanos de
principios del siglo II empezaban a
educarse en la cultura griega. Muchos de
ellos —como Escipión Africano, por
ejemplo—, habían adquirido unos gustos
estéticos muy refinados que los
convirtieron
en
insaciables
coleccionistas de obras de arte. Podían
contratar, y contrataban, escultores y
pintores que copiaran las obras maestras
de los griegos. Pero la tentación de
apoderarse de muchos de los originales
era muy fuerte, y a menudo los generales
romanos sucumbieron a ella.
Nada de esto dijo Galba cuando
convocó por segunda vez a los comicios
centuriados. Lo que vino a explicarles a
los ciudadanos romanos era que no
había mejor defensa que un buen ataque.
En su discurso, el cónsul aseguró:
No se trata de elegir si habrá
guerra o paz. Eso ya lo ha
decidido Filipo, que está
preparando sus ejércitos para
combatir por tierra y por mar. Lo
que se halla en nuestra mano es
decidir si llevamos nuestras
legiones
a
Macedonia
o
esperamos a que Filipo invada
Italia.
Si cuando Sagunto estaba sitiada
y pidió nuestra ayuda le
hubiésemos enviado tropas, la
guerra contra Aníbal se habría
librado en Hispania, y nos
habríamos ahorrado infinitas
pérdidas en Italia.
Así que yo os digo: ¡que el
escenario de esta guerra sea
Macedonia! ¡Que el fuego y el
acero destruyan sus ciudades y
sus campos y no los nuestros!
El
argumento
convenció
a
los
romanos, aunque no está nada claro que
Filipo V se hubiese atrevido a invadir
Italia, ya que sus intereses radicaban en
Grecia y más al este. La táctica
«defensiva» que propugnaba Galba era
más bien imperialismo encubierto.
En los primeros años de esta nueva
guerra no se libraron batallas decisivas.
Tras Galba, sirvió como cónsul Publio
Vilio, a quien sus propias tropas se le
amotinaron. Pero todo cambió en 198
cuando los comicios eligieron como
cónsul a Tito Quintio Flaminino.
Al igual que Escipión, Flaminino
había recibido una esmerada formación,
era un filoheleno declarado y
comprendía los secretos de la política
griega mejor que muchos de sus
compatriotas. Otro punto en común con
Escipión era su edad: tenía tan sólo
treinta años cuando accedió al
consulado.
Esta precocidad no era tan rara en su
momento. Muchos jóvenes habían tenido
que madurar a toda prisa y se habían
convertido en soldados, oficiales o
incluso generales durante los años de la
guerra contra Aníbal. Por otra parte, las
derrotas de Tesino, Trebia, Trasimeno y,
sobre todo, el desastre de Cannas habían
ocasionado una poda brutal en las filas
del senado. Eso significaba que se
necesitaban más aristócratas jóvenes
para rellenarlas, y que surgían más
oportunidades para los capacitados y los
audaces.
No obstante, Flaminino se encontró
con cierta oposición en el senado. Antes
de alcanzar el consulado tan sólo había
sido cuestor, y la costumbre exigía que
pasara también por los cargos de edil y
pretor. Pese a ello, consiguió ser
elegido, y para complementar las tropas
que ya había en Grecia reclutó veteranos
de la guerra contra Aníbal.
Desde el momento en que Flaminino
tomó el mando, el curso de la guerra
cambió. Sus predecesores no habían
librado más que escaramuzas con Filipo,
sin llegar nunca a enfrentarse a él en
campo abierto. Además, habían
permitido que el joven rey fortificara el
valle del río Aos sin tratar de asaltar su
posición.
Apenas llegó Flaminino, en cambio,
contrató guías locales para trepar por
los montes, flanquear esta línea de
defensa y atacar a los macedonios por la
retaguardia. Filipo logró escapar de la
encerrona sin grandes pérdidas, pero
dejó el Epiro e Iliria definitivamente en
manos de los romanos.
El nuevo cónsul se presentó a sí
mismo como «libertador de Grecia» y
exigió a Filipo que retirara todas las
guarniciones macedonias de las
ciudades griegas. No contento con esto,
también le reclamó que abandonara
Tesalia, territorio que pertenecía a los
macedonios desde los tiempos de Filipo
II, padre de Alejandro, y donde
conseguían caballos y reclutaban
valiosos jinetes.
Apoyando
sus
demandas
diplomáticas,
el
cónsul
empujó
literalmente a los macedonios hacia
Tesalia, expulsándolos del Epiro y de
Grecia. También, pese a ser el
«libertador», actuó en algunas ocasiones
con suma dureza. Cuando la ciudad
tesalia de Faloria se le resistió, la tomó
al asalto y la borró del mapa como aviso
para las demás.
Estos primeros éxitos, sumados a las
gestiones de su hermano Lucio, que
mandaba la flota como legado,
consiguieron que los antiguos aliados de
Filipo, entre ellos los miembros de la
Liga Aquea, se pasaran al bando
romano.
Sin embargo, como solía suceder en
estas campañas, cuando Flaminino quiso
darse cuenta, su año de mandato ya
estaba expirando y aún le quedaba
mucho por conseguir. Al enterarse de
que Filipo había enviado embajadores a
Roma para tratar sobre la paz, el cónsul
mandó sus propios mensajeros.
La petición que hizo a los senadores
puede sonar extraña: les rogó que sólo
aceptaran la paz si estaban dispuestos a
quitarle el mando de las tropas, para que
él pudiera negociar las condiciones con
Filipo y se llevara ese honor. Si, por el
contrario, pensaban prorrogarle el
mandato como procónsul, les dijo que
no hicieran tratos con el rey macedonio.
La actitud de Flaminino era
típicamente romana. Lo que no quería de
ningún modo era que otro recibiera el
mando y le robara todo el mérito de
acabar la guerra contra Filipo y someter
la mítica Macedonia, cuna de Alejandro
Magno: esa gloria debía ser suya.
Hoy día, un político que actuara así
procuraría al menos disimularlo y
vender su conducta como altruismo en
nombre del bien general. Pero en Roma
la ambición y la competitividad no sólo
no se consideraban defectos, sino
virtudes deseables en su élite
gobernante.
El grupo de presión de Flaminino en
el senado consiguió que le prorrogaran
el mando como promagistrado, con lo
que las propuestas de paz de Filipo
fueron rechazadas. Ahora que volvía a
controlar la situación, Quintio Flaminino
estaba decidido a librar una batalla
decisiva y a conseguir la gloria en un
solo golpe de mano.
En cuanto llegó el buen tiempo, el
ahora procónsul se puso en marcha
desde Tebas, en Grecia central, y se
dirigió hacia el norte, a Tesalia. Llevaba
consigo el típico ejército consular,
formado por dos legiones y dos alae de
italianos. Además, lo acompañaban
soldados aliados de la Liga Etolia y
arqueros mercenarios de Creta, infantes
y jinetes númidas y, algo sorprendente
en un ejército romano, elefantes de
guerra.[23] En total debían de ser algo
más de treinta mil hombres.
El ejército de Filipo, por su parte,
constaba de veinticinco mil soldados. El
núcleo «duro» de sus tropas lo
constituían dieciséis mil hombres de
infantería pesada, armados con sarisas,
larguísimas picas que no habían dejado
de crecer desde la época de Alejandro
Magno y que pasaban de los seis metros
de longitud y los cuatro kilos de peso.
Las falanges formaban en cuadros
cerrados. Cuando llegaba el momento
del combate, los soldados de las
primeras filas abatían las picas y las
proyectaban adelante. Al ser armas tan
largas, eso significaba que las puntas de
las cuatro o cinco primeras filas
sobresalían de la falange, convirtiéndola
en un inmenso erizo. El espectáculo,
según confesión de otro general romano,
Emilio Paulo, era sobrecogedor. Quien
quisiera llegar al cuerpo a cuerpo con la
primera fila de hoplitas no tenía más
remedio que abrirse paso por entre
todas aquellas puntas de hierro, una
misión suicida.
En combate, una unidad de sarisas
era tan devastadora como un inmenso
rodillo. (De hecho, ése es el significado
de la palabra phalanx: pensemos en la
forma de rodillo de las falanges de los
dedos). Pero, debido al exagerado
tamaño de las picas, sus batallones o
«sintagmas» se movían con lentitud y
cierta torpeza.
Tanto Alejandro Magno como su
padre Filipo habían utilizado la falange
a modo de yunque, para fijar a la
infantería enemiga en el sitio. Después
usaban el martillo: devastadoras cargas
de caballería lanzadas contra los puntos
más débiles de su formación.
Pero para combatir así necesitaban
muchos caballos. En Gaugamela, la obra
maestra táctica de Alejandro, el rey
macedonio disponía de un jinete por
cada seis hombres de infantería. Los
ejércitos de sus sucesores no poseían
tropas de caballería tan numerosas ni de
tanta calidad. Debido a ello, la falange
se había convertido en la principal arma
de los reyes helenísticos. Aunque no
fuese demasiado maniobrable, como
fuerza de choque frontal resultaba
imparable.
La batalla de Cinoscéfalas
Los dos ejércitos se encontraron en
Feras, al oeste de la ciudad tesalia de
Volos. Pero el terreno no era adecuado
para combatir, y romanos y macedonios
se retiraron de allí. Durante dos días,
ambas huestes siguieron senderos
paralelos, separadas por elevaciones
que les impedían verse.
Pasados estos dos días, las tropas de
Flaminino acamparon cerca de Farsalia,
y las de Filipo en las inmediaciones de
Escotusa. Aquel paraje era conocido
como Cinoscéfalas, o Cabezas de Perro,
porque algunas de aquellas elevaciones
recordaban esa forma. Al menos, eso
cuentan los autores clásicos; el origen
del topónimo podría ser un antiguo ritual
o cualquier otra razón.
(Un inciso que es más bien una
recomendación. Hay una serie del Canal
de Historia, Decisive Battles, en uno de
cuyos episodios se analiza la batalla de
Cinoscéfalas, y que puede encontrarse
en Internet buscando Battle of
Cynoscephalae. El mecanismo para este
análisis es una simulación de ordenador
basada en el motor del juego Rome:
Total War. Con sus limitaciones
inevitables, es una forma interesante y
muy ilustrativa de estudiar esta batalla.
Aparte de la propia simulación, el
documental cuenta con comentarios de
diversos expertos en historia militar
antigua).
Durante toda la noche llovió. Al
amanecer, la humedad del suelo empezó
a evaporarse. La niebla que cubría las
colinas y, sobre todo, los valles, apenas
dejaba ver. Para otear los alrededores,
Filipo envió un destacamento a ocupar
las crestas cercanas. Justo al otro lado
se hallaba el campamento romano.
Ambos ejércitos habían pernoctado allí
sin percatarse de la cercanía del
enemigo.
El cónsul había pensado lo mismo
que Filipo, y había despachado a
trescientos jinetes y mil soldados de
infantería ligera como fuerza de
reconocimiento. En las crestas se
toparon con el destacamento macedonio
y empezó un combate por dominar las
alturas. Al ver que sus hombres perdían
terreno, Flaminino envió más tropas, y
lo mismo hizo Filipo.
El combate se convirtió en una
escalada. A Aníbal le había ocurrido
algo similar justo antes de la batalla de
Trebia, pero había preferido ceder
terreno y reconocer una mínima derrota
en lugar de plantear una gran batalla
campal en condiciones no elegidas por
él.
Al igual que Aníbal, Filipo tampoco
quería luchar. El terreno, bastante
escarpado, no le parecía apropiado para
desplegar su falange. Pero la caballería
macedonia y tesalia y las tropas
mercenarias
habían
conseguido
apoderarse momentáneamente de las
alturas. Sus hombres le informaron de
que los romanos estaban huyendo: «No
pierdas la oportunidad —le dijeron—.
Los bárbaros no resistirán nuestro
ataque. ¡Éste es tu día!».
Espoleado por los informes que
recibía, el rey se decidió a sacar al
grueso de sus tropas del campamento.
Aunque el relieve no le fuera propicio,
pensó que debía aprovechar la ventaja
moral y el hecho de que las legiones
romanas aún no estuviesen organizadas.
Filipo en persona tomó el mando del
ala derecha de sus tropas y subió la
colina. Cuando llegó arriba, desplegó a
sus hombres en formación de combate.
Mientras tanto, el flanco izquierdo,
mandado por Nicanor, trepaba por la
ladera en columna de marcha.
La bruma ya se había despejado.
Desde la cresta, Filipo vio que sus
mercenarios y sus tropas ligeras, que
habían bajado la ladera persiguiendo a
los enemigos, habían chocado contra el
flanco izquierdo del ejército romano.
El rey decidió explotar el momento y
también la posición: las tropas que
atacan desde un terreno más elevado
siempre gozan de ventaja. Perfectamente
formada, el ala derecha del ejército
macedonio bajó desde las alturas,
ofreciendo a los romanos un frente
impenetrable de sarisas. En el primer
choque contra los legionarios, llevaron
las de ganar y los obligaron a
retroceder.
Pero el campo de batalla no se
limitaba a esa zona. Mientras Filipo
ganaba su propio combate poco a poco,
en lo alto de la colina el ala izquierda
de Nicanor todavía se estaba
desplegando, conforme las unidades en
orden de marcha coronaban la cresta y
maniobraban para convertir la columna
en un frente de combate.
Flaminino se dio cuenta de que los
batallones de la falange de Nicanor no
se habían formado todavía. Si daba
tiempo a que ese flanco también cerrara
filas y bajara las sarisas, los romanos
estaban perdidos. Cargar ladera arriba
siempre es arriesgado; entre otros
motivos porque los soldados llegan a las
alturas jadeando, como me enseñó
medio año tomando cerros en infantería.
Pero era su única oportunidad, así que el
cónsul ordenó a su ala derecha lanzarse
al ataque.
Por delante de los legionarios,
Flaminino había apostado a los
elefantes. Éstos cargaron los primeros
contra la falange a medio desplegar y
sembraron el pavor entre los
macedonios. Detrás llegaron los
legionarios, que aprovecharon los
huecos abiertos por los paquidermos
para terminar de desbaratar la formación
enemiga. (Cinoscéfalas estaba sembrado
de elevaciones, pero las laderas eran lo
bastante suaves para que pudieran
evolucionar por ellas tanto tropas de
infantería pesada como jinetes y
elefantes).
Así pues, aquella batalla dividida en
dos empezó favoreciendo a cada bando
en su propia ala derecha: Filipo estaba
empujando a los romanos hacia el valle
con el rodillo de su falange, mientras
Flaminino hacía trizas a las tropas de
Nicanor en las alturas. En casos
similares, el resultado final dependía de
quién tardaba menos en derrotar por
completo a los enemigos de su zona y
acudía antes a ayudar a sus camaradas
en apuros.
Pero la batalla de Cinoscéfalas
introdujo un nuevo matiz. Los ejércitos
griegos apenas empleaban reservas: una
vez entablada la refriega, casi todas las
tropas se veían envueltas en ella. Por
otro lado, sus generales —o reyes en
este caso— participaban personalmente
en el combate. Desde las primeras filas,
disponían de una visión muy limitada y
no podían saber lo que ocurría en otras
zonas del campo de batalla ni, por tanto,
enviar refuerzos a los lugares donde se
necesitaban.
En cambio, la formación tradicional
de los romanos, la triplex acies,
significaba que siempre mantenían
tropas en reserva a no ser que la
situación se hiciese muy desesperada.
Asimismo, su estructura de mando era
más flexible, y tanto los tribunos como
los centuriones podían tomar iniciativas
en plena batalla.
En el caso de Cinoscéfalas, quien
improvisó fue un tribuno militar situado
en la retaguardia del ala de Flaminino.
Desde las alturas, observó que en el
valle sus compañeros del flanco
izquierdo se encontraban en una
situación crítica. Tomó a veinte
manípulos, unos dos mil quinientos
soldados que aún no habían entrado en
combate, y les ordenó cargar contra la
parte posterior de la falange de Filipo.
No era un gran número de hombres,
pero resultaron decisivos. Corriendo
ladera abajo, los legionarios llegaron
rápidamente a la retaguardia macedonia.
Allí no tardaron en provocar una
carnicería.
La razón estribaba en el armamento
y la forma de combatir de cada unidad.
