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De vuelta al progreso moral
Observaciones al proyecto de ley que regula la despenalización de la interrupción voluntaria del
embarazo en tres causales (Boletín 9.895-11), presentadas ante la Comisión de Constitución del
Senado en su sesión de 28/11/16.
Lucas Sierra
Centro de Estudios Públicos (CEP)
Derecho, Universidad de Chile
Parto por agradecer a esta honorable Comisión por el privilegio de poder
dirigirme a ella en relación con el proyecto de ley que regula la despenalización de
la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales (Boletín 9.895-11)
Debo advertir que no soy experto en derecho penal, ni soy profesor de derecho
constitucional. Soy, sí, un abogado y profesor universitario al que le interesan los
principios y reglas a la luz de los cuales se organiza la vida en común al interior de
una sociedad moderna. Y una materia como la regulación que hace el Estado del
embarazo, es muy reveladora del talante moral de esa sociedad, y de la
democracia a través de la cual ella se organiza políticamente. Desde esta posición,
y a título personal, formularé las siguientes observaciones, entendiendo que la
honorable Comisión está discutiendo el proyecto de ley en general.
Mi convicción es que el embarazo es una condición que debe estar en la mayor
medida posible bajo el control de las personas que lo experimentan, de decir, de
las mujeres, y que, en consecuencia, el útero no es un lugar para el Estado. El
Estado debe estar lo más alejado posible de los cuerpos de las personas y de la
intimidad que debe rodearlos y protegerlos. El cuerpo propio, la estructura de
plausibilidad del yo, por decirlo de alguna, es el espacio privilegiado para la
intimidad y la autonomía.
En la regulación del embarazo subyace una tensión entre, por una parte, la
autonomía e intimidad de las mujeres, y, por la otra, el interés en la supervivencia
de un embrión humano. Las puntas de esta tensión son diferentes entre sí: los
derechos y el interés de la mujer es algo definido y concreto; el interés por el
embrión es más indefinido y difuso: por lo pronto, no es de la mujer (es un
interés contrario al de la mujer que quiere abortar), tampoco parece ser un interés
que podamos adscribir al propio embrión en su útero. Quizás puede ser de un
tercero o, más difusamente, de algunos terceros abstractos. Algunos podrán decir
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que se trata del interés de la sociedad. Lo que sí está claro es que son dos
intereses bien distintos: uno es claro y distinto; el otro es difuso y confuso.
A mi juicio, la manera moralmente correcta de resolver esta tensión es dejar en la
mujer la decisión sobre su embarazo: el interés concreto de las mujeres en su
propia intimidad, prevalece –debe prevalecer-, ante el interés de, sobre o por la
vida intrauterina.
Se puede someter la decisión de la mujer embarazada a un plazo prudencial para
dar cuenta de las distintas miradas que hay sobre estas materias (un plazo permite
empalmar con tradiciones muy antiguas, que asociaban el movimiento del feto a
su adquisición de alma, a esto, entiendo, está relacionado el umbral de las 12
semanas o tres meses desde la concepción). Y, también, junto al plazo se puede
sujetar la decisión a ciertas condiciones, como, por ejemplo, el que reciba ella –
incluso obligatoriamente- información y consejo sobre la decisión que va a
tomar. Al mismo tiempo, esta regulación debería ir acompañada de mecanismos
de protección social del embarazo y de la futura maternidad. Pero, en medio de
este contexto, la última palabra debe ser la de la mujer.
Este sería, a mi juicio, el escenario ideal. Pero lo realidad no es ideal y el proyecto
de ley que hoy se discute tampoco lo es. Pero es suficientemente bueno y vale la
pena apoyarlo, pues establece tres causales que constituyen tres hipótesis
especialmente dramáticas en que esa soberanía se ve amenazada.
1. Un riesgo vital, de modo que la interrupción del embarazo evite un peligro
para su vida.
2. El embrión o feto padezca una alteración estructural congénita o genética de
carácter letal.
3. El embarazo es resultado de una violación.
Al contemplar estas tres causales, el proyecto de ley empieza a poner fin a un
paréntesis oscuro, que se abrió con ese verdadero retroceso moral que significó la
reforma del Art. 119 del Código Sanitario por la ley 18.826 en 1989. El antiguo
Art. 119 sostenía: “Sólo con fines terapéuticos se podrá interrumpir un
embarazo. Para proceder a esta intervención se requerirá la opinión documentada
de dos médicos-cirujanos.” Y fue reemplazado por lo siguiente: “No podrá
ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto.”
Este proyecto de ley abre la oportunidad de retomar un camino de sensatez y de
corrección moral, que se truncó hace 27 años, por un manotazo de una dictadura
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que iba de salida. Abre la oportunidad, también, para dejar establecidos con
claridad los límites del campo para la práctica médica.
