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LA PASIÓN FILOSÓFICA
-De la pasión filosófica a la serenidad yóguica-
Vicente Merlo
Introducción
Capítulo 1. Filosofía ¿qué es eso?
1.1. La pregunta por el sentido
1.2. Filosofía(s) se dice en plural: dos grandes enfoques
1.3. De la etimología al ideal de una sophia perennis
1.4. Breve paseo por la historia de la filosofía
1.5. Ramas de este frondoso árbol -la filosofíaCapítulo 2. Ser humano
2.1. Meditación y reflexión
2.2. El modelo antropológico dualista: alma y cuerpo en Platón
2.3. Descartes y el espíritu en la máquina
2.4. Los maestros de la sospecha y la quiebra de la imagen clásica del ser
humano
2.4.1. K. Marx y la sospecha ante el poder político y económico
2.4.2. F. Nietzsche y la sospecha del logos/razón
2.4.3. S. Freud y la sospecha de la conciencia
Capítulo 3.
¿Habla la psico-logía todavía del alma? Del psicoanálisis a la
psicosíntesis: las aportaciones de la psicología transpersonal
Capítulo 4. La antropología filosófica y la razón hermenéutica: retazos de filosofía
occidental contemporánea
Capítulo 5. ¿SER (más que) humano? A la escucha de las sabidurías orientales
5.1. Oriente se dice también en plural. Tradiciones índicas
5.2. ¿Para qué quiero todas las riquezas del mundo si no soy inmortal? El
proyecto de las Upanishads.
5.3. La sabiduría tiene que ver no sólo con el conocimiento, sino también
con la acción y con el corazón: el triple yoga de la Bhagavad Gîtâ.
5.4. De los maestros de las sospecha a los maestros de la certeza
5.4.1. Sri Ramakrishna y la certeza del poder amoroso de Kali
5.4.2. Sri Ramana Maharshi y la certeza de ser Brahman
5.4.3. Sri Aurobindo y la certeza de la evolución espiritual
supramental
Capítulo 6. De la pasión filosófica a la serenidad yóguica
INTRODUCCIÓN
Son ya bastantes los años dedicados a intentar enseñar filosofía, o mejor, a
filosofar, como diría Kant, uno de los pensadores con los que todo estudiante tiene que
familiarizarse, ya que su influencia ha sido muy grande. Los libros de texto son
herramientas útiles, pero no cumplen la tarea de transmitir al alumno la pasión
filosófica. Por ello, hace años que en mis clases los alumnos deben leer al menos un
libro de filosofía por trimestre. Ahora bien, no resulta fácil encontrar libros filosóficos
que lleguen al alumno, que puedan despertarle de su condición pre-filosófica. Los textos
de los grandes filósofos, incluso de los no tan grandes, suelen utilizar un lenguaje
abstracto y en ocasiones sofisticado, siguiendo una especie de manía filosofante o de
defecto profesional –sin duda fruto de haber leído tanto texto filosófico con ese estilo
arduo y abstruso-.
No quiere esto decir que no haya textos filosóficos en los que la claridad –
cortesía del filósofo, como Ortega afirmaba- brille y la lectura sea amena e ilustrativa,
pero no es fácil ni frecuente. Hay que tener en cuenta que estamos pensando en
adolescentes de 15-16 años, que se acercan por primera vez a la filosofía, que no tienen
ni idea de en qué consiste, qué temas trata o qué sentido tiene. Es en esto en lo que hay
que introducirles y esto es lo que quiere intentar este ensayo. Ni que decir tiene, no
obstante, que hay muchos adultos, buena parte de aquellos que no han estudiado
filosofía y no se han dedicado a leer libros filosóficos, que se hallan en una situación
similar y por tanto no dudo que podrán sacar provecho de las páginas que vienen a
continuación.
No se trata, pues, de cargar el texto con citas, con referencias bibliográficas o
con nombres de autores, pero sí de comenzar a presentar a algunos de los principales
pensadores. No se trata, por tanto, de elaborar sofisticadas argumentaciones que hacen
que el libro sea lanzado lejos del alcance del estudiante, ni de profundizar en los
principales problemas filosóficos. A mi entender, la función de un primer encuentro con
la filosofía es modesta, pero importante. Es tan sólo un comienzo, pero del cual depende
el que su investigación filosófica tenga continuidad o no. No hay nada más triste y
penoso que la reiterada comprobación de la misología producida por este primer
encuentro con la filosofía. Fue Platón quien empleó el término misología para referirse a
aquella actitud consistente en rechazar, despreciar, odiar el ejercicio y el uso de la razón
(como suele traducirse el término griego logos). Quizás esto sea demasiado general y
podría hablarse de miso-filosofía, el rechazo y disgusto ante el pensar filosófico,
producido por una experiencia temprana desagradable con esta “disciplina” del saber
que es la filo-sofía.
Por tanto, el primer objetivo de un libro de este estilo debería ser el lograr que el
alumno, el lector, despierte su interés por el pensar filosófico y se sienta estimulado a
proseguir la lectura de otros textos y ante todo la propia reflexión y la propia escritura.
En definitiva, que tome gusto por la filosofía. Y el gusto se ejercita saboreando. Para
ello, nada mejor que evitar una introducción excesivamente larga y pasar a nuestro
primer capítulo
Capítulo 1. Filosofía ¿qué es eso?
De vez en cuando, por los pasillos o en las clases en que a los profesores nos
toca hacer “guardia” porque ha faltado otro compañero, algún alumno espontáneo me
pregunta: “¿Tú de qué das clase?” y al decirle “de filosofía”, muchas veces no tarda en
preguntar ¡Filosofía! ¿Y qué es eso? Así pues, ésta es la pregunta inicial, la pregunta
que tienen en mente la mayoría de ellos cuando han terminado la Enseñanza Secundaria
Obligatoria y comienzan el Bachillerato, en todo caso cuando se ven en la primera clase
de Filosofía.
Pues bien, lo curioso es que ésta es la pregunta que se hace no sólo todo
principiante en filosofía, sino también la pregunta que permanece constante a lo largo
del filosofar más o menos continuado, más o menos profesional. En ocasiones, la
pregunta –formulada de modo ligeramente distinto- “qué es filosofía”, va acompañada o
incluso es sustituida por otra que directamente pregunta: “¿Para qué filosofía? Esta
pregunta, en los alumnos toma la forma de ¿por qué he de estudiar filosofía? ¿para qué
sirve la filosofía? ¿qué sentido tiene? Esta insidiosa e incómoda pregunta, más frecuente
todavía entre los estudiantes de “ciencias” y sobre todo en los del bachillerato
“tecnológico”, resulta crucial, pues si no es respondida de manera mínimamente
satisfactoria, el resto no se sostiene y cae por su peso, pues una actividad a la que no se
le ve “sentido” es difícil de realizar y siempre se realizará a disgusto.
