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Factótum 6, 2009, pp. 77-97
ISSN 1989-9092
http://www.revistafactotum.com
Variaciones latinoamericanas
en torno al concepto de ciudadanía
Luciano Nosetto
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (Argentina)
E-mail: [email protected]
Resumen: A partir de la conceptualización de la ciudadanía operada por el sociólogo inglés T.H. Marshall, varios
cientistas sociales y políticos latinoamericanos han articulado inflexiones y reparos que han contribuido a
enriquecer y complejizar el pensamiento de la ciudadanía en la región. Es el objetivo de este trabajo dar cuenta de
la productividad de estas inflexiones en la redefinición y el debate en torno al concepto de ciudadanía. Para ello, se
opta por una estrategia analítica consistente en problematizar las diferentes dimensiones inherentes a la noción de
ciudadanía, identificando sus elementos extensivos, intensivos y dinámicos.
Palabras clave: ciudadanía, T. H. Marshall, América Latina.
Abstract: From the starting point of T.H. Marshall's cannonical conceptualization of citizenship, several Latin
American scholars have considered the accuracy of this notion when it comes to understand the social and political
processes of the region. The aim of this paper is to analyze the various inflections operated upon the notion of
citizenship within Latin American thought. This exercise is developed through an analytical strategy, aimed at
identifying and problematizing the various dimensions i.e. extensive, intensive and dinamic, that characterize this
concept.
Keywords: citizenship, T. H. Marshall, Latin America.
1. Introducción
El
pensamiento
social
y
político
contemporáneo en torno al concepto de de
ciudadanía ha sido articulado en gran parte a
partir del espacio de reflexión habilitado por el
aporte canónico del sociólogo inglés Thomas H.
Marshall. En una serie de conferencias que
dictó en Cambridge en el año 1949, Marshall
propuso un análisis del concepto de ciudadanía
que identificaba la pertenencia a una
comunidad política con la titularidad de
derechos de diverso tipo. Mediante una lectura
de la historia inglesa, Marshall propone abordar
la ciudadanía como un proceso escandido en
tres ondas de universalización de derechos: al
siglo XVIII corresponde el reconocimiento de
los derechos civiles; al XIX, la universalización
de los derechos políticos; y al siglo XX, el
reconocimiento de los derechos sociales. De
modo que el concepto de ciudadanía se
constituye para Marshall a partir de una
progresiva adquisición de derechos, que
permite
una
acumulación
evolutiva
de
prerrogativas y libertades.1
En la tradición así inaugurada por Marshall,
la originalidad de la ciudadanía moderna refiere
al status igual de los habitantes de un territorio
político determinado en tanto miembros de una
comunidad.
Esta
articulación
conceptual
permite aprehender tanto la extensión de la
ciudadanía
(evaluando
qué
individuos
pertenecen a una comunidad determinada)
como la intensidad de la misma (evaluando qué
derechos civiles, políticos y sociales constituyen
el plexo jurídico del que gozan aquellos
denominados ciudadanos).
Ahora bien, respecto de los contenidos de
la ciudadanía, Marshall considera que “no hay
ningún principio universal que determine cuáles
deben ser esos derechos y deberes” de modo
1
Es de notar que el análisis de Marshall da cuenta del
proceso de ciudadanización inglés, sin pretensión explícita de
universalizar este esquema a otras experiencias históricas.
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que, históricamente, las sociedades “crean la
imagen de una ciudadanía ideal con la cual
puede medirse el logro y hacia la cual deben
dirigirse las aspiraciones” (Marshall 2005:
37). De esta manera, aprehender la
especificidad de la ciudadanía obliga a
abandonar una mirada estática
para
entenderla como un proceso histórico, como
un concepto en movimiento, cuya extensión
e intensidad son determinadas en los
proyectos colectivos, las aspiraciones y los
ideales de una sociedad. La ciudadanía no es
un mero dato emergente de invariables
humanistas o definiciones trascendentes,
sino que se constituye a partir de “una
construcción social que se funda, por un
lado, en un conjunto de condiciones
materiales e institucionales y, por el otro, en
una cierta imagen del bien común y de la
forma de alcanzarlo. Lo que equivale a decir
que es siempre el objeto de una lucha, por
más que en determinados lugares ésta
pueda haberse resuelto desde hace mucho y
haya tendido a naturalizarse” (Nun 2000:
65-66). En este sentido, es la misma
dinámica
de
contestación
social
y
reconocimiento
estatal
la
que
va
resignificando operativamente el concepto
de ciudadanía, determinando quiénes son y
de cuáles derechos gozan los ciudadanos. En
suma, la definición canónica de Marshall
permite identificar tres dimensiones de la
ciudadanía:
1) Permite aprehender la extensión de la
ciudadanía, evaluando qué individuos
pertenecen a una comunidad política
determinada.
2) Permite dar cuenta de la intensidad de la
ciudadanía, evaluando qué derechos
civiles, políticos y sociales constituyen el
plexo jurídico del que gozan aquellos
denominados ciudadanos.
3) Permite identificar la dinámica de la
ciudadanización, a partir de los procesos
de movilización social, reconocimiento
estatal y sanción jurídica de los
diferentes derechos ciudadanos.
Ahora bien, a partir de esta definición
canónica, se ha articulado un rico espacio de
reflexión teórica en torno a la realidad y a
las virtualidades de los procesos de
ciudadanización en los diferentes órdenes
Luciano Nosetto
nacionales. En el caso de los países
latinoamericanos,
la
recepción
de
la
propuesta marshalliana ha dado lugar a
profundas reelaboraciones, inflexiones y
críticas en dos sentidos: por un lado, la
teoría de Marshall ha brindado un ideal
regulatorio para la crítica de la configuración
latinoamericana de la ciudadanía y sus
derechos: ¿Existen en América Latina las
condiciones para pensar en una ciudadanía?
¿Puede
legítimamente
hablarse
de
ciudadanía cuando muchos de los elementos
identificados
por
Marshall
no
son
observables? Por otro lado, y en sentido
inverso, la experiencia latinoamericana ha
servido para cuestionar la adecuación y
plausibilidad de una definición de la
ciudadanía como la propuesta por Marshall:
el concepto de ciudadanía tal y como lo
plantea el autor, ¿es una herramienta
conceptual útil para abordar los procesos de
movilización e integración de la región? ¿Es
lo suficientemente realista? En suma, ¿es
adecuado para pensar la situación de
América Latina?
Así, en el encuentro del concepto de
ciudadanía
con
las
experiencias
latinoamericanas, varios cientistas sociales y
políticos
han
articulado
profundas
reflexiones, debates, inflexiones y reparos
que han contribuido a enriquecer y
complejizar el pensamiento de la ciudadanía
en la región. Es el objetivo de este trabajo
dar cuenta de la productividad de estas
inflexiones en la redefinición y el debate en
torno al concepto de ciudadanía. Para ello,
optaremos por una estrategia analítica
consistente en descomponer los diferentes
elementos presentes en la definición
canónica
de
la
ciudadanía.
Esta
desimbricación de la noción marshalliana en
sus elementos extensivos, intensivos y
dinámicos, nos permitirá ordenar las
diferentes críticas e inflexiones operadas
sobre el concepto de ciudadanía en América
Latina.
2. La dimensión extensiva de la
ciudadanía
Una primera dimensión del concepto de
ciudadanía está vinculada a su extensión
¿Quiénes son los ciudadanos? ¿Quiénes son
aquellos que gozan de la membresía en una
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comunidad política determinada? En América
Latina, una de las primeras críticas al
concepto de ciudadanía estuvo vinculada a la
imposibilidad de suponer una extensión
homogénea de relaciones económicas y
políticas modernas.
“En América Latina dos grandes
conjuntos de problemas definen, según
Oscar Oszlak, tanto las formas iniciales del
Estado como el carácter problemático de su
evolución posterior. El problema del Orden,
o de la imposición de un nuevo esquema de
relaciones sociales y políticas en un mundo
insuficientemente ‘modernizado’; y el
problema del Progreso, es decir la
imposición y la generalización de relaciones
económicas capitalistas. La especificidad de
los Estados latinoamericanos residiría en el
carácter siempre problemático que reviste
la estabilización de un orden en las
relaciones socio-políticas y la garantía de
un progreso en la factibilidad técnica del
capitalismo.” (Andrenacci 1997: 125)
En este sentido, a lo largo de la región,
la penetración diferencial de los procesos de
modernización política (estado) y económica
(capitalismo)
erigirían
obstáculos
estructurales a la dimensión extensiva de la
ciudadanía, desde el momento en que estos
procesos inacabados modulan de manera
diferencial la membresía de los diferentes
habitantes de un territorio nacional.
2.1.
Penetración diferencial del estado
Una de las particularidad de América
Latina que están a la base de la
inadecuación de la perspectiva marshalliana
de la ciudadanía está vinculada al déficit de
modernización política. La titularidad de
derechos ciudadanos supone la posibilidad
de hacer valer esos derechos y exigir su
cumplimiento allí donde son conculcados; es
decir, supone la presencia efectiva del
estado a lo largo de todo el territorio
nacional. En este sentido, varios autores
observan, en la región, la existencia de una
penetración diferencial de la institucionalidad
y la legalidad estatal a lo largo del territorio.
Esto
implica
que
los
estados
latinoamericanos no pueden hacer valer sus
leyes e instituciones en todo su territorio
nacional, dando lugar a la persistencia de
formas de dominación patrimonialistas, que
socavan los derechos de ciudadanía. Uno de
79
los pensadores más influyentes en esta
perspectiva
es
Guillermo
O’Donnell.
