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La historia de Criso
Por Muérdago
La historia de Criso
Cartago delenda est
Criso salió del agitado sueño para despertar en una realidad inquietante, descorazonadora. Alguien lo
sacudía con premura: era uno de los sacerdotes del templo, en cuyas dilatadas pupilas se podía
vislumbrar la escabrosa silueta del miedo.
—Levanta. Ya están aquí —anunció el religioso.
El joven adepto, entumecido, obedeció sin pensar y se incorporó del camastro no sin esfuerzo.
Lo que anunciaban las palabras apenas susurradas de su superior no tardaron en contagiarle el pánico
del que estaban impregnadas. Ello acució su urgencia por aliviarse. Salió un instante al patio interior
mientras el sacerdote aguardaba nervioso en la entrada de la vivienda. La claridad lunar y las
sombras pugnando por dar forma a su cariacontecido rostro. Desde el exterior, la noche traía a manos
llenas el tumulto y la furia de un sangriento combate, en donde los gritos eran sacados a la fuerza por
las inclementes hojas de hierro.
El corazón de Criso latía con fuerza, barriendo la sangre con su reguero de angustia la
perentoria sensación de hambre. Reunió sus escasas pertenencias en un hatillo y se dispuso a
acompañar al sacerdote, cuyas afectadas maneras no infundían ánimo alguno en su discípulo. El
religioso exigió prudencia con un gesto y sujetó al muchacho al escuchar las pisadas de un grupo de
hombres que parecía pasar de largo. El ruido se disipó en la lejanía y el sacerdote soltó todo el aire
que había contenido en sus pulmones.
Criso se liberó del abrazo del hombre y salió de la vivienda. Contempló entonces, a la luz de las
numerosas antorchas que se podían divisar a lo lejos, el imparable avance del ejército romano. Sus
violentas acometidas dejaban vaticinar que ya no habría descanso ni cuartel hasta que alcanzase la
consecución de su objetivo.
En el quinto día del cruento asalto, la vieja Cartago mostraba su ocaso al compás del tremolar de
las llamas.
Los arrasados edificios y viviendas, perfilados a duras penas entre el humo de los incendios, se
mostraban como los dientes cariados y podridos de un imperio otrora glorioso que ahora vivía sus
últimos días de existencia, incapaz de devolver las dentelladas.
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Por Muérdago
Criso se echó mano al cuello para acariciar un amuleto y rezó pidiendo los favores de los dioses.
Oraciones que se desperdigaban en el aire como la ceniza incandescente que se elevaba sobre la
ciudad. Sintió un tirón y, trastabillando, se puso a correr en pos del sacerdote.
Como tantos otros ciudadanos, dirigieron la desesperada carrera hacia la ciudadela de Byrsa, en
busca del último refugio que aún podía ofrecer la en otros tiempos poderosa Cartago. Habían
pospuesto su retirada demasiado tiempo, confiando en la resistencia de las poderosas murallas, pero
la defensa había terminado por venirse abajo, sucumbiendo ante la persistencia de los arietes
romanos. Y ahora corrían para salvar sus vidas.
Pero no todos huían. La mayoría de los ciudadanos preferían hacerse fuertes en sus propias
moradas, dispuestos a hacer frente al enemigo hasta el final.
A su paso por las distintas calles, Criso pudo escuchar los agónicos lamentos de los heridos y
enfermos que yacían en sus camas. El sitio había sido duro y no se podía hacer nada más por ellos.
Tres años eran demasiados incluso para Cartago. El hambre y las enfermedades habían ido minando
las fuerzas y la salud de los habitantes de la ciudad merced al implacable asedio romano. Los
orgullosos pero vencidos muros otorgando vía libre al inevitable torrente de la desgracia.