1.1. La pregunta por el sentido
Precisamente podría decirse que la pregunta por el sentido es una pregunta
típicamente filosófica. Efectivamente, veremos cómo el marco más general, el contexto
más amplio en el que se mueve la filosofía, su horizonte último, si así podemos decirlo,
sería el del “sentido de la existencia”. Esto es susceptible de una doble formulación: una
más general y abstracta, pregunta por el sentido de la existencia en general, por el
sentido de todo lo existente; la otra adquiere un tono más personal y existencial y
pregunta por “el sentido de mi vida”. La primera queda recogida en aquella expresión
que primero Leibniz , uno de los grandes racionalistas modernos, en el siglo XVIII, y
más tarde Heidegger, uno de los más importantes pensadores del siglo XX, formularon
del modo siguiente: “¿Por qué (el) ser y no más bien (la) nada?”. Pregunta que suele
desconcertar a los alumnos y que merece aquí ya algún tipo de explicación.
Desconcierto que puede aumentar con los dos artículos entre paréntesis, tal como los he
puesto aquí. Lo que pregunta tan radical pregunta (la pregunta metafísica por
excelencia) no es otra cosa que la razón de ser y el sentido de que haya algo, no sólo de
que existas tú o yo, ni siquiera de que exista este planeta o este sistema solar, sino la
razón y el sentido de que exista “algo” en absoluto, sea del tipo que sea, animado o
inanimado, con vida o inerte, material o mental, no importa. Es una pregunta que causa
extrañeza porque surge, justamente, del sentimiento de asombro, de admiración hacia el
hecho de que exista algo (y no más bien nada).
Aquellos de mentalidad más científica, más concreta, más práctica, suelen ver en
la pregunta misma un disparate, una elucubración innecesaria, una preocupación
malsana. Y en lo primero que suelen pensar es en la teoría de Big Bang como origen del
universo, aunque ellos no lo piensen como una “teoría” sino como un “hecho”. Resulta
curioso comprobar una y otra vez hasta qué punto “la teoría del Big Bang” y “la teoría
de la evolución de las especies” han llegado a ser los dos referentes más inmediatos y
menos cuestionados de la cultura popular. Por ello, siempre resulta interesante
reflexionar sobre tales “presupuestos” “dogmáticamente” aceptados, aunque sólo sea
para ver la diferencia entre el tipo de preguntas y el tipo de respuestas que suele hacer la
ciencia y el tipo de preguntas y de respuestas que suele hacer la filosofía.
Efectivamente, la pregunta por el ser (porqué el ser y no más bien la nada) lleva
en muchas ocasiones, en la mente del adolescente, a la pregunta por el origen del
universo y le parece que es respuesta suficiente la que afirma que hace x millones de
años se produjo una gran explosión y el universo se puso en marcha. ¿Hace falta saber
más? ¿Es necesario preguntar más? ¿Acaso no sabemos que no podemos saber ya nada
más que lo que dicha teoría científica nos dice? Supongamos por un momento que las
cosas sucedieran realmente así. ¿Queda satisfecha con ello la razón humana, la razón
filosófica, la inteligencia pensante? ¿O, por el contrario, le surgen dudas irrefrenables
que le impulsan a querer saber más, haciéndole comprender que no entendemos del todo
lo que queremos entender, que nuestra sed de saber y de comprender no queda saciada
de ese modo? Haya o no respuestas científicas más allá de lo dicho por el Big Bang o
por cualquier otra teoría científica que responda a dicha cuestión, no cabe duda que la
razón filosófica sigue presa del asombro metafísico y se ve impelida a seguir
preguntando. ¡Incluso si aceptásemos que no cabe ir más atrás en la respuesta científica,
tendremos que reconocer que sí cabe continuar con las preguntas filosóficas, y que son
preguntas que tienen sentido, que son inteligibles, que nos importan! Justamente la
pregunta por el sentido (de todo lo ocurrido), por el sentido del ser, por su “razón”, su
“por qué”.
Fíjate que una cosa es preguntarse por el “qué” (los hechos, lo sucedido), o por
el “cómo” (al que trata de responder la explicación científica mediante la noción de
“causa” (eficiente), y otra cosa es preguntarse el “por qué” que hay detrás de los hechos,
la “razón” de que suceda algo (preguntas que inquietan a muchos filósofos) y en última
instancia “el sentido” por el cual algo es y es así. O al menos la pregunta acerca de si
hay razón, sentido, o no lo hay.
1.2. Filosofía(s) se dice en plural: dos grandes enfoques
No quiero ocultarte, antes al contrario, es necesario que lo sepas cuanto antes,
que no existe esa elegante dama que sería “La” Filosofía, en singular y quizás con
mayúsculas, sino que existen multitud de filósofos y de teorías filosóficas, que no
siempre están de acuerdo entre sí. Esto es lo que Kant llamó “el escándalo de la
filosofía”, frente al respetable acuerdo al que parecían llegar los científicos, desde que la
ciencia (cada una de las ciencias) habría entrado en “el seguro camino de la ciencia”.
Así es, debes acostumbrarte a no esperar una sola respuesta (y mucho menos que sea
definitiva) a las cuestiones filosóficas. Has de aceptar el hecho de que cada filósofo, a
fin de cuentas, termina elaborando su propia filosofía, llevando a cabo su propia
reflexión, esgrimiendo sus propios argumentos. Ahora bien, esto no quiere decir que la
filosofía sea una actitud totalmente subjetiva (bueno, subjetiva sí lo es, pues la lleva a
cabo cada sujeto, cada individuo, cada persona, pero no necesariamente subjetivista, en
el sentido de defender que no hay manera de pretender mayor validez para una
argumentación que para otra). No quiere decir que todas las opiniones valgan lo mismo,
que no haya criterio alguno para demostrar la incoherencia de algunas argumentaciones
o la mayor capacidad explicativa de otras. Quiere decir que, poco a poco, a lo largo de
la historia, aquellos temas que eran susceptibles de investigación objetiva, a través del
método científico, y en los que se llegaba a acuerdos entre los investigadores
especialistas, han ido pasando al campo de la ciencia, con lo cual a la filosofía le han
ido quedando aquellas cuestiones que no reciben en una época determinada, respuesta
científica satisfactoria, porque escapan del método científico.
No obstante, si bien es cierto que no hay una única filosofía ni una única
respuesta filosófica a los problemas tratados, sí que puede hablarse de modos o tipos
principales, de maneras o estilos de filosofar, de marcos teóricos fundamentales, dentro
de los cuales se suelen mover el resto de explicaciones particulares. Veámoslo, por
ejemplo, respecto a la cuestión del origen del universo y más en general respecto a la
pregunta que está guiando ésta nuestra primera incursión en el campo de la filosofía.