Respecto de la ciudadanía, O'Donnell
identifica dos caras:
“Por un lado, la ciudadanía está
implicada por el régimen democrático y por
los derechos que éste asigna a todos/as
los/as ciudadanos/as, especialmente los
derechos participativos de votar, ser
elegido y en general tomar parte en
diversas actividades políticas. La otra cara
de
la
ciudadanía
–derivada
de
la
nacionalidad– es un estatus adscriptivo,
obtenido pasivamente, antes de cualquier
actividad voluntaria, por el mero hecho de
pertenecer, ya sea por jus solis o jus
sanguinis, a una nación.” (O’Donnell 2004:
171)
A partir de esta distinción, el autor
plantea que sólo en la modernidad ambas
facetas de la ciudadanía tienden a coincidir.
En los órdenes premodernos, la ciudadanía,
en tanto titularidad de derechos políticos,
estaba reservada a uno o a varios. Incluso
en la democracia griega, la ciudadanía
constituía un estatus del que estaba excluida
la mayoría de los habitantes de las ciudades
estados. Fue en la modernidad, con los
procesos de democratización, que la
ciudadanía
activa
se
extendió,
prácticamente, a toda la población adulta.
Ahora bien, en esta doble faceta de la
ciudadanía (entendida como derecho de
participar en la cosa pública y, a su vez,
como pertenencia al colectivo nacional), el
estado aparece como cumpliendo un rol
fundamental. “El estado ha sido un lugar
central de concentración de poderes en el
cual y desde el cual se ha luchado por
múltiples derechos” (O’Donnell, 2004: 173).
“Cuando,
en
el
Noroeste,
los
campesinos, los trabajadores urbanos, las
mujeres y varias minorías lucharon por
esos y otros derechos, uno de los
referentes fundamentales fue, y sigue
siendo, el estado. Estas luchas por
derechos, algunos tradicionales y otros
inventados en el fragor de la lucha,
buscaban inscribirlos para efectivizarlos. Es
decir, buscaban que esos derechos fueran
incorporados como parte del sistema legal
del estado y que se crearan, o reformaran,
agencias estatales autorizadas y dispuestas
a efectivizarlos.” (O’Donnell 2004: 172)
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Luciano Nosetto
Si en la experiencia de las democracias
noroccidentales el estado constituyó el
referente institucional fundamental de las
luchas que diversos sectores emprendieron
por el pleno reconocimiento de sus derechos,
“poco de esto ha venido ocurriendo en
América Latina” (O’Donnell 2004: 173). Para
dar cuenta de la dispersión de las
experiencias latinoamericanas respecto de
sus antecesoras noroccidentales, O’Donnell
recurre a una definición del estado que
incluye tres dimensiones. En primer lugar, el
estado es un conjunto de burocracias; en
segundo lugar, es un sistema legal y, tercero
y último, el estado remite a un foco de
identidad colectiva para los habitantes de su
territorio. Estas tres dimensiones son
identificadas,
respectivamente,
con
la
eficacia (de las burocracias estatales), la
eficiencia (de sus leyes) y la credibilidad (de
su identificación con el bien común de los
habitantes). Ahora bien, en el caso de los
países latinoamericanos, O’Donnell registra
un profundo déficit en las tres dimensiones
de la estatalidad. En estos casos, coinciden
la ineficacia de las burocracias estatales, la
escasa penetración de los sistemas legales y
la baja credibilidad de estos estados como
intérpretes y realizadores del bien común de
sus poblaciones.
“El gran tema, y problema, del estado
en América Latina en el pasado, y aun en el
presente en el que los regímenes
democráticos predominan, es que, con
pocas excepciones, no penetra ni controla
el conjunto de su territorio, ha implantado
una legalidad frecuentemente truncada y la
legitimidad de la coerción que lo respalda
es desafiada por su escasa credibilidad
como intérprete y realizador del bien
común.” (O’Donnell 2004: 176)
En esta línea, O’Donnell considera
central
problematizar
la
penetración
territorial
y
funcional
del
estado
latinoamericano. El autor identifica la poca
atención que las teorías del estado han
asignado a la eficacia de las instituciones
estatales y la eficiencia de sus leyes. En esta
línea, es común a las actuales teorías del
estado la aceptación de un supuesto que,
según O’Donnell, debe ser rebatido; éste es
la idea de un alto grado de homogeneidad
en los alcances, tanto territoriales como
funcionales, del estado y del orden social
que éste sustenta. “No se cuestiona (y, si se
cuestiona, no se problematiza) si dicho
orden, y las políticas originadas en las
organizaciones estatales, tienen similar
efectividad en todo el territorio nacional y en
todos los estratos sociales existentes”
(O’Donnell 1993a: 168).
En esta línea, América Latina presenta
situaciones en las que la efectividad de la ley
se extiende muy irregularmente (si no
desaparece por completo) por el territorio y
las relaciones sociales (étnicas, sexuales y
de clase) que debe regular. En estas
situaciones de “evaporación funcional y
territorial de estado”, se produce una
peligrosa coexistencia de estados ineficaces
e ineficientes con esferas de poder
autónomas, con “sistemas de poder local
que tienden a alcanzar grados extremos de
dominación
personalista
y
violenta
(patrimonial y hasta sultanista, en la
terminología weberiana), entregados a toda
suerte de prácticas arbitrarias” (O’Donnell
1993a: 169).
2.2.
Penetración diferencial del
capitalismo
Si la penetración diferencial del estado
latinoamericano a lo largo de los territorios
nacionales
implica
una
modulación
diferencial de la pertenencia de los
individuos a su comunidad política, la
penetración diferencial de la modernización
económica contribuye, a su vez, a
complejizar este panomara. Como señala
Maristella Svampa, “en el marco del
fordismo, la ciudadanía social es asociada,
esencialmente, al trabajo formal y, a su vez,
es
garantizada
por
las
políticas
universalistas; la intervención del estado
tiende a ‘desmercantilizar’ una parte de las
relaciones sociales y a construir una
‘solidaridad secundaria’ por medio de
prestaciones públicas sociales, a favor de los
sectores desfavorecidos en la confrontación
capital-trabajo” (Svampa 2006: 10). De esta
manera, la obtención de los derechos de
ciudadanía en su dimensión social estuvo
históricamente vinculada a la condición de
trabajador y al desarrollo del estado de
bienestar.
Ahora bien, la experiencia
latinoamericana evidencia un obstáculo
estructural, vinculado a una modernización
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Factótum 6, 2009, pp. 77-97
económica inacabada, caracterizada por
asincronías, arcaísmos y encabalgamientos.
Es decir, la penetración diferencial de las
relaciones económicas capitalistas al interior
de los países latinoamericanos da lugar a
una
formación
económico
social
heterogénea, donde la figura del trabajador
fordista
aparece
como
un
fenómeno
particular y no universalizable. “En esta
dirección, recordamos aquí que, como ya lo
han señalado los trabajos desarrollados en
torno a la ‘marginalidad’ a finales de la
década de 1960 en América Latina, el
proceso de construcción de la ciudadanía ha
encontrado en las sociedades periféricas
límites estructurales” (Svampa 2006: 10).
Con esta referencia, Svampa da cuenta del
debate en torno a la marginalidad en
América Latina estimulado por el artículo
“Superpoblación relativa, ejército industrial
de reserva y masa marginal” publicado por
José Nun en 1969. Allí, Nun articula una
noción de marginalidad tributaria del
marxismo pero alejada, a su vez, de la
identificación habitual de los excluidos con la
noción de “ejército industrial de reserva”. En
palabras de Nun: “Mi tesis de la masa
marginal supuso un cuestionamiento del
hiperfuncionalismo de izquierda, para el cual
hasta el último campesino sin tierras de
América Latina (o de África) aparecía como
funcional para la reproducción de la
explotación capitalista” (Nun,2003b: 265).
En esta línea, Nun presenta un ejercicio
de relectura de la obra de Marx que le
permite
distinguir
los
conceptos
de
“superpoblación relativa” y de “ejército
industrial de reserva”. Por un lado, todo
modo de producción supone una población
que le es adecuada y, al mismo tiempo, un
excedente
de
población,
llamado
“superpoblación relativa”. Por otro lado, el
modo de producción capitalista en su fase
competitiva
opera
mediante
una
superpoblación relativa que funciona como
“ejército industrial de reserva”. En este
sentido, la superpoblación relativa es una
noción que remite a una teoría general de
los modos de producción, mientras que el
concepto de ejército industrial de reserva
remite a la situación particular de esta
superpoblación en la fase competitiva del
modo de producción capitalista. “No toda
superpoblación constituye necesariamente a
un ejército industrial de reserva, categoría
81
que implica una relación funcional de ese
excedente con el sistema en su conjunto”
(Nun 2003a: 48-49).
Ahora bien, ¿en qué consiste la
particular función del ejército industrial de
reserva? Nun recuerda que éste cumple, en
primer
lugar,
una
función
directa,
proveyendo la fuerza de trabajo requerida
en etapas ascendentes del ciclo económico,
cuando suceden expansiones súbitas del
capital
que
exigen
contratar
nuevos
trabajadores. Al mismo tiempo, el ejército
industrial de reserva ejerce funciones
indirectas vinculadas a las presiones que
estos trabajadores desempleados ejercen
sobre
los
trabajadores
empleados,
obligándolos a aceptar las condiciones de
trabajo y los salarios impuestos por el
capital (Nun 2003a: 75). Ahora bien, esta
funcionalidad de los sectores excluidos
aparece cuestionada en el texto de Nun en
dos sentidos. En primer lugar, el pasaje de
la fase del capitalismo competitivo a la fase
monopolística genera transformaciones en la
superpoblación relativa que modifican su
configuración en los términos de ejército
industrial de reserva. En segundo lugar, el
tipo de desarrollo capitalista dependiente de
América Latina hace que la funcionalidad de
los excluidos respecto del sistema sea aun
más cuestionable. Analicemos cada uno de
estos dos puntos.
