Download ESTUDIO-SOBRE-LOS-SEIS-EMPERADORES-DE-LA
Document related concepts
Transcript
ESTUDIO PSICOLÓGICO SOBRE LOS CÉSARES DE LA DINASTÍA JULIO-CLAUDIA David Alberto Campos Vargas* JULIO CÉSAR Difícilmente se encuentra un carácter tan determinado como el de Julio César. Decidido hasta en las situaciones más desfavorables en el campo de batalla (lo cual lo salvó en varias ocasiones, luchando en las Galias), audaz, con una ambición sin límites. Tenía el carisma y la valentía de su ídolo, Alejandro el Grande (con quien frecuentemente se comparaba), y algo más: una capacidad de organización formidable. Por eso su legado perduró. Aunque para la historiografía clásica no fue un emperador propiamente dicho, los autores contemporáneos lo ubican a él, y no a Augusto, como el primero de la dinastía Julio-Claudia. Y tienen razón. No sólo su nombre, César, fue el concentrado simbólico del poder centralizado y casi omnímodo del que gozaron sus sucesores al mando del Imperio Romano (abarcando los conceptos de princeps, “el primero de los ciudadanos romanos”, de imperator en el campo militar, de dictator en el terreno político), sino que sentó un precedente para que otras naciones nominaran a sus líderes o reyes (káiser , zar, etcétera). Y es que Julio César fue único. Por eso le quedaba corto el título de rex (rey): los primeros monarcas romanos (y aún los griegos y macedonios, con excepción de Alejandro Magno) languidecen a su lado. Rómulo ni siquiera fue dueño de Italia, por ejemplo. Cada ciudad o pequeño país tenía su reyezuelo. Pero sólo hubo un césar cuando apareció él, el César. ¿Cómo pudo llegar tan lejos? No sólo hay que buscar las causas en sus aptitudes como militar, ni en su carisma político. Tampoco hay que achacarle solamente al declive de la República o al debilitamiento del Senado (que aún contaba con formidables integrantes, como Marco Tulio Cicerón) el surgimiento tan colosal de su figura. Ni siquiera al grueso apoyo popular con el que contaba (pues Julio César era, o al menos aparentaba ser, abanderado de los derechos de la plebe sometida por la rancia aristocracia de patricios romanos), pues personajes como Lucio Sila, protectores del status quo republicano, tradicional y jerárquico, ya habían mostrado cómo se podía sofocar la plebe por medio de las armas. Es más, muchas veces los propios senadores (pertenecientes a la clase acomodada y terrateniente) habían asesinado a defensores de los derechos de los oprimidos (como los hermanos Graco, tribunos del pueblo que intentaron sin éxito reformas agrarias y sociales de largo alcance). No. Hay que entender el temperamento y la conducta de Julio César para explicarse de manera más completa su meteórico ascenso, su sacrificio y su influencia. Estaba siempre en competencia, y no sólo con sus coetáneos, sino con otros personajes ilustres, tanto romanos como extranjeros, y tanto del pasado reciente (Sila, Mario, Cicerón, Pompeyo) como del remoto. Emulaba con particular obsesión con Alejandro el Grande. En cierta ocasión comentó amargamente que, en su treintena, no había hecho ni la mitad de lo que el famoso discípulo de Aristóteles. Era aficionado a leer Historia y, en su afán de igualar o superar las proezas de otros, se exponía en ocasiones a grandes riesgos. Además de su enorme fuerza de voluntad, Julio César contaba con un vigor físico y una resistencia proverbiales. Una mente siempre en acción, en un cuerpo fuerte, atlético. Las esculturas que de él se conservan nos muestran una frente despejada, con arcos ciliares notorios y músculos permanentemente contraídos, mirada inteligente y rasgos no exentos de gracia y nobleza. Y se le describe como un hombre de cuerpo ejercitado, brazos musculosos y postura llena de garbo. Lo concordante para un hombre de sobrada autoconfianza, seguro de sus capacidades y decidido a todo. Algunos patricios envidiosos hicieron circular el rumor de una supuesta homosexualidad. Muchos de sus detractores en el Senado, como Catón, usaron este “argumento” para debilitar su imagen. Pero la investigación meticulosa revela todo lo contrario. Los alcances de Julio César en materia sexual (pues unía a su enorme vitalidad una lujuria mayúscula) sólo son equiparables a sus conquistas militares. No sólo amó apasionadamente a una de las mujeres más bellas del orbe en su tiempo, Cleopatra (con la que llegó a tener un hijo, posteriormente eliminado por Augusto para consolidarse en el imperio), sino también a muchas romanas. Algunas de estas amantes, irónicamente, fueron las esposas de senadores de la oposición. Decir que esta conducta fue simplemente el producto de una formación reactiva, además de apresurado, es un flagrante reduccionismo. Además, hubiera manifestado ya dicha supuesta homosexualidad latente en el cenit de su gloria, cuando su poder fue casi ilimitado (como sí lo hizo Calígula), y no fue así. Hasta el día de su muerte, el lascivo César sólo se satisfizo con las damas de la clase alta, que fácilmente caían en sus juegos de seducción: tales eran su discurso y su personalidad. A propósito de lo anterior, es de notar el carácter esnob de sus relaciones. Que se sepa, Julio César nunca amó a esclavas o a mujeres de la plebe a la que tanto decía representar. Sus amoríos le trajeron siempre ganancias políticas o económicas. Igual que su sucesor, Augusto, hizo de su habilidad como amante otra poderosa herramienta de persuasión política, para sellar alianzas o limar asperezas. Las esposas, hermanas, hijas o madres de estos senadores “díscolos”, atraídas por él, convencían a sus allegados de pasarse a su bando, o al menos de cesar de fustigarlo. El talento de Julio César como escritor es innegable. Sus páginas rebosan elegancia, brillo y vigor. La fuerza de su palabra es equiparable a la de su temperamento. Es una dicha que se haya conservado casi la totalidad de su producción. En ella vemos al luchador infatigable, al estratega, al que hubiera podido ser un “hombre de letras” si su ambición no lo hubiera empujado a ser un “hombre de Estado”. Me parece interesante que, en sus crónicas, se refiriera a sí mismo en tercera persona: una muestra de exquisita megalomanía, y de la plena conciencia que el primer césar tenía de su importancia. Escribe, en efecto, a sabiendas de que su historia era parte protagónica de la misma Historia. AUGUSTO Pocos han logrado hacer lo que Octavio Augusto: permanecer cinco décadas en el poder manteniendo la popularidad y desgastándose al mínimo. ¿Cómo entender el fenómeno? La personalidad de este emperador puede arrojarnos muchas luces: conciliador, unificador, pragmático y ecléctico hasta el tuétano. Por eso pudo mantener a raya a la aristocracia sin enemistarse con ella, desplegar su enorme narcisismo sin herir las susceptibilidades del Senado, disimular su egocentrismo tras una máscara de humildad, satisfacer su ambición