Para ello voy a hablar de dos modos de pensamiento, o si se quiere de dos enfoques
filosóficos que veremos aparecer una y otra vez, aunque ahora nos centremos en la
cuestión del origen primigenio y de la razón/sentido de lo existente. Al primer enfoque
podemos llamarle materialista y al segundo espiritualista, aunque son dos términos
muy cargados de connotaciones valorativas y que corren el riesgo de nublar nuestra
comprensión al activar los prejuicios que yacen en nosotros, lo sepamos o no, lo
queramos o no, seamos más o menos conscientes de ello. Podría evitarlos y proponer
otros, como cientifista e idealista, respectivamente, que parecen algo más neutros, pero
también es tarea de la filosofía, justamente, y no de las pequeñas, el enfrentarnos a
nuestros “prejuicios” (en sentido hermenéutico y en el popular), a nuestros
“presupuestos” incuestionados, a nuestras “creencias” no suficientemente pensadas
(creencias en el sentido de la distinción de Ortega entre “ideas” y “creencias”: las
primeras las tenemos y son más superficiales; las segundas nos tienen, nos movemos en
ellas, sin poder desprendernos o prescindir fácilmente de las mismas, pues yacen en
estratos más hondos de nuestra psique).
Así pues, la respuesta del modo de pensar materialista/cientifista a la pregunta
por el origen del universo y por el sentido del ser, consiste en afirmar que en el origen
de todo lo que existe se encuentra una realidad material, si se quiere, en términos
modernos, desde que sabemos que la materia se puede convertir en energía y
concebimos la Gran Explosión como una explosión de Energía, que en el origen de todo
se halla una Energía primordial de la cual surgirá “con el tiempo y la evolución” todo
cuanto existe. Por el contrario, la respuesta del modo de pensar espiritualista/idealista
consiste en argumentar que la idea de que todo cuanto existe, incluyendo las realidades
vivientes (los vegetales y animales) y las realidades pensantes (al menos el ser humano),
con cualidades tan extrañas como la conciencia, la inteligencia, el amor, la compasión,
la voluntad, la ternura, el goce estético, etc., todo ello procede de algo tan “amorfo”, tan
“inerte”, tan “no-consciente”, tan “no-sintiente” como es aquello que pensamos cuando
hablamos de Energía/Materia, resulta incomprensible, inaceptable y hasta absurdo
cuando lo pensamos a fondo. ¿No será más razonable pensar –arguye el enfoque
idealista/espiritualista- que en el Origen lo que hay es Algo, más bien, del orden de la
Inteligencia, de la Conciencia, de la Sabiduría, del Amor, en definitiva, de aquello que
históricamente se ha denominado Espíritu? Efectivamente, el idealismo piensa que el
mundo de las Ideas (lo veremos en Platón), de la Inteligencia, de la Razón (Hegel) ha de
ser anterior al mundo de las cosas materiales. Que resulta menos absurdo pensar que
una
Inteligencia
suprahumana,
incomprensible
para
nosotros
hoy,
un
Ser
Supraconsciente haya creado los mundos generando Energía como una exteriorización
de su propia naturaleza, que el pensar, al estilo materialista, que la inteligencia, la
conciencia, el sentimiento, brote, por muchos años que le concedamos al azar y a la
adaptación, de una Energía material sin conciencia y sin inteligencia, sin razón y sin
propósito, por tanto que todo acaezca “sin sentido”.
En este momento de la reflexión hay que recordar que estamos intentando pensar
filosóficamente, pero para ello surge un problema, sobre todo al emplear términos como
el de Espíritu y espiritualidad. El problema es que tales términos, como otros muchos
(alma, inmortalidad, moral, culpa) han sido tan acaparados históricamente por las
religiones que resulta difícil pensarlos libres de prejuicios y de adhesiones irracionales,
irreflexivas, a una fe (cristiana, por ejemplo, tal como ha sido dominante en Occidente
hasta la Modernidad) o a otra (atea-anticristiana-anti-religiosa, tal como sucede
actualmente en muchos casos). Es preciso, pues, tener esto en cuenta e intentar
comenzar de nuevo, clarificando el significado de los términos que empleamos,
observando las reacciones emocionales que producen en nosotros y no identificándonos
a priori (antes de la experiencia del pensamiento reflexivo) con tales reacciones,
probablemente producidas en nosotros como un condicionamiento más, sin que haya
mediado reflexión por nuestra parte.
Puedes suponer ya que la respuesta al por qué hay algo, en lugar de que nunca
haya existido nada, será lógicamente distinta según se parta de presupuestos
materialistas/cientificistas o de presupuestos idealistas/espiritualistas. En mi opinión es
urgente, desde un punto de vista filosófico, romper la asociación histórica entre una
concepción del mundo espiritual y una concepción religiosa determinada (generalmente
entre nosotros el cristianismo), igual que es necesario y uno de los signos de los tiempos
no identificar religión con cristianismo (mucho menos con catolicismo, como es todavía
demasiado frecuente realizar por estas latitudes).
El universo del discurso de la concepción espiritualista es mucho más amplio
que el campo de los religiones en su conjunto, de las cuales, el cristianismo es sólo una,
y el catolicismo una de sus corrientes entre otras muchas (protestantismo, cristianismo
ortodoxo, cada uno con sus múltiples Iglesias, denominaciones, etc.). Del mismo modo,
la concepción materialista (la ontología materialista, por insinuar ya un concepto
filosófico al que tendremos que acostumbrarnos) es un campo más amplio que el
cientificismo, con el que la hemos asociado provisionalmente.
El cientificismo (se puede emplear este término o también cientifismo o
ciencismo) es la actitud (filosófica, ya no científica, pues hace afirmaciones que
pertenecen no a la ciencia sino a la metafísica) que consiste en defender que el único
método legítimo para tener un conocimiento de la realidad es el método científico; no
hay más verdades que las verdades científicamente demostradas, lo demás no es sino
superstición o mera “especulación metafísica” (dicho esto en un sentido peyorativo que
no tenía en sus orígenes, cuando significaba la elevada capacidad de la inteligencia para
reflejar -como un espejo, speculum, de ahí “especular”- la realidad tal como es). Para el
cientismo, ni la religión, ni la metafísica, ni ningún otro tipo de conocimiento merece tal
nombre ni debe concedérsele validez objetiva. Es una actitud muy frecuente hoy, pues
es la propiciada en buena parte de la educación, en sus más distintos niveles, desde la
secundaria hasta la universitaria. Probablemente, como puedo comprobar cada año,
muchos
de
vosotros,
vivís
el
problema
del
conocimiento
–consciente
o
inconscientemente- desde una actitud cientificista.
Estas dos ontologías, la materialista y la idealista, que hasta ahora hemos
aplicado a la cuestión del origen del universo, ofrecen respuestas generales también en
el campo de lo que llamaremos antropología filosófica (el estudio acerca del ser
humano, en griego anthropos), así como en lo que podemos llamar escatología,
interpretada como aquello que sucede al ser humano al final de su existencia y que
podría considerarse una parte de aquella. Del término griego eschaton, término una vez
más asociado con la religión, cuando ofrecía sus doctrinas acerca de lo que ocurre
después de la muerte, pero que queremos también recuperar para la reflexión filosófica,
cuando nos enfrentamos a esa otra pregunta crucial, grave, gravísima, que se plantea
qué sucede al final de la vida humana; si se quiere, de manera más clara y directa, que
responde a la pregunta acerca de si hay vida después de la muerte.
