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Transcript
Gabriel J. Zanotti
A Patricia A.
FILOSOFÍA PARA NO FILÓSOFOS*
Filosofía para no filósofos (Ed. de Belgrano, Buenos Aires, 1987).
*
Libro escrito en 1987.
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CONTENIDO ANALITICO
CAPITULO 1: La filosofía.
Qué es la filosofía. La filosofía y el hombre. Sus temas centrales. La filosofía y las
ciencias. La utilidad de la filosofía. El compromiso del filósofo. Filosofía y religión.
“Quiero saber de Dios y el hombre. ¿Nada más? Nada absolutamente”.
San Agustín
CAPITULO 2: Dios
Dios y la vida humana. El planteo racional del tema. El punto de partida. El
“existir” en las cosas. La causa del “existir”. Dios y su “concepción”. Su perfección y eternidad. La
creación. Algunas objeciones. Dios y el sentido último de las cosas.
CAPITULO 3: El hombre.
La esencia del hombre. La inteligencia y su relación con lo corpóreo. La libertad.
Los condicionamientos. El hombre como dueño de su destino. Qué es ser persona. La moral. La
objetividad de la moral. El fin último y 'Dios. Las normas de la ética. Los derechos del hombre. La
dignidad del hombre. El amor. El amor a Dios. El fin Y los medios. Dios y el hombre. Dios y la
libertad. Dios y el mal. Dios y la tolerancia. El trabajo y la familia.
.
CAPITULO 4: El conocimiento.
De dónde comenzamos. El conocimiento y sus problemas. Las posiciones. El
escepticismo. El relativismo. Nuestra posición. Las facultades. La inteligencia y los sentidos. El
realismo. La intencionalidad. Kant. La verdad. La intuición. La intuición y la metafísica. Las
ciencias positivas. La seguridad de las ciencias positivas. La limitación del conocimiento. Hume. La
razón y la fe. La fe natural. Su razonabilidad. La fe religiosa. Su diferencia con lo irracional.
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PREFACIO
CAPITULO l. LA FILOSOFIA
Una de las dificultades más habituales de la filosofía es su imagen para los no filósofos. La
filosofía, tan profunda y esencialmente humana, es, sin embargo, considerada frecuentemente como
una serie de reflexiones totalmente aparte de los problemas cotidianos de la vida del hombre,
presentadas además en un lenguaje complejo e inabordable. Las consideraciones filosóficas que
presento en este libro tienen, por consiguiente, la intención de presentar lo esencial de habituales
cuestiones filosóficas en el lenguaje más sencillo y accesible que he podido encontrar -en una
tensión permanente con la exactitud de la idea que quiero expresar- y, lo que es más difícil, poder
mostrar la necesaria relación que tiene la filosofía para con lo más profundo de nuestra vida como
seres humanos.
Por supuesto, lo anterior no implica desmerecer, de ningún modo, la necesaria complejidad
que encierra un estudio profundo de la filosofía en cuanto a sus problemas, terminología e historia,
y también en cuanto a una posición asumida y defendida en la solución de un determinado
problema. Toda disciplina seriamente estudiada tiene su rigor y complejidad. En mi caso, varias
veces he encarado determinados estudios con ese rigor cuando ha sido necesario. Pero eso no
significa que no sean necesarios trabajos de divulgación filosófica, para acercar nuestra disciplina a
aquellos que la sienten totalmente alejada de sus vidas, y para despertar alguna vocación escondida
que todavía no ha tenido la oportunidad de encontrarse a sí misma.
Antes de concluir, quisiera decir algo a mis colegas. Primero, que no les será complejo
descubrir cuál ha sido mi formación filosófica, si leen estas páginas, aunque tal vez no acierten en la
terminología que utilicen para “designarme”. Y segundo, que espero, en los años venideros, ir
conformando el conjunto de meditaciones filosóficas donde se trate detenidamente lo que aquí
explicamos en forma introductoria.
Comencemos pues nuestra visita al mundo de la filosofía, con la esperanza de facilitar el
acceso de todos los hombres a la búsqueda honesta de la verdad.
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Si queremos introducimos en la filosofía, debemos comenzar tratando de caracterizarla de
algún modo. En realidad, lo que haremos será dar una primera mirada, una primera “conversación”,
como cuando se conoce por primera vez a una persona. García Morente, un excelente filósofo, dice
-citando a Bergson- que tratar de conocer perfectamente qué es la filosofía antes de ponemos a
filosofar es como pretender conocer bien una ciudad por el solo hecho de haberla visto
“panorámicamente”, desde un avión, antes de haber caminado por sus callejuelas. Sin embargo, ese
primer vistazo es una forma de conocer la ciudad, aunque muy limitadamente. Pues bien, eso es lo
que trataremos de hacer ahora: tener una primerísima visión, aunque muy limitada, de lo que es la
filosofía en sí misma, para después comenzar a recorrer sus principales cuestiones.
Qué es la filosofía.
¿Qué es la filosofía? Una de las formas más habituales de responder esa pregunta ha sido lo
que los manuales de filosofía llaman “definición etimológica”, esto es, una referencia al origen del
término “filosofía”. Y así es que se dice que viene de dos palabras del griego antiguo: “sofía”, que
significa sabiduría, y “fileo”, verbo que significa amar. Entonces parece que la filosofía es el “amor
a la sabiduría”, lo cual, traducido a nuestro lenguaje coloquial, podría expresarse diciendo que el
filósofo es el que tuvo un filo con Sofía y se casó con ella para siempre. Pero la primera dificultad
surge cuando advertimos que también pueden amar a la sabiduría personas que habitualmente no
son llamadas “filósofos”. Por ejemplo, lo que generalmente tenemos en la mente cuando decimos
“un científico”: un señor de guardapolvo blanco, metido en un laboratorio como los de las películas,
rodeado de tubitos, microscopios y pizarrones llenos de fórmulas matemáticas. ¿Acaso no ama
también él a la sabiduría? Yo me atrevería a contestar que sí, salvo que con la palabra “sabiduría”
nos estemos refiriendo a algo muy especial, que sólo estudiaría la filosofía.
Para sortear esta primera dificultad que nos presenta la etimología del término, tratemos de
ver en qué se diferencia la filosofía de las demás disciplinas o “materias” de estudio. Supongamos
que lo único que existiera en el mundo fuera un auto. Entonces, todo el saber humano se dividiría en
los diversos “enfoques” según los cuales puedes estudiar un auto: algunos estudiarían el sistema de
frenos, otros el motor, otro el encendido, etc. Todos estudiarían el auto, pero cada uno desde un
“enfoque” distinto. Pues bien, lo que tratan de hacer los hombres con sus estudios es conocer “las
cosas”. Y hay muchas cosas para estudiar, y cada una, a su vez, desde un “enfoque” distinto.
Entonces: ¿cuál es ese peculiar enfoque de la filosofía?
Ese enfoque es el mismo que el de un chico de cuatro o cinco años que se pasa todo el día
preguntando “por qué”. Habrás escuchado alguna vez hablar de “la edad de los “por qué”. Pues
bien, la filosofía es simplemente eso, transformado en un método de estudio de las cosas. La
filosofía es preguntarse permanentemente el por qué de las cosas. Pero no es preguntar sólo una vez.
Sino que es seguir preguntando por qué hasta que se llega a una respuesta tal que ya no es necesario
seguir preguntando por qué. En ese sentido podemos decir que la filosofía es el estudio de los
“últimos” o “primeros” porqués. “Últimos”, porque son lo último a lo que se llega en tu estudio, y
“primeros” porque al llegar a ellos descubres que son como la “base” de todo. Eso es lo que se
quiere decir cuando se afirma que la filosofía estudia las últimas causas o primeros principios de
todas las cosas. Esto es, esas cuestiones que habitualmente no nos preguntamos, o damos por
“supuestas” (ya sabidas o conocidas). Realicemos una sencilla operación:
Tomemos un lápiz en nuestras manos y digamos “esto es un lápiz”. Analicemos las cuestiones que
se esconden tras esa sencilla afirmación. Primero, estamos suponiendo que ese lápiz existe. ¿Qué
quiere decir que “existe”? Podríamos decir: quiere decir que “está ahí”, en tu mano, entre tus dedos.
¿Y qué quiere decir “estar ahí”? (¿Ves cómo seguimos preguntando, como un chico preguntón?).
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Segundo: ¿por qué existe? Digamos que porque alguien o algunos lo hicieron. Y los que hicieron el
lápiz, ¿por qué existen, a su vez? Y así sucesivamente. Tercero. Estás suponiendo que puedes
conocer o saber que ese lápiz está entre tus dedos. Pero entonces: ¿qué es conocer? Y a su vez:
¿estás seguro de que puedes conocer el lápiz tal cual es? ¿Sí? ¿Por qué?
La filosofía y el hombre
Muy probablemente, en este momento te gustaría tenerme delante y decirme: ¡basta! Si eso
es la filosofía, ¡me voy! Bueno, calma, calma, que no te estoy pidiendo que te pases todo el día
pensando en esas cosas. Por otra parte, me podrás decir que todo lo referente al lápiz no te importa,
excepto que escriba cuando lo necesites, lo cual sería obviamente comprensible. Pero creo que las
cosas cambiarían si enfocas tu vida con el enfoque de la filosofía. ¿Nunca te has preguntado por el
origen último de tu existencia? ¿O por tu destino final? ¿Hay algo más allá de la muerte? ¿Qué
quiere decir que seas un “ser humano”? ¿O no eres más que un mono evolucionado? ¿Y por qué
debes hacer lo que se supone que debes hacer? Ahora ya no se trata de un lápiz; se trata de ti mismo.
Mira, hace unos años yo creía que jamás me interesaría la mecánica de los automóviles. Pero desde
que uso un pequeño autito que de vez en cuando recalienta, y eso me ha pasado en plena ruta,
entonces comenzó a interesarme algo la mecánica. Nunca seré un experto en radiadores, pero algo,
aunque sea muy poco, entiendo de ellos, porque vi su relación con un problema concreto de mi
vida. Pues bien: de igual modo, si ves que el enfoque filosófico tiene ya no algo sino bastante que
ver con lo más profundo de tu vida, entonces comenzarás a verlo con más familiaridad. Y si sus
planteos no son fáciles o divertidos, será porque lo más profundo e importante de tu vida reclama
seriedad. Los problemas de la filosofía no son sólo los problemas del filósofo, sino también los
problemas del hombre: de ti, de mí y de todos. El filósofo dedica a ellos una especial dedicación,
pero esa es toda la diferencia. Por eso dice otro filósofo, M. F. Sciacca: “. . . La filosofía, por tanto,
lejos de estar separada de la vida, como un castillo de fórmulas abstractas y de palabras extrañas,
como un fútil juego de conceptos o recorrido inútil de soluciones contradictorias. . . compromete
hasta las raíces de nuestra vida espiritual y tiene como objeto de investigación lo que de más serio,
de verdaderamente serio (que da espanto y gozo a un mismo tiempo), hay en nuestra existencia de
hombre”.
.
Sus temas centrales.
Así planteadas las cosas, la filosofía tratará los primeros principios de aquellas cuestiones
más fundamentales para tu vida; no aquellas cosas que necesitamos saber cuando, por ejemplo,
tenemos que cambiar la rueda de un auto, sino esos problemas en los cuales alguna vez habrás
pensado, en otras oportunidades, tal vez cuando contemplabas con calma una puesta de sol, o tal
vez cuando te preguntabas el porqué de un dolor aparentemente inexplicable. Dios, el hombre, el
bien y el mal, la libertad. . . He allí los temas que surgen con la fuerza de un océano en momentos
muy especiales de nuestra existencia. Pero al tratar esos temas, la filosofía contempla, como ya dijimos, dos cuestiones que le son muy propias: el ser y el conocer. Porque Dios y el hombre, por
ejemplo, pueden ser encarados desde puntos de vista no filosóficos, pero el ser y el conocer, en
cuanto tales, son propios de la filosofía. Pero, ¿qué es eso del “ser y el conocer”? Para ver con cierta
claridad esta cuestión, debemos darnos cuenta de cuántas veces, en nuestra vida diaria, utilizamos
esos dos. . . Bueno, por ahora digamos esas dos cosas. Juan dice, por ejemplo: soy médico. Tres
años atrás, Juan decía: yo puedo ser médico. Como vemos, el verbo “ser” es utilizado en el primer
caso por Juan para unir dos elementos: “yo” y “médico”. La filosofía se pregunta: ¿qué reflexiones
podemos hacer de ese “ser” como tal? Por ejemplo, vemos que no es lo mismo el primer caso que el
segundo: una cosa se ha querido decir con ser y otra con poder ser. ¿Qué diferencia hay entre ser y
poder ser? Podemos decir que en el primer caso Juan está en acto de ser médico, y en el segundo
caso, Juan está en potencia de ser médico. Con lo cual hemos visto lo que es “ser en acto” y “ser en
potencia”, que son aspectos que competen al ser en cuanto tal. Pues bien: todas estas reflexiones
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sobre el “ser” (otros prefieren decir “la existencia”) son habitualmente llamadas metafísica o
también ontología. A su vez, observemos que muchas veces utilizamos el verbo conocer. (Recuerda
el ejemplo del lápiz). “¿Lo conocés a Juan?”, es una forma de preguntar muy frecuente en nuestro
lenguaje habitual. A veces, para conocimientos más “elaborados”, utilizamos la palabra “saber”: se
supone que el médico sabe anatomía (se supone, ¿no?). Pero la filosofía, preguntona y traviesa,
pregunta: ¿qué “conocemos” del conocer? ¿Qué es conocer? ¿Podemos conocer? ¿Con qué
conocemos? Estos interrogantes son típicos de la filosofía, y la diversidad de las respuestas explican
la multiplicidad de posiciones filosóficas que hay al respecto. Esta parte de la filosofía es
denominada habitualmente gnoseología o, más simplemente, teoría del conocimiento. Por ahora, lo
importante es que la metafísica y la teoría del conocimiento forman “el tronco” esencial de toda
teoría filosófica, y que ambas se encuentran íntimamente relacionadas.
La filosofía y las ciencias
Pasemos ahora a ver algunos temas que nos que nos quedaron pendientes. Por ejemplo, la
filosofía y las “ciencias”. Algo hemos dicho de pasada sobre este tema. ¿Es la filosofía una
ciencia? Bueno, en mi opinión todo depende de lo que entendamos por ciencia. Podemos entender
por “ciencia” lo que hacen aquellos que llamamos científicos, y al comenzar este capítulo habíamos
visto qué imagen tenemos habitualmente del científico: el señor de guardapolvo blanco, en un
laboratorio como los de las películas, rodeado de tubitos, microscopios y pizarrones llenos de
fórmulas matemáticas. (Habitualmente, además, en las películas el científico tiene una hija que será
salvada de los villanos por un valiente detective; o es un genio loco que destruirá al mundo; o está
por vender una peligrosa fórmula a una potencia extranjera, pero, obviamente, nada de eso tiene que
ver con la ciencia en cuanto tal.) Esta imagen de la ciencia está muy difundida y muchos científicos
y filósofos se refieren a este tipo de conocimiento (llamado, también, “ciencia experimental”)
cuando dicen “la ciencia”. Por supuesto, si eso es la ciencia, la filosofía no es una ciencia, sino otro
tipo de conocimiento. Ante esto, las actitudes han sido habitualmente dos: la filosofía no es ciencia
y por lo tanto la filosofía no me importa nada, o la filosofía no es ciencia y no me importa que no lo
sea y hago filosofía igual.
Ahora bien, las cosas cambian si por “ciencia” o “conocimiento científico” entendemos no
sólo lo del señor con los tubitos y microscopios, sino algo más amplio, que no sea sólo eso, aunque
lo incluya. Esto no es fácil de determinar, pero trataremos de hacerlo. De manera muy general,
diremos que todo conocimiento que trate de circunscribirse a un tema muy especial, con un cierto
orden en el estudio que se está realizando, con una terminología más o menos precisa y con un
cierto método en el referido estudio, puede ser llamado “científico”. Si bien, una vez definidas así
las cosas, quedan dos problemas: cómo definir con cierta precisión qué significa “tema especial”,
“orden”, “método”, y “terminología precisa”. Pero este problema, con un poco de esfuerzo, puede
resolverse. El otro problema es que algunos filósofos no admiten circunscribir su estudio a esas
características, porque, afirman, sería limitar, particularizar, algo íntimamente general como el
“ser”. Como vemos, la cosa tiene sus vueltas, y, personalmente, opino que todo conocimiento
ordenado y sistemático -incluso el estudio del “ser”- puede ser llamado, de manera muy general,
“ciencia”, si bien habrá que distinguir después diversos tipos de ciencia. En ese sentido, la filosofía
puede ser considerada una ciencia.
La utilidad de la filosofía
Otro tema pendiente es el de la utilidad de la de la filosofía. Muchas veces se afirma, en
efecto, que la filosofía “no sirve para nada”. Tal vez mi respuesta te asombre, pero, en cierto modo,
es así. Tratemos de ver, pues, en qué sentido la filosofía es “inútil” y en qué sentido no lo es.
Volvamos por un momento a nuestro señor de los tubitos y las fórmulas matemáticas en el
pizarrón. Supongamos que nuestro amigo científico ha descubierto una nueva ley química sobre el
modo de combinación entre tales y cuales elementos, y entonces nos dice, entusiasmado: “¡miren lo
que descubrí!”, y nos explica contentísimo la nueva ley química que descubrió. Pero ahora
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supongamos que nosotros, no tan entusiasmados como él, le preguntamos: ¿y eso para qué te sirve?
Y entonces puede ser que nuestro científico se nos quede mirando, medio extrañado, y finalmente
nos conteste: “no sé, pero es fascinante, ¿no?”.
Esa respuesta del científico nos muestra lo que vamos a denominar actitud contemplativa
ante la realidad. El científico está contento porque está viendo cómo son las cosas,
independientemente de la utilidad concreta que ese conocimiento pueda proporcionar. Tal vez esa
nueva fórmula química sirve para hacer un nuevo remedio o un detergente, o lo que fuere, pero
como vemos, no es eso lo que entusiasma tanto a nuestro amigo de los tubitos. Su gozo deriva del
hecho de que ha visto cómo son las cosas, independientemente de para qué son. (El filósofo, más
que el “cómo”, se preguntará qué son las cosas y por qué son.) Esa actitud contemplativa es
intrínseca a lo que llamamos conocimiento especulativo, que nada tiene que ver con lo que
habitualmente pensamos cuando decimos “especular”, sino que en este caso es sinónimo de ver o
contemplar (de aquí que se llame espectadores a quienes contemplan un acontecimiento). El
conocimiento especulativo es distinto del conocimiento práctico, que contesta a la pregunta cómo se
hace algo, y que por lo tanto está contestando también a la pregunta para qué sirve. Sin embargo, el
conocimiento práctico requiere aunque sea un mínimo de conocimiento especulativo, pues para
saber cómo se hace algo hay que tener un mínimo conocimiento de qué son las cosas con las cuales
se está trabajando (como el carpintero, que tiene un conocimiento práctico sobre cómo hacer
muchas cosas con madera, y tiene un mínimo conocimiento, aunque sea, sobre qué es la madera y
sus principales características y propiedades, aunque sin llegar a saber necesariamente la composición química de la madera). Ahora bien: la filosofía es máximamente especulativa, y por eso, si
reservamos la palabra “útil” para el conocimiento práctico, entonces vemos en qué sentido la
filosofía no es “útil”: porque su misión no es hacer cosas (fabricar elementos), sino contemplar
todas las cosas en sí mismas, desde el punto de vista de sus primeros principios (los últimos
“porqués). O sea que la filosofía busca la verdad por la verdad misma; no busca la verdad por
aquello que podamos hacer con la verdad. Y quisiera acotar aquí que la relación del filósofo con la
verdad (con las primeras verdades, que son las que él busca) es una relación amorosa: el filósofo
está enamorado de la verdad; ella es su eterna novia; y es una novia en cierto sentido misteriosa,
subyugante, y difícil de alcanzar. Pero el filósofo, si es tal, le es fiel: sólo ella es objeto de sus
desvelos; y la seguirá buscando siempre por más inconvenientes que ello implique; y cuando capte
algo de su dulzura, la sostendrá siempre, por más problemas que ello le cause. Si el filósofo miente,
habrá sido infiel. Pero en este mundo, aunque el filósofo ame la verdad para siempre, su amada
parece a veces querer dejarlo; y el filósofo intuye que el casamiento definitivo no es de este mundo.
Ahora bien: podemos también utilizar los términos “utilidad” y “hacer” en un sentido más
amplio, y advertir, entonces, que contemplar la verdad es también un “hacer” muy especial, y que
ese “contemplar la verdad” sirve para. . .¡Pues para ser feliz! Nada más ni nada menos que para eso.
Ese es el peculiar “servir para” de la filosofía: como habíamos dicho, ayudarte en la búsqueda de las
verdades más fundamentales de tu propia existencia, lo cual, a veces, no es fácil, ni sencillo ni
agradable, pero sí necesariamente relacionado con tu plenitud como ser humano. Y con esa
plenitud, te aseguro, está relacionada tu felicidad, aunque hasta ahora no hemos filosofado sobre la
felicidad.
Por otra parte, la filosofía tiene una especie de constante presencia invisible en toda nuestra
cultura (como el cristal del anteojo, a través del cual se están mirando las cosas). Detrás de toda
organización política hay una determinada filosofía política, detrás de la cual hay una determinada
filosofía. Detrás de toda técnica hay una determinada filosofía de las ciencias, detrás de la cual hay
una determinada teoría del conocimiento, detrás de la cual hay toda una filosofía integral. Detrás de
toda ética hay también una filosofía. Lo cual significa que la filosofía está presente cuando
enciendes tu televisor, cuando votas a un candidato en las elecciones o cuando consideras que debes
ayudar a un amigo. Y comenzarás a filosofar apenas te preguntes el porqué de todo eso; de todas
esas cosas que vivimos diariamente sin preguntárnoslas.
El compromiso del filósofo
Y podemos pasar entonces a otro tema, muy relacionado con el anterior: la filosofía es
esencialmente comprometedora. Lo cual significa dos cosas: primero, que el filósofo ha hecho una
ceremonia de compromiso con su novia, la verdad; si bien eso también debe hacerlo el no - filósofo.
Pero lo segundo es más exclusivo del filósofo, pues se deriva de la especial naturaleza de las
verdades que busca. Y esto es que las primeras verdades del filósofo son especialmente
comprometedoras, en cuanto que el filósofo se juega lo más profundo de su vida con sólo preguntar
por esas verdades, y mucho más al contestar. ¿Será la misma la vida del filósofo que ha llegado a la
conclusión de que Dios es el destino final del hombre, que la vida del filósofo que está convencido
de que todo concluye con la muerte? Yo creo que no. Por supuesto, si ambos viven en una misma
cultura, puede ser que ambos tengan costumbres y hábitos culturales similares (muy probablemente,
ambos te darán la mano al saludar, tendrán una cuenta bancaria, comerán con cubiertos y discutirán
de política), pero eso no implica que su vida, en la intimidad de lo más profundo de su existencia,
sea la misma.
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Filosofía y religión.