Los soldados macedonios, que hasta
entonces empujaban y animaban a sus
compañeros, tuvieron que darse la
vuelta y formar un frente a toda prisa
abatiendo las picas. No les dio tiempo a
cerrarlo, y los romanos se colaron por el
hueco como hormigas, con las espadas
desenvainadas.
A esa distancia, los hombres de la
falange estaban perdidos. Cuerpo a
cuerpo, lo único que podían hacer con la
sarisa era soltarla. Ellos también
llevaban espadas, pero era su arma
secundaria: ni sus hojas tenían tanta
calidad de forja como los gladii
hispanienses, ni ellos mismos se
adiestraban en su manejo de forma tan
sistemática como hacían los romanos.
Para colmo, como los hoplitas
necesitaban ambas manos para empuñar
la aparatosa sarisa, llevaban un escudo
de apenas dos palmos que se colgaban
del cuello con un tiracol, una correa de
cuero. En cambio, los escudos de los
legionarios bastaban prácticamente para
cubrirles todo el cuerpo. Además los
romanos sabían usarlo incluso como
arma ofensiva para lanzar golpes y
empujones
y
desequilibrar
al
adversario.
El ataque del tribuno y sus veinte
manípulos sembró la muerte y el terror
en la retaguardia macedonia. Tanto el
desorden como el miedo se contagian
con gran rapidez por las filas de un
ejército. Filipo, que se apartó un poco
del combate, se dio cuenta de lo que
pasaba, reunió a todos los hombres que
pudo y emprendió la huida, dejando al
resto de su ala derecha a merced de los
enemigos.
No por eso hay que acusarlo de
cobarde. El rey era lo bastante
inteligente para comprender que la
batalla estaba sentenciada. Salvar el
mayor número posible de tropas para
combatir mañana era mejor que
sacrificarse tontamente hoy, tal como
había hecho Asdrúbal Barca en la
batalla de Metauro.
Mientras la situación sufría este
vuelco tan drástico en el valle, en las
alturas Flaminino siguió acosando y
persiguiendo al ala izquierda de
Nicanor. Cuando los macedonios se
vieron acorralados en la cima,
levantaron las sarisas en vertical: era la
forma convencional de comunicar que se
rendían o que estaban dispuestos a
pasarse al bando adversario.
Los romanos no entendieron bien
este gesto, o no quisieron entenderlo, y
aprovecharon que los macedonios
apartaban de ellos las puntas de las
picas para abalanzarse entre sus filas y
masacrarlos con las espadas.
En la batalla perecieron unos ocho
mil macedonios, y cayeron prisioneros
otros cinco mil. Los romanos, por su
parte, perdieron menos de mil hombres.
Como era habitual, el grueso de las
bajas se produjo cuando un ejército, en
este caso el de Filipo, rompió la
formación.
Tras el relato de la batalla, Polibio hace
un alto en su narración para analizar las
virtudes y defectos de la falange y de la
legión, y también del armamento griego
y romano. Esta comparación era un
tópico en las conversaciones de su
época, como también quién era el mejor
general, si Alejandro, Aníbal, Pirro o
Escipión. Los antiguos se tomaban estos
temas con tanta pasión como si fueran
hinchas de fútbol.
En cierto modo, la batalla de
Cinoscéfalas había sido la Copa
Intercontinental: como explica Polibio,
los macedonios habían vencido a todos
los ejércitos de Asia, y los romanos a
los de África y Europa. Ahora, en la
lucha definitiva, eran las legiones las
que habían prevalecido. Según el
análisis del historiador, la falange
poseía un empuje frontal imparable,
pero para explotar sus ventajas
necesitaba un terreno liso y despejado.
En cambio, los legionarios podían
luchar como unidad o de forma
independiente, y sus armas y su equipo
eran más versátiles.
Como siempre, es muy fácil afirmar
a toro pasado que esta batalla no podía
haber tenido otro desenlace. En
realidad, los acontecimientos podrían
haberse desarrollado de otro modo si
Filipo hubiese elegido un terreno más
apropiado, o si aquel tribuno no hubiera
adoptado la brillante iniciativa de tomar
por su cuenta los manípulos de reserva y
atacar la retaguardia macedonia.
Por otro lado, debemos tener en
cuenta que los soldados que llevaba
consigo Flaminino eran legionarios de la
máxima calidad. La Segunda Guerra
Púnica había convertido a los romanos
en guerreros tan capaces como los
profesionales del ejército de Filipo, sin
privarles al mismo tiempo del espíritu
patriótico propio de una milicia
ciudadana. Cuando pasó el tiempo y los
veteranos de la guerra contra Aníbal
fueron retirándose o muriendo, la
calidad de las legiones bajó mucho, y no
se recuperaría hasta las reformas de
Mario, a finales de siglo.
Tras la derrota de Cinoscéfalas, Roma
pudo imponer a Filipo una paz según sus
condiciones. Es decir, dejando bien
claro que la República había aplastado
a su rival y que éste no tenía más
remedio que ceder a sus exigencias.
Por el tratado de Tempe, Macedonia
se quedó reducida a sus antiguas
fronteras, prácticamente las mismas que
la limitaban cuando otro Filipo, el padre
de Alejandro, se convirtió en rey.
Además, tuvo que entregar una
indemnización de mil talentos de plata,
devolver los prisioneros romanos sin
cobrar rescate y pagar por los suyos.
También renunció a casi toda su flota y
se comprometió a que su ejército no
pasaría de cinco mil soldados. Como
estado «amigo de Roma», Macedonia se
comprometía a consultar a la República
antes de embarcarse en ninguna otra
guerra. Para asegurarse del buen
comportamiento de Filipo, su hijo
Demetrio fue enviado como rehén a
Roma.
Cuando el senado y los comicios
ratificaron la paz, en el año 196,
Flaminino se presentó en los Juegos
Ístmicos que se celebraban en Corinto y
proclamó que, después de más de un
siglo de protectorado macedonio,
Grecia volvía a ser libre.
Había decenas de miles de griegos
rodeando el estadio donde se celebraban
las carreras. Cuando la trompeta ordenó
silencio y el heraldo leyó por dos veces
el decreto de Flaminino —que todas las
ciudades y pueblos recuperaban sus
tierras, sus leyes y sus libertades—, los
presentes se pusieron en pie como un
solo hombre y aclamaron al procónsul, y
en su afán por acercarse a verlo e
incluso rozar las ropas del libertador
estuvieron a punto de arrollarlo.
Según cuenta Plutarco, los aplausos
y los vítores fueron tan estruendosos que
los cuervos que sobrevolaban el estadio
cayeron muertos al suelo. La explicación
del autor griego es curiosa:
Al ser tan numerosas las voces y
sonar tan altas, el aire se rompe
y ya no ofrece superficie de
sustento a los pájaros, que se
precipitan al suelo como quien
intenta caminar sobre el vacío.
Si los cuervos cayeron muertos, es
más fácil pensar que se debió a lo que
hoy llamaríamos «estrés». En cualquier
caso, con portentos o sin ellos, los
griegos se sintieron entusiasmados con
aquel hombre joven y amante de la
cultura helena que los había librado del
yugo macedonio.
Para su desgracia, muchos de ellos
vivirían lo suficiente para comprobar
que tan sólo habían cambiado un
dominador por otro.
Antíoco el Grande y la
batalla de Magnesia
En el año 194, las últimas tropas
romanas evacuaron Grecia. Ya en la
capital, Flaminino pudo celebrar un
triunfo apoteósico que duró tres días.
Roma no tardó en volver a
inmiscuirse en los asuntos griegos. Ya
hemos hablado de Antíoco III el Grande
—epíteto que él mismo se otorgó, como
haría siglo y pico después Pompeyo—.
Poco antes del año 200, el rey seléucida
se había lanzado a una campaña en el
este destinada a emular las proezas de
Alejandro. Gracias a sus victorias,
consiguió
anexionarse
Armenia,
convirtió Partia y el país de los
grecobactrianos en reinos vasallos y
pactó con los Mauryas que gobernaban
en la India. Merced a todo ello, Antíoco
mandaba o al menos ejercía soberanía
nominal sobre un territorio inmenso,
desde el Mediterráneo y el mar Negro
hasta el actual Pakistán.
Pero la ambición de Antíoco no se
limitaba al este. En 196, asesorado por
Aníbal, se dedicó a atacar las
posesiones de los Ptolomeos en Asia
Menor, y también intervino en Tracia,
región europea que pertenecía a
Macedonia.
Roma advirtió a Antíoco: «No te
atrevas a pisar Europa». Pero en este
caso intervino la Liga Etolia, que había
sido aliada de los romanos en sus
guerras contra Macedonia, y que ahora
animó a Antíoco a invadir Grecia.
Los miembros de la liga estaban muy
descontentos con Flaminino, ya que
habrían querido que derrocara a Filipo y
destruyera el reino de Macedonia. Como
el procónsul había entablado cierta
amistad con Filipo durante las
negociaciones del tratado de paz, los
etolios interpretaban que se había
dejado sobornar por él. Ahora,
dispuestos a acabar por fin con los
macedonios, hicieron creer a Antíoco
que, en cuanto plantara sus estandartes
en Grecia, todo el país se alzaría en
armas contra los romanos.
En el año 192, el rey seléucida cruzó
de Asia a Europa con diez mil hombres.
Para su desgracia, el levantamiento
masivo que le habían prometido no llegó
a producirse. Tan sólo consiguió la
ayuda de la Liga Etolia. La Liga Aquea,
que hasta entonces había sido
antirromana, cambió de bando. Además,
la República pudo contar con la
colaboración de Filipo V. El macedonio
no actuó así sólo por honrar el tratado:
Antíoco era una amenaza directa para él.
Al año siguiente, Antíoco trató de
hacerse fuerte en el paso de las
Termópilas. Pero el cónsul Acilio
Glabrio actuó como los persas en 480,
rodeó su posición por los montes y le
infligió una severa derrota.
Antíoco se retiró a Asia, convencido
de que los romanos no lo seguirían. Pero
se equivocaba. En el año 190, Lucio
Cornelio Escipión obtuvo el consulado,
y el senado le encomendó llevar
adelante la guerra contra Antíoco.
Algunos senadores no confiaban
demasiado en él para esta tarea, pero
cedieron cuando su hermano Publio, el
vencedor de Aníbal, se comprometió a
acompañarlo como legado.
Ese mismo año, ambos Escipiones y
su aliado, el rey Eumenes de Pérgamo,
se enfrentaron a Antíoco en Magnesia
del Sipilo, en el antiguo reino de Lidia.
Antíoco desplegó un gran ejército,
setenta mil hombres según Tito Livio. La
cifra puede ser exagerada y tal vez haya
que reducirla a poco más de cincuenta
mil, que también supone un número más
que considerable.
En cualquier caso, se trataba de una
hueste abigarrada que ofrecía un aspecto
impresionante. En el centro, aparte de
dieciséis mil infantes armados con
largas sarisas, el rey había dispuesto
unos cincuenta elefantes de guerra,
repartidos por la primera línea como
torreones que sobresalían por encima de
la muralla erizada de lanzas. Cada
animal llevaba sobre el lomo una torreta
de madera y cuero, atada con correas y
cadenas, y en ella viajaban cuatro
hombres armados con proyectiles:
encaramados a tres metros del suelo, su
posición era privilegiada para disparar
sobre el enemigo.
Además, en cada uno de los flancos
formaban mil quinientos jinetes gálatas
recubiertos de hierro de los pies a la
cabeza y con monturas también
blindadas, los llamados «catafractos».
Había otras unidades de caballería
pesada y ligera, y arqueros árabes
montados en dromedarios.
La pieza más siniestra de este
pintoresco repertorio eran los carros
falcados, vehículos de combate que
llevaban hoces metálicas en los cubos
de las ruedas, destinados a cortar las
piernas de los soldados enemigos y a
desjarretar a sus caballos.
Según el recopilador de anécdotas
Aulo Gelio, Antíoco, ensoberbecido por
la espléndida visión de sus tropas,
preguntó a su asesor Aníbal si aquel
ejército le parecía suficiente para
vencer al enemigo. El cartaginés
contestó con bastante retranca: «¡Sí!
Aunque los romanos son insaciables,
creo que con éstos tendrán bastante».
Frente a los hombres de Antíoco, los
hermanos Escipión desplegaron el típico
ejército consular, con las dos legiones
romanas en el centro y las alae a los
lados. Aparte de estos veinte mil
hombres, contaban con aliados de
diversas procedencias hasta sobrepasar
los treinta mil efectivos.
También traían dieciséis elefantes
africanos, entregados por su aliada —
forzosa— Cartago. Pero los Escipiones
decidieron dejarlos en reserva, ya que
eran más pequeños que sus parientes
indios del ejército de Antíoco y, según
Livio,
luchaban
con
menos
determinación. De haberlos puesto en
vanguardia, seguramente se habrían
desbocado al enfrentarse contra los
paquidermos enemigos y habrían
causado más daños entre sus propias
filas que entre las rivales.
El día había amanecido brumoso,
con bancos de niebla que dificultaban la
visibilidad y parecían repartir el campo
de batalla en secciones independientes,
casi estancas. Aquello favorecía la
moral de los romanos, ya que les
impedía apreciar la superioridad
numérica del enemigo.
El clima les otorgó otra ventaja más
a los romanos. La humedad relativa del
aire era muy alta, un inconveniente para
todos: en esas circunstancias la
atmósfera no admite apenas más agua, lo
que dificulta la transpiración y aumenta
la sensación de calor. Pero esa humedad
afectaba más al armamento de los
hombres del rey seléucida, pues
destensaba las hondas de cuero de sus
soldados rodios y las correas que
muchos de sus soldados de infantería
ligera utilizaban para propulsar las
jabalinas. También afectaba a las
cuerdas de los arcos: Antíoco tenía
miles de arqueros a pie y a caballo,
como había sido habitual en los
ejércitos persas y como lo sería en los
partos.
La batalla empezó con ataques de
caballería por ambos flancos. En la
derecha, Antíoco se abalanzó como un
nuevo Alejandro contra el ala izquierda
de los romanos. Allí los Escipiones sólo
habían apostado cuatro unidades o
turmae de caballería, mil doscientos
jinetes, ya que consideraban que el río
que bordeaba el campo de batalla les
ofrecía suficiente protección.
Con la superioridad numérica que le
daban sus auxiliares y sus catafractos
blindados, Antíoco atacó a estas cuatro
turmas de frente y de flanco. No tardó en
ponerlas en fuga, y también a las
unidades de infantería que las apoyaban.
Pero, en lugar de aprovechar para cargar
a continuación contra las alas o la
retaguardia de la infantería pesada
enemiga, el rey seléucida siguió
adelante en la persecución y cabalgó
hacia el campamento donde pretendían
refugiarse las tropas derrotadas.
Puede parecer una maniobra extraña.
¿Buscaba el saqueo más que la victoria?
Seguramente, Antíoco pretendía tomar el
campamento y destruirlo para impedir
así que los romanos tuvieran un lugar
seguro donde refugiarse cuando
consiguiera vencerlos.
Al cargo del campamento se había
quedado un tribuno militar llamado
Marco Emilio. En lugar de aguardar tras
la empalizada, sacó a los dos mil
soldados de la guarnición, voluntarios
macedonios y tracios que se habían
unido a la expedición de los Escipiones.
Cuando los hombres que huían de
Antíoco a pie y a caballo llegaron
despavoridos, Marco Emilio intentó que
rehicieran su formación. No le fue fácil:
como suele ocurrir con guerreros que
han sufrido una derrota, aunque sea
parcial, eran presa del pánico y venían
desorganizados. Por orden del tribuno,
los guardias del campamento hirieron e
incluso mataron a muchos de sus
compañeros que pretendían entrar en
tropel en la empalizada. Algunos se
dieron la vuelta y corrieron hacia la
hueste de caballería que los perseguía;
pero otros, por fin, recuperaron la
disciplina y formaron filas.
Mientras tanto, en el otro flanco,
Seleuco, hijo de Antíoco, mandó por
delante los carros falcados, y detrás el
grueso de su caballería, que incluía a los
otros mil quinientos catafractos y a los
árabes montados en dromedarios.