La 1ª causal del proyecto de ley, y en alguna medida la 2ª, vuelven a ese pasado y
rescatan el valor de moralidad pública que contenía el Art. 119 del Código
Sanitario, Art. que estuvo vigente por varias décadas, sin que se haya producido,
hasta donde sé, convulsión social, cultural o moral alguna en la sociedad chilena.
Es entendible que esto haya sido así. Por siglos, nuestra tradición ha distinguido
entre la vida humana y el carácter de persona. La primera es un hecho de la
naturaleza, la segunda es una convención. Aquí hay varios abogados, recordarán
de las clases de primer año de Derecho el origen de la voz persona como
máscara, algo que se ponen los seres humanos, algo cultural que se adscribe a lo
natural.
Esta tradición está claramente recogida en el Código Civil. Su Art. 74. Establece:
“La existencia legal de toda persona principia al nacer, esto es, al separarse
completamente de su madre. // La criatura que muere en el vientre materno, o
que perece antes de estar completamente separada de su madre, o que no haya
sobrevivido a la separación un momento siquiera, se reputará no haber existido
jamás.”
El carácter de persona, entonces, esa extraordinaria máscara que los seres
humanos nos ponemos para poder representar y desarrollar nuestras existencias
en el gran teatro del mundo, exige nacer. Por lo mismo, la vida intrauterina es
vida, es vida humana, pero no constituye personalidad.
Hay quienes creen que esto no es así. Para ellos un embrión es persona y para
esto construyen complicadas argumentaciones. Una típica es distinguir entre
existencia natural y legal. La vida anterior al nacimiento constituiría existencia
natural, la que también estaría cubierta por la personalidad. Y proponen en su
auxilio lo dispuesto en el Art. 55 del Código Civil: “Son personas todos los
individuos de la especie humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o
condición. Divídense en chilenos y extranjeros.” Como si esto fuera un
complemento de lo dicho por el Art. 74 ya citado (que reserva la personalidad
para la existencia legal).
Pienso que esta hipótesis no resiste una interpretación coherente del Código
Civil. Por ejemplo, no tendría sentido declarar en el Art. 75 que “la ley protege la
vida del que está por nacer”, pues, desde la Constitución hacia abajo, el sistema
jurídico protege la vida de todas las personas. Tampoco tendría sentido la
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regulación patrimonial relativa a un embrión, tan condicionada al nacimiento que,
si éste no se verifica, el embrión se reputa no haber existido jamás, según ya
vimos en el Art. 74. Si fuera persona, bastarían las reglas generales sobre el
patrimonio de quienes que, como los niños, no tienen plena capacidad legal. Lo
mismo con la filiación. He oído de quienes sostienen estas hipótesis que los Arts.
181 y 243 hablan del embrión como “hijo” para probar que es persona. Sin
embargo, otra vez, todo el entramado de la filiación pende del nacimiento. Lo
mismo la edad: las reglas del Código Civil la conciben a partir del nacimiento.
Y un último ejemplo: la nacionalidad. ¿Un embrión es chileno o extranjero? El
Código Civil fue dictado bajo el imperio de la Constitución de 1833. Esta, como
ha sido la tradición constitucional de Chile hasta el día de hoy, condiciona la
nacionalidad al hecho del nacimiento. Así, el Art. 6º de la CP de 1833 establecía:
“Son chilenos:
1º Los nacidos en el territorio de Chile;
2º Los hijos de padre o madre chilenos, nacidos en
territorio estranjero, por el sólo hecho de avecindarse
en Chile. Los hijos de chilenos nacidos en territorio
estranjero, hallándose el padre en actual servicio de la
República, son chilenos aun para los efectos en que las
leies fundamentales, o cualesquiera otras, requieran
nacimiento en el territorio chileno;
3º Los estranjeros que, habiendo residido un año
en la República, declaren ante la Municipalidad del
territorio en que residen su deseo de avecindarse en
Chile i soliciten carta de ciudadanía;
4º Los que obtengan especial gracia de
naturalización por el Congreso.
Y esto tiene todo un sentido práctico, porque la pregunta por cuál debe ser la
nacionalidad del embrión puede ser muy difícil de contestar: ¿la de la madre, la
del padre, la del lugar de la concepción? ¿Y cómo podemos determinar con
certeza el lugar de la concepción si no podemos determinar con certeza la fecha
de la concepción? ¿Deberemos aplicar, entonces, separándonos de nuestra
tradición, el criterio de jus sanguinis por sobre jus solis? Pero si lo hacemos, ¿qué
pasa si madre y padre son de distinta nacionalidad?
En fin.
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La vida intrauterina es relevante para el Derecho, de esto no cabe duda. Pero no
lo es en tanto esa vida constituya una persona. La única persona en la relación
producida por el embarazo es la mujer, no la criatura que se encuentra en su
vientre, para parafrasear el Código Civil. Junto con generar consecuencias
morales indeseables, el sostener lo contrario en una afrenta a don Andrés Bello.
Por lo mismo, el aborto no es homicidio. Y la vida humana es valiosa y se
defiende, pero no en toda circunstancia ni a cualquier precio.