Pasaron cerca de unos jardines y Criso aspiró agradecido el fresco aroma que desprendían. Una
discreta ráfaga de serenidad para embotar el maltrecho raciocinio. Era aquella una agradable noche
de abril, pensó. Olía a primavera, al reverdecer de la naturaleza. Lo que sucedía a sus espaldas no
podía ser del todo cierto. Debía ser una prueba de fe, o quizá un mal sueño prolongado del que aún
no había logrado despertar. Pero el miedo era real, atenazaba con furia los músculos de sus piernas;
tenía que hacer un gran esfuerzo para poder seguir corriendo. Casi sentía que sus pies flotaban en el
aire.
Algunos hombres y mujeres los increparon al verlos huir. Una anciana los señalaba mientras no
dejaba de insultarlos y tirarles verdura podrida. Muchacho y anciano temieron durante un instante la
ira de la muchedumbre, aunque en vano fue su recelo. La mayoría de los cartagineses se encontraban
demasiado ocupados pertrechándose para hacer frente a las numerosas cohortes romanas. El ruido
que brotaba de los escudos al ser golpeados por las armas lograba mantener el miedo a buen recaudo,
o al menos lo suficientemente alejado por el momento.
Byrsa se alzaba desde la colina mostrándose como el único faro de salvación posible al que
acudir ante aquella marejada de locura.
Alcanzaron la deseada ciudadela tras subir y arrastrarse por la pendiente, dejando atrás
numerosas manos amigas que imploraban un poco de ayuda. A ambos lados de las escalinatas se
erguían las estatuas de los dioses, vestidas con curiosas sombras. De entre todas ellas destacaba la
omnipresente y broncínea figura de Baal, los ennegrecidos brazos extendidos hacia delante en
orgullosa pose, como anhelando más inútiles sacrificios. Parecía burlarse de lo que ocurría a su
alrededor.
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Por Muérdago
Las oraciones no cesaban de fluir desde el interior del templo, pero los dioses permanecían
impasibles, ajenos a la desdicha. El silencio y la falta de prodigios los delataba.
Ya tras los muros de Byrsa, el sacerdote se olvidó de Criso y se reunió con sus acólitos, dejando
al muchacho a su libre albedrío. No había sido mal hombre, pues lo acogió bajo su tutela cuando sus
padres murieron hace dos años. Aunque ahora se desentendía de él, Criso no podía quejarse del trato
recibido, pues el sacerdote había cumplido su promesa de procurarle cobijo en el templo cuando la
ocasión así lo requiriera.
Por todos lados caras desencajadas. Vestidos rasgados. Gente asustada. Manos temblorosas que
esgrimían interesadas súplicas. La noche como mudo testigo de un destino inevitable. Niños que se
divertían jugando indiferentes bajo las sombrías miradas de sus padres. Soldados derrochando su
última paga a los dados y los traidores a Roma atisbando estremecidos su final en los reflejos de los
distantes fuegos.
Los religiosos se retiraron con gran pesar hacia el templo mientras la muchedumbre se
dispersaba y desaparecía en el laberinto de calles de la ciudadela.
Al llegar al templo Criso encontró alivio en la rutina y se descubrió postrado ante la imagen de
Eshmún. El amuleto que colgaba de su cuello cogido con fuerza para impedir que la fe terminase por
escapar. Un hombre escupió al dios y después se lanzó al vacío desde lo alto. El joven adepto
escuchó la conversación apenas mantenida en un susurro entre dos hombres.
—No están mostrando cuartel. ¿Qué clase de violencia es esta? No tienen piedad ni con las
mujeres ni con nuestros hijos.
—¿Acaso lo hemos tenido nosotros? Trescientos niños han perecido abrasados inútilmente en
los brazos de Baal. ¿Y para qué? Además, Roma nunca ha tenido piedad con sus enemigos. Les
hemos dado demasiadas razones para temernos.
—Cierto —afirmó el otro hombre con pesar—. Jamás perdonaron la osadía de los Barca. A
pesar de las alianzas y de las promesas del senado solo aguardaban el momento propicio para echarse
sobre nosotros.
—Al menos hemos vivido en libertad. No todos los pueblos pueden alardear de ello.