Pues bien, para las antropologías materialistas, aunque difieran en otras
cuestiones, el ser humano es ante todo un ser biológico, producto de la evolución de las
especies, su naturaleza es material y su destino final no puede ser otro que la
descomposición de los elementos materiales que lo conforman. Con la muerte termina
todo, el cuerpo se descompone, y como nada hay que no sea cuerpo material o
fenómenos mentales dependientes del cuerpo, nada queda de la personalidad humana,
del yo humano, del ser humano. El sentido de su vida no es sino el sentido que él pueda
dar a ese período de sesenta, setenta años, en el mejor de los casos noventa, en el peor
siete, tres años, en ocasiones unos meses o unos días.
Por el contrario, las antropologías espiritualistas parten de una ontología
idealista, en el sentido antes insinuado, a saber, que la naturaleza última de la realidad es
mejor entendida en términos de conciencia, inteligencia o espíritu y suelen compartir
que la naturaleza más profunda, más íntima (la esencia en terminología clásica) del ser
humano no es de orden material, sino de otro orden que escapa a la captación sensorial
y al dominio de lo material. Es lo que tradicionalmente, en términos más tarde
apropiados por la religión, se ha denominado alma o espíritu, es decir, un ser autoconsciente que posee inteligencia, amor y voluntad y que no depende para su existencia
del cuerpo físico. Para aquellos que tienen especial dificultad en disociar tales términos
(alma, espíritu) de la religión cristiana, conviene recordar que ya unos cuatrocientos o
quinientos años antes de la aparición de la figura de Jesús de Nazareth, filósofos como
Pitágoras y Platón defendieron una concepción espiritualista, en la que la esencia del ser
humano es de orden inmaterial, tiene su sede y su hogar natural en un plano o
dimensión suprafísica (el mundo de las Ideas o mundo suprasensible en Platón), no ha
nacido con el nacimiento de su cuerpo, sino que se ha unido o integrado a él en un
momento determinado, no muere con la muerte del cuerpo físico, sino que vuelve a su
patria (o “matria”) original, y quizás incluso vive varias vidas sucesivas, incorporándose
a distintos cuerpos físicos, tal como Pitágoras y Platón defendieron al hablar de la
transmigración de las almas o de la metempsicosis, algo que hoy se ha divulgado
abundantemente bajo el término reencarnación a través de la difusión de las tradiciones
orientales (especialmente hinduismo y buddhismo), habiéndose llegado a creer que sólo
en la exótica India se habían defendido tales ideas reencarnacionistas. Son temas que
habrá que ir viendo más despacio, ya que en este momento, no aparecen más que como
ilustraciones de las dos grandes concepciones del mundo, filosofías u ontologías que
hemos insinuado.
Hay una cuestión que quisiera abordar ya desde el principio y que resulta
especialmente delicada. Se trata de la subjetividad de quien filosofa. No puede ignorarse
que por la naturaleza misma de la filosofía, el enfoque adoptado depende en gran
medida de aquél que intenta filosofar. Es lo que decía Fichte, un gran idealista alemán
de comienzos del siglo XIX, al afirmar que el tipo de filosofía que se hace depende del
tipo de persona que se es. Pero no me refería sólo a eso, sino también al hecho
inevitable de que cada filósofo, cada pensador, cada profesor de filosofía, tiene su
propia filosofía, sus propias preferencias, sus propios “prejuicios”, sus propios
“intereses”, sus propias predilecciones, sus filias (aquello que le gusta) y sus fobias
(aquello que le disgusta), en definitiva, su propia concepción del mundo. Pues bien,
teniendo eso en cuenta, ¿qué actitud debe adoptar el profesor de filosofía ante la clase?
¿Debe poner de manifiesto sus “creencias” y anteponerlas a las restantes? ¿Debe
intentar ser lo más imparcial e impersonal posible, limitándose a exponer los
pensamientos de los grandes filósofos y que al acabar el curso los alumnos ignoren qué
piensa su profesor? Debo confesar que esto me ha producido algunos quebraderos de
cabeza, sobre todo intentando evitar el adoctrinamiento y el sermón, pues es fácil caer
en ello en una asignatura así, pero también, en el esfuerzo por conseguirlo, por el temor
a desembocar en el extremo opuesto, esto es, en una transmisión impersonal, más fría,
más neutra, más objetiva.
Hoy creo que entre esos dos extremos, el profesor de filosofía debe intentar
guardar un equilibrio y no caer ni en el adoctrinamiento fácil de los propios
presupuestos ni en el pensar distante e impersonal, por temor a influir en los alumnos.
Me parece que hay que asumir lo que de subjetivo hay en la filosofía y el filosofar y
revelar la propia postura, cuando esto sea oportuno, tratando siempre de hacerlo de
manera filosófica, esto es argumentando e intentado fundamentar lo defendido, al
mismo tiempo que se hace el esfuerzo de transmitir lo más fielmente posible las
distintas posturas filosóficas respecto a cada tema que se trate, abordándolas siempre
con la mayor precisión, el mayor rigor y el mayor respeto, aun cuando se pueda ser
crítico respecto a ciertas ideas.
De este modo, la filosofía puede despertar el interés del alumno, uniendo rigor
filosófico con compromiso existencial, mostrando que la filosofía es algo serio, pero
también algo vivo; algo racional, pero también algo afectivo, que trata de hechos, pero
también de valores, que es respetuosa, pero también comprometida. Quizás hacerlo
compatible en uno y manifestarlo sea el mejor modo de que los alumnos vean que es
posible y que merece la pena. Que la filosofía tiene mucho de razón, pero no menos de
pasión. La pasión filosófica que es parte de la pasión de vivir, de vivir comprendiendo,
de vivir reflexivamente, de vivir filosóficamente, de vivir con sentido o al menos en
busca del sentido.
1.3. De la etimología al ideal de una sophia perennis
Probablemente me dirás que sigues sin saber qué es eso de la filosofía, de qué va
la filosofía, en qué consiste, qué temas trata y cómo lo hace. Tienes razón. No te lo he
explicado suficientemente todavía. Así que intentaré hacerlo de modo un poco más
académico y metódico, recogiendo algunas de las cuestiones que quizás hayas visto ya
en el libro de texto, pues son aquellas con las que suele comenzar todo libro de
introducción a la filosofía. En primer lugar está el significado etimológico del término
filosofía. Apuesto a que ya sabes que procede del griego, de dos palabras: del verbo
philein, que significa “amar” y del sustantivo sophía que significa “sabiduría”. Por
tanto, la filosofía es “amor a la sabiduría” (quizás también, esperemos que así sea,
“sabiduría del amor”). De este modo nos hallamos ante dos grandes palabras: amor y
sabiduría, que ocuparán buena parte de nuestra atención en las páginas que siguen.
Cuando antes hablaba de la pasión filosófica pensaba ya en este significado del término.
