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ESTUDIO PSICOLÓGICO SOBRE LOS CÉSARES DE LA DINASTÍA
JULIO-CLAUDIA
David Alberto Campos Vargas*
JULIO CÉSAR
Difícilmente se encuentra un carácter tan determinado como el de
Julio César. Decidido hasta en las situaciones más desfavorables en el
campo de batalla (lo cual lo salvó en varias ocasiones, luchando en las
Galias), audaz, con una ambición sin límites. Tenía el carisma y la
valentía de su ídolo, Alejandro el Grande (con quien frecuentemente
se comparaba), y algo más: una capacidad de organización
formidable. Por eso su legado perduró.
Aunque para la historiografía clásica no fue un emperador
propiamente dicho, los autores contemporáneos lo ubican a él, y no a
Augusto, como el primero de la dinastía Julio-Claudia. Y tienen razón.
No sólo su nombre, César, fue el concentrado simbólico del poder
centralizado y casi omnímodo del que gozaron sus sucesores al
mando del Imperio Romano (abarcando los conceptos de princeps, “el
primero de los ciudadanos romanos”, de imperator en el campo militar,
de dictator en el terreno político), sino que sentó un precedente para
que otras naciones nominaran a sus líderes o reyes (káiser , zar,
etcétera).
Y es que Julio César fue único. Por eso le quedaba corto el título de
rex (rey): los primeros monarcas romanos (y aún los griegos y
macedonios, con excepción de Alejandro Magno) languidecen a su
lado. Rómulo ni siquiera fue dueño de Italia, por ejemplo. Cada ciudad
o pequeño país tenía su reyezuelo. Pero sólo hubo un césar cuando
apareció él, el César.
¿Cómo pudo llegar tan lejos? No sólo hay que buscar las causas en
sus aptitudes como militar, ni en su carisma político. Tampoco hay que
achacarle solamente al declive de la República o al debilitamiento del
Senado (que aún contaba con formidables integrantes, como Marco
Tulio Cicerón) el surgimiento tan colosal de su figura. Ni siquiera al
grueso apoyo popular con el que contaba (pues Julio César era, o al
menos aparentaba ser, abanderado de los derechos de la plebe
sometida por la rancia aristocracia de patricios romanos), pues
personajes como Lucio Sila, protectores del status quo republicano,
tradicional y jerárquico, ya habían mostrado cómo se podía sofocar la
plebe por medio de las armas. Es más, muchas veces los propios
senadores (pertenecientes a la clase acomodada y terrateniente)
habían asesinado a defensores de los derechos de los oprimidos
(como los hermanos Graco, tribunos del pueblo que intentaron sin
éxito reformas agrarias y sociales de largo alcance). No. Hay que
entender el temperamento y la conducta de Julio César para
explicarse de manera más completa su meteórico ascenso, su
sacrificio y su influencia.
Estaba siempre en competencia, y no sólo con sus coetáneos, sino
con otros personajes ilustres, tanto romanos como extranjeros, y tanto
del pasado reciente (Sila, Mario, Cicerón, Pompeyo) como del remoto.
Emulaba con particular obsesión con Alejandro el Grande. En cierta
ocasión comentó amargamente que, en su treintena, no había hecho
ni la mitad de lo que el famoso discípulo de Aristóteles. Era aficionado
a leer Historia y, en su afán de igualar o superar las proezas de otros,
se exponía en ocasiones a grandes riesgos.
Además de su enorme fuerza de voluntad, Julio César contaba con un
vigor físico y una resistencia proverbiales. Una mente siempre en
acción, en un cuerpo fuerte, atlético. Las esculturas que de él se
conservan nos muestran una frente despejada, con arcos ciliares
notorios y músculos permanentemente contraídos, mirada inteligente y
rasgos no exentos de gracia y nobleza. Y se le describe como un
hombre de cuerpo ejercitado, brazos musculosos y postura llena de
garbo. Lo concordante para un hombre de sobrada autoconfianza,
seguro de sus capacidades y decidido a todo.
Algunos patricios envidiosos hicieron circular el rumor de una supuesta
homosexualidad. Muchos de sus detractores en el Senado, como
Catón, usaron este “argumento” para debilitar su imagen. Pero la
investigación meticulosa revela todo lo contrario. Los alcances de Julio
César en materia sexual (pues unía a su enorme vitalidad una lujuria
mayúscula) sólo son equiparables a sus conquistas militares. No sólo
amó apasionadamente a una de las mujeres más bellas del orbe en su
tiempo, Cleopatra (con la que llegó a tener un hijo, posteriormente
eliminado por Augusto para consolidarse en el imperio), sino también a
muchas romanas. Algunas de estas amantes, irónicamente, fueron las
esposas de senadores de la oposición. Decir que esta conducta fue
simplemente el producto de una formación reactiva, además de
apresurado, es un flagrante reduccionismo. Además, hubiera
manifestado ya dicha supuesta homosexualidad latente en el cenit de
su gloria, cuando su poder fue casi ilimitado (como sí lo hizo Calígula),
y no fue así. Hasta el día de su muerte, el lascivo César sólo se
satisfizo con las damas de la clase alta, que fácilmente caían en sus
juegos de seducción: tales eran su discurso y su personalidad.
A propósito de lo anterior, es de notar el carácter esnob de sus
relaciones. Que se sepa, Julio César nunca amó a esclavas o a
mujeres de la plebe a la que tanto decía representar. Sus amoríos le
trajeron siempre ganancias políticas o económicas. Igual que su
sucesor, Augusto, hizo de su habilidad como amante otra poderosa
herramienta de persuasión política, para sellar alianzas o limar
asperezas. Las esposas, hermanas, hijas o madres de estos
senadores “díscolos”, atraídas por él, convencían a sus allegados de
pasarse a su bando, o al menos de cesar de fustigarlo.
El talento de Julio César como escritor es innegable. Sus páginas
rebosan elegancia, brillo y vigor. La fuerza de su palabra es
equiparable a la de su temperamento. Es una dicha que se haya
conservado casi la totalidad de su producción. En ella vemos al
luchador infatigable, al estratega, al que hubiera podido ser un
“hombre de letras” si su ambición no lo hubiera empujado a ser un
“hombre de Estado”. Me parece interesante que, en sus crónicas, se
refiriera a sí mismo en tercera persona: una muestra de exquisita
megalomanía, y de la plena conciencia que el primer césar tenía de su
importancia. Escribe, en efecto, a sabiendas de que su historia era
parte protagónica de la misma Historia.
AUGUSTO
Pocos han logrado hacer lo que Octavio Augusto: permanecer cinco
décadas en el poder manteniendo la popularidad y desgastándose al
mínimo. ¿Cómo entender el fenómeno? La personalidad de este
emperador puede arrojarnos muchas luces: conciliador, unificador,
pragmático y ecléctico hasta el tuétano. Por eso pudo mantener a raya
a la aristocracia sin enemistarse con ella, desplegar su enorme
narcisismo sin herir las susceptibilidades del Senado, disimular su
egocentrismo tras una máscara de humildad, satisfacer su ambición
personal sin molestar a otros grandes de su tiempo (como Lépido o
Agripa), gobernar como monarca todopoderoso bajo la fachada de un
republicanismo cada vez más abstracto.
