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Nota publicada en el Diario "Página 12" de Buenos Aires - 26 de Septiembre de 2011
IGLESIA Y ACCIÓN SOCIAL
Norberto Alayón
Profesor Titular Regular
Facultad de Ciencias Sociales-UBA
La participación de la Iglesia C atólica en muy diversas prácticas de acción social
registra antecedentes históricos de muy larga data. Ya a principios del siglo XVII fue
fundada en Buenos Aires la Hermandad de la Santa Caridad , dedicada a la atención
de los pobres de la época.
En la yuxtaposición del ejercicio de los propios objetivos evangélicos de la Iglesia y en
la ausencia de Estados verdaderamente laicos, se cimenta la profunda y permanente
intervención religiosa en la cuestión social, asumida tanto por los sectores tradicionales
y hasta reaccionarios, como por los sectores más dinámicos y progresistas de la
institución religiosa.
La indebida delegación de las funciones propias del Estado deja en manos de otras
instituciones, en este caso la Iglesia , las tareas de atención de la problemática social,
quedando el crédito por tal labor a favor de determinadas organizaciones no estatales
-que irradian sus propios objetivos ideológicos, religiosos, políticos- utilizando los
recursos presupuestarios provenientes del conjunto de la comunidad (y no sólo de
los sectores religiosos), con insuficiente o directamente nula supervisión y control de
dichos fondos por parte del Estado.
Las tareas de acción social, que asumen las organizaciones religiosas, no sólo implican
la prestación concreta de tal o cual servicio, sino también la transmisión de creencias,
valores, uso de símbolos, preceptos religiosos, impartidos (férreamente en muchos
casos) a los propios receptores o beneficiarios de los programas en cuestión.
Para legitimar este accionar, empleando los dineros públicos (patrimonio del conjunto
de la comunidad), se esgrimen varios argumentos, a saber:
1) Que la enorme mayoría de la población profesaría la religión católica y, en
consecuencia, sería “lógico y natural” que el Estado sostenga y financie tales
actividades por intermedio de la propia Iglesia. Si la mayoría de la comunidad es
portadora activa y responsable de determinada creencia religiosa, debería estar en
sobradas condiciones económicas para sufragar por sí misma -sin apelar a los fondos
del Estado, es decir a los recursos de todos, lo cual incluye a otras religiones y también
a quienes no profesan ninguna- las tareas de “ayuda al prójimo”, según sus propias
convicciones y valores. ¿Para qué entonces reclamar que el Estado los subsidie? De
ello se podría deducir que tal mayoría no es real, o bien que dicha mayoría no asume
consecuentemente los valores que proclama su propia religión.
2) Que el Estado sería ineficiente, poco transparente o corrupto en sus prácticas y que
las organizaciones religiosas sí podrían garantizar la mejor prestación de los servicios
en la atención de los sectores más vulnerados de la sociedad y el cumplimiento cabal
de los objetivos más trascendentes, prescindiendo de relaciones de dependencia,
de subordinación, de sometimiento, de contraprestaciones, de adhesiones políticas
o filosóficas, de participación en campañas, marchas y manifestaciones, etc. Esta
pretendida justificación ignora -a sabiendas- que la eficiencia, la transparencia, la
calidad e integridad de las acciones, o bien la corrupción y la malversación de los
recursos, el alejamiento, la desviación o la directa inobservancia de los más supremos
objetivos (en suma el “bien” y el “mal”), están “democráticamente repartidos” en todos
los estamentos de la sociedad, en todos los grupos sociales, en todos los actores, en
todas las instituciones, sean éstas religiosas o no. Baste recordar el trágico ejemplo de
la Fundación Felices los Niños, conducida por el sacerdote Julio César Grassi, acusado
de abusar sexualmente de adolescentes que estaban internados en el Hogar que él
mismo dirigía y que contaba con gran reconocimiento social y con importantísimos
subsidios del Estado y de empresas privadas. En junio de 2009, Julio Grassi fue
condenado a 15 años de prisión por los delitos cometidos, aunque continúa en libertad.
La concepción de derechos y precisamente la vigencia y el cumplimiento estricto de
los más amplios derechos sociales para el conjunto de la población, habrá de constituir
una garantía estratégica para evitar que las instituciones estatales y no estatales
(religiosas o no), reproduzcan relaciones de patronazgo y de sumisión, sostenidas en
la perversa ecuación de que toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no
derecho), siempre queda en deuda con el que se lo da.