Aquel ataque masivo no iba dirigido
contra los legionarios del centro, sino
contra la caballería y las tropas
auxiliares que protegían el flanco
derecho del ejército romano. Allí tenía
el mando Eumenes, rey de Pérgamo, que
formaba con su propia caballería, con
jinetes romanos y con diversas unidades
de infantería ligera.
Al ver lo que se les venía encima,
Eumenes ordenó a todos los hombres
armados con proyectiles que se colaran
entre los carros esquivando las hoces de
metal. Así lo hicieron, tanto a pie como
a caballo, y lanzaron una granizada de
jabalinas, flechas, piedras y bolas de
plomo contra los caballos que tiraban de
los vehículos.
Aquello provocó el caos. Los
aurigas de los carros no pudieron
controlar a sus caballos, que empezaron
a chocar entre sí y luego se lanzaron
desbocados contra los dromedarios, los
más cercanos en la formación. Cuando
éstos se unieron a la estampida, la
siguiente unidad en sufrir por culpa de
los carros falcados fue la de los
catafractos: sus caballos estaban
cubiertos de pesadas cotas de malla que
impedían sus movimientos y los hacían
mucho más lentos.
En realidad, Antíoco se había
empeñado en utilizar un arma obsoleta.
El carro de guerra había dominado los
campos de batalla durante la Edad de
Bronce, pero los intentos de resucitarlo
habían resultado inútiles: Darío en la
batalla de Gaugamela y su sucesor
Artajerjes
en
Cunaxa
también
recurrieron a los carros falcados, y en
ambos casos cosecharon sonoros
fracasos.
Debido al caos ocasionado por los
carros, toda el ala izquierda de los
seléucidas se desplomó como un castillo
de naipes. La última unidad en caer fue
la de los catafractos: cuando las tropas
auxiliares que protegían su flanco
pusieron pies en polvorosa y la
caballería romana se precipitó sobre
ellos, no resistieron la primera
embestida. Algunos huyeron y otros,
entorpecidos
por
sus
pesadas
armaduras,
fueron alcanzados
y
alanceados o pasados a espada.
De este modo, la falange de sarisas
de Antíoco quedó en el centro del
campo de batalla con ambos flancos
desasistidos. Sus sintagmas estaban más
compactos que en otras ocasiones, pues
tenían hasta treinta y dos filas de
profundidad. Y todavía se apretaron
más, pues recibieron al mismo tiempo el
asalto de los legionarios, que corrieron
hacia ellos de frente lanzando los pila, y
de la caballería romana, que los atacó
por el lado izquierdo y la retaguardia.
Como
había
ocurrido
en
Cinoscéfalas, la falange se encontró en
graves apuros al sufrir ataques por
varios frentes. Los hoplitas que la
formaban proyectaron las sarisas en
todas las direcciones y desafiaron a los
romanos a que cargaran contra ellos
cuerpo a cuerpo. Pero los soldados de
los Escipiones, tanto jinetes como
legionarios y vélites, prefirieron
mantener la distancia y castigarlos con
una lluvia constante de proyectiles: los
hoplitas estaban tan juntos, hombro
contra
hombro,
que
resultaba
prácticamente imposible fallar los
disparos.
Desamparados por el resto de las
tropas seléucidas, que habían sido
desbaratadas, los diez batallones de
sarisas intentaron retroceder y regresar a
su propio campamento unidad por
unidad. Pero los elefantes apostados
dentro de la falange, acosados por los
disparos, la presión de sus propias
fuerzas y la excitación del combate, se
desbocaron y terminaron de sembrar el
desorden en las filas que hasta entonces
se habían mantenido organizadas. La
retirada se convirtió en desbandada, y la
batalla en matanza. Los romanos
masacraron a los falangitas y tomaron su
campamento, donde la sangre corrió en
torrentes.
Mientras tanto, Antíoco estaba
fracasando en su intento de asaltar la
empalizada romana, pues el tribuno y los
hombres que la defendían habían
recibido el refuerzo de Átalo, hermano
de Eumenes, con doscientos jinetes más.
Desde las inmediaciones del
campamento romano, Antíoco se volvió
hacia el campo de batalla, que estaba
más bajo, y examinó el panorama. Pese
a la distancia, el aire se había despejado
lo suficiente como para apreciar el
alcance del desastre sufrido por su
grandioso ejército. El terreno estaba
sembrado de cadáveres de hombres,
caballos y elefantes, casi todos ellos
seléucidas.
El monarca que se hacía llamar el
Grande comprendió que aquél no era su
día, y ordenó retirada a su caballería. En
lugar de regresar a su campamento, que
estaba siendo asaltado por los
legionarios, Antíoco se dirigió a Sardes,
capital del antiguo reino de Lidia, donde
llegó casi a medianoche.
Los libros de historia suelen narrar la
batalla de Magnesia muy por encima, tal
vez porque no nos ha llegado la versión
del fiable Polibio y nos tenemos que
conformar con los relatos de Tito Livio
y Apiano. Según estos dos autores, en el
ejército de Antíoco perecieron cincuenta
mil hombres. Una cifra muy exagerada,
que como mucho podemos aceptar si
contamos por igual los muertos, los
heridos y los que abandonaron el campo
de batalla y no regresaron a las filas del
rey.
Aunque las bajas enemigas no
ascendieran a tanto, lo cierto fue que los
hermanos Escipión y sus hombres
consiguieron una de las victorias más
importantes de la historia de la
República. Magnesia supuso el final de
la «grandeza» de Antíoco, y fue también
la primera vez que las legiones
plantaron sus estandartes en Asia.
Tras aquella aplastante derrota,
Antíoco comprendió que era imposible
vencer a los romanos. En 188 se firmó
la paz en la ciudad de Apamea. Las
condiciones eran humillantes, pero al
rey seléucida no le quedó más remedio
que aceptarlas. Por el tratado, tuvo que
renunciar a casi toda Anatolia al norte y
al oeste de los montes Tauro, lo que
significaba que sólo conservaba Cilicia.
También se le prohibía mantener una
flota en el Egeo, reclutar mercenarios en
Grecia o adiestrar elefantes de guerra.
Para colmo, como solía ocurrir con los
perdedores, debía sufragar los gastos
del conflicto pagando quince mil
talentos de plata.
Los romanos no se olvidaron de los
etolios, responsables de que Antíoco se
hubiera atrevido a invadir Grecia. Ellos
tuvieron que pagar mil talentos, la mitad
al contado. Puede antojarse una cifra
ridícula
comparada
con
la
indemnización que abonaron los
seléucidas; pero hay que tener en cuenta
que Etolia no era tan rica, y que hasta
hacía poco tiempo había sido una de las
regiones más atrasadas de Grecia.
Aparte de los romanos, el mayor
beneficiario de esta breve guerra fue el
reino de Pérgamo, que se apoderó de
buena parte de Anatolia. De momento,
los romanos preferían controlar aquellos
territorios tan alejados por medio de
países aliados en vez de convertirlos en
provincias. Además, al repartir los
despojos de Antíoco entre estados
pequeños como el propio Pérgamo,
Bitinia o el Ponto, la República dejaba
claro que quienes se ponían de su parte
podían obtener ganancias sustanciosas.
Del mismo modo que su hermano
Publio había recibido el sobrenombre
de Africano, Lucio ganó el de Asiático
gracias a su magnífica victoria en
Magnesia y pudo celebrar un triunfo
merecido por las calles de Roma. Sin
embargo, como ya comentamos al hablar
del final de la Segunda Guerra Púnica,
tanto él como Publio fueron acusados de
apropiación indebida. El caso se
prolongó durante varios años, y Lucio se
vio obligado a vender sus propiedades
para pagar la multa que le impusieron y
evitar la prisión. No obstante, se sabe
que en 185 su economía se había
recuperado lo suficiente como para
celebrar con gran esplendor los juegos
que había prometido ofrecer si vencía a
Antíoco.
No fue el único acusado en esta
época. Su sucesor al mando de la
campaña de Asia, Cneo Manlio Vulsón,
trató de conseguir tanta gloria como él.
Antíoco no le brindó la ocasión, pues
estaba demasiado escarmentado para
entrar en batalla contra él y andaba
negociando las cláusulas del tratado de
paz.
Manlio Vulsón se volvió entonces
contra los gálatas. Éstos eran miembros
de una tribu celta que había invadido
Asia Menor un siglo antes —el parecido
entre los nombres «gálata» y «galo» no
es casualidad—. El cónsul logró
derrotarlos y regresó a Roma dispuesto
a celebrar un triunfo. Pero diversos
miembros del senado lo acusaron de
haber librado aquella guerra por afán
personal de gloria y por conseguir botín,
y no por el interés del Estado.
Aunque Vulsón obtuvo al final su
triunfo, la oposición que debió superar
demuestra que las cosas empezaban a
cambiar. Pese a que el ethos romano
permitía y alentaba el ansia de fama y
honores de sus generales, en algunos
casos resultaba evidente que éstos
promovían guerras injustificadas o
desproporcionadas por alcanzar esa
fama y, sobre todo, por el botín. Pues
con todas esas conquistas orientales, el
dinero entraba a espuertas en Roma. Y
la nueva riqueza suponía una corrupción
que ya no dejaría de crecer.
Casi un siglo más tarde, Cayo
Verres, que fue propretor en Sicilia,
comentó con el mayor cinismo que un
magistrado nombrado para gobernar una
provincia necesitaba conservar el cargo
al menos tres años. Durante el primero,
robaba y saqueaba para enriquecerse
personalmente. En el segundo año,
esquilmaba a sus gobernados para pagar
las deudas que había adquirido
ganándose a los electores mientras
trepaba en política. Durante el tercero,
hacía acopio de dinero para sobornar a
los tribunales cuando regresara a Roma
y se enfrentara a un juicio por
corrupción.
La tercera guerra
Macedónica
Antíoco III murió poco después del
tratado, en 187, cuando intentaba
saquear un templo en Persia (sus
finanzas
habían
quedado
muy
quebrantadas por la derrota y el pago de
las indemnizaciones).
El otro monarca vencido por Roma,
Filipo V de Macedonia, vivió unos
cuantos años más. Al principio supo
plegarse a las circunstancias y colaboró
con la República en su guerra contra
Antíoco, escoltando a los legionarios
hasta el Helesponto, el estrecho mar que
separaba
Europa
de
Asia,
y
ofreciéndoles tropas. Agradecidos, los
romanos le perdonaron la indemnización
que todavía les debía y liberaron a su
hijo Demetrio, al que retenían como
rehén.
Como solía ocurrir cuando se
intercambiaban prisioneros entre las
élites gobernantes, Demetrio había
vivido muy bien en Roma y había
entablado amistad con muchos nobles de
la República. Por eso, al regresar a
Macedonia influyó en su padre para que
siguiera adelante con su política
prorromana.
Pero Filipo tenía otro hijo, Perseo,
mayor que Demetrio. Según los autores
romanos, lo había concebido con una
concubina, por lo que legalmente era
bastardo. Eso explicaba que desconfiase
de Demetrio, ya que sospechaba que
cuando llegara el momento su padre lo
nombraría heredero del trono de
Macedonia.
Su condición de hijo espurio puede
ser tan sólo un rumor propalado por los
romanos. Los odios y asesinatos entre
los miembros de las familias reales eran
una práctica muy común en los reinos
helenísticos (y en muchos más a lo largo
de la historia, hay que añadir). Ser el
hijo mayor, aunque fuese legítimo, no
convertía automáticamente a Perseo en
sucesor de Filipo.
Pero librarse de su hermano sí.
Perseo se dedicó a emponzoñar los
oídos de su padre contra él. Finalmente,
lo convenció de que Demetrio
intercambiaba cartas con Flaminino y
otros senadores romanos para conspirar.
Filipo hizo ejecutar a Demetrio. En
verdad éste debía de ser su hijo
favorito, como lo era del pueblo
macedonio, porque tras su muerte le
asaltaron los remordimientos y no tardó
en enfermar y morir.
Perseo subió al trono de Macedonia en
el año 179. En cuanto asumió el poder,
empezó a rearmarse contratando a diez
mil mercenarios. Para hacerse más
popular en su propio reino, decretó una
amnistía general e hizo regresar a todos
los macedonios a los que su padre había
desterrado.
Por el tratado de alianza con Roma,
Macedonia estaba obligada a pedir la
aprobación de la República para todas
sus acciones de política exterior. Sin
embargo, Perseo empezó a obrar por su
cuenta
enseguida
y
emprendió
negociaciones con el monarca seléucida
Antíoco IV, con Rodas, con Bitinia y
hasta con Cartago. Por otra parte, al
comprobar que los romanos favorecían
regímenes oligárquicos en las ciudades
griegas, él entró en tratos con los grupos
más populares para presentarse como
campeón de la democracia.
A pesar de todo, el conflicto se
mantuvo larvado hasta 172. En ese año,
el rey Eumenes de Pérgamo se presentó
en Roma con informes detallados sobre
los recursos y los planes bélicos de
Perseo, que, según él, pretendía
convertirse de nuevo en el amo de
ambas orillas del Egeo.
A los romanos no les hacían falta
muchas excusas para declarar una nueva
guerra. Para colmo, cuando Eumenes
regresaba a su reino fue asaltado en las
cercanías de Delfos. Los asesinos, que
fracasaron en su atentado, habían sido
contratados por Perseo; de nuevo, según
la versión de Eumenes.
La guerra se declaró oficialmente a
principios del año 171. El cónsul Publio
Licinio Craso estaba decidido a reclutar
las mejores tropas, lo que significaba
recurrir a veteranos de las guerras
anteriores.
Por eso, el senado decretó que, si
los cónsules y tribunos elegían a
cualquier ciudadano con menos de
cincuenta y un años, éste no podría
negarse al alistamiento.
Una edad más que respetable, como
vemos. Y que desmiente la creencia
extendida de que en la Antigüedad
quienes pasaban de cuarenta años eran
prácticamente ancianos. Es cierto que la
esperanza media de vida era muy
inferior a la de nuestros tiempos. Pero
en ello influía la alta mortalidad infantil
y el hecho de que personas
perfectamente sanas podían morir casi
de un día para otro por enfermedades e
infecciones que hoy no suponen apenas
peligro.
El historiador Tito Livio nos
transmite el discurso que pronunció uno
de estos veteranos, Espurio Ligustino,
para animar a sus compañeros a que se
alistasen en esta nueva guerra aunque
fuese en puestos inferiores a los que
habían desempeñado antes:
¡Oh, romanos! Soy Espurio
Ligustino,
de
la
tribu
crustuminia, descendiente de los
sabinos.
Me convertí en militar
durante el consulado de Publio
Sulpicio y Cayo Aurelio. [Es
decir, en el año 200 a.C.] Serví
como soldado dos años contra el
rey Filipo. En mi tercer año, Tito
Quintio Flaminino me nombró
centurión del décimo manípulo
de los astados como recompensa
por mi valor.
Tras la derrota de Filipo y de
los macedonios, volví a Italia y
me licencié. Pero me alisté de
nuevo como voluntario para ir a
Hispania con el cónsul Marco
Porcio [año 195]. Él me honró
nombrándome centurión de la
primera centuria de los astados.
Por tercera vez me presenté
voluntario en las tropas que
fueron enviadas contra los
etolios y el rey Antíoco [año
191]. Manio Acilio me nombró
primer
centurión
de
los
príncipes.
Después serví dos veces más
en campañas anuales en Italia.
Más tarde serví otras dos
campañas en Hispania, con el
pretor Quinto Fulvio Flaco y con
Tiberio Sempronio Graco [años
181 y 179].
En pocos años, fui nombrado
cuatro veces jefe de los
centuriones [primus pilus o
primipilo]. He recibido treinta y
cuatro condecoraciones por mi
valor, y he conseguido seis
coronas cívicas. Llevo veintidós
años de servicio y tengo ya más
de cincuenta años.
Sin embargo, mientras los
encargados de reclutar el
ejército
me
consideren
apropiado para servir como
soldado, jamás renunciaré a mi
deber. Que los tribunos militares
me otorguen la graduación que
crean conveniente.
Del mismo modo me dirijo a
vosotros,
mis
camaradas
soldados, para pediros que
obedezcáis el mandato del
senado y de los cónsules y que
penséis que cualquier puesto o
rango en el que luchéis por la
defensa de la República es igual
de honorable.