En primer lugar, dijimos, “el pasaje a la
fase monopolística exige una revisión
teórica” (Nun 2003a: 81). El mercado
oligopólico y/o monopólico descoyunta el
mecanismo de la libre competencia: donde
antes el empresario individual era un
tomador de precios del mercado, ahora es la
gran corporación la que fija los precios del
mercado. Por otro lado, en esta fase se
expande la productividad del trabajo en
vinculación
con
el
avance
de
la
mecanización; esto, acompañado por una
exigencia de mayor especialización de los
trabajadores. De esta manera, se produce
una declinación de las posibilidades de
transferir trabajadores de una rama a otra
de la producción, al tiempo que pierde
sustento la idea de una reabsorción de los
obreros desocupados en etapas ascendentes
del ciclo económico. Así, la exclusión de
amplios sectores no calificados de la
superpoblación
relativa
pierde
su
funcionalidad respecto del sistema y deja de
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constituirse en los términos de un ejército
industrial de reserva. En suma, “en la fase
competitiva era lícito suponer que, en
términos generales, la población excedente
tendía a actuar como un ejército industrial
de reserva; en la fase monopolística, la
propia lógica del sistema obliga a diferenciar
la parte que cumple esa función de la que
constituye una masa marginal” (Nun, 2003a:
90).
Ahora bien –y en segundo lugar– ¿cómo
opera la marginalidad en América Latina?
Aquí Nun recupera las nociones de desarrollo
desigual y combinado para dar cuenta de
una penetración diferencial del capitalismo
en las sociedades periféricas. La inserción
tardía de los países periféricos en el mercado
internacional genera relaciones jerárquicas o
neoimperialistas
entre
las
economías
nacionales,
que
obstaculizan
la
modernización económica de los países
periféricos. De esta manera, las formaciones
económico
sociales
del
capitalismo
dependiente aparecen caracterizadas por la
coexistencia de formas arcaicas y modernas
de acumulación. En el caso de América
Latina, Nun identifica la coexistencia de tres
fases. “Es posible sostener que coexisten
tres procesos distintos de acumulación: a) el
del capital comercial [que, estrictamente, es
precapitalista]; b) el del capital industrial
competitivo; y c) el del capital industrial
monopolístico” (Nun 2003a: 127). Por
último, “los tres procesos de acumulación
mencionados revisten grados variables de
extensión y de intensidad en los diversos
países del área y se combinan de manera
específica en cada uno de ellos.” (Nun
2003a: 130). Cada uno de estos procesos
genera su superpoblación relativa específica,
donde las relaciones de funcionalidad
aparecen fuertemente cuestionadas. Con
esto, afirmará Nun “intenté mostrar que,
según los lugares, crecía un población
excedente que, en el mejor de los casos, era
simplemente irrelevante para el sector
hegemónico de la economía” (Nun 2003b:
265).
Como afirmábamos al principio de este
apartado, la ciudadanía social estuvo
vinculada a la condición de trabajador. Esto
permitía establecer solidaridades al interior
de una clase de trabajadores relativamente
homogénea, que podían oscilar entre el
Luciano Nosetto
empleo y el desempleo, pero cumpliendo en
todo caso funciones de reproducción
sistémica. Ahora bien, por un lado, Nun
indica que la fase monopolística del capital
viene a cuestionar la funcionalidad de los
excluidos, consolidando la exclusión de
aquellos que quedan fuera y alzando las
barreras para su reincorporación. Pero, por
otro lado, esto se agrava en el caso de los
países
latinoamericanos,
donde
las
condiciones del desarrollo desigual y
combinado generan un tipo de formación
económico social en el que la exclusión de
vastos
sectores
sociales
no
implica
funcionalidad ni disfuncionalidad respecto del
sector hegemónico de la economía. En
suma, “la existencia de diferentes niveles y
formas de integración y de exclusión ha sido
la marca de origen de las sociedades
periféricas,
lo
cual
implica
(...)
‘la
institucionalización de una ciudadanía de
geometría variable’” (Svampa 2005: 74).
3. La dimensión intensiva de la
ciudadanía
Tal como venimos presentando el
concepto de ciudadanía, una segunda
dimensión está vinculada a su carácter
intensivo. ¿Qué derechos componen el plexo
jurídico ciudadano? Como hemos visto,
Marshall
describe
el
proceso
de
ciudadanización en términos de una sucesión
de luchas por el reconocimiento de derechos,
que se cristaliza en tres grandes olas
institucionalizantes que corresponden a la
implantación de tres tipos diferentes de
derechos: civiles, políticos y sociales. Los
logros históricos de los movimientos se
traducen en la superposición de las distintas
capas, donde cada grupo de derechos
obtenidos proporciona la plataforma para el
surgimiento de los siguientes. Ahora bien, el
caso de los países latinoamericanos presenta
profundas
dispersiones,
retrocesos
y
asincronías
respecto
del
modelo
marshalliano. A modo de ejemplo, Elizabeth
Jelin indica:
“La
expansión
de
los
derechos
laborales y sociales en la región no siempre
fue consecuencia de la plena vigencia de
derechos civiles y de derechos políticos.
[Asimismo,] en los años ochenta, la
recuperación de derechos políticos en la
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transición
a
la
democracia
está
acompañada
por
violaciones
muy
extendidas a los derechos civiles [...] En
términos
generales,
los
derechos
económico-sociales tuvieron más vigencia
que los políticos, y éstos más que los
civiles, aunque hubo en la región
reversiones históricas significativas.” (Jelin
2003a: 4)
A continuación, daremos cuenta de las
críticas e inflexiones operadas por los
cientistas sociales y políticos en torno a los
derechos civiles, políticos y sociales que
integran el plexo jurídico de este estatus
universal. Trabajaremos aquí los distintos
aportes a la reflexión en torno a cada uno de
estos conjuntos de derechos, dando cuenta
de sus particularidades e imbricaciones e
identificando, por último, la emergencia de
nuevos derechos que no cuadran en la
tipología marshalliana.
3.1.
Derechos civiles
En la perspectiva de Marshall, los
derechos civiles están vinculados a las
libertades
individuales,
ampliamente
desarrolladas por el pensamiento liberal.
Entre estos derechos, se cuentan la libertad
de expresión, de convicción y de culto; así
como el derecho de adquirir y proteger la
propiedad y de disponer libremente de la
propia fuerza de trabajo. Por último,
constituye un elemento central de los
derechos civiles el acceso a la justicia, que
“es el derecho a defender y afirmar todos los
derechos propios en términos de igualdad
con otros y mediante el debido proceso legal
[...] Las instituciones más directamente
asociadas con los derechos civiles son los
tribunales de justicia” (Marshall 2005: 21).
En
esta
línea,
la
experiencia
latinoamericana demuestra un marcado
déficit en la universalización de los derechos
civiles. Como identifica José Nun, “la
población
latinoamericana
goza
muy
incompletamente de los derechos civiles,
como lo evidencian en la mayoría de los
países la crisis y la subordinación política de
los sistemas de justicia; la privatización y
feudalización de los aparatos legales según
regiones;
las
prácticas
abiertamente
discriminatorias de las fuerzas de seguridad;
los repetidos intentos de coartar las
libertades de prensa y de asociación; la falta
de castigo de las prácticas corruptas;
83
etcétera” (Nun 2003: 297-298). En la
perspectiva del autor, la dimensión civil de la
ciudadanía adolece de un fuerte sesgo de
clase, donde los sectores postergados
encuentran
seriamente
limitadas
sus
posibilidades de acceso a la justicia. En línea
con el planteo de Nun, O’Donnell vincula el
déficit de derechos civiles con el déficit de
penetración funcional y territorial del estado:
“Para grandes segmentos de la
población, las libertades liberales básicas
son negadas o violadas recurrentemente.
Los derechos de las mujeres golpeadas de
demandar
a
sus
maridos,
de
los
campesinos de lograr un juicio imparcial
frente a sus patrones, la inviolabilidad del
domicilio en los barrios pobres y, en
general, el derecho de los pobres y
diversas minorías de ser adecuadamente
tratados por las agencias estatales y los
tribunales de justicia son con frecuencia
negados.” (O’Donnell 1997b: 328)
En ambas perspectivas, es notable una
vinculación entre pobreza y conculcación de
derechos civiles. “La denegación de los
derechos liberales a (casi siempre, pero no
exclusivamente) los sectores pobres o
desposeídos
en
otro
sentido,
es
analíticamente diferente de la variación de
niveles
de
democratización
social
y
económica, y no necesariamente guarda
relación con ellos” (O’Donnell 1993b: 76).
De esta manera, si, por un lado, no existe en
la perspectiva de O’Donnell una correlación
teórica entre la conculcación de derechos
civiles y la conculcación de derechos
sociales, por otro lado, “empíricamente,
varias formas de discriminación y de pobreza
extendida, así como su contraparte, la
disparidad extrema en la distribución de
recursos (no sólo económicos), van de la
mano con la ciudadanía de baja intensidad.
Aquí se entra en el tema de las condiciones
sociales
necesarias
para
ejercer
la
ciudadanía” (O’Donnell 1993b: 76).
3.2.
Derechos políticos
Los derechos políticos están vinculados a
la posibilidad de participar activa o
pasivamente, de manera directa o delegada,
en los procesos de toma de decisiones
públicas. En palabras de Marshall, “por
elemento político me refiero al derecho de
participar en el ejercicio del poder político,
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como miembro de un organismo dotado de
autoridad política o como elector de los
miembros de tal organismo” (Marshall 2005:
21). El proceso de ciudadanización política
no consistió en la creación de nuevos
derechos
sino,
más
bien,
en
la
generalización de antiguos derechos a
nuevos sectores de la población. Hasta
entonces, el voto “era el privilegio de una
clase económica limitada, cuyos alcances
fueron extendidos por cada ley de reforma
sucesiva” (Marshall 2005: 29).
El proceso latinoamericano de expansión
de la base electoral del estado está
fuertemente
caracterizado
por
una
intermitencia crónica de los derechos
políticos, vinculados a los sucesivos golpes
cívico
militares
y
las
recurrentes
suspensiones de los derechos políticos. Una
vez asumida la transición a la democracia,
los derechos políticos aparecerán en el
centro del debate teórico, de la agenda
política y de los valores sociales. En este
contexto, los autores remarcan, por un lado,
la efectiva universalización de los derechos
políticos a partir de las transiciones a la
democracia en la región; y, por otro lado, la
insuficiencia de los derechos políticos para
garantizar por sí mismos la ciudadanía.