Augusto aprendió la lección de su tío y padre adoptivo, Julio César.
Aquél, plenamente consciente de su superioridad intelectual y militar,
jamás buscó granjearse el afecto de los senadores; gobernó como
dictador y concentró el poder sin tratar de ocultarlo. Por eso terminó
apuñalado. Nunca un hombre, por fuerte que sea, puede actuar solo.
Los detalles de la muerte de Julio César nos muestran que luchó con
ferocidad una vez se vio atacado (incluso usó su estilete, a falta de
espada, para herir a uno de los conspiradores), pero el hombre que
sometió las Galias y venció a Pompeyo no pudo, inerme, contra más
de una veintena de senadores conjurados.
Augusto, mucho menos diestro en las armas y con una contextura
menos musculosa que César, jamás se expuso a una situación como
esa. Con su lengua persuasiva, su don de gentes y su habilidad para
negociar y encontrar soluciones de compromiso que satisficieran
distintas facciones e intereses, no tuvo necesidad de luchar contra el
Senado. Haciéndose pasar por hombre bonachón, incluso servil,
terminó manejando a los senadores como un hábil titiritero.
Es una lástima que se hayan perdido los dos libros de Claudio (su
sobrino-nieto y también emperador) referentes a la historia de Augusto
en la Guerra Civil (enfrentado con Marco Antonio, el esbirro de Julio
César, también sediento de poder) y en la consolidación del Imperio.
Suetonio, que sí alcanzó a consultarlos, refiere que el emperador
Augusto buscó en su madurez, afanosamente, ocultar todos los vicios
y actos indecorosos de su juventud, cuando aún se llamaba
simplemente Octavio: una ambición desmedida, una conducta
oportunista y sinuosa, una libido incontrolada y, sobretodo, una infinita
doblez. Así fue como, aún adolescente, usó a su mentor en el Senado
(el anciano Cicerón, ya abanderado de una realpolitik al constatar la
decadencia de la República y el inminente cambio institucional que
experimentaría Roma) para escalar rápidamente en la vida pública, y
le pagó vendiéndolo a la ira de Marco Antonio (que se vengó de las
Filípicas ciceronianas haciendo degollar al ex cónsul), sólo para hacer
parte del Triunvirato.
Y fue justamente el Triunvirato (una alianza non sancta entre los tres
hombres más fuertes del Imperio, él, Marco Antonio y Lépido;
imitación del formado por Julio César, Pompeyo y Craso años antes)
lo que le permitió desplegar todo su oportunismo. A Lépido lo fue
debilitando lentamente, sustrayéndole todo el poder militar y
relegándolo al cargo de Pontifex Maximus (aunque eso sí, tuvo
siempre la prudencia de mantenerlo ahí, sin eliminarlo, para proseguir
con la mascarada de hombre democrático). A Marco Antonio le fue
retirando paulatinamente su afecto, lo traicionó y lo denigró
públicamente, aprovechando el amorío del general con Cleopatra: así
fue como su rival quedó ridiculizado ante el pueblo, como una
marioneta de la tirana egipcia, del que además inventó que había
abandonado las costumbres y la religión romanas. Al final, y gracias a
la pericia militar de Agripa, el futuro Augusto (aún un codicioso e
inmoral Octavio), que se mareaba cuando iba en barco, venció en la
batalla naval de Actium. Marco Antonio se suicidó, y Cleopatra, que
esperaba seducirlo (ignorando que él amaba más el poder que la
belleza, y que le tenía cierto odio a ella por haberse aliado a su
archirrival), vio a Egipto anexionado a Roma y optó también por la
muerte.
La metamorfosis que vino luego fue tan sorprendente, aunque menos
sublime, que la de San Agustín. El inescrupuloso, vengativo y ladino
Octavio le dio paso al honorable, clemente y virtuoso Augusto. En lo
que no cambió fue en su afición por el mando. Hecho ya con el poder
(aunque disimulándolo, para no ganarse inquinas en el Senado), y
haciéndose pasar por republicano, se hizo reelegir cónsul en varias
ocasiones, conservó sus títulos de Princeps e Imperator, y les fue
añadiendo otros: Augusto (que pasaría a ser su nombre), César
(homenaje a su tío y padre putativo, y al mismo tiempo un nombre
menos ofensivo que Rex para los senadores que aún creían en la
desaparecida República) y, a la muerte de Lépido, Pontifex Maximus.
Así, con mucho tacto, Augusto acumuló aún más influencia y riqueza
que Julio César, y concentró en su persona los poderes militar, político
y religioso.
Lo bonito de la historia es que Augusto se desempeñó eficientemente.
Su celo administrativo y su alto sentido del deber cívico le permitieron
pasar a la posteridad como un gobernante sin igual. Muchos autores
coinciden en señalarlo, junto a Trajano, Adriano y Marco Aurelio, como
el César más sobresaliente y digno de su cargo en la larga historia del
Imperio Romano. En algunas biografías se lee incluso de él que “fue el
mejor de los emperadores”. El hecho es que le dio rienda suelta a su
afición por la arquitectura y, literalmente, edificó una ciudad nueva. A
él mismo le gustaba decir que había recibido “una Roma de ladrillo” y
la había convertido en “una Roma de mármol”.
No menor fue el cambio institucional y jurídico. Sus reformas dieron al
traste con los vestigios que quedaban de la República, y configuraron
un Imperio altamente centralizado, con una monarquía absoluta y
apoyada cada vez más en el monopolio de la riqueza y el Ejército. El
Senado aún conservó algo de su capacidad para legislar, pero ya
subordinado al Ejecutivo. Y la religión se unió a la persona del
emperador, lo cual explicaría lo fácil que fue divinizar a Julio César, y
al propio Augusto (aunque éste, siempre tan prudente, dijo que sólo lo
permitiría después de muerto…cuando ya en su vejez se le veneraba
con devoción en los hogares romanos). También explicaría el
descrédito y la caída de la propia religión romana, años más tarde, y el
rápido ascenso del Cristianismo: la gente prefirió creer en Jesucristo,
que no en Calígula o Nerón.
La megalomanía de Augusto lo llevó a convertirse, en cierto sentido,
hasta en dueño del Tiempo. Reformó el calendario, introdujo fiestas
para conmemorar momentos clave de su carrera y se hizo dar un mes,
Agosto. Por supuesto, a su admirado Julio César también le dio su
mes (años más tarde, el más humilde emperador Tiberio se burló de
esa ridiculez y prohibió expresamente, por ley, que el nombre de otro
fuera a figurar en las calendas).