Queda por último una cuestión que quizás ya te habrás planteado. Es el problema de la relación de la filosofía con la religión. En efecto, tal vez estés pensando que esos interrogantes cuyas
respuestas son tan fundamentales para la vida del hombre han sido planteados y respondidos por las
diversas religiones. Y tienes razón. La filosofía comparte con las religiones cuestionamientos e
inquietudes similares. Pero hay una diferencia esencial en el modo de preguntar y de responder. En
los planteos religiosos, hay una entidad absolutamente superior al hombre, que revela al hombre (en
este caso, el término “revelar” es clave) las verdades fundamentales de su existencia, las cuales son
aceptadas por el hombre merced a la autoridad que éste otorga a la entidad superior que revela (esto
es, que muestra al hombre esas verdades). Todo esto plantea el delicado problema de las relaciones
entre razón y fe, pero a este tema lo trataremos en detalle más adelante. Por ahora, baste observar
que el modo de llegar a la verdad es en la filosofía distinto (lo cual no quiere decir -y esto es muy
importante- que sea incompatible con el modo religioso). En la filosofía tratamos de llegar a la
verdad por medio de la autoridad de nuestra razón, y no por medio de una autoridad sobrehumana
que revela la verdad. Te vuelvo a reiterar que ambas cosas no son incompatibles, porque puede
suceder que la razón te diga: hasta aquí llego yo; a partir de aquí, es razonable dejar paso a otro
modo de conocimiento. Por supuesto, el problema es justamente hasta dónde llega la razón, y en
eso los filósofos han tenido muchas diferencias de opinión. Yo creo que el modo de resolverlo es
diciendo: ¡averigüémoslo! Y la mejor forma de averiguarlo es probando el “hasta dónde”. En ese
sentido, el filósofo trata de hacer con la razón lo que hacemos con un trapo mojado si queremos
secarlo: lo retorcemos y lo damos vuelta fuertemente hasta que sale la última gota de agua. Pues
bien: nosotros vamos a exprimir a nuestra razón hasta que salga de ella la última gota de verdad.
Pero, dado que una cosa así lleva toda una vida, lo que haremos ahora será un intento, sobre qué
cosas puede decimos nuestra razón acerca de los problemas fundamentales de nuestra existencia.
Por lo tanto, a prepararse, y ajustarse los cinturones de seguridad, porque partimos. Hasta ahora sólo
hemos visitado un poco la nave; ahora comenzamos nuestro viaje. O, para seguir con la analogía del
principio, ahora comenzamos a recorrer las callejuelas de la filosofía. Y te aseguro que no es mi
intención que te quedes a vivir en mi ciudad; me conformaré con que veamos juntos un poquito de
ellas y que después la visites de vez en cuando. Pero, quién sabe, ¡por ahí terminamos siendo
vecinos! Aunque eso es una decisión importante: quienes vienen a vivir en la ciudad de la filosofía,
es muy raro que después la abandonen.
Y no son bajos sus precios.
CAPITULO 2. DIOS
Si la filosofía se ocupa de las cuestiones más importantes de la existencia humana, no es
raro que nos ocupemos entonces de Dios. Pero no puedo comenzar sin antes decirte que hay algo
que me frena en este momento. Comenzar a hablar de Dios, presentado así, como un capítulo de un
pequeño libro, me parece casi una irreverencia. Algunos opinan que, ante el tema de Dios, la actitud
más justa sería el silencio total; lo cual, como veremos después, tiene su sentido. Pero, si la razón
humana es obra de Dios, no creo que sea injusto utilizarla para ver qué nos puede decir sobre El.
Dios y la vida humana
Ante todo, advirtamos que el problema de Dios no es algo que surge siempre, en todos los
problemas de nuestra vida, sino que surge en momentos especiales. Habrás tenido quizás
experiencia de esto. Discúlpame si te parezco un poco fúnebre, pero la muerte es un hecho que nos
plantea el tema de nuestro destino final, en relación a lo cual se plantea Dios. ¿Qué sentido tiene
todo? ¿Por qué estamos en este mundo? Los filósofos “existencialistas” dicen que estamos
“arrojados a la existencia”, lo cual significa que aquí estamos, existiendo, pero nadie nos preguntó
si queríamos nacer. Y tienen razón. Al parecer, hemos sido “arrojados a la vida”, y a una vida que,
además, sabemos que va a terminar alguna vez. Y nos preguntamos: ¿por qué? ¿Tiene todo esto
algún sentido, o es todo una enorme casualidad? Es natural para el hombre hacerse estas preguntas,
pues es natural al hombre buscar la explicación última de su vida; el sentido de su existencia. Una
vez recibí una carta donde se me decía textualmente: “ . . . Es terrible no encontrarle un sentido a
esta vida. No encontrarle sentido al sufrimiento, a las angustias. Vos tenés tus explicaciones en la
religión. Yo no las encuentro en ningún lado”. He allí, magníficamente expresado, el problema más
importante de la vida del hombre. Y la filosofía inquiere: ¿seguro que no hay respuestas? ¿Seguro
que no se las puede encontrar en ningún lado? Y para todo esto, te imaginarás que el tema de la
existencia de un Primer Principio que sea a la vez nuestro destino final es básico. Dios o no Dios: he
allí la opción fundamental de la vida humana y del filosofar. Si existe Dios, todo adquiere su
sentido; si no existe, todo es un absurdo. Te diré lo que dijo un filósofo sobre el hombre, una vez
que había llegado a la conclusión de que Dios no existía: el hombre es “una chispa entre dos nadas”.
¡Fíjate qué bien expresado! Si no hay Dios, no hay principio, no hay final, sino sólo algo en el
medio, tan fugaz como un chispazo, que no sabe ni de dónde vino ni tampoco si terminará en algún
lado.
Tal vez te encuentres alguna vez con alguien que te diga que todo eso no le importa. Que no
le importa ni su propia muerte ni la de los demás. Debo decirte al respecto que considero dudoso
que haya alguien a quien verdaderamente eso no le importe. Pero es cierto que a veces es
manifestada expresamente esa falta de preocupación por la cuestión. Alguien me dijo una vez (no es
un ejemplo, es en serio): “yo sé cuál es mi destino final: que me coman los gusanos”. Bueno, yo
siempre he intentado investigar racionalmente si hay otra perspectiva de la cuestión. ¿Lo hacemos
juntos? Tratemos pues de ver qué es lo que nuestra razón puede decimos sobre el origen último de
todas las cosas. Tratemos de ver qué podemos decir de Dios.
El planteo racional del tema
Tal vez estás pensando que ahora plantearemos el tema exponiendo una serie de “pruebas
de la existencia de Dios”. No, no procederemos de ese modo, y no porque yo no considere razonables a las pruebas de la existencia de Dios, sino porque ese modo de plantear las cosas produce
rechazo en quien esté convencido de que no puede demostrarse racionalmente que Dios existe. Y no
es mi intención discutir, sino filosofar juntos. El planteo es: si el tema de Dios es importante,
veamos qué nos puede decir nuestra razón.
.
Hay cosas que no necesitan demostrarse. Demostrar es distinto a mostrar. Aquellas cosas
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que no necesitan demostrarse son llamadas habitualmente “evidentes por sí mismas”, y lo que
podemos hacer racionalmente sobre ellas es mostrarlas. Los filósofos discuten sobre qué cosas son
evidentes por sí mismas. Hay filósofos que dicen que nada es evidente, y, podríamos preguntarles si
es evidente que nada es evidente. En fin, para no entrar ahora en esta discusión, te mostraré uno de
los ejemplos de “evidencia” más generalmente aceptados. Se trata del principio de no contradicción.
Supongamos que alguien dice que a nadie hace bien fumar, pero luego dice que a él sí le hace bien.
Probablemente le diríamos: “¡Usted se está contradiciendo! ¿No dice usted que fumar a nadie hace
bien? ¿Por qué entonces a usted sí le hace bien?” En este caso hemos aplicado el principio de no
contradicción: nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Por ejemplo, un auto
no puede ser rojo y no rojo a la vez: o es rojo, o no lo es. Pero puede ser rojo por fuera y no - rojo
por dentro, y por eso hemos agregado “en el mismo sentido”.
Ahora bien: hay pocas cosas que sean evidentes por sí mismas. Y, justamente, las cosas que
más nos importan no lo son. La existencia de un Principio Supremo, por ejemplo. Yo no creo que
sea evidente por sí mismo, como lo es el principio de no - contradicción. Espero que concuerdes
conmigo.
El punto de partida
En este momento nos encontramos como si tuviéramos que llegar a un primer piso y no
contásemos ni con una escalera ni con un ascensor. Pero entonces, si necesitáramos imperiosamente
llegar a ese primer piso, buscaríamos a nuestro alrededor algo o varias cosas que pudiéramos apilar
de algún modo para utilizarlas como escalera. Bueno, tal vez mi solución es algo torpe, pero al
menos estarás de acuerdo conmigo, en que el espíritu de la solución que propongo es partir de lo
que ya tenemos para llegar a lo que todavía no tenemos.
Y en este caso, ¿qué es lo que ya tenemos? Tal vez mi respuesta te resulte extraña: las cosas.
¿Qué cosas? ¡Pues las cosas, simplemente! Las cosas que están ahí, delante de nosotros. Las
páginas de este libro, la silla donde estás sentado (no leas este libro caminando o te darás un golpe);
los árboles, las plantas, los animales. . . Todo. Incluso algo muy importante: tú mismo. Porque, al
menos, estás seguro de que existes, ¿o no? No lo dudes ni por un momento, porque no podrías
siquiera dudar si no existieras. Aquí tenemos algo que es evidente por sí mismo: tu propia
existencia, y, además, la existencia de las cosas que te rodean.
Ahora tratemos de buscar en las cosas algo en común. Vamos a suponer tres cosas: este libro
existe; esta silla existe; tú existes. ¿Tienen algo en común? Sí: las tres “existen”. Pero: ¿existen las
tres del mismo modo? Quiero decir: ¿son lo mismo? No. Una existe como libro, la otra como silla, y
la otra (tú) como persona. Lo cual significa que las tres tienen modos de ser distintos. Mira qué
interesante: estamos aquí en un típico modo de enfocar las cosas que la filosofía llama metafísica
(¿recuerdas?). Hemos descubierto que en todas las cosas que existen hay un ser, es decir, aquello
por lo cual las cosas existen, y un modo de ser, esto es, un modo de existir distinto en cada cosa. En
este contexto estamos utilizando el término “ser” como “existir”: decir que “esta cosa es” significa
“esta cosa existe”.
Hemos encontrado también una caracterización común para lo que queremos decir cuando
decimos “cosa”: una cosa es aquello que existe. Algunos filósofos usan una palabra más precisa,
pero no tan usual: “ente”. O sea que es ente todo aquello que “está existiendo”. No dejemos de
destacar, nuevamente que las cosas que están a nuestro alrededor, existiendo, tienen una existencia
“contraída”, pues, como vimos, existen en una forma o en otra (no es lo mismo existir siendo silla
que existir siendo persona). Podríamos decir que la “existencia” (el ser) es como el agua, y las cosas
que existen, como las botellas que tienen agua: todas tienen agua, pero algunas tienen más y otras
menos, y de una forma y de otra, según el tamaño y forma de la botella. De igual modo, todas las
cosas que existen “tienen” existencia (ser), pero de una forma o de otra, o en grados diversos, según
lo que la cosa sea (según que sea un gato, un perro, una persona, etc.).
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El “existir” en las cosas
Ahora viene algo un poquito más complicado. Como ves, estamos tratando de filosofar juntos
sobre la base de lo que se nos presenta a nuestro alrededor, y ahora tenemos que pensar un poco
más sobre todo esto.
Hemos visto que las cosas que existen tienen dos elementos, Íntimamente unidos, pero distintos: su
existencia y su modo de existencia, (su ser y su modo de ser). Ahora bien: fijémonos en el detalle de
que del “modo de ser” de una cosa podemos afirmar determinadas características que no pueden no
estar en la cosa. Supongamos que vamos a un arroyo y vemos un pato. Una cosa que existe, cuyo
modo de existir (modo de ser) es existir siendo pato. Y lo interesante es que del “ser pato” (o existir
como pato) se desprenden varias cosas; por ejemplo, que es un vertebrado, o, más específicamente,
nadar y hacer “cuá - cuá”. Podemos decir esas cosas del pato por el solo hecho de ser pato. O sea,
cada cosa tiene un conjunto de características que, en cierto modo, la definen. Mediante esas
características distinguimos a una cosa de otra. Es todo aquello que caracterice y/o se desprenda del
“modo de ser” de algo. Necesariamente, si algo es pato, no puede no tener las características que
tienen todos los patos. Pero entonces volvamos a nuestro pato del arroyo. Como vimos, podemos
decir de él varias cosas por el solo hecho de que es un pato. Pero veamos ahora qué sucede con el
existir del pato. El pato está existiendo. Pero ahora supongamos que nuestro pato se muere. Lo cual
significa que deja de existir. Entonces podemos llegar a la conclusión de que por ser pato no
necesariamente tenía que existir, porque ser pato le aseguraba tener las características que tienen
todos los patos, pero no le aseguraba existir siempre. O sea que su modo de existir (el ser pato) no le
aseguraba necesariamente existir (ser). “Necesariamente” nos indica, como hemos visto, algo que
es de una manera muy firme, muy especial. Por ejemplo, si yo defino un pizarrón como algo en lo
cual se escribe con una tiza, entonces el hecho de que en el pizarrón se pueda escribir con una tiza
es una característica necesaria del pizarrón, esto es, una característica que no puede no estar en el
pizarrón. Pero que el pizarrón sea negro o verde es algo que no hace a su esencia; o sea que un
pizarrón no tiene que ser, por ejemplo, verde, para ser un pizarrón (puede ser negro). Entonces
decimos que el verde no es una propiedad necesaria del pizarrón, lo cual es lo mismo que decir que
es no - necesaria, que es lo mismo que decir que es “contingente”. Toda característica que puede
estar en algo, tanto como puede no estar, decimos que es contingente (como ves, lo contrario a lo
necesario). Un ser humano puede tener piel de co1or blanca o negra, y será ser humano en ambos
casos, y entonces decimos que el color de la piel es algo contingente al ser humano (esto es lo que
el racismo no entiende). Pero volvamos a nuestro pato, que lo habíamos dejado medio muerto por
ahí. Lo que estábamos tratando de decir es que, dado que su modo de ser (el ser pato) no le
aseguraba necesariamente el existir (de lo contrario, jamás podría morirse), entonces decimos que el
existir le es al pato como el verde al pizarrón. O sea que el modo de existir no implica necesariamente el existir. Yeso pasa con todas las cosas a nuestro alrededor. De todas las cosas podemos
decir muchas características necesarias (al explicar lo que son), pero de ninguna podemos decir que
necesariamente tiene que existir. Pero entonces, si del modo de existir no se deriva necesariamente
el existir, ¿de dónde sale que una cosa exista? Este es un caso similar al siguiente: supongamos que
nos subimos a un auto y nos preguntamos de dónde sale que el auto tenga ruedas. Aparte de poder
contestar que se las pusieron en la fábrica, tampoco contestaríamos mal si decimos: ¡pues del hecho
de que sea un auto! Pero si el auto es rojo, y nos preguntamos de dónde sale que sea rojo (por qué
es rojo) ya no podríamos contestar lo mismo. Por ser auto no tiene que ser rojo. El ser rojo ha salido
de algún lado (algo ha causado que sea rojo) pero no ha salido del hecho de ser auto. La razón de
ser rojo no está en ser auto. Entonces volvamos a nuestra pregunta. ¿De dónde sale que una cosa
exista? ¿Por qué una cosa existe, cuando hemos visto que no puede tener su razón de existir en su
modo de existir? Pues, si, como vimos, el modo de existir de algo (el ser esto o aquello) no implica
necesariamente existir (ser) entonces toda cosa no tiene en sí misma su razón de existir, sino que su
existir tiene que haber venido de algún otro lado. Volviendo a nuestro ejemplo: el pato tiene en sí la
razón (la explicación) de porqué hace cuá-cuá, pero no tiene en sí mismo la razón de estar
existiendo, mientras existe. Aunque sea un pato o lo que fuere, puede no existir. Todo esto nos lleva
a la conclusión de que las cosas, que tienen esta diferencia entre el modo de existir y el existir, son
“causadas”. Estamos denominando “causa” a aquello por lo cual algo existe. La causa es aquello
que responde a la pregunta “por qué esta cosa existe” (y vimos que no podemos encontrar la
respuesta en el modo de existir de la cosa). O sea que las cosas tienen su existir “prestado” y no
“propio”. ¿Te acuerdas del ejemplo del agua? Bueno, todo esto es parecido a las cosas húmedas,
que tienen agua, pero no son agua. Aquí sucede lo mismo. Las cosas que existen tienen existencia
(el existir; el ser) pero esa existencia (ese existir) no les pertenece propiamente. .
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La causa del existir
Todo lo cual nos lleva a esta conclusión fundamental: las cosas tienen su razón de existir
(su causa) en otra cosa. No en ellas mismas. Si volvemos a nuestro ejemplo, el pato tiene la causa
de su existencia en otra cosa, no en él mismo. Claro me dirás: en el caso del pato, como todo ser
viviente, decimos que nació porque sus progenitores, de igual especie, le transmitieron la vida. Y
así comenzaríamos a remontamos para atrás. Pero entonces: ¿hasta dónde llegamos? Cada cosa
depende de otra para su existencia, y así sucesivamente... Entonces tenemos, en este caso, que cada
cosa se comporta con respecto a la otra como un eslabón de una cadena. Pero, como hemos visto, es
una cadena de cosas que tienen el existir, y es como si fueran “transmitiéndoselo”. Por lo tanto, es
lo mismo que una cadena de cosas mojadas, que tienen agua pero no son agua. Pero sería
inconcebible que esas cosas mojadas estuvieran mojadas si no existiera el agua en sí misma (el
agua). De igual modo, sería inconcebible una cadena de cosas que tienen el existir sin el existir
mismo. Ese “existir en sí mismo” (el ser en sí mismo) es pues la primera causa, que explica el
existir de todas las cosas que existen. (O sea, que tienen existencia). Pero, dado que entonces no
podemos seguir remontándonos para atrás, esta primera causa no tiene una diferencia entre su modo
de existir y su existir, porque en ese caso deberíamos buscar nuevamente otra causa de su existir, y
ya no sería la primera, y aquí llegamos a algo asombroso. Esta primera causa ya no es, como todas
las demás cosas, un modo de existir determinado (¿te acuerdas?: existir como libro, como silla,
como ser humano...), sino que es... ¡El existir como tal! El ejemplo del agua nos ayudará
nuevamente: una cosa mojada no es agua, sino que tiene agua. Pues bien, la primera causa no tiene
el existir (ser), sino que es existir (ser). Y así, es lo único a lo cual le pertenece necesariamente y
propiamente ser. Y a esta primera causa de la existencia de todas las cosas la llamamos Dios.
Dios y su “concepción”
Si todo esto te resulta medio “inconcebible”, no te preocupes. Quiere decir que entendiste
bien. Por eso te dije que esto es sencillamente asombroso. Pues todo lo que pensamos, lo pensamos
de un modo o de otro. Nuestra mente parece siempre querer “circunscribir” o “embotellar” todo
(recuerda el ejemplo de las botellas). Y aquí nos encontramos con algo cuyo modo de ser es que no
es de un modo o de otro; que no es esto o aquello, sino que es el mismo ser. Y la prueba de que
nuestra mente no puede evitar embotellar y clasificar todo es que ya lo hemos etiquetado: “Primera
Causa”. ¡Cuánto sentido tiene, pues, decir que ante Dios la actitud más digna es el silencio! Porque
entonces, si se nos pregunta” ¿qué es Dios?, deberíamos contestar: Dios es nada… de lo que
habitualmente es. Fíjate qué curioso lo que nos está diciendo nuestra razón: Dios es algo tan grande,
tan ilimitado, tan inconcebible, tan impresionante. . . Que más que poder decir lo que es, podemos
decir lo que no es: no es ninguna de las cosas de este mundo. Y de ahí surge lo único que podemos
decir propiamente de El: que (es) el ser como tal. (Puse “es” entre paréntesis porque la razón me
advierte que prácticamente nos estamos quedando sin recursos idiomáticos para hablar de Dios,
porque los idiomas y lenguajes están habitualmente concebidos para cosas de este mundo).
Su perfección y eternidad
De todos modos, a pesar de las dificultades de y eternidad lenguaje, vamos a ver qué es lo que
la razón puede seguir diciéndonos de Dios. Recordemos que en todas las cosas de las que hemos
partido en nuestro análisis veíamos una “composición” de dos elementos íntimamente unidos: el ser
y el modo de ser. Pero hemos visto que en Dios, su modo de ser es su mismo ser. Es el ser en sí
mismo. Por eso, no hay en Dios ninguna composición, sino que su modo de ser y su ser son lo
mismo. Por eso podemos decir que Dios es absolutamente simple, en cuanto “no -compuesto”. Por
eso encontramos también la unidad más perfecta. Y por la misma razón decimos que Dios es
absolutamente inmutable, esto es, no puede recibir “cambios” de ningún tipo; las demás cosas, por
el solo hecho de que el existir no les pertenece propiamente (¿recuerdas?) pueden ser o no ser (existir o no existir), además de poder tener muchos otros cambios y variaciones. Pero Dios no puede
recibir nada que “pueda ser”, nada que le agregue algo, porque, en ese caso, algo le faltaría, y en
ese caso, eso que se le agrega se le agregaría como una “parte” o algo que antes no tenía, y entonces
Dios sería compuesto, y ya vimos que es absolutamente simple. Por eso Dios es absolutamente
perfecto, esto es, no puede recibir algo que le falte. Y por todas estas razones vemos que no es
difícil ver porqué Dios es eterno: pues, como hemos visto, el existir le pertenece propiamente (las
otras cosas lo tienen prestado) y entonces no puede no haber existido alguna vez, y no puede dejar
de existir.
La creación.
Bien, ¡esto sí que es “exprimir” a nuestra razón! Estamos apretando el acelerador al
máximo. Sobre todo, porque nuestra razón está acostumbrada a trabajar con las cosas de este
mundo, y, como hemos visto, Dios no entra precisamente en los cánones habituales. Pero hagamos
otro esfuerzo y pensemos en lo siguiente. Dado que Dios nos da nuestro existir, que tenemos
“prestado” (nosotros y todas las cosas), podemos decir que este “dar el existir” (dar el ser) es lo que
propiamente caracteriza el acto de creación. Como ves, este tema (la creación) no es sólo religioso,
sino que de este modo lo podemos encarar filosóficamente. Dios es causa primera del existir de
todas las cosas porque permanentemente está dando el existir. Esto no es tan difícil, pues no es más
que aplicar algo muy sencillo: si algo es prestado, es “dado” por alguien. Pero fíjate que no estoy
diciendo que Dios “creó”, como un carpintero que hizo un mueble, y después lo dejó por ahí y se
olvidó de él. No es el mismo caso, pues el acto de creación es continuo. ¿Recuerdas las cosas
húmedas o mojadas? Pues bien, permanentemente tienen que “estar mojándose”, o de lo contrario
se secan. Y en este caso es lo mismo, pues recordemos que nosotros tenemos existencia (existir), así
como las cosas mojadas tienen agua. Por eso Dios está permanentemente sosteniendo a las cosas en
la existencia. Y retengamos el término “sosteniendo”, porque es muy gráfico. En efecto (y
resumiendo un poco todo), si podemos no existir, ¿por qué existimos? Y hemos visto que podemos
decir: porque existe, el existir (el ser) en sí mismo (Dios). La imagen podría ser, por lo tanto, esta:
estamos colgados sobre la nada (la no existencia) por medio de una soga que nos sostiene: Dios. Y
ese “sostenimiento” es permanente (mientras las cosas existen). ¿No es esto impresionante? ¿No te
sientes ahora más “aferrado” a Dios que de costumbre?