Vayamos por partes.
Para empezar, digamos que O’Donnell
identifica que el tipo de democracia que
caracteriza la experiencia latinoamericana
reciente se aleja del modelo representativo y
republicano,
adquiriendo
rasgos
profundamente
delegativos.
“Las
democracias delegativas se basan en la
premisa de que la persona que gana la
elección presidencial está autorizada a
gobernar como él o ella crea conveniente,
sólo restringida por la cruda realidad de las
relaciones de poder existentes y por la
limitación constitucional del término de su
mandato” (O’Donnell 1997a: 292). En esta
línea, el autor argumenta que las nuevas
democracias latinoamericanas adolecen de
falta de republicanismo, refiriendo con ello al
equilibrio de poderes y a la posibilidad de
controles cruzados entre distintas instancias
de gobierno (lo que el autor llama
“accountability horizontal”). Pero, si bien “la
accountability horizontal característica de la
democracia representativa no existe o es
extremadamente débil en las democracias
Luciano Nosetto
delegativas”, esto no implica que “la
democracia delegativa [sea] ajena a la
tradición democrática” (O’Donnell 1997a:
293).
“A este tipo de mando se lo ha
analizado como un capítulo dentro del
estudio
del
autoritarismo,
bajo
las
denominaciones de cesarismo, caudillismo,
populismo y otras por el estilo. Pero
también se lo debería estudiar como un
tipo peculiar de democracia que, aunque
algunas
de
sus
características
se
superponen con las de esas formas
autoritarias, no deja por ello de ser una
poliarquía.” (O’Donnell 1997a: 294)
De esta manera, O’Donnel considera que
los regímenes políticos latinoamericanos
posteriores al ciclo autoritario del 60-80 se
han constituido en términos poliárquicos
(Dahl 1989). A pesar de las notables
dispersiones
entre
las
poliarquías
noroccidentales y las latinoamericanas,
autores como O’Donnell defienden el
carácter poliárquico de estas últimas a partir
de la constatación de la existencia efectiva
de los derechos políticos. Incluso, el autor
identifica que los derechos políticos son
observables
tanto
en
las zonas
de
penetración funcional y territorial del estado
como en aquellas otras zonas donde la
presencia
estatal
está
fuertemente
cuestionada (O´Donnell 1993b: 75).
Ahora
bien,
este
diagnóstico
relativamente optimista habilitado por la
efectiva
universalización
de
derechos
políticos aparece prontamente cuestionado
por la situación de los derechos civiles y
sociales. De manera categórica, O’Donnell
identifica que “en muchas de las nuevas
poliarquías, los individuos son ciudadanos en
relación con la única institución que funciona
a la manera prescripta por sus reglas
formales: las elecciones. En el resto, sólo los
miembros de una minoría privilegiada son
ciudadanos plenos” (O’Donnell 1993b: 328).
En este sentido, si en un primer momento se
reconoce la universalidad de los derechos
políticos; en un segundo momento, estos
derechos
aparecen
fuertemente
cuestionados por la no universalidad de los
derechos civiles y sociales. Esto es así
porque las libertades civiles y los derechos
sociales, con la correlativa autonomía
CC: Creative Commons License, 2009
Factótum 6, 2009, pp. 77-97
individual que suponen, constituyen una
premisa básica de los derechos políticos.
“Sin esta premisa, carecería de sentido aun
la definición estrictamente política de la
democracia, pues la autonomía y la igualdad
de cada uno están presupuestas en el acto
de elegir entre candidatos rivales y de
computar
cada
voto
como
uno,
independientemente de la condición social
del votante.” (O’Donnell 1997c: 348)
A partir de esto, al interior de una región
caracterizada por la generalización de
regímenes poliárquicos y la universalidad de
derechos políticos, pueden distinguirse
diferentes niveles de democratización. Esas
variaciones se relacionan con la equidad e
igualdad en las esferas civiles y sociales. En
este contexto, O’Donnell incorpora el
concepto de ciudadanía de baja intensidad,
para dar cuenta de una situación donde la
plena titularización de derechos políticos no
puede ser ejercida debido a la conculcación
de derechos civiles y sociales, que socavan
el presupuesto de autonomía que está a la
base de la participación política. El autor
afirma, así, que se produce una disyunción
entre
el
respecto
de
los
derechos
democráticos y la violación sistemática de
los componentes liberales y sociales de la
democracia. En este sentido, los derechos
políticos aparecen plenamente realizados y
universales y, a su vez, esterilizados en su
ejercicio.
En suma, si bien los derechos políticos
son identificados en la literatura como
derechos universales y efectivos; muy
pronto, los déficits de libertades civiles y de
derechos sociales erosionan las condiciones
de autonomía que están a la base de la
participación política; constituyendo de esta
manera ciudadanos de baja intensidad o
bien
democracias
representativas
excluyentes.
3.3.
Derechos sociales
Por último, Marshall introduce los
derechos sociales: “Por elemento social
quiero significar toda la variedad desde el
derecho a una medida de bienestar
económico y seguridad hasta el derecho de
compartir plenamente la herencia social y a
llevar la vida de un ser civilizado según las
pautas prevalecientes en la sociedad”
(Marshall 2005: 21). Previo a la emergencia
de los derechos sociales, las políticas de
85
asistencia
eran
incompatibles
con
la
condición de ciudadano: se trataban “los
reclamos de los pobres no como una parte
integrante de los derechos del ciudadano
sino como una alternativa a ellos, como
reclamos que sólo se podían satisfacer si los
peticionantes cesaban de ser ciudadanos en
todo sentido verdadero de la palabra”
(Marshall 2005: 32). A partir del siglo XX, la
emergencia
del
estado
de
bienestar
invalidará esta oposición entre ciudadanía y
políticas sociales, incorporando derechos
como la educación y la salud en el plexo
jurídico del ciudadano (Polanyi 2001).
Al tratar los derechos civiles y políticos
hemos adelantado la situación dramática
que la región presenta respecto de los
derechos sociales. Pobreza y desigualdad
caracterizan
un
escenario
donde
la
universalidad y la vigencia de los derechos
sociales aparecen fuertemente contestadas.
En esta línea, nos interesa en este apartado
dar cuenta de los fenómenos vinculados al
déficit de ciudadanía social en la región. El
primero de ellos tiene que ver con los rasgos
corporativos de las prestaciones sociales,
que han socavado desde su origen la
universalidad de los derechos sociales en
América Latina. El segundo fenómeno está
vinculado a la reciente y progresiva
conculcación de aquellos derechos sociales
adquiridos, a partir de las transformaciones
en el modo de regulación fordista, en
contextos de globalización, hegemonía
neoliberal y desmonte del estado de
bienestar.
Es
decir,
si
bien
las
transformaciones del capitalismo global del
último tercio del siglo XX han tenido en
América Latina un impacto negativo sobre
los derechos sociales, lo cierto es que en la
región la ciudadanía social se había
desarrollado de manera limitada. De modo
que los efectos desestructurantes de las
transformaciones
recientes
vinieron
a
agravar una situación que ya era de por sí
deficitaria.
Varios autores remarcan, en esta línea,
el carácter corporativo del estado de
bienestar latinoamericano como uno de los
obstáculos a la universalización de los
derechos sociales. El régimen corporativo del
Estado de Bienestar aparece definido de
manera canónica por Gøsta Esping-Andersen
en Los Tres Mundos del Estado de Bienestar.
Allí, el autor despliega un estudio comparado
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86
de la institucionalidad de bienestar en varios
países, que le permite construir tres tipos
ideales:
El Estado Residual. Este primer
modelo encuentra su fuente de inspiración
en la economía neoclásica y en la filosofía
moral libertaria y, su caso prototípico, en los
Estados Unidos. El mérito y el esfuerzo
individual aparecen aquí como la única
posibilidad de conciliar derechos sociales
universales con el resguardo de las
libertades individuales. Es este sentido, la
cuestión social es definida en los términos de
un déficit de proletarización: las situaciones
de vulnerabilidad social están vinculadas a la
exclusión del mercado de trabajo. En este
sentido, el estado debe orientarse a la acción
focalizada
sobre
situaciones
de
vulnerabilidad
moralmente
inaceptables,
permitiendo en los restantes casos la
autoregulación por el mercado de los
derechos sociales. “El mercado de trabajo
siempre es el mejor mecanismo para asignar
recursos de acuerdo con el ‘mérito’ y la
‘productividad’, y por lo tanto, la acción
estatal sólo debe estar dirigida a los grupos
sociales que por alguna razón presentan
dificultades para insertarse laboralmente”
(Isuani y Nieto 2002: 2).
El Estado Corporativo. El segundo
enfoque,
característico
de
Europa
continental, puede derivarse del diagnóstico
durkheimiano de la dilución de los vínculos
de la solidaridad mecánica a partir de la
división social del trabajo. Este proceso
amenaza la fuente de estabilidad del orden
social propia de las sociedades. Aquí, la
solidaridad
orgánica
aparece
como
consecuencia de la moderna división social
del trabajo y de las interdependencias que
genera. Este concepto dio origen a la
tradición integracionista del estado de
bienestar, que promovió un principio de
integración vinculado a los sistemas de
solidaridad orgánica. En estos casos, la
relación entre las instituciones de bienestar y
el mundo del trabajo fue central: “los
procesos de construcción de una identidad
colectiva, los mecanismos de expresión de
intereses y los de acceso a los beneficios
sociales son elaborados, tanto teórica como
prácticamente, en relación con el lugar que
Luciano Nosetto
cada individuo ocupa en la estructura
productiva” (Isuani y Nieto 2002: 2-3). De
esta manera, el modelo corporativo identifica
las figuras del ciudadano y del trabajador.