Era engreído pero simulaba modestia, era dueño de una inmensa
fortuna pero se presentaba ante el público vestido pobremente y se
hacía representar descalzo, era el todopoderoso pero aparentaba que
oía los consejos de sus cortesanos y de los senadores. He ahí su gran
éxito como estadista. Otro rasgo suyo fue el de saber hacer amigos, y
de los buenos: además del ya mencionado Agripa, que después de
servirle como comandante del Ejército fue su hombre de confianza en
la dirección de obras públicas, contó con la ayuda de Mecenas
(inmensamente rico, patrocinador y protector de artistas), quien
además de consejero le sirvió como una especie de Ministro del
Interior, y de Estatilio Tauro, eficaz colaborador. Y también cultivó la
amistad de historiadores y poetas, por lo que su nombre pasó a la
posteridad casi inmaculado, siendo sus vicios subestimados y sus
cualidades sobredimensionadas.
Dentro de la obsesión de Augusto por perpetuar la dinastía cupo una
activa vida doméstica, compatible con su temperamento jovial y su
estilo de vida hogareño (algo intrusivo también). Obviamente, así
como el Imperio, la familia entera giraba en torno suyo. Fue todo un
pater familias. Era un sistema familiar no muy sano, cargado de
competencia e intrigas palaciegas, en las que el césar intentó hacer de
mediador. En sus cartas a Livia (su siniestra esposa) se percibe su
preocupación por todos y cada uno de los miembros de su clan
(inclusive por “el pobre Claudio”, al que creía un discapacitado), y se
dejan ver sus intentos por evitar las riñas intestinas.
Ya en su ancianidad, Augusto se ufanó de mantener la pax Augusta y
las fronteras del Imperio estables. Su carácter se hizo cada vez más
dulce y afable. Los testimonios de la época nos muestran a un
emperador bonachón y hasta piadoso, recalcitrante en el terreno de la
moral, preocupado por la laxitud de las costumbres entre sus súbditos.
Llegó a legislar (cómo no, tratándose de un hombre de talante cada
vez más conservador, que además disfrutaba metiendo mano en el
corpus jurídico) para disminuir el número de divorcios (alarmante para
la época) y fortalecer la estabilidad de las familias romanas. Intentó
frenar el negocio cada vez mayor de burdeles y tabernas tanto en la
urbe como en las provincias, y se preocupó por hacer de los romanos
“ciudadanos virtuosos”. Puede que, en el fondo, creyera a sus
conciudadanos capaces de lo que él mismo había logrado: pasar a ser
un hombre correcto, tras un esfuerzo voluntario por adquirir la ansiada
virtus. La Historia demostraría cuán equivocado estaba.
Otro ámbito en el que se mostró excesivamente optimista fue en el de
su sucesión. No contaba con las artes de Livia para envenenar,
tergiversar la información, levantar calumnias y sembrar discordia.
Ella, más engreída aún que Augusto, esperaba ansiosamente ver a su
hijo Tiberio ciñendo la corona. Livia acabó a Julia, la hija del
emperador, exagerando sus aventuras sexuales. Lo mismo con
Póstumo Agripa, al que hizo exiliar y posteriormente asesinar. Parece
que dio instrucciones a su médico, Antonio Musa, para envenenar a
Druso (su propio hijo, con el que no se llevaba tan bien, dadas las
inclinaciones de él hacia el republicanismo) mientras le atendía la
fractura de una pierna que le había provocado la caída de su caballo
(en todo caso, el criterio común de los historiadores es que, aún sin
veneno, el pobre hubiera muerto de gangrena). Se vio envuelta en la
misteriosa muerte de Cayo y Lucio Agripa (como Póstumo, hijos del
legendario Marco Agripa, fiel colaborador de Augusto). Pero su acción
más tristemente célebre fue la del homicidio del propio emperador.
Ya Augusto contaba setenta y seis años. Había adoptado a Tiberio y,
casi a regañadientes (ante la ausencia de mejores opciones, gracias a
los oficios de Livia), lo había nombrado su sucesor. Pero apareció en
el panorama otro potencial heredero: Germánico, el hermano mayor
de Claudio. Igual que Druso, su padre, el valiente Germánico tenía don
de mando y carisma; sus soldados lo adoraban. Sólo que era
demasiado joven. Livia olió el peligro: uno o dos años más, y sus
planes para Tiberio se hubieran venido abajo. Procedió entonces a
envenenar los frutos de la higuera que Augusto tenía en su jardín. El
emperador, que se satisfacía enormemente comiendo frutas y
vegetales, comió de los higos envenenados y cayó mortalmente
enfermo. Tiberio estaba asegurado.
Una anécdota final ilustra la personalidad de Augusto, en la que
predominaban los rasgos narcisísticos: a pocas horas del final,
rodeado de senadores y generales, el anciano pidió un espejo. Retocó
su rostro y sus cabellos, y les preguntó si había hecho bien su papel.
Le contestaron que sí, al unísono. “Entonces, aplaudid”, ordenó.
TIBERIO
De Tiberio se han escrito muchas falsedades. Lejos de ser el viejo
depravado de Tácito y Suetonio (que recogieron testimonios bastante
sesgados para escribir sus respectivas historias acerca del
emperador), un estudio documental más concienzudo nos muestra a
un hombre ahorrador, responsable en su desempeño y meticuloso en
cada una de sus acciones.
Su personalidad, si se revisa sin parcialidades lo narrado por Dión
Casio, Flavio Josefo, los propios Tácito y Suetonio, y aún Gregorio
Marañón, exhibe sobretodo marcados rasgos anales, entre paranoides
y obsesivos. El “resentimiento” en el que insiste Marañón es un
resultado tardío, un estadío final (marcado por la desilusión) en la
larga vida de Tiberio. En todo caso, habrá sido un resentido pero no un
perverso.
Destacan su sentido del orden y la disciplina, su capacidad de
inhibición y autocontrol (que muchos historiadores tildan de capacidad
de disimulo e hipocresía), y, sobretodo, su proverbial prudencia. Cada
acto de su vida fue, en efecto, el producto de la ponderación, del lento
ejercicio de ir sopesando los pros y los contras de cada situación. La
rumiación de las ideas, la insistencia en determinados temas, la
mismicidad aún en los asuntos más nimios y domésticos, nos
muestran una vez más un carácter anal, en todo el sentido de la
palabra.
Asimismo su estilo puntilloso y pesado, muchas veces petulante, y
siempre circunstancial. Como escritor, Tiberio fue mucho menos
brillante que Julio César, y aún que Claudio. Pero el hecho de haber
sido detallista hasta el extremo, y sumamente honesto (como revelan
sus numerosas cartas al Senado, o las publicaciones que hacía a
propósito de las finanzas del Imperio), le hicieron merecedor de la
estima de algunos. Varios historiadores coinciden en que escribió
fábulas, y uno que otro poema, pero se han perdido para siempre.