personal sin molestar a otros grandes de su tiempo (como Lépido o Agripa), gobernar como monarca todopoderoso bajo la fachada de un republicanismo cada vez más abstracto. Augusto aprendió la lección de su tío y padre adoptivo, Julio César. Aquél, plenamente consciente de su superioridad intelectual y militar, jamás buscó granjearse el afecto de los senadores; gobernó como dictador y concentró el poder sin tratar de ocultarlo. Por eso terminó apuñalado. Nunca un hombre, por fuerte que sea, puede actuar solo. Los detalles de la muerte de Julio César nos muestran que luchó con ferocidad una vez se vio atacado (incluso usó su estilete, a falta de espada, para herir a uno de los conspiradores), pero el hombre que sometió las Galias y venció a Pompeyo no pudo, inerme, contra más de una veintena de senadores conjurados. Augusto, mucho menos diestro en las armas y con una contextura menos musculosa que César, jamás se expuso a una situación como esa. Con su lengua persuasiva, su don de gentes y su habilidad para negociar y encontrar soluciones de compromiso que satisficieran distintas facciones e intereses, no tuvo necesidad de luchar contra el Senado. Haciéndose pasar por hombre bonachón, incluso servil, terminó manejando a los senadores como un hábil titiritero. Es una lástima que se hayan perdido los dos libros de Claudio (su sobrino-nieto y también emperador) referentes a la historia de Augusto en la Guerra Civil (enfrentado con Marco Antonio, el esbirro de Julio César, también sediento de poder) y en la consolidación del Imperio. Suetonio, que sí alcanzó a consultarlos, refiere que el emperador Augusto buscó en su madurez, afanosamente, ocultar todos los vicios y actos indecorosos de su juventud, cuando aún se llamaba simplemente Octavio: una ambición desmedida, una conducta oportunista y sinuosa, una libido incontrolada y, sobretodo, una infinita doblez. Así fue como, aún adolescente, usó a su mentor en el Senado (el anciano Cicerón, ya abanderado de una realpolitik al constatar la decadencia de la República y el inminente cambio institucional que experimentaría Roma) para escalar rápidamente en la vida pública, y le pagó vendiéndolo a la ira de Marco Antonio (que se vengó de las Filípicas ciceronianas haciendo degollar al ex cónsul), sólo para hacer parte del Triunvirato. Y fue justamente el Triunvirato (una alianza non sancta entre los tres hombres más fuertes del Imperio, él, Marco Antonio y Lépido; imitación del formado por Julio César, Pompeyo y Craso años antes) lo que le permitió desplegar todo su oportunismo. A Lépido lo fue debilitando lentamente, sustrayéndole todo el poder militar y relegándolo al cargo de Pontifex Maximus (aunque eso sí, tuvo siempre la prudencia de mantenerlo ahí, sin eliminarlo, para proseguir con la mascarada de hombre democrático). A Marco Antonio le fue retirando paulatinamente su afecto, lo traicionó y lo denigró públicamente, aprovechando el amorío del general con Cleopatra: así fue como su rival quedó ridiculizado ante el pueblo, como una marioneta de la tirana egipcia, del que además inventó que había abandonado las costumbres y la religión romanas. Al final, y gracias a la pericia militar de Agripa, el futuro Augusto (aún un codicioso e inmoral Octavio), que se mareaba cuando iba en barco, venció en la batalla naval de Actium. Marco Antonio se suicidó, y Cleopatra, que esperaba seducirlo (ignorando que él amaba más el poder que la belleza, y que le tenía cierto odio a ella por haberse aliado a su archirrival), vio a Egipto anexionado a Roma y optó también por la muerte. La metamorfosis que vino luego fue tan sorprendente, aunque menos sublime, que la de San Agustín. El inescrupuloso, vengativo y ladino Octavio le dio paso al honorable, clemente y virtuoso Augusto. En lo que no cambió fue en su afición por el mando. Hecho ya con el poder (aunque disimulándolo, para no ganarse inquinas en el Senado), y haciéndose pasar por republicano, se hizo reelegir cónsul en varias ocasiones, conservó sus títulos de Princeps e Imperator, y les fue añadiendo otros: Augusto (que pasaría a ser su nombre), César (homenaje a su tío y padre putativo, y al mismo tiempo un nombre menos ofensivo que Rex para los senadores que aún creían en la desaparecida República) y, a la muerte de Lépido, Pontifex Maximus. Así, con mucho tacto, Augusto acumuló aún más influencia y riqueza que Julio César, y concentró en su persona los poderes militar, político y religioso. Lo bonito de la historia es que Augusto se desempeñó eficientemente. Su celo administrativo y su alto sentido del deber cívico le permitieron pasar a la posteridad como un gobernante sin igual. Muchos autores coinciden en señalarlo, junto a Trajano, Adriano y Marco Aurelio, como el César más sobresaliente y digno de su cargo en la larga historia del Imperio Romano. En algunas biografías se lee incluso de él que “fue el mejor de los emperadores”. El hecho es que le dio rienda suelta a su afición por la arquitectura y, literalmente, edificó una ciudad nueva. A él mismo le gustaba decir que había recibido “una Roma de ladrillo” y la había convertido en “una Roma de mármol”. No menor fue el cambio institucional y jurídico. Sus reformas dieron al traste con los vestigios que quedaban de la República, y configuraron un Imperio altamente centralizado, con una monarquía absoluta y apoyada cada vez más en el monopolio de la riqueza y el Ejército. El Senado aún conservó algo de su capacidad para legislar, pero ya subordinado al Ejecutivo. Y la religión se unió a la persona del emperador, lo cual explicaría lo fácil que fue divinizar a Julio César, y al propio Augusto (aunque éste, siempre tan prudente, dijo que sólo lo permitiría después de muerto…cuando ya en su vejez se le veneraba con devoción en los hogares romanos). También explicaría el descrédito y la caída de la propia religión romana, años más tarde, y el rápido ascenso del Cristianismo: la gente prefirió creer en Jesucristo, que no en Calígula o Nerón. La megalomanía de Augusto lo llevó a convertirse, en cierto sentido, hasta en dueño del Tiempo. Reformó el calendario, introdujo fiestas para conmemorar momentos clave de su carrera y se hizo dar un mes, Agosto. Por supuesto, a su admirado Julio César también le dio su mes (años más tarde, el más humilde emperador Tiberio se burló de esa ridiculez y prohibió expresamente, por ley, que el nombre de otro fuera a figurar en las calendas). Era engreído pero simulaba modestia, era dueño de una inmensa fortuna pero se presentaba ante el público vestido pobremente y se hacía representar descalzo, era el todopoderoso pero aparentaba que oía los consejos de sus cortesanos y de los senadores. He ahí su gran éxito como estadista. Otro rasgo suyo fue el de saber hacer amigos, y de los buenos: además del ya mencionado Agripa, que después de servirle como