Permítanme ahora una palabras sobre la 3ª causal: violación. Ella parece
representar un avance respecto de la regulación vigente en 1989. Dentro de las
tres causales, que son especiales y dramáticas, la violación parece especialísima.
Aquí el conflicto con los intereses de la mujer no se debe a la azarosa
combinación de factores naturales, sino al producto de un acto de fuerza, al
producto de un abuso que la pone con toda claridad en una situación de víctima.
Negarle el Estado a esa víctima la posibilidad de evitar encadenarse de por vida al
fruto del abuso que sufrió, es de una inhumanidad infinita. Continuar negando
esa posibilidad a las mujeres violadas es continuar replicando la inhumanidad que
transpiran estas palabras de Jaime Guzmán quien, en la sesión 90ª de la CENC
(hace casi 42 años, el 25/11/74), sostuvo:
“… en el caso del aborto se trata de un homicidio y, a su juicio, por trágica que
sea la situación en que se vea envuelta la madre, le parece indiscutible, dentro de
los principios morales que sustenta, que ella está obligada siempre a tener el hijo,
en toda circunstancia, como parte… de la cruz que Dios puede colocar al ser
humano. La madre debe tener el hijo aunque éste salga anormal, aunque no lo
haya deseado, aunque sea producto de una violación o, aunque de tenerlo, derive
su muerte… todas las consecuencias negativas o dolorosas que se siguen de
asumir las responsabilidades descritas las entiende simplemente como el deber de
sujetarse siempre a la ley moral, cualquiera que sea el dolor que ello acarree, pues
constituye, precisamente, lo que Dios ha impuesto al ser humano. Hay personas
para las cuales el límite entre el heroísmo o el martirio, por una parte, y la falla
moral, por la otra, se estrecha hasta hacerse imposible… la Providencia permite,
exige o impone muchas veces a un ser humano que ese cerco se estreche y la
persona se encuentre obligada a enfrentar una disyuntiva en la cual no queda sino
la falla moral, por una parte, o el heroísmo, por la otra, en ese caso tiene que
optar por el heroísmo, el martirio o lo que sea.”
Estoy convencido que un Estado democrático puede imponer sobre las personas
obligaciones y penas, siempre razonablemente justificadas y limitadas. Pero lo
que no puede hacer es imponer martirios. Obligar a una mujer a perseverar en un
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embarazo con riesgo de su vida, en el caso de un embrión no apto para la vida y,
final pero muy especialmente, cuando ha sido violada, es imponer un martirio.
Por suerte no hay bases constitucionales para semejante despropósito. Contra la
posición de Guzmán, la mayoría de la CENC, representada por su Presidente,
Enrique Ortúzar, sostuvo en la misma sesión:
“… ha querido hacer una diferencia entre el precepto que consagra el derecho a
la vida y la disposición que entrega al legislador el deber de proteger la vida del
que está por nacer. Agrega que en el primer caso, se trata de consagrar en forma
absoluta el derecho a la vida, y en el segundo, se desea dejar cierta elasticidad para
que el legislador, en determinados casos, como, por ejemplo, el aborto
terapéutico, no considere constitutivo de delito el hecho del aborto. Señala que, a
su juicio, la única solución lógica sería ésta, pues no significa imponer las
convicciones morales y religiosas de los miembros de la Comisión a la
comunidad entera, a la cual va a regir la Constitución Política.”
En otras palabras, y como sostuvo aquí el profesor Antonio Bascuñán Rodríguez
hace pocos días, la Constitución no abraza una tesis “ontológica” o
“sustancialista” sobre el estatuto jurídico del embrión, sino una “normativa”.
Algunos críticos pueden decir que aludir a las actas de la Constitución implica
sostener una posición “originalista” a la hora de la interpretación constitucional.
No es mi intención. La hermenéutica constitucional, como toda hermenéutica
jurídica, es un proceso complejo, en el que también caben elementos históricos,
en especial como los citados, que son coherentes con una práctica que existió por
mucho tiempo y que fue interrumpida en discutibles circunstancias en 1989, y
que es coherente con otras disposiciones de la Constitución, en el sentido que lo
dejó establecido el fallo del TC alemán de 1975. Este valora la vida intrauterina,
pero tiene claro que el “el orden jurídico estatal no puede exigir a la mujer
embarazada que conceda prioridad al derecho de no nacido bajo cualquier
circunstancia.”
La Constitución, entonces, autoriza al legislador a despenalizar la interrupción
voluntaria del embarazo. Las circunstancias que reflejan las tres causales del
proyecto de ley, justifican sobradamente esa despenalización.
Al hacerlo, se retomaría una senda de progreso moral que, en estas materias, fue
interrumpida en 1989. Y se avanzaría por ella hacia una sociedad que en lugar de
imponerles un martirio a las mujeres por el hecho de la concepción, las respeta
como soberanas de su propia intimidad.