No pensemos, además, que Dios, al crear, se saca un poco de El mismo (de su existir) y lo
coloca en nosotros y las demás cosas. Porque en ese caso, no habría ninguna diferencia esencial
entre las cosas y Dios, pues nuestro existir sería el mismo que el de Dios. Pero ya hemos visto que
hay una diferencia esencial entre las cosas y Dios, porque en las cosas (que no son Dios) el modo de
ser es distinto al ser, y en Dios son lo mismo. O sea que Dios crea las cosas, pero éstas no se
confunden con El, ni El con las cosas. ¿De dónde ha sacado entonces Dios las cosas? Ya vimos que
no de él mismo. Entonces, ¿las sacó de otra cosa, como un carpintero saca sus muebles de la
madera? Pero si es así, esa otra cosa también tiene que haber sido creada por Dios (porque esa otra
cosa, como vimos, no puede ser Dios, y entonces tiene que ser distinta de Dios, y si es distinta tiene
ser y modo de ser distintos, y entonces tiene el ser prestado y es creada), y entonces el problema se
repite: de dónde sacó Dios esa otra supuesta cosa. Entonces, si Dios no saca las cosas de sí mismo,
ni de otra cosa, las crea... ¡de la nada! Sí, ya sé que esto es asombroso, pero, ¿qué otra alternativa
queda? Todos nosotros, al hacer cosas, siempre las hacemos de algo y con algo (como el carpintero,
que utiliza la madera, o el escultor, que utiliza el mármol, etc.). Pero eso es transformar cosas que
ya existen. Pero, como vemos, “dar el existir” (crear) es distinto a transformar. Dios, al crear, no
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utiliza ninguna materia preexistente. (Y ya vimos por qué: si fuera así, a esa materia también la
tendría que haber creado, y así sucesivamente). Por eso la creación de Dios es de la nada.
¿Increíble, no? Y lo más increíble es que todo esto son conclusiones lógicas a partir de lo que
significa “dar el ser”. Y es obvio que estemos mudos, boquiabiertos, frente a lo que la razón nos
dice. Pero creo que la pobre razón, propiamente hablando, ya no da para más.
Algunas objeciones
Todo esto nos lleva a reflexionar sobre el hecho de que muchas veces te dirán que no se
puede demostrar que Dios existe, porque el universo puede ser eterno. Pero, como vimos, eso no
hace al fondo de la cuestión. Por supuesto que el universo puede ser eterno. La fe religiosa nos
puede decir que ha sido creado en el tiempo (más correcto sería decir “con el tiempo”), pero
racionalmente es posible que el universo haya siempre existido. El fondo de la cuestión es, como
hemos visto, que las cosas del universo (y éste en su conjunto) tienen una diferencia entre el modo
de ser y el ser, y allí está la clave de la cuestión: en que el ser es “prestado”, pues no se deriva del
modo de ser. y eso nada tiene que ver con el tiempo, pues una cosa puede tener su existir prestado
desde siempre, o desde un determinado momento, y eso no interesa; lo que interesa es que es
prestado.
Otros tal vez te digan que el universo es todo lo que existe, y qué Dios es parte de todo lo
que existe, y si Dios creó al universo, Dios se creó a sí mismo, lo cual es contradictorio con la
creación, pues sólo son creadas las cosas que no son Dios. Pero: por supuesto que sólo son creadas
las cosas que no son Dios; Dios es increado pues nadie le da el existir, pues el existir le pertenece
propiamente, y lo que es propio no se recibe prestado. Pero decir “el universo es todo lo que existe”
es totalmente impreciso: nosotros no hemos partido de “todo lo que existe”, sino de las cosas que
tenemos a nuestro alrededor, a partir de las cuales vimos que tienen una diferencia entre ser y modo
de ser, y de allí nos remontamos a Dios (el ser en sí mismo). “Crear el universo” no es crear todo lo
que existe, por lo tanto, sino que es crear lo contingente (las cosas que pueden o no existir).
Dios y el sentido último de las cosas
A partir de aquí, si no nos hemos equivocado, los interrogantes del principio pueden
comenzar a contestarse. No totalmente, por ahora, pero las cosas van adquiriendo su sentido. Ahora
hay un por qué de todas las cosas. El mundo no es una enorme casualidad. Y hay una esperanza
para nosotros. Nosotros, los seres humanos, que entre nuestras características definitorias tenemos
la de poder preguntamos por nuestro destino final. Pues hemos sido creados por Dios. Cada uno de
nosotros. Y entonces, ¿para qué nos creó Dios? ¿Es compatible con la absoluta perfección de Dios
que nos haya creado para el mal, para la infelicidad? Digamos que es razonable contestar que no es
compatible.
Por lo tanto, Dios es motivo de esperanza. Una perfección inmensamente infinita es el origen
de nuestra existencia... ¿Por qué no también el destino final de nuestra existencia? Pero a todo esto
trataremos de dilucidarlo en el capítulo siguiente. Por ahora, no olvidemos esa expresión de esa
carta que te había comentado al principio: “. . . Es terrible no encontrarle un sentido a esta vida. . .”.
Sí, es terrible. Pero en el sólo reconocimiento de que es terrible encontramos nuestra absoluta
necesidad de encontrar el sentido último de las cosas. Y en nuestras limitaciones, que se manifiestan
en esos momentos de angustia, encontramos la importantísima verdad de que precisamente por
nuestras limitaciones somos incapaces de habernos dado (a nosotros mismos) la existencia. Lo cual
es el punto de partida para llegar a Dios. Así como sólo podemos llegar a la verdad una vez que
tomamos conciencia de nuestra ignorancia (como decía Sócrates), de igual modo el hombre sólo
puede llegar a Aquel a quien el existir le pertenece propiamente (Dios) cuando advierte que su
propia existencia (su existir; su ser; su acto de ser) no le pertenece. Así, de nuestra angustia puede
surgir nuestra esperanza. Hay una esperanza para tu vida. Cuando contemples un atardecer en
medio de las montañas, piensa que algo infinitamente más bello te ha creado, para que llegues a El.
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CAPITULO 3. EL HOMBRE
La esencia del hombre
Buscaremos entonces las características definitorias de nuestra existencia. Ya vimos que la
tenemos prestada en cuanto a existencia, pero eso no nos distingue específicamente de las demás
cosas, pues las demás cosas también tienen su existencia prestada (contingente). Ahora no nos
ocuparemos, pues, de las cosas prestadas, sino de aquello que nos pertenece propiamente, es decir,
de aquellas características que tenemos por el solo hecho de ser seres humanos.
“Pero eso no es tan complicado”, me dirás. Porque tal vez te estés acordando del tema de la
famosa “inteligencia”. Además, es muy conocida la definición del hombre que viene desde
Aristóteles: “animal racional”. La inteligencia; el razonamiento; la razón, la famosa razón que
estamos exprimiendo, es lo que más razonablemente se nos aparece cuando tratamos de ver qué nos
distingue de las demás cosas.
Yo no te voy a decir que esto no es así. Pero el problema es que las cosas no son tan
sencillas, por cuanto hay que especificar qué entendemos por “inteligencia”. Además, siempre surge
esta cuestión: ¿y no tienen inteligencia, también, algunos animales? También aquí debemos
recordar contestaciones habituales: “no, los animales tienen instinto”. Lo que ocurre es que, a
veces, ¡flor de instinto!, ¿no?
Para que veamos mejor esta dificultad, te contaré algo muy interesante. A principios de este
siglo este tema estaba muy candente, y por todos lados se hacían experimentos con la conducta de
los animales. Uno de los más famosos consistió en poner a un gorila, que se llamaba Sultán, en un
lugar donde había una banana colgando a una altura donde el gorila no la pudiera alcanzar. Más o
menos alejado de la banana había un cajón suficientemente alto como para que quien se subiera en
él alcanzara la banana. Ya te lo puedes imaginar a nuestro pobre Sultán dando vueltas y saltos para
tratar de alcanzarla. Pero, en un determinado momento, Sultán se queda quieto y mira a su
alrededor. Y después de un pequeño lapso, al parecer sin 'dudar, toma el cajón, lo pone debajo de la
banana, se sube en él y lo alcanza. Ha logrado su objetivo.
Los científicos dicen que eso es una conducta inteligente; esto es, resolver un problema, al
encontrar cuáles son los medios adecuados para llegar a un determinado fin. Definida así, es muy
difícil negar que, sobre la base de experiencias como la descripta, algunos animales parecen tener y
presentar conductas que revelan algún tipo de inteligencia práctica, esto es, resuelven un problema
buscando el medio adecuado para llegar al fin (por eso es “práctica”, porque lo que se resuelve es
algo que hay que hacer). Pero, ¿es sólo eso la inteligencia? O ¿se reduce a eso la inteligencia del
hombre? Algunos opinan que sí. No porque lo único que podamos hacer sea alcanzar una banana,
sino porque nuestra inteligencia sería en nosotros sólo lo necesario para resolver --como cualquier
otro animal- el problema de la supervivencia, para lo cual el hombre ha ideado las diversas técnicas
(desde una hoguera, el arco y la flecha hasta un proyectil supersónico y un acondicionador de aire)
que le permiten sobrevivir y defenderse de las otras especies.
Podríamos decir que es cierto que la inteligencia significa eso. Pero, nuevamente, ¿sólo eso?
Y hacemos esta pregunta recordando que en el primer capítulo habíamos distinguido entre
conocimiento práctico y conocimiento contemplativo (especulativo). Habíamos visto que, para
hacer algo, hay que tener un conocimiento aunque sea mínimo sobre qué son los elementos con los
cuales trabajamos. Y vimos también que ese conocimiento sobre lo que las cosas son no es sólo
para fabricar o hacer cosas, sino también para ver cómo son las cosas en sí mismas. Y esto es lo que
llamábamos actitud contemplativa de la realidad. A lo que estamos apuntando, pues, es que lo que
propiamente caracteriza a la inteligencia en el ser humano es esa actitud, de la cual deriva su
enorme capacidad práctica. Esto es, podríamos definir a la inteligencia como la capacidad de captar
el ser y el modo de ser de las cosas. Permanentemente, nuestra mente se caracteriza por estar
abierta a la realidad, a lo que las cosas son; a su existencia y modo de existencia. Esto se
manifiesta en el ser humano desde pequeño, cuando comienza a preguntar “¿qué es esto?” (su modo
de ser), y “¿por qué?” (su causa). Incluso, el mismo término “inteligencia” nos indica eso: viene del
latín “intus” (dentro) y “legit” (lee), o sea, leer dentro (de la cosa; ver lo que es); de allí el latín
“intelligere”, que es inteligir o entender, que es el acto propio de la inteligencia, como ver es el acto
propio de la vista. O sea: así como la vista “ve”, y “ver” es “captar la luz” (o el color), de igual
modo, la inteligencia “entiende”, y “entender” es “captar la realidad”, que implica captar la
existencia y el modo de existir de las cosas. Incluso -y esto es muy importante la inteligencia puede
captar el modo de ser en sí mismo de algo. ¿Qué quiere decir esto? Pues si decimos, por ejemplo,
“este pato existe” (volvemos a nuestro pato del arroyo), entonces captamos a una cosa que existe
como pato (su modo de ser). Pero entonces podemos incluso abstraer ese modo de ser en sí mismo,
lo cual significa que podemos no sólo considerar a este pato, sino al modo de ser pato solamente,
esto es, lo que específicamente distingue al modo de ser pato de otro modo de ser. Lo cual es la
esencia del pato o “pateidad” (habitualmente los modos de ser en sí mismo terminan en “eidad” o
“idad”; de allí “humanidad”, por ejemplo). Y lo importante es que el modo de ser pato en sí mismo,
o aquello por lo cual algo es pato y no es perro, considerado en sí mismo no está solo en este pato
(nuestro pato del arroyo), sino en todos los patos.
Lo cual significa que la inteligencia del hombre, al captar el modo de ser en sí mismo de las
cosas, va más allá de lo concreto. O sea: la inteligencia no sólo capta a este pato en particular, sino
también a la “pateidad” en sí misma. Lo más curioso de esto es que los modos de ser en sí mismos
no se pueden dibujar ni fotografiar. Por ejemplo, puedes dibujar un determinado triángulo, pero no
puedes dibujar a la “triangularidad”, esto es, aquello por lo cual llamas triángulo al triángulo que
dibujaste. Inténtalo, y verás que no puedes. Siempre la concretarás en un determinado triángulo, al
cual lo llamarás tal porque se adecua a la “triangularidad”. Pero los modos de ser (modos de existir)
siempre existen, en la realidad, en una cosa concreta que está existiendo.
Todo esto no significa que la inteligencia pueda conocer totalmente, completamente,
exhaustivamente, los modos de ser (de existir) de las cosas. Sino que significa que se conoce algo o
parte de ese modo de ser; a veces más, a veces menos; en general, lo suficiente como para no
confundir una cosa con otra. O sea que la inteligencia se encuentra generalmente a mitad de camino
entre conocer nada de las cosas y conocerlo todo. En realidad, sólo podemos conocer
completamente aquellas cosas que, en alguna u otra forma, hacemos. Por ejemplo, si alguien es un
experto mecánico, puede llegar a comprender perfectamente los hasta mínimos detalles de
funcionamiento de un automóvil'; pero un médico jamás podrá estar en la misma situación con
respecto a su paciente. Pues hemos inventado el automóvil, pero no nos hemos inventado a nosotros
mismos, como tampoco a ninguna de las cosas naturales que nos rodean, que siempre guardarán
secretos por revelar.
Y una última característica de la inteligencia humana, muy importante, es que es capaz de
volver sobre sí misma y entenderse a sí misma. ¿Qué significa esto? Pues supongamos que estás
mirando algo a través de un largavista. Puedes mirar muchas cosas con el largavista, excepto el
largavista. Esto es: el largavista no puede verse a sí mismo; no puede ser su propio objeto. O sea: si
miras por el largavista aparecerán muchas cosas, excepto el largavista que estás utilizando. (Esto
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Dijimos en el capítulo anterior que todas las cosas (excepto Dios) tienen un ser y un modo de
ser que se distinguen realmente, aunque ambos aspectos, Íntimamente unidos, conforman una sola
cosa. También, en el capítulo anterior, hablamos mucho sobre nuestro ser (nuestro existir), pero no
tanto sobre nuestro modo de ser. Esto es, el existir como hombres (modo de ser). Entonces, este será
el tema de este capítulo: ¿qué es aquello por lo cual, específicamente, nos distinguimos de las
demás cosas? Esta última pregunta es importante, porque establece el enfoque típicamente
filosófico que daremos a este tema. Pues el estudio del hombre puede ser enfocado desde muchos
aspectos. Y el aspecto específicamente filosófico de esta cuestión es preguntamos por la esencia
última del ser humano, esto es, aquello por lo cual decimos que alguien es un ser humano y no un
árbol.
pasa también con los sentidos, que utilizan órganos corporales: el ojo no puede verse a sí mismo;
una zona de la piel no puede tocarse a sí misma). Pero en cambio la inteligencia, cuyo acto propio
es “entender”, puede entenderse a sí misma. Lo hemos estado haciendo: dijimos que la inteligencia
es la capacidad de captar el ser y el modo de ser de las cosas: eso significa que también estamos
captando con la inteligencia lo que ella es: su modo de ser es captar el ser y el modo de ser de las
cosas. Lo cual implica que la inteligencia se está “viendo” a sí misma (cosa que no puede hacer el
largavista ni nada que sea esencialmente corpóreo). Esto es lo que muchos filósofos llaman reflexión. Además, por esta reflexión captamos nuestra propia existencia, y por eso decimos “yo
existo” (¿recuerdas?, esto lo habíamos dado antes como un ejemplo de una evidencia). Y es
evidente porque cuando dices “yo entiendo que...”, es obvio que estás existiendo, porque no podrías
entender ni hacer ninguna otra cosa si no existieras -por eso se dice que todo hacer supone un ser
previo-. (Un gran filósofo, Renato Descartes, decía que esto es tan evidente, que en el sólo hecho de
dudar nos damos cuenta de que existimos, porque no podríamos dudar si no existiéramos; y otro
gran filósofo, que además fue un santo, San Agustín, decía que en el solo hecho de equivocamos
nos damos cuenta de que existimos, por el mismo motivo: no podríamos equivocarnos si no
existiéramos).
La inteligencia y su relación con lo corpóreo
Ahora viene algo muy interesante. Todas estas características de la inteligencia humana que
estamos analizando, ¿son explicables por un proceso corpóreo, de tipo físico-químico o electrónico?
Este es un tema que ha preocupado a muchos filósofos, y tiene graves consecuencias. Porque si esta
capacidad definitoria del hombre, la inteligencia, es sólo materia, entonces no habría ninguna
conclusión lógica que nos indicara que no todo termina con la muerte. Con lo cual estamos
nuevamente rodeando el tema de nuestro destino final. Por lo tanto debemos ahora afilar nuestra
razón, porque entramos en zona tormentosa.
En mi opinión, hay varias cosas que nos indican que la inteligencia no utiliza un órgano
corpóreo para realizar su tarea específica, que es “entender”. En primer lugar, porque si así fuera, no
podría “reflexionar”: como habíamos dicho, volver sobre sí misma y captarse a sí misma. Lo cual
implica captar la existencia de quien está entendiendo. Ninguno de los sentidos corpóreos pueden
captarse a sí mismos: el ojo no puede verse, ni el tacto tocarse, ni el olfato olerse; esto es, siempre
captan otra cosa, no a ellos mismos (el ojo de Juan puede ver el ojo de Pedro, pero si Juan mira no
verá su propio ojo -recuerda el ejemplo del largavista-. Por supuesto, puede verse mediante un
espejo, pero en ese caso es como si mirara su propia foto, lo cual es también otra cosa). Vemos pues
que la capacidad del hombre de tener conciencia de sí mismo y decir “soy” (o “existo”) es algo que
difícilmente pueda reducirse a algo sólo corpóreo. ¿Puede una moderna computadora decir, por sí y
ante sí,”soy” (“existo”) y, de ese modo, tomar conciencia de sí misma? Yo creo que no. Por
supuesto, la puedes programar para que después, cuando hagas “correr” el programa, aparezca la
palabra “soy” en la pantalla. Por eso te subrayé “por sí y ante sí”, es decir, espontáneamente.
Y este “soy”, tan sencillito, pero que aparece como algo imposible para una
supercomputadora, nos señala otras cosas. Por ejemplo, su simplicidad. No sólo porque sea simple,
para un ser humano, pensar “soy”, sino también por su no-divisibilidad. O sea, no lo puedes
“cortar”, ni medir. Todo lo corpóreo se puede medir. Y también puede dividirse en partes más
pequeñas, aunque no siempre se tengan los instrumentos para ello. Pero, ¿cuánto mide el “soy”?
Sencillamente, nada. ¡Lo cual no implica que no exista, si justamente al decir “soy” estás diciendo
que existes! Pero, ¿cuántas partes tiene “soy”? (Y por supuesto, no nos estamos refiriendo a la
palabra, así que no es cuestión de decir “s”, “o”, etc.). ¿Se puede ser por la mitad? No. Existes o no
existes, pero no tiene sentido decir que existes un poquito.
Esto nos está indicando que el objeto de la inteligencia humana (el ser y el modo de ser de
las cosas) es algo que no puede reducirse a cosas corpóreas. Los cuerpos existen, pero eso no
implica que necesariamente sólo lo corpóreo puede existir. Ya vimos en el capítulo anterior que
nuestra razón puede no sólo suponer la posibilidad de la existencia de Dios, sino también
demostrarla. Pero entonces, si nuestro intelecto fuese sólo una cosa material y corpórea, no podría
captar sino cosas materiales y corpóreas, dado que nada puede hacer cosas que estén más allá de su
propia naturaleza (al menos, ninguna cosa puede hacer eso por sí misma). O sea que sería igual que
nuestros sentidos, que sólo captan cosas materiales y corpóreas (que siempre se pueden medir y
dividir -al menos, esa es una de las características más firmes y evidentes del mundo material, si
bien no conocemos totalmente su modo de ser-). Pero si esto fuera así, entonces nuestra inteligencia
no podría ni siquiera concebir la posibilidad de la existencia de cosas no corpóreas. Pero no sólo
nuestra inteligencia sí puede hacer eso, sino que también puede ocuparse de Dios, que no es
corpóreo, además de poder volver sobre sí, como hemos visto, y captar los modos de ser en sí
mismos de las cosas (recuerda el ejemplo de la triangularidad) que no son reducibles a imágenes
corpóreas (recuerda que no podías dibujar la triangularidad). Por todo esto, creo que es razonable
afirmar que la inteligencia no puede explicarse por un solo proceso corpóreo (como los cinco
sentidos, que tienen un órgano corporal).
Por lo tanto, hay en el hombre una dimensión no reducible a lo material, que es lo que
muchos filósofos llaman espiritualidad, que lo abre a una existencia más allá de la muerte. Pero, me
dirás, aquí hay algo raro. No somos espíritus “puros” o “solitos”, me dirás. Y tienes razón. Tenemos
un cuerpo. Un cuerpo que, podríamos decir, forma parte esencial de nuestra existencia. Pero en este
tema los filósofos han tenido muy diversas opiniones. Muchos opinan que el hombre es
esencialmente su espíritu, y que el cuerpo es otra cosa, totalmente distinta, que el hombre maneja
como un automóvil. El espíritu estaría “dentro” del cuerpo, como el conductor “dentro” del
automóvil. Pero, la verdad, yo nunca me atrevería a sostener tal cosa; no sé si estarás de acuerdo
conmigo. Hay muchas cosas que nos indican una unidad muy profunda entre nuestra parte espiritual
con la corpórea, hasta tal punto que podríamos decir que son dos elementos de una sola cosa, que es
el hombre en su totalidad. La inteligencia no es reducible a lo material, pero eso no implica que no
use de algún modo (y use no quiere decir “ser”) al cuerpo, pues si alguien sufre un daño cerebral
serio, sus funciones psíquicas sufren un grave daño funcional. Los médicos y psiquiatras, cada vez
más, hablan de las enfermedades y problemas “psicosomáticos”, lo que significa que problemas al
parecer sólo corpóreos causan daños psíquicos y problemas al parecer sólo psíquicos influyen en lo
corpóreo y pueden ser causa de enfermedades somáticas. El hombre se muestra pues como uno, con
su espíritu y su cuerpo. Pero, si esto es así, ¿cómo explicarlo? Y si el espíritu es hasta tal punto uno
con su cuerpo, ¿cómo sostener que podemos seguir existiendo más allá de la muerte?
Bien, no es este un problema sencillo de resolver, pero te daré la respuesta que hasta ahora me ha
parecido más razonable. Viene del viejo Aristóteles. El asunto es más o menos así: supongamos que
tenemos cuatro piedritas, y las colocamos en el suelo de forma -tal que cada una de ellas represente
cada uno de los vértices de un cuadrado imaginario. Esto es, las colocamos en forma de cuadrado.
