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LA POLITICA SOCIAL DE
LA UNION EUROPEA:
EL LIBRO BLANCO
San Sebastián - Donostia
1996
La política social de la Unión Europea: el Libro Blanco
1996
A todos los aquí reunidos nos consta que hace tan sólo unos años hubiera resultado prácticamente imposible, en términos realistas, idear el concepto de "política social europea" y
mucho menos lanzar líneas directrices de desarrollo de una política de esa naturaleza.
Hoy, sin embargo, la Unión Europea se ha dotado de un Libro Blanco sobre Política Social,
es decir, de un programa de acción para los próximos años, y lo ha hecho tras aplicar un
procedimiento de consulta, y de alguna forma estimular el debate entre las Instituciones de
la Unión, los Estados miembros, las organizaciones empresariales, los sindicatos, otras
instituciones sociales, e incluso particulares.
Desde aquellos inicios hasta los logros actuales, por limitados que éstos sean, el recorrido
ha sido lento y penoso para todos los defensores de una Europa Social y Política, además
de Económica. En algunas ocasiones ha sido incluso, para qué negarlo, frustrante, de modo
que comprendo hasta cierto punto las posturas escépticas ante este nuevo avance hacia la
construcción social europea, pero creo firmemente que el instrumento elaborado por la
Comisión y los desarrollos que posibilita contribuirán a disipar cualquier duda sobre la
viabilidad de la Unión.
Dificultades iniciales
Es cierto que las cosas ni han sido ni son fáciles para lo social en el marco comunitario.
Cuando con el Tratado de Roma se creó la Comunidad Económica Europea, los socios
fundadores otorgaron absoluta prioridad a todos los aspectos estrictamente económicos.
La lógica que regía el funcionamiento del sistema consideraba que la progresiva armonización económica desembocaría inevitable y automáticamente en la integración política y
social. De modo que el texto del Tratado constitutivo recoge en su articulado, es cierto, un
número muy limitado de disposiciones de carácter social: la libre circulación, la protección
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La política social de la Unión Europea: el Libro Blanco
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a los trabajadores migrantes, la libertad de establecimiento, la igualdad de trato, y el Fondo
Social Europeo.
Con bases jurídicas tan restringidas, la intervención de la Comunidad en el ámbito social
fue prácticamente nula durante los primeros veinte años de su existencia. Entonces es
cuando se aprobó, allá por el 74, aquel programa de Acción Social que pretendía mejorar
las condiciones de vida y de trabajo, conseguir la participación de los trabajadores en la
vida de las empresas, y alcanzar el pleno empleo. La crisis económica del momento se
encargó de que el Programa pasara a mejor vida, imprimiendo un fuerte frenazo al desarrollo social comunitario que parecía haberse iniciado.
A pesar de ello, en la década que siguió se aprobaron una serie de directivas sobre armonización de las legislaciones nacionales en cuestiones de protección del empleo, protección y
salubridad de los lugares de trabajo, e igualdad de trato entre hombres y mujeres, tanto en
aspectos salariales como en aspectos relacionados con el acceso al empleo, la formación
profesional, la promoción de las condiciones de trabajo y la protección social.
Recordarán que también fue en esta época cuando la Comunidad Económica Europea,
basándose en el famoso artículo 235 y en el artículo 21, optó por intervenir en áreas muy
concretas de la protección social. De aquellas iniciativas fueron fruto en 1975 y 1984 los
primeros Programas Europeos de Lucha contra la Pobreza, y numerosas acciones tendentes a favorecer la integración social, económica y, en su caso, laboral de determinadas categorías de población, especialmente vulnerables.
Con todo, casi treinta años después de su fundación, la Comunidad seguía siendo, a pesar
de los esfuerzos de varios de los estados integrantes y a pesar muy especialmente de la
reivindicación de un espacio social europeo por el Presidente francés en 1981, un sistema
de naturaleza eminentemente económica.