Como vas viendo y sin duda ya sabías, algunas palabras son plurívocas o multívocas, es
decir, tienen una pluralidad de significados, se pueden emplear en muchos sentidos
distintos, de así su equivocidad (pueden causar equívocos, pueden hacer que te
equívoques al tratar de entender lo que significan) y su ambigüedad (no sabes si debes
interpretarla en uno u otro de sus sentidos). Esto sucede con el término amor y con el
término pasión. Si por un momento ha parecido que los identificaba es para llamar la
atención y hacer de la filosofía algo vivo para ti, pues en la adolescencia la pasión es un
término importante (bueno, lo es siempre) y valorado positivamente, así que he pensado
que si empezaba presentándote la filosofía de ese modo, te caería mejor –como cuando
te presentan a una chica y te dicen que es muy apasionada; quizás te entren ganas de
conocerla mejor y algún día llegues a amarla-. Ya no dudarás que el término “amar” es
muy ambiguo, pues ¿qué estás pensando cuando digo que quizás algún día llegues a
amarla”? (a la chica y a la filosofía o al chico apasionado y al saber filosófico, para
empezar intentando no ser sexista-machista-androcéntrico). A tu edad (como a casi
todas, no nos engañemos), pensar en amar es fácil que nos lleve a pensar en “hacer el
amor”, en el sentido de “tener relaciones sexuales”. Pero, sabes bien o intuyes, que amar
tiene un sentido más amplio, sentidos distintos; que el amor romántico, el amor
idealista, el amor platónico, el amor fraterno, el amor entre padres e hijos (a pesar de los
conflictos generacionales que inevitablemente surgen) y otros tipos de amor que seguro
podrías añadir, no consisten en, o al menos no se limitan a, el amor erótico ni al amor
sexual.
Claro está, pues, que el amor a la sabiduría es una pasión peculiar. Podríamos
decir que es una pasión intelectual, una pasión cognitiva (Spinoza hablaba de “amor
intelectual a Dios”), pero sería una lectura demasiado intelectualista, racionalista, del
amor. Yo creo que en el amor (a la sabiduría) está en juego todo nuestro ser, nuestra
inteligencia, pero también nuestra voluntad y nuestra afectividad, hasta nuestro cuerpo.
Está en juego nuestra vida entera. El filósofo –que de algún modo tú comienzas a ser
ahora- se ha dado cuenta de que “la vida va en serio” y que hay que vivirla con
intensidad. Una vez más, esto puede significar cosas muy distintas. Y lo primero que
suele pensarse es que vivir intensamente es, justamente, vivir apasionadamente. Y de
ahí a la fórmula mágica del “sex, drugs and rock’n roll” hay un paso (no tengo nada
contra el sexo oportuno, poco contra el rock, bastante contra las drogas, pero no nos
detendremos ahora en eso). Vivir intensamente sería vivir apasionadamente. Por tanto,
vivir amando. Pero igual que hay una intensidad emocional, que es en la que suele
pensarse cuando se habla de vivir intensamente, hay una intensidad de la conciencia.
Fíjate que no digo sólo del conocimiento, del saber, sino de la conciencia, término que
tendrá que ocuparnos más adelante.
Total, que seguimos sin saber lo que es el amor, ni lo que es la sabiduría, ni lo
que es la pasión, ni lo que es la intensidad. No te extrañes si empiezas a pensar que la
filosofía –al menos al principio- en lugar de aclararte las dudas, siembra otras muchas
dudas en tu mente. Efectivamente, el filósofo es, en primer lugar, un sembrador de
dudas, para romper los hábitos mentales, para cuestionar los saberes adquiridos y
aceptados sin reflexión, para criticar lo que considera que puede y debe mejorarse, para
combatir todo dogmatismo, todo fanatismo, toda superstición. El filósofo es un
despertador de conciencias, y cuando se está profundamente dormido o soñando, el
despertador suele resultar incómodo y uno puede incluso sentir ganas de darle un
manotazo y apartarlo de su lado –sobre todo si te despierta para ir al instituto. Por eso
de Sócrates decían que era como un tábano, que pica y produce una “inquietud”
filosófica, que le obliga a uno a rascarse y a preguntarse qué está pasando… con su vida
y con la de los demás.
De ahí que, en filosofía, el tomar conciencia de los problemas, darse cuenta de
que están sin resolver, formular las preguntas adecuadas, constituya la primera parte del
camino. Aprender a hacerse las preguntas correctas, esto tiene una gran importancia,
pues significa que uno ha despertado, ha tomado conciencia de los problemas y además
ha sabido ya hallar una forma de indicar la dirección que tendría que tomar el pensar
para poder encontrar una respuesta significativa. Tienes un ejemplo en la pregunta por
el origen de todo lo que existe, Quizás has tomado conciencia de lo insuficiente que
resulta saber que una vez, hace mucho tiempo, sucedió un gran Puumm. ¿Por qué? y no
sólo ¿cómo? Filosofía como meta-ciencia, reflexión más allá de la ciencia.
Claro que esto encierra un riesgo. El quedarse en las preguntas y que la
inquietud creativa se torne insatisfacción corrosiva, destructiva, negativa. Por eso un
filósofo dijo: “Todo buen principiante (en filosofía) es un escéptico (no sólo el que
duda, sino el que afirma que no podemos llegar a conocimientos ciertos), pero todo
escéptico no es más que un principiante” –pues no ha pasado de la pregunta a la
respuesta, de la duda al saber, ¡de la filosofía a la sabiduría! Ahora bien, no hay que
tener prisa En todo caso hay que “apresurarse despacio”, por decirlo de manera
paradójica. Y sobre todo, en tu caso, asumir que eres un principiante y que lo propio de
los principiantes es hacer preguntas y no querer ir de sabihondo, como si poseyeras ya
una profunda sabiduría.
De este modo nos aparece ahora la idea de “sabiduría”, aunque como ves es
“consustancial” a la idea de filosofía, ya que ésta es el amor a la sabiduría y no se
entiende sin una idea previa de aquélla. Sabemos más o menos qué es la ciencia,
sabemos más o menos qué es la religión, sabemos más o menos qué es la filosofía, pero
¿la sabiduría? ¿Hay un saber especial, una gnosis, un conocimiento superior a la ciencia
y a la filosofía, una especie de comprensión global, de omnisciencia u omnisapiencia –
términos que la teología medieval utilizaba aplicándolos a Dios- que podríamos
alcanzar de algún modo? ¿Habría que entender la filosofía como una preparación para la
sabiduría, una especie de entrenamiento, de ejercitamiento, para aspirar al estado de
verdadero sabio? Esta sería, ciertamente, una de las concepciones posibles, de Platón a
Hegel, por citar a dos grandes idealistas, en dos extremos de la historia de la filosofía
occidental, separados por unos veintitrés siglos en los que ha corrido mucha tinta (y
mucha sangre). Ahora bien, otro modo de entender la filosofía, más modesta, si se
quiere, menos pretenciosa, aunque generalmente muy crítica con las pretensiones de los
anteriores (idealistas, defensores de una sabiduría metafílosófica), se niega a creer que
exista algo así e insiste en entender la filosofía como una actividad más concreta, menos
“idealista”, más “realista” y más cercana a la comprensión científica del saber (sin por
ello tener que asumir necesariamente la fe cientifista).