Este discurso es un vivo retrato de la
situación tras la Segunda Guerra Púnica:
campañas constantes, y mucho más
numerosas en el extranjero que en Italia.
También refleja la ética guerrera de los
romanos, y cómo soldados que habían
combatido
en
varias
campañas
resultaban elegidos una y otra vez para
el servicio. Algo perfectamente lógico,
ya que eran las tropas de más calidad y,
por tanto, las más ambicionadas por los
mandos.
Durante los primeros años de la guerra
no se libraron grandes batallas
campales. En 171, Perseo venció al
cónsul Licinio Craso en Calinico, en un
combate que más bien fue una
escaramuza de tropas de caballería. El
año 170 tampoco trajo ningún éxito para
la República.
En 169, el cónsul designado para la
guerra fue Quinto Marcio Filipo, un
veterano sesentón y obeso. Pese a sus
kilos de más, Marcio demostró una gran
iniciativa. No llevaba ni diez días en el
mando cuando logró burlar la cadena de
fortificaciones enemigas y cruzar de
Tesalia a Macedonia.
Mientras el cónsul atravesaba los
angostos desfiladeros que rodean el
Olimpo, Perseo podría haberlo atacado
y haber causado estragos en su columna
de marcha, entorpecida por los elefantes
de guerra, cuyos barritos y estampidas
asustaban también a la caballería. Pero,
en lugar de aprovechar la ocasión, el rey
macedonio se retiró a Pidna y permitió
que los romanos entraran en Macedonia
y tomaran ciudades como Dión o
Heracleo.
Aunque Manlio intentó obligar a
Perseo a enfrentarse contra él en campo
abierto, no lo consiguió. El ejército
romano, que estaba agotando sus
provisiones, tuvo que retirarse al sur. El
cónsul acampó al otro lado del Elpeo,
un río que baja desde las laderas del
Olimpo y desemboca en el Egeo. Perseo
los siguió y se fortificó en la orilla
norte, en una posición difícil de atacar,
sobre todo durante las crecidas de otoño
e invierno.
Habían pasado ya tres años de
guerra, y los ejércitos de la República
no habían conseguido nada. Los
romanos, tal vez malacostumbrados por
los éxitos que habían conseguido contra
Filipo y Antíoco, empezaron a criticar a
sus mandos.
En el 168, el senado asignó las
provincias consulares mucho antes de lo
habitual. La guerra contra Perseo le fue
encomendada a Lucio Emilio Paulo, hijo
del cónsul del mismo nombre que había
muerto en la batalla de Cannas.
Emilio Paulo tenía ya sesenta años, y
su carácter más bien áspero no lo hacía
demasiado
popular
entre
los
ciudadanos: había perdido varias
elecciones y sólo había conseguido que
lo eligieran cónsul en 182.
Tal vez ese mismo carácter fue el
que le hizo divorciarse de su primera
esposa, Papiria. Cuando los amigos le
preguntaron el motivo, ya que la
conducta de Papiria era intachable y le
había dado varios hijos, Emilio se quitó
el zapato y les dijo: «¿Os parece nuevo?
¿Os parece que está bien fabricado?».
Cuando le contestaron que sí, Emilio
añadió: «Pero ¿a que ninguno de
nosotros es capaz de decirme dónde me
aprieta?».
El biógrafo Plutarco añade que hay
matrimonios que resisten a graves
peleas y ofensas, mientras que en otras
ocasiones marido y mujer no pueden
convivir por culpa de pequeñas
desavenencias
y
diferencias
de
temperamento. Esta anécdota nos revela
que, aunque los romanos fuesen tan
distintos de nosotros en tantas cosas,
eran muchas más las que compartían.
Pese al carácter de Emilio, en esta
ocasión los romanos pensaron que las
circunstancias actuales requerían de un
general veterano y duro y lo votaron
como cónsul. Emilio, resentido por
haber perdido antes otras elecciones, se
había resistido al principio a
presentarse a candidato. Pero después,
presionado por su familia y sus amigos,
acabó aceptando.
Antes de partir, el nuevo cónsul
demostró su personalidad en el discurso
que pronunció en el Foro. En aquella
época, las polémicas entre los generales
y sus críticos debían ser tan apasionadas
como las que enfrentan hoy día a
periodistas y aficionados contra
entrenadores de fútbol. Por eso, Emilio
dijo:
En cada corro de amigos y en
cada círculo de comensales hay
gente que se cree capaz de
conducir ejércitos a Macedonia,
que sabe dónde hay que colocar
el campamento y apostar a las
tropas, que conoce perfectamente
cuáles
son
los
mejores
desfiladeros para entrar en
Macedonia, dónde hay que
levantar almacenes y cómo hay
que llevar las provisiones. Por
supuesto, esas personas también
saben cuándo y cómo hay que
enfrentarse con el enemigo. Y si
el cónsul no actúa como ellos
quieren, lo critican e inculpan
como si estuviera en un juicio.
¿Es que un general no debe
recibir consejo? Sí, pero de los
que poseen experiencia en el arte
de la guerra. Sobre todo, de
quienes se encuentran en el lugar
de la acción, ya que viajan en el
mismo barco y comparten los
mismos riesgos.
De modo que quien tenga
algo positivo que aconsejar, que
se aliste y venga conmigo a
Macedonia. Si no se atreve o le
parece incómodo, que se quede
en tierra, pero que no pretenda
dar lecciones de piloto a nadie.
Sin duda, la mayor parte de los
asistentes aplaudió este discurso contra
los estrategas de salón: en casos así,
todo el mundo suele mirar al vecino y
nadie se da por aludido personalmente.
Con refuerzos de quince mil
hombres para complementar las legiones
y alae que ya estaban en Grecia, Emilio
cruzó el Adriático. Con él viajaban dos
de sus hijos, que habían sido adoptados
por sendas familias nobles, los Fabios
Máximos y los Cornelios Escipiones —
práctica habitual entre la aristocracia—.
Uno de ellos era Escipión Emiliano, que
con el tiempo asediaría y tomaría
Cartago y Numancia.
(Es curioso que estos dos hijos
fuesen los mismos que había tenido con
Papiria, la esposa de la que se divorció
por incompatibilidad de caracteres.
¿También se llevaba mal con ellos y por
eso los sacó de casa entregándolos en
adopción? De ser así, sorprende que lo
acompañaran a la guerra).
A principios de junio, Emilio Paulo
y sus refuerzos llegaron al campamento,
situado en las afueras de Fila. El cónsul
sexagenario demostró enseguida que la
edad no había disminuido sus energías.
Al ver que el suministro de agua era
insuficiente, mandó a los utrarii,
aguadores del campamento, a excavar
pozos cerca de la playa. También
despachó exploradores para reconocer a
fondo la línea de fortificaciones que
defendían el río Elpeo.
En general, Emilio reforzó la
disciplina del ejército, que se había
relajado durante los últimos meses. Para
evitar que los centinelas se adormilaran
apoyando la barbilla en el borde del
broquel, prohibió que llevaran escudo.
A cambio, como hombre práctico que
era, redujo los turnos de vigilancia
frente al campamento de Perseo de
veinticuatro a doce horas, previniendo
así que el aburrimiento y el cansancio
relajaran demasiado la atención.
Igual que había hecho en el Foro con
los ciudadanos, el cónsul se dirigió a los
soldados. Esta vez usó palabras aún más
duras. Su deber era obedecer las
órdenes sin cuestionarlas, les dijo. Si
tenían sus propias opiniones, debían
guardárselas para sí y no manifestarlas
ni en público ni en privado. Como
soldados, tan sólo les correspondía
preocuparse de tres cosas. En primer
lugar, de mantener su cuerpo en forma.
En segundo, de conservar las armas en
buen estado. Y en tercer y último lugar,
de tener siempre listas las provisiones
por si recibían órdenes inesperadas para
marchar o combatir de inmediato.
Todas estas acciones y palabras de
Emilio Paulo no sólo revelan su
carácter, sino que también nos brindan
una información muy valiosa sobre el
funcionamiento cotidiano del ejército
romano, y por eso me he extendido en
ellas.
La batalla de Pidna
Cuatro días después de su llegada, el
estado de ánimo del ejército había
cambiado tanto —para mejor— que el
cónsul decidió ponerse en marcha. Los
romanos dejaron el campamento de Fila
y avanzaron hasta la orilla sur del río
Elpeo.
Desde allí, la posición enemiga
parecía inexpugnable. No obstante,
varios oficiales, llevados tal vez por el
ardor guerrero de los últimos días,
aconsejaron a Emilio Paulo un asalto
frontal.
Sin dar explicaciones a nadie para
evitar filtraciones, el cónsul decidió
recurrir a una añagaza. Una fuerza de
algo más de ocho mil hombres al mando
de Escipión Násica se dirigió al norte
por la costa, hacia Heraclea, como si
preparase ese ataque frontal. El
movimiento de tantos soldados a la luz
del día alertó a los macedonios, que
prepararon sus defensas.
Sin embargo, cuando cayó la
oscuridad, Násica reveló a sus
legionarios el plan verdadero. En
silencio, se alejaron del mar y se
dirigieron hacia la ladera sur del monte
Olimpo en una larga marcha nocturna.
Mientras los hombres de Násica
atravesaban los desfiladeros y rodeaban
la montaña por el oeste, Emilio Paulo
hizo formar a sus vélites durante tres
días seguidos al sur del río para fingir
que ofrecían batalla, aunque en alguna
ocasión le costó sufrir bastantes bajas
por la artillería enemiga. Al tercer día,
la columna de marcha de Násica
apareció por la retaguardia de las líneas
macedonias y bajó hacia la llanura.
La maniobra no salió del todo bien.
El rey Perseo se percató a tiempo y se
retiró unos cuantos kilómetros al norte.
Allí, cerca de Pidna, tomó posiciones en
una llanura que le pareció adecuada
para desplegar sus falanges. Sin duda su
padre, escarmentado tras su propia
derrota, le había advertido de que no
debía luchar contra las legiones en un
terreno tan accidentado como el de
Cinoscéfalas.
Cuando las tropas de Násica se unieron
a las del cónsul, todo el ejército romano
avanzó hacia el norte. El día 21 de
junio, tras una marcha agotadora,
llegaron a la vista de las líneas
enemigas.
Pese a la fatiga, los soldados y
muchos de los oficiales querían atacar
de inmediato. Tenían sus razones:
Perseo se les había escapado durante
tres años. Ahora lo veían frente a ellos,
en una llanura y dispuesto a luchar. ¿Qué
pasaría si no aprovechaban la ocasión?
Pero el cónsul no quería combatir
ese día. Tras formar a las tropas, las
tuvo durante unas horas al sol. Al cabo
de un rato los hombres, con la boca seca
y pastosa de polvo, empezaron a dar
cabezadas sobre los escudos o a
apoyarse en las lanzas. Viendo que la
sed y el cansancio vencían a las ansias
de combate, Emilio Paulo ordenó
deshacer la formación y retirarse al
campamento recién levantado.
Esa noche, la del 21 al 22 de junio,
[24] se produjo un eclipse de luna. Como
solían hacer en estos casos, los romanos
agitaron antorchas en el aire y
aporrearon las cacerolas de cobre para
invocar al astro de vuelta.
Según cuenta Tito Livio, los
soldados no se asustaron gracias a que
un tribuno militar instruido en
astronomía, Cayo Sulpicio Galo, les
había avisado del eclipse y además les
había explicado que se debía a que la
propia Tierra se interponía entre el Sol y
la Luna, algo que sólo podía ocurrir
durante el plenilunio. La historia es
verosímil; muy distinta habría sido si
Sulpicio hubiese intentado predecir un
eclipse de Sol, ya que éstos sólo se
contemplan desde una franja de la
superficie terrestre que la ciencia de la
época no podía precisar.
Este mismo fenómeno provocó
consternación en el campamento
enemigo. Aunque entre los griegos y
macedonios tenía que haber personas
versadas en astronomía —de hecho, más
que entre los romanos—, era inevitable
recordar la tradición según la cual los
eclipses predecían la caída de los reyes.
Al día siguiente, Emilio Paulo hizo
formar a sus tropas, pero no las lanzó a
la batalla de inmediato. Antes del
combate, ordenó sacrificar un buey y
examinar sus vísceras en busca de
augurios favorables. Como no los
encontraron, mandó matar otro, y otro, y
así hasta veinte. Por fin, las tripas del
buey número veintiuno ofrecieron
buenos auspicios: los romanos ganarían
la batalla…, pero sólo si se mantenían a
la defensiva.
Todo debía ser una maniobra del
cónsul, que no estaba dispuesto a
combatir hasta que las circunstancias no
le ofreciesen alguna ventaja, por mínima
que fuese. Tenía sus razones. Se
encontraba en territorio enemigo y en
inferioridad numérica: contaba con unos
treinta mil hombres, incluidas sus dos
legiones reforzadas, mientras que Perseo
había movilizado más de cuarenta mil.
Aunque ambos bandos se hallaban
parejos en caballería, con unos cuatro
mil jinetes cada uno, el rey macedonio
ganaba en infantería pesada, sobre todo
con su enorme falange formada por
veintiún mil hoplitas.
Para colmo, éstos se habían
desplegado en terreno llano, donde
resultaban prácticamente invulnerables.
Es comprensible que Emilio Paulo
prefiriese no lanzar a sus hombres a un
ataque frontal, para evitar que se
ensartasen en las puntas de las sarisas.
Como confesó más tarde a algunos
amigos, no había visto en su vida un
espectáculo más terrible y espantoso que
el de la falange cerrada y erizada de
picas, aun teniendo en cuenta que había
participado en tantas batallas como el
que más.
Es posible que influyera también el
ejemplo familiar. En la Segunda Guerra
Púnica, tras las tácticas dilatorias del
dictador Fabio Máximo, el padre de
Emilio Paulo y su colega Varrón se
habían sentido en la obligación de actuar
de forma más agresiva. El resultado
había sido el mayor desastre militar de
la historia de Roma.
El Emilio Paulo actual se negaba a
que esto volviera a ocurrir bajo su
mando. Dándole un poco de tiempo a
Perseo, pensaba, el rey o sus hombres se
impacientarían y lanzarían su propio
ataque, y al hacerlo tendrían que salir de
la explanada para atravesar un terreno
más accidentado donde la falange
perdería buena parte de su ventaja.
Pero la batalla se libró ese mismo
día, 22 de junio, más o menos a
mediodía. No queda claro que es lo que
ocurrió. Según Tito Livio, unos esclavos
que se acercaban al río para traer agua
perdieron el control de una mula, que
escapó a la otra orilla. Cuando dos
guerreros
enemigos
quisieron
apoderarse de ella, tres soldados
italianos cruzaron el río, que cubría
hasta las rodillas, y los mataron. Como
había ocurrido otras veces en
circunstancias similares —por ejemplo,
en Trebia y Cinoscéfalas—, esta
pequeña escaramuza fue creciendo como
una bola de nieve hasta resultar
incontrolable.
Hay otra versión que cuenta
Plutarco, según la cual el propio cónsul
hizo soltar un caballo y enviarlo
desbocado contra las líneas enemigas
para provocar la refriega. Pero no
parece verosímil: más bien, la batalla se
desencadenó contra la voluntad del
cónsul.
Como señala el historiador J. E.
Lendon, en Pidna los soldados romanos
se vieron sometidos a un terrible
conflicto entre dos valores ancestrales:
la virtus, el coraje guerrero que los
incitaba a la agresión, la competitividad
e incluso el duelo singular, y la
disciplina —en latín igual que en
español— que los obligaba a mantener
la formación y obedecer las órdenes de
sus superiores.
Aquel día, 22 de junio del año 168
a.C., la virtus predominó, y los
legionarios se lanzaron al combate.
Resignado a luchar, Emilio Paulo se
quitó el yelmo y la armadura para
demostrar que despreciaba a los
enemigos y que estaba dispuesto a morir
con sus hombres: una exhibición de
valor nada desdeñable en alguien que ya
había cumplido los sesenta. Él mismo
tomó el mando de la I legión, en el
centro y a la derecha, y el excónsul
Postumio Albino le siguió con la II.
El choque empezó por el flanco
derecho, ya que las tropas del cónsul
estaban avanzando de forma escalonada.
