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John K. Galbraith
John K. Galbraith nació en Canadá pero ha vivido la mayor parte de su vida en Estados
Unidos. Es un economista que ha pasado sus años académicos con la Universidad de
Harvard. Fue colaborador de John Kennedy y durante su administración sirvió como
Embajador Americano en la India. Galbraith ha creído desde siempre en la necesidad de
popularizar las ideas de economía y sus libros están orientados tanto al hombre común
como al economista profesional.
La tesis subyacente en todos sus trabajos es que el capitalismo norteamericano ha
cambiado en su naturaleza en los pasados 50 años y como resultado de esto las teorías
económicas tradicionales ya no son aplicables. La teoría económica clásica descansa en la
premisa de que el comportamiento de los compradores y de los vendedores está regulada
por el mercado, a través del cual se provee el estímulo de la competencia. La competencia
de precios impide la concentración del poder económico en cualquier persona o firma. Pero
este sistema depende de un gran número de productores de bienes o servicios, ninguno de
los cuales está en posición de dominar al mercado; contrariamente depende de un gran
número de compradores que individualmente no pueden afectar el mercado. Esto no es
definitivamente la situación en las economías industriales modernas. En vez de eso, existe
un proceso por medio del cual la industria típica pasa de una etapa inicial de varias firmas
competitivas, a una situación de unas cuantas firmas solamente, a lo cual los economistas
se refieren como “oligopolio”.
Por lo anterior, la tarea más importante que enfrenta la teoría económica moderna es la de
analizar el lugar que corresponde a las grandes corporaciones en el seno de la economía y
descubrir cuáles nuevos agentes reguladores han sustituido al mercado, si es que existen.
En su libro Capitalismo Americano, Galbraith sugiere que existe una situación de
contrabalanceo de fuerzas. La concentración de la empresa industrial, en la cual todo
mundo está de acuerdo, produce enormes aglomeraciones de poder, tanto en el aspecto
económico como en el político. Pero este proceso crea tanto compradores como
vendedores fuertes. Este punto es algo que tiende a ser olvidado cuando se discuten las
debilidades del oligopolio. Un ejemplo de tal contrabalance de fuerzas se percibe en el
desarrollo de las gigantescas cadenas de tiendas al menudeo (de departamentos) las cuales
por su poder como compradores de bienes son capaces de anular el poder oligopólico de
los productores o vendedores de camisas, vestidos, etc. De manera similar en el mercado
de mano de obra existe la fuerza sindical contrarrestando el poder de la asociación de
empleados. Con esto, la situación que se presenta es la de unos gigantes enfrentándose a
otros. Mucho de la creciente intervención del estado en la economía surge de la necesidad
de contrarrestar las fuerzas en el seno de la economía. Un fenómeno reciente en el mundo
desarrollado que encaja en esta teoría es la creación de asociaciones de consumidores.
Por lo expuesto, el mercado competitivo como agente regulador ha sido reemplazado
debido a las diferencias entre el sistema capitalista de hoy y aquél de hace 50 años. Y tal
sistema (el de hoy) tiene sus eficiencias ya que son los grandes oligopolios los que pueden
soportar los costos de investigación y desarrollo. Sin embargo, Galbraith señala que este
sistema de contrabalance de fuerzas trabaja únicamente donde existe una demanda
limitada, de tal manera que el comprador tenga algún contacto cara a cara con el
vendedor. En el contexto de la demanda ilimitada el balance de fuerzas cambia
decisivamente a favor del vendedor, la gran corporación. En otras obras desarrolla la idea
del control del mercado por la corporación en donde se “fabrica” la situación de demanda
ilimitada.
El control del mercado se vuelve cada vez más importante para el bienestar de las
organizaciones por la necesidad existente de usar tecnología más y más sofisticada. La
organización enfrenta ahora un conjunto de imperativos tecnológicos que provienen de la
aplicación sistemática del conocimiento científico y otros conocimientos organizados a
tareas prácticas. Para Galbraith existen seis imperativos que derivan de la creciente
sofisticación tecnológica, la cual tiene importantes implicaciones para la interrelación de la
organización con otras organizaciones, con el consumidor y con el estado.
En primer lugar el lapso de tiempo entre la concepción de un nuevo producto y su
producción se está volviendo mayor y mayor. Un ejemplo es el tiempo que tomó la idea
inicial de los mini-autos hasta su introducción real en el mercado. En segundo lugar la
cantidad de capital que se requiere para la producción se ha incrementado; se necesita de
mayor inversión. En tercer lugar, una vez que se ha logrado el compromiso en tiempo y
dinero, existe una gran inflexibilidad con la cual resulta prácticamente imposible dar un
paso atrás. En cuarto lugar, el uso de tecnología avanzada obliga a requerir clases
especiales de mano de obra que impulsa el surgimiento de los ingenieros, los científicos
aplicados y de las características técnicas del personal (Galbraith percibe claramente cómo
esta “tecnoestructura” se va convirtiendo en una fuente importante de toma de
decisiones). En quinto lugar, las organizaciones se tornan más complejas, dada la creciente
necesidad de controlar y coordinar a los especialistas. En sexto lugar, todos estos
imperativos en conjunto producen la necesidad de la planeación.