comandante del Ejército fue su hombre de confianza en la dirección de obras públicas, contó con la ayuda de Mecenas (inmensamente rico, patrocinador y protector de artistas), quien además de consejero le sirvió como una especie de Ministro del Interior, y de Estatilio Tauro, eficaz colaborador. Y también cultivó la amistad de historiadores y poetas, por lo que su nombre pasó a la posteridad casi inmaculado, siendo sus vicios subestimados y sus cualidades sobredimensionadas. Dentro de la obsesión de Augusto por perpetuar la dinastía cupo una activa vida doméstica, compatible con su temperamento jovial y su estilo de vida hogareño (algo intrusivo también). Obviamente, así como el Imperio, la familia entera giraba en torno suyo. Fue todo un pater familias. Era un sistema familiar no muy sano, cargado de competencia e intrigas palaciegas, en las que el césar intentó hacer de mediador. En sus cartas a Livia (su siniestra esposa) se percibe su preocupación por todos y cada uno de los miembros de su clan (inclusive por “el pobre Claudio”, al que creía un discapacitado), y se dejan ver sus intentos por evitar las riñas intestinas. Ya en su ancianidad, Augusto se ufanó de mantener la pax Augusta y las fronteras del Imperio estables. Su carácter se hizo cada vez más dulce y afable. Los testimonios de la época nos muestran a un emperador bonachón y hasta piadoso, recalcitrante en el terreno de la moral, preocupado por la laxitud de las costumbres entre sus súbditos. Llegó a legislar (cómo no, tratándose de un hombre de talante cada vez más conservador, que además disfrutaba metiendo mano en el corpus jurídico) para disminuir el número de divorcios (alarmante para la época) y fortalecer la estabilidad de las familias romanas. Intentó frenar el negocio cada vez mayor de burdeles y tabernas tanto en la urbe como en las provincias, y se preocupó por hacer de los romanos “ciudadanos virtuosos”. Puede que, en el fondo, creyera a sus conciudadanos capaces de lo que él mismo había logrado: pasar a ser un hombre correcto, tras un esfuerzo voluntario por adquirir la ansiada virtus. La Historia demostraría cuán equivocado estaba. Otro ámbito en el que se mostró excesivamente optimista fue en el de su sucesión. No contaba con las artes de Livia para envenenar, tergiversar la información, levantar calumnias y sembrar discordia. Ella, más engreída aún que Augusto, esperaba ansiosamente ver a su hijo Tiberio ciñendo la corona. Livia acabó a Julia, la hija del emperador, exagerando sus aventuras sexuales. Lo mismo con Póstumo Agripa, al que hizo exiliar y posteriormente asesinar. Parece que dio instrucciones a su médico, Antonio Musa, para envenenar a Druso (su propio hijo, con el que no se llevaba tan bien, dadas las inclinaciones de él hacia el republicanismo) mientras le atendía la fractura de una pierna que le había provocado la caída de su caballo (en todo caso, el criterio común de los historiadores es que, aún sin veneno, el pobre hubiera muerto de gangrena). Se vio envuelta en la misteriosa muerte de Cayo y Lucio Agripa (como Póstumo, hijos del legendario Marco Agripa, fiel colaborador de Augusto). Pero su acción más tristemente célebre fue la del homicidio del propio emperador. Ya Augusto contaba setenta y seis años. Había adoptado a Tiberio y, casi a regañadientes (ante la ausencia de mejores opciones, gracias a los oficios de Livia), lo había nombrado su sucesor. Pero apareció en el panorama otro potencial heredero: Germánico, el hermano mayor de Claudio. Igual que Druso, su padre, el valiente Germánico tenía don de mando y carisma; sus soldados lo adoraban. Sólo que era demasiado joven. Livia olió el peligro: uno o dos años más, y sus planes para Tiberio se hubieran venido abajo. Procedió entonces a envenenar los frutos de la higuera que Augusto tenía en su jardín. El emperador, que se satisfacía enormemente comiendo frutas y vegetales, comió de los higos envenenados y cayó mortalmente enfermo. Tiberio estaba asegurado. Una anécdota final ilustra la personalidad de Augusto, en la que predominaban los rasgos narcisísticos: a pocas horas del final, rodeado de senadores y generales, el anciano pidió un espejo. Retocó su rostro y sus cabellos, y les preguntó si había hecho bien su papel. Le contestaron que sí, al unísono. “Entonces, aplaudid”, ordenó. TIBERIO De Tiberio se han escrito muchas falsedades. Lejos de ser el viejo depravado de Tácito y Suetonio (que recogieron testimonios bastante sesgados para escribir sus respectivas historias acerca del emperador), un estudio documental más concienzudo nos muestra a un hombre ahorrador, responsable en su desempeño y meticuloso en cada una de sus acciones. Su personalidad, si se revisa sin parcialidades lo narrado por Dión Casio, Flavio Josefo, los propios Tácito y Suetonio, y aún Gregorio Marañón, exhibe sobretodo marcados rasgos anales, entre paranoides y obsesivos. El “resentimiento” en el que insiste Marañón es un resultado tardío, un estadío final (marcado por la desilusión) en la larga vida de Tiberio. En todo caso, habrá sido un resentido pero no un perverso. Destacan su sentido del orden y la disciplina, su capacidad de inhibición y autocontrol (que muchos historiadores tildan de capacidad de disimulo e hipocresía), y, sobretodo, su proverbial prudencia. Cada acto de su vida fue, en efecto, el producto de la ponderación, del lento ejercicio de ir sopesando los pros y los contras de cada situación. La rumiación de las ideas, la insistencia en determinados temas, la mismicidad aún en los asuntos más nimios y domésticos, nos muestran una vez más un carácter anal, en todo el sentido de la palabra. Asimismo su estilo puntilloso y pesado, muchas veces petulante, y siempre circunstancial. Como escritor, Tiberio fue mucho menos brillante que Julio César, y aún que Claudio. Pero el hecho de haber sido detallista hasta el extremo, y sumamente honesto (como revelan sus numerosas cartas al Senado, o las publicaciones que hacía a propósito de las finanzas del Imperio), le hicieron merecedor de la estima de algunos. Varios historiadores coinciden en que escribió fábulas, y uno que otro poema, pero se han perdido para siempre. Suspicacia, misantropía, desconfianza y un altísimo sentido de la lealtad se conjugaron, para desgracia de Tiberio y muchos de sus coterráneos, en una elevada cantidad de penas de muerte por procesos de lesa majestad. Esa fue la verdadera vileza de Tiberio. Temía tanto por su vida, y desconfiaba tanto de sus compatriotas, que veía conspiraciones y conjuras por doquier. Casi todos los juicios por traición fueron causados por su aberrada imaginación. Muchos de los condenados a muerte o a exilio fueron devotos seguidores, pero que tuvieron la mala suerte de evitar la mirada o comportarse de manera azorada o tímida delante del paranoide emperador. Tan enfermiza era la actitud de