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IMPACTO DE LA GRAN GUERRA SOBRE LOS JUDÍOS DE EUROPA
Por Manuel Tenenbaum
Este año se cumple el centenario del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.
Hasta el día de hoy los historiadores discuten sobre las causas de la primera gran conflagración del
siglo XX. Las responsabilidades de la guerra han sido atribuidas en distinto grado a todos los
beligerantes e incluso se sostiene que el conflicto nació por la ineptitud de los estadistas y
diplomáticos europeos o por la simple casualidad del encadenamiento de hechos no previstos y de
circunstancias en rigor no queridas.
Sin embargo, el desarrollo de la política europea durante el medio siglo anterior al estallido,
produjo tres procesos sobre los que existe consenso en cuanto a su responsabilidad por la Gran
Guerra: el sistema de alianzas; la paz armada y el expansionismo imperialista de las grandes
potencias.
Para aislar a Francia, derrotada en 1871, Bismarck forjó la Triple Alianza con el Imperio
Austro-Húngaro y el Reino de Italia en 1882, añadiendo en 1887 un Tratado de Reaseguro con la
Rusia zarista.
Francia, a su vez, pese a su régimen republicano, terminó acercándose al Imperio de los Zares
para romper el cerco alemán y eventualmente tomarse la “revanche”, recuperando las arrebatadas
provincias de Alsacia y Lorena.
Inglaterra, desde su isla, era la primera potencia mundial y dominaba los mares protegiendo
un vasto imperio y un extendido comercio con la mayor flota del mundo. Por el control de Egipto
mantuvo hostilidad con Francia y por el control de Túnez Italia estaba resentida con el gobierno de
Paris. A este embrollo, lleno de no pocas contradicciones, se sumó una competencia al borde del
conflicto por el reparto de África y de algunas posesiones asiáticas. Para defender sus intereses las
potencias aumentaban continuamente sus fuerzas armadas convirtiendo a Europa en un campo
minado susceptible de estallar con cada nueva crisis internacional. Así se sucedieron continuas crisis
que la diplomacia iba conjurando al borde de la guerra. En el verano de 1914 la diplomacia falló.
La causa ocasional de las hostilidades fue un magnicidio. Un joven nacionalista bosnio asesinó
el 28 de junio de 1914 al heredero de la corona austro-húngara Francisco Fernando y a su esposa
Sofía durante una visita oficial en Sarajevo. El grupo secreto al que pertenecía el asesino Gavrilo
Princip era pro serbio y hostil a la incorporación de Bosnia-Herzegovina al imperio austríaco. El
gobierno de Viena decidió aplastar el irredentismo de Belgrado. El Káiser Guillermo le otorgó carta
blanca, aunque Serbia, país eslavo, contaba con el apoyo de Rusia, aliada con Francia, a su vez en
pleno “rapprochement” con Inglaterra. Las potencias se movilizaron: a la movilización rusa siguió la
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alemana. Berlín declaró la guerra al Zar el 1º de agosto de 1914 enviando al mismo tiempo un
ultimátum al aliado francés. Francia rechazó la conminación alemana y recibió una declaración de
guerra el 3 de agosto. El plan militar alemán incluía la invasión de Francia a través de Bélgica, país
neutral. Para Inglaterra era el “casu belli”: no podía permitir que una gran potencia rival como era
Alemania dominara la costa del Mar del Norte y decidió entrar también en la guerra, que en cuatro
días abarcó a todo el continente. Las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría) se
enfrentaron con los Aliados (Rusia, Francia e Inglaterra). En 1917 se sumó EEUU, en respuesta a la
guerra submarina ilimitada de Alemania.
La primera guerra mundial duró más de cuatro años y durante su mayor parte fue una guerra
de desgaste en la que murieron millones de soldados de ambos lados. Alemanes y austro-húngaros
consideraban que estaban librando una guerra defensiva contra el coloso ruso. Ingleses y franceses
sostenían que su lucha era por el sistema democrático y contra la agresividad de los países
centroeuropeos, pero estaban aliados con Rusia, la más retrógrada y opresiva de las tiranías. En
verdad, los motivos invocados sonaban a pretexto. Todos combatían más bien por sus intereses y
para asegurar, y si posible mejorar, su status en Europa. Todos buscaron nuevas alianzas entre los
países neutrales y pasaron por alto las contradicciones que surgían de sus regímenes internos. En
todos los países involucrados se desencadenó una ola de nacionalismo y de odio al enemigo. Todos
creían tener razón y haber sido agredidos, mientras estadistas, jefes militares y diplomáticos hacían
planes generosos de acrecimiento nacional. Nadie pensaba en dejar de ganar a costa de los demás.
Fue una tragedia que terminó con cien años sin guerra general en Europa desde la caída de
Napoleón.