En mi opinión, exista o no una sabiduría (total) alcanzable por el ser humano, la
idea de que existe, aunque sea como un horizonte que retrocede cuando nos vamos
acercando a él, la idea de la sabiduría como “idea regulativa” que nos lleva siempre a
buscar saber más y mejor, es estimulante y fecunda. Como lo es la idea acariciada por
algunos y que podemos traer a colación ahora, de una philosophia perennis (empezaréis
a comprender ya que la filosofía ha hablado griego, primero, y latín, después, durante
muchos siglos, y que por eso el lenguaje filosófico está plagado de expresiones en
griego y en latín), una filosofía perenne o incluso una sophia perennis, una sabiduría
perenne, que habría existido siempre (como los árboles que se dicen “de hojas
perennes”) y que algunos, sólo algunos, unos pocos, “sabios” habrían alcanzado,
habrían compartido y habrían formulado de distintas maneras. Una vez más, los
defensores de esta idea generalmente han estado cerca del saber religioso, y por ello no
ha faltado la expresión religio perennis, religión perenne, que constituiría la raíz suprareligiosa de la que han surgido las distintas religiones, que serían así modos diferentes
de expresar una misma Verdad transcultural y meta-religiosa. De este modo, filosofía y
religión no tendrían por qué estar enfrentadas, sino que podrían aliarse en la búsqueda
de esa Sabiduría atemporal. Pero todo esto habrá que ir desgranándolo más lentamente,
sin aceptar de entrada ni una opinión ni su opuesta. ¡Hay que ser sanamente crítico!
1.4. Breve paseo por la historia de la filosofía
Amor a la sabiduría, pasión por conocer, “voluntad de verdad”, son expresiones
que nos sitúan ante el horizonte filosófico, ante el quehacer filosófico. Un quehacer que
la propia tradición filosófica occidental sitúa en Grecia, hace unos veinticinco o
veintiséis siglos. Se ha pretendido que la filosofía es una creación típicamente
occidental, que surge en Grecia, en el siglo VI o V antes de Cristo y no antes ni en otro
lugar. Y que va creciendo como un cuerpo, orgánicamente, con constantes referencias a
los pensadores anteriores, creando una historia propia, una historia de la filosofía que
resulta tan esencial para el quehacer filosófico como la propia biografía resulta
necesaria para el quehacer vital, para ir elaborando nuestra historia personal y para
comprendernos a nosotros mismos. Por eso, ya en Aristóteles tiene lugar una primera e
incipiente historia de los orígenes de la filosofía y vemos cómo este gran pensador,
entra en diálogo con los anteriores pensadores. Justamente a través de él, sabemos
algunas cosas, no muchas, siempre fragmentarias, de ese primer grupo de pensadores
pioneros, que habrían gestado la filosofía y que la tradición posterior terminaría
denominando pre-socráticos, por haber vivido antes de Sócrates, el padre y patrón de la
filosofía. Presocráticos que incluyen nombres como Pitágoras, Tales de Mileto,
Anaximandro, Anaxímenes, Leucipo, Demócrito, Parménides, Heráclito, y otros menos
célebres. Estamos, a grandes rasgos, en el siglo VI a.C. Tras ellos Sócrates (470-399 aC.), en constante polémica con los sofistas, se erigiría en maestro del gran Platón (427347 a.C.), el primero de los grandes, uno de los pilares fundamentales del edificio
filosófico, del idealismo espiritualista, siguiendo los pasos de Pitágoras, de Parménides
y de los órficos, seguidores del legendario Orfeo.
El segundo gran pilar que sostiene el templo (o palacio, si te gusta más esta
metáfora, pues eso son) de la filosofía occidental es precisamente Aristóteles (384-324
a.C.), más “realista” que Platón, más próximo a la investigación científica, mientras que
Platón constituiría el paradigma de la actitud metafísica. Platón eleva su mirada hacia
los cielos (hacia el mundo suprasensible, espiritual, el mundo de los Arquetipos, de las
Realidades eternas, inmutables, incambiantes, hacia el mundo de las Verdades),
Aristóteles mira hacia la tierra que pisa y que habita, mostrando la necesidad de
investigaciones concretas, minuciosas, empíricas. Por eso, mientras que Platón propone
como modelo del saber las matemáticas (ciencia de los números y las formas
geométricas, entes ideales), Aristóteles preferiría la física o la biología (de hecho tiene
una obra sobre Física y otra sobre “las partes de los animales”), aunque él será también
el sistematizador de la filosofía primera, eso que más tarde se llamaría metafísica.
Después de estos dos genios de la filosofía, vendrían varias escuelas relevantes,
en el período helenístico, como los estoicos, los epicúreos, los cínicos, los escépticos,
etc., al mismo tiempo que seguía la escuela platónica y los pitagóricos.
Estas breves indicaciones esquemáticas de la historia de la filosofía, algo que
estudiarás con más detalle el curso próximo, pero ya a lo largo de este curso tendremos
que dar algunas pinceladas, nos llevan al surgimiento del cristianismo, desde el seno del
judaísmo y al entrelazamiento, no sin duras polémicas y luchas dialécticas, entre
filosofía griega (y romana) y religión cristiana. El cristianismo, obviamente, no
comienza como una filosofía, sino como una religión, pero con el paso del tiempo, al
tener que defenderse ante otras corrientes culturales, se verá obligada a ofrecer
formulaciones filosóficas de sus creencias religiosas y para ello nada mejor que recurrir
a las categorías (los conceptos filosóficos) de Platón, de Aristóteles, de los estoicos, etc.
Como sabrás, desde el siglo IV, momento en que el cristianismo comienza a
dominar la escena cultural de buena parte de Occidente, hasta al menos el
Renacimiento, unos diez siglos después, la filosofía está impregnada de cristianismo,
como toda manifestación cultural, y se considera sierva de la teología (ancilla
theologiae). Ahora, lo fundamental de la verdad ya lo sabemos –piensan los cristianos-,
pues ha sido revelada (incluso “Encarnada” en Jesús de Nazareth, que sería el Cristo
encarnado, la “Encarnación” del Logos, “el Verbo hecho carne”). Los detalles, para
mejor explicarlos a los no creyentes, o en el mejor de los casos para mejor
comprenderlo intelectualmente, pueden ser elaborados por la filosofía. Si el primer gran
pensador cristiano, enormemente influyente, podemos decir que fue Agustín de Hipona
(354-430 d.C.), justamente en los siglos IV-V, el segundo de influencia no menor, a
partir del siglo XIII en el que su obra ve la luz, será Tomás de Aquino (1225-1274 d.C.).
Entre ellos hay unos siete siglos de agustinismo, tan grande fue su influencia, y lo sigue
siendo todavía en ámbitos cristianos.
Después de esa Edad Media con hegemonía total del cristianismo, como religión
y como filosofía, identificada con la teología, pues todo lo que interesa es el alma y
Dios, para decirlo con Agustín, se producirá un Renacimiento de lo clásico, muy
especialmente de Platón y Aristóteles. La cultura parecía ahogarse excesivamente en el
puritano ambiente de una religión que se ha ido convirtiendo en dogmática y
exclusivista, claramente teocéntrica, y surge con fuerza un renovado interés por el ser
humano y por la Naturaleza, con una cierta independencia respecto de lo religioso. Los
siglos XV y XVI asisten al surgimiento de la ciencia moderna, al humanismo que
rescata a los clásicos pre-cristianos, y en el seno del cristianismo se produce un cisma a
través de la Reforma protestante, con Lutero, Calvino, Zwinglio y otros muchos que no
soportan ya el dominio y la corrupción de la Iglesia católica.