—¿Libertad? ¿Mereció la pena vivir nuestra libertad por el precio que vamos a pagar por
ella…? ¿Qué me respondes a eso? ¡Estamos cerca de morir! ¡Hasta aquí llegan los gritos de los
asesinados! ¡Escucha! ¡Escucha el costo de nuestra preciada libertad! Demasiado caro si ello nos
cuesta la vida…
El interpelado no contestó. Se encaminó hacia su esposa, que lloraba y ocultaba su cráneo
rapado con una tela, avergonzada. La abrazó y la hizo sonreír con un susurro que quedó entre ellos.
Después rebatió al asustado hombre.
—Cada uno de nosotros valora la libertad de manera distinta. Claro queda la importancia que
para ti ha tenido.
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Por Muérdago
Al lado de Criso pasó un destacamento de soldados rodeando a Asdrúbal el Beotarca. Un fuerte
y agrio olor a sudor llenó el lugar. El general mostraba una mirada huidiza, desprovista de cualquier
tipo de liderazgo. El valor y la confianza que en otro tiempo anidaran en sus ojos habían
desaparecido tras la derrota ante el rey númida Masinisa. Era una mirada la del general difícil de
mantener. Se quitó la armadura como si se desprendiera de la piel misma y diseñó junto a sus
oficiales una defensa en la que no creía. Era una simple pose de soldado. Le pagaban por ello.
Alguien avisó desde el exterior del templo. Todos se acercaron a contemplar lo que ocurría. Un
rumor de desasosiego se elevó sobre olas de incertidumbre. Asdrúbal el Beotarca mandó callar. Fue
entonces cuando se dieron cuenta del significado del silencio que llegaba a la colina: la lucha se
había detenido. Los oficiales romanos habían decidido que la soldada de ese día no daba para más.
Fue un leve alivio para los sitiados, aunque todos ellos daban por sentado que en los primeros
momentos del siguiente amanecer el combate se reanudaría sin remedio. Y que ese día podría ser el
último.
Las horas transcurrieron, malgastadas en un lienzo de banalidad. El advenimiento de la aurora
planeando como fatal elegía. Tan solo los traidores a Roma que se encontraban en el templo se
mantenían activos, acumulando incansables una gran pila formada por madera, enseres y ropajes.
Incapaz de resistir, Criso pidió permiso y salió del templo para acercarse a los muros de la ciudadela.
Encaramándose a lo más alto, poco a poco logró atisbar, gracias a la alborada que perfilaba la ciudad
tras un fondo azul cobalto, lo que quedaba de Cartago.
Las pilas de cadáveres se amontonaban doquiera donde posase la mirada, y el humo de los
incendios se dispersaba en el aire como una sucia cabellera alborotada. Los soldados romanos
aparecieron para apartar los cuerpos sin vida y dejar el paso libre hacia Byrsa. Cavaron enormes
fosas en cuyas profundidades tenían cabida tanto los vivos como los muertos. Los gritos de los
moribundos fueron silenciados bajo montones de tierra. Algunos desgraciados lograban sacar los
brazos de entre la tierra, pero eran cercenados por inmisericordes espadas o aplastados por la
caballería legionaria.
Poco a poco la claridad del día dejó patente los estragos de la batalla. Cartago se había vestido
de carmesí para vivir sus últimos momentos.
El ruido de los metales llamó a formación y muy pronto las tropas estuvieron dispuestas para el
último asalto. El Aquila romana sobresalía entre el humo y la polvareda como un ave de rapiña
dispuesta a darse un festín. Se ordenó el avance. Estaban ya cerca, muy cerca; apenas debían
atravesar una barriada para llegar hasta ellos. Bajo los muros de la ciudadela los soldados de
Asdrúbal se daban ánimos con palabras y vino. Algunos de ellos se clavaron sus propias espadas.
Los oficiales tuvieron que intervenir para imponer la disciplina.
Criso contempló sin poder apartar los ojos cómo las cohortes se disgregaban en sus
correspondientes centurias. Los soldados invadían cada casa, cada edificio, sin dejar vida a su paso.