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En 1914 la enorme mayoría del pueblo judío vivía en Europa en condición de ciudadanos o
súbditos tolerados. Eran más de diez millones de personas, la mayoría de las cuales vivía en Europa
oriental en territorio zarista. En los países aliados y en las potencias centrales gozaban de igualdad de
derechos civiles y políticos, con una franja que incluso había avanzado en el camino de la asimilación
a la sociedad general. Pero en el Imperio de los Zares, que concentraba unos seis millones de judíos,
casi la mitad del judaísmo mundial, estaban sometidos a un espurio régimen de discriminación, lleno
de prohibiciones y agresiones físicas. Era la época de los “pogroms” rusos que provocaron la mayor
ola de emigración judía hacia Europa occidental, Estados Unidos y demás países de las Américas.
Fuera de Rusia, aunque los judíos eran nominalmente iguales, tanto el antisemitismo antiguo de raíz
religioso como el moderno pretendidamente racista eran rampantes. De ahí que se hablaba de una
“cuestión judía” que dio nacimiento a numerosas corrientes en busca de “soluciones”. Hubo
respuestas religiosas, liberales, socialistas y la que preconizó el notable líder político Theodor Herzl,
visionario que puso en la opinión pública internacional la idea de un estado judío. En 1914 parecía
una ilusión.
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En cada uno de los países beligerantes los ejércitos llamaron a filas a grandes números de
reclutas y soldados veteranos. En su enorme mayoría acudían al llamado con fervor y entusiasmo
patriótico, por otra parte no tenían opción; la deserción era delito capital. Quizás los patriotas más
celosos fueron los judíos asimilados alemanes que corrieron a los cuarteles antes de que los
convocaran. Doce mil de ellos dejaron sus vidas por el Káiser. Distinta era la situación de los judíos
rusos forzados a combatir por un régimen que los oprimía brutalmente y que al comienzo de la
guerra deportó a los judíos de las zonas fronterizas por considerarlos no fiables. Hubo sin embargo
un drama mayor, devenido en tragedia en los campos de batalla: en los dos bandos luchaban
soldados judíos y objetivamente se veían obligados a matarse unos a los otros.
*****
Uno de los hechos curiosos de la época fue, a pesar del antisemitismo extendido en Europa, el
afán de ganarse el apoyo judío tanto de los aliados como de las potencias centrales. En el transcurso
de la guerra Alemania ocupó territorio polaco después de derrotar a los ejércitos zaristas. Deseando
mantener la seguridad y la tranquilidad detrás de las nuevas líneas del frente, procuraron ganarse la
buena voluntad de la población civil, entre la cual vivían más de dos millones de judíos. El jefe alemán
emitió un manifiesto público dirigido “a mis queridos judíos” garantizándoles un tratamiento
totalmente correcto. Por su parte los aliados sobrepasaron a Alemania con la famosa declaración
Balfour prometiendo el establecimiento de un Hogar Nacional Judío en Palestina. Se atribuye el
origen de este acto político al deseo de ganarse a la opinión estadounidense, en la cual se creía que
la influencia judía era significativa. Pero también parece haber pesado el biblismo de los estadistas
protestantes británicos, especialmente del primer ministro David Lloyd George y del secretario del
Foreign Office Arthur James Balfour. Más curioso que todo este desarrollo fue que el único ministro
del gabinete británico que se opuso resultó ser el único judío del mismo, Edwin Montagu, alegando
que el nacionalismo judío pondría en peligro los derechos de que gozaban como ciudadanos
asimilados los judíos británicos. Naturalmente el entusiasmo en el mundo judío de entonces fue
enorme y el apoyo a la causa aliada creciente, obligando a los alemanes a emitir su propia
“declaración Balfour”, hoy olvidada porque la derrota descartó cualquier viabilidad de la misma.
Francia y Estados Unidos se adhirieron al pronunciamiento inglés, contenido en una carta que el 2 de
noviembre de 1917 Lord Balfour le dirigió al Presidente de la Federación Sionista de Inglaterra Chaim
Weitzman.
La Revolución Rusa de 1917 y el hundimiento de Alemania, Austria y Hungría en 1918 crearon
una situación de gran inestabilidad en el Este de Europa. La guerra civil entre rusos revolucionarios y
rusos reaccionarios y las luchas territoriales que involucraban a polacos y ucranianos
desencadenaron con furia los demonios del antisemitismo larvado. Generaron una ola de pogroms
que afectó a la población judía en todas las regiones en disputa. Decenas de miles fueron asesinados
especialmente en Ucrania. Fue la mayor masacre de judíos en el siglo XX antes del holocausto.
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Los aspectos judíos de la Primera Guerra Mundial demostraron, una vez más, hasta qué punto
conflictos generales pueden convertir a la población judía en el “chivo expiatorio” de tensiones y
pasiones que les son ajenas. Su indefensión, más el antisemitismo tradicional de los pueblos en cuyo
seno vivían, les cobró un oneroso precio de víctimas, hoy casi olvidado. La falta de protección estatal
propia resultó ominosamente evidente y el hogar nacional judío en Palestina, convalidado por la Liga
de las Naciones, pasó a ser el objetivo central de la política judía de la época, sin que su concreción
en un Estado llegara a tiempo para evitar la mayor catástrofe de la historia judía.