Suspicacia, misantropía, desconfianza y un altísimo sentido de la
lealtad se conjugaron, para desgracia de Tiberio y muchos de sus
coterráneos, en una elevada cantidad de penas de muerte por
procesos de lesa majestad. Esa fue la verdadera vileza de Tiberio.
Temía tanto por su vida, y desconfiaba tanto de sus compatriotas, que
veía conspiraciones y conjuras por doquier. Casi todos los juicios por
traición fueron causados por su aberrada imaginación. Muchos de los
condenados a muerte o a exilio fueron devotos seguidores, pero que
tuvieron la mala suerte de evitar la mirada o comportarse de manera
azorada o tímida delante del paranoide emperador.
Tan enfermiza era la actitud de Tiberio, que no confiaba ni en su
sombra, que un historiador relata cómo mandaba eliminar a quien le
sostenía la mirada, porque le parecía desafiante e irreverente (y, por
ende, capaz de una conspiración), y cómo del mismo modo procedía
si el sujeto se mostraba dócil y sumiso, porque le parecía que estaba
disimulando. Purga tras purga, el Senado y la aristocracia de Roma
se fueron debilitando durante su reinado. Corrió mucha sangre, pero
Tiberio jamás dejó de abrigar sospechas. Veía en cada sobreviviente a
un futuro traidor.
No sorprende entonces que hubiera terminado en una isla, y, al final,
encerrado en sí mismo. Sólo amó a tres personas: su hermano Druso
(padre de Claudio, aclamado general en Germania, que murió
infortunadamente a raíz de una caída de caballo en la flor de su
juventud), su primera esposa (Vipsania, de la que se vio obligado a
divorciarse por motivos políticos, dentro de la telaraña de intrigas tejida
por Livia) y su hijo, Druso (que a la sazón empezaba a perfilarse como
brillante jurista). Los perdió a los tres, y con cada golpe su corazón se
hizo más y más duro, y su espíritu más proclive a la melancolía.
Tras enterarse de que su mano derecha, Sejano (un hombre sin
escrúpulos, arribista, violento y codicioso), el jefe de la guardia
pretoriana, había envenenado a su hijo y pretendía suplantarlo, ideó
una venganza de tanta envergadura como ingenio. La planeó con
parsimonia y hasta en los más ínfimos detalles, como siempre, y
procedió implacablemente. El resultado: Sejano y su familia
masacrados, y miles de cadáveres por toda Roma (fueran opositores o
simples ciudadanos despistados y cogidos por sorpresa)
Su humor era agrio, oscuro. Al parecer sólo se reía por sarcasmo,
siendo su ánimo habitual el de tinte depresivo. Era poco dado a los
actos de generosidad. De hecho, su tacañería permitió acumular una
enorme cantidad de dinero en las arcas imperiales (paradójicamente,
Calígula se encargó de despilfarrarlo en menos de dos años). Tan
poca capacidad de expresar estimación o gratitud hacia el prójimo
encuentra fiel reflejo en una anécdota relatada por Suetonio: en una
ocasión, un pescador lo asustó al presentarse inesperadamente ante
él con una langosta. El césar, en vez de agradecer el obsequio, mandó
a que le rasparan con la misma langosta el rostro al pobre diablo.
Las bacanales imaginadas por sus opositores, las supuestas
depravaciones a las que el anciano daba rienda suelta en Capri, los
baños entre jovencitos desnudos de ambos sexos esparcidos como
rumores por sus enemigos (y recogidos gustosamente por los
historiadores de la tradición, muchos de ellos descendientes de
romanos perjudicados por las purgas de Tiberio) son muy
seguramente calumnias. Varios investigadores modernos han
mostrado la incongruencia entre esas supuestas orgías (que describen
casi con fruición sus biógrafos) y el hecho de que su sobrino Calígula,
que vivía con él largas temporadas, buscara satisfacer su deseo
sexual afuera de la mansión imperial, entre los isleños. Tiberio no
tenía procaces doncellas ni hermosos mancebos, y su casa no estaba
llena de bacantes o mujeres de vida disoluta. Era un misántropo. Un
solitario. Un depresivo crónico (distímico o proclive a las depresiones
recurrentes, o ambas cosas, lo cual nos daría varios momentos de
depresión doble a lo largo de su vida, agravados por sus duelos arriba
mencionados), con un carácter de estructura obsesiva y
funcionamiento paranoide.
Los que sí abundaron en su guarida de Capri fueron astrólogos,
adivinos, magos y nigromantes. Uno de ellos, Trasilo, se convirtió en
un cortesano permanente. Él mismo era aficionado a hacer
horóscopos y a realizar todo tipo de acciones adivinatorias. Conocía
en profundidad los misterios eleusinos y las tradiciones esotéricas de
Oriente, así como las ciencias ocultas de los pueblos fenicios y
caldeos. Era, como Augusto, bastante supersticioso. Por paranoia o
por dicha afición, o por ambas, Tiberio solía hacer de centinela y se
quedaba hasta la madrugada, en uno de los montículos de la isla,
observando alternativamente el mar, la costa y las estrellas.
En sus años finales Tiberio fue una figura casi fantasmagórica,
resentida y cargada de rencor. Despreocupado casi por completo de
las funciones de gobierno (pero, gracias a su excelente trabajo previo,
consciente de que las instituciones y los funcionarios del Imperio
seguían funcionando como una máquina bien aceitada), firmando
condenas sin interesarse en leer los sumarios, encontró su fin en
manos de Macrón, el nuevo jefe de la guardia pretoriana (amigo
interesado de Calígula, más deshonesto y sangriento aún que Sejano).
El anciano de setenta y ocho años, aquejado de una neumonía,
estaba guardando cama cuando Macrón, obedeciendo las órdenes de
Calígula (algunos sugieren que el propio Calígula también intervino
directamente en el hecho), lo asfixió con unas sábanas.
CALÍGULA
Sin que llegue a ser una justificación de sus actos malévolos, la
patología mental de Calígula debe ser tenida en cuenta para entender
lo estrafalario y errático de su conducta, y su pésimo gobierno.
Calígula, hijo de Germánico, tuvo epilepsia y durante su reinado
mostró episodios que bien pudieran catalogarse de maniacos, con
ideas de grandeza delirantes, alucinaciones visuales y auditivas,
ánimo exaltado (en ocasiones eufórico y en otras irritable),
heteroagresión, inquietud psicomotora, insomnio y logorrea.
Además hay que tener en cuenta que este atormentado engendro tuvo
que presenciar el envenenamiento de su padre mientras servía de
gobernador en Siria, el destierro de su madre y sus hermanos, y la
sordidez del reinado de Tiberio. Es más, tuvo que hacer acopio de una
enorme capacidad de disimulo para no enojarse en presencia de éste,
que al parecer lo sometía a distintas vejaciones, y que era el
responsable directo de la caída en desgracia de sus hermanos.