Consecuentemente, las sociedades requieren de grandes corporaciones (a las que Galbraith
llama El Sistema Industrial, el factor dominante del Nuevo Estado Industrial) para adquirir
los beneficios de la nueva tecnología. Pero es evidente que los imperativos delineados
anteriormente involucran a las organizaciones en situaciones de riesgo. Siempre existen los
casos famosos del Ford Edsel y de los motores para aeronaves Rolls-Royce como
recordatorio de qué es lo que puede pasar cuando falla la planeación.
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Solamente las organizaciones de negocios grandes son las que pueden encontrar el capital
necesario y emplear las habilidades necesarias para usar la sofisticada tecnología, aunque
de cualquier manera requieran de ayuda para hacerlo y minimizar los riesgos.
La planeación organizacional no sólo significa asegurarse de que los materiales apropiados
están en el lugar y tiempo oportuno; también significa que los proveedores son confiables,
que están produciendo los suministros según se requiere y que los compradores están allí
cuando se necesitan. Como un resultado de lo anterior, parafraseando a Galbraith: “mucho
de lo que la firma reclama como planeación consiste en minimizar o eliminar las influencias
del mercado”. Para lidiar con las incertidumbres involucradas y de ahí reducir los riesgos, se
requiere de la planeación para reemplazar al mercado.
El mercado se puede controlar de dos maneras:
1. Por control directo del consumidor, haciéndolo depender de alguna manera de la
corporación.
2. Teniendo un solo cliente –un mercado garantizado. Ambas opciones involucran una
mayor intervención del estado, lo que representa otra ilustración de la naturaleza
cambiante del capitalismo.
El control directo del consumidor puede tomar lugar en una variedad de formas y una de
las más importantes es el uso de la publicidad. Este es un intento directo de influir en la
demanda de un producto y también crear una dependencia psicológica por parte del
consumidor. Bajo condiciones de afluencia es posible crear una situación de demanda
ilimitada permitiendo a la corporación controlar las necesidades y aspiraciones del
consumidor, en vez de hacerlo a la inversa. En Estados Unidos la visión aceptada del auto
deseable, corresponde al modelo que ha diseñado Detroit y se consigue en una
distribuidora.
Una posibilidad posterior es el control del mercado por dominación de tamaños, un paso
hacia el monopolio. Esto puede ser ayudado por la integración vertical y el uso de contratos
para tener unidos a compradores y vendedores, estabilizando así la existencia de ambos. El
estado es importante en tanto que ahora lleva la responsabilidad de regular el nivel de
demanda en la economía, estabilizando precios y salarios. Teniendo un solo cliente
garantizado, el mercado se vuelve extremadamente importante para aquellas
organizaciones que tienen una tecnología cara y avanzada. En particular lo que ocurre es
que el estado se convierte en el cliente y la idea de mercado comienza a desaparecer. El
estado está financiando, en efecto el costo de la inversión, y la línea entre la empresa
“privada” y el estado comienza a desaparecer. Esta situación es típica de la industria
aeroespacial, donde la investigación, el desarrollo y la producción son comisionados por el
gobierno. Una organización como la Lockheed vende más de tres cuartas partes de su
producción al gobierno.
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Con la necesidad de controlar la demanda y el papel del estado en este proceso, existe una
tendencia de las corporaciones hacia convertirse en parte del brazo administrativo del
estado. La dirección de la “demanda” se ha vuelto una industria muy vasta, de alto
crecimiento en la que el sector público es progresivamente más importante a través de su
control de la espiral precios-salarios, su control de los impuestos personales y corporativos,
su regulación de la demanda agregada, así como su propio papel de cliente. También el
estado es responsable de producir mano de obra calificada (la tecnoestructura), de la cual
depende la corporación, a través del soporte financiero de la educación.
El resultado neto de todo esto es una marcada similitud entre todas las sociedades
industriales maduras en términos del diseño de organizaciones y de los mecanismos de
planeación usados. Los pesados requerimientos de capital, tecnología sofisticada y
elaborada organización que requiere planeación para reemplazar al mercado, conducen al
predominio de la gran corporación. Y tales corporaciones son dependientes del estado.
Como dice el propio Galbraith: “Dada la decisión de tener una industria moderna (en
cualquier país), mucho de lo que sucede es inevitable y lo mismo”.
Artículo publicado en la revista Management Today en español
Sección “Clásicos de la Gerencia”, septiembre de 1983, pp 35 – 42.
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