Tiberio, que no confiaba ni en su sombra, que un historiador relata cómo mandaba eliminar a quien le sostenía la mirada, porque le parecía desafiante e irreverente (y, por ende, capaz de una conspiración), y cómo del mismo modo procedía si el sujeto se mostraba dócil y sumiso, porque le parecía que estaba disimulando. Purga tras purga, el Senado y la aristocracia de Roma se fueron debilitando durante su reinado. Corrió mucha sangre, pero Tiberio jamás dejó de abrigar sospechas. Veía en cada sobreviviente a un futuro traidor. No sorprende entonces que hubiera terminado en una isla, y, al final, encerrado en sí mismo. Sólo amó a tres personas: su hermano Druso (padre de Claudio, aclamado general en Germania, que murió infortunadamente a raíz de una caída de caballo en la flor de su juventud), su primera esposa (Vipsania, de la que se vio obligado a divorciarse por motivos políticos, dentro de la telaraña de intrigas tejida por Livia) y su hijo, Druso (que a la sazón empezaba a perfilarse como brillante jurista). Los perdió a los tres, y con cada golpe su corazón se hizo más y más duro, y su espíritu más proclive a la melancolía. Tras enterarse de que su mano derecha, Sejano (un hombre sin escrúpulos, arribista, violento y codicioso), el jefe de la guardia pretoriana, había envenenado a su hijo y pretendía suplantarlo, ideó una venganza de tanta envergadura como ingenio. La planeó con parsimonia y hasta en los más ínfimos detalles, como siempre, y procedió implacablemente. El resultado: Sejano y su familia masacrados, y miles de cadáveres por toda Roma (fueran opositores o simples ciudadanos despistados y cogidos por sorpresa) Su humor era agrio, oscuro. Al parecer sólo se reía por sarcasmo, siendo su ánimo habitual el de tinte depresivo. Era poco dado a los actos de generosidad. De hecho, su tacañería permitió acumular una enorme cantidad de dinero en las arcas imperiales (paradójicamente, Calígula se encargó de despilfarrarlo en menos de dos años). Tan poca capacidad de expresar estimación o gratitud hacia el prójimo encuentra fiel reflejo en una anécdota relatada por Suetonio: en una ocasión, un pescador lo asustó al presentarse inesperadamente ante él con una langosta. El césar, en vez de agradecer el obsequio, mandó a que le rasparan con la misma langosta el rostro al pobre diablo. Las bacanales imaginadas por sus opositores, las supuestas depravaciones a las que el anciano daba rienda suelta en Capri, los baños entre jovencitos desnudos de ambos sexos esparcidos como rumores por sus enemigos (y recogidos gustosamente por los historiadores de la tradición, muchos de ellos descendientes de romanos perjudicados por las purgas de Tiberio) son muy seguramente calumnias. Varios investigadores modernos han mostrado la incongruencia entre esas supuestas orgías (que describen casi con fruición sus biógrafos) y el hecho de que su sobrino Calígula, que vivía con él largas temporadas, buscara satisfacer su deseo sexual afuera de la mansión imperial, entre los isleños. Tiberio no tenía procaces doncellas ni hermosos mancebos, y su casa no estaba llena de bacantes o mujeres de vida disoluta. Era un misántropo. Un solitario. Un depresivo crónico (distímico o proclive a las depresiones recurrentes, o ambas cosas, lo cual nos daría varios momentos de depresión doble a lo largo de su vida, agravados por sus duelos arriba mencionados), con un carácter de estructura obsesiva y funcionamiento paranoide. Los que sí abundaron en su guarida de Capri fueron astrólogos, adivinos, magos y nigromantes. Uno de ellos, Trasilo, se convirtió en un cortesano permanente. Él mismo era aficionado a hacer horóscopos y a realizar todo tipo de acciones adivinatorias. Conocía en profundidad los misterios eleusinos y las tradiciones esotéricas de Oriente, así como las ciencias ocultas de los pueblos fenicios y caldeos. Era, como Augusto, bastante supersticioso. Por paranoia o por dicha afición, o por ambas, Tiberio solía hacer de centinela y se quedaba hasta la madrugada, en uno de los montículos de la isla, observando alternativamente el mar, la costa y las estrellas. En sus años finales Tiberio fue una figura casi fantasmagórica, resentida y cargada de rencor. Despreocupado casi por completo de las funciones de gobierno (pero, gracias a su excelente trabajo previo, consciente de que las instituciones y los funcionarios del Imperio seguían funcionando como una máquina bien aceitada), firmando condenas sin interesarse en leer los sumarios, encontró su fin en manos de Macrón, el nuevo jefe de la guardia pretoriana (amigo interesado de Calígula, más deshonesto y sangriento aún que Sejano). El anciano de setenta y ocho años, aquejado de una neumonía, estaba guardando cama cuando Macrón, obedeciendo las órdenes de Calígula (algunos sugieren que el propio Calígula también intervino directamente en el hecho), lo asfixió con unas sábanas. CALÍGULA Sin que llegue a ser una justificación de sus actos malévolos, la patología mental de Calígula debe ser tenida en cuenta para entender lo estrafalario y errático de su conducta, y su pésimo gobierno. Calígula, hijo de Germánico, tuvo epilepsia y durante su reinado mostró episodios que bien pudieran catalogarse de maniacos, con ideas de grandeza delirantes, alucinaciones visuales y auditivas, ánimo exaltado (en ocasiones eufórico y en otras irritable), heteroagresión, inquietud psicomotora, insomnio y logorrea. Además hay que tener en cuenta que este atormentado engendro tuvo que presenciar el envenenamiento de su padre mientras servía de gobernador en Siria, el destierro de su madre y sus hermanos, y la sordidez del reinado de Tiberio. Es más, tuvo que hacer acopio de una enorme capacidad de disimulo para no enojarse en presencia de éste, que al parecer lo sometía a distintas vejaciones, y que era el responsable directo de la caída en desgracia de sus hermanos. El resultado: un césar que en varias ocasiones confundió realidad con fantasía, inestable e impredecible, que durante su corto reinado puso todo de cabeza. Dión Casio, Juvenal, Tácito y Suetonio recogieron algunas de sus calaveradas: sus salidas nocturnas (en busca de prostitutas o de víctimas a las cuales atracar), su gusto por travestirse, sus numerosas payasadas, incluso su firme propósito de nombrar cónsul a su caballo. También narran sus amores incestuosos con sus hermanas, en especial con Drusila (su favorita). Y sus baladronadas tan indecorosas como inmorales, como violar a las esposas de sus invitados o hacer prostituir a las hijas de los senadores (acondicionando el palacio imperial como burdel). Pero lo más escalofriante lo constituyó su tendencia a sentenciar a muerte por simple divertimiento. Ni siquiera Tiberio llegó tan lejos. El reinado de Calígula fue, literalmente, el reinado del Terror. Nadie estaba a salvo. Con semejante escenario (un gobernante