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Se subían a los tejados de las viviendas conquistadas y desde allí colocaban tablones para proseguir
con los asaltos. Derribaban muros, quemaban establos y esgrimían con habilidad sus armas. De vez
en cuando un edificio se venía abajo con gran estrépito. Algunos hombres corrían enloquecidos
envueltos en llamas, como si fueran cometas que dejasen a su paso una estela de infortunio. De las
viviendas incendiadas emanaban unos aullidos en verdad espantosos.
La escasa resistencia cedió sin remedio. En un momento dado el color rojo y marrón de los
uniformes romanos lo cubrieron todo, como marabunta imparable.
Interminables enjambres de moscas como únicos invitados a contemplar la barbarie.
Incapaz de soportar durante más tiempo aquel horror, Criso regresó al templo. Avivó el paso al
descubrir que del mismo salía una gran humareda. Las puertas se cerraron con gran estruendo a su
espalda. Sonaron igual que una tumba cuando es sellada. Cuando se internó en el templo, un
repugnante olor a carne quemada casi le hizo vomitar. La gente lloraba. Pudo ver entre el tumulto
cómo unos hombres se arrojaban a la enorme pira que anteriormente prepararan con tanto esmero.
Algunos comerciantes ofrecían afilados cuchillos con los que poder quitarse la vida. Las madres
maquillaban y vestían a sus hijas como prostitutas para intentar salvarles la vida. Criso se acercó a la
estatua del dios y puso sus manos sobre ella. Nada. No sintió nada. Solo fría piedra. Ahora se daba
cuenta de que no era más que eso.
Los defensores de la ciudadela aguantaron escaso tiempo, y el silencio de la derrota y el
desamparo se hizo más insoportable que el ruido de la lucha encarnizada.
Asdrúbal el Beotarca y sus oficiales se dirigieron a la entrada del templo para recibir al
victorioso cónsul romano. El general cartaginés caminaba como si se encontrara perdido entre las
oleaginosas aguas de un sueño. Su esposa e hijos ya no le acompañaban, aunque sus gritos de agonía
aún parecían resonar entre los muros del templo.
No tardó el general en humillarse pidiendo clemencia ante su antagonista, Publio Cornelio
Escipión Emiliano. No le fue difícil convencer al cónsul romano que, agotado y hastiado a causa de
haber contemplado tanta sangre derramada, concedió el perdón a los que allí se refugiaban, aunque a
cambio todos ellos serían vendidos como esclavos.
Cuando todo estuvo dispuesto fueron conducidos hacia el campamento romano que se levantaba
en las afueras de la ciudad. En su triste caminar, escoltados por los soldados, los vencidos
contemplaron con pesar la suerte de la desdichada Cartago. El agitado movimiento de las llamas
como último saludo a sus hijos y el hedor insoportable de los muertos reptando cual miasma en
busca del cobijo de la siniestra fosca.
Pasaron varios días languideciendo hacinados en corrales. Mientras aguardaban su destino
llegaron las órdenes del senado romano, que fueron ejecutadas de inmediato. De este modo comenzó
el total y sistemático derribo de Cartago. Los edificios, templos y viviendas que habían resistido en
pie fueron echados abajo o incendiados de acuerdo a su resistencia. Antes de ser llevados a las naves
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para ser transportados a Roma, Criso y los demás pudieron contemplar cómo la tierra en donde antes
se levantaba su ciudad se aplanaba, destruyendo así cualquier vestigio de la urbe. A sus espaldas el
mar bramando incansable como si jalease los esfuerzos de los legionarios romanos. Los campos
fueron arados y sembrados con sal, y muy pronto solo quedó un inmenso y yermo erial en donde
posar la vista.
Largos y penosos fueron los días por mar hasta la llegada a puerto, agrupados los prisioneros en
el sollado de las distintas naves. Les daban a beber un cuenco de agua turbia al día, y con un poco de
pan e higos secos que les bajaban de vez en cuando lograron apaciguar el hambre.