Así, la ciudadanía en el modelo corporativo
supondrá la inserción de los individuos en
colectivos
del
trabajo.
“El
modelo
corporativo se expresa en el aseguramiento
frente al riesgo social de los trabajadores
organizados por categorías ocupacionales. La
asignación de derechos presupone la
participación en la relación laboral y en la
organización del núcleo familiar (…) La figura
central de este modelo es el seguro
contributivo financiado por impuestos sobre
la
nómina
salarial,
implicando
una
solidaridad estratificada por las relaciones
laborales y familiares.” (Isuani y Nieto 2002:
4)
Estado universal. El tercer enfoque,
característico de los países escandinavos,
describe el desarrollo del estado de
bienestar como un proceso de construcción
de la ciudadanía social. Para esta tradición,
inspirada en la propuesta de T.H. Marshall,
es central el paso del individuo al ciudadano
por medio del reconocimiento de derechos
civiles, políticos y sociales que remodelan la
construcción del contrato social. Aquí, los
derechos de ciudadanía no presuponen la
inserción laboral o mercantil sino que es la
mera pertenencia a una comunidad política
la que determina la necesidad de asegurar la
libertad brindando garantías de igualdad en
el mundo de lo social. De modo que el
concepto de trabajo no es aquí relevante
como un productor de integración social. El
modelo universal se propone socializar la
gestión
del
riesgo
social
otorgando
coberturas
generales
sobre
derechos
ciudadanos. Estos derechos comprenden al
conjunto de la sociedad y, por lo tanto, el
papel del mercado es mínimo, siendo el
estado la principal institución en la gestión
del riesgo. En este modelo, la proletarización
de la fuerza de trabajo se encuentra
mediada por el igualitarismo del concepto de
ciudadanía y por una gestión del riesgo
social emancipada de la mercantilización.
En
el
caso
de
los
países
latinoamericanos,
se
observa
una
convergencia en diferentes medidas de los
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Factótum 6, 2009, pp. 77-97
tres modelos. En el caso argentino, por
ejemplo, el estado de bienestar se organiza
bajo el modelo universal en la prestación de
los servicios de educación y salud, mientras
que en las demás prestaciones sociales se
articula de manera corporativa. Ahora bien
¿por qué una hibridación entre el modelo
corporativo y el universal (que caracteriza
experiencias que uno podría suponer
exitosas, como las de Alemania, por un lado,
y Suecia, por otro) habría de ser tan lesiva
para la consolidación de una ciudadanía
social en América Latina?
Según los autores, el modelo corporativo
se aleja de la noción de ciudadanía en tanto
supone derechos sociales que no son
universales sino que están vinculados a la
participación en el mundo del trabajo. Como
remarcan Isuani y Nieto, “la integración
social sobre bases corporativas y familiares
es el objeto central de este régimen de
bienestar, sin embargo no es una integración
sobre la base de derechos igualitarios, sino
desde la pertenencia a una corporación
profesional y a un núcleo familiar. Es una
integración construida desde las jerarquías y
el estatus” (Isuani y Nieto 2002: 4). Sin
embargo, el supuesto de una sociedad de
pleno empleo (que está a la base del modelo
corporativo) implica que los derechos
vinculados a la condición de trabajador
constituyen algo más que simples privilegios
corporativos, acercándose a la universalidad.
Allí donde (tendencialmente) todos son
trabajadores, la vinculación de derechos
sociales a la condición de trabajador implica
una
titularización
(tendencialmente)
universal. Aquí es donde América Latina se
aleja de la experiencia europea: “Esta
realidad contrasta con la especificidad
latinoamericana, ya que en esta región el
capitalismo nunca llegó a organizar las
relaciones sociales de manera total alrededor
del mercado de trabajo” (Isuani y Nieto
2000: 9).
Ya hemos presentado las características
y efectos de la penetración diferencial del
capitalismo en la región. Sus efectos de
exclusión y marginalidad hacen que el
supuesto del pleno empleo no sea operativo
en los países de América Latina. En este
contexto, una institucionalidad de bienestar
basada en el modelo corporativo sólo puede
asegurar derechos de ciudadanía a aquella
minoría de trabajadores formales, en un
87
subcontinente caracterizado por la amplia
extensión de situaciones de informalidad, de
marginalidad y exclusión social. De modo
que, si en los casos europeos el modelo
corporativo puede brindar ciudadanía social
a la mayoría de sus miembros, en los casos
latinoamericanos, el modelo corporativo
hace de la ciudadanía social un privilegio
para los (pocos o varios) insertos en
relaciones laborales formales. En suma, “la
característica peculiar de este híbrido
institucional es que favoreció la expansión
del sistema por un sendero de ‘imitación de
privilegios’. Es decir, no se pugnaba por
derechos básicos universales sino que se
legitimaban las diferencias de ‘estatus’ y los
más rezagados buscaban ‘engancharse’ con
los
grupos
que
percibían
beneficios
máximos” (Lo Vuolo y Barbeito 1998).
3.4.
Nuevos derechos
Hemos trabajado hasta aquí algunas de
las críticas, debates e inflexiones operadas
en torno a los derechos civiles, políticos y
sociales concebidos por Marshall como
constitutivos de la ciudadanía. Ahora bien,
un conjunto de innovaciones bien influyentes
en la teoría de la ciudadanía está vinculada a
la identificación de la emergencia de nuevos
reclamos en torno a derechos que no
corresponden con la tipología clásica. En
este sentido, los derechos de las mujeres,
los derechos de las minorías culturales y
étnicas, los derechos colectivos y de los
pueblos y, por último, los derechos
medioambientales y de los consumidores
generan nuevos tipos que cuestionan la
exhaustividad de la distinción de elementos
civiles, políticos y sociales. Digamos que si
bien Marshall rechazó toda posibilidad de
establecer una enumeración taxativa de
derechos ciudadanos, los nuevos derechos
emergentes
implican
una
serie
de
dimensiones problemáticas y de debates en
torno a la noción de ciudadanía. En esta
línea, el impacto de los movimientos étnicos
en la región ha configurado un campo
prolífico de reflexiones y prácticas respecto
de la ciudadanía. Según indica Elizabeth
Jelin:
“Las tendencias que se manifiestan en
América Latina en la década de los ‘90
indican un crecimiento/emergencia de
movimientos indígenas que reivindican su
CC: Creative Commons License, 2009
88
Luciano Nosetto
‘derecho a la identidad’ y a la participación
en la sociedad global, vinculados en una
densa red internacional. También una
búsqueda de reconocimiento de identidades
racionales, especialmente entre los negros
en Brasil y entre las diversas comunidades
‘latinas’ de los Estados Unidos. Estas
reivindicaciones de identidades diferentes
se desarrollan en el contexto de sociedades
nacionales y de estados que formalmente
aceptan la igualdad ciudadana, que es
también reclamada por estos movimientos.
Esta dialéctica entre la igualdad ciudadana
y el pluralismo cultural plantea nuevas
tensiones y dilemas sociales y políticos.”
(Jelin 2003b: 13)
Will
Kymlicka
y
Wayne
Norman
identifican que estos movimientos articulan
tres tipos de reivindicaciones de derechos:
en primer lugar, derechos especiales de
representación; en segundo lugar, ciertos
derechos de autogobierno; y, por último,
derechos multiculturales, vinculados al
reconocimiento identidad y a la libertad de
su despliegue. Esto es observado en América
Latina en la agenda de movimientos
indígenas (que muchas veces coinciden con
movimientos campesinos y gremiales).
Según identifica Jaime Márquez Calvo en el
caso de los países andinos, “esta demanda
comprende no sólo un reclamo por derechos
fundamentales (derecho a la vida, la libertad
personal, la integridad física, etc.) sino
también
por
el
reconocimiento
de
importantes derechos colectivos: territorios,
cultura
propia,
manejo
de
recursos
naturales, reconocimiento como pueblos,
etc. (...) expresan así la existencia de una
conciencia
étnica
subyacente en
sus
reivindicaciones
gremiales
sobre
sus
derechos como pueblos” (Márquez Calvo
2003: 32).
Ahora bien, como ha sido prontamente
identificado por la literatura sobre el tema,
estas
demandas
de
“ciudadanía
diferenciada” plantean serios desafíos a la
concepción clásica de la ciudadanía. Desde la
perspectiva clásica, la ciudadanía es, por
definición, un status igual de todos los
miembros de una comunidad política en
tanto miembros. Esta igualdad de base es lo
que distingue a la ciudadanía moderna del
feudalismo
y
de
otras
concepciones
premodernas, que fundaban los derechos
políticos de los individuos en función de su
pertenencia a una determinada colectividad,
etnia o confesión religiosa. En este sentido,
la movilización en torno al derecho a ser
reconocido
como
diferente
entra
en
contradicción con la igualdad que está a la
base del concepto de ciudadanía. “La
organización de la sociedad sobre la base de
derechos o pretensiones derivadas de la
pertenencia a determinado grupo se opone
tajantemente al concepto de sociedad
basado en la idea de ciudadanía. Esto
explica por qué la idea de ciudadanía
diferenciada es percibida como una inflexión
radical de la teoría de la ciudadanía”
(Kymlicka y Norman 1997: 28). En este
sentido, Jelin identifica que, después de
décadas de debate, el tema de la diversidad
cultural ha comenzado a ser abordado de
otra manera. Si bien la idea original de la
ciudadanía estaba orientada por una visión
individualista de los derechos, de manera
creciente el eje pasa a las comunidades:
“Hablar de derechos culturales es hablar de
grupos y comunidades colectivas: el derecho
de sociedades y culturas (autodefinidas
como tales) a vivir en su propio estilo de
vida, a hablar su propio idioma, usar su ropa
y perseguir sus objetivos, y su derecho a ser
tratadas justamente por las leyes del estado
nación en que les toca vivir (casi siempre
como minorías). El surgimiento de las
reivindicaciones de derechos de los pueblos
indígenas basadas en criterios de etnicidad,
constituye un campo novedoso donde estas
cuestiones están siendo discutidas” (Jelin
2003b: 11-12).