sumamente trastornado, que mandaba matar por placer; un Imperio en el que la fuerza se imponía a la misma legalidad; una economía debilitada; un Senado cada vez más diezmado) cabía esperarse un complot. Y ocurrió. Algunos investigadores han intentado profundizar en las excentricidades de Calígula. Más allá de lo meramente pintoresco, y más allá de lo achacable a la condición psiquiátrica de este césar, se deja ver cierto intento de monarquía estilo oriental: Calígula pretendía ser adorado como deidad en vida, y seguramente buscaba un poder aún mayor que el logrado por su dinastía, ignorando completamente las instituciones legalmente constituidas y una larga tradición. Tal vez le hubiera ido bien en otra época, y en otro lugar: el Egipto faraónico, la Judea de Herodes el Grande, la Persia de Ciro. La muerte de Calígula, que puso en el poder a su tío Claudio (algo impensable sólo una década antes), no puso fin a los males de Roma. Pero su breve gobierno sacó a relucir lo peor del sistema: tanto poder concentrado en una sola persona es algo sumamente peligroso. El imperio exige unas enormes cualidades al emperador, y la verdad es que ni aún las personas más virtuosas son capaces de actuar de manera ecuánime, en todas las circunstancias, con semejante poder a cuestas. Mucho menos sujetos tan enfermos como Calígula. CLAUDIO El hombre al que creyeron estúpido resultó ser un emperador sensato, trabajador y muy capaz. Las causas de la minusvaloración de Claudio, desde que era un niño, fueron múltiples: adolecía una leve cojera y en su época se despreciaba a quien tuviera defectos físicos (algo en lo que al parecer coincidieron griegos y romanos); tenía como puntos de comparación al interior de su familia nuclear a dos hombres atléticos y de carácter decidido (Druso y Germánico) que contrastaban con su naturaleza tímida y enclenque; su madre, Antonia, siempre lo consideró una carga y se burló de él en público en muchas ocasiones (solía decir de las personas con poco seso que eran más tontas que su hijo Claudio); padecía además una dolencia neurológica cuya sintomatología hace pensar en un síndrome de Gilles de la Tourette. La tradición atribuye a su maestro, el historiador Tito Livio, un consejo que le salvaría la vida en ese mundo de intrigas y sangre que era la familia de Augusto: exagerar su cojera y simular lentitud de pensamiento. Esto, añadido a su personalidad introvertida y su dificultad para hablar (más notoria aún en las numerosas situaciones estresantes a las que fue sometido desde muy pequeño), lo hizo pasar por idiota. Livia jamás se molestó en envenenarlo; Tiberio lo trató siempre como a un retardado mental y Calígula le perdonó la vida en varias ocasiones sólo para mantenerlo como payaso de la corte. Pero el joven Claudio, que era tartamudo y tenía una voz débil, sabía observar, escuchar y escribir. Y como tuvo la oportunidad de conocer directamente a los protagonistas de esa tragedia griega que fue la dinastía Julio-Claudia, redactó dos libros interesantes sobre el reinado de Augusto: en uno abordaba los días finales de la República y la guerra civil entre su abuelo adoptivo y Marco Antonio, en el otro narraba las acciones de Augusto como emperador (de manera menos idealizada y menos propagandística que las Res Gestae redactadas por el propio Augusto). Dichos libros fueron revisados por Plinio y Suetonio, pero se perdieron alrededor del siglo IV d.C. y aún no se han encontrado. Y, como atento observador, actuó prudentemente bajo el reinado paranoide de Tiberio, alejándose de la vida pública para no despertar ninguna sospecha. De esta época es otro libro suyo sobre las guerras púnicas y un tratado sobre el juego de dados, del que era un aficionado (desgraciadamente, tampoco ha llegado hasta nosotros); con su sobrino Calígula en el poder soportó cada humillación con paciencia, acaso intuyendo su pronto final. Al respecto, algunos autores han sugerido que posiblemente estuvo al tanto del complot contra Calígula y que, hastiado ya de tantas degradaciones (en una ocasión hasta fue lanzado por éste a un río), no hizo nada para impedirlo o incluso llegó a facilitarlo. Carente de la valentía de Julio César, jamás se atrevió a liderar grandes empresas militares por sí mismo, pero sí fue lo suficientemente inteligente como para escoger muy bien a sus generales: así logró extender el terreno del Imperio, al conquistar Britania (algo que el propio Julio César había intentado sin éxito décadas antes). Tampoco tenía el carisma de Augusto, pero zanjó con éxito el asunto dando al pueblo “pan y circo” (por lo que siempre contó con una alta aprobación entre sus gobernados). De otro lado, compartía el talante obsesivo con su tío Tiberio, aunque en menor grado: sus cartas, edictos y discursos abundan en detalles, pero no son tan circunstanciales. Consciente de que su reinado estaba siempre en la mira (había llegado al poder casi que por casualidad, aclamado por la guardia pretoriana y sin la aquiescencia del Senado, por el simple hecho de ser el único sobreviviente de la dinastía imperial tras el baño de sangre que siguió al asesinato de Calígula), buscó pasar a la Historia como un líder laborioso. Y lo logró: tanto Roma como las ciudades de las provincias (como su natal Lyon) vieron aún más actividad (en construcción y reparación de acueductos, vías y edificios) que durante los años dorados de Augusto. Dos vicios, sin embargo, mancharon la dignidad de Claudio: lujuria y glotonería. El primero hizo de él un hombre rastrero en ocasiones (llegó a hacer amistad con prostitutas y mujeres de baja estofa), y el segundo, además de conferirle una naturaleza rechoncha (en la que contrastaba su estructura ósea, más bien escuálida, con su notorio abdomen), lo precipitó a la muerte. ¿Cómo es esto? Caben dos posibilidades para explicar su deceso: o su última esposa, Agripina (la madre de Nerón) le envenenó un suculento plato de setas (la versión tradicional), o murió de muerte natural, por infarto de miocardio, tras una copiosa comida. De su carácter lascivo también derivó otra dificultad: era fácilmente manejable por las mujeres hermosas, en especial por las que desposó. La más conocida de estas trepadoras fue su tercera esposa, Mesalina, de proverbial belleza: una adolescente caprichosa, egoísta y soberbia, que aprovechó su posición de emperatriz para eliminar o exiliar a sus rivales (algunas de ellas, pobres mujeres cuyo único pecado era el de disputar con ella en hermosura; otros, honorables caballeros que se habían resistido a cometer adulterio con ella). Mesalina hacía inclinar el parecer de Claudio hacia las sentencias más drásticas en los juicios contra dichos personajes. Así, un emperador que por sí mismo y en su sano juicio destacaba por sus atinadas decisiones y su sentido de la justicia, cometió en ocasiones verdaderos atropellos