Observemos que allí tenemos dos elementos: las piedritas (el elemento material) y la forma de
cuadrado (el elemento formal). La forma tiene la función de organizar y disponer en un
determinado orden a los elementos materiales. Las cosas fabricadas por el hombre siempre tienen
este esquema: una Serie de elementos materiales unidos y ensamblados en una forma determinada,
forma que habitualmente permite cumplir una determinada función. Fíjate en cualquier cosa que
tengas a tu alrededor, (una silla, un televisor, o lo que fuere) y verás que tiene ese esquema. Pero
esto también lo observamos en la naturaleza y, sobre todo, en esas cosas tan especiales que
llamamos seres vivos. Para no ir muy lejos, vayamos a lo que los biólogos llaman la unidad mínima
de la vida, la famosa “célula”, y veremos ese esquema (incluso, la biología nos enseña la existencia
de animales unicelulares, que tienen una sola célula, como los paramecios). En una célula hay una
gran cantidad de elementos materiales: hidratos de carbono, proteínas, lípidos, agua, etc., etc. En sí
mismos, apilados uno sobre otro, no formarían una célula, de igual modo que si desensamblas y
desarmas tu televisor y pones todas las piezas en una bolsa, colocadas según vayan cayendo, esas
piezas ya no forman un televisor. Pero volvamos a la célula. Esos elementos materiales, que están
en la célula, están ordenados en una determinada forma. Esa “forma” es lo que nos permite hablar
de una cierta unidad (decimos que hay “una” célula) y además cumple una función: mantener la
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vida de la célula (O, como dirían los biólogos, sus funciones metabólicas). Inclusive muchos de
esos elementos materiales van cambiando, a lo largo del tiempo, por los sucesivos intercambios de
la célula con el medio en el que se encuentra: si en el lugar “x” de la célula hay un determinado
hidrato de carbono, es muy posible que después de un tiempo, en ese mismo lugar haya otro hidrato
de carbono, cumpliendo una función idéntica que el anterior. Como ves, en la célula hay una
determinada estructura que en cierto modo trasciende (esto es, es distinta) a los elementos
materiales que está ordenando. O sea: la estructura (la forma) no es lo mismo que los elementos
materiales, sino que es aquello por lo cual éstos se ordenan, y en función de lo cual cumplen una
determinada función, como siguiendo un “programa” similar al de una computadora (entre
paréntesis: ¿pudo la célula haberse programado a sí misma? -relacionar con el capítulo dos-). A su
vez, células de iguales características se ensamblan formando tejidos, los cuales a su vez se
ensamblan y ordenan formando órganos, sistemas y aparatos (como el sistema nervioso, o el aparato
respiratorio), todo lo cual se ordena a su vez en una forma última que conforma un organismo
viviente. Ese organismo tendrá pues un principio organizativo último (su forma “principal”) del
cual “emergerán” o derivarán sus otras capacidades. Por ejemplo, la capacidad de subirse a un árbol
y comer bananas estará “programada” por la “forma principal” (el principio organizativo último)
del mono. Si aplicamos este mismo esquema al ser humano, deberemos concluir que todas nuestras
capacidades, incluso la inteligencia, derivan de nuestro principio organizativo último como
organismos humanos. Pero habíamos visto que la capacidad intelectual no depende de lo material
para su existencia. Por lo tanto, tampoco el principio último del cual deriva, pues lo no-material no
puede apoyarse y sostenerse, para su existencia, en lo material (pues ninguna cosa da lo que esa
cosa no tiene, y por eso una cosa solamente material y corpórea no puede dar u originar lo
intrínsecamente inmaterial; es lo mismo que si me pidieras un millón de dólares: no te los puedo dar
porque no los tengo - ¡en serio!-). Entonces, es cierto que nuestro principio organizativo último y
nuestra capacidad intelectual están más allá de lo corpóreo y material, pero eso no impide que
puedan organizar y estructurar al cuerpo humano, pues hemos visto que las estructuras en cuanto
tales son distintas de los elementos materiales que ordenan. Por lo tanto, podemos concluir que la
relación y unión entre el espíritu y el cuerpo del hombre es que nuestro espíritu cumple la función
de principio organizativo último de nuestro cuerpo, lo cual no implica que su existencia dependa de
esa función. Todo lo cual explicaría la íntima relación que se observa entre nuestras funciones
psíquicas y corpóreas. Resumiendo, todo cuerpo tiene una forma que lo organiza y unifica, y la
forma de nuestro cuerpo es espiritual. Por eso se dice que el espíritu del hombre es un espíritu
“encarnado”.
Por supuesto que todo esto es para seguirlo pensando, pero hasta el momento esto es lo que
me parece más razonable. Este tema sirve como ejemplo sobre cómo la filosofía y las ciencias
experimentales (en este caso la biología, la física) pueden y deben ayudarse mutuamente. Pero lo
importante de todo esto es la afirmación del elemento fundante del hombre, su espíritu, y que ese
espíritu lo abre a una existencia más allá de la muerte corpórea.
Pero con todo esto no estamos terminando nuestra indagación sobre el hombre. Al contrario,
apenas hemos comenzado. Porque de este elemento fundante del hombre surgen otras
características muy importantes sobre las cuales debemos filosofar un poco.
La libertad.
Una de estas cuestiones es la famosa LIBERTAD, de la cual tantas veces hablamos en nuestras
conversaciones cotidianas. Muchas veces usamos esta palabra para referimos a la “ausencia de
trabas” o la libertad de algo. Por ejemplo, una persona que no está en una cárcel diría que es libre,
esto es, libre de estar en una cárcel, y que en ese sentido tiene ausencia de trabas: o sea, las que
tendría en una cárcel. Pero no es este el sentido de la palabra libertad el que en este momento me
interesa razonar contigo. No porque no sea importante, sino porque tal vez hay algo más importante
aún. En efecto, el problema es si el hombre es libre en su interior, esto es, si tiene libertad interna,
que es llamada libre albedrío por los filósofos. Lo cual implica que vamos a indagar si el hombre es
libre aunque esté rodeado de cuatro paredes en la celda de la cárcel más estricta. Vamos a averiguar
si el hombre es libre internamente, independientemente de las trabas externas, de tipo violento, que
se le puedan poner alrededor.
Me dirás, tal vez, que esto no es tanto problema, pues podemos experimentar en nosotros
mismos nuestra propia libertad. O tal vez pienses lo contrario. Esto depende de nuestras
experiencias vitales. Pero hagamos una sencilla prueba. Haz cualquier cosa que “quieras” hacer:
mira para un costado, o levanta el brazo. En estos casos, podemos “sentir” nuestra propia libertad.
Pero es aquí cuando muchos filósofos han pensado que, en efecto, en esos momentos “creemos”
que somos libres, pero en realidad eso es una ilusión. Oscuras fuerzas, no plenamente concientes
para nosotros, nos dominarían. Incluso habrás podido experimentar alguna vez que tu voluntad
“fallaba” ante determinadas circunstancias. Entonces: ¿es el hombre intrínsecamente libre, como el
pez es algo que intrínsecamente tiene la capacidad de nadar? ¿Podemos demostrar que el hombre
tiene libertad interior, independientemente de lo que “sintamos” al respecto?
Como siempre, trataré de reflexionar contigo lo que me parece más razonable.
Ante todo, tratemos de ver si hay algo frente a lo cual no somos libres. Se puede pensar en
muchas cosas, pero todas van a ser muy discutibles. Pero yo creo que hay una que es muy difícil de
discutir. ¿Cuál es? Pues la felicidad. Todos queremos la felicidad. ¿Y en qué consiste? ¡Ah!, ese es
otro problema. Muy importante, pero es otro. Por ahora, lo que me interesa que pensemos es que
ante el deseo de ser felices, no somos libres. Tendemos natural y necesariamente a la felicidad como
las plantas tienden al sol. Siempre que estoy hablando de este tema frente a un grupo de personas,
hago la siguiente prueba: digo “levante la mano el que no quiera ser feliz”, y a renglón seguido pido
que no se hagan bromas. Y nunca alguien me ha levantado la mano. Todos queremos ser felices. Sin
saber bien, tal vez, qué buscamos detrás de ese término “felicidad”, pero sabiendo que queremos ser
felices, y que no podemos no querer ser felices. En ese “no poder no querer” ser felices, radica el
hecho de que no seamos “libres” frente a la felicidad.
Pero en esto no estamos solos. Todos los seres vivientes tienen una tendencia o un
movimiento intrínseco hacia aquello que naturalmente los satisface, esto es, hacia aquello que es
conveniente para ellos según su propia naturaleza. Esto es el apetito natural, que lo definimos, pues,
como la tendencia al bien. Las partes verdes de las plantas tienden al sol, las tortugas marinas
tienden hacia el agua, algunas aves tienden a comerse las tortugas marinas cuando, apenas nacidas,
están yendo al agua; etc. Y así toda la naturaleza sigue un “programa” impresionantemente
complejo y ordenado. Y ahora veremos por qué este tema se relaciona con la cuestión de la inteligencia: porque, en nuestro caso, nuestro apetito natural se llama apetito racional, esto es, un
apetito que tiende al bien conocida por la inteligencia. Y esto es lo que llamamos voluntad.
Mediante la voluntad, que es nuestra específica capacidad de apetición, deseamos las cosas, pero no
las podríamos desear si nuestra inteligencia no las detectara como buenas para nosotros. No estés
pensando que me estoy refiriendo en este caso a un bien necesariamente moral. Al tema de la moral
nos introduciremos después. En este caso estamos llamando bueno a todo aquello que la
inteligencia nos presenta como conveniente para nosotros (“conveniente” en cuanto nos permite
llegar a un fin). Por eso, un error de la inteligencia producirá que nos perjudiquemos (en cuanto no
alcanzaremos el fin). Volvemos a reiterar -esto es muy importante- que dejamos el tema del bien
moral para más adelante, si bien lo que estamos diciendo ahora se relaciona con el planteo ético.
Y ahora pensemos en algo muy importante. ¿Recuerdas cuando decíamos que nuestra inteligencia
puede concebir la “triangularidad” en sí misma? Pues bien, de igual modo -y como hemos venido
haciéndolo- nuestra inteligencia nos permite no sólo conocer esta o aquella cosa buena (concreta y
particular) sino también “lo” bueno en sí mismo, o sea, la noción de “el” bien en sí mismo. Y eso es
lo que nuestra inteligencia hace cuando mediante ella decimos que tendemos “al” bien. Y es frente a
esta tendencia “al” bien, así en abstracto considerado (reiteremos, otra vez, que no se trata
necesariamente del bien moral), que no somos libres. Y es esta tendencia a “el” bien la que se
expresa con nuestra tendencia a “la” felicidad. Ahora bien, ¿cuál podría ser la característica principal de la felicidad total? Yo creo que podemos razonablemente contestar que, si tuviéramos la
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felicidad total (que sería fruto de tener el bien total), se caracterizaría por el hecho de que estaríamos tan plenamente satisfechos en todos nuestros deseos y aspiraciones, que ya no tendríamos
más nada que querer o desear. Pero, ¿qué cosa buena de este mundo tiene esa característica? Pues
ninguna. Todas las cosas buenas de este mundo nos satisfacen en este o en aquel sentido, pero
ninguna nos produce una plenitud tal que ya no tengamos ningún otro deseo o aspiración. Pues cada
vez que nos movemos para conseguir algo, eso implica que todavía tenemos algún deseo que
satisfacer, y en esta vida constantemente nos estamos moviendo en tomo de objetivos todavía no
cumplidos. Todo esto quiere decir que tendemos naturalmente a la felicidad total que puede ser
concebida por nuestra inteligencia, y es frente a esa felicidad total que no somos libres (no podemos
no quererla), pero no la podemos alcanzar con las cosas de este mundo. Las cosas de este mundo no
son el bien total, sino que son bienes parciales. Y entonces, si sólo el bien total tiene el poder de
determinar totalmente tu voluntad, de manera que no puedes no quererlo, los bienes parciales no
tienen ese poder. Y en ese sentido somos libres. Somos libres en el sentido que podemos
autodeterminarnos frente a los bienes parciales. No podemos no querer el bien total (que implica la
felicidad total) pero podemos querer o no querer cualquier cosa de este mundo, porque no tienen la
capacidad de ofrecer aquello que nos dejaría totalmente satisfechos. Como cualquier bien de este
mundo puede dejarte insatisfecho en algún sentido, en ese sentido puedes no quererlo, y puedes
quererlo en el sentido en el cual te deje satisfecho. En este sentido nuestra voluntad es libre: en
cuanto que se autodetermina frente a los bienes parciales. Por eso, si, por ejemplo, te traen un plato
de comida y tienes hambre, puedes decir “no quiero”. No porque no tengas hambre, sino porque
puedes considerar que el plato de comida satisface tu hambre, pero no tus deseos de no engordar.
Entonces, como no quieres engordar, dices “no quiero”. Y esto es a lo que nos referíamos cuando
decíamos que cualquier bien de este mundo puede satisfacerte en un sentido y no en otro sentido. Y
por eso podemos decir que el hombre es necesariamente libre internamente, porque su inteligencia
lo abre a la distinción entre bien total y bien parcial, y a poder elegir frente a los bienes parciales.
Que son todos los bienes de este mundo.
Los condicionamientos
Muy posiblemente, muchos te dirán que esto no es así, y que el hombre actúa
necesariamente condicionado por diversas circunstancias. Pero lo que ocurre es que la libertad es
como un instrumento muy delicado que tiene la capacidad de ponerse a sí mismo en peligro de
descomponerse, o, al contrario, cuidarse. Puedes, por ejemplo, ponerte delante de determinados
estímulos sensibles y corporales tan fuertes que tu voluntad ya no responda, pero serás responsable
de tu conducta si tú mismo has decidido ponerte en esa situación, y en ese sentido tu acción seguirá
siendo libre. Puedes también actuar todos los días siguiendo hábitos y costumbres de la sociedad
que te rodea, pero tienes la capacidad de decidir si los vas a seguir o no. O puedes también tener
limitadas las opciones, pero siempre guardas una capacidad de elección final. Por ejemplo, alguien
puede amenazarte con un arma y decirte que mates a tu madre o te dispara, y no creo que vayas y
mates a tu madre diciéndole que no eres libre de decir que no.
significa que somos responsables de nuestra vida (pues “respondemos” de ella). Y de esto,
paradójicamente, no somos libres. No podemos no ser responsables (no como cualidad moral, sino
en cuanto que somos dueños de nuestra vida). Cuando una persona dice “no respondo de mí”, es
como si estuviera anunciando que ha decidido no ser libre. Y eso es imposible. Pues si lo decidió, es
libre. Los filósofos existencialistas dicen que el hombre no tiene una forma de existencia
determinada, sino que se da a sí mismo su propia existencia, y, en el sentido de que el hombre es
libre de decidir el curso de su vida, tienen razón.
Me dirás que tal vez estoy exagerando un poco todo esto, dado el enorme conjunto de
circunstancias que condicionan permanentemente nuestra vida. Pero el asunto es que yo no estoy
negando la importancia de esas circunstancias condicionantes; sólo estoy diciendo que ellas no
anulan tu libertad interna. Incluso, puedes decidir “abandonarte” a ellas, y en ese caso también lo
has decidido libremente. Mira, una vez leí un libro de un psicoterapeuta vienés, que se llama Víctor
Frankl, que estuvo en el campo de concentración de Auschwitz, de los nazis. ¿Podemos concebir
algo más “condicionante” y menos “libre” (en cuanto a libertad de algo) que un campo de
concentración? Y o creo que es difícil. Digamos que es un buen ejemplo de imposición violenta de
todo tipo de condicionamientos. Pues bien, en ese libro (que te citaré después en las lecturas) Frankl
explica cómo pudo ver que el hombre podía no perder, si lo deseaba intensamente, su libertad
interna, aún en ese campo de concentración. “Los que estuvimos en campos de concentración -dice
Frankl- recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás,
dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían
pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las
libertades humanas -la elección de la actitud personal frente a un conjunto de circunstancia- para
decidir su propio camino”. Y continúa a renglón seguido: “y allí siempre había ocasiones para
elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que
determinaba si uno se sometía o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo,
la libertad interna; que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias,
renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso
típico” (pág. 69).
Los relatos de Frankl siempre me impresionaron; incluso hay una parte en la que cuenta
cómo veía entrar a otros judíos a la cámara de gas rezando el “Shema Yisrael” (una oración judía).
¡Eso es libertad interna! No, por supuesto, libertad política, pero sí es ser dueño de la propia vida,
que es lo que nos interesa. La libertad política es un derivado de la libertad interna, cuando los
hombres se tratan mutuamente como lo que son: seres dueños de su destino.
El hombre como dueño de su destino
Por eso el hombre, por su libertad, es dueño de su destino. Ser dueños de nuestro destino no
significa manejar el conjunto total de circunstancias que se nos pueden presentar, ni tampoco poder
evitar las consecuencias necesarias y/o probables de nuestra conducta. Por ejemplo, ser dueños de
nuestro destino no significa que podamos evitar que haya un terremoto, sino que significa que
decidiremos qué actitud tomaremos en el momento del terremoto (por ejemplo, si estamos
caminando con alguien en el momento del terremoto, ¿nos preocuparemos de quien tenemos al lado
o correremos al primer refugio que encontremos dejando abandonada a la otra persona?). Y si
decidimos comer algo que sabemos que nos hace mal, no podremos decir que no somos libres
porque no podemos evitar la indigestión posterior. Ser dueños de nuestro destino significa, pues,
tener la capacidad de decidir ante el conjunto de opciones que las circunstancias nos presenten;
Qué es ser persona
Como ves, nos estamos introduciendo cada vez más en la naturaleza humana, en nuestro
“modo de ser” más íntimo. Y hemos dado hasta ahora dos pasos muy importantes, pues hemos
hablado de las características definitorias de nuestro modo de ser, que serán origen de otras
características. Somos espíritus encarnados dueños de nuestro destino. Porque tenemos inteligencia
y voluntad (que como hemos visto, es voluntad libre). Y por eso somos personas. Todo aquello que,
existiendo en sí mismo, tiene inteligencia y voluntad, es PERSONA, y por eso nosotros somos
personas humanas. Julián Marías, filósofo español contemporáneo, dice que el lenguaje registra
perfectamente el hecho de que seamos personas, y lo ejemplifica diciendo que si alguien golpea a la
puerta, decimos “¿quién es?”, y no “qué es”. Y suponemos que es alguien y no algo, esto es, una
persona y no una cosa. O podríamos decir (aunque a Marías ya no le gustaría este modo de decir lo
mismo): que la persona es una cosa muy especial, o un algo tan especial, que le ponemos el término
“alguien” y no “algo”, y “quién” y no “qué”. O sea, la persona es una cosa, pero no como las
demás. Su modo de ser es ser libre e inteligente. Y cuando ese modo de ser libre e inteligente está
encarnado (en un cuerpo) decimos que es una persona humana. Y eso somos nosotros. Y por eso
tenemos el “peso” y la tremenda responsabilidad (de la cual no podemos huir) de ser dueños de
nuestra propia vida.
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La moral
Y porque tenemos la responsabilidad de ser dueños de nuestra propia vida, es que tenemos
una característica importantísima, derivada de nuestro ser persona. Es algo que ha estado latente
hasta ahora, como una atmósfera que nos ha rodeado permanentemente, y de la cual todavía no
hemos hablado explícitamente. Se trata de la ETICA o MORAL. Y ahora que nos hemos referido a
la libertad del hombre, estamos en plenas condiciones para reflexionar racionalmente sobre el bien
y el mal moral. Justamente, lo primero que trataremos de establecer es por qué hablamos de moral
en el hombre y no en los animales y/o en las plantas. Supongamos, en efecto, (y ya hemos utilizado
este ejemplo, que nos seguirá dando servicios) que decimos que todas las plantas tienen orientadas
por naturaleza sus partes con clorofila (sus partes verdes) hacia el sol (lo cual es llamado por los
biólogos fototropismo positivo). Toda planta, necesariamente, se orientará hacia la luz del sol al
desarrollarse. Pero ¿tendría sentido decir que la planta debe orientarse a la luz del sol, y que está
bien moralmente si así lo hace, y mal si no lo hace? ¿O la consideraríamos susceptible de castigo en
este último caso? No, no tendría sentido, y no lo tendría simplemente porque una planta no es dueña
de su propio destino: no tiene libertad interna; no puede decidir libremente si se orientará hacia el
sol o no. La planta no se cuestiona si debe hacer esto o aquello; simplemente, hace lo que su
naturaleza le dicta; no manifiesta tener conciencia de su propia existencia ni tampoco manifiesta
tener libertad interna; en resumidas cuentas, la planta no es persona. Pero nosotros sí lo somos. Y
por eso estamos dentro del orden moral. Y hemos introducido un nuevo término. Vamos a ver si
podemos aclarado. ¿A qué llamamos orden? Recordemos el ejemplo del conjunto de elementos
materiales “ordenados” por una forma. Ese “orden” se refiere a la disposición de las partes
relacionadas en torno a una función que deben cumplir, o un fin que deben lograr; y en función de
que la función se cumpla y/o el fin se logre decimos que el orden es correcto o no lo es (o, de otra
forma, podemos decir que hay orden o desorden). Como las partes de un automóvil, que decimos
que están “ordenadas” precisamente porque están ensambladas y relacionadas entre sí de manera tal
de lograr un móvil que se automueva (un automóvil). Pues bien, en todas las cosas hay un orden
natural, que consiste en la adecuada relación de las acciones y conductas de esa cosa con la
finalidad natural hacia la cual está orientada. A veces escuchamos hablar del “orden natural”, como
algo medio mágico, fantasmagórico, o mítico, y sin embargo vemos que se lo puede caracterizar
como algo bien real, racional y, en cada cosa, concreto. Si volvemos a nuestro ejemplo, vemos que
en la planta (como en todo ser viviente) hay una finalidad natural (desarrollar y mantener su vida)
para lo cual realiza una serie de acciones ordenadas en torno a ese fin: dirige sus partes verdes hacia
la luz del sol; realiza la fotosíntesis, transformando las sustancias inorgánicas en sustancias orgánicas de tipo energético; dirige sus raíces no hacia el sol, sino a la tierra, buscando esas sustancias
orgánicas que serán transformadas, etc. Como ves, toda una serie de acciones relacionadas con el
mantenimiento y desarrollo de la vida,.según lo que la específica naturaleza de la planta establece
(por eso la planta, para mantener la vida, realiza fotosíntesis y no caza ciervos como un león). Todo
ello es un orden natural, que la planta, como dijimos, cumple naturalmente, sin preguntarse si debe
o no debe hacerlo, y sin tener conciencia de que lo hace. Y todas esas conductas en conjunto,
puestas como una especie de “mapa” que muestra el camino que la planta sigue para cumplir su fin,
forman la ley natural de la planta. Te podrás imaginar, por tanto, que así definidas las cosas, regirán
también para el caso del hombre, pero con la diferencia que habíamos establecido: el hombre. tiene
también un orden natural y una ley natural, pero con la importantísima característica de que puede
voluntariamente adecuarse o no a su orden natural. Y por esto, nada más ni nada menos que por
esto, porque el hombre tiene la inteligencia para advertir cuál es su fin natural y que tal o cual
conducta es adecuada o no a ese fin natural, y la libertad interna para decir “sí” o “no” a esa
conducta, es que hablamos de orden moral y de ley moral. Como ves, lo moral es lo natural en el
caso del hombre. Y la conducta humana que libremente cumpla su ley natural será buena
moralmente. Y la que libremente no lo haga, será mala moralmente.
La objetividad de la moral
Antes de seguir adelante, una aclaración importante. Lo que venimos reflexionando nos
permite salir al paso de una dificultad habitual, que consiste en que muchos plantean la imposibilidad de averiguar racionalmente lo que sea “bueno” o “malo” desde el punto de vista ético.
Porque se dice que una cosa es un juicio sobre la realidad de las cosas, que nos informe de cualquier
cosa que se predique de un sujeto (esto es, lo que aprendíamos en la escuela sobre “sujeto y
predicado”, como “Juan es argentino”, o “las computadoras ordenan datos”, etc.), y otra cosa es
decir “prefiero el tenis al fútbol”, que implica valorar más al tenis que al fútbol, que implica, a su
vez, un juicio de valor, o un “me gusta” totalmente subjetivo y no demostrable. Sin embargo, hemos
visto que la ética, como la hemos planteado, no implica un juicio de valor subjetivo, sino un juicio
sobre una realidad bien tangible, que nos dice cuál es la conducta adecuada para llegar a la finalidad
natural del hombre. Se trata de una relación objetiva de medio a fin. Pero entonces se nos objetará:
“¡Ah, pero allí está su error! Porque todos los seres humanos tienen fines distintos. ¿No dijo usted
que los seres humanos son dueños de sus vidas? Pues bien: unos querrán hacer esto, otros aquello, y
en relación a lo que cada uno quiera tener como fin de su vida será la conducta que en ese caso debe
realizar. Por eso la moral es algo subjetivo y depende de cada uno”. ¿Qué responderíamos a este
planteo? Pues que se refiere a la clave de la cuestión que, al ser analizada, nos permitirá seguir
adelante. En efecto, diremos que, por supuesto, cada ser humano tiene fines distintos para su vida; si
todos quisiéramos hacer lo mismo sería un gran problema. ¿Te imaginas si todos quisieran ser
médicos, o todos abogados, o todos jugadores de fútbol? Afortunadamente no nos gusta, a todos, lo
mismo. Pero el asunto no es este. El asunto es que todos podemos tener gustos muy distintos, pero
todos tenemos la misma naturaleza humana, y por eso la ética no es cuestión de gustos. Y porque
todos tenemos la misma naturaleza, es que tenemos una finalidad natural, lo cual no implica que esa
finalidad no se pueda lograr a través de nuestras particulares vocaciones. Pero entonces surge aquí
nuevamente el problema. Porque, me dirán, ¿cuál es esa finalidad natural? ¿Cómo saber cuál es?