El resultado: un césar que en varias ocasiones confundió realidad con
fantasía, inestable e impredecible, que durante su corto reinado puso
todo de cabeza. Dión Casio, Juvenal, Tácito y Suetonio recogieron
algunas de sus calaveradas: sus salidas nocturnas (en busca de
prostitutas o de víctimas a las cuales atracar), su gusto por travestirse,
sus numerosas payasadas, incluso su firme propósito de nombrar
cónsul a su caballo. También narran sus amores incestuosos con sus
hermanas, en especial con Drusila (su favorita). Y sus baladronadas
tan indecorosas como inmorales, como violar a las esposas de sus
invitados o hacer prostituir a las hijas de los senadores
(acondicionando el palacio imperial como burdel).
Pero lo más escalofriante lo constituyó su tendencia a sentenciar a
muerte por simple divertimiento. Ni siquiera Tiberio llegó tan lejos. El
reinado de Calígula fue, literalmente, el reinado del Terror. Nadie
estaba a salvo. Con semejante escenario (un gobernante sumamente
trastornado, que mandaba matar por placer; un Imperio en el que la
fuerza se imponía a la misma legalidad; una economía debilitada; un
Senado cada vez más diezmado) cabía esperarse un complot. Y
ocurrió.
Algunos investigadores han intentado profundizar en las
excentricidades de Calígula. Más allá de lo meramente pintoresco, y
más allá de lo achacable a la condición psiquiátrica de este césar, se
deja ver cierto intento de monarquía estilo oriental: Calígula pretendía
ser adorado como deidad en vida, y seguramente buscaba un poder
aún mayor que el logrado por su dinastía, ignorando completamente
las instituciones legalmente constituidas y una larga tradición. Tal vez
le hubiera ido bien en otra época, y en otro lugar: el Egipto faraónico,
la Judea de Herodes el Grande, la Persia de Ciro.
La muerte de Calígula, que puso en el poder a su tío Claudio (algo
impensable sólo una década antes), no puso fin a los males de Roma.
Pero su breve gobierno sacó a relucir lo peor del sistema: tanto poder
concentrado en una sola persona es algo sumamente peligroso. El
imperio exige unas enormes cualidades al emperador, y la verdad es
que ni aún las personas más virtuosas son capaces de actuar de
manera ecuánime, en todas las circunstancias, con semejante poder a
cuestas. Mucho menos sujetos tan enfermos como Calígula.
CLAUDIO
El hombre al que creyeron estúpido resultó ser un emperador sensato,
trabajador y muy capaz. Las causas de la minusvaloración de
Claudio, desde que era un niño, fueron múltiples: adolecía una leve
cojera y en su época se despreciaba a quien tuviera defectos físicos
(algo en lo que al parecer coincidieron griegos y romanos); tenía como
puntos de comparación al interior de su familia nuclear a dos hombres
atléticos y de carácter decidido (Druso y Germánico) que contrastaban
con su naturaleza tímida y enclenque; su madre, Antonia, siempre lo
consideró una carga y se burló de él en público en muchas ocasiones
(solía decir de las personas con poco seso que eran más tontas que
su hijo Claudio); padecía además una dolencia neurológica cuya
sintomatología hace pensar en un síndrome de Gilles de la Tourette.
La tradición atribuye a su maestro, el historiador Tito Livio, un consejo
que le salvaría la vida en ese mundo de intrigas y sangre que era la
familia de Augusto: exagerar su cojera y simular lentitud de
pensamiento. Esto, añadido a su personalidad introvertida y su
dificultad para hablar (más notoria aún en las numerosas situaciones
estresantes a las que fue sometido desde muy pequeño), lo hizo pasar
por idiota. Livia jamás se molestó en envenenarlo; Tiberio lo trató
siempre como a un retardado mental y Calígula le perdonó la vida en
varias ocasiones sólo para mantenerlo como payaso de la corte.
Pero el joven Claudio, que era tartamudo y tenía una voz débil, sabía
observar, escuchar y escribir. Y como tuvo la oportunidad de conocer
directamente a los protagonistas de esa tragedia griega que fue la
dinastía Julio-Claudia, redactó dos libros interesantes sobre el reinado
de Augusto: en uno abordaba los días finales de la República y la
guerra civil entre su abuelo adoptivo y Marco Antonio, en el otro
narraba las acciones de Augusto como emperador (de manera menos
idealizada y menos propagandística que las Res Gestae redactadas
por el propio Augusto). Dichos libros fueron revisados por Plinio y
Suetonio, pero se perdieron alrededor del siglo IV d.C. y aún no se han
encontrado.
Y, como atento observador, actuó prudentemente bajo el reinado
paranoide de Tiberio, alejándose de la vida pública para no despertar
ninguna sospecha. De esta época es otro libro suyo sobre las guerras
púnicas y un tratado sobre el juego de dados, del que era un
aficionado (desgraciadamente, tampoco ha llegado hasta nosotros);
con su sobrino Calígula en el poder soportó cada humillación con
paciencia, acaso intuyendo su pronto final. Al respecto, algunos
autores han sugerido que posiblemente estuvo al tanto del complot
contra Calígula y que, hastiado ya de tantas degradaciones (en una
ocasión hasta fue lanzado por éste a un río), no hizo nada para
impedirlo o incluso llegó a facilitarlo.
Carente de la valentía de Julio César, jamás se atrevió a liderar
grandes empresas militares por sí mismo, pero sí fue lo
suficientemente inteligente como para escoger muy bien a sus
generales: así logró extender el terreno del Imperio, al conquistar
Britania (algo que el propio Julio César había intentado sin éxito
décadas antes). Tampoco tenía el carisma de Augusto, pero zanjó con
éxito el asunto dando al pueblo “pan y circo” (por lo que siempre contó
con una alta aprobación entre sus gobernados). De otro lado,
compartía el talante obsesivo con su tío Tiberio, aunque en menor
grado: sus cartas, edictos y discursos abundan en detalles, pero no
son tan circunstanciales.
Consciente de que su reinado estaba siempre en la mira (había
llegado al poder casi que por casualidad, aclamado por la guardia
pretoriana y sin la aquiescencia del Senado, por el simple hecho de
ser el único sobreviviente de la dinastía imperial tras el baño de sangre
que siguió al asesinato de Calígula), buscó pasar a la Historia como un
líder laborioso. Y lo logró: tanto Roma como las ciudades de las
provincias (como su natal Lyon) vieron aún más actividad (en
construcción y reparación de acueductos, vías y edificios) que durante
los años dorados de Augusto.
Dos vicios, sin embargo, mancharon la dignidad de Claudio: lujuria y
glotonería. El primero hizo de él un hombre rastrero en ocasiones
(llegó a hacer amistad con prostitutas y mujeres de baja estofa), y el
segundo, además de conferirle una naturaleza rechoncha (en la que
contrastaba su estructura ósea, más bien escuálida, con su notorio
abdomen), lo precipitó a la muerte. ¿Cómo es esto? Caben dos
posibilidades para explicar su deceso: o su última esposa, Agripina (la
madre de Nerón) le envenenó un suculento plato de setas (la versión
tradicional), o murió de muerte natural, por infarto de miocardio, tras
una copiosa comida.