contra la ciudadanía. Las sentencias contra Décimo Valerio Asiático (ex cónsul, había acompañado a Claudio en su campaña de Britania), Cneo Pompeyo Magno, Julia Livila, Julio Silano (ex gobernador de Hispania), Rufrio Polonio y Catonio Justo (este último, sólo porque denunció públicamente las escandalosas infidelidades de la emperatriz) empañaron la labor de Claudio. Procedió brutalmente con ellos sólo para satisfacer los caprichos de Mesalina. A Mesalina se le puede tildar de ninfómana, o de bipolar (si uno se llegara explicar su exagerada libido, sus conductas de derroche y sus actos impulsivos como consecuencias de episodios hipomaniacos). No satisfecha con sus múltiples amantes, entre los que se encontraban caballeros, senadores, plebeyos y hombres pertenecientes a una clase emergente de artistas y actores(como Mnéster), solía prostituirse saliendo vestida de incógnita a las calles de Roma, usando el falso nombre de Licisca. En cierta oportunidad desafió a la ramera más famosa de la ciudad a un singular concurso: se trataba de ver cuál de ellas resistiría más clientes en una noche. Y ganó la competencia, con más de una treintena. Cansado ya de los comentarios, y quizás asesorado por algunos de sus cortesanos, Claudio se decidió a ordenar su muerte. El cornudo procedió con premeditación y parsimonia, haciéndole creer a Mesalina que aún sucumbía a sus encantos, y permitiéndole el divorcio para que pudiera casarse con Cayo Silio. Mesalina, ni corta ni perezosa, celebró el matrimonio con celeridad, pues se trataba de un hombre famoso por su belleza al que amaba locamente. Ipso facto, los dos fueron hechos prisioneros con el argumento de que pretendían realizar un golpe de Estado y formar una nueva dinastía. De ahí a la eliminación de ambos sólo transcurrieron unas horas. En sus últimos años de gobierno Claudio pudo al fin superar el problema de los períodos de escasez de alimentos en Roma, construyendo el puerto de Ostia. Asimismo, se dio a la tarea de legislar favorablemente para los ciudadanos de las provincias. Emprendió una extensa autobiografía (conocida por Suetonio, aunque tildada por éste de estar cargada de datos irrelevantes), de la que sólo se ha conservado una que otra anécdota, y de la que se han hecho recreaciones magistrales como la del historiador y escritor Robert Greaves en Yo, Claudio. NERÓN Por envenenamiento o por infarto, la muerte de Claudio cuando éste contaba sesenta y cuatro años desencadenó el ascenso de Nerón al gobierno. Agripina, tan inmoral como Mesalina pero mucho más prudente, había sabido encubrir sus infidelidades a Claudio (entre ellas, un sórdido romance con Palas, uno de los consejeros del emperador) y había representado la farsa de “buena esposa” en todos los actos públicos. Pero casi todos sus actos estuvieron encaminados hacia la designación de Nerón como heredero. Así, la última esposa de Claudio consiguió que el césar prefiriese a su hijo adoptivo en detrimento de Británico, producto de su unión con Mesalina. Juvenal, Tácito y Suetonio se muestran firmes a la hora de achacar a Agripina la muerte de Claudio. Tácito, el más minucioso al respecto, señala que a Agripina la asustó el escuchar a Claudio, en una de sus borracheras y ahíto por la copiosa comida, decir que pensaba revocar los privilegios de Nerón y sentar en el trono a Británico tan pronto éste cumpliera la mayoría de edad. Procedió entonces a eliminar al cortesano más leal a Claudio, un liberto llamado Narciso, encargado de manejar todos los documentos imperiales y las cartas personales del emperador. Acto seguido, según Tácito envenenó a Claudio en uno de sus banquetes. De nuevo según Tácito, Claudio fue presa de un fuerte dolor abdominal y sufrió espantosamente, pero no murió, por lo que Agripina ordenó a uno de sus médicos que lo envenenara de nuevo mientras lo atendía. Mientras se mantuvo en secreto la muerte de Claudio, Agripina y sus secuaces (entre los que se hallaban el cortesano Palas y el senador Séneca) procedieron a quemar toda su correspondencia y todos los documentos en los cuales pudiera hacerse alguna referencia a Británico como posible sucesor. A éste se le prohibió acercarse al cadáver de su padre, y se le escondió del público. Después, y con un discurso y un programa de gobierno con toda seguridad redactados por Séneca, Nerón, al fin, hizo pública la muerte de su padre adoptivo se proclamó emperador de los romanos. Lo anterior fue bastante elocuente. El césar ya no fue aclamado por el pueblo y el Senado, como en los tiempos de Julio César o Augusto; tampoco se dirigió al Senado para hacer la comparsa de que el Legislativo aún tenía facultades, como hicieron Tiberio y Calígula; ni siquiera fue impuesto por la guardia pretoriana, como sucedió con Claudio. Simple y llanamente, Nerón asumió su cargo y empezó a gobernar, demostrando que la República ya no era más que un difuso recuerdo. Obviamente hubo senadores que se molestaron por el asunto. Como el carácter soberbio de Nerón y Agripina eran un obstáculo para el entendimiento, fue Séneca el que estableció el puente entre el emperador y sus colegas. El nuevo césar, mientras tanto, procedió a envenenar a Británico. El desafortunado muchacho tenía habilidad para el canto (lo único que le quedaba de su vida anterior); Nerón, que también tenía buena voz, disfrutó viéndolo perecer, entre convulsiones y gemidos, en pleno banquete. Los historiadores señalan que la dosis de veneno fue tan excesiva que el cadáver de Británico delataba por sí mismo la vil conducta de su hermanastro. Fue enterrado deprisa. El emperador ya no tuvo rival, por el momento, a la hora de cantar o declamar. Nerón mostró así una de las facetas que lo acompañarían a lo largo de la vida: su narcisismo patológico. En los siguientes años, Nerón siguió eliminando a poetas y oradores que pudieran opacarlo. Era un poetastro, y un escritor bastante flojo, pero en su megalomanía hizo arreglar concursos literarios en los que el jurado, amenazado y/o sobornado, declaraba que el césar era el ganador. Igual que Calígula, obligaba a sus cortesanos a verlo actuar o declamar sus bazofias. Se hacía aplaudir dondequiera que iba, manteniendo siempre un corrillo de aduladores a sueldo. Poco a poco empezó a alejarse de la tutela de Séneca y Burro, y a afirmarse en su carácter autocrático. Enfrentado cada vez más abiertamente con la aristocracia romana, y después de haber ordenado la muerte de Agripina, empezó a ejercer el poder de manera tiránica e inmisericorde. Empezó a ver, como Tiberio, conspiradores en todas partes. Su paranoia fue aumentando en la medida en que se hizo cada vez más odiado por caballeros y senadores. La lista de condenados a muerte aumentó con velocidad vertiginosa. Entre sus víctimas se hallaron: Marco Anneo Lucano (poeta y crítico de su despótico estilo de gobierno), Fausto