¡Bueno!, cuestión de razonar de nuevo, y así como es perfectamente razonable decir que el fin
último de la planta es desarrollar totalmente sus capacidades (sus potencialidades) como planta, de
modo que llegue a su plenitud como planta, diremos que el fin último del ser humano es desarrollar
plenamente sus capacidades como ser humano, para lo cual hay que fijarse bien cómo es nuestra
naturaleza y ver cuáles son sus inclinaciones y tendencias naturales. Ese será pues nuestro fin
último, o finalidad natural. Pero esto no soluciona nada, me podrán volver a decir, porque, ¿y si
alguien no quiere llegar a ese fin último? ¡Ah!, como diría Hamlet, esta es la cuestión. ¿No
habíamos visto, cuando razonábamos sobre la libertad, que hay algo que no podemos no querer? ¿Y
no era ese algo la felicidad total? Pues bien, allí está nuestro fin último, al cual naturalmente todos
los seres humanos tienden: el bien total, ese bien que implicaba que estuviéramos totalmente
satisfechos, del cual se derivaba nuestra felicidad total. Todos los seres humanos -tengan los fines
particulares que tengan- tienden a ese bien total. Pero me dirás que esto es un poco confuso, porque
primero digo que el fin último es desarrollar totalmente nuestras capacidades humanas y ahora te
digo que nuestro fin último es el bien total al cual tendemos. Lo que ocurre es -tal vez ya lo
advertiste- que ambos están íntimamente unidos: porque desarrollar plenamente nuestras
capacidades humanas, tan plenamente que ya no tengamos nada más que desarrollar, implica que
estamos plenamente satisfechos; tanto, que no tenemos nada más que querer, y que hemos colmado
totalmente las apetencias de nuestra naturaleza, lo cual, como dijimos, implica haber alcanzado el
bien total. Quiere decir que, resumiendo, el fin último objetivo del hombre es el bien total, que
implica el pleno desarrollo de sus capacidades específicas como hombre, todo lo cual tiene como
fruto la felicidad total, a la cual todos tendemos naturalmente. La ética se nos presenta pues como el
camino a seguir para alcanzar nuestro fin último, camino que libremente decidimos, en cada
instante de nuestra vida, si vamos a seguir o no.
El fin último y Dios
Pero, me dirás, ¿qué es ese “bien total”? ¿Existe? ¿Dónde está? ¿No habíamos dicho que
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ningún bien de este mundo es ese bien total?
Sí, habíamos dicho eso, pero a la vez, en el capítulo anterior, habíamos demostrado la existencia de Dios. Y ese bien total, capaz de planificarnos totalmente, es Dios. Pero, ¿cómo puede la
razón decirnos tal cosa? Pues porque habíamos demostrado que Dios se nos muestra como la
existencia en sí misma (el ser en sí mismo) y en ese sentido inconmensurable el infinito; y habíamos
visto también que es absolutamente perfecto, pues si algo le faltara, ya no sería Dios. Y en ese
sentido Dios tiene que ser también el Bien Total, perfectísimo, dado que si Dios fuera sólo un bien
parcial, como cualquiera de los de este mundo, ya no sería Dios. Por lo tanto, estamos confirmando
ahora la presunción del capítulo anterior: el origen último de nuestra existencia, Dios, es también el
fin último de nuestra existencia. El hombre tiende naturalmente al bien, y si se encontrara con el
Bien Absoluto, total, ¿cómo no se lanzaría decididamente hacia El? Y un gran filósofo y gran santo,
santo Tomás de Aquino -que ha estado, está y estará siempre presente en todo lo que venimos razonando- ejemplificaba esto diciendo que un hombre que buscara la verdad, y le dijeran que hay un
libro que contiene toda la verdad, ¿no buscaría inmediatamente ese libro y luego, al encontrarlo,
descansaría en él? De la misma manera, nosotros buscamos en este mundo comprender cómo son
las cosas, y eso es buscar la verdad; pero nunca podemos encontrar “la” verdad, sino que
encontramos esta verdad o aquella otra, en la medida en que encontramos el ser y el modo de ser de
esta o aquella cosa. Pero Dios -recordemos- no es algo que tenga un modo de ser, “limitado” a ese
modo de ser, sino que es El Ser (por lo tanto, ilimitado e infinito) y por eso es La Verdad.
¡Dios es entonces nuestro fin último! Dios es, entonces, el bien total que planificará
totalmente nuestras aspiraciones más específicas como seres humanos. Porque si hay algo que nos
distingue de los demás animales -y es el origen de otras notas distintivas esencialmente nuestras- es,
como habíamos visto, nuestra inteligencia, que busca la verdad (buscando el ser y el modo de ser de
las cosas) y -como resultado- nuestra voluntad, que busca el bien. ¡Y Dios es la Verdad Total y el
Bien Total! Por eso, será Dios quien planificará totalmente esas dos aspiraciones tan nuestras, tan
humanas.
Me dirás que habíamos dicho que no podemos no querer el bien; pero entonces, si sabemos
que Dios es el bien total, ya no somos libres. Bueno, lo que ocurre es que aquí hay dos cosas
distintas. Porque una cosa es el conocimiento de que Dios es el bien total, y otra cosa es el bien total
(Dios) como tal. Y lo que en este mundo podemos tener es ese conocimiento, que como
conocimiento sigue siendo un bien parcial, que por lo tanto no puede determinar a nuestra voluntad
libre. Por eso una persona puede realizar una conducta determinada aunque sepa que esa conducta
no lo conducirá a Dios (en ese caso esa conducta será mala moralmente).
La gran dificultad con la que la razón se enfrenta en este caso es, en mi opinión, de qué modo
un modo de ser esencialmente limitado como el nuestro puede adecuarse, en su destino final, al Ser
Ilimitado, infinito e inconmensurable de Dios. Es una singular paradoja. Es advertir que nuestra
naturaleza limitada sólo puede alcanzar su plenitud totalmente por el Ser Ilimitado de Dios.
Lamentablemente, creo que nuestra razón se enfrenta aquí con un misterio que ella no puede
resolver. De lo cual no hay que angustiarse mucho, pues una razón razonable conoce sus propios
límites.
Toda la moral se nos presenta, pues, como un camino para llegar a nuestro fin último, Dios.
Con lo cual estamos en condiciones de comenzar a razonar sobre cuáles son las normas
fundamentales de nuestra ley natural. Porque, si llegar a Dios implica llegar a la plenitud de
nuestras capacidades como seres humanos, entonces todo lo que vaya en contra del desarrollo de
esas capacidades nos alejará de Dios, y será justamente todo lo que sea contrario a nuestra
naturaleza humana lo que impedirá que desarrollemos nuestras capacidades. Somos, pues, como los
países: ¡debemos estar siempre en vías de desarrollo!
Es como la plantita. Si la plantita fuera inteligente y libre, ella diría, por ejemplo: ¿qué debo hacer
para desarrollar mis partes verdes? Pues, acercarme a la luz. Parte de su orden natural y, por lo
tanto, de su ley moral, será acercarse a la luz. Otra ley moral será, también, dirigir sus raíces hacia
la tierra húmeda. Y si la plantita dijera, por ejemplo, “voy a encerrarme en un sótano, sin luz y sin
agua” eso sería inmoral, pues eso le impediría desarrollarse como planta.
Pero ya vimos que la planta cumple necesariamente con su orden natural; no así el hombre.
El hombre es inteligente y libre. Con su inteligencia, el hombre advertirá cuál es su modo de ser (su
naturaleza) más fundamental, y con su voluntad libre adecuará o no su conducta a esa naturaleza.
Por lo tanto, para ver cuáles son las leyes morales básicas -que serán las normas básicas de nuestra
ley natural- deberemos razonar sobre qué conductas se adecuan o no a nuestra naturaleza.
Esto te explica porqué los hombres tienen tantas disidencias sobre qué es lo bueno y qué es lo
malo moralmente, cosa que alguna vez te habrás preguntado. La causa no es que la moral sea algo
totalmente subjetivo, como una cuestión de gustos. Lo que es adecuado o no a nuestra naturaleza no
es una cuestión de gustos, como no lo es tampoco en el caso de la planta. El problema es que
nuestra naturaleza es algo mucho más complicado que la de la planta. Los hombres difieren muchas
veces sobre qué características tiene nuestra naturaleza. Y aunque se pongan de acuerdo en eso, los
razonamientos sobre cuál es su orden natural pueden ser complejos. Pero estos problemas no deben
desalentamos. Las limitaciones de nuestra razón sólo nos indican que debemos andar con cuidado y
no apurarnos, pero jamás debemos dejar de razonar. Es como si pretendiéramos dejar de ser seres
humanos. Por lo tanto, intentémoslo, aunque sea tratando de establecer lo más general de la moral.
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28
Las normas de la ética.
Para razonar correctamente, partamos de nuestras inclinaciones naturales. Como todos los seres
vivientes, tenemos una tendencia natural a la vida, de lo cual se desprende que no debemos atentar
contra ella. Tenemos, también, una tendencia natural a reproducimos, a unimos con el otro sexo y a
cuidar nuestros hijos, lo cual debemos hacerlo en un ámbito adecuado a esos fines, que es una
familia unida y estable. Tenemos, también, una específica capacidad de conocer el ser y el modo de
ser de las cosas -y esto es propiamente humano-, de lo cual se desprende que debemos buscar
siempre la verdad; y tenemos también una específica capacidad de voluntad libre, de lo cual se
desprende que debemos buscar el bien moral y adherimos a él libremente, no por temor, sino por
propia decisión. Y tenemos una tendencia natural a vivir en sociedad, de lo cual se desprende que
debemos cuidar todo aquello que afiance los lazos sociales y favorezca la convivencia pacífica. Para
lo cual hay una norma fundamental: la justicia, que es dar a cada cual y a nuestro semejante lo que
le pertenece, y le pertenece en primerísimo lugar que respetemos su naturaleza; que lo tratemos
como lo que es, un ser humano, y que por lo tanto respetemos en él todas estas mismas cosas que
son buenas para cada uno de nosotros. A cada ser humano (sea del país, lugar, raza, sexo o cultura
que fuere) le debemos pues las siguientes cosas: debemos respetar su vida, esto es, jamás arrebatársela (y menos aún cuando es totalmente indefenso y está dentro del vientre de su madre);
debemos tratarlo como un ser dueño de su destino, y por lo tanto proponerle nuestros proyectos
vitales pero jamás imponérselos; y como es inteligente y libre, enseñarle la verdad y convencerlo
pacíficamente de ella, pero jamás imponerle por la fuerza la verdad, porque eso es imposible.
Los derechos del hombre
Me dirás que estoy hablando mucho de los deberes del hombre. Pero, ¿qué hay de sus derechos? Lo
que ocurre es que jamás se puede hablar de los derechos del hombre si no se habla primero de sus
deberes. Porque, como vimos, uno de nuestros deberes fundamentales es tratar a la otra persona
como tal (que es una de las exigencias básicas de la justicia), y eso, visto del lado de la otra persona,
es justamente su derecho. Como yo tengo el deber de tratar a mi prójimo como persona, mi prójimo
tiene el derecho de exigirme que lo trate como tal. O sea que el hombre tiene derechos porque tiene
el deber moral de cumplir con la justicia. Justicia que es necesaria para respetar la naturaleza del
prójimo, respeto que es necesario para facilitar que cada persona tenga la oportunidad de desarrollar
sus capacidades humanas, lo cual es necesario para llegar a Dios.
Como ves, el bien fundamental de la vida social es la justicia y, por lo tanto, el respeto a los
derechos del hombre. Decir que se van a violar esos derechos en nombre del bien de la sociedad es,
por lo tanto, un contrasentido; un absurdo.
La dignidad del hombre
Vemos por ende que uno de nuestros deberes morales fundamentales es respetar la
DIGNIDAD HUMANA. La dignidad del hombre no significa que somos todopoderosos, infalibles,
y absolutamente buenos y sabios. Esto es necesario decirlo pues a veces oímos hablar de la dignidad
del hombre y entonces nos sentimos subidos a un pedestal, olvidando nuestras debilidades y
limitaciones. La dignidad humana deriva de un hecho muy sencillo: todas las cosas creadas por
Dios son buenas, porque Dios las creó. Todas. Y no es esta una “bondad moral”, sino una bondad
que tienen todas las cosas en sí mismas por el solo hecho de haber sido creadas por Dios y, por lo
tanto, queridas por El. El hombre también tiene, pues, una bondad natural por el hecho de ser
creado por Dios, y esa bondad la seguirá teniendo el hombre aunque su comportamiento sea malo.
Y esa bondad natural, que todas las cosas tienen, en el hombre, por ser el hombre inteligente y libre,
dueño de su destino y con una finalidad natural que trasciende a este mundo, se llama dignidad
humana. Como vemos, esa dignidad le da al hombre un valor especial que debe ser siempre, y en
toda circunstancia, respetado. Ese valor no es como el de las cosas en el mercado, que es subjetivo,
pues las cosas en el mercado nada valen si nadie las compra. Pues el ser humano no se puede
comprar ni vender, ni tampoco puede ser tratado como un canario (que está en una jaula, y nada
decide por sí mismo y todo lo recibe desde arriba). Todo lo cual significa que, independientemente
de su cultura, raza, sexo, religión y/o condición económica, todo ser humano, por el solo hecho de
ser persona, inteligente y libre, tiene una dignidad natural que debe ser respetada, y debe ser tratado
de acuerdo a esa dignidad. Toda persona, aún la de la más humilde condición, merece respeto y
consideración, por el solo hecho de ser persona.
El amor
Pero la moral puede volverse un tanto “pesada” o difícil de llevar adelante, si no fuera por
la norma fundamental de la moral, que le quita su peso y la aligera; que la endulza y le da alegría, y
que es el instrumento principal para que el respeto a la ley natural se nos haga un hábito (y todo
hábito moralmente bueno es una virtud). Esa norma fundamental es el AMOR. Y no me refiero sólo
al enamoramiento entre hombre y mujer; me estoy refiriendo a algo más amplio. El amor a una
persona significa desear y tratar de procurar el bien para esa persona. El amor, así definido, es
posible gracias a la inteligencia, que nos dice qué es la persona y cuál es el bien adecuado para ella,
y gracias a la voluntad libre, por la cual podemos desear libremente ese bien. Amar a alguien
significa desear que esté bien y llegue a Dios. Implica por lo tanto una donación de toda nuestra
persona, y para siempre, a la otra persona. Donación que será diversa según las diversas
circunstancias y clases de amor de que se trate. Pero siempre será eso: entregar lo mejor de nosotros
mismos, y siempre, para procurar el bienestar del prójimo. El amor implica, pues, necesariamente,
el respeto a la dignidad del hombre, e implica que deseamos darle a la otra persona aun más de lo
que debemos darle por la estricta justicia. El amor significa, por lo tanto, que desearemos
gustosamente cumplir con nuestros deberes morales, pues si amamos realmente, no desearemos
perjudicar a nadie, sino al contrario; y para beneficiar a las personas debemos ante todo cumplir con
nuestros deberes morales.
Dado que el cumplimiento de nuestros deberes morales es lo que nos permite desarrollamos
como personas, y dado que el amor nos estimula a cumplir gustosamente con nuestros deberes, el
amor es la norma principal para nuestro desarrollo personal. Esto soluciona esa aparente antinomia
que a veces se da entre el bien de la otra persona y el bien propio. Pues amor implica pensar en la
otra persona y preocuparse por ella, pero ello redunda en beneficio propio, pues amando nos
perfeccionamos como personas, al cumplir nuestros deberes morales y ejercitando además nuestra
capacidad de ejecutar actos libres en relación con el cumplimiento de esos deberes. De ese modo no
necesitamos que nadie nos amenace con un castigo para cumplir con nuestro deber. El amor excluye
el temor servil. Todo lo cual implica que el beneficio de la otra persona implica el nuestro. Y eso
aún en el caso de que el beneficio de la otra persona implique algunas molestias o perjuicios
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aparentes para nosotros. Por ejemplo, si tienes que ayudar a tu madre, ese tiempo lo podrías haber
utilizado en descansar, pero es indudable que ayudar a tu madre te ha perfeccionado como persona,
y por eso te benefició. Y en el caso de que estés ayudando a alguien que es una mala persona y no te
ama, también te beneficias. Porque el amor implica desear que quien es una mala persona mejore y
deje de serlo, y el amor implica desear que quien no ama, ame también.
El amor a Dios
Y, además, el amor a tu prójimo se volverá más fácil para ti si lo ves como parte del amor
que debes tenerle a Dios. Claro que el amor a Dios será algo muy especial, dado que, como Dios es
perfectísimo, no podremos darle algo que le “falte”, sino que sólo podremos quedar absortos al
saber que es el Ser perfectísimo e inconmensurable, y que nos ha creado para que lleguemos a El.
El fin y los medios
La moral se nos ha presentado así como un camino para llegar a nuestro fin último, Dios, a
través del amor. Pero entonces surge la última dificultad que quisiera reflexionar contigo. En última
instancia, las normas morales se nos han presentado como medios para llegar a un fin (Dios). Pero
entonces, ¿el fin justifica los medios? Bueno, no te asustes, pero en un sentido es cierto que el fin
último es el que da sentido y justifica todos los medios para llegar a El. El asunto es que hay medios
que son intrínsecamente ineficaces para llegar al fin último, aunque sean eficaces o idóneos para
llegar a otros fines. Y eso es lo que se quiere decir cuando se afirma que el fin no justifica los
medios. Por ejemplo, robar puede ser un medio efectivo para obtener recursos con los cuales ayudar
a los más pobres, pero es a la vez intrínsecamente incompatible con el hecho de llegar a tu fin
último. Por eso el fin (ayudar a los pobres, que es un fin bueno) no justifica el medio (atentar contra
la propiedad). Así entendido, que el fin no justifica los medios es uno de los preceptos más
importantes de la moral, y, a la vez, uno de los más difíciles de cumplir.
Dios y el hombre
Todas estas reflexiones sobre la moral nos ayudan a razonar sobre un tema que siempre ha
preocupado a los filósofos, que es la RELACION ENTRE DIOS Y EL HOMBRE. Es muy habitual
que el tratamiento de esta relación sea desequilibrado. Algunos filósofos colocan al hombre como
un ser absolutamente malo y perverso, con una naturaleza intrínsecamente corrupta y enferma
mortalmente, incapaz de realizar alguna obra buena por sí mismo y carente, por lo tanto, de
dignidad natural. Todo lo que el hombre tenga o haga de bueno, en esta posición, se debe a una
acción de Dios sobre el hombre, que sería manejado como un títere por Dios. En esta posición sólo
Dios es bueno y el hombre, en cambio, absolutamente malo, sin dignidad natural ni libertad.
En la posición contraria, en cambio, el hombre es visto como absolutamente bueno y
poderoso, y la existencia de Dios se ve como un obstáculo a la grandeza del hombre y a su libertad.
Esta posición es calificada habitualmente como humanismo ateo.
Es curioso ver que ambas posiciones coinciden en decir algo así: o Dios es bueno o lo es el
hombre, pero no pueden ser ambos buenos a la vez. O también: o existe Dios o existe el hombre.
Yo estoy en desacuerdo con ambas posiciones, y te explicaré por qué. Tal vez tú también
estés en desacuerdo con ambas. Porque coincidirás conmigo en que si es cierto, como hemos dicho,
que Dios ha creado al hombre, y todo lo que Dios ha creado es bueno, entonces algo sencillo como
eso nos permite ver porqué la relación entre Dios y el hombre es de armonía y no de choque. La
naturaleza del hombre no puede ser absolutamente mala, pues el hombre ha sido creado por Dios, y
Dios no crea lo malo. El hombre, en la medida en que ha sido creado por Dios, es bueno, y en la
medida en que adecue su conducta a su ley natural, será bueno moralmente. Por supuesto, el
hombre puede ponerse, libremente, de espaldas a Dios, y en esa medida será malo moralmente, pero
eso no anula su bondad por ser criatura de Dios ni su dignidad natural por ser inteligente y libre. Por
lo tanto, es justamente la existencia de Dios el fundamento último de la dignidad del hombre,
definida como la hemos definido.
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La segunda posición es igualmente errónea, en mi opinión. Si hemos concluido que Dios es
el fundamento último de la dignidad del hombre, ver en la existencia de Dios un obstáculo a la
dignidad y grandeza del hombre es sencillamente falso. Decir que el hombre es poderoso y digno
porque Dios no existe carece de sentido: si Dios no existiera, el hombre no sólo no tendría ninguna
dignidad, sino que no existiría. En última instancia, esta posición intenta poner al hombre en el
lugar de Dios. Lo cual es, precisamente, desubicarse. ¿Viste cuando alguien nos parece un
“desubicado”? Bien, es el caso de esta posición, que saca al hombre de su lugar como criatura (lo
des-ubica) y lo coloca en el lugar de Dios.
En resumidas cuentas, el ser criatura de Dios es lo que nos tiene que “ubicar”: por un lado, en
nuestras limitaciones y en la humildad correspondiente, justamente porque no somos Dios; y por el
otro, en nuestra dignidad natural, porque no somos Dios pero Dios nos ha creado inteligentes y
libres. Aunque a veces parezcamos medio tontos y nos guste esclavizarnos a muchas cosas, pero eso
es porque no habremos desarrollado nuestras capacidades como seres humanos.
Por lo tanto el hombre, en la medida en que reconoce la grandeza de Dios, se engrandece, y en
la medida en que se olvida de Dios, se empequeñece. Querer engrandecerse olvidándose de Dios es
imposible. Esta relación armónica entre el hombre y Dios se denomina habitualmente humanismo
teocéntrico: la afirmación del valor del hombre justamente por el reconocimiento de su origen
último en Dios.
Dios y la libertad
Consideraciones muy parecidas debemos hacer si consideramos el tema de DIOS Y LA
LIBERTAD. Algunos ven la existencia de Dios como un obstáculo a la libertad humana. Y
entonces, nuevamente debemos decir lo mismo: el hecho de que el hombre sea libre y dueño de su
destino ha sido dispuesto así por Dios. Por supuesto, dado que Dios existe, no cualquier conducta
es apta para llegar a Dios, y en esa medida no podemos hacer lo que se nos antoja y luego seguir lo
más panchos. Pero protestar por eso es lo mismo que protestar porque libremente nos tiramos de un
décimo piso y luego nos hacemos pomada. Somos libres de tiramos o no; no somos libres de evitar
las consecuencias. Habíamos dicho que ser dueños de nuestro destino no implica controlar las
consecuencias necesarias o probables de nuestra conducta. Y este es el caso. Dios nos creó libres.