4. La dinámica de movilización e
institucionalización
Como hemos ya adelantado, Marshall
considera que no hay ningún principio
universal que determine cuáles son los
derechos
ciudadanos,
de
modo
que,
históricamente, las sociedades “crean la
imagen de una ciudadanía ideal con la cual
puede medirse el logro y hacia la cual deben
dirigirse las aspiraciones” (Marshall 2005:
37). De esta manera, la ciudadanía es
abordada como un concepto en movimiento,
cuya
extensión
e
intensidad
son
determinadas
en
los
procesos
de
movilización social y reconocimiento jurídico
y estatal. En este sentido, José Nun afirma
CC: Creative Commons License, 2009
Factótum 6, 2009, pp. 77-97
que la ciudadanía es “una construcción social
que se funda, por un lado, en un conjunto de
condiciones materiales e institucionales y,
por el otro, en una cierta imagen del bien
común y de la forma de alcanzarlo. Lo que
equivale a decir que es siempre el objeto de
una lucha, por más que en determinados
lugares ésta pueda haberse resuelto desde
hace mucho y haya tendido a naturalizarse”
(Nun 2000: 65-66).
Ahora
bien,
esta
dinámica
de
movilización social y reconocimiento jurídico
y estatal de los derechos del ciudadano
aparece problematizada en la literatura
latinoamericana a partir de un conjunto de
aportes.
Sin
pretender
exhaustividad,
expondremos
en
este
apartado
dos
consideraciones
que
cuestionan
la
pertinencia de la dinámica de movilización e
institucionalización
en
el
contexto
latinoamericano. La primera de ellas está
vinculada al fenómeno del populismo como
disruptivo
de
la
dinámica
de
institucionalización de derechos reclamados
por los movimientos sociales. El segundo
conjunto de consideraciones está vinculado a
las transformaciones en la acción colectiva.
4.1.
La disrupción populista
Uno de los argumentos más recurridos
para dar cuenta de la inadecuación del
modelo marshalliano a la experiencia
latinoamericana está vinculado al fenómeno
populista. Según Elizabeth Jelin, “en la
historia latinoamericana de este siglo, la
preeminencia de regímenes populistas y los
autoritarismos sociales y políticos han
creado una cultura donde la conciencia de
derechos ciudadanos es débil” (Jelin, 2003a:
4).
Ahora
bien
¿en
qué
consiste
concretamente la disrupción populista a la
dinámica de ciudadanización? Nos interesa,
en este punto, recuperar la propuesta de
lectura de Enrique Peruzzotti. En Peruzzotti
(1999) argumenta que la erosión de la
autoridad de las leyes, resultante de los
procesos populistas, se tradujo en un
“desconstitucionalización” de la sociedad civil
que implicó tanto la erosión de sus
instituciones mediadoras y sus prácticas
organizativas como la pérdida de los
derechos de ciudadanía. Si bien el autor se
concentra exclusivamente en el caso
argentino, su propuesta es que las
reflexiones y conclusiones del análisis de
89
este caso pueden servir como lecciones para
estudiar el populismo latinoamericano en
general.
El autor comienza distinguiendo dos
aspectos de la sociedad civil. Por un lado,
indica una dimensión activa, que se refiere a
las asociaciones, los movimientos y las
formas de acción colectiva que contribuyen a
la reproducción, expansión y defensa de los
derechos; por otro lado, se observa una
dimensión pasiva, que hace referencia a las
instituciones que diferencian y estabilizan a
la sociedad civil como esfera autónoma de
intervención social. Al interior de esta
dimensión pasiva, la presencia de derechos
fundamentales efectivos es el indicador más
claro de la existencia de una sociedad civil
institucionalizada.
“Los derechos son las instituciones
jurídicas que estabilizan el espacio de lo
social como sociedad civil, es decir, como
una esfera autónoma de interacción
diferenciada tanto del estado como de la
economía. El establecimiento de derechos
‘constituye’ a la sociedad civil en tanto
delimita y organiza jurídicamente a lo
social.
Sin
derechos
fundamentales
efectivos, lo social queda reducido a su
dimensión ‘activa’, es decir, a acción
colectiva no enmarcada ni protegida por un
marco jurídico.” (Peruzzotti 1999: 156157)
De este modo, los derechos brindan la
plataforma institucional para el despliegue
de la acción colectiva, es decir, de la
dimensión activa de la sociedad civil. El
desarrollo de una sociedad civil moderna
combina, en la perspectiva del autor, las
acciones colectivas de los movimientos
sociales con el establecimiento de derechos
que se institucionalizan como logro de dichos
movimientos.
“El
proceso
de
autoconstitución de las modernas sociedades
civiles es inseparable de esta doble dialéctica
entre acción colectiva y estabilización
jurídica mediante la implantación de
derechos protectores” (Peruzzotti 1999:
157). Esta dialéctica está ya presente en la
articulación marshalliana de los derechos de
ciudadanía.
“T.H. Marshall aporta el análisis
paradigmático de la dialéctica ‘acción
colectiva/institucionalización’ que enmarcó
el proceso de autoconstitución de las
CC: Creative Commons License, 2009
90
Luciano Nosetto
modernas sociedades civiles. La noción de
ciudadanía se refiere a una institución en
constante desarrollo y cambio que tiene
como elemento dinámico la acción colectiva
de movimientos sociales, la cual, a su vez,
contribuye
a
nuevas
formas
de
juridificación. Marshall describe el proceso
de extensión de la ciudadanía en términos
de una sucesión de luchas por la
ampliación y redefinición de dicho proceso,
que se cristaliza en tres grandes olas
institucionalizantes que corresponden a la
implantación de tres tipos diferentes de
derechos: civiles, políticos y sociales. Los
logros históricos de los movimientos
burgueses y socialistas se traducen en la
superposición
de
distintas
capas
juridificantes, donde cada grupo de
derechos
obtenidos
proporciona
la
plataforma institucional para el surgimiento
de nuevas formas de acción colectiva”
(Peruzzotti 1999: 157)
Esto muestra la profunda interconexión
entre el desarrollo del estado y el desarrollo
de la sociedad civil a partir de la ampliación
de los derechos de ciudadanía. Ahora bien,
los
derechos
de
ciudadanía,
como
instituciones jurídicas que son el fruto de
demandas normativas de movimientos
sociales ante el estado, sólo pueden ser
efectivos en la medida en que exista un
ordenamiento judicial. Aquí, Peruzzotti
remite a la necesaria existencia de un
derecho moderno consolidado y del principio
de división de poderes como condiciones
para la efectividad de los derechos de
ciudadanía. Es aquí donde el populismo
generó un efecto disruptivo de la dinámica
de movilización y reconocimiento, no
permitiendo la institucionalización de los
derechos
de
ciudadanía.
“Las
luchas
históricas por derechos políticos y sociales
no
resultaron
en
una
mayor
constitucionalización
de
las
dinámicas
políticas y sociales. Por el contrario, la
democratización populista interrumpió el
proceso histórico de juridificación iniciado
por el régimen conservador, implantando
una
dinámica
política
desconstitucionalizante” (Peruzzotti 1999:
163). En esta línea, el autor identifica en el
corporativismo, el movimientismo y la
manipulación propagandística los tres males
que limitaron toda posibilidad de inscripción
jurídica duradera de los derechos de
ciudadanía obtenidos.
En suma, la politización de los
mecanismos jurídicos llevada a cabo por los
populismos
destruye
las
condiciones
constitutivas del complejo derecho-estadosociedad
civil,
obstaculizando
la
institucionalización de la sociedad civil y, en
particular, de los derechos fundamentales, y
haciendo depender a estos últimos de una
vinculación política con el régimen populista.
“Al politizar el derecho, el populismo elimina
la distinción entre ratio y voluntas sobre la
que se construye la legitimidad del estado
moderno” (Peruzzotti 1999: 167).
Nos interesa, por último, recuperar en
este punto la línea interpretativa articulada
por Norbert Lechner. En su artículo
“Modernización y modernidad. La búsqueda
de la ciudadanía”, Lechner comienza
identificando a la modernidad con la
secularización, entendida como el pasaje de
un orden recibido (instituido a través de la
religión como garante indiscutible) a un
orden producido, en el cual la sociedad debe
crearse a sí misma en tanto comunidad. De
modo que la modernidad viene dada por la
asunción del orden social como un producto
que los hombres mismos deben darse, desde
el interior de lo social: “con la modernidad
tanto la comunidad como la exclusión dejan
de ser datos determinados de antemano y se
pueden percibir como productos de la acción
social” (Lechner 1993: 63). Ahora bien, la
experiencia de la modernidad en América
Latina aparece de manera problemática. Al
desmoronarse el antiguo orden oligárquico,
que estructuraba jerárquicamente a lo social
en términos de una comunidad orgánica, los
fenómenos de desigualdad y exclusión
comienzan a ser vistos como no naturales,
es decir, como producto de un orden social
impuesto,
que
puede
asimismo
transformarse: “la exclusión de obreros y
campesinos aparece al desnudo, es decir, es
percibida como consecuencia del orden
reinante” (Lechner 1993: 64).
De esta manera, en el pasaje al siglo XX,
emerge en los países de industrialización
temprana la “cuestión social” y, en muchos
casos, de manera simultánea, las nuevas
democracias (apoyadas en una incipiente
legislación social) pretenden resolver la
exclusión social a través de la participación
política. En este intento de canalizar
políticamente la exclusión social, Lechner
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identifica un grave obstáculo: las ideologías
nacionales populares. “Este intento de
enfocar políticamente la exclusión social
fracasa porque a la exclusión (como
producto social) se responde con una
categoría cuasi natural de comunidad: la
nación. La idea de nación apunta a una
unidad preconstituida, no a una comunidad
construida” (Lechner 1993: 64).