El siglo XVII es el siglo de la Modernidad y Descartes (1596-1650) el gran
fundador de la filosofía moderna y del racionalismo moderno. Tendremos que analizar
su famosa frase “pienso, luego existo”, pues fuera de su contexto se suele interpretar
mal. Le dedicaremos algún apartado. Le siguen otros dos grandes racionalistas, Spinoza
(1632-1677) y Leibniz (1646-1716). Basta con que retengas de momento que el
racionalismo moderno manifiesta una gran confianza en el poder de la razón y se
muestra convencido de que por sí sola (sin necesidad de recurrir a la revelación o a la fe
religiosa, sin depender de tradiciones anteriores llenas de prejuicios y de supersticiones)
puede descubrir las verdades fundamentales, reflejar en teorías racionales la estructura
del mundo. Por ello, estos tres grandes pensadores nos ofrecerán obras de gran altura, en
las que el método y el sistema ocupan un importante lugar. Método (teniendo el
matemático como modelo) para evitar el error y alcanzar certezas; sistema (como el
axiomático-deductivo) que nos permite relacionar todas las ideas entre sí y no queden
sueltas y asiladas, como si se tratase de ocurrencias ocasionales).
Pero, al mismo tiempo que el racionalismo elabora sus majestuosos sistemas,
asistimos al surgimiento, con no menos fuerza, del empirismo, la segunda de las
grandes corrientes de la Modernidad. El empirismo es más analítico (frente al carácter
sintético del racionalismo) y más crítico (en este caso critica las pretensiones
racionalistas que considera inaceptables) que el racionalismo, el cual se halla más
ocupado en construir sus propios sistemas de verdades que en destruir mediante la
crítica los pensamientos de otros, aunque también entre en diálogo con ellos.
Fijaros que estas dos tendencias, estos dos conjuntos de rasgos, nos muestran
dos estilos filosóficos, dos maneras de hacer filosofía: la una más constructiva, un
pensamiento en el que prima la síntesis, más sistemático, que suele ir asociado a las
corrientes racionalistas, que a su vez suelen ser idealistas; la otra, más críticadestructiva, más analítica, asociada con el empirismo. La primera es la continuación de
la columna platónica, parmenídea si se quiere; la segunda es el desarrollo de la columna
aristotélica, heraclítea, quizás. De tal modo que racionalismo y empirismo pueden
estudiarse como las dos principales corrientes de la filosofía moderna, pero también
como dos actitudes filosóficas paradigmáticas, dos modelos y maneras de hacer
filosofía.
Ambas corrientes continúan en el siglo XVIII, que es también el siglo de la
Ilustración. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, el espíritu de la modernidad se
acentúa y la razón es cada vez más crítica con el pasado, con las tradiciones, con los
prejuicios, con los abusos de poder. Una ola de libertad recorre Europa y reclama mayor
control del poder político, mayor tolerancia en las ideas. Recordemos que no hacía tanto
que Giordano Bruno había sido quemado en la hoguera por la Santa Inquisición, junto a
otros muchos pensadores y otras muchas “brujas” que no compartían las costumbres y
las creencias cristianas y convenía que sus almas se salvasen. Y todavía más
recientemente, Galileo Galilei, uno de los grandes artífices de la ciencia moderna y
quien terminó estableciendo los verdaderos fundamentos de la hipótesis heliocéntrica
que Copérnico había defendido anteriormente, había tenido que retractarse de sus ideas
científicas, pues se pensaba que iban en contra de lo que la Biblia y “el filósofo” –como
algunos llamaban, por entonces a Aristóteles- afirmaban.
Entre los empiristas del siglo XVII hay que tener presentes a dos de los grandes:
John Locke (1632-1704), pieza crucial en la defensa del liberalismo político, frente al
absolutismo vigente, y David Hume (1711-1776), la madurez del empirismo y su
máximo pensador. En cuanto a las Ilustración francesa, hay que recordar la elaboración
de la Enciclopedia, en la que participaron pensadores como Voltaire, Rousseau, Diderot,
D’Alembert, etc.
Mención aparte merece Immanuel Kant (1724-1804), consumación de la
Ilustración alemana, en su intento de sintetizar empirismo y racionalismo. Con su
Crítica de la razón pura pone a raya las pretensiones del racionalismo dogmático y
niega que la metafísica sea ciencia o pueda llegar a serlo. Hay que reconocer los límites
del saber teórico (científico y filosófico) y dejar el puesto necesario a la fe (una fe
filosófica que se nutre de creencias filosóficas, arduamente elaboradas por la razón
kantiana). En la Crítica de la razón práctica dará un vuelco al enfoque de la ética y
propondrá una nueva manera de entender ésta, criticando las éticas materiales,
eudemonistas y teleológicas (no te asustes por estas palabrejas, las explicaremos en su
momento) y proponiendo una ética formal y deontológica (¡y dale con los conceptos
ininteligibles).
Para que no te quedes tan en blanco, resumiré lo anterior lo más brevemente
posible. Kant cree que es un error pensar que el fin último de la ética sea la felicidad
(eudaimonismo, como también puede decirse) y que tengamos que actuar para lograr
este fin (ética teleológica) y además la ética pueda ofrecer normas concretas, con un
contenido, una materia determinada, diciendo lo que se ha de hacer y lo que no, lo que
está bien y lo que está mal (ética material). Por el contrario, intenta mostrar que lo
fundamental en la ética no es la felicidad, sino la justicia, es decir el deber moralracional. Ante un conflicto entre ser feliz (serlo uno o hacerlo a los demás) y ser justo,
Kant argumenta que tiene prioridad moral la justicia, el deber (no el deber impuesto
desde fuera, sino aquél que la propia razón, de manera autónoma, comprende como
obligación moral auto-impuesta). En eso consiste la kantiana ética deontológica (del
deber), la cual, por otra parte, no puede dar normas concretas de acción, sino un
imperativo categórico, expresión de la ley moral que la razón descubre en el fondo de la
conciencia humana, y que sólo puede decir cómo se debe actuar (la forma, de ahí ética
formal). Ya lo veremos más despacio en su momento, pues Kant, como Aristóteles, es
imprescindible al hablar de ética, que como sabes es una de las partes importantes de la
filosofía, como luego veremos.
No hace falta decir que no se trata ahora más que de un breve esquema para que
los principales períodos de la historia de la filosofía y algunos de los principales autores
te vayan sonando. Ya habrá tiempo para analizarlos con más calma.