Los primeros en toparse con el enemigo
fueron los pelignos, aliados italianos. Al
llegar a unos quince metros arrojaron
sus venablos, como hacían los
legionarios romanos. Pero en esta
ocasión no lograron desordenar las filas
rivales tanto como esperaban, y cuando
cargaron contra las puntas de las sarisas
quedaron clavados en el sitio.
Lo mismo ocurrió con las alae de
soldados italianos. Ahí, un oficial
llamado Salvio llegó a arrojar el
estandarte de la unidad entre las picas
macedonias. Sus hombres, enrabietados,
se abrieron paso apartando las puntas de
hierro con las espadas y los escudos
para recuperar el estandarte. Pero,
aunque lo consiguieron, la falange cerró
de nuevo su formación y los obligó a
retroceder.
Combates de este tipo se repitieron
por todas las líneas. El hijo de Catón el
Viejo perdió su espada entre los
enemigos, y para recuperarla reunió a un
grupo de camaradas y se abrió paso
entre las picas enemigas hasta que la
encontró.
Proezas individuales aparte, los
macedonios iban ganando poco a poco.
Animados, los hombres de Perseo
empezaron a avanzar, tal vez recordando
la petición del general tebano
Epaminondas a sus hombres en Leuctra,
cuando consiguieron derrotar a los
espartanos: «¡Dadme un paso más y
obtendremos la victoria!».
Pero el éxito momentáneo acarreó el
desastre. Al avanzar, los hoplitas
salieron del llano cuidadosamente
elegido por su rey y empezaron a pisar
un terreno más irregular. En ese
momento, la falange hasta entonces tan
compacta se dividió en unidades más
pequeñas.
Al ver que se abrían amplias
brechas entre los batallones, los
romanos olieron la sangre de su rival.
Como había hecho aquel tribuno en
Cinoscéfalas, los centuriones tomaron la
iniciativa. Mientras unos manípulos se
mantenían en el sitio interponiendo los
escudos para contener el avance de las
sarisas, otros de reserva se colaron
entre las líneas enemigas y atacaron por
los flancos descubiertos.
En cuestión de pocos minutos, lo que
había ocurrido en Cinoscéfalas se
repitió por todo el centro del campo de
batalla. Los grupos de romanos que se
filtraron entre las líneas se dedicaron a
acuchillar con sus espadas a los
falangitas, impedidos por sus pesadas
picas de siete metros.
Para colmo, el flanco izquierdo de
los macedonios sufrió el ataque de los
elefantes enemigos. La falange empezó a
desmoronarse del todo en esa zona, y el
desorden cundió por todas las filas
como las ondas de un seísmo.
Al ver lo que ocurría, Perseo huyó
del campo de batalla con la caballería
pesada. Ni siquiera había llegado a
entrar en combate, lo que explica que
los supervivientes de la infantería lo
acusaran más tarde de cobardía.
Apenas había pasado una hora, y la
batalla ya se había convertido en
carnicería. En aquella jornada cayeron
más de veinte mil macedonios. La élite
de su infantería fue prácticamente
barrida del mapa.
Por comparación, las pérdidas de
los romanos fueron insignificantes:
apenas cien muertos, y algunos cientos
de heridos.[25] Al terminar el día, Emilio
Paulo suspiró de alivio. La batalla no se
había librado como él quería —casi
nunca ocurría—, pero había terminado
con una victoria incluso más aplastante
que la de Cinocéfalas. La superioridad
de las legiones sobre las falanges se
confirmaba una vez más. Y en esta
ocasión, de forma definitiva: el rey de
Macedonia ya no tenía soldados con los
que formar una nueva falange.
Se suele señalar como razón del
triunfo de los romanos que sus legiones
resultaban más flexibles tácticamente y
que sus soldados eran mejores
combatientes individuales. Hay que
añadir que la formación en triplex acies
que los romanos atribuían a Camilo,
«segundo fundador de la ciudad», les
permitía usar reservas, mientras que los
ejércitos contra los que luchaban apenas
recurrían a ellas.
Así, en la batalla de Metauro, el
cónsul Nerón tomó a parte de su
caballería y dirigió un ataque
inesperado contra el flanco derecho de
la infantería de Asdrúbal. En
Cinoscéfalas, aquel tribuno anónimo
desequilibró la batalla al lanzar veinte
manípulos contra la retaguardia de
Filipo V. En Magnesia, las tropas de
reserva que guardaban el campamento
consiguieron detener la audaz carga de
la caballería de Antíoco el Grande. Y en
Pidna, la segunda línea de legionarios
logró infiltrarse entre los huecos de los
batallones enemigos mientras la primera
contenía sus sarisas.
En suma, se trataba de la victoria de
un sistema completo. Sistema que, en el
caso de los romanos, era tanto táctico
como moral y, por decirlo en una sola
palabra, vital. La traducción latina de
aquel versículo del libro de Job, Militia
es vita hominis super terram, «La vida
del hombre en la tierra es milicia», no
era una metáfora en el caso de los
romanos, sino la pura realidad.
En dos días Macedonia se rindió a los
romanos. Perseo huyó a la isla de
Samotracia con quinientos arqueros
cretenses y el tesoro que pudo reunir.
Allí se vio rodeado por la flota del
pretor Cneo Octavio. Aunque éste no se
decidía a asaltar el santuario donde se
había refugiado el rey, Perseo decidió
que era inútil seguir adelante y se
entregó.
Tras la victoria, el senado decretó la
disolución de Macedonia. Aquel reino
orgulloso que con el gran Alejandro
llegó a dominar medio mundo conocido
desapareció, dividido en cuatro regiones
independientes.
Todos los que habían colaborado
con Perseo sufrieron las consecuencias.
Iliria fue partida en tres fragmentos que
se convirtieron en la provincia de
Illyricum. El Epiro fue entregado al
saqueo mediante un engaño muy poco
ético, y ciento cincuenta mil de sus
habitantes fueron vendidos como
esclavos y setenta de sus poblaciones
arrasadas.
Cuando Emilio Paulo volvió a
Roma, se llevó consigo a Perseo como
trofeo de guerra. También lo
acompañaban mil rehenes de la Liga
Aquea.
El cónsul se encontró con ciertos
problemas para celebrar su triunfo, algo
que parecía la norma por aquel
entonces. Uno de los tribunos que él
mismo había elegido, Servio Sulpicio
Galba, presentó una propuesta para
negárselo, y muchos soldados la
secundaron. En parte se debía al rencor
por la severa disciplina que les había
impuesto Emilio, y en parte a que
pensaban que no habían recibido
suficiente parte del botín conseguido en
Epiro: tras tomar aquellas setenta
ciudades, a cada uno de ellos tan sólo le
habían correspondido once dracmas.
En cualquier caso, Emilio Paulo
pudo celebrar al final sus tres días de
triunfo. Durante el primero exhibió
doscientos cincuenta carros cargados
con obras de arte saqueadas durante la
guerra. En las demás jornadas mostró
las armas capturadas al enemigo, y por
último desfiló la propia familia real.
Al menos, Perseo no fue ejecutado
como el galo Vercingetórix, y pudo
pasar sus últimos años como cautivo en
Alba.
En cuanto a Emilio Paulo, la frase
que pronunciaba el esclavo que lo
acompañaba en el carro, «Recuerda que
eres mortal», le debió de sonar
dolorosamente irónica. Cinco días antes
del triunfo, el hijo mayor que tenía con
su segunda esposa murió y, apenas una
semana después, falleció el otro. Tenían
catorce y doce años respectivamente.
Por lo que sabemos, Emilio sentía un
grandísimo amor por ellos y había
dedicado los años anteriores a su
consulado a educarlos personalmente.
Ahora, sin embargo, sólo le quedaban
los hijos de Papiria, su primera mujer,
que legalmente pertenecían a otras
familias.
A pesar de todo, el cónsul se tomó
aquella desgracia con el estoicismo de
un auténtico romano…, y también de un
padre que vivía en una época, como ya
hemos
mencionado,
de
altísima
mortalidad infantil. Años después, en
164, fue elegido censor, honor que,
como hemos visto, no alcanzaban más
que unos cuantos elegidos. Cuando
murió en 160, legó su fortuna a los dos
hijos de su primera esposa, lo que
demuestra que ser adoptados por otra
familia no rompía los vínculos de
sangre.
Escipión Emiliano,
que
pertenecía ahora a una familia más
adinerada, renunció a su parte y se la
entregó a su hermano.
Antes hablé de los mil rehenes
griegos que Emilio Paulo se trajo de
Grecia. Entre ellos viajaba un noble de
Megalópolis llamado Polibio, que por
aquel entonces tenía treinta años. Emilio
Paulo lo nombró tutor de sus hijos, y
Polibio trabó gran amistad con la
familia; sobre todo con el adoptado
Escipión Emiliano, a quien acompañó en
Cartago y en Hispania.
Como ya he comentado a menudo,
Polibio es la fuente más fiable que
tenemos para las guerras púnicas y
macedónicas. El leitmotiv de su obra,
las Historias, es el mismo que el de este
libro: cómo una ciudad como Roma, que
en nada parecía distinguirse de las
demás, consiguió en poco tiempo pasar
de ser una potencia regional a dominar
medio mundo.
EPÍLOGO
Antes de su sumisión final, Grecia aún
dio unos últimos coletazos. En 149, un
tal Andrisco se hizo pasar por hijo de
Perseo y proclamó su intención de
reconquistar Macedonia bautizándose a
sí mismo Filipo VI. Al año siguiente,
consiguió conquistar Tesalia y firmó una
alianza con Cartago, lo que acarrearía
funestas consecuencias para esta ciudad.
Pero ese mismo año el pretor Cecilio
Metelo lo derrotó en la segunda batalla
de Pidna y convirtió Macedonia en una
provincia romana. Gracias a eso, Metelo
se
ganó
el
sobrenombre
de
Macedonicus.
Aprovechando que el río andaba
revuelto, la Liga Aquea también se
sublevó. Por aquel entonces, los rehenes
que se había llevado Emilio Paulo ya
habían regresado, por lo que los
romanos no pudieron tomar represalias
contra ellos. Tampoco les hizo falta.
Metelo bajó hacia el sur y en 147 venció
a los rebeldes en la batalla de Escarfea.
Un año más tarde, el senado encargó
la guerra contra los aqueos a Lucio
Mumio. Éste los derrotó, y después tomó
la ciudad de Corinto. Todos sus tesoros
fueron saqueados y enviados a Roma,
los varones pasados a cuchillo y las
mujeres y los niños vendidos como
esclavos. Tras esto, Mumio redujo la
ciudad a cenizas.
Aquel año, el 146, fue el final de la
independencia griega. La Liga Aquea fue
disuelta y las democracias que aún
existían
fueron
sustituidas
por
oligarquías. Grecia, cuya libertad había
proclamado Flaminino medio siglo
antes, se convirtió en una dependencia
de la provincia de Macedonia.
Al menos, las ciudades que no se
habían
levantado
contra
Roma
recibieron el estatus de civitates
foederatae o aliadas. Entre ellas estaban
Atenas, Delfos y Esparta, que no
llegaron a ser saqueadas.
Tras la conquista de Grecia y
Macedonia, Roma era más rica y
poderosa que nunca. Prácticamente
todas las orillas europeas del
Mediterráneo eran suyas, y estaba a
punto de dar el salto a África y Asia.
Pero su propia victoria la había
cambiado. Por una parte, la influencia
de la cultura griega en la romana llegó a
tal grado —sobre todo entre las élites—
que el poeta Horacio llegó a afirmar con
razón: Graecia capta ferum victorem
cepit, «La Grecia vencida conquistó a su
fiero vencedor».
Por otra parte, los inmensos tesoros
que entraron en Roma terminaron de
transformarla. La ciudad de las siete
colinas creció y se embelleció con
decenas de templos, mansiones,
monumentos y nuevos acueductos. Pero
la riqueza engendró corrupción, una
corrupción que dañaría el prestigio y las
prestaciones de sus legiones, y haría
inevitables las reformas que Mario
introduciría en el ejército a finales del
siglo II.
Por otra parte, paradójicamente —o
tal vez no—, la afluencia de dinero y
nuevos territorios agrandó las brechas
sociales.
Estas
desigualdades
precipitaron crisis violentas que
desembocarían en aquel fenómeno tan
griego que la República había logrado
evitar durante siglos: la guerra civil. Y
no una, sino varias.
En las nuevas guerras de conquista y
en las contiendas civiles aparecieron
nuevos generales, algunos tan hábiles
como los Escipiones, los Flamininos o
los Emilios. Pero, a diferencia de ellos,
no eran tan fieles a las leyes ni a las
tradiciones ancestrales. El auge de estos
nuevos generales, como Mario, Sila,
Pompeyo o Julio César, supondría al
mismo tiempo la decadencia y la muerte
final de la República.
Pero todo eso es historia de la que
hablaremos en una próxima ocasión…
CRONOLOGÍA
Todos los años son antes de Cristo.
Como he señalado varias veces en el
texto, las fechas de los primeros siglos
son las que nos ha legado la tradición,
pero existen muchas dudas sobre ellas, o
incluso
sobre
los
propios
acontecimientos que refieren. A partir de
la segunda mitad del siglo IV son mucho
más fiables.
1184
753
Caída de Troya.
Fundación de Roma.
Muerte de Rómulo.
716
673
641
616
578
Numa Pompilio es
elegido rey.
Tulo Hostilio sube al
trono. En su reinado
se libra el duelo entre
Horacios y Curiacios,
y Alba Longa es
destruida.
Anco Marcio es
nombrado rey.
Tarquinio Prisco (el
Antiguo) sube al
trono. Durante su
mandato se construye
la Cloaca Máxima.
Servio Tulio es
nombrado sexto rey
534
509
508
de Roma.
Tarquinio el Soberbio
se convierte en
séptimo y último rey.
Durante su reinado,
compra los libros
sibilinos.
Tarquinio el Soberbio
es derrocado, y se
instaura la República.
El rey etrusco Larte
Porsena ataca Roma.
Horacio Cocles
defiende el puente
Sublicio, y Mucio
Escévola se quema la
mano.
496
494
491
458
Los romanos vencen a
la Liga Latina en la
batalla del lago
Regilo.
Primera escisión de la
plebe. Los patricios
ceden, y se crea el
cargo de tribuno de la
plebe.
Coriolano ataca su
propia ciudad al
frente de un ejército
volsco.
Cincinato es
nombrado dictador,
derrota a los ecuos y
renuncia a su cargo.
450
445
406
Se redacta el código
de leyes de las Doce
Tablas.
La lex Canuleia
permite el matrimonio
legítimo entre
patricios y plebeyos,
prohibido hasta
entonces.
Los romanos
emprenden el asedio
de la ciudad etrusca
de Veyes.
El lago Albano se
desborda del cráter
que forma su cuenca e
inunda los
alrededores. Los
398
396
387
romanos empiezan a
construir un túnel para
drenarlo y controlar
su caudal.
Tras diez años de
asedio, Camilo logra
tomar la ciudad de
Veyes, que es
anexionada por Roma.
Los romanos son
derrotados junto al río
Alia por un ejército
de galos al mando de
Breno. Tras la batalla,
los galos saquean
Roma, salvo el
Capitolio.
Las leges LiciniaeSextiae establecen
367
que al menos uno de
los dos cónsules debe
ser plebeyo.
Primera Guerra
343-341
Samnita.
Los aliados latinos se
rebelan. Los romanos
los derrotan en la
batalla del Vesubio.
El cónsul Decio Mus
se sacrifica a sí
340
mismo para obtener la
victoria, mientras que
su colega Manlio
Torcuato ejecuta a su
propio hijo por
indisciplina.
Segunda Guerra
326-304
Samnita.
Los romanos son
humillados por los
321
samnitas en las
Horcas Caudinas.
El censor Apio
Claudio, luego
llamado «el ciego»,
emprende la
construcción de la via
312
Appia y del aqua
Appia, primera
calzada y primer
acueducto de la
historia de Roma.
298-290
295
281
280
Tercera Guerra
Samnita.
El cónsul Fabio
Máximo aplasta a
galos y samnitas en la
batalla de Sentino. Su
colega Decio Mus se
sacrifica como antes
hizo su padre.