1 Por si fuera útil, recordamos que el artículo 235 establece que cuando una acción de la Comunidad resulta necesaria para lograr uno de sus objetivos sin que el Tratado haya previsto los poderes de acción necesarios al respecto, el Consejo, por unanimidad, a propuesta de la Comisión y
previa consulta de la Asamblea, puede adoptar las disposiciones pertinentes. El artículo 2, por su
parte, atribuye a la Comisión la misión de promover, entre otros aspectos, el nivel de vida de los
ciudadanos.
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Delors dice con razón que "no se enamora uno de un gran mercado". Ese europeísta fue
quien, con su llegada a la Comisión en 1985, iba a dar un impulso definitivo a la construcción política y social de Europa, a pesar de los numerosos obstáculos que las cuestiones de
soberanía nacional han sembrado en su camino. Su primer triunfo, ciertamente modesto
cuando se contempla desde la perspectiva del 94, fue el Acta Única Europea. No fue una
revolución, desde luego, las sociales seguían siendo materias secundarias supeditadas a las
decisiones económicas, pero no cabe duda que este instrumento constituyó un punto de
partida real en la construcción de una política social común, al introducir en su articulado
las cuestiones de cohesión económica tendentes a corregir las desigualdades regionales en
el marco comunitario, fuertemente marcadas desde la incorporación de Grecia, España y
Portugal, y al dar reflejo normativo al diálogo social, que también a iniciativa de Delors, se
había empezado a desarrollar en la reunión celebrada entre la Comisión y representantes
de empresarios y trabajadores en Val Duchesse el 31 de enero de 1985.
Si bien los interlocutores sociales, y fundamentalmente los sindicatos, tienen razón cuando
afirman que estas innovaciones no aportaron grandes cambios a la situación anterior -es
verdad que del diálogo de Val Duchesse sólo surgieron dictámenes comunes que no comprometían a nadie-, no es menos cierto que las disposiciones sociales del Acta Única tuvieron la virtud de los símbolos, que es precisamente la de predisponer a las partes y la de
entreabrir la puerta a más amplios y concretos desarrollos. Si no hubiera sido así, los pasos
que se dieron a continuación no hubieran resultado posibles. No debemos perder de vista
que si ya en el ámbito nacional los acuerdos políticos y sociales no son tarea fácil, en el
ámbito comunitario las dificultades se multiplican por 12. Los avances no pueden ser sino
lentos.
También fueron modestos dos años más tarde, en 1989, los logros de la Carta Comunitaria
de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores. El reto británico impidió que
ese documento alcanzara su vocación original, la de convertirse en un cuerpo normativo
de estándares mínimos destinado a evitar que la búsqueda de la competitividad mermara
progresivamente las condiciones sociales. Para paliar el carácter puramente declarativo
que como resultado de la oposición del Reino Unido se otorgó a la Carta, la Comisión -otra
vez Delors- decidió intervenir en la medida de sus posibilidades y elaboró un Programa de
Acción con 47 medidas tendentes a evitar la desprotección social. La estrategia consistió en
ir aprobando poco a poco, muy poco a poco dirán algunos, un texto que globalmente no
había conseguido el consenso.
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Desde Maastricht hasta el Libro Blanco
Y así es como se llega al tan polémico Tratado de Maastricht. Se ha dicho que la política
social era la gran perdedora del complejo y críptico tratado del 92. Y bueno, aun quedando
muy lejos de ser la panacea de todos nuestros males, no puede negarse que constituye un
paso político fundamental y un hito en la construcción de una política social común. Sus
aportaciones son considerables. Por de pronto, se equipara en cierta medida lo social a lo
económico al incorporar lo social a los títulos más relevantes del Tratado: la promoción del
progreso económico y social aparece entre los objetivos consignados en las Disposiciones
Comunes, y la promoción de "un alto nivel de empleo y de protección social, la elevación
del nivel y de la calidad de vida, la cohesión económica y social y la solidaridad entre los
Estados Miembros" se incluye entre las misiones que el artículo 2º del Título II atribuye a la
Comunidad.