Una vez llegaron a la ciudad de Roma fueron despojados de sus ropas y exhibidos en un desfile
militar por las calles para mayor gloria del victorioso cónsul, en cuya atribulada mirada aún se
reflejaban parte de los horrores que había llegado a contemplar en su lucha contra el pueblo
cartaginés. Criso caminaba aherrojado, como los demás, alzando sobrecogido la cabeza al
contemplar la magnificencia de los templos y construcciones que lo rodeaban. Lágrimas de alegría
cayendo sobre su rostro a lomos de infinitos pétalos de flores.
Durante las siguientes jornadas Criso y los suyos fueron alimentados decentemente, siendo
aseados y preparados a conciencia para ser expuestos en las subastas de esclavos. Los cuestores
supervisaron y seleccionaron a los esclavos según su valía y los denarios comenzaron a cambiar de
manos. Efigies acuñadas en plata de hombres poderosos que asistían como mudos testigos de aquel
infame mercadeo.
Criso sufrió la humillación de verse postrado y desnudo frente a una algarabía que no cesaba de
gritar y pujar en aquel mercado de la carne. Brazos impacientes que se alzaban demandando el
servilismo de sus semejantes. Tuvo la suerte de ser adquirido por un noble romano, entrando a servir
en su casa como simple doméstico.
Todas las sombrías predicciones que Criso se había estado formando sobre su futuro
desaparecieron al comprobar que el trato en aquella casa era justo y que la servidumbre era tratada
con indiferencia pero a la vez con un mínimo de respeto. Nada de látigo o torturas, al menos bajo
aquel techo. Si se entregaba con denuedo a sus funciones nada debía de temer. Las que peor lo tenían
eras las jóvenes esclavas, en especial si quedaban en cinta de su amo. Con un poco de suerte tan solo
perdían a su hijo, pues la ira de la esposa era en verdad terrible.
El noble romano supo ver la valía de Criso, que había sido educado convenientemente en
Cartago, y muy pronto dejó de limpiar establos para dedicarse a asuntos más importantes. Aprendió
latín y mejoró en matemáticas para poder servir a su señor. No tuvo que pasar demasiado tiempo
para que Criso se ocupara de la contabilidad de su señor.
Criso siempre acompañaba a su amo en las variadas y diferentes transacciones comerciales que
realizaba el noble, que tenía muy en cuenta el buen juicio de Criso, llegando incluso a tal punto que
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no se realizaba un contrato si no era con el visto bueno del esclavo cartaginés. Fue por ello que
mejoró sin medida su estatus, consiguiendo incluso unas dependencias para su uso exclusivo.
La rutina hizo que el tiempo y los años pasaran sin apenas darse cuenta.
Criso vestía, vivía y hablaba como un romano, pero jamás se sintió como uno de ellos,
remontando el tumultuoso y amargo río del destino sin un futuro que desovar.
Cuando disponía de alguna tarde de asueto se las ingeniaba para acercarse a las arenosas playas
que contenían al pacífico mar Tirreno, y desde la orilla intentaba apaciguar su melancolía, dejando la
vista fluir y perderse más allá de la línea del horizonte, allí donde sus recuerdos aún pervivían
acunados entre la bruma del mar, cuyas aguas guardaban la sombría memoria de la desaparecida
Cartago.
El paso del tiempo, inexorable, cumplió su propósito, y algunos hombres maduraron, como fue
el caso de Criso, mientras que otros dieron en llegar al fin de sus días. Ese fue el destino del noble al
que Criso había servido fielmente durante más de veinte años. En su testamento había concedido la
libertad a Criso y a unos cuantos esclavos veteranos; además, a todos ellos les otorgó distintas
propiedades y el dinero suficiente para que pudieran comenzar una nueva vida alejada de la
esclavitud.
No fue en vida un hombre cruel, tan solo acomodado pasajero del tiempo y la situación que le
tocó vivir, por lo que las lágrimas que se vertieron en su funeral fueron en verdad honestas.
Ya con la manumisión obtenida y convertido en liberto, Criso meditó durante un tiempo el
siguiente paso que daría en la vida. Pasó los días por los distintos puertos, paseando distraído, y fue
entonces cuando oyó hablar a unos comerciantes sobre la fundación de una colonia romana
promovida por el político Cayo Sempronio Graco, llamada Junonia, que se había levantado en parte
sobre los restos de la desaparecida Cartago.