En este sentido, el nacionalismo remite a
un orden ya dado, natural, preconstituido
que no aparece como producto de la acción
humana sino que preexiste y determina las
configuraciones sociales y las opciones
políticas. Enlazado con el nacionalismo, el
populismo aparece como el intento simbólico
de restaurar una comunidad natural perdida,
en contextos de fragmentación y exclusión
social. De este modo, el populismo aparece
como el intento de darse una comunidad allí
donde la sociedad aparece desintegrada.
Esto da cuenta, en la perspectiva de
Lechner, de la actualidad del populismo en la
región: “siendo el populismo un sustituto de
comunidad, no desaparecerá mientras nos
se desarrollen nuevas formas de integración
social e identidad colectiva” (Lechner, 73).
En suma, el modelo nacional-popular
aparece como la posibilidad simbólica y
política de interpelación a una comunidad en
el contexto profundamente fragmentado por
la
penetración
diferencial
de
la
modernización económica y política y por la
configuración de ciudadanías de geometría
variable.
4.2.
Los nuevos movimientos
Hemos planteado que la dinámica de
movilización social y reconocimiento jurídico
y estatal de los derechos del ciudadano
aparece problematizada en la literatura
latinoamericana a partir de un conjunto de
aportes vinculados, por un lado, al fenómeno
populista
y,
por
otro
lado,
a
las
transformaciones recientes y la configuración
actual de la acción colectiva en la región.
Tanto los abordajes de la acción colectiva
que parten de las teorías de los movimientos
sociales como aquellos que parten de la
noción de protesta social2 enfatizan un
2
Para una discusión en torno a la pertinencia de los
conceptos de protesta social y movimiento social en el
abordaje
de
la
acción
colectiva
argentina
y
latinoamericana recientes, ver Svampa (2005: 318),
Schuster y Pereyra (2001) y Schuster (2005: 43 y ss.)
91
conjunto de transformaciones recientes en
las experiencias de contestación social que
exigen una revisión de la forma de entender
la relación entre movilización social e
institucionalización de derechos.
En la perspectiva marshalliana, el
concepto de ciudadanía de define en una
relación compleja e imbricada respecto del
concepto de clase social. Precisamente,
Marshall distingue dos tipos de clases
sociales: por un lado, están aquellas que
llamaríamos estamentales, definidas en
función
del
jerarquías
de
condición
(patricios, plebeyos, siervos, esclavos, etc.);
por otro lado, están aquellas definidas por
las instituciones de la propiedad y la
estructura
de
la
economía
nacional
(propietarios, trabajadores, etc.). La opinión
del autor es que la ciudadanía moderna
implica la desaparición de los estamentos
clásicos y que, a su vez, reduce la
importancia social de la distinción entre
clases. El autor plantea que, más que
lograrse la igualdad entre las clases sociales,
lo que permite el proceso de ciudadanización
es la igualdad de las personas en una nación
que queda así constituida como si fuera una
clase única. “La igualdad de condición
[ciudadana] es así más importante que la
igualdad de ingreso” (Marshall 2005: 61). La
preocupación de Marshall está así vinculada
a la relación existente entre la igualdad
ciudadana y las desigualdades de clase (ver
Giddens 1985; Held 1997). En este sentido,
no en vano el título de las conferencias de
Marsall es “Ciudadanía y clase social”.
En este contexto, cuando Marshall
presenta su dinámica de movilización social
e institucionalización de derechos, el foco
está puesto en un tipo muy particular de
acción colectiva: en la de los trabajadores.
De esta manera, el movimiento obrero
aparece como el sujeto central de esta
dinámica de movilización social que genera
el progresivo reconocimiento jurídico y
estatal de derechos. Ahora bien, este
panorama
aparece
profundamente
cuestionado por un conjunto de fenómenos
recientes. En primer lugar, el proceso de
balcanización
de
los
comportamientos
laborales y de descolectivización implicados
en el pasaje al modo de regulación
posfordista
marca
un
conjunto
de
transformaciones estructurales irreversibles.
Por otra parte, la emergencia de nuevos
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Luciano Nosetto
movimientos
sociales
(feminismo,
estudiantes, ecologismo, etc.) genera una
dinámica de acción colectiva irreductible a la
identidad de clase. Estas transformaciones
son recogidas por la emergencia de un rico
campo de estudio de las ciencias sociales:
“La acción colectiva comenzó a constituir un
auténtico y novedoso problema para las
ciencias sociales desde el momento en que
muchas de nuestras certezas acerca de los
sujetos colectivos homogéneos, aquellas que
dominaron casi un siglo de conocimiento, se
desmoronaron.
El
estudio
de
los
movimientos sociales, las protestas y la
acción colectiva en general es hoy uno de los
grandes temas de análisis de las ciencias
sociales” (Schuster 2005: 45). Ahora bien,
¿cómo se expresan estas transformaciones
en América Latina?
Como punto de partida podemos
identificar que, en la región, no fue la clase
obrera sino la figura más difusa del pueblo la
que protagonizó la movilización social
(Svampa 2005: 206). Elizabeth Jelin indica
que “la región tiene una historia rica y
compleja
de
luchas
populares
que
impulsaron la expansión de la ciudadanía y
los derechos. Las luchas campesinas, las
protestas
obreras,
los
movimientos
populares
antiguos
y
recientes,
las
movilizaciones políticas excepcionales [...],
las propias revoluciones no pueden ser
dejadas de lado. Esta historia de luchas
populares manifiesta la riqueza de las
experiencias de resistencia y de oposición a
la dominación” (Jelin 2003a: 8). Si bien Jelin
identifica que la acción colectiva en América
Latina estuvo preeminentemente vinculada a
los derechos sociales de sectores populares,
en el contexto de las dictaduras militares de
las décadas del ’60 al ’80, comienza a
emerger un campo novedoso de demandas
de “nueva ciudadanía” (Dagnino 2006: 206)
y de identidades caracterizadas por una
mayor
heterogeneidad,
complejidad
y
fragmentación:
“La oposición a las dictaduras militares
y la demanda de democracia abre el
espacio de los reclamos por los derechos
políticos; las violaciones masivas a los
derechos humanos crea un nuevo lenguaje,
un nuevo código. Si antes el ideal
ciudadano difícilmente se extendía más allá
de los hombres de sectores medios
urbanos, educados, la ola de movilizaciones
populares y movimientos sociales, el
feminismo y los movimientos de mujeres,
las
nuevas
manifestaciones
del
indigenismo, las movilizaciones urbanas y
las
presiones
democratizadoras
más
generales, han incitado a una nueva
manera de plantear las demandas sociales,
políticas y culturales. Crecientemente, la
sociedad civil se moviliza, desarrollando
acciones y demandas ancladas en los
derechos y las responsabilidades de la
ciudadanía.” (Jelin 2003a: 9)
En el caso de Argentina, por ejemplo,
Federico Schuster y Sebastián Pereyra
identifican cómo, a lo largo de las últimas
dos décadas del siglo XX, va perdiendo
preeminencia la acción colectiva de tipo
sindical y se va consolidando una “matriz
ciudadana” de protesta, caracterizada por la
dispersión y la fragmentación de las
protestas
en
múltiples
identidades,
demandas y formatos. Ahora bien, en este
contexto de fragmentación y heterogeneidad
de las protestas sociales, varios autores
consideran
posible
identificar
algunas
características comunes de los movimientos
sociales latinoamericanos. Por caso, el
uruguayo Raúl Zibecchi considera que “hacia
fines de los setenta fueron ganado fuerza
[nuevas] líneas de acción que reflejaban los
profundos cambios introducidos por el
neoliberalismo en la vida cotidiana de los
sectores populares. Los movimientos más
significativos (Sin Tierra y seringueiros en
Brasil,
indígenas
ecuatorianos,
neozapatistas,
guerreros
del
agua
y
cocaleros
bolivianos
y
desocupados
argentinos), pese a las diferencias espaciales
y
temporales
que
caracterizaron
su
desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que
responden a problemáticas que atraviesan a
todos los actores sociales del continente. A
continuación, presentaremos a efectos
ilustrativos algunos de los rasgos centrales
de
los
movimientos
sociales
latinoamericanos:
(i) Nuevas territorialidades. Varios
autores coinciden en que buena parte de las
características comunes a los diferentes
movimientos sociales se debe a
la
territorialización; es decir, a su arraigo en
espacios físicos recuperados o conquistados
a través de largas luchas, abiertas o
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subterráneas. “Las nuevas territorialidades
son
el
rasgo
diferenciador
de
los
movimientos sociales latinoamericanos, y lo
que les está dando la posibilidad de revertir
la derrota estratégica. A diferencia del viejo
movimiento obrero y campesino (en el que
estaban subsumidos los indios), los actuales
movimientos están promoviendo un nuevo
patrón
de
organización
del
espacio
geográfico, donde surgen nuevas prácticas y
relaciones sociales” (Zibecchi 2003: 187).
(ii) Autonomía y democracia. La
segunda característica que atraviesa a los
movimientos es la búsqueda de autonomía,
tanto respecto de los estados como de los
partidos políticos. “Los comuneros, los
cocaleros, los campesinos Sin Tierra y cada
vez más los piqueteros argentinos y los
desocupados urbanos están trabajando de
forma
consciente
para
construir
su
autonomía material y simbólica” (Zibecchi
2003: 186). Esta búsqueda de autonomía
coincide
con
formas
de
democracia
organizacional
vinculadas
a
prácticas
horizontales, participativas y asamblearias.