Para que esta equiparación no fuera meramente formal, hubiera sido deseable que las disposiciones del Título VIII, dedicadas a la política social, introdujeran importantes modificaciones al texto anterior. Pero todos saben que la falta de consenso, derivada una vez más
del veto británico, obligó a recurrir a un Protocolo en el que los doce Estados Miembros
autorizaron a once de ellos -el excluido obviamente es el Reino Unido de Gran Bretaña e
Irlanda del Norte- a recurrir a las instituciones, procedimientos y mecanismos del Tratado
a fin de adoptar y aplicar entre ellos los actos y decisiones necesarios para desarrollar la
política social.
Y los Once firmaron un Acuerdo en el que se comprometían a proseguir en la vía trazada
por la Carta Social de 1989, y el Acuerdo se incorporó como Anexo al Tratado con efectos
jurídicos plenos. Este Acuerdo, a pesar de unas limitaciones de las que también somos
conscientes y a las que también haremos alusión, constituye la base de progresos futuros
en el ámbito social:
-
Clarifica los objetivos sociales de la Comunidad: fomento del empleo, mejora del
progreso de las condiciones de vida y de trabajo, protección social adecuada, diálogo social, desarrollo de los recursos humanos para conseguir un nivel de empleo
elevado y estable, y lucha contra las exclusiones.
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Atribuye a la Comunidad competencias para apoyar y completar la acción de los
Estados miembros mediante directivas, lo que, nadie me lo negará, va mucho más
allá de la función de promoción de una estrecha colaboración entre los Estados
miembros, mediante estudios, dictámenes y consultas, que se le venía atribuyendo
hasta entonces.
-
Amplía las materias en las que la adopción de acuerdos puede efectuarse por mayoría cualificada, lo que evidentemente elimina, en esas cuestiones (salud y seguridad, condiciones de trabajo, información y consulta de los trabajadores, igualdad
de trato, e integración de las personas excluidas del mercado de trabajo), el paralizante riesgo de veto.
-
Incorpora casi literalmente el compromiso adoptado por la Confederación Europea de Sindicatos (CES) y por las organizaciones europeas de empresarios privadas y públicas (UNICE y CEEP). Esta incorporación es quizá lo más sustancial del
Tratado desde el punto de vista social. El protagonismo otorgado al diálogo social
presenta varias vertientes, todas ellas de gran alcance:
-
Se autoriza a los Estados Miembros para confiar a los interlocutores sociales, a petición conjunta de los mismos, la aplicación de las directivas que el Consejo adopte, por mayoría cualificada o por unanimidad, en materia social.
-
Se refuerza el papel de la Comisión como promotor del diálogo social "observando
un apoyo equilibrado a las partes".
-
Se establece para la Comisión la obligación de consultar a los interlocutores sociales antes de presentar propuestas en el ámbito de la política social, sobre la posible
orientación de la acción comunitaria de que se trate.
-
Se establece además para la Comisión la obligación de consultar a los interlocutores sociales sobre el contenido de la acción comunitaria cuya conveniencia se haya
decidido.
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Al ser consultados los interlocutores sociales pueden emitir un dictamen o una recomendación que la comisión tendrá en cuenta a la hora de elaborar la redacción
definitiva de la propuesta antes de su remisión al Consejo.
-
Alternativamente, y este punto es fundamental, pueden informar a la Comisión de
su voluntad de iniciar un proceso de negociación que podría llevar al establecimiento de un acuerdo directo entre las partes. Si lo estiman oportuno pueden someter lo acordado a la Comisión para que la misma proponga al Consejo la adopción de una decisión que convertiría el acuerdo social en normativa comunitaria.
Si no lo estiman oportuno, pueden decidir ponerlo en práctica de conformidad con
los procedimientos propios de los interlocutores sociales y de los Estados miembros.
Disposiciones como éstas, en las que se reconoce el papel de los interlocutores sociales y de
los convenios colectivos en el proceso de decisión, quizá no consigan corregir los inquietantes desequilibrios entre lo social y lo económico que todavía persisten en la Unión, pero
sin duda constituyen elementos indispensables para la inversión de la tendencia a la que
aspiramos los partidarios de la integración europea.