De su carácter lascivo también derivó otra dificultad: era fácilmente
manejable por las mujeres hermosas, en especial por las que
desposó. La más conocida de estas trepadoras fue su tercera esposa,
Mesalina, de proverbial belleza: una adolescente caprichosa, egoísta y
soberbia, que aprovechó su posición de emperatriz para eliminar o
exiliar a sus rivales (algunas de ellas, pobres mujeres cuyo único
pecado era el de disputar con ella en hermosura; otros, honorables
caballeros que se habían resistido a cometer adulterio con ella).
Mesalina hacía inclinar el parecer de Claudio hacia las sentencias más
drásticas en los juicios contra dichos personajes. Así, un emperador
que por sí mismo y en su sano juicio destacaba por sus atinadas
decisiones y su sentido de la justicia, cometió en ocasiones
verdaderos atropellos contra la ciudadanía. Las sentencias contra
Décimo Valerio Asiático (ex cónsul, había acompañado a Claudio en
su campaña de Britania), Cneo Pompeyo Magno, Julia Livila, Julio
Silano (ex gobernador de Hispania), Rufrio Polonio y Catonio Justo
(este último, sólo porque denunció públicamente las escandalosas
infidelidades de la emperatriz) empañaron la labor de Claudio.
Procedió brutalmente con ellos sólo para satisfacer los caprichos de
Mesalina.
A Mesalina se le puede tildar de ninfómana, o de bipolar (si uno se
llegara explicar su exagerada libido, sus conductas de derroche y sus
actos impulsivos como consecuencias de episodios hipomaniacos). No
satisfecha con sus múltiples amantes, entre los que se encontraban
caballeros, senadores, plebeyos y hombres pertenecientes a una clase
emergente de artistas y actores(como Mnéster), solía prostituirse
saliendo vestida de incógnita a las calles de Roma, usando el falso
nombre de Licisca. En cierta oportunidad desafió a la ramera más
famosa de la ciudad a un singular concurso: se trataba de ver cuál de
ellas resistiría más clientes en una noche. Y ganó la competencia, con
más de una treintena.
Cansado ya de los comentarios, y quizás asesorado por algunos de
sus cortesanos, Claudio se decidió a ordenar su muerte. El cornudo
procedió con premeditación y parsimonia, haciéndole creer a Mesalina
que aún sucumbía a sus encantos, y permitiéndole el divorcio para
que pudiera casarse con Cayo Silio. Mesalina, ni corta ni perezosa,
celebró el matrimonio con celeridad, pues se trataba de un hombre
famoso por su belleza al que amaba locamente. Ipso facto, los dos
fueron hechos prisioneros con el argumento de que pretendían realizar
un golpe de Estado y formar una nueva dinastía. De ahí a la
eliminación de ambos sólo transcurrieron unas horas.
En sus últimos años de gobierno Claudio pudo al fin superar el
problema de los períodos de escasez de alimentos en Roma,
construyendo el puerto de Ostia. Asimismo, se dio a la tarea de
legislar favorablemente para los ciudadanos de las provincias.
Emprendió una extensa autobiografía (conocida por Suetonio, aunque
tildada por éste de estar cargada de datos irrelevantes), de la que sólo
se ha conservado una que otra anécdota, y de la que se han hecho
recreaciones magistrales como la del historiador y escritor Robert
Greaves en Yo, Claudio.
NERÓN
Por envenenamiento o por infarto, la muerte de Claudio cuando éste
contaba sesenta y cuatro años desencadenó el ascenso de Nerón al
gobierno. Agripina, tan inmoral como Mesalina pero mucho más
prudente, había sabido encubrir sus infidelidades a Claudio (entre
ellas, un sórdido romance con Palas, uno de los consejeros del
emperador) y había representado la farsa de “buena esposa” en todos
los actos públicos. Pero casi todos sus actos estuvieron encaminados
hacia la designación de Nerón como heredero. Así, la última esposa
de Claudio consiguió que el césar prefiriese a su hijo adoptivo en
detrimento de Británico, producto de su unión con Mesalina.
Juvenal, Tácito y Suetonio se muestran firmes a la hora de achacar a
Agripina la muerte de Claudio. Tácito, el más minucioso al respecto,
señala que a Agripina la asustó el escuchar a Claudio, en una de sus
borracheras y ahíto por la copiosa comida, decir que pensaba revocar
los privilegios de Nerón y sentar en el trono a Británico tan pronto éste
cumpliera la mayoría de edad. Procedió entonces a eliminar al
cortesano más leal a Claudio, un liberto llamado Narciso, encargado
de manejar todos los documentos imperiales y las cartas personales
del emperador. Acto seguido, según Tácito envenenó a Claudio en
uno de sus banquetes. De nuevo según Tácito, Claudio fue presa de
un fuerte dolor abdominal y sufrió espantosamente, pero no murió, por
lo que Agripina ordenó a uno de sus médicos que lo envenenara de
nuevo mientras lo atendía.
Mientras se mantuvo en secreto la muerte de Claudio, Agripina y sus
secuaces (entre los que se hallaban el cortesano Palas y el senador
Séneca) procedieron a quemar toda su correspondencia y todos los
documentos en los cuales pudiera hacerse alguna referencia a
Británico como posible sucesor. A éste se le prohibió acercarse al
cadáver de su padre, y se le escondió del público. Después, y con un
discurso y un programa de gobierno con toda seguridad redactados
por Séneca, Nerón, al fin, hizo pública la muerte de su padre adoptivo
se proclamó emperador de los romanos.
Lo anterior fue bastante elocuente. El césar ya no fue aclamado por el
pueblo y el Senado, como en los tiempos de Julio César o Augusto;
tampoco se dirigió al Senado para hacer la comparsa de que el
Legislativo aún tenía facultades, como hicieron Tiberio y Calígula; ni
siquiera fue impuesto por la guardia pretoriana, como sucedió con
Claudio. Simple y llanamente, Nerón asumió su cargo y empezó a
gobernar, demostrando que la República ya no era más que un difuso
recuerdo.
Obviamente hubo senadores que se molestaron por el asunto. Como
el carácter soberbio de Nerón y Agripina eran un obstáculo para el
entendimiento, fue Séneca el que estableció el puente entre el
emperador y sus colegas. El nuevo césar, mientras tanto, procedió a
envenenar a Británico. El desafortunado muchacho tenía habilidad
para el canto (lo único que le quedaba de su vida anterior); Nerón, que
también tenía buena voz, disfrutó viéndolo perecer, entre convulsiones
y gemidos, en pleno banquete. Los historiadores señalan que la dosis
de veneno fue tan excesiva que el cadáver de Británico delataba por sí
mismo la vil conducta de su hermanastro. Fue enterrado deprisa. El
emperador ya no tuvo rival, por el momento, a la hora de cantar o
declamar. Nerón mostró así una de las facetas que lo acompañarían a
lo largo de la vida: su narcisismo patológico.