Con la libertad, podemos decir sí o no al orden necesario para llegar a El. Ahora bien, cuando
decimos que sí a todo aquello que nos conduzca hacia Dios -que son muchas cosas; tenemos pues
para elegir- entonces estamos en lo que podríamos llamar a la libertad gozosa; San Agustín la
llamaba libertad mayor. Cuando decimos que no, seguimos siendo libres porque seguimos teniendo
libre albedrío, pero es como si nos hubiéramos esclavizado al mal moral.
Dios es, por lo tanto, fundamento de las dos libertades que la razón puede analizar en el ser
humano: tu libertad interior, tu libre albedrío, y también tu libertad externa, la que puedes gozar en
la sociedad, cuando los demás hombres respetan tus derechos. Porque esta última libertad se deriva
de la obligación moral que los demás hombres tienen de respetarte, y ese deber moral no sería
posible sin la primera libertad (el libre albedrío) establecido por Dios; y, además, ese deber moral
figura entre las normas para llegar a Dios.
¿Y si Dios no nos hubiera creado libres? Pues no seríamos seres humanos; seríamos otra
cosa. De igual modo, nosotros podemos hacer un cilindro, y cuando lo hagamos no podremos evitar
que tenga la posibilidad de rodar. El hecho de que tengamos inteligencia nos hace libres. Mira, te
contaré algo. Una vez, en medio del techo de los edificios que se ven por la ventana de mi cuarto
(yo vivo en una ciudad muy grande), apareció una pequeña flor. Quién sabe de qué pequeño resquicio de tierra se aferraban las raíces de su tallo. Yo la miré con cierta envidia, pensando: tú
necesariamente cumplirás con tu ley natural; necesariamente desarrollarás, si no te lo impide algo
externo; tus capacidades como flor. Pero después me quedé pensando que, si ella hubiera podido
contestarme, tal vez me habría dicho algo así: sí, yo necesariamente lo haré, pero no soy conciente
de ello; no tengo tu inteligencia, ni tu libertad, ni puedo advertir siquiera mi propia existencia. Y
entonces me di cuenta de que la posibilidad de cometer el mal no tiene que asustarme de mi
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libertad, sino que mi libertad, derivada del inmenso regalo de ser un ser racional, es simplemente
como un cuchillo de dos filos, y que yo tenía la responsabilidad de cortar por el lado correcto.
Dios y el mal
Esto nos responde, también, a que la existencia de Dios no es contradicha por los males
morales que hay en el mundo: pues es el hombre quien tiene conductas malas, decididas con su
propia libertad, y no por Dios. Pero, me dirás, el mal existe, y si existe, Dios lo creó. Pero lo que
ocurre es que, estrictamente hablando, el mal, como señaló San Agustín, no es la existencia de algo
malo, sino la no-existencia de algo bueno. Por ejemplo, la ceguera no es algo que se tiene, sino algo
que no se tiene (la vista). El mal es la falta de algo que debería existir por naturaleza; de ese modo,
una conducta mala moralmente es una falta de adecuación de tu conducta a tu fin último; no es una
presencia, sino una ausencia. Claro que esas “ausencias” inciden luego en la producción de
situaciones nada simpáticas, pero eso es otra cosa.
Dios y la tolerancia.
Pero, si nos ponemos quisquillosos, podemos preguntar por qué Dios deja que las cosas
malas ocurran. Descartamos ya que El quiera que ocurran, pues eso es incompatible con su bondad.
Pero ¿por qué entonces las permite? Para contestarlo, fijémonos en nuestra propia conducta.
Muchas veces vemos cosas malas y las dejamos estar. Mira, dentro de poco tengo que salir a hacer
una pequeña diligencia, y seguramente voy a ver algún auto mal estacionado por la calle. Y no voy
a hacer nada y voy a seguir mi camino. ¿Significa eso que yo quiero que eso ocurra, o que yo sea
cómplice del que lo dejó mal estacionado? Nada de eso. Simplemente, dejo las cosas como están
porque sería un mal mayor que yo me pusiera a arrastrar al coche a una comisaría asumiendo
funciones que no me corresponden. En resumidas cuentas, los males se toleran cuando ello es
necesario para evitar males mayores. De igual modo pasa con Dios. El tolera muchas cosas -de lo
contrario, no sucederían- y, evidentemente, con buenas razones para hacerlo. Ahora bien, pretender
conocer las razones de Dios ya es un poco una irreverencia. La razón indica que el Ser
Absolutamente Perfecto tiene razones absolutamente perfectas. Y punto.
El trabajo y la familia
Volviendo, pues, a la relación entre Dios, el hombre y su libertad, digamos que el hombre
no debe ver en Dios un competidor, sino el fundamento último de sus logros aquí en este mundo.
Nuestro destino final es Dios, pero no creo que podamos concluir de allí que debemos quedamos
cruzados de brazos en este mundo. Al contrario, para llegar a nuestro destino final, que no es de este
mundo, debemos trabajar mucho en este mundo. La ciencia, el arte, la técnica y todas las
realizaciones del hombre no son más que el despliegue de sus posibilidades como persona, lo cual
implica ponerse en camino de Dios. Para lo cual hay una fórmula muy sencilla: tratar de ser muy
buenos, y lo mejor que se pueda, en dos cosas muy importantes de este mundo: la familia y el
trabajo. Por medio de la familia desarrollamos nuestra capacidad de amar para siempre y educar a
nuestros hijos de tal modo que colaboren en la realización de un mundo pacífico y más digno del
hombre. Y por medio. del trabajo --sea cual fuere- desarrollamos nuestra capacidad de colaborar, en
cierto modo, en la obra de Dios, pues al parecer, Dios nos ha dejado allí, como un tesoro
inexplorado, los secretos y maravillas de su naturaleza, para que los descubramos y después
colaboremos en la realización de la paz y el bienestar de todos los hombres, y me vas a disculpar
que defienda mi gremio, pero no puedo dejar de recordarte un trabajo muy especial, el filosofar, del
cual ya hemos hablado en el capítulo uno.
¡Bueno! Parece que hemos filosofado bastante sobre el hombre. Pero no mucho; en
realidad, sólo hemos reflexionado juntos sobre los aspectos más importantes, en mi opinión, del ser
humano, de manera muy concisa, tratando de llegar a lo esencial de las cosas. Pero queda una
última cuestión que quisiera charlar contigo. Al final de cuentas, hemos visto que las dos cosas más
importantes que el hombre tiene que hacer son conocer la verdad y practicar el bien, por medio del
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amor. La verdad y el bien moral son para el hombre como la luz y el sol para las plantas; la mentira
y el mal moral son los enemigos mortales del hombre; productos ambos, paradójicamente, de él
mismo. La mentira y el odio son la verdadera muerte para el hombre; la verdad y el amor, su vida
más plena. Pero entonces fíjate en lo siguiente: las dos cosas más importantes en la vida del hombre
no pueden -y por eso no deben- imponerse por la fuerza. Muchas veces la gente toma por verdadero
lo falso y lo por bueno lo malo; en ese caso la conciencia del hombre se equivoca, y eso es lo que se
llama conciencia errónea. Si una persona se equivoca de buena voluntad (esto es, hizo todos los
esfuerzos para buscar la verdad, pero igual se equivocó) o de mala voluntad (esto es, se equivocó
porque voluntariamente no se esforzó en buscar y encontrar la verdad) es algo que los demás
hombres nunca sabemos con plena certeza y algo que compete en última instancia a la justicia
perfecta de Dios, y no tenemos nosotros que metemos en ello. Pero, independientemente de eso, la
única manera que tenemos para que una persona equivocada reconozca la verdad-o sea, pase de
tener conciencia errónea a conciencia verdadera- es por medio de la argumentación racional; esto
es, por medio del convencimiento interno que esa persona tenga de que lo que nosotros decimos es
la verdad. No hay otro medio, dada la naturaleza de hombre ---racional y libre- y la naturaleza de la
verdad -que es la adecuación de la inteligencia del hombre a la realidad-. Si, por ejemplo, una
persona está convencida de que dos más dos son cinco, es inútil -y muy probablemente contraproducente- que lo amenacemos con un fusil y le digamos: “¡dí que dos más dos son cuatro o
disparo!” En ese caso, no sólo habremos hecho algo malo moralmente, sino además muy torpe,
dado que, en todo caso, la persona amenazada puede decir que dos más dos son cuatro; puede
pronunciar esas palabras, por temor de que disparemos; pero en su interior no estará convencido
racionalmente de las palabras que pronunció, y estará pronunciando palabras que para él son
dudosas o falsas, con lo cual, además, le estaremos haciendo decir lo que para él no es verdad, lo
cual es malo para él. El camino correcto de nuestra parte, en cambio, es argumentar racionalmente
y, pacíficamente, convencerlo de que dos más dos son cuatro. De este modo lo estaremos tratando
doblemente como persona: en cuanto que trato de convencerlo de la verdad, y en cuanto que eso
mismo implica que no intento hacerlo por la fuerza. Iguales consideraciones con el caso del amor.
¿Cómo vamos a amenazar a alguien con un fusil y decide” ¡ama o disparo!” Hacer eso sería medio
ridículo, ¿no te parece? El amor tiene que surgir espontánea y libremente, juntó con el convencimiento racional de que amar es bueno, porque sólo así es amor. Y la mejor manera de estimular el
amor es amando. El odio sólo genera más odio. El amor, en cambio, es eminentemente
reproductivo. Genera vida; y no sólo en el caso del amor entre marido y mujer, sino en todos los
casos del amor: entre los amigos, parientes, etc. Genera la vida del alma humana, pues produce su
acercamiento a su Creador y Fin Ultimo. Por eso, si ves que alguien no ama, y odia, no está mal que
te defiendas de su odio, pero no lo odies; no te conviertas en él; muéstrale en cambio el bien y la
verdad, lo cual es amado, y de ese modo, sólo de ese modo, lograrás convencerlo de las ventajas del
amor. A veces no da resultado, pero es el único camino.
Por eso, la verdad y el amor, al ser las cosas más importantes de la vida del hombre,
demandan la paz y la libertad para su realización. La fuerza bruta, en cambio, es casi siempre el
lenguaje del odio y la mentira. No siempre. Pero casi siempre.
¡Bien! Ahora sí que podemos tomamos un descansito. Espero que tu visita guiada por los
temas de la filosofía vaya más o menos bien. Espero también que hayas advertido la importancia de
las reflexiones de este capítulo. Puedes haber tenido conmigo algún desacuerdo, pero es importante
que, sin embargo, hayas Visto lo fundamentales que son estas cuestiones para tu vida.
Resumiendo, hemos tratado de averiguar cuál es la esencia del hombre, y hemos visto que es
un ser espiritual encarnado, inteligente y libre; su inteligencia le permite contemplar la verdad y su
voluntad le permite adherirse libremente al amor; que el amor es el camino fundamental de su vida
moral, que a su vez es el camino para llegar a su destino trascendente de este mundo, que es Dios.
Todo lo cual es algo esencialmente distinto, creo, de utilizar un cajón para agarrar una
banana.
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CAPITULO 4. EL CONOCIMIENTO
Supongo que tal vez has hecho un alto para descansar. Me parece bien. Hemos caminado
bastante, y hay que recuperar fuerzas porque ahora vamos a visitar una de las cuestiones más
complejas y definitorias de la filosofía.
De dónde comenzamos
Debo decirte que con este tema tenemos una gran ventaja, y es que no comenzamos de cero.
En efecto, hasta ahora hemos hablado de diversos temas, y con esas reflexiones hemos adquirido
conocimiento sobre esos temas, lo cual implica que hemos ejercido nuestras capacidades de
conocimiento (lo cual es lo mismo que decir que si hemos caminado hemos ejercido nuestra
capacidad de caminar).
¿Podríamos haberlo hecho de otro modo? Esto es: supongamos que, antes de conocer
cualquier cosa, decimos: vamos a conocer qué es conocer y cuáles son mis capacidades de
conocimiento, en cuanto a sus alcances y límites. Eso tiene sus inconvenientes y sus ventajas. Es
obviamente ventajoso que reflexionemos sobre el conocimiento, para poder conocer mejor. Pero nos
enfrentamos con un gran problema lógico si ponemos en duda absolutamente toda nuestra
capacidad para conocer, para después llegar a la conclusión de que podemos conocer algo. O sea:
supongamos que decimos: antes de conocer algo, vamos a ver si podemos conocer. En ese caso el
gran problema es que, si queremos conocer si podemos conocer, vamos a tener que ejercitar esa
misma capacidad de conocer que estamos poniendo en duda. Con lo cual nos estaremos contradiciendo. Es lo mismo que alguien dijera: “dudo que pueda razonar. Entonces, voy a razonar para ver
si puedo razonar”. Lo cual implica dudar que se pueda razonar y ponerse a razonar para solucionar
la duda, y eso es medio absurdo.
Con todo esto sólo quiero decirte que siempre estamos ejerciendo nuestra capacidad de
conocer. Por lo tanto, lo que sí podemos hacer, sin caer en el problema aludido, es reflexionar sobre
esa capacidad. Y habrás notado que ya van dos veces que te subrayo la palabra “reflexionar”. En
efecto, lo que podemos hacer es volver sobre este conocimiento que hasta ahora hemos estado
utilizando, como un carpintero que está haciendo muebles y se pone a reflexionar sobre su actividad
como carpintero. Por eso he considerado mejor que este capítulo haya quedado para el final. No es
que era imposible haber comenzado con este capítulo desde el principio, pero era más difícil. Más
fácil es hacer como dice la canción: “se hace camino al andar”. De igual modo, se conoce sobre el
conocimiento conociendo.
El conocimiento y sus problemas
Lo primero que haremos en esta reflexión sobre el conocimiento es tratar de ver cuáles son
sus principales problemas o cuestionamientos. O, dicho más fácil, cuáles son las preguntas que
sugiere el problema del conocimiento. Habitualmente, en la filosofía distinguimos tres preguntas
principales, cuyas respuestas van delimitando las principales posiciones en teoría del conocimiento
(gnoseología). Esas tres preguntas son: uno, ¿se puede conocer? Dos: ¿qué se conoce? Tres: ¿cómo
se conoce? (o con qué se conoce). Hay, además, una cuarta pregunta, emparentada con todas, pero
sobre todo tal vez con la primera: ¿qué es conocer? Comencemos a analizar estas preguntas.
Las posiciones
A la pregunta” ¿se puede conocer?” corresponden, obviamente, dos respuestas básicas: sí o
no. Si decimos que sÍ, a partir de allí se trata de pasar a las demás preguntas y se abre todo un
abanico de posiciones distintas. Ahora bien, puede contestarse que no, a partir de lo cual,
obviamente, no tiene sentido seguir preguntando las demás cosas. Esta respuesta, que dice que no se
puede conocer, está íntimamente emparentada con afirmaciones tales como que no se puede
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alcanzar la verdad, o que la verdad es relativa, o que todo es relativo, o que jamás podremos tener
certeza de algo, etcétera. Esta posición ha sido tradicionalmente calificada como escepticismo. Será
la primera que comentaremos, antes de describir nuestra posición.
La segunda pregunta era sobre qué se conoce. Esto se refiere a lo siguiente: ¿se conocen
cosas que existen independientemente de que las conozcamos? O también: el hecho de que
conozcamos algo, ¿es causa de la existencia de lo que conocemos? Aunque en principio esto te
parezca fácil de responder, este ha sido uno de los problemas más complejos de la filosofía.
Habitualmente se denomina realismo a la posición que afirma que pueden conocerse cosas cuya
existencia sea independiente del sujeto que está conociendo, y que el modo de ser de esas cosas no
queda totalmente oculto al sujeto que conoce. Idealismo es la posición contraria.
La tercera pregunta cuestionaba con qué (o cómo) se conoce. Se denomina racionalismo la
postura que afirma que conocemos fundamentalmente con el intelecto y la razón, y empirismo la
postura que sostiene que se conoce fundamentalmente con los sentidos. Hay una postura intermedia
que sostiene que conocemos fundamentalmente con ambas facultades de conocimiento (en cuanto
que ambas son necesarias y ninguna se puede dejar de lado). Algunos llaman a esta posición “intelectualismo”.
Quisiera advertirte que estas clasificaciones son “peligrosas”. Su peligrosidad radica en que
desdibujan gravemente la complejidad de los diversos matices que aparecen en las posiciones de
diversos autores. Permíteme pedirte que nunca hagas esto: fulano es -por ejemplo- “idealista”; el
idealismo dice “tal cosa”, luego fulano dice tal cosa. No, cuidado; lo que alguien “sea” y/o diga es
algo muy complejo como para calificarlo de manera tan rápida; hay que leer directamente a fulano
para tener una idea acabada de su pensamiento. Estas clasificaciones sólo sirven para ordenarse un
poco mentalmente en el complejo mundo de la filosofía; cumplen la misma función que una
pequeña vela en una ciudad a oscuras, que al menos evita que tropieces y te lastimes gravemente;
pero para ver más 'claramente hay que introducirse directamente en el pensamiento de cada autor.
El escepticismo
Como te había dicho, no quisiera descubrirte mis opiniones sin antes meditar contigo el tema
del escepticismo. En efecto, muchas veces habrás pensado, ante la evidencia de ciertos errores
cometidos, por ti o por otros, o ante lo complicado de ciertas cuestiones, es posible que el hombre
alcance la verdad. Las contradicciones entre las diversas posiciones y sus graves diferencias de
opinión; los errores sobre los datos de nuestros sentidos; las limitaciones de la mente humana. . .
Todas esas cosas pueden hacemos dudar de nuestra capacidad para conocer con verdad; lo cual
implica, en última instancia, poner en duda nuestra capacidad de conocimiento.
Pero, justamente, a partir de este problema, muchos filósofos -por ejemplo, San Agustín, o
Descartes- han encontrado la vía para superar el escepticismo y no paralizar el pensamiento ante la
duda. En efecto, en el momento en el que estamos advirtiendo que erramos o que estamos dudando,
estamos encontrando una verdad que podemos afirmar con certeza. Y muchas cosas de las que
diremos ahora las habíamos visto en el capítulo anterior, cuando hablábamos de la inteligencia humana, al reflexionar sobre el hombre. Es en la reflexión sobre el escepticismo donde el hombre
puede advertir con más profundidad la esencial apertura de su inteligencia a la realidad. Si
dudamos, ¿podemos dudar entonces de que dudamos? No. Es verdad, pues, que tenemos dudas, y
he allí una verdad de la cual no dudamos. Podemos, pues, dudar, pero no de todo. De igual modo, si
cometemos errores, al decir “esto es un error”, eso lo suponemos verdad, y tenemos también allí
una verdad de la cual no dudamos. Es más: a través de la reflexión sobre estos actos de pensamiento
-tus dudas, tus errores- se te aparece, de manera evidente, tu propio ser, como también decíamos en
el capítulo anterior. Eres tú el que duda; es más, si no existieras, no podrías dudar, y, por lo tanto, tu
propia existencia (que manifiestas al decir “yo existo” o “yo soy”) se te aparece como una verdad
evidente, segura, tan segura que no necesita ser demostrada (por eso es evidente). Por lo tanto, todo
esto nos muestra que sostener una posición escéptica total es contradictorio, pues si dices “no se
puede conocer la verdad”, eso ya lo estás afirmando como verdadero; pero entonces, ¿no era que lo
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verdadero no se puede conocer? Y entonces te estás contradiciendo. De igual modo, si dices “dudo
de todo”, no dudas de que dudas, y por lo tanto, en realidad, no dudas de todo. En realidad, como
decía el viejo Aristóteles, si no quieres contradecirte siendo coherentemente escéptico, debes
quedarte mudo.
Por supuesto, todo esto no quiere decir que conozcamos absolutamente todo y que nunca
podemos equivocamos -eso sería el extremo opuesto-; sólo significa que podemos conocer; que ese
“poder conocer” se manifiesta en la apertura de tu inteligencia a la realidad, lo cual se manifiesta
aún en el caso de tu duda, cuando adviertes por ella tu propia existencia, y adviertes entonces que tu
mente está abierta a la existencia de las cosas.
A veces se utilizan dos términos muy especiales que tienen relación con este tema. Serían
“dogmáticos” quienes no dudan de todo y aceptan determinados puntos de partida evidentes,
mientras que serían “críticos” quienes sólo aceptan algún conocimiento después de revisar
cuidadosamente sus fundamentos. Pero, en mi opinión, no es necesaria una contraposición entre
ambas actitudes, puesto que si la actitud “crítica” implica revisar los fundamentos de cualquier
afirmación, ello se identifica con la actitud filosófica como tal, y por lo tanto también son “críticos”
quienes aceptan puntos de partida evidentes, pues, si la evidencia es filosóficamente aceptada, ello
implica que -como lo hemos hecho hasta aquí-se ha reflexionado sobre esa evidencia, de modo de
mostrarla (no “demostrarla”) cuidadosamente. En este sentido, el término “crítico” puede asociarse
a la actitud filosófica sin más, y no corresponde por lo tanto a ninguna posición filosófica en particular. Por otra parte, el término “dogmatismo” debería desterrarse por completo de la filosofía. El
dogma no es malo, pero corresponde a otro ámbito, que es el religioso.
El relativismo
El escepticismo también se manifiesta bajo la forma de relativismos. Con la palabra “relativo” se quiere decir que no hay una verdad como tal, sino sólo afirmaciones que dependen de algo
que necesariamente las influye. Así, puede haber un relativismo de tipo económico, si se afirma que
todo lo que pienses dependerá de tu posición económica, o, por ejemplo, un relativismo psicológico,
que afirme que todo lo que digas dependerá de los conflictos psicológicos que tengamos. Así, según
lo primero, si piensas que el banco de la esquina debería dar más crédito, piensas eso,
necesariamente, porque necesitas uno; o, según lo segundo, si afirmas la existencia de Dios es
porque, necesariamente, estás tratando de recuperar o sustituir la figura de tu padre. Y me dirás: ¿y
no puede ser algo así? Pues claro que en algunos casos puede ser; lo que el relativismo afirma es
que siempre es así, lo cual es distinto. Por supuesto que tus problemas económicos pueden influir en
tus opiniones sobre lo que debería hacer el banco, de igual modo que, si tienes una opinión
favorable hacia los animales, eso puede estar influido por el hecho de que de chiquitito te encantaba
ir al zoológico. Pero lo que el relativismo afirma -en sus diversas variantes- es que siempre tus
afirmaciones van a estar necesariamente' relacionadas con tal o cual factor (económico, psicológico, racial, cultural, etcétera). Lo cual implicaría que no se puede alcanzar una verdad en sí
misma, independientemente de esos condicionamientos. Y entonces nuevamente aparece la
contradicción de todo escepticismo. Como explica el doctor José M. J. Cravero en sus clases de
filosofía, el relativismo afirma como verdad que nada se puede afirmar independientemente de tal o
cual condición determinante, pero esa afirmación es colocada como una verdad independiente de tal
o cual condicionamiento. Lo cual es contradictorio. Además, ¿cómo hizo el autor que afirma ese
relativismo para salir de ese condicionamiento que se supone determina toda afirmación, incluso las
del autor que afirma el relativismo? Si yo afirmo, por ejemplo, que toda afirmación está
condicionada de manera determinante por problemas psicológicos, ¿por qué no esa misma afirmación también? Al parecer, quien afirma un relativismo se considera liberado del relativismo que
afirma para todas las demás opiniones. Y en última instancia, si todo es relativo, también es relativo
que todo es relativo. Por lo tanto, el relativismo padece la contradicción de todo escepticismo.
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Nuestra posición
Como ves, a partir del análisis de la posición escéptica estamos describiendo nuestra propia
posición. ¿Qué es conocer? No es fácil de definir, pero podríamos aventuramos a decir que conocer
es “captar” la realidad, lo cual implica captar la existencia y algo del modo de existencia de las
cosas. Y no dudamos de que podemos conocer, porque aún en esa misma duda advertimos ya
nuestra propia existencia, lo cual es una experiencia interna de nuestra apertura al existir de las
cosas (esto no implica que no tengamos dudas, sino que no dudamos de todo). Este es, en mi
opinión, el punto de partida definitorio de la teoría del conocimiento.