La ciudad de Tarento,
en conflicto con
Roma, llama en su
ayuda a Pirro, rey del
Epiro.
Pirro vence a los
romanos en la batalla
de Heraclea.
Pirro vuelve a
279
derrotar a los
romanos en Ásculo.
Tras su estancia en
Sicilia, Pirro es
derrotado por los
275
romanos en
Malventum, llamado
Benevento a partir de
entonces.
Roma termina de
conquistar la Magna
270
Grecia, el sur de
Italia.
264-241 Primera Guerra
Púnica.
El cónsul Duilio
260
256
256
255
derrota a los
cartagineses en la
batalla naval de
Milas, gracias a la
innovación del
corvus.
Los romanos alcanzan
una gran victoria en
Eucnomo, una de las
mayores batallas
navales de la historia.
El cónsul Régulo
invade África.
Régulo es vencido y
capturado por los
cartagineses.
Dos flotas romanas
255-253 destruidas en sendos
naufragios.
El cónsul Claudio
Pulcro es derrotado
249
en la batalla naval de
Drépana.
Amílcar Barca toma
el mando de los
247
ejércitos cartagineses
en Sicilia.
Los romanos obtienen
una gran victoria
naval en las islas
Égates. Cartago se
241
rinde por fin. Sicilia
se convierte en la
primera provincia de
Roma.
237
229
Tras sofocar la
revuelta de sus
antiguos mercenarios,
Aníbal Barca viaja a
España para afianzar
el dominio de Cartago
y explotar sus
recursos naturales.
Guerra Ilírica contra
la reina Teuta. Los
romanos establecen
por primera vez un
protectorado sobre
algunas ciudades al
otro lado del
Adriático.
Los romanos derrotan
225
223
222
221
a un ejército invasor
galo en la batalla de
Telamón.
El cónsul Flaminio
vuelve a derrotar a
los galos.
Marcelo y Cornelio
Escipión vencen una
vez más a los galos
del valle del Po, que
se rinden. Los
romanos empiezan a
fundar colonias en esa
región.
Asdrúbal, yerno de
Amílcar Barca, es
asesinado. Aníbal se
convierte en jefe del
ejército cartaginés.
Segunda Guerra
219-201
Púnica.
Aníbal toma la ciudad
219-218 de Sagunto, aliada de
Roma.
Aníbal emprende el
cruce de los Pirineos
y de los Alpes.
Después derrota a la
caballería de Publio
218
Escipión en Tesino, y
luego a un doble
ejército consular en
Trebia.
Aníbal tiende una
217
216
emboscada al cónsul
Flaminio en el lago
Trasimeno y destroza
su ejército. Dictadura
de Fabio Máximo
Cunctator, que se
niega a enfrentarse a
Aníbal en batalla
campal.
Aníbal aniquila a un
doble ejército
consular en la batalla
de Cannas. Cincuenta
mil romanos perecen
en el mayor desastre
militar de su historia.
Primera Guerra
Macedónica. Roma
215-205 acaba firmando la paz
de Fénice con Filipo
V.
El cónsul Marcelo
toma la ciudad de
212
Siracusa. En el asalto
muere el científico
Arquímedes.
Publio Cornelio
Escipión toma la
ciudad de Cartagena
en su primera
209
campaña como
general de las tropas
romanas en España.
Asdrúbal es derrotado
y muerto en la batalla
207
206
205
204
de Metauro cuando
llevaba refuerzos a su
hermano Aníbal.
Escipión vence a los
cartagineses en
España en la batalla
de Ilipa.
Escipión es elegido
cónsul y empieza a
preparar la invasión
de África desde
Sicilia.
Escipión invade
África y asedia Útica.
Victoria romana en
África, en la batalla
de los Grandes
203
Campos. Aníbal
abandona Italia y
regresa a África.
Escipión derrota a
202
Aníbal en la batalla
de Zama.
Primera Guerra
200-196
Macedónica.
El cónsul Flaminino
derrota al rey Filipo
197
V en la batalla de
Cinoscéfalas.
Guerra Siria entre
192-189 Roma y el reino de
Antíoco III el Grande.
Antíoco invade
191
Grecia, pero es
derrotado en las
Termópilas.
Los hermanos Lucio y
Publio Escipión
llevan un ejército
190
romano por primera
vez a Asia y vencen a
Antíoco en una gran
batalla en Magnesia.
Tercera Guerra
172-168 Macedónica.
168
Lucio Emilio Paulo es
nombrado cónsul, y
derrota en Pidna al
rey macedonio
Perseo. El reino de
Macedonia
desaparece.
Cuarta Guerra
149-148
Macedónica.
Corinto es destruida.
Grecia se convierte en
146
dependencia de la
provincia romana de
Macedonia.
GLOSARIO
ala: (plural alae). «Ala», cada una
de las unidades militares equivalentes a
la legión —aunque con más caballería—
con que tenían que contribuir a la guerra
los aliados de Roma. Cada ejército solía
llevar el mismo número de unidades
aliadas —también conocidas como
«auxiliares»— que de legiones.
aqua: agua. Término usado para
referirse a los acueductos.
AUGUR: en sentido genérico,
«adivino». En uso más específico,
miembro del colegio de adivinos
fundado por Numa Pompilio. Los
augures empezaron siendo tres y
llegaron a ser dieciséis a finales de la
República. En su origen, eran etruscos, y
estudiaban los cielos desde el
Auguráculo, un templete situado en el
monte Capitolio junto al templo de
Júpiter.
AUSPICIO:
etimológicamente,
«contemplación de aves». El término se
extendió pronto al estudio de cualquier
señal de la voluntad de los dioses:
truenos o rayos, estrellas fugaces,
incluso el hambre o inapetencia de los
pollos sagrados. Los magistrados más
importantes, como los cónsules, tenían
la atribución de tomar los auspicios
públicamente; es decir, consultar la
voluntad de los dioses para saber si
aprobaban o no cualquier acción
emprendida en nombre de la ciudad. Una
forma de tomar los auspicios antes de la
batalla consistía en sacrificar un buey y
examinar sus vísceras. Si su aspecto no
era satisfactorio, se seguía sacrificando
hasta conseguir un auspicio favorable, lo
que significaba que los dioses, por fin,
daban su aprobación.
BOYOS: tribu gala que desde el año
400 ocupaba tierras en el valle del Po.
CALENDARIO: el calendario
romano era lunar. Su adaptación al año
solar rechinaba bastante, por lo que
cada cierto tiempo había que incluir
meses intercalares. En época de Julio
César, el desfase entre el calendario
romano y el astronómico era tal que
hubo que añadir ochenta días más para
ajustarlo. El orden de los meses era:
Martius, Aprilis, Maius, Iunius,
Quintilis,
Sextilis,
September,
November, December, Ianuarius y
Februarius. A partir del año 153 a.C.,
el primer mes del año pasó a ser
Ianuarius,
«enero».
Más
tarde,
Quintilis fue rebautizado como «julio»
en honor de Julio César y Sextilis como
«agosto» por Augusto. Dentro de cada
mes había tres fechas señaladas: las
calendas, el primer día; los idus, el día
13 o 15, según los meses; y las nonas, el
noveno día anterior a los idus.
CAMPO DE MARTE: gran
explanada situada entre el recinto de la
ciudad y la curva del Tíber. En ella se
realizaban ejercicios militares, se
reunían los comicios centuriados y se
procedía al alistamiento de los
ciudadanos para las legiones. En
general, eran actividades relacionadas
con Marte, dios de la guerra, que se
llevaban a cabo extramuros, ya que
dentro de Roma estaba prohibido llevar
armas.
castra: término neutro plural que
designa un campamento militar. Los
romanos eran particularmente metódicos
construyendo sus campamentos. Los que
utilizaban para pasar el invierno lejos
de Roma eran auténticas ciudades
rodeadas por muros de piedra. Pero
también los que servían para unas pocas
noches, o incluso para una sola, se
construían con todo cuidado, siguiendo
una pauta preestablecida de calles que
se cruzaban en ángulo recto, y se
protegían con una empalizada que se
alzaba sobre un terraplén —agger—
rodeado por un foso. Un buen
campamento era muy importante en
cualquier campaña: significaba que
antes de la batalla las tropas salían
descansadas, alimentadas y en orden y
que, si las cosas se ponían mal en el
combate, disponían de un sitio
fortificado al que retirarse.
CENSOR: magistrado que se
encargaba de realizar el censo cada
cinco años, inscribiendo a cada
ciudadano según su fortuna. El censo
determinaba en qué tribu, clase y
centuria votaba cada ciudadano, y
también si debía servir en la caballería,
la infantería pesada o la ligera. Los
censores eran dos y su cargo duraba
dieciocho meses. También actuaban
como vigilantes de la moralidad pública
y decidían quiénes podían formar parte
del senado y quiénes eran expulsados:
de ahí proviene nuestro término
«censura». Además, se encargaban de
las contratas y las obras públicas, como
las calzadas y los acueductos.
Normalmente sólo se nombraba como
censores a excónsules. El cargo de
censor, por tanto, suponía el máximo
honor para un romano y la culminación
de su carrera política.
CENTURIA: literalmente, un grupo
de cien hombres. El término designaba a
la unidad mínima de la legión romana,
equivalente más o menos a una
compañía, y también a cada uno de los
grupos que componían la asamblea
conocida como comitia centuriata o
comicios por centurias. La relación no
es casual, ya que estos comicios
representaban un modelo de democracia
ancestral, la del pueblo en armas.
Sin embargo, el número de
miembros de cada centuria no tardó en
variar. En el ejército, cuando la única
legión de los primeros tiempos se
dividió en dos, el número de soldados
se redujo a unos sesenta hombres. En los
comitia centuriata, las centurias de las
clases más adineradas tenían menos
miembros que las de las clases más
bajas. Conforme se descendía en la
escala social aumentaba el número de
ciudadanos inscritos en cada centuria,
hasta llegar a la última, la de los
proletarios o capite censi, que contaba
con miles de personas y un solo voto.
CENTURIÓN: oficial al mando de
una centuria. Hasta las reformas de
Mario, a finales del siglo II, los
centuriones no eran profesionales en
sentido estricto. Sin embargo, cuando un
soldado destacaba por sus virtudes
militares y los tribunos y cónsules
decidían nombrarlo centurión, era
habitual que volviese a ser elegido en
campañas posteriores con el mismo
grado. Eso convertía al centurión en lo
más parecido a un oficial profesional
que había en la Roma republicana.
Dentro de los centuriones existían
gradaciones, según pertenecieran a los
hastati, los principes y los triarii.
Como en cada manípulo había dos
centurias, el centurión de mayor rango
era el más veterano.
CIUDADANÍA:
cualidad
de
ciudadano o civis Romanus. Un
ciudadano romano completo poseía
derechos civiles y políticos. Entre los
primeros estaban el ius commercii,
derecho a la propiedad y a firmar
contratos, y el ius connubii, derecho a
casarse legalmente. Entre los segundos,
el ius suffragii, derecho a votar en las
asambleas, y el ius honorum, derecho a
ser elegido para los cargos públicos.
Asimismo, un ciudadano romano tenía
derecho a la provocatio o apelación ante
las asambleas del pueblo cuando se
consideraba
perjudicado
por
la
actuación de un magistrado, sobre todo
si esa actuación acarreaba penas de
destierro o muerte. A cambio, todo
ciudadano tenía la obligación de
empuñar las armas si los tribunos o el
cónsul lo elegían para el servicio
militar, y también debía pagar tributos
en determinadas circunstancias.
Los habitantes de las ciudades que
fueron cayendo bajo la influencia de
Roma poseían grados de ciudadanía
variables, con más o menos derechos.
Pero los romanos, a diferencia de otras
sociedades antiguas, tendieron a
extender su ciudadanía cada vez a más
gente: esa tendencia culminó en el año
212 d.C. cuando el emperador Caracalla
concedió la ciudadanía a todos los
habitantes libres del Imperio.
cognomen: tercer nombre de un
ciudadano romano. El cognomen servía
para diferenciar ramas familiares dentro
de cada linaje o gens. Normalmente,
tenía que ver con un atributo físico como
Estrabón, «bizco», Rufo, «pelirrojo» o
César, «velludo». También podía
conseguirse un cognomen por proezas
militares, como Torcuato, «el que ganó
una torques», Africano por vencer en
África, Asiático por triunfar en una
campaña en Asia, etc. Había algunos
romanos que se ganaron el cognomen no
por una hazaña, sino por una pifia, como
el cónsul Cneo Pompeyo que perdió una
batalla naval y fue capturado por los
cartagineses, lo que le valió el
sobrenombre de Asina, «burra».
comitia: comicios, término genérico
para las asambleas populares.
comitia centuriata: comicios por
centurias. Asamblea del pueblo romano.
En origen, cada centuria debió de tener
cien miembros, pero esto no tardó en
cambiar. Cada ciudadano era inscrito en
las centurias según la clase a la que
pertenecía, y cada una de esas cinco
clases se determinaba según sus
propiedades. Existían ciento noventa y
tres centurias, organizadas de tal manera
que las de los equites o caballeros y las
de la primera clase se bastaban para
conseguir la mayoría absoluta en cada
votación. Eso se debía a que cada
centuria emitía un solo voto,
independientemente de los ciudadanos
que formaran parte de ella: los cien
miembros de una centuria de equites
contaban tanto como los miles que se
aglomeraban en la última centuria, la de
los sin clase, proletarios o capite censi.
Los comicios por centurias elegían a
los principales magistrados: pretores,
cónsules y censores. También eran
soberanos
para
aprobar
las
declaraciones de guerra y los tratados
de paz.
comitia tributa: comicios por
tribus. Asamblea del pueblo romano
organizada en treinta y cinco tribus,
cuatro de ellas urbanas y las demás
rurales. Al igual que ocurría en los
comicios centuriados, cada tribu tenía un
solo voto. El sistema, bastante
complicado, estaba organizado de tal
manera que los miembros de las clases
más humildes se aglomeraban en unas
pocas tribus y las votaciones solían
favorecer a los más ricos. Los comitia
tributa elegían a los magistrados
inferiores.
concilium plebis: asamblea de la
plebe. En ella, los plebeyos elegían a
sus magistrados, los tribunos de la plebe
y los ediles plebeyos. También votaban
decretos conocidos como «plebiscitos».
Al principio estos plebiscitos tan sólo
se aplicaban a los plebeyos, pero con el
tiempo se extendieron a todos los demás
y se convirtieron en leyes válidas. A
partir de cierta época, no queda muy
clara la distinción entre la asamblea de
la plebe y los comicios por tribus.
CÓNSUL: magistrado supremo de
la República. Se nombraban dos
cónsules para evitar que una sola
persona acaparara el poder. Los elegían
los comicios centuriados a principios
del año civil, y dicho año era conocido
desde ese momento por el nombre de los
dos cónsules.
Los cónsules poseían atribuciones
políticas —convocar al senado y a los
comicios, presentar propuestas de ley—
y, sobre todo, militares: básicamente, su
función era mandar los ejércitos. Al
principio lo hacían por turnos, o un
cónsul se quedaba en la ciudad y otro
salía de campaña. Cuando Roma empezó
a combatir contra más enemigos, ambos
cónsules marchaban a la guerra,
normalmente en escenarios separados y
a veces uniendo sus tropas para formar
ejércitos consulares dobles. La misión
bélica de cada cónsul le era
encomendada por el senado y podía
prorrogarse una vez terminado el
consulado si se juzgaba necesario: el
magistrado actuaba entonces como
«procónsul», o «en lugar del cónsul».
Para ser cónsul había que pasar
antes por las magistraturas inferiores —
edil, cuestor y pretor—. Con el tiempo
se estableció una edad mínima de
cuarenta y dos años para alcanzar el
cargo. Al principio, hubo ciudadanos
que desempeñaron el consulado muchas
veces. Más tarde se establecieron
limitaciones: sólo se podía ser cónsul
dos veces, y dejando un intervalo
mínimo de diez años entre los dos
nombramientos.
Como muestra de que el cónsul
poseía imperium, lo acompañaban doce
lictores. Fuera de la ciudad, los lictores
metían un hacha dentro de sus fasces y
podían ejecutar la pena de muerte si así
se lo ordenaba el cónsul.