En los siguientes años, Nerón siguió eliminando a poetas y oradores
que pudieran opacarlo. Era un poetastro, y un escritor bastante flojo,
pero en su megalomanía hizo arreglar concursos literarios en los que
el jurado, amenazado y/o sobornado, declaraba que el césar era el
ganador. Igual que Calígula, obligaba a sus cortesanos a verlo actuar
o declamar sus bazofias. Se hacía aplaudir dondequiera que iba,
manteniendo siempre un corrillo de aduladores a sueldo.
Poco a poco empezó a alejarse de la tutela de Séneca y Burro, y a
afirmarse en su carácter autocrático. Enfrentado cada vez más
abiertamente con la aristocracia romana, y después de haber
ordenado la muerte de Agripina, empezó a ejercer el poder de manera
tiránica e inmisericorde. Empezó a ver, como Tiberio, conspiradores
en todas partes. Su paranoia fue aumentando en la medida en que se
hizo cada vez más odiado por caballeros y senadores. La lista de
condenados a muerte aumentó con velocidad vertiginosa. Entre sus
víctimas se hallaron: Marco Anneo Lucano (poeta y crítico de su
despótico estilo de gobierno), Fausto Cornelio Sila, Lucio Antistio Veto
(que, en efecto, urdió un plan para derrocarlo), Rubelio Plauto, Octavia
(su ex esposa, a la que, después de amarrársele con grilletes, se le
cortaron las venas de los miembros y se le asfixió en un baño
hirviendo).
Después envenenó a Burro, el prefecto de la guardia pretoriana
(aunque algunas fuentes señalan los síntomas de un posible cáncer
de garganta). Séneca, su antiguo tutor, cansado ya de amonestarlo en
vano, se retiró de la política y se dedicó de lleno a sus estudios
filosóficos. No le serviría de mucho. El exaltado Nerón ordenó su
muerte. Así fue como, alrededor del 65 d.C., el emperador logró lo que
Calígula había buscado: ser un monarca estilo oriental, un completo
autócrata, sin límites.
Otro de sus aspectos más oscuros lo constituyó el encarnizamiento
con una nueva secta, nacida al interior del judaísmo pero que se
estaba configurando como una nueva religión: el cristianismo. Los
seguidores de un tal Joshua (Jesús), llamado el Cristo, ya habían
intrigado a Claudio. Como se extendían rápidamente (en especial
gracias a los buenos oficios de sus apóstoles, como un ciudadano
romano recientemente convertido, Pablo de Tarso), pronto los
cristianos empezaron a ser los chivos expiatorios de todos los males
romanos: la desaceleración económica, el aumento en la delincuencia,
los reveses en la política interior y exterior. Además, como realizaban
ritos ajenos a la tradición de la religión oficial y eran monoteístas,
fueron vistos como brujos por la plebe ignorante.
Nerón hizo crucificar, quemar o perecer en el circo (despedazados por
las fieras, para divertimento suyo y de sus súbditos) a miles de
cristianos. Se desató así la primera oleada de mártires dentro de la
Iglesia. Este hecho nos ayuda a entender por qué en muchos textos
cristianos de la época aparece este emperador como la mismísima
personificación del Anticristo. Asimismo, hace comprensible las duras
críticas (a veces exageradas) que muchos intelectuales europeos han
hecho tradicionalmente a Nerón, y los retratos distorsionados que
muchos escritores (recordemos el inmortal Quo Vadis? de Sienkewicz)
nos ofrecen de él. Es cierto que fue malo, pero no un monstruo.
La verdad es que Nerón no fue peor que Calígula. Pero a diferencia de
este último, que sólo expolió con impuestos a los patricios, Nerón
cometió el error de exigir tributos a todos los romanos (mientras
continuaba su política de exiliar, inducir al suicidio o asesinar a
ciudadanos ricos para apoderarse de sus propiedades). Por eso se
hizo odiar del pueblo. El fracaso económico y las rebeliones en
Britania y en las fronteras orientales del Imperio empeoraron aún más
su situación.
Para rematar, los enormes gastos que implicó la reconstrucción de
Roma (arrasada por un incendio que tardó nueve días en ser
controlado), y los rumores que se difundieron a propósito, terminaron
por dar al traste con la imagen pública de Nerón. El fuego,
enseñoreado de la ciudad, consumió once de sus catorce distritos.
Hoy en día se sabe que el incendio no fue provocado por Nerón, y que
la versión tradicional (la del emperador completamente enloquecido,
tocando la lira y recitando sus poemas mientras contemplaba con
deleite la hecatombe) es una calumnia.
Nerón ni siquiera se hallaba en la ciudad. Tampoco disfrutó con la
noticia; es más, se mostró visiblemente preocupado y retornó
rápidamente de Anzio. Dirigió personalmente los trabajos
encaminados a extinguir el fuego, dio refugio a los que quedaron sin
techo y trató de bajar el precio del trigo. Ante lo desesperado de la
situación, donó de sus fondos personales cuanto pudo para rehacer
Roma. Bajo la dirección de los arquitectos Severo y Céler la urbe se
reconstruyó respetando un plan más salubre y menos proclive a
nuevos incendios (por ejemplo, evitando el apiñamiento de las casas).
Pero la tarea exigió ingentes gastos, lo cual implicó, a la larga, más
impuestos.
Los habitantes de Roma se enfurecieron más aún cuando Nerón
destinó buena parte de lo recaudado a la construcción de un nuevo
palacio imperial, la Domus Aurea, un gigantesco complejo en los
terrenos del Celio y el Esquilino, con parques, lagos, fuentes, bosques,
piscinas alimentadas por las aguas del mar, pórticos y estatuas del
emperador representado como Júpiter o como el dios Helios (el Sol).
Perlas, nácar, piedras preciosas, oro y marfil estaban en todas partes.
El lujo era imperdonable para el estado general de las cosas.
Molesto por los rumores que le atribuían el incendio, Nerón se
desquitó con los cristianos, a los que culpó de manera arbitraria.
Actualmente se sabe que el fuego empezó en la parte del circo
cercana a los montes Palatino y Celio, y que algunos ciudadanos, para
aprovecharse de la situación y hacerse al saqueo, se encargaron de
propagarlo maliciosamente. Pero cansado de ser el centro de la
calumnia, Nerón desplegó su ira contra los seguidores de Jesucristo
con toda la brutalidad que le permitió su personalidad desconsiderada
y sangrienta. Pedro, el primer Papa, y Pablo de Tarso, fueron dos de
sus muchas víctimas.