¿Las limitaciones de esta nueva política social común? A nadie le pasan desapercibidas. La
más notable es, sin duda, la falta de consenso entre los Estados Miembros y las graves consecuencias que, para la construcción europea, pudieran derivarse de una multiplicación de
estas situaciones. El veto británico a la política social, unido a las disposiciones especiales
exigidas por Dinamarca en materias de ciudadanía, política exterior y seguridad, hacen
temer la instauración de lo que se ha dado en llamar la "Europa a la carta". Por otro lado, el
riesgo de dumping social derivado de la no adhesión del Reino Unido a las disposiciones
sociales condiciona considerablemente las decisiones que en estas materias podrán, en la
práctica, adoptar los estados firmantes del Acuerdo sobre Política Social.
Estas, huelga decirlo, son circunstancias muy limitadoras del proceso de desarrollo de la
política social, máxime cuando se producen en el marco de una crisis económica que, a
pesar de la recuperación que se ha iniciado, sigue caracterizándose por niveles muy elevados de desempleo. Pero no cabía otra solución que la del Protocolo si se quería dar un paso
adelante en materia de política social. La solución no satisface del todo a nadie, pero como
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bien dijo el Presidente González, con Maastricht, o desaparecía lo social o se incluía en un
Protocolo. Era necesario actuar y se intervino de la única forma posible.
Esto no significa que los partidarios de la integración europea hayan claudicado en su empeño de alcanzar la Europa Política y Social. Considero, y creo que ésta es también la opinión de la gran mayoría de los Estados Miembros y de las instituciones de la Unión, que
éste es un período transitorio en la construcción europea, difícil y muy fuertemente condicionados por la situación económica y política que se observa a nivel internacional. De
hecho, muy recientemente, el Presidente de la República Francesa y el Presidente del Gobierno Español coincidieron en valorar, con vistas a la Conferencia Intergubernamental
que se celebrará en 1996, que no deberá haber iniciativas excluyentes en los diferentes sectores del proceso de construcción europea, rechazando así la Europa de dos velocidades o
las referencias a un "núcleo duro".
Estoy convencido de que la política social va por buen camino, aunque lo haga lentamente.
Prueba de ello, el último paso adelante para la Unión representado por el Libro Blanco
recientemente publicado en el Diario Oficial. Este documento, signo irrefutable del compromiso adquirido por la Comisión en el ámbito social y de su voluntad de seguir desarrollando en el futuro todas las vías previstas en los Tratados para alcanzar la Europa Política
y Social, constituye a la vez una necesaria recapitulación de las medidas que se han venido
adoptando en áreas específicas de actuación comunitaria y un conjunto de directrices para
su desarrollo futuro. Retomando consideraciones que ya había formulado en otros documentos recientes, la Comisión dedica acertadamente gran parte del texto a temas directamente relacionados con el empleo: prioridad absoluta a la creación de puestos de trabajo,
creación de un mercado de trabajo europeo, y fomento de altos estándares de trabajo de
cara a mejorar los niveles de competitividad de la Unión frente a otras potencias.
Con esta orientación y con esta insistencia, la Comisión trata de responder - sin por ello
olvidar otras áreas como la protección social, la salud pública, la igualdad de trato, o el
diálogo social - a la mayor preocupación del momento en el área comunitaria: los elevadísimos niveles de desempleo. Sus directrices en este campo podrían representar un primer
paso hacia una política común de empleo, tan difícilmente disociable, por otro lado, de la
recién lanzada política social.
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Este nuevo instrumento, recordémoslo elaborado mediante la aplicación de un procedimiento de consulta abierto a las administraciones, a las instituciones sociales, a los interlocutores sociales, e incluso a los particulares es el que debe servirnos, junto con el Tratado
de la Unión, para alcanzar posturas que permitan por una parte avances considerables y
por otra, en la medida de lo posible, decisiones unánimes en la Conferencia Intergubernamental prevista para 1996.
Este legado de Delors, cuyo mandato probablemente terminará en enero próximo, deberá
ser uno de los instrumentos que se apliquen para evitar esa Europa a dos velocidades que
todos deseamos descartar.
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