CONSULAR: aplicado a un
ejército, aquel que se hallaba bajo las
órdenes de un cónsul. Normalmente
constaba de dos legiones y dos alae de
aliados, aunque a veces, como en
Cannas, este número podía duplicarse.
Aplicado a un ciudadano, aquel que
había desempeñado el cargo de cónsul,
lo que lo convertía en miembro del
grupo más distinguido dentro del senado
y, por tanto, de la propia Roma.
CUESTOR: magistrado elegido por
los comitia tributa, que se encargaba
del erario público, los impuestos, las
confiscaciones, las ventas públicas y las
multas. En general, los cuestores
controlaban las finanzas y llevaban
registro de ellas. Empezaron siendo dos,
y en el siglo I a.C., conforme las
necesidades administrativas de la
República crecieron, llegaron a ser
veinte. El cargo de cuestor era el primer
peldaño del cursus honorum.
cursus honorum: «carrera de los
honores», orden en el que se
desempeñaban las magistraturas. En los
primeros tiempos de la República todo
era más caótico, y había nobles que
servían como pretores después de haber
sido cónsules, por ejemplo. Más tarde
se fue regulando el sistema, e incluso se
establecieron edades mínimas para
poder presentarse a cada cargo. Para
empezar el cursus honorum, había que
servir en el ejército al menos en diez
campañas. Ser nombrado tribuno militar
no era obligatorio, pero sí conveniente
para empezar una carrera política. Lo
mismo ocurría con el cargo de tribuno
de la plebe, siempre que uno fuera
plebeyo.
El orden era: edil, cuestor, pretor y
cónsul. Normalmente, los censores eran
también excónsules, así que la censura
formaba parte en cierto modo del cursus
honorum.
CURUL: adjetivo aplicado a la silla
plegable que utilizaban los magistrados
con imperium como símbolo de su
poder. Por extensión, se llamaba
magistrados curules a los que tenían
derecho a esa silla: los cónsules, los
pretores y dos de los ediles, los
llamados precisamente «ediles curules».
DECENVIRO: miembro de una
comisión formada por diez hombres. Por
ejemplo, fueron decenviros los que
redactaron el código de las Doce
Tablas. También eran decenviros
quienes consultaban los libros sibilinos,
y en ocasiones el senado nombraba
decenviros para inspeccionar las
actuaciones de otros magistrados: así
ocurrió en el año 204 con Cneo
Cornelio Escipión en Sicilia.
devotio: sacrificio en que una
persona se ofrece a sí misma a los
dioses infernales.
DICTADOR: magistrado al que se
concedían poderes extraordinarios en
situaciones de emergencia. El senado
decidía cuándo era necesario nombrar
un dictador, y uno de los cónsules lo
elegía entre quienes hubieran sido antes
magistrados superiores. Todos los
demás cargos quedaban subordinados al
dictador durante los seis meses de su
mandato. El dictador, a su vez,
nombraba como lugarteniente un
magister equitum o jefe de la
caballería. En origen, la razón fue un
tabú religioso: el dictador no podía
montar a caballo. Como muestra externa
de su poder, el dictador llevaba
veinticuatro lictores, el doble que un
cónsul.
ECUOS: pueblo italiano que
habitaba en las montañas al noroeste de
Roma y se enfrentó con los romanos
sobre todo durante el siglo V. A finales
del siglo IV fueron aplastados durante la
Segunda Guerra Samnita, y su territorio
fue absorbido por Roma.
EDIL: magistrado romano de rango
superior al cuestor e inferior al pretor.
Los ediles tenían a su cargo cuestiones
prácticas relacionadas con el gobierno
municipal: provisión de alimentos,
suministro de agua, limpieza de las
calles, cuidado de los edificios
públicos, orden en los mercados —
donde controlaban los pesos y medidas
—, funcionamiento de los baños y los
burdeles. También se encargaban de
organizar los juegos. Ésta era una buena
ocasión para lucirse, incluso invirtiendo
dinero propio, y ganar votos para seguir
adelante en el cursus honorum. Dentro
de los ediles existían diferencias: dos
eran curules, es decir, con derecho a
silla curul, los elegían los comicios por
tribus y podían ser patricios o plebeyos
(al principio sólo eran patricios). Los
otros dos eran los ediles plebeyos y los
elegía el concilium plebis o asamblea
de la plebe.
EPÓNIMO: que da nombre al año.
En Roma, los magistrados epónimos
eran los dos cónsules. Así se decía, por
ejemplo, «en el año del consulado de
Fabio Máximo y Publio Decio Mus»
para referirse al año 295 a.C.
fasces: haces de varas de abedul
atadas con correas rojas que llevaban
los lictores. Con ellos podían azotar a
quienes desobedecieran al cónsul o a
otros magistrados con imperium. Fuera
de la ciudad los lictores introducían un
hacha entre las varas, pues los cónsules
tenían la potestad de ordenar la pena de
muerte.
FORO: plaza pública de Roma. El
Foro primitivo era el valle pantanoso
que se hallaba entre los montes Palatino,
Capitolio y Quirinal. Tras ser desecado
y drenado con la Cloaca Máxima,
empezaron a construirse en él templos y
otros edificios públicos. Era al mismo
tiempo un mercado y un centro donde se
celebraban reuniones políticas. Con el
tiempo, se amplió, y a partir de la época
imperial se construyeron otros foros.
GALIA: territorio llamado así por
los galos, el pueblo celta que poblaba su
mayor
parte.
Nosotros
solemos
identificar Galia con la actual Francia.
Ésa era, en realidad, la Galia
Transalpina, «más allá de los Alpes»,
cuya conquista no empezó hasta la
segunda mitad del siglo II a.C. y culminó
con Julio César. Para los romanos
existía también la Galia Cisalpina, «a
este lado de los Alpes», que se
correspondía con el gran valle del Po,
situado entre los Alpes y los Apeninos.
Allí se establecieron varias tribus galas
como los senones, los insubres o los
boyos, desde el año 400. A partir de
finales del siglo III, la Galia Cisalpina
fue sometida por los romanos, que
acabaron uniéndola a Italia en el siglo I.
gens: conjunto de familias que
forman un linaje que desciende de un
antepasado común. Esos ancestros
daban su nombre a la gens, y todos los
miembros de ésta lo compartían. Así,
los varones de la gens Cornelia tenían
Cornelio como nomen o segundo
nombre, y las mujeres Cornelia. Para
distinguir las diversas ramas dentro de
cada gens se utilizaba el cognomen. Por
ejemplo, dentro de la gens Claudia
estaban los Nerones, los Pulcros o los
Sabinos, que eran ramas patricias, o los
Marcelos y Centumalos, que eran
plebeyos.
gladius: espada.
hastati: astados, soldados más
jóvenes que combatían en los manípulos
de la primera línea de la legión. El
término procede de hasta, «lanza», y es
un residuo de la época en que la legión
combatía como una falange cerrada. En
realidad, los hastati no usaban la hasta,
sino el pilum, una jabalina que
arrojaban antes de desenvainar la
espada y combatir cuerpo a cuerpo.
homo novus: «hombre nuevo». Se
dice del ciudadano romano que
alcanzaba el consulado sin pertenecer a
la nobilitas; es decir, sin tener
antepasados que hubiesen sido consules
antes que él.
ILIRIA: región situada en la parte
oeste de la península balcánica, que
comprendía más o menos los territorios
de la antigua Yugoslavia.
imperium: poder de impartir
órdenes y exigir su ejecución. Era
propio de los magistrados superiores —
cónsules, pretores y dictador—, y se
distinguía el que se ejercía en Roma,
domi, y en campaña militar, militiae,
donde los magistrados tenían el poder
de imponer la pena de muerte. El
imperium también abarcaba otras
prerrogativas: derecho a tomar los
auspicios, a juzgar casos civiles y
criminales, a convocar y presidir el
senado y a reunir los comicios para
hacer votar a los ciudadanos.
INSUBRES: tribu gala que desde el
siglo IV ocupaba tierras en el valle del
Po.
interrex: magistrado nombrado para
consultar los auspicios cuando el rey
fallecía. En la República, se nombraba
un interrex cuando ambos cónsules
morían o quedaban incapacitados.
ius: derecho. Por ejemplo, ius
suffragii, «derecho a votar», o ius
connubii, «derecho a matrimonio
legítimo».
LARES: dioses guardianes del
hogar.
LEGIÓN: cada legión era un
ejército completo en sí. De hecho, el
término legio, «selección», se refería en
época de los reyes a todo el ejército de
Roma. A partir del siglo IV, la legión
constaba de diez manípulos de hastati,
diez de principes y diez de triarii. A
éstos se le sumaban unos mil doscientos
velites de infantería ligera y trescientos
jinetes, hasta llegar a unos cuatro mil
quinientos hombres. Sin embargo, en
ciertas ocasiones se inflaban los
efectivos de una legión hasta seis mil
soldados.
Salvo excepciones como las
legiones Cannenses, las legiones no
eran permanentes, y se movilizaban y se
licenciaban cada año. Esto cambió
cuando las reformas de Mario
profesionalizaron el ejército. Fue Mario
también quien, según se cree, unificó el
águila como estandarte para todas las
legiones, pues antes también usaban
otros animales como el toro, el jabalí o
el lobo.
lex: ley.
LIBERTO: esclavo liberado.
lictores: oficiales que escoltaban a
los magistrados con imperium. Los
lictores, hombres libres —a menudo,
esclavos manumitidos—, llevaban al
hombro las fasces, símbolo de su oficio.
LUSTRO: ritual de purificación que
se llevaba a cabo cada cinco años en el
Campo de Marte cuando se terminaba el
censo.
magister equitum: jefe de la
caballería, magistrado subordinado al
dictador.
MAGISTRADO: persona nombrada
para un cargo público.
MANES:
espíritus
de
los
antepasados. En puridad, eran manes
aquellos con los que se estaba en paz
gracias a que se habían cumplido los
rituales debidos: entierro, funerales,
ofrendas, etc. Los espíritus de los que no
habían sido debidamente enterrados o de
los criminales eran conocidos como
«larvas» y «lémures» y atormentaban a
los vivos.
MANÍPULO: unidad táctica mínima
de la legión tras la reforma de Camilo y
hasta la reforma de Mario. Un manípulo
constaba de dos centurias, es decir, unos
ciento veinte hombres, y lo mandaba el
centurión más veterano de los dos que
había. Los manípulos de triarii tenían
menos soldados, unos sesenta.
nobiles: «nobles». Cuando la
distinción entre patricios y plebeyos
perdió importancia, surgió una nueva
élite, la nobilitas o «nobleza», formada
por aquellas familias que contaban entre
sus antepasados con antiguos cónsules.
nomen: segundo nombre de un
romano, similar a nuestro primer
apellido. En realidad, el nomen se
refería a una gens, un gran linaje o
conjunto de familias, y para precisar a
qué rama familiar en concreto pertenecía
cada individuo se recurría al cognomen.
Por ejemplo, en la gens Cornelia y en la
rama Escipión tendríamos a Cneo
Cornelio Escipión y Publio Cornelio
Escipión. Las mujeres recibían el
nombre de la gens, en este caso
Cornelia. Como eso originaba muchas
confusiones, se utilizaban para ellas
otros apodos, diminutivos o números de
orden.
optio: oficial de cada centuria
subordinado al centurión. El plural es
optiones.
paterfamilias: jefe de la familia. El
paterfamilias era dueño de todo lo que
contenía su casa, incluyendo no sólo las
posesiones materiales sino las personas:
su esposa —salvo en matrimonios sine
manu, donde la mujer seguía
dependiendo de su propio padre—, sus
hijos y, por supuesto, los esclavos, que
también formaban parte de la familia.
Como tal dueño, el paterfamilias poseía
ius vitae necisque, «derecho de vida y
muerte», e incluso podía vender a sus
hijos como esclavos. Con el tiempo, este
poder absoluto se fue moderando.
PATRICIOS: miembros de las
familias que se decían descendientes de
los primeros fundadores de Roma.
Durante los primeros tiempos de la
República, los patricios acapararon los
puestos políticos y religiosos. El
término se usa por oposición a
«plebeyos».
PENATES: dioses del hogar y,
sobre todo, de la despensa.
pilum: (el plural es pila, terminado
en –a como el de todos los sustantivos
neutros). Jabalina típica de los
legionarios romanos, formada por un
asta de madera y una larga vara de
hierro terminada en punta piramidal.
PLEBEYOS: por oposición, todos
aquellos que no eran patricios. A partir
del siglo V, los plebeyos sostuvieron una
larga lucha para conseguir los mismos
derechos que los patricios, y los más
adinerados de ellos fueron alcanzando
poco a poco todas las magistraturas.
pontifex: pontífice, miembro de un
colegio de sacerdotes presidido por el
pontifex maximus o pontífice máximo.
Los pontífices velaban por la ciudad,
consagraban templos y edificios
públicos y determinaban en qué días se
podía hacer negocios o celebrar
asambleas.
praenomen: nombre de pila. Los
praenomina más utilizados no llegaban
a veinte. Entre ellos estaban Apio, Cayo,
Cneo, Décimo, Lucio, Marco, Numerio,
Publio, Quinto, Tiberio o Tito.
PRETOR:
magistrado
inmediatamente inferior en el escalafón
al cónsul. El cargo se creó en el año 367
con la función principal de administrar
justicia. Al principio había un solo
pretor, pero luego su número aumentó,
hasta llegar a dieciséis en tiempos de
Julio César. Los pretores poseían
imperium, podían convocar el senado y
los comicios y mandar ejércitos.
princeps senatus: «príncipe del
senado». Cargo honorífico que ostentaba
el senador con más prestigio de la curia.
Normalmente era el más veterano entre
los excónsules, y lo habitual era que
también hubiese sido censor. El
princeps senatus era el primero en
hablar después del magistrado que había
convocado la reunión del senado, y sus
palabras poseían una gran autoridad
moral.
principes: príncipes, soldados con
cierta experiencia que formaban en los
manípulos de la segunda línea de la
legión. Su armamento era igual que el de
los hastati, aunque a menudo de mejor
calidad.
PROCÓNSUL: magistrado al que
se prorrogaba el imperium para que
pudiese terminar una campaña militar ya
empezada o para gobernar una
provincia. Un procónsul no era cónsul,
sino que actuaba en lugar del cónsul y
sólo en el territorio determinado por el
senado. Su mandato no duraba un año,
sino el tiempo necesario para terminar
las operaciones militares o hasta que el
senado decidía otra cosa.
PROVINCIA: territorio fuera de
Italia encomendado al gobierno de un
magistrado. Una vez que un territorio se
convertía en provincia, se consideraba
propiedad del pueblo romano.
QUÍRITES: término tradicional
para los ciudadanos romanos, usado
sobre todo en fórmulas rituales.
SABINOS: pueblo vecino de los
romanos. Según la tradición, los
romanos raptaron a sus mujeres y luego
Rómulo pactó la fusión de ambos
pueblos con su rey, Tito Tacio.
SAMNITAS: confederación de
cuatro tribus —caracenos, caudinos,
hirpinos y pentros— que habitaban el
Samnio, en el centro y sur de los
Apeninos. Los romanos sostuvieron tres
largas guerras contra ellos entre los
años 343 y 290, antes de anexionarse
finalmente su territorio.
SENADO: consejo de ciudadanos
distinguidos que en tiempos de la
República contaba con unos trescientos
miembros. Su función era deliberar y
emitir senadoconsultos, proposiciones
que no eran leyes, pero que por la
auctoritas o fuerza moral de la propia
institución solían ser obedecidas.
Además, el senado trataba con los
embajadores extranjeros y decidía qué
provincias y mandos militares se
otorgaban a los cónsules y otros
magistrados. Normalmente, el puesto de
senador era vitalicio, aunque se podía
perder de forma infamante si así lo
decidían los censores.
SENONES: tribu gala que saqueó
Roma en el año 387. Después siguieron
ocupando tierras en el valle del Po.
socii: aliados. (El singular es
socius).
TOGA: prenda típica de los
ciudadanos romanos. Como cualquier
otro manto, se llevaba normalmente
sobre la túnica. Era de lana blanca,
empezó siendo rectangular y después
tomó forma de semicírculo. Por su gran
tamaño —medía más de dos metros de
altura y podía llegar a los seis metros de
longitud—, había que ajustarla con
mucho cuidado alrededor del cuerpo
para que cayera con gracia, formando
unos pliegues elegantes.