Criso supo entonces que su nuevo destino ya estaba decidido, por lo que vendió sus escasas
posesiones sin demora alguna. Después consiguió el derecho para abandonar Roma y así poder
dirigirse hacia el nuevo asentamiento, no tardando demasiado en alcanzar un acuerdo con el patrón
de una nave y así echarse a la mar.
Junto a Criso partieron varias familias y otros solitarios que, como él, compartían el mismo
destino. El habitual solaz al que Criso se dejaba llevar en esos días de monótona travesía hizo que
entablara amistad con un matrimonio de maduros alfareros que se disponía a labrarse un nuevo
porvenir, cansados y hastiados de vivir en la convulsa Roma. Estos tenían una sola hija, de nombre
Licinia, que les acompañaba a la fuerza no sin mostrar una gran incertidumbre en su rostro,
acostumbrada a su plácida vida en la ciudad romana. La mujer encontró en Criso el compañero ideal
para confiarle sus temores, confianza que no tardó en devenir en un sincero e imprevisto amor que
fue rápidamente correspondido.
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Criso le hablaba de sus planes, de la vida gris que había llevado en Roma y de toda la penuria
que arrastraba desde largo tiempo. Le hizo partícipe de los proyectos que pensaba sacar adelante en
su nuevo hogar, de sus esperanzas e ilusiones, que pronto contagiaron a Licinia. La nueva pareja no
tardó en obtener las bendiciones y el beneplácito de los padres de ella, que no pudieron ocultar su
alegría al verla de nuevo sonreír, y el deseo por instalarse y comenzar en la colonia arraigó aún más
fuerte en todos ellos.
A pesar de las nuevas perspectivas, Criso pasaba algunos días con la vista perdida en
lontananza, anhelando ver tierra cuanto antes. Su júbilo fue indecible cuando llegó a atisbar las
conocidas costas, aunque pronto emergieron vívidos recuerdos que le sumieron en un estado de
infinita tristeza. El cariño que Licinia le procuró fue ayuda más que suficiente para que Criso
volviera a recuperar el ánimo.
Gracias a las habilidades adquiridas en Roma, Criso consiguió alquilar en el puerto una carreta
por un buen precio, y de ese modo pronto llegaron al nuevo emplazamiento. La ciudad era joven,
olía a entusiasmo y al digno sudor del esfuerzo. Los distintos colonos y familias que habían ido
llegando recientemente se afanaban en construir su nueva vida, ayudados por los que habían
desembarcado con anterioridad. La particular disposición del terreno permitió localizar a Criso el
sitio en donde se había levantado la casa de sus padres, pues quería vivir cerca de sus recuerdos.
El lugar era propicio. Se asentaría allí, junto a Licinia. Se agachó y recogió del suelo un puñado
de tierra. La olió y la contempló entre sus manos. El rostro de Criso mostraba satisfacción. El olor a
sangre y muerte había desaparecido; por el contrario, un fuerte y agradable aroma a esperanza se
dejaba notar por toda la colonia.
Cerca de él pasó un hombre y su familia, que cargaban con numerosos pertrechos. El hombre
resopló fatigado y se secó el sudor de la frente. Al ver a Criso no pudo evitar dirigirse a él.
—¿Cuál es la razón de tu sonrisa? Ardua e ingrata tarea nos espera, el levantar un hogar en esta
tierra extraña.
—Te equivocas conmigo —respondió Criso mientras dejaba escapar la tierra de sus manos a
lomos del viento.
—¿Por qué lo dices…?
—Porque yo estoy en casa.
Dicho esto Criso se incorporó, tomando entre sus manos las de Licinia. Sintió su tacto, el suave
calor humano que desprendían, más acogedor y verdadero que el de la estatua del más poderoso de
los dioses. Entonces la abrazó para contemplar juntos el distante mar, y aunque Criso no sabía qué
porvenir les deparaba el destino, supo que podría enfrentarlo junto a ella.
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