Cornelio Sila, Lucio Antistio Veto (que, en efecto, urdió un plan para derrocarlo), Rubelio Plauto, Octavia (su ex esposa, a la que, después de amarrársele con grilletes, se le cortaron las venas de los miembros y se le asfixió en un baño hirviendo). Después envenenó a Burro, el prefecto de la guardia pretoriana (aunque algunas fuentes señalan los síntomas de un posible cáncer de garganta). Séneca, su antiguo tutor, cansado ya de amonestarlo en vano, se retiró de la política y se dedicó de lleno a sus estudios filosóficos. No le serviría de mucho. El exaltado Nerón ordenó su muerte. Así fue como, alrededor del 65 d.C., el emperador logró lo que Calígula había buscado: ser un monarca estilo oriental, un completo autócrata, sin límites. Otro de sus aspectos más oscuros lo constituyó el encarnizamiento con una nueva secta, nacida al interior del judaísmo pero que se estaba configurando como una nueva religión: el cristianismo. Los seguidores de un tal Joshua (Jesús), llamado el Cristo, ya habían intrigado a Claudio. Como se extendían rápidamente (en especial gracias a los buenos oficios de sus apóstoles, como un ciudadano romano recientemente convertido, Pablo de Tarso), pronto los cristianos empezaron a ser los chivos expiatorios de todos los males romanos: la desaceleración económica, el aumento en la delincuencia, los reveses en la política interior y exterior. Además, como realizaban ritos ajenos a la tradición de la religión oficial y eran monoteístas, fueron vistos como brujos por la plebe ignorante. Nerón hizo crucificar, quemar o perecer en el circo (despedazados por las fieras, para divertimento suyo y de sus súbditos) a miles de cristianos. Se desató así la primera oleada de mártires dentro de la Iglesia. Este hecho nos ayuda a entender por qué en muchos textos cristianos de la época aparece este emperador como la mismísima personificación del Anticristo. Asimismo, hace comprensible las duras críticas (a veces exageradas) que muchos intelectuales europeos han hecho tradicionalmente a Nerón, y los retratos distorsionados que muchos escritores (recordemos el inmortal Quo Vadis? de Sienkewicz) nos ofrecen de él. Es cierto que fue malo, pero no un monstruo. La verdad es que Nerón no fue peor que Calígula. Pero a diferencia de este último, que sólo expolió con impuestos a los patricios, Nerón cometió el error de exigir tributos a todos los romanos (mientras continuaba su política de exiliar, inducir al suicidio o asesinar a ciudadanos ricos para apoderarse de sus propiedades). Por eso se hizo odiar del pueblo. El fracaso económico y las rebeliones en Britania y en las fronteras orientales del Imperio empeoraron aún más su situación. Para rematar, los enormes gastos que implicó la reconstrucción de Roma (arrasada por un incendio que tardó nueve días en ser controlado), y los rumores que se difundieron a propósito, terminaron por dar al traste con la imagen pública de Nerón. El fuego, enseñoreado de la ciudad, consumió once de sus catorce distritos. Hoy en día se sabe que el incendio no fue provocado por Nerón, y que la versión tradicional (la del emperador completamente enloquecido, tocando la lira y recitando sus poemas mientras contemplaba con deleite la hecatombe) es una calumnia. Nerón ni siquiera se hallaba en la ciudad. Tampoco disfrutó con la noticia; es más, se mostró visiblemente preocupado y retornó rápidamente de Anzio. Dirigió personalmente los trabajos encaminados a extinguir el fuego, dio refugio a los que quedaron sin techo y trató de bajar el precio del trigo. Ante lo desesperado de la situación, donó de sus fondos personales cuanto pudo para rehacer Roma. Bajo la dirección de los arquitectos Severo y Céler la urbe se reconstruyó respetando un plan más salubre y menos proclive a nuevos incendios (por ejemplo, evitando el apiñamiento de las casas). Pero la tarea exigió ingentes gastos, lo cual implicó, a la larga, más impuestos. Los habitantes de Roma se enfurecieron más aún cuando Nerón destinó buena parte de lo recaudado a la construcción de un nuevo palacio imperial, la Domus Aurea, un gigantesco complejo en los terrenos del Celio y el Esquilino, con parques, lagos, fuentes, bosques, piscinas alimentadas por las aguas del mar, pórticos y estatuas del emperador representado como Júpiter o como el dios Helios (el Sol). Perlas, nácar, piedras preciosas, oro y marfil estaban en todas partes. El lujo era imperdonable para el estado general de las cosas. Molesto por los rumores que le atribuían el incendio, Nerón se desquitó con los cristianos, a los que culpó de manera arbitraria. Actualmente se sabe que el fuego empezó en la parte del circo cercana a los montes Palatino y Celio, y que algunos ciudadanos, para aprovecharse de la situación y hacerse al saqueo, se encargaron de propagarlo maliciosamente. Pero cansado de ser el centro de la calumnia, Nerón desplegó su ira contra los seguidores de Jesucristo con toda la brutalidad que le permitió su personalidad desconsiderada y sangrienta. Pedro, el primer Papa, y Pablo de Tarso, fueron dos de sus muchas víctimas. Al final de su reinado, Nerón se degeneró completamente. Asesinó a Popea, su segunda esposa, golpeándola brutalmente. Experimentó con las relaciones homosexuales usando mancebos (los más conocidos era Esporo, al que disfrazaba a veces de mujer, y Doríforo, del que se dejaba penetrar) y al parecer se entregó a depravaciones tales como penetrar y ser penetrado al mismo tiempo, o disfrazarse de felino y morder los genitales de hombres y mujeres que hacía atar. A veces se acostaba al mismo tiempo con Esporo y Calvia Crispinila, una mujer famosa por su fogosidad. Decidido a eliminar completamente la clase senatorial para mantener su autocracia tiránica, organizó una especie de cuerpo de espionaje a cuya cabeza estuvo Tigelino, un hombre abyecto. Cayeron varones ilustres, como los abogados Casio Longino y Lucio Juno Silano; dignas matronas, como Sextia y Polita; comerciantes como Mela (hermano de Séneca) y cortesanos como Rufrio Crispino y Anicio Cerial. También acabó con un filósofo estoico que criticaba su vida licenciosa y su despotismo, Trasea Peto. Pero el homicidio más llamativo fue el de su íntimo amigo, Árbitro. Cayo Petronio Árbitro era un epicureísta refinado, juez máximo de la elegancia y el buen gusto, a quien Nerón y su corte consultaban cada vez que querían juzgar lo adecuado o inadecuado de un traje, un libro o una obra musical. Árbitro respondió a su orden de ejecución de manera acorde con su trayectoria vital: quebró un costoso vaso que Nerón codiciaba, dio a conocer depravaciones y otros secretos de alcoba del emperador, y, después de enviarle al propio Nerón una carta recordándole su escaso talento literario y su fealdad física y moral, se cortó las venas en un banquete. Murió entre alegres cantos, rodeado de sus amigos. Cuentan que