Existían diversos tipos de toga. Los
candidatos a una magistratura se
llamaban así porque llevaban la toga
candida, una prenda tan blanqueada que
llamaba la atención. La toga praetexta
tenía una banda púrpura en el borde y la
vestían los niños hasta los dieciséis
años —lógicamente, en ceremonias—, y
también los magistrados curules. La
toga virilis que se ponían los
ciudadanos adultos no llevaba estas
bandas y era de color más crudo que la
candida. El general que celebraba un
triunfo tenía derecho a llevar la toga
picta, toda teñida de púrpura y con
adornos dorados.
triarii: triarios, soldados veteranos
que formaban en los manípulos de la
tercera línea de la legión. Sólo entraban
en combate en caso de extrema
necesidad, de donde provenía la
expresión Res ad triarios venit, «la
cosa llegó hasta los triarios», para
referirse a una situación muy apurada.
En lugar de pilum, llevaban una lanza
larga no arrojadiza.
TRIBUNO DE LA PLEBE:
magistrado que representaba a los
plebeyos y defendía sus intereses. Llegó
a haber hasta diez tribunos, elegidos por
las asambleas de la plebe. Podían
convocar y presidir estas mismas
asambleas y, sobre todo, podían vetar
las decisiones de otros magistrados si
las consideraban dañinas para los
plebeyos. La persona de cada tribuno
era sagrada dentro de los límites de la
ciudad.
TRIBUNO MILITAR: cada uno de
los seis oficiales de alto rango de una
legión, subordinados al cónsul. No
tenían unidades específicas a sus
órdenes, sino que tomaban el mando de
la legión entera por turnos o bien se
encargaban de misiones concretas
encomendadas por el general. Durante el
siglo IV hubo muchos años en que no se
nombraron dos cónsules, sino cuatro,
seis y hasta ocho tribunos militares con
poderes consulares.
TRIUNFO: desfile solemne de
varios días con que se honraba a los
generales que hubiesen conseguido
grandes victorias sobre pueblos
enemigos, siempre que se cumplieran
determinadas condiciones: que se tratara
de una guerra declarada, que el general
en cuestión fuese un magistrado
superior, que hubiese matado al menos a
cinco mil enemigos y que con ello
ampliase el territorio romano.
velites: soldados de infantería ligera
de la legión. Eran velites los ciudadanos
que no tenían dinero para pagarse las
armas de un legionario y, en ocasiones,
los más jóvenes que luego se convertían
en hastati.
VESTALES: seis sacerdotisas
consagradas a la diosa Vesta, que
protegían el fuego sagrado de la ciudad
de Roma. Se alojaban en un templo
circular situado en el Foro, y debían
permanecer vírgenes durante los treinta
años de su servicio. De lo contrario,
eran enterradas vivas. Aunque no
poseían poder político, su prestigio era
enorme y se las honraba con diversos
privilegios, como el de no apartarse al
paso de los lictores que escoltaban al
cónsul.
virtus: la traducción más normal es
«virtud», pero para los romanos se
refería sobre todo al valor guerrero. La
raíz es la misma de vir, «varón», pues se
consideraba un atributo masculino.
VOLSCOS: pueblo italiano que
ocupaba las alturas y la llanura al
suroeste de Roma. Combatieron contra
los romanos en muchas ocasiones
durante el siglo V, a menudo aliados con
los ecuos.
MAPAS
JAVIER NEGRETE, escritor español
nacido en Madrid en 1964. Licenciado
en Filología Clásica, ha ejercido como
profesor de griego gran parte de su vida.
Ha destacado, fundamentalmente, en
novela de género fantástico y en
literatura juvenil, aunque incluso ha
hecho incursiones en la novela erótica
(Amada de los dioses, 2003). La
formación clásica del autor se hace
patente en gran cantidad de sus obras, en
las que hace gala de sus conocimientos
por la Antigüedad Grecorromana.
Ha conseguido algunos de los
premios más importantes de género
fantástico de España, tales como el
Minotauro, el UPC o el Ignotus, estos
dos últimos en varias ocasiones. En
Francia, donde Negrete es profusamente
leído y es considerado uno de los
mayores valores del género fantástico
europeo, su novela Los señores del
Olimpo ganó el Prix Européen Utopiales
en 2008.
Notas
[1]
Los mismos romanos debían tener
problemas para conjugar mitos tan
diversos como la Guerra de Troya y el
origen de Cartago. Esta última, según la
tradición, que concuerda bastante bien
con la arqueología, fue fundada el año
814, mientras que la Guerra de Troya se
habría librado en torno al 1200. <<
[2] El historiador Julio Mangas
calcula que en España, antes de la
conquista romana, el consumo de sal por
persona y año era de unos treinta kilos.
En esta cifra se incluía la sal usada para
consumo humano y del ganado, y
también para condimentar alimentos,
curar y conservar carne, curtir pieles y
otros
usos.
El
cálculo
puede
extrapolarse a Italia en los tiempos de
los que estamos hablando. <<
[3] Pensemos, por ejemplo, en la
boda y el nacimiento. La diosa Juga o
Yuga estaba presente durante el cortejo.
Domidico guiaba a la novia en el
camino a casa de su nuevo marido.
Cinxia la ayudaba a quitarse el cinturón
y el resto de la ropa. Virginense a perder
la
virginidad.
De
Pertunda,
considerando
que
significa
«taladradora», mejor no diremos nada.
Volupia hacía que la primera
experiencia sexual fuera placentera.
Cuando la joven esposa se quedaba
embarazada, Rumina llenaba de leche
sus pechos. En el parto, Antevorta
protegía a madre y bebé si éste venía de
cabeza y Postvorta, que lo tenía más
difícil, lo hacía en caso de que el crío se
presentara de nalgas. Vagitanus no era lo
que parecía: se encargaba de abrir la
boca del bebé para su primer llanto o
inhalación. Intercidona guardaba el
ombligo, etc. <<
[4] Los griegos lo habían recibido de
los fenicios. En realidad, en los siglos
VII y VI a.C., la época del llamado «arte
orientalizante» se producía un constante
mestizaje cultural por todo el
Mediterráneo. <<
[5] Las calendas, palabra que los
latinos solían escribir con K, eran el
primer día de cada mes. Otra fecha
señalada eran los idus, el día 15 de los
meses de marzo, mayo, julio y octubre y
el 13 el resto de los meses. (Los idus
más famosos fueron los de marzo del
año 44 a.C., fecha del asesinato de Julio
César). Las nonas eran el noveno día
anterior a los idus. Para expresar una
fecha como el 3 de mayo, los romanos
dirían que era el día quinto antes de las
nonas de mayo. Quienes quieran calcular
fechas con este sistema tan engorroso,
pueden
hacerlo
en
http://www.educadormarista.com/pqediso
<<
[6] En realidad, durante las primeras
décadas de la República los cónsules no
se llamaban así, sino pretores. Pero es
mejor no entrar en detalles, pues el
sistema ya resulta bastante lioso incluso
sin profundizar demasiado. <<
[7] Y no sólo las clases bajas. Las
centurias también se dividían por edades
entre seniores y juniores, términos que
se explican por sí solos. Aunque los
seniores eran menos —la pirámide de
población de Roma no era como la de
los países desarrollados del siglo XXI,
sino como los del Tercer Mundo—,
tenían más centurias. Eso aseguraba que
los mayores ganaban a los jóvenes. En
Roma no se daba sólo una lucha de
clases sociales, sino también una lucha
de clases de edad. (En realidad, ese
conflicto existe también en nuestra
sociedad, aunque soterrado. O no tan
soterrado, como han puesto de relieve
las
manifestaciones
de
los
«indignados»). <<
[8] Los clientes eran personas que
estaban bajo la protección de un
patricio, al que llamaban patronus o
patrón y juraban fidelidad. Podían
provenir de familias pobres, ser
esclavos liberados o extranjeros
domiciliados en la ciudad. Aunque sea
una comparación un tanto tosca,
podríamos pensar en los clientes como
la clase de tropa de una familia de la
Mafia. Por las mañanas, los clientes se
presentaban ante la casa del patrón para
saludarlo, y éste les entregaba la
sportula, una cesta con provisiones. A
cambio, ellos prestaban su apoyo al
patrón votándolo, hablando en su favor,
aclamándolo en el Foro, abucheando a
sus rivales políticos o usando puños y
palos si era menester. Cuando hoy día
los periodistas hablan de «clientelismo
político» piensan, de forma consciente o
no, en esta curiosa institución romana.
<<
[9] Por lo que sabemos, debía de
tratarse de malaria. En las zonas
pantanosas abundaba el mosquito
anofeles, vector de contagio de la
enfermedad. Los antiguos no lo sabían,
aunque ya instalaban mosquiteras —que
algunos autores romanos consideraban
como afeminadas—. En general, sabían
que los pantanos eran perniciosos y por
eso hablaban de «paludismo», término
derivado de palus, «lago, pantano». La
malaria era más habitual en verano, y
experimentaba picos cada cinco o seis
años, cuando las fluctuaciones del clima
aumentaban la población de mosquitos.
Los romanos adinerados procuraban
ausentarse de la ciudad y viajar a climas
más sanos, fuera en la montaña o en
costas sin marismas: así pues, el origen
de las vacaciones de verano fue la
búsqueda de lugares más saludables. <<
[10] Normalmente, un nombre romano
se componía de tres partes: praenomen
o nombre de pila, nomen o apellido de
la gens o linaje, y cognomen o nombre
de una familia concreta dentro de la
gens. Los praenomina más normales
eran poco más de veinte, por lo que se
repiten muchísimo: Cayo, Tiberio, Tito,
Marco, Publio, etc. De ese modo, un
nombre romano completo adoptaría una
forma como Publio Cornelio Escipión,
es decir, Publio de la gens Cornelia de
la rama de los Escipiones, o Cayo Julio
César, Cayo de la gens Julia de la rama
de los Césares.
Cuando un romano era adoptado por
otra persona, algo muy común, tomaba
su nombre, al que añadía su cognomen
con el sufijo –anus. Así, cuando Octavio
fue adoptado por Julio César se
convirtió en Cayo Julio César Octaviano
(más conocido por su título imperial de
Augusto).
Las mujeres normalmente recibían el
nombre de la gens familiar, lo que daba
lugar a muchas confusiones. Las mujeres
de la gens Cornelia, por ejemplo, se
llamarían todas ellas Cornelia. Para
distinguirlas se usaban números
ordinales como Prima o Tercia, o los
comparativos Mayor y Menor, o sufijos
diminutivos co- mo –ila: Livila, de la
gens Livia. Con el tiempo, muchas
mujeres también adoptaron el cognomen
o apellido de la rama familiar, por
ejemplo, Pompeya Magna.<<
[11] De todos modos, había que tener
en cuenta los problemas logísticos de
mantener a ejércitos tan grandes, no sólo
por el suministro de provisiones, sino
también
por
los
inconvenientes
sanitarios: las aguas estancadas y las
enfermedades provocadas por toneladas
de excrementos de hombres, caballos y
bestias de carga mataban a veces más
soldados que las mismas batallas. Era
lógico que los cónsules prefiriesen no
concentrar en el mismo sitio todas las
legiones
que
podían
movilizar,
aprovechando sus reservas para crear
maniobras de distracción. Y también era
lógico que los miembros de la cuádruple
alianza decidieran dividir fuerzas. De
ese modo, además, evitaban pelearse
entre ellos. <<
[12] Recomiendo a los lectores
consultar
este
artículo:
http://es.wikipedia.org/wiki/Las_Médula
Y, si pueden acercarse a las Médulas de
León, que traten de visitarlas. En ese
lugar los romanos provocaron un
auténtico desastre ecológico con el
procedimiento de la ruina montium,
«destrucción de los montes», para
conseguir oro. Pero el resultado de ese
desastre es un paisaje espectacular, y
que ha creado ahora su propia ecología.
Por encima de todo, revela el empeño
de los romanos por vencer a la
naturaleza. <<
[13] En el siglo I a.C., el historiador
Tito Livio especuló con lo que habría
podido suceder si Alejandro hubiese
vivido más años y se hubiese enfrentado
a Roma, en el libro 9 de Ab urbe
condita. Eso significa que debía tratarse
de una cuestión popular entre los
romanos, que discutían a menudo quién
era el mejor general de la historia, si
Alejandro, Aníbal, Pirro o su propio
Escipión. Por supuesto, para Livio los
romanos habrían vencido, pero me temo
que él extrapolaba el inmenso poder de
Roma en la época de Augusto a un
tiempo muy anterior. Este posible
enfrentamiento entre Alejandro y las
legiones es el argumento central de mi
novela ucrónica Alejandro Magno y las
águilas de Roma. <<
[14] El término latino para los
cartagineses era poeni o «púnicos»,
derivado de phoenici. <<
[15] Resulta curioso que los romanos
castigaran a menudo a soldados o
unidades enteras por perder batallas,
pero nunca a sus generales. La razón es
que pensaban que el resultado del
combate dependía del favor de los
dioses —por eso insistían tanto en la
importancia de los rituales previos— y
de la calidad de sus soldados. Por tanto,
el papel del general no era tan
importante, ni para bien ni para mal.
Realmente no se puede decir que
hubiera
en
Roma
generales
profesionales como Pirro. Lo más
parecido a él sería un Escipión, ya en la
Segunda Guerra Púnica, o un Mario en
torno al año 100 a.C. <<
[16] Por comparación, en el Titanic
murieron mil quinientas personas, y en
el Wilhelm Gustloff, un barco alemán
cargado de refugiados y hundido por los
soviéticos en 1945, perecieron unas diez
mil personas en el que se considera el
mayor naufragio de la historia —
hablamos
de
un
solo
barco,
evidentemente. <<
[17] La guerra de los mercenarios es
el tema de la magistral Salambó, novela
de Gustave Flaubert que recomiendo a
todos los lectores. <<
[18] Prefiero utilizar el término
«Hispania» sólo cuando hablo desde el
punto de vista romano. Por supuesto, es
una cuestión arbitraria. <<
[19]
Aún había más legiones
movilizadas, hasta un total de dieciséis,
pero en otros escenarios como el valle
del Po, España y Sicilia. El problema
era tener juntos a tantos hombres, pues
consumían los recursos de los
alrededores como una plaga de langosta,
y sus
basuras
y excrementos
ocasionaban problemas sanitarios. <<
[20] Podría transcribirse también
«Jerónimo». <<
[21] Se ha discutido mucho si esta
especie de rayo láser de la Antigüedad
era factible. En 1973, el ingeniero
griego Ioannis Sakkas llevó a cabo un
experimento en Atenas con resultado
positivo. Pero su blanco era la silueta de
un trirreme de contrachapado, untado
además con brea. En 2006 los
presentadores del programa Cazadores
de mitos pusieron a prueba un
dispositivo similar, y esta vez los
espejos ustorios no tuvieron éxito. <<
[22] Aunque el propio Ptolomeo I
difundió el rumor interesado de que él
era un hijo bastardo de Filipo: eso lo
convertía a él en un sucesor más
legítimo de su supuesto hermano
Alejandro. <<
[23] Los ejércitos romanos que
libraron estas campañas se alimentaban
con grano enviado desde Cartago, que
como «amiga de Roma» cumplía las
condiciones del tratado firmado unos
años antes. En cuanto a los elefantes de
Flaminino, también debían de ser una
contribución de los cartagineses. <<
[24] Para los romanos era 4 de
septiembre. Pero en aquella época su
calendario
oficial
estaba
muy
adelantado con respecto al astronómico,
problema que no se corregiría hasta la
dictadura de Julio César. <<
[25] El escaso número de muertos
romanos parece demostrar que en
realidad no hubo choque frontal contra
las sarisas. Mientras éstas se
mantuvieron en su sitio, con los
batallones cerrados, los legionarios
debieron de quedarse a escasa distancia
de
sus
puntas,
avanzando
o
retrocediendo conforme lo hacían los
macedonios. Hasta que por fin se abrió
la formación de la falange, la batalla
debió de ser más de nervios y amagos
que de estocadas y heridas reales. <<