En este sentido, la práctica y la discursividad
de muchos de los movimientos sociales
aparecen atravesadas por la relavorización
de la democracia al interior de la
organización:
“Por un lado, la promoción de formas
participativas más horizontales y abiertas
es vista como reaseguro frente a los
peligros
de
desconexión
entre
los
diferentes
niveles
organizativos,
burocratización y manipulación. Por otra
parte, la confrontación con la hegemonía
neoliberal en el terreno de las políticas
públicas se ha traducido en un creciente
cuestionamiento al régimen político, al
modelo de la democracia representativa y a
la forma que adoptó la constitución del
estado
nación
en
América
Latina,
promoviendo frente a éste una diversidad
de demandas que van desde la exigencia
de consultas o referéndums hasta los
reclamos de autonomía y autogobierno,
impulsados
particularmente
por
los
movimientos indígenas” (Seoane, Taddei,
Algranati 2006: 243).
(iii) Identidades y diferencia. Los
autores identifican que es transversal a los
diversos movimientos un trabajo por la
revalorización de la cultura y por la
afirmación de la propia identidad. “La política
93
de afirmación de las diferencias étnicas y de
género, que juega un papel relevante en los
movimientos indígenas y de mujeres,
comienza a ser valorada también por los
viejos y los nuevos pobres” (Zibecchi, 2003:
186). En el apartado en el que trabajamos
los nuevos derechos de ciudadanía, hemos
dado cuenta de la productividad de los
movimientos de derechos de minorías
culturales y étnicas en la crítica y
complejización del concepto canónico de
ciudadanía. En esta línea, el surgimiento de
las reivindicaciones de derechos de los
pueblos indígenas basadas en criterios de
etnicidad, constituye uno de los movimientos
más dinámicos y novedosos del escenario
latinoamericano reciente (ver p. ej. Dávalos
2000 y Quijano 2007).
(iv) El protagonismo de las mujeres.
No sólo los movimientos de mujeres y
feministas han logrado un amplio impacto
sino que, también, las mujeres han ganado
protagonismo al interior de los movimientos:
“mujeres indias se desempeñan como
diputadas, comandantes y dirigentes sociales
y políticas; mujeres campesinas y piqueteras
ocupan
lugares
destacados
en
sus
organizaciones. Ésta es apenas la parte
visible de un fenómeno mucho más
profundo: las nuevas relaciones que se
establecieron entre los géneros en las
organizaciones”
(Zibecchi
2003:
187).
También
aquí,
las
mujeres
en
los
movimientos y los movimientos de mujeres
imprimen un replanteo necesario de los
supuestos incuestionados que están a la
base de la definición marshalliana de
ciudadanía.
(v) La acción directa. Las formas de
acción instrumentales de antaño, cuyo mejor
ejemplo es la huelga, tienden a ser
sustituidas por formas de acción directa
(como los piquetes, los cortes de ruta y las
tomas de espacios públicos o privados) que,
si por un lado aparecen como el último
recurso
en
contextos
de
profundas
asimetrías de poder, por otro lado
constituyen prácticas autoafirmativas, a
través de las cuales los nuevos actores se
hacen visibles y reafirman sus rasgos y
señas de identidad.
“Las ‘tomas’ de las ciudades de los
indígenas representa la reapropiación,
material y simbólica, de un espacio ‘ajeno’
para darle otros contenidos. La acción de
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ocupar la tierra representa, para el
campesino sin tierra, la salida del
anonimato y es su reencuentro con la vida.
Los piqueteros sienten que en el único
lugar donde la policía los respeta es en el
corte de ruta y las Madres de Plaza de
Mayo toman su nombre de un espacio del
que se apropiaron hace 25 años.” (Zibecchi
2003: 187)
(vi) El nuevo internacionalismo. Los
movimientos sociales regionales han sido
protagonistas de la globalización de formas
de acción colectiva, vinculadas tanto a
protestas como a campañas y eventos
globales (como foros y cumbres). “El
carácter eminentemente social de los actores
involucrados, su heterogeneidad y amplitud,
la extensión verdaderamente internacional
de
las
convergencias,
las
formas
organizativas y las características que
asumen estas articulaciones señalan la
novedad
de
este
internacionalismo”
(Seoane, Taddei y Algranati 2006: 244). De
esta manera, la territorialización de los
movimientos
sociales
ya
referida
es
complejizada por la “transnacionalización de
los territorios” en los que esos mismos
movimientos se despliegan (Santos 2006;
Mançano Fernandes 2006).
Si bien otras características comunes
pueden
ser
identificadas
(como
el
antineoliberalismo, la preocupación por la
organización del trabajo y por la naturaleza
y la capacidad para formar sus propios
intelectuales)
consideramos
que
los
elementos presentados permiten identificar
algunas particularidades centrales de las
actuales movilizaciones por derechos. Esto
nos lleva a considerar algunas preguntas:
¿es posible seguir pensando de la misma
manera la dinámica de movilización social e
institucionalización de derechos universales
de
ciudadanía?
¿Qué
tipo
de
institucionalización
puede
brindar
una
respuesta a la demanda de autonomía? ¿Qué
tipo de institucionalización puede brindar un
estado nacional ante una demanda global?
¿Qué tipo de institucionalización puede
brindar una respuesta a la reivindicación de
las identidades, la afirmación de las
diferencias y la búsqueda de formas de
autogobierno?
¿Es
la
dinámica
de
ciudadanización planteada por Marshall
compatible con las luchas de estos
movimientos sociales? En todo caso, ¿cuán
intensa debe ser una reformulación del
concepto de ciudadanía que permita pensar
estos nuevos derechos, búsquedas y
reivindicaciones?
5. A modo de cierre
A partir de la definición canónica de
ciudadanía habilitada por T.H. Marshall,
hemos intentado dar cuenta de la recepción
latinoamericana de este concepto y de las
profundas reelaboraciones, inflexiones y
críticas de las que ha sido objeto. Si, por un
lado, la teoría de Marshall ha brindado un
ideal regulatorio para la crítica de la
configuración
latinoamericana
de
la
ciudadanía y sus derechos, por otro lado, en
sentido
inverso,
la
experiencia
latinoamericana ha servido para cuestionar
la adecuación y plausibilidad de una
definición de la ciudadanía como la
propuesta por Marshall. Así, en el encuentro
del concepto de ciudadanía con las
experiencias
latinoamericanas,
varios
cientistas sociales y políticos han articulado
profundas reflexiones, debates, inflexiones y
reparos que han contribuido a enriquecer y
complejizar el pensamiento de la ciudadanía
en la región.
Comenzamos dando cuenta del debate
en torno al concepto de ciudadanía en su
dimensión extensiva. Hemos relevado en la
literatura política y social la identificación, a
lo largo de la región, de una penetración
diferencial de los procesos de modernización
económica (capitalismo) y política (Estado).
Tanto los aportes de José Nun desde el
debate de la marginalidad como las críticas
de Guillermo O’Donnell al supuesto de
penetración homogénea del estado al
interior de su territorio, nos permitieron dar
cuenta de un doble déficit, que erigiría
obstáculos estructurales a la dimensión
extensiva de la ciudadanía, desde el
momento en que estos procesos inacabados
modulan de manera diferencial la membresía
de los diferentes habitantes de un territorio
nacional.
En segundo lugar, hemos relevado las
críticas e inflexiones operadas por los
cientistas sociales y políticos en torno a la
dimensión intensiva de la ciudadanía; es
decir, en lo vinculado a los derechos civiles,
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políticos, sociales y de nuevo tipo que
componen el plexo jurídico de este estatus
universal. En este sentido, una pluralidad de
pensadores
latinoamericanos
nos
ha
permitido identificar un complejo escenario
de ausencias, asincronías, intermitencias y
retrocesos en los diferentes derechos.
Nuestra
configuración
contemporánea
aparece así caracterizada por:
1) Una extendida conculcación de derechos
civiles, que, las más de las veces,
coincide con situaciones de pobreza y
exclusión.
2) La universalización de derechos políticos,
que, sin embargo, son amenazados en
su ejercicio por la falta de autonomía de
aquellos que carecen de derechos civiles
y sociales, generando un configuración
ciudadana de baja intensidad.
3) Una extendida conculcación de derechos
sociales, marcada por la informalidad,
marginalidad y exclusión de amplios
sectores y por la tradición corporativista;
y profundizada por el pasaje al modo de
regulación posfordista y el desmonte
neoliberal del estado de bienestar, lo que
profundiza las fragmentaciones de la
ciudadanía.
4) La emergencia de nuevas demandas y
derechos,
vinculados
a
las
reivindicaciones de los movimientos
indígenas y de los movimientos de
mujeres y feministas entre otros.
Por último, hemos abordado el elemento
dinámico de la definición de la ciudadanía,
dando cuenta de los aportes que remarcan
95
las particularidades de los procesos de
movilización e integración en la región. En
este sentido, dimos cuenta de los obstáculos
de la dinámica marshalliana de movilización
y reconocimiento de derechos en una región
caracterizada en la literatura social y política
por prácticas de tipo populista. Si, en el caso
de Enrique Peruzzotti, el populismo da
cuenta de una politización de los derechos
que no permite institucionalizar de manera
estable las garantías ciudadanas; en el caso
de Norbert Lechner, el populismo aparece
como una estrategia de integración política y
simbólica de la comunidad en contextos de
fragmentación y exclusión social.
Por su parte, la caracterización de los
movimientos sociales latinoamericanos a
partir de un conjunto de rasgos novedosos
exige una revisión de la forma de entender
la relación entre movilización social e
institucionalización de derechos. El carácter
territorial y directo de la acción, la
reivindicación
de
las
identidades,
la
afirmación
de
las
diferencias,
el
internacionalismo de los movimientos y la
búsqueda de autonomía y de formas de
autogobierno imprimen una lógica novedosa
en las formas de contestación social que
invita a reflexionar sobre la pertinencia de
seguir pensando en términos de la dinámica
de movilización social e institucionalización
estatal y jurídica.
En suma, la productividad del debate en
torno la ciudadanía latinoamericana y la
vitalidad de los movimientos sociales
regionales invitan a pensar en el ingente
desafío y las profundas dificultades de ir más
allá de una ciudadanía para pocos, como la
que es característica de la región.
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