Al final de su reinado, Nerón se degeneró completamente. Asesinó a
Popea, su segunda esposa, golpeándola brutalmente. Experimentó
con las relaciones homosexuales usando mancebos (los más
conocidos era Esporo, al que disfrazaba a veces de mujer, y Doríforo,
del que se dejaba penetrar) y al parecer se entregó a depravaciones
tales como penetrar y ser penetrado al mismo tiempo, o disfrazarse de
felino y morder los genitales de hombres y mujeres que hacía atar. A
veces se acostaba al mismo tiempo con Esporo y Calvia Crispinila,
una mujer famosa por su fogosidad.
Decidido a eliminar completamente la clase senatorial para mantener
su autocracia tiránica, organizó una especie de cuerpo de espionaje a
cuya cabeza estuvo Tigelino, un hombre abyecto. Cayeron varones
ilustres, como los abogados Casio Longino y Lucio Juno Silano; dignas
matronas, como Sextia y Polita; comerciantes como Mela (hermano de
Séneca) y cortesanos como Rufrio Crispino y Anicio Cerial. También
acabó con un filósofo estoico que criticaba su vida licenciosa y su
despotismo, Trasea Peto. Pero el homicidio más llamativo fue el de su
íntimo amigo, Árbitro.
Cayo Petronio Árbitro era un epicureísta refinado, juez máximo de la
elegancia y el buen gusto, a quien Nerón y su corte consultaban cada
vez que querían juzgar lo adecuado o inadecuado de un traje, un libro
o una obra musical. Árbitro respondió a su orden de ejecución de
manera acorde con su trayectoria vital: quebró un costoso vaso que
Nerón codiciaba, dio a conocer depravaciones y otros secretos de
alcoba del emperador, y, después de enviarle al propio Nerón una
carta recordándole su escaso talento literario y su fealdad física y
moral, se cortó las venas en un banquete. Murió entre alegres cantos,
rodeado de sus amigos. Cuentan que Nerón, al leer la carta de Árbitro,
fue presa de un ataque de ira como nunca antes se le había visto.
A los problemas económicos y políticos se añadió el clamor popular en
contra de sus fastuosas cenas mientras muchos de sus gobernados
enfermaban y morían de hambre, el fracaso de su reforma monetaria
(pues la baja del valor real de las monedas de oro y plata, aureum y
denarius respectivamente, repercutió en el alza de los precios y la
inflación) y su bestial presión fiscal (que había pasado de los
impuestos elevados a las confiscaciones). Pero el detonante de su
caída fue un pomposo viaje a Grecia.
Dicho viaje mostró a un emperador completamente psicótico. Nerón
pretendía vencer en todas las competencias de los juegos Olímpicos
(!), lo cual terminó con un bochornoso incidente en las carreras de
carros: el césar acabó mordiendo la arena del estadio. No obstante, y
sin terminar legalmente la carrera, fue proclamado vencedor. En su
psicosis, restó importancia a las noticias que recibió de Judea (había
estallado una grave rebelión) e hizo suicidar a su mejor general,
Domicio Corbulón. En concursos amañados de oratoria y canto, venció
a todos sus rivales (los jueces que osaron resistirse terminaron
muertos) y acumuló 1808 coronas.
Agradecido con el pueblo griego, proclamó su independencia (Grecia
había sido anexada y convertida en provincia romana en el 146 a.C.)
en Corinto. Esto fue tal vez su único acto relevante en política exterior.
A diferencia de Claudio, Nerón jamás estuvo interesado en las
provincias. Mientras tanto, en Roma, el pueblo sólo sentía un profundo
resentimiento hacia quien malgastaba lo escaso de los fondos
estatales en un viaje sin más intención que exaltarse a sí mismo. Llegó
a faltar trigo hasta para la población acomodada. En la Galia
Lugdunense, Cayo Julio Víndex se sublevó. El reino de Armenia se
perdió, pasando a manos de los partos.
En Palestina y Judea, la rebelión de los zelotes puso en apuros al
dominio romano. La pésima gestión del procurador Gesio Floro (que
confiscó los tesoros del Templo de Salomón) provocó, entre otras
cosas, que una airada muchedumbre aplastara la guarnición romana
en Jerusalén. Sólo la guerra librada por Tito Flavio Vespasiano (futuro
emperador), con tres legiones respaldándolo, sometió a judíos y
cristianos.
Aunque la sublevación de Víndex fue reprimida en el 68 d.C., apareció
otra, comandada por Servio Sulpicio Galba (un anciano adusto, rígido
y austero, indignado por la angustiosa situación del Imperio), a la que
se adhirieron Salvio Otón (ex amigo de Nerón, a quien éste le quitó su
esposa, la hermosa Popea, posteriormente muerta por Nerón tras una
golpiza) y Aulo Cecina Alieno. Por su cuenta, Claudio Macro también
se rebeló en África.
La operística, extravagante y estúpida respuesta de Nerón nos da una
muestra de su completo extravío mental: a combatir las legiones
hispánicas de Galba llevó un ejército reclutado a última hora, con
carros para el transporte de numerosos instrumentos musicales y de
mujeres (muchas de ellas concubinas suyas, y todas ellas sin ninguna
preparación militar) armadas con hachas y escudos. Poco a poco, sus
colaboradores lo dejaron solo: Tigelino se esfumó, Verginio Rufo
terminó aliándose con Galba y Ninfidio Sabino, jefe de la guardia
pretoriana, salvó su cuello negociando con el Senado (que ya
respaldaba a Galba).
El 8 de junio del 68 d.C. los senadores de Roma proclamaron
emperador a Galba y condenaron a muerte a Nerón. Por la narración
de Suetonio conocemos que éste, desconcertado, había imaginado
todo tipo de alternativas para evadir el veredicto (entre ellas, arrojarse
a los pies de Galba y solicitarle que le permitiera ganarse la vida como
citarista), cuando al fin, vencido por el sueño, había dormido unas
pocas horas. Poco después de media noche, de nuevo según
Suetonio, había despertado sobresaltado, comprobando que hasta su
escolta lo había abandonado (llevándose incluso algunos de sus
artículos personales).
Al parecer, su liberto Faón le ofreció esconderse en su villa (ubicada a
unos seis kilómetros de Roma). A ella se encaminó Nerón,
acompañado por sus amantes Esporo (travestido) y Epafrodito, y a lo
lejos pudo escuchar el griterío de los soldados maldiciéndole mientras
vitoreaban a Galba. Andaba descalzo y vestido con una túnica raída.
Ya en la villa, y tras leer una nota del Senado en la que se condenada
a morir “según las leyes antiguas” (azotado y desnudo, con el cuello
aprisionado por un yugo), se quitó la vida el 9 de junio, clavándose un
puñal en la garganta. Según la tradición, las últimas palabras del
trastornado fueron: “¡Qué gran artista muere conmigo!”.
*Médico Psiquiatra, Historiador, Escritor, Estudiante de Filosofía
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Agradezco además la colaboración de mi esposa, Ana Ximena Murillo,
del profesor Lucas Vertelli y del doctor Gustavo Adolfo Zambrano.