Nerón, al leer la carta de Árbitro, fue presa de un ataque de ira como nunca antes se le había visto. A los problemas económicos y políticos se añadió el clamor popular en contra de sus fastuosas cenas mientras muchos de sus gobernados enfermaban y morían de hambre, el fracaso de su reforma monetaria (pues la baja del valor real de las monedas de oro y plata, aureum y denarius respectivamente, repercutió en el alza de los precios y la inflación) y su bestial presión fiscal (que había pasado de los impuestos elevados a las confiscaciones). Pero el detonante de su caída fue un pomposo viaje a Grecia. Dicho viaje mostró a un emperador completamente psicótico. Nerón pretendía vencer en todas las competencias de los juegos Olímpicos (!), lo cual terminó con un bochornoso incidente en las carreras de carros: el césar acabó mordiendo la arena del estadio. No obstante, y sin terminar legalmente la carrera, fue proclamado vencedor. En su psicosis, restó importancia a las noticias que recibió de Judea (había estallado una grave rebelión) e hizo suicidar a su mejor general, Domicio Corbulón. En concursos amañados de oratoria y canto, venció a todos sus rivales (los jueces que osaron resistirse terminaron muertos) y acumuló 1808 coronas. Agradecido con el pueblo griego, proclamó su independencia (Grecia había sido anexada y convertida en provincia romana en el 146 a.C.) en Corinto. Esto fue tal vez su único acto relevante en política exterior. A diferencia de Claudio, Nerón jamás estuvo interesado en las provincias. Mientras tanto, en Roma, el pueblo sólo sentía un profundo resentimiento hacia quien malgastaba lo escaso de los fondos estatales en un viaje sin más intención que exaltarse a sí mismo. Llegó a faltar trigo hasta para la población acomodada. En la Galia Lugdunense, Cayo Julio Víndex se sublevó. El reino de Armenia se perdió, pasando a manos de los partos. En Palestina y Judea, la rebelión de los zelotes puso en apuros al dominio romano. La pésima gestión del procurador Gesio Floro (que confiscó los tesoros del Templo de Salomón) provocó, entre otras cosas, que una airada muchedumbre aplastara la guarnición romana en Jerusalén. Sólo la guerra librada por Tito Flavio Vespasiano (futuro emperador), con tres legiones respaldándolo, sometió a judíos y cristianos. Aunque la sublevación de Víndex fue reprimida en el 68 d.C., apareció otra, comandada por Servio Sulpicio Galba (un anciano adusto, rígido y austero, indignado por la angustiosa situación del Imperio), a la que se adhirieron Salvio Otón (ex amigo de Nerón, a quien éste le quitó su esposa, la hermosa Popea, posteriormente muerta por Nerón tras una golpiza) y Aulo Cecina Alieno. Por su cuenta, Claudio Macro también se rebeló en África. La operística, extravagante y estúpida respuesta de Nerón nos da una muestra de su completo extravío mental: a combatir las legiones hispánicas de Galba llevó un ejército reclutado a última hora, con carros para el transporte de numerosos instrumentos musicales y de mujeres (muchas de ellas concubinas suyas, y todas ellas sin ninguna preparación militar) armadas con hachas y escudos. Poco a poco, sus colaboradores lo dejaron solo: Tigelino se esfumó, Verginio Rufo terminó aliándose con Galba y Ninfidio Sabino, jefe de la guardia pretoriana, salvó su cuello negociando con el Senado (que ya respaldaba a Galba). El 8 de junio del 68 d.C. los senadores de Roma proclamaron emperador a Galba y condenaron a muerte a Nerón. Por la narración de Suetonio conocemos que éste, desconcertado, había imaginado todo tipo de alternativas para evadir el veredicto (entre ellas, arrojarse a los pies de Galba y solicitarle que le permitiera ganarse la vida como citarista), cuando al fin, vencido por el sueño, había dormido unas pocas horas. Poco después de media noche, de nuevo según Suetonio, había despertado sobresaltado, comprobando que hasta su escolta lo había abandonado (llevándose incluso algunos de sus artículos personales). Al parecer, su liberto Faón le ofreció esconderse en su villa (ubicada a unos seis kilómetros de Roma). A ella se encaminó Nerón, acompañado por sus amantes Esporo (travestido) y Epafrodito, y a lo lejos pudo escuchar el griterío de los soldados maldiciéndole mientras vitoreaban a Galba. Andaba descalzo y vestido con una túnica raída. Ya en la villa, y tras leer una nota del Senado en la que se condenada a morir “según las leyes antiguas” (azotado y desnudo, con el cuello aprisionado por un yugo), se quitó la vida el 9 de junio, clavándose un puñal en la garganta. Según la tradición, las últimas palabras del trastornado fueron: “¡Qué gran artista muere conmigo!”. *Médico Psiquiatra, Historiador, Escritor, Estudiante de Filosofía REFERENCIAS Antonelli, G. Caligola, Roma, 2001 Apiano, Historia Romana, Madrid, 1985 Augusto, Res Gestae Divi Augusti, Madrid, 1989 Baker,G.P., Tiberius Caesar: Emperor of Rome, Nueva York Barrett, A. Caligula, New Haven, 1990 Campos, D.A. Tiberio, En: Memorias del XLIX Congreso Colombiano de Psiquiatría, 2010 Canfora, L. Julio César, un dictador democrático, Barcelona, 2000 Champlin, E. Nerón, Madrid, 2006 Cicerón, M.T. Filípicas, Madrid, 1986 Diodoro Sículo, Biblioteca Histórica, Madrid, 2006 Dión Casio, History of Rome, Chicago, 2004 Eck, W. Augusto e il suo tempo, Bolonia, 2000 Ferrill, A. Caligula: Emperor of Rome, Londres, 1991 Flavio Josefo, La Guerra de los judíos, 1999 Flavio Josefo, Autobiografía, 1994 Fraschetti, A. Augusto, Roma, 1998 Grant, M. Nero, Nueva York, 1989 Griffin, M.T. Claudius in Tacitus, 1990 Griffin, M.T. Nero: the End of a Dinasty, Londres, 1985 Julio César, Comentarios sobre la Guerra de las Galias, Madrid, 1989 Julio César, Comentarios sobre la Guerra Civil, Madrid, 1996 Julio César, Guerra de Alejandría; Guerra de Africa; Guerra de Hispania, 2005 Justino, Epítome de las Historias Filípicas de Pompeyo Trogo, Madrid, 1995 Juvenal, Sátiras, Madrid, 1991 Levick, B. Claudius, Londres, 1990 Levick, B. Tiberius the Politician, 1976 Lucano, Farsalia, Madrid, 1978 Maschkin, N.A. El principado de Augusto, Madrid, 1977 Nicolás de Damasco, Vita di Augusto, Florencia, 1983 Nony, D. Caligola, Roma, 1988 Passerini, A. Caligola e Claudio, Roma, 1941 Paulo Orosio, Historia contra los paganos, Madrid, 1982 Petronio Árbitro, Satiricón, Barcelona, 1969 Plinio el Viejo, Natural History, Chicago, 1999 Plutarco, Vidas Paralelas, Madrid, 2007 Roldán, J.M. Césares, Madrid, 2008 Séneca, Apocolocintosis, Madrid, 2000 Shotter, D. Tiberio, Madrid, 2002 Suetonio, Vida de los doce Césares,Barcelona, 1996 Tácito, Anales, Madrid, 2000 Valerio Máximo, hechos y dichos memorables, Madrid, 2003 Veleyo Patérculo, Roman History, Chicago, 2009 Zósimo, Nueva Historia, Madrid, 1992 Agradezco además la colaboración de mi esposa, Ana Ximena Murillo, del profesor Lucas Vertelli y del doctor Gustavo Adolfo Zambrano.