Las facultades
A partir de aquí, verás que reiteraremos algunas cosas que ya hemos meditado en capítulos
anteriores. Si conocer es, en cierto modo, estar abiertos a la realidad que nos rodea, cuando decimos
“realidad” nos estamos refiriendo al conjunto de cosas que existen, con su existir y su modo de
existir (como habíamos visto cuando analizábamos el modo de llegar racionalmente a Dios). Este
conocimiento es, como habíamos visto, característica esencial del hombre, quien es el sujeto de
conocimiento (o sea, el que conoce) a través de sus capacidades para conocer, que llamamos
potencias o facultades de conocimiento. A través de esas facultades, el hombre llega al objeto de
conocimiento (la cosa conocida), esto es, las cosas. Una de esas facultades, esencial en el hombre,
es, como hemos visto, la inteligencia (cuyo nombre viene, como vimos en el capítulo 3, de “intus”
(dentro) y “legit” (lee), porque “lee dentro” de la cosa, captando su ser y su modo de ser). Toda
potencia de conocimiento tiene una acción específica y un objeto (aquello que conoce) específico.
Así, si preguntamos qué es la inteligencia, podemos decir: la inteligencia es la capacidad de
“entender”; y si a su vez nos preguntamos qué es entender, podemos decir que entender es captar el
existir y el modo de existir (ser y modo de ser) de las cosas. Algo que hacemos todos los días, cuando miramos a nuestro alrededor y decimos “allí hay tal cosa o tal otra”. Como ves, la potencia se
define por su relación a su acción propia, y ésta por su relación al objeto (para dar otro ejemplo, la
vista es la capacidad de ver, y ver es captar la luz). Por eso podemos decir que cada potencia se
define por su objeto, y por eso objetos de conocimiento distintos necesitarán potencias de
conocimiento distintas.
La inteligencia y los sentidos
Pero el hombre no conoce sólo por su inteligencia. Hay también en el hombre potencias de
conocimiento sensibles, que podemos experimentar en nosotros mismos todos los días. Por ejemplo,
los cinco sentidos. Estas potencias de conocimiento nos informan de las características palpables y
visibles de las cosas, mientras que l_ inteligencia nos muestra su existencia y su modo de existencia
(su esencia). De ese modo, inteligencia y sentidos trabajan Íntimamente unidas, informando ambas
potencias de un solo objeto de conocimiento (la cosa) a un solo sujeto que conoce (la persona
humana). Si, por ejemplo, se nos aparece un perro por delante, los sentidos nos informarán de
ciertos caracteres concretos (su color, su tamaño, su forma exterior, sus ladridos -si ladra-) y'
nuestra inteligencia advertirá su existir y su modo de existir; incluso, nuestra inteligencia podrá
después universalizar ese modo de existir (el concepto “perro” 'en sí mismo) y podrá elaborar
también razonamientos necesarios sobre ese modo de existir. Por ejemplo, las reflexiones
filosóficas que hemos hecho sobre el hombre, cuando vimos, por ejemplo, que todo ser humano es
inteligente y libre, con una dignidad natural, etcétera, constituyen un conocimiento universal sobre
la naturaleza del ser humano que va más allá de los datos que nos pueden dar nuestros sentidos
sobre tal o cual hombre concreto (de allí la frase “lo esencial es invisible a los ojos”). Por ejemplo,
nuestros sentidos pueden decimos que Juan es alto y de raza negra, pero sólo nuestra inteligencia
nos dirá que Juan, por ser persona, tiene una dignidad natural que debe ser respetada. Pero esto no
implica que este tipo de conocimientos sean “innatos”, como si naciéramos ya con ellos. De ningún
modo. La inteligencia necesita los datos de los sentidos, para que a partir de ellos llegue a donde
ellos no llegan: la reflexión sobre el modo de ser de las cosas y su existencia. Por eso nuestra
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posición es intermedia entre un empirismo total y un racionalismo total.
El realismo
Y, a la vez, nuestra posición es realista. El ser humano está abierto a la realidad de las cosas.
Y, justamente, al analizar una posición escéptica, que pudiera dudar de tal cosa, habíamos encontrado que la reflexión sobre nuestra propia existencia nos muestra que no es nuestro
pensamiento el origen de nuestra existencia, sino al revés. Yo no existo porque pienso, sino que
puedo pensar porque existo; si no existiera, nada podría hacer. De allí que, cuando en nuestras
dudas advertimos nuestro pensamiento, advirtamos a la vez que existimos, como el origen último de
que podamos estar pensando. Y allí experimentamos nuestra apertura a la existencia. Por eso, si
nuestro pensamiento no es el origen de nuestra existencia, menos aún será el origen de la existencia
de las demás cosas.
Es a partir de este realismo que podemos solucionar la siguiente dificultad. Si vemos un
árbol, por ejemplo, tenemos en nuestro interior a la imagen del árbol, pero no al árbol mismo, por
supuesto. O sea que el sujeto que conoce no tiene dentro de sí a las cosas que conoce, sino
“imágenes” o “signos” de las cosas que conoce. Conocemos, pues, a través de signos. Y entonces
alguien puede preguntar: ¿cómo sabemos que esos signos o imágenes corresponden a las cosas
reales externas a nosotros? ¿Cómo sabemos que la imagen del árbol corresponde a un árbol real?
(Esta es la pregunta que podría hacer la posición idealista). Pues bien: debo decirte que, según lo
que he meditado hasta ahora este tema, es casi imposible resolver esta dificultad si se duda de
nuestra apertura a las cosas reales en sí mismas. Pero, como hemos dicho que justamente en esa
duda podemos encontrar nuevamente nuestra apertura a la realidad -a partir de allí podemos
concluir que, si conocemos la realidad mediante signos o imágenes de las cosas reales, esos signos
deben ser como los cristales transparentes de un par de anteojos, a través de los cuales una persona
ve las cosas. O sea que los signos por los cuales conocemos las cosas son muy especiales, pues
primero nos muestran a la cosa significada (la cosa real en sí misma) y luego, cuando reflexionamos
sobre el conocimiento, advertimos su presencia (la cosa significante).
La “intencionalidad”
Por eso, estarás notando que el conocimiento es una relación muy especial entre el sujeto que
conoce y el objeto conocido. El sujeto no se transforma en el objeto y el objeto no se convierte en el
sujeto. Los dos siguen siendo ellos mismos. Sin embargo, se unen muy profundamente a través de
una muy especial imagen que el sujeto tiene del objeto. Por eso el conocimiento --como el amor- es
unitivo y a la vez dual: dos se hacen uno y siguen siendo dos. De este modo el objeto está
“presente” en el sujeto sin confundirse con él, y por eso el objeto podrá seguir existiendo aunque el
sujeto desaparezca (aunque ya no como objeto de conocimiento de ese sujeto). Esta relación tan
especial entre sujeto y objeto ha sido llamada, por muchos filósofos, relación intencional. Y por eso
a veces encontrarás escrito en algunos manuales que el conocimiento es una relación intencional
entre objeto y sujeto.
Por otra parte, nuestra apertura a la realidad está testimoniada más que nada, creo, por la
relación con nuestro prójimo. Creo que no sería muy agradable que las personas que te aman fueran
sólo imágenes creadas por tu mente. Esto fue señalado por un gran filósofo de este siglo, N.
Hartmann. Alguna vez, algunos ojos te habrán mirado con verdadero amor. ¿Puedes dudar, en
última instancia, de su real existencia?
Kant
Hubo un gran filósofo, I. Kant -que era además un gran hombre y un gran profesor- que
pensaba en cierta medida distinto de nosotros. Kant también unía lo sensible a lo intelectual. Los
datos de los sentidos -por los cuales nos informamos de la existencia concreta de una cosa- son
recibidos, según Kant, en una especie de “centro ordenador” que está en nuestra mente. Esas pautas
ordenadoras vienen en nuestra mente, y son previas a todo conocimiento sensible (por eso son
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llamadas “a priori”). Kant las llamaba “categorías a priori”. Lo que conocemos, según Kant, es pues
fruto de la unión entre los datos sensibles y las categorías a priori ordenadoras de esos datos. Esto
implica que no conocemos cómo es la cosa en sí misma, sino que conocemos el resultado de una
ordenación de nuestra mente. Lo cual es lo mismo que decir que no tomamos un jugo de naranja como es en sí mismo, sino como aparece después de ser colado por un colador.
Para dar un ejemplo más ajustado, según Kant sucede que, si dices que tal cosa fue la causa
de tal otra, no es que estés conociendo una causa que existe realmente, sino que la causalidad es una
“categoría a priori”, un criterio ordenador que viene en tu mente, que ordena datos sensibles de otro
modo caóticos.
Hay cosas muy importantes en todo esto. En primer lugar, vemos que Kant coincide con nosotros en
que los sentidos y la inteligencia trabajan íntimamente unidos. Es cierto, además, que nuestra
inteligencia juega un papel ordenador de los datos que recibimos a través de los sentidos. Sin
embargo, creo que Kant ha exagerado ese papel ordenador, a tal punto que no podemos conocer,
según él, las cosas como son en sí mismas. Y esto no implica que nosotros pensemos que podemos
conocer totalmente las cosas -eso sólo compete a Dios-; pero sí pensamos, de acuerdo con todo lo
meditado anteriormente, que la inteligencia del hombre capta el modo de ser de las cosas, tales
cuales son en sí mismas, aunque no totalmente. Podemos conocer, por ejemplo, que Juan es un ser
humano y no una piedra, aunque ello no implique que conocemos absolutamente todos los secretos
de la humanidad de Juan.
Podríamos decir, además, que si decimos lo que las categorías a priori “son”, entonces
presuponemos que estamos conociendo lo que ellas son en sí mismas. Con lo cual ya estamos
experimentando en nosotros mismos nuestra inevitable apertura a lo que las cosas son, aunque nos
digamos kantianos.
Por supuesto, estos desacuerdos que tenemos con Kant no significan que neguemos la
importancia de su planteo. Al contrario, creemos que no puede haber una seria reflexión sobre el
tema del conocimiento sin analizar aunque sea mínimamente la posición kantiana. Hay grandes
filósofos que ayudan mucho a nuestra meditación filosófica, más por sus planteos que por sus
soluciones, y Kant es un ejemplo.
negarlo.
La verdad
La posición realista que estamos sosteniendo nos permite afirmar la esencial apertura del
hombre a la verdad. Muchas veces hemos hablado de la verdad, pero ahora vamos a tratar de
caracterizarla en sí misma. La verdad es como si fuera un paralelo de la realidad. Verdad y realidad
son correlativas. Cuando hablamos según lo que las cosas son realmente, estamos en la verdad. Por
eso los filósofos dicen habitualmente que la verdad es una característica de los juicios o
“afirmaciones” que diariamente pronunciamos. No porque todo lo que decimos es verdad, sino
porque todo juicio es verdadero o es falso. Si yo digo, por ejemplo, “yo existo”, ese juicio es
verdadero, porque yo estoy realmente existiendo. Por eso la verdad de un juicio puede ser
caracterizada como su adecuación a la realidad.
Hay otro sentido de la verdad, más orientado hacia las cosas en sí mismas. Este otro sentido
llama verdad a la realidad misma. En este caso toda cosa es verdadera, en cuanto que toda cosa
puede manifestarse, en su existir y su modo de existir, a cualquier sujeto que pueda conocerla. Esto
significa que todas las cosas están allí, como “esperando” a que se corra un velo que las cubre (al
parecer, esta es la posición del gran filósofo M. Heidegger, pero te digo “al parecer” porque este
filósofo puede tener muy diversas interpretaciones), y así ser “develadas” por un sujeto de
conocimiento que tenga esa facultad, la inteligencia, que lo comunica con las cosas. De este modo
todas las cosas son como lamparitas de luz que están esperando que los ojos de tu inteligencia se
abran; y por eso decimos que las cosas son “verdaderas”, de igual modo que las lamparitas son
luminosas. Como ves, hay un correlato muy íntimo entre el ser, la verdad y la inteligencia. Y por
eso Dios, que es el Ser en sí mismo, es la Verdad en sí misma. Y por eso todos los hombres que
buscan honestamente la verdad están buscando a Dios, aunque honestamente puedan llegar a
La intuición
Vamos ahora a analizar explícitamente un tema que ha estado tácito en todo esto. Hemos
visto que esta apertura del hombre a la realidad se produce a través de su esencial facultad de conocimiento, la inteligencia, que tiene justamente a las cosas (o al “ente”, como dijimos en el
capítulo dos) como su objeto de conocimiento. Hemos visto también que la acción de la inteligencia
se manifiesta mediante una especie de “captación directa” de su objeto, cuando afirmamos la
presencia de las cosas que son “dadas” a la inteligencia; cuando decimos, por ejemplo, “allí hay un
árbol”, o cuando escuchamos un ruido y preguntamos” ¿qué es eso?”, o cuando captamos
directamente nuestra propia existencia y decimos “yo existo” (yo soy). A esta “captación directa” la
llamamos intuición intelectual. Hay que tener mucho cuidado con la palabra “intuición”, pues habitualmente se la entiende de manera distinta al significado que aquí le estamos dando. En general
se la utiliza para designar un sentimiento, o una cuestión emocional, que no está fundada
racionalmente. Pero, en este caso, la intuición a la que nos referimos es lo más alto de la
inteligencia y la razón. ¿Por qué? Porque es lo que te permite llegar a los puntos de partida de tu
conocimiento racional. Vamos a detenernos con más detalle en esta cuestión. .
Hay un momento de la inteligencia, que diariamente utilizamos, que se llama razonamiento.
En los razonamientos extraemos una conclusión a partir de uno o varios juicios, que en ese caso se
llaman premisas. Por ejemplo, vamos a suponer que decimos, de acuerdo al capítulo anterior, que
“Juan es dueño de su destino”. Vamos a suponer que nos preguntan por qué. Es muy probable que
entonces digamos la premisa que nos permite llegar a esa afirmación, y contestemos: “porque es un
ser humano”. Con esa contestación, estamos manifestando el razonamiento que está implícito:
“todo ser humano es dueño de su destino; Juan es un ser humano; por lo tanto, Juan es dueño de su
destino”. Como vemos, de las dos premisas que utilizamos (todo ser humano es dueño de su
destino, y Juan es un ser humano) deriva la conclusión del razonamiento (Juan es dueño de su
destino).
Pero ahora supongamos que nos preguntan el por qué de la premisa de la cual partimos. O
sea, por qué todo ser humano es dueño de su destino. Muy probablemente, podamos encontrar otro
razonamiento para dar la respuesta. Pero ese razonamiento, a su vez, tendrá también una premisa
principal de la cual hemos partido. Y nos pueden volver a preguntar el por qué de esa premisa,
nuevamente. Y entonces: ¿dónde paramos? O bien: ¿hasta dónde llegamos? Porque si tuviéramos
que seguir así hasta el infinito, esto sería un cuento de nunca acabar. Necesitamos, pues, un punto
de partida que no necesite ser demostrado mediante un razonamiento. No necesariamente uno;
pueden ser varios puntos de partida por el estilo. Y, precisamente, esos diversos “puntos de partida”
son fruto de la intuición intelectual de la que hablábamos. Y entonces, ves que esos puntos de
partida tienen que ser máximamente evidentes y seguros, pues son los que deben fundar en última
instancia todos nuestros razonamientos posteriores. Y, como muchas veces hemos dicho, hay cosas
que son naturalmente “dadas” a la inteligencia, que las llamamos evidentes, y que no necesitan ser
demostradas. Por ejemplo, el famoso “yo existo” (o “yo soy”), del cual hemos hablado tantas veces.
O cualquier oración que puedas decir que manifieste una cosa existente directamente dada a tu
conciencia, con su existir y su modo de existir; por ejemplo, “aquí hay un lápiz”. O, como dijimos
en el capítulo dos, el principio de contradicción. ¿Te acuerdas? Decía: “nada puede ser y no ser al
mismo tiempo y en el mismo sentido” (generalmente se dice “bajo el mismo respecto”). Por
ejemplo, un pato no puede ser un pato y, al mismo tiempo, no ser un pato. Ahora fíjate qué
interesante: si intentas “demostrar” el principio de contradicción con un razonamiento, verás que es
imposible, porque en el razonamiento que intentas hacer estarás utilizando el principio de
contradicción que intentas demostrar, pues toda afirmación que hagas supone ese principio (si dices
“Juan es un hombre” eso implica que Juan no puede ser al mismo tiempo algo que no sea hombre, y
eso es el principio de contradicción --o también: “de no contradicción”-). ¿Ves? No lo puedes
demostrar y, al mismo tiempo, es algo máximamente evidente y seguro (o sea, tenemos “certeza” de
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que es verdadero). El principio de no contradicción es, como vemos, uno de los mejores ejemplos
de la existencia e importancia de la intuición intelectual.
La intuición y la metafísica
La inteligencia tiene, por tanto, dos “momentos”: uno, máximamente intelectual y fundante,
que es la intuición; y otro, derivado, que es el razonamiento. El primero es más importante en
“calidad”, y el segundo es más importante en “cantidad”. En efecto, la gran mayoría de nuestras
afirmaciones y conocimientos están fundados en razonamientos (incluso, como vimos, temas tan
importantes como el de Dios, y casi todos los que hemos tratado en este libro), pero asentados en
última instancia en “puntos de partida” intelectualmente captados mediante la intuición. Entre esos
puntos de partida encontramos sobre todo a la primera captación de la característica fundamental de
las cosas de este mundo (esto es, que todas las cosas tienen un existir y un modo de existir) y los
primeros principios de la razón, como el principio de no contradicción y otros parecidos. Esos
puntos de partida, desarrollados sucesivamente mediante combinaciones de razonamiento e
intuición intelectual, nos permiten desarrollar la ciencia de los principios generales de todas las
cosas existentes en cuanto existentes, que es lo que llamamos metafísica racional (de la cual ya
habíamos hablado en el capítulo uno). Puse el calificativo “racional” pues muchas veces escucharás
o leerás que la metafísica es algo “irracional”, y, como ves, eso nada tiene que ver con lo que nosotros llamamos metafísica. Tal vez la frase “de todas las cosas existentes en cuanto existentes” te
resulte un tanto oscura. Pero no es nada del otro mundo. Con eso queremos decir que la metafísica
no se va a ocupar de cada cosa en particular, sino de los principios generales de las cosas en cuanto
a todo lo que se pueda reflexionar del hecho de que las cosas tengan existencia y un modo de
existencia. Por ejemplo, en todo el capítulo dos hemos hecho metafísica racional. Cuando decíamos,
por ejemplo, que a las cosas de este mundo la existencia no les pertenece propiamente, o que todas
las cosas coinciden en que existen pero tienen un modo de ser distinto, todo eso es una perspectiva
metafísica de la cuestión.
Todo esto no significa que estos puntos de partida sean “innatos”, o “a priori” del
conocimiento sensible. Como dijimos, la inteligencia y los sentidos trabajan juntos y se llevan muy
bien. Nadie nace con conocimientos adentro. La inteligencia va desarrollando sus conocimientos a
partir y en contacto con los datos de los sentidos. Pero la inteligencia llega más allá de lo que los
sentidos pueden informar.
Las ciencias positivas
Ahora es necesaria una aclaración. Los razonamientos de los que hemos hablado son los
que se llaman “necesarios” (recuerda que en el capítulo dos vimos lo que era lo “necesario”
filosóficamente). O sea que, puestas las premisas, la conclusión se desprende necesariamente de
ellas (en el ejemplo que vimos, si todo ser humano es dueño de su destino y Juan es un ser humano,
entonces necesariamente Juan es dueño de su destino). Pero hay razonamientos en los cuales la
conclusión no se desprende necesariamente de las premisas, y que son llamados generalmente
razonamientos no-deductivos. Estos razonamientos o modos de razonar fundan el conocimiento de
lo que habitualmente se llama “las ciencias”, o ciencias no-filosóficas o también, como a veces se
las llama, ciencias positivas. Estas ciencias se caracterizan por el hecho de que no van más allá de
los datos de la experiencia de tipo “sensible”. Los científicos discuten mucho entre sí sobre cuál
puede ser el método adecuado para estas ciencias, y este es un debate en el cual ahora no nos
introduciremos. Sólo te daré un ejemplo del procedimiento que hasta ahora ha tenido más
aceptación. Supongamos que soy biólogo especializado en zoología. Como científico, siempre
tengo problemas que resolver. Por ejemplo, tengo el problema de saber cómo ciertas hembras de
ciertas aves dan a comer a sus pichones. Entonces, antes de observar algo, se me ocurre alguna
explicación, que los científicos llaman “hipótesis”. Por ejemplo, mi hipótesis es que podría ser que
las hembras coman primero, depositen la comida en el buche y luego vuelvan a volcarla en la boca
de sus pichones. Como ves, para elaborar una hipótesis el científico necesita imaginación y cierta
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especie de intuición (aunque no exactamente igual a la intuición de la que hablábamos nosotros).
Con la hipótesis elaborada, trato de ver si es así en la realidad. Y entonces hago observaciones en la
experiencia concreta. Con un buen largavista, mucho tiempo y mucha paciencia, y anotaciones
precisas, observo más o menos unas 200 hembras de tal ave dando de comer a sus pichones. Y en
los 200 casos veo que se comportan como yo había imaginado en mi hipótesis. Entonces yo puedo
estar razonablemente seguro de que mi hipótesis se ha transformado en la siguiente “ley”: “las
hembras de la especie X dan de comer a sus pichones de tal o cual modo”. Pero aquí debemos tener
mucho cuidado. ¿Por qué dije “razonablemente” seguro? Precisamente, porque esa conclusión (la
ley que hemos enunciado recién) no se desprende necesariamente de las premisas (las premisas son,
en este caso, cada uno de los 200 casos observados). ¿Y por qué? Porque nada excluye la
posibilidad de que la hembra 201 se comporte de otro modo. De lo único que estoy seguro es de que
las 200 observadas se han comportado así, pero no puedo estar seguro de que todas se comportarán
así. ¡Si ni siquiera sé cuántas hay! Tal vez hay 250, o tal vez 250 millones. A lo sumo, podré decir
“probablemente”, todas las hembras de la especie X . . . Y entonces este es el motivo por el cual
toda ley científica es provisional, no necesaria, pues nada excluye otra experiencia posterior que la
contradiga. Todo el conocimiento científico positivo se constituye pues por generalizaciones de
hipótesis observadas sólo parcialmente. Además, el ejemplo que te di es simplificado, pues
habitualmente no se observa la hipótesis directamente, sino consecuencias observables deducidas a
partir de la hipótesis. En este punto los científicos discuten mucho. Por ejemplo, algunos dicen que
no hay ningún motivo para decir “probablemente, todas las hembras. . .”. Sino que en realidad, lo
único que se puede hacer es ver si la experiencia nos muestra que nuestra hipótesis es falsa. O sea
que yo sólo debería salir a observar para ver si mi explicación es desmentida por los hechos. En el
ejemplo que dimos, todo lo que podríamos decir es que hasta ahora nuestra hipótesis ha resistido la
prueba de los hechos, y con eso podemos quedarnos muy conformes.
La seguridad de las ciencias positivas
Todo esto te muestra que el conocimiento científico-positivo es mucho más inseguro de lo
que frecuentemente pensamos. La ilusión de seguridad absoluta que a veces dan las leyes científicas
se debe a que muchas de ellas se han cumplido siempre hasta ahora; sobre todo en sus aplicaciones
técnicas. Pero nada excluye que nos enfrentemos en el futuro con fenómenos que desborden
nuestras actuales explicaciones y que demanden nuevas hipótesis que complementen (o
contradigan) las explicaciones anteriores. Lo cual siempre ha sucedido así en la historia de la
ciencia.
La limitación del conocimiento
Todo esto nos está mostrando que el conocimiento humano es esencialmente limitado. Ese es
el motivo por el cual muchos pensadores contemporáneos insisten mucho en que es indispensable la
división del trabajo en materia de conocimientos y un intenso intercambio de información sobre las
teorías y descubrimientos efectuados, para de ese modo acrecentar lo poco que la humanidad sabe.
Pero, entre saber nada y saberlo todo hay, como ya dijimos muchas veces, un punto intermedio en,
cuya delimitación no todos coinciden. Ya vimos que en las ciencias positivas los conocimientos son
siempre provisionales, pero también hemos visto que en la meditación filosófica es posible llegar a
conocimientos más seguros (pues tenemos la posibilidad de efectuar razonamientos necesarios, con
puntos de partida basados en principios evidentes, acercándonos además a las esencias de ciertas
cosas); lo cual no implica, reiteramos, agotar totalmente el conocimiento de lo real. Sólo significa
esto que decir que la razón nada tiene que hacer en temas como Dios, la esencia del hombre, la
libertad y la ética es una posición muy cercana a un escepticismo total (el cual, como vimos, se
refuta a sí mismo al pretender afirmarse como verdadero).
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Muchas veces los científicos positivos creen que lo que ellos conocen es lo único que se
puede conocer, rechazando totalmente la filosofía y la metafísica; y, también, muchas veces algunos
filósofos tienen una actitud de desprecio hacia el conocimiento de las ciencias positivas. Te podrás
imaginar lo que se pelean ambos grupos, y el sin sentido de toda esa discusión. Ambos tipos de
conocimiento son perfectamente legítimos en su campo y con su método, distinguiéndose sin mezclarse, y justamente por eso es que pueden, a la vez, complementarse y ayudarse el uno al otro.
Hume
Un ejemplo de una limitación del conocimiento humano más allá de lo necesario es, en mi
opinión, la posición de D. Hume. Hume fue un gran filósofo político y un gran economista. Pero
veamos por un momento su teoría del conocimiento. Para Hume hay muchas cosas que no podemos
conocer. No podemos conocer los modos de ser (esencias) de las cosas; son sólo meros nombres. Es
también una mera ficción la existencia de un “yo” (nuestro “yo soy”) que perciba los datos que
provienen de fuera; la ilusión viene de imaginar un centro unificado que reciba las percepciones.
Tampoco podemos conocer ninguna causalidad real en las cosas, ni tampoco, por supuesto,
podemos conocer racionalmente nada sobre Dios. Y tampoco tenemos ninguna certeza de que
existan las cosas que percibimos; de tal cosa sólo tenemos una creencia y nada más. ¿Qué
conocemos, entonces? Pues solamente nuestras impresiones (las sensaciones) y las ideas que de
ellas nos quedan. Como vemos, estamos ante un empirismo total y máximamente coherente
(coherente no significa verdadero, sino consecuente con sus puntos de partida). El único
conocimiento seguro es el matemático, el cual, por otra parte, no nos informa de nada real. Por lo
demás, sólo quedan las sensaciones y las relaciones de contigüidad y sucesión que hay entre ellas.
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, por ejemplo, que si ves una bola de billar que golpea a otra, en
primer lugar lo único que conoces son las imágenes (impresiones) que recibes; que a esas
impresiones correspondan dos bolas de billar reales es una simple creencia; en segundo lugar, no
existe realmente una causalidad real entre una bola y la otra en cuanto una sea causa del
movimiento de la otra, sino que las dos impresiones (las bolas de billar) aparecen una junto a la otra
(relación de contigüidad) y el movimiento de una precede al de la otra (sucesión); y de ese modo, si
esto se repite varias veces, el hábito de ver esas dos impresiones relacionadas de manera contigua y
sucesiva nos hace decir que una es la “causa” de la otra.
Tenemos varias cosas que comentar. En primer lugar, el tema de las esencias. Es cierto que
el concepto universal “humanidad”, como tal, existe sólo en mi mente, pero tiene un fundamento
real, que es el modo de ser de aquello existente que llamo Juan, Pedro o Pablo. Por lo tanto la
esencia de una cosa no es un simple nombre, sino un modo de ser real, que puede darse igualmente
en varios individuos (por ejemplo, Juan, Pedro y Pablo tienen los tres el mismo modo de ser), y por
eso mi mente puede universalizar y concebir ese modo de ser “en abstracto” que se da en los tres. Si
fuera cierto que no podemos conocer las esencias de las cosas, no podríamos distinguir a un ser
humano de una piedra.
humana. Pero yo creo que en estas negaciones se encuentra tácitamente afirmado lo que se quiere
negar. Pues, como señala García Morente, en Hume, a diferencia de Kant, subsiste la afirmación de
las impresiones como “cosas en sí”, pues la teoría de Hume pretende describir lo que las
impresiones y las ideas son. Y siempre que alguien diga “esto es tal cosa. . .” está afirmando, concientemente o no, la apertura del hombre, a través de su inteligencia, a lo que las cosas son, con su
ser y modo de ser.
Sobre el tema de la causalidad, varias cosas. Hemos visto que es cierto que, en el campo de
las ciencias positivas, no podemos conocer relaciones necesarias de causalidad (o sea, que no
puedan no darse), pues ya hemos visto que sus leyes son provisionales. En este campo del
conocimiento, Hume tenía razón. Pero el problema es que la noción de causa va más allá, y parece
que Hume no tuvo en cuenta este “más allá”. La causalidad hace referencia a todo aquello que tenga
influencia en el ser y modo de ser de una cosa; no sólo se refiere a fenómenos físicos. De ese modo
podemos decir que el escultor es realmente causa de su estatua, o que la unión de tus padres ha sido
una verdadera causa para que tú existas. Pero, sobre todo, hemos visto en el capítulo dos que la
noción más profunda de causalidad hace referencia a que todo aquello a lo que no le compete existir
propiamente (o sea, que tiene su existencia “prestada”) tiene el origen de su existencia en otra cosa,
que se dice causa de la primera. Y esta es justamente la noción de causalidad que permite analizar
racionalmente el tema de Dios, cosa también rechazada coherentemente por Hume.
A pesar de estos desacuerdos, Hume es un filósofo importante por los problemas que plantea.
La meditación de sus opiniones es importante, también, porque son una buena ocasión para poner a
prueba nuestras propias opiniones.
La razón y la fe
Queda, por último, una cuestión que cierra muy bien todo este conjunto de meditaciones
filosóficas. Y es el famoso tema de la relación entre la razón y la fe, tema sobre el cual algo
habíamos dicho en el capítulo uno, aunque muy poco. Ahora vamos a extendemos un poco más,
teniendo en cuenta que la fe es también una forma de conocimiento.
Decir que el propio yo es una ficción es lo mismo que decir “yo no existo”, lo cual no tiene
sentido, pues tu existencia se evidencia en el mismo momento en el que la niegues y digas “yo no
existo”, pues no podrías decirlo si no existieras. Hemos meditado muchas veces esta cuestión, y,
como ves, yo opino que las meditaciones de San Agustín y Descartes salen ganando de lejos frente
a las opiniones de Hume; tal vez tú, pienses de otro modo. Ahora bien, creo que también es muy
probable que Hume estuviera reaccionando contra la afirmación de que la existencia de un espíritu
que subsista a la muerte es algo evidente, y si es así, Hume tenía razón. Como vimos, esa
afirmación no es evidente, sino que debe ser demostrada. Claro, seguramente Hume me dirá que no
puede ser demostrada, con lo cual yo no estaría de acuerdo, por todo lo visto en el capítulo tres.
En última instancia, tenemos en Hume una especie de negación radical de la apertura del
hombre a lo real (como ves, conocer lo real más allá de las impresiones y la realidad del propio yo
son creencias y no una certeza) y, por consiguiente, de la característica propia de la inteligencia
La fe natural
Ante todo, tengamos en cuenta que lo que llamamos “fe” no hace referencia solamente a algo
religioso. Aunque te resulte extraño, gran parte de nuestros conocimientos de la vida cotidiana, y
gran parte de los conocimientos científicos, se basan en actos de confianza, que podríamos llamar
“fe natural”. Porque, si definimos la fe como la voluntaria aceptación de aquello de lo cual no se
tiene evidencia -y muchos filósofos estarían de acuerdo con esta definición- debemos observar que
no son muchos los conocimientos de los cuales tenemos evidencia; cómo, por ejemplo, los
principios evidentes captados por intuición intelectual -que como vimos, son pocos, aunque importantes- o la evidencia que también puede surgir de razonamientos en los cuales una cosa se deduce
de otra (como nuestro ejemplo de “todo ser humano es dueño de su destino”. . . etcétera); o la
evidencia de los juicios simples de existencia de tal o cual cosa (como “en este momento tengo un
libro en la mano”, etcétera). Pero hay otro gran sector en el cual lo que tenemos es, específicamente,
una “creencia”. Ya hemos visto que las leyes científicas de las ciencias positivas te informan de
cosas de las cuales no tenemos plena certeza de que siempre se seguirán cumpliendo. Cada día, al
acostarnos, creemos que al día siguiente las leyes físicas que conocemos se seguirán cumpliendo.
(Y ya vimos porqué: por la misma estructura de los razonamientos científico-positivos, no
necesarios, no podemos excluir un caso o más que escapen a la explicación hasta el momento no
contradicha por los hechos). Veamos otro caso de una “creencia natural” muy común: el testimonio
de las demás personas. Corroborado, muchas veces, por testimonios que dejan las cosas mismas.
¿Has estado alguna vez en la ciudad de Moscú? Probablemente no. Pero, si no has estado, sin
embargo crees que existe, porque todo el mundo dice que existe, porque hay fotos de ella, porque
aparece en los diarios, etcétera. Pero no hay ningún razonamiento necesario del cual puedas
concluir: “Moscú existe”. (Si vas a Moscú, y la ves, su existencia te será evidente, y no necesitarás,
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por lo tanto, ningún razonamiento). Y el caso de los conocimientos históricos es todavía más
característico de esta “fe natural”. ¿Cómo sabes que San Martín cruzó los Andes? Porque en la
escuela primaria te lo decían una vez cada tres segundos; porque está lleno de libros donde se dice
que los cruzó; porque todos los historiadores dicen lo mismo; porque quedaron testimonios de la
época, etcétera. Pero ningún razonamiento necesario te permite concluir que San Martín cruzó los
Andes; es más, creo que no podemos regresar al siglo pasado para verlo directamente (problema
que no teníamos con Moscú).
En este tipo de conocimientos, la certeza puede aumentar a medida que aumenta la confianza
en la persona que da testimonio de los hechos. Yo no dudo ni por un momento, por ejemplo, de lo
que mis padres me cuenten sobre mis abuelos. Quiere esto decir que este tipo de conocimientos, a
pesar de su inseguridad intrínseca, pueden alcanzar un alto grado de certeza si tenemos la seguridad
de que la persona que da testimonio de los hechos no miente.
Su razonabilidad
Me he detenido con cierto detalle en este tipo de creencias cotidianas para que nos demos
cuenta de varias cosas. Primero, que, independientemente de cuestiones religiosas, creemos,
estrictamente hablando, en más cosas de las que “creemos” no creer. Y, segundo, que estas
creencias no atentan contra nuestra razón ni son absurdas ni irrazonables; es más, para todas ellas
tenemos razones para aceptarlas. Y aquí tenemos pues una primera relación de armonía entre la
razón y la fe, que vivimos todos los días, sin damos cuenta. Tenemos razones para creer en muchas
cosas, como vimos. Es razonable, como vimos, que afirmemos la existencia de la ciudad de Moscú,
aunque muy probablemente nunca estemos allí. Todas estas “fes” naturales son, por lo tanto, actos
de la inteligencia, por los cuales ésta, con la participación de la voluntad, afirma algo que no es
evidente ni derivable de un razonamiento necesario (pero puede derivarse, como vimos, de un
razonamiento no necesario o del testimonio de alguien en quien confiamos). La fe es pues razonable
cuando tenemos esas razones para creer: testimonios confiables; razonamientos no necesarios; o
testimonios que dejan las cosas mismas (como las ruinas de la antigua Grecia). Al contrario, si yo
un día te digo que vi un elefante volando cerca de mi casa, tú seguramente no me creerás, porque,
¿qué razón tienes para creerme?
La fe religiosa
Si la fe natural no es pues algo absurdo, es posible que la fe sobrenatural tampoco. ¿A qué
llamamos fe sobrenatural? A la fe específicamente religiosa. La fe religiosa tiene, en principio, la
misma característica que la fe natural: es aceptar lo no evidente. Pero, en la mayoría de las
religiones --especialmente en las monoteístas- hay un Ser Sobrenatural que es el que revela la
verdad, y está el hombre que recibe y acepta ese mensaje, por confianza absoluta en quien revela.
Esa fe, además, no es algo que derive de las fuerzas del hombre (como la fe natural), sino que es
una fuerza especial otorgada por Dios a la inteligencia del hombre. Por eso se dice “sobrenatural”.
Observa: sobre lo natural, y no contra lo natural. O sea: sobre la inteligencia del hombre, pero no
contra ella. Es sobre su inteligencia porque por esa fe el hombre conoce cosas a las cuales no puede
llegar deductivamente (por medio de razonamientos necesarios) con su sola inteligencia. (Como un
astrónomo llega con su telescopio a cosas inaccesibles para su ojo sin el telescopio). Pero no es
contra la inteligencia del hombre, si el mensaje dado no es absurdo (o contradictorio). Y entonces la
razón del hombre, aunque crea en un “misterio”, ese misterio será tal porque no es totalmente claro
para nosotros (para Dios todo es claro), pero a la vez no es totalmente absurdo. La fe religiosa es
pues como un telescopio sobrenatural, que Dios coloca en nuestra inteligencia para que lo veamos
(a El y sus cosas) mejor (porque con nuestra sola razón, algo de El podemos ver, como vimos en el
capítulo dos).
no es lo mismo. Porque puede haber razones para la fe. Esas razones no derivan con necesidad
lógica en lo que la fe afirma -en ese caso ya no sería fe- sino que dan indicios de porqué el mensaje
religioso en cuestión no es absurdo. Esas razones facilitan la aceptación del mensaje religioso, que
seguirá siendo libre y voluntaria, por su propia naturaleza, y dependiente, necesariamente, de la
acción de Dios, ya que la fe deriva de Dios.
En algunas religiones hay ejemplos impresionantes de la armonía que es posible lograr entre la
razón y la fe (y no porque sean iguales, sino que, justamente por ser distintas, pueden
complementarse -como los dos sexos-). En el Judaísmo y el Cristianismo -que comparten el libro
sagrado llamado Antiguo Testamento-, cuando leemos el libro del Exodo, capítulo 3, Moisés le
pregunta a Dios cuál es su nombre, y Dios responde (vers. 14): “Dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que
soy’, y añadió: ‘Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me ha enviado a vosotros’” (el subrayado es
mío). Ahora piensa en todo lo que dijimos en el capítulo dos, guiados por la sola razón, y dime si no
notas alguna coincidencia. ¿No habíamos concluido que Dios es el Ser como tal? ¿No habíamos
dicho que de El no se puede decir que es esto o aquello, sino sólo que es? ¿No habíamos dicho que
su Ser y su modo de ser son lo mismo? Y entonces tenemos aquí que Dios se revela a sí mismo
exactamente como la razón señala: “Yo soy el que soy”; “el que soy” indica el modo de ser, que
como vemos es igual al ser.
Lo que ocurre es, además, que tanto Dios, como la espiritualidad del hombre y su libertad
son temas accesibles a la sola razón, pero al mismo tiempo forman parte de la revelación en la fe
religiosa. Si tenemos fe en Dios y nos preguntáramos por qué Dios revela lo que nosotros podemos
conocer con nuestra razón, podemos contestar, como decía Santo Tomás, que Dios obra así
seguramente por la dificultad de esos temas, de manera tal que la revelación facilite el acceso a lo
que es muy complicado, aunque accesible por la sola razón.
La razón es pues como una linterna en una habitación a oscuras, que señala el camino para
abrir las ventanas. Y la fe es como la luz del sol que entrará luego por las ventanas.
Tal vez te preguntes por qué hay que terminar un libro de filosofía hablando de la fe
religiosa. Porque, si tienes inquietudes religiosas, quise mostrarte que no debes vivir un conflicto
insoluble entre tu razón y tu fe. He querido dejar abierta tu inteligencia a la fe. Porque el hombre es
uno, y sus diversas facetas no tienen porqué vivir en conflicto. No tienes que elegir entre ser
filósofo o tener fe; puedes ser un perfecto filósofo y, al mismo tiempo, tener fe. Así como no están
en conflicto las ciencias positivas y la filosofía, tampoco están en conflicto la filosofía y la fe. Y por
lo tanto tú no tienes que estar en conflicto contigo mismo. Sí estarán en conflicto una filosofía que
afirme que toda fe es un absurdo y una fe que afirme que toda filosofía es mala, en cuyo caso esa
filosofía y esa fe estarán erradas.
Bien, hemos llegado al final de nuestras pequeñas reflexiones sobre el conocimiento, y al
final, también, de esta pequeña visita guiada por la filosofía. Por supuesto, queda mucho camino por
recorrer. Un camino que no es sencillo y que requiere mucho esfuerzo de nuestra parte. Pero de esto
y otras cosas vamos a meditar, después de un descansito, en la reflexión final.
Su diferencia con lo irracional
La fe religiosa no es pues irracional -como muchas veces se dice-, sino suprarracional, que
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REFLEXION FINAL
LECTURAS RECOMENDADAS
Hemos llegado al final de nuestras meditaciones. Pero, tal vez, deberíamos decir que, en
realidad, estamos recién en el comienzo de nuestra amistad con la filosofía.
Y en este peculiar final que es en realidad un comienzo, quisiera comentar contigo tres cosas.
Primero, el método elegido en esta pequeña introducción. Habitualmente, cuando se exponen
los temas de la filosofía, son tres los métodos a seguir: sistemático (exposición de los temas),
histórico (exposición del pensamiento de cada filósofo), o una combinación entre estos dos. Yo he
elegido el primero, tomando los temas que consideraba más importantes y explicándote mi opinión
sobre ellos. He obrado así porque, sencillamente, he querido mostrarte mi mundo, respetando, por
supuesto, el tuyo, con la esperanza de que colaboremos, de ese modo, en la búsqueda y en el
encuentro de la verdad.
Pero debemos aclarar algo muy importante. Mis opiniones están basadas, fundamentalmente,
en el pensamiento de un gran santo y un gran filósofo, santo Tomás de Aquino, del cual ya hemos
hablado, y cuya lectura te recomiendo. Todos los temas fundamentales de esta pequeña
introducción -Dios, el espíritu, la persona, la ética, el conocimiento- han sido inspirados en los
análisis y en las demostraciones de santo Tomás. Pero digo “inspiradas”, debido a que yo interpreto
a santo Tomás de un modo, y puede haber otros filósofos que lo interpreten de otro modo; además,
porque el modo de exposición y la manera en la cual aplico su pensamiento a los problemas del
hombre contemporáneo no dependen ya, por supuesto, de santo Tomás. Hemos meditado ciertos
temas que él no trataba específicamente. Por otra parte, santo Tomás, en su tiempo, hizo una síntesis
entre filósofos anteriores y filósofos de su tiempo; y eso es lo que nosotros debemos hacer también
en esta época; y en esa síntesis, santo Tomás será el elemento que la guíe, pero no el único
elemento. (Habrás visto, además, que a lo largo de estas reflexiones he nombrado a otros filósofos
que también han influido -algunos más, otros menos- en mi pensamiento).
Esto te demuestra que el filósofo busca la verdad, y si, encuentra verdades en filósofos
anteriores, debe adherir a ellas y hacerlas después fructificar en su propio tiempo. Si la verdad que
encuentra el filósofo es nueva, mejor; pero tanto lo nuevo como lo viejo puede ser verdadero o
falso. El filósofo sólo se arrodilla ante la verdad.
En segundo lugar, quiero volver a reiterarte la importancia de la filosofía para lo más
fundamental de tu vida. Una vida humana que, en algún momento, no encare la búsqueda honesta
de la verdad, es como un árbol que se ha quedado sin su sol, y no ha fijado las raíces que lo
sostienen y alimentan. Si estás de acuerdo conmigo en esto, gran parte de los objetivos de esta
pequeña introducción se habrán cumplido.
Y en tercer lugar, quiero finalmente dirigirme a posibles colegas que se estén descubriendo a
sí mismos como filósofos. Si es tu caso, quisiera trasmitirte mi pequeña experiencia al respecto. Yo
me di cuenta de que la filosofía me atrapaba para siempre cuando advertí que los problemas
específicamente filosóficos atrapaban mi vida con un impulso y una fuerza en cierto modo
inevitable. La filosofía es de este modo un estado de tu espíritu; es algo que eres, más que algo que
haces. Si eres filósofo, sentirás, pues, que la búsqueda de las verdades últimas ha penetrado en tu
espíritu hasta confundirse, en cierto modo, con él. Y notarás que esa búsqueda no es necesariamente
agradable y placentera; al contrario, muchas veces sentirás el peso del esfuerzo que realiza nuestra
limitada inteligencia para encontrarte con el absoluto. Y no tendrás vacaciones en el oficio de
filosofar, como no las hay en el oficio de vivir, porque entonces vivir y filosofar serán uno para ti.
No hay descanso para la búsqueda de la verdad. El descanso definitivo se nos dará en nuestra
vida final, cuando contemplemos llenos de gozo a la Verdad Absoluta, amándola plenamente.
Porque, si la hemos buscado en este mundo con honestidad y generosidad, ella se nos ofrecerá
generosa, en el otro, para siempre.
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Capítulo 1
a) García Venturini, .1. L.: “La inevitable filosofía”, en La Prensa, del 5/12/1982.
b) Sciacca, M. F.: Historia de la filosofía; Luis Miracle, ed., Barcelona, 1954; Introducción.
c) García Morente, M.: Lecciones preliminares de filosofía; Losada, Buenos Aires, 1943; Lección
1: el conjunto de la filosofía.
Capitulo 2
Comentario al Evangelio de san Juan, de Santo Tomás de Aquino. Prólogo, tercer modo.
Capitulo 3
1) Frankl, Víctor E.: El hombre en busca de sentido; Herder, Barcelona, 1986 (7ma. edición).
2) Constitución' Pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano 11, Capítulo uno.
Advertencia: esta lectura está recomendada por su valor filosófico. Puede ser leída, por lo tanto, por
personas de diversas religiones.
Capítulo 4
1) García Venturini, J. L.: Curso de filosofía; Troquel, Buenos Aires,
1960; capítulos VI, VII Y V (en ese orden).
2) Mandrioni, H.: Introducción a la filosofía; Kapelusz, Buenos Aires,
1964, capítulo 6.
Bibliografía adicional:
1) Suma contra los gentiles (o Suma Filosófica), por santo Tomás de
Aquino. Club de Lectores, Buenos Aires, 1951.
2) Del Iluminismo a nuestros días, por Francisco Leocata. Ediciones
Don Bosco, Buenos Aires, 1979.
3) La filosofía actual, por 1. M. Bochenski. Fondo de Cultura Económica,
México, 1979, (octava reimpresión).
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INDICE
Contenido analítico ..............................................................4
Prefacio ............................................................................. 5
CAPITULO 1: La filosofía.................................................... 6
CAPITULO 2: Dios ........................................................... 11
CAPITULO 3: El hombre .................................................. 17
CAPITULO 4: El conocimiento............................................ 34
REFLEXION FINAL......................................................... 47
Lecturas recomendadas y bibliografía adicional…………. 48
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