Ahora nos toca pasar de la Ilustración del siglo XVIII a las corrientes que van
surgiendo en el siglo XIX y XX, siglos que forman lo que suele entenderse por filosofía
contemporánea. En primer lugar hay que mencionar a comienzos del XIX y sobre todo
en Alemania y en Inglaterra el Romanticismo, como movimiento cultural en sentido
amplio que nace, en parte, como oposición al imperio de la razón ilustrada que parece
estar privilegiando la razón, el progreso técnico, la ciencia, pero descuida el sentimiento
y el amor a la naturaleza. Puede que conozcas más el romanticismo a través de la poesía
(Keats, Shelley, Wordsworth, Hölderlin, Novalis, Bécquer en España, etc.), de la novela
(el Werther del joven Goethe) o de la música (Schubert, Schumann, Chopin), pero
también filosóficamente hay una relación importante entre el romanticismo y los
orígenes del idealismo alemán, potente escuela filosófica durante la primera mitad del
siglo XX, con cabezas pensantes como Fichte, Schelling y Hegel, tres estrellas que
brillan en el firmamento filosófico con luz propia. Hegel (1770-1831) lleva a su máxima
expresión el racionalismo y el idealismo (Zubiri, gran pensador español del siglo XX
dirá que “Hegel es la madurez de Europa”) y después de su asombrosa y enciclopédica
obra se habrá de pensar con Hegel o contra Hegel, pero ya no se podrá hacer sin él.
Hegel confía, como todos los racionalistas, en que la razón, bien conducida,
puede explicar satisfactoriamente la realidad. Lo habría hecho él, en obras como
Ciencia de la lógica, La Fenomenología del Espíritu, La Enciclopedia de las ciencias
filosóficas, La historia de la filosofia o las Lecciones de Filosofía de la Historia
Universal. Hegel creía haber explicado todo. No dejó fuera temas como –por decirlo
con títulos de otras tantas voluminosas obras suyas- Estética¸ Filosofía del Derecho, o
Filosofía de la Religión. ¿Cómo puede explicar todo la razón? Pues porque toda la
realidad no es más que la exteriorización, la manifestación, la materialización de la
Razón –que es lo que hay al principio- o de la Idea (de ahí la noción de idealismo), o del
Espíritu absoluto (de ahí la posibilidad de entenderlo como una forma de
espiritualismo). Efectivamente, la Naturaleza sería el propio Espíritu absoluto
congelado y vuelto inconsciente, enajenado (ajeno a sí mismo en tanto que Espíritu,
pues ha perdido la conciencia de serlo), y la Historia universal no es más que el
despliegue del Espíritu absoluto, el peregrinaje que lleva a cabo para terminar
explicitando todo lo que se hallaba implícito al comienzo (y que la razón puede
desplegar como sistema de categorías), para terminar re-conociéndose como Espíritu
absoluto. Esto es lo que tiene lugar al final del recorrido, después de pasar por el arte,
por la religión, por el Estado, y por otros modos de manifestación del Espíritu, en el
saber absoluto, la consumación de la filosofía, el logro de la verdadera Sabiduría.
Como siempre, cuando alguien pretende haber logrado verdades importantes,
inmediatamente tiene que hacer frente a una lluvia de críticas, por parte de los más
analíticos, deconstructivos/deconstruccionistas. Es lo que sucedió con la mayoría de las
escuelas filosóficas de la segunda mitad del siglo XIX que se opusieron frontalmente al
idealismo hegeliano. Me limitaré a dos de ellas: el marxismo creado por K. Marx y F.
Engels, entendido como “materialismo histórico y dialéctico” y el positivismo de A.
Comte, siguiendo los pasos del empirismo y consagrando el auge de la ciencia
Con el marxismo, la filosofía no puede desentenderse ya de la política y de las
condiciones económicas y sociales en que vive la mayoría de la humanidad. “Hasta
ahora, los filósofos se han limitado a interpretar el mundo; ahora se trata de
transformarlo” ´-dice Marx en su XI tesis sobre Feuerbach-. Con esta llamada a la
acción social y política, Marx revoluciona el panorama filosófico (y político). Ya no
basta la teoría, hay que completarla con la praxis, la acción política. Una acción,
además, que se quiere, inevitablemente, revolucionaria, pues sin la revolución política
no es posible cambiar las estructuras económicas que están produciendo la injusticia
social, la opresión y explotación de las clases trabajadoras, pues no otra cosa habría sido
la historia de la humanidad: la explotación del hombre por el hombre, una constante
lucha de clases, entre los opresores, explotadores (amos, señores, burgueses capitalistas,
según cada época histórica) y los oprimidos, explotados (esclavos, siervos, proletarios).
“Un fantasma recorre Europa” y durante siglo y medio espantará a muchos. En
1848 se publicaba el Manifiesto comunista, que comenzaba con la frase antes
entrecomillada. El fantasma era el comunismo, llamado a aterrorizar a los capitalistas.
El capitalismo era el sistema económico que, en tiempos de Marx, encarnaba el origen
de todos los males. Quizás en 1989, con el hundimiento de la Unión Soviética y la caída
del muro de Berlín dejó de manifestarse, o al menos perdió buena parte de su fuerza.
Mientras tanto, John Stuart Mill (1806-1873) proponía una concepción
“utilitarista” y salía en defensa de las libertades de todo tipo, tanto las de pensamiento
como las políticas, reforzando así una determinada manera de entender el liberalismo
político, como opción contrapuesta al socialismo estatalista en que se iría convirtiendo
el ideal comunista. Mill encontró una fórmula ético-política que hizo fortuna y aún
sigue siendo defendida hoy por muchos: el bien consistiría en realizar aquello que
produzca la mayor utilidad (entendida como bienestar, felicidad) posible para el mayor
número posible de personas”.
Una última figura, de las muchas que podrían citarse en el siglo XIX (por
ejemplo el historicismo de W.Dilthey) es la de F. Nietszche (1844-1900), quien dijo:
“yo no soy un hombre, soy dinamita” y quien proponía “filosofar a martillazos”.
Nietzsche, pensador original y único, inclasificable, irreverente, iconoclasta, antiplatónico, anti-cristiano, anti-socialista, arremetió contra toda la tradición occidental –la
única que conocía, prácticamente-, por su metafísica, por su moral, por su política.
Tendremos que visitarle en alguna ocasión. Su pensamiento ha influido y sigue
influyendo enormemente. En realidad, es invocado como uno de los padres de la
postmodernidad, esa corriente que ocupará el último cuarto del siglo XX y afirmará que
los principios que han regido la Modernidad no son ya creíbles. Ninguno de los metarelatos que tratan de ofrecer una visión del mundo coherente, ni los grandes ideales y las
grandes utopías políticas, ni la fe ilustrada en el progreso, ni los avances de la ciencia,
son ya admirados como en la Modernidad. El nihilismo nietzscheano ha hecho mella en
los espíritus del siglo XX y resulta difícil ya creer en lo que creían esos modernos, ahora
antiguos ya.
El otro padre de la postmodernidad, invocado como tal, sería M. Heidegger
(1889-1976), polémico pensador, pero de gran influencia en todo el siglo XX, primero
con su obra magna del primer (período de) Heidegger, Ser y Tiempo, más tarde, el
segundo
Heidegger,
con
destruktion/deconstrucción
multitud
de
obras
en
las
que
comienza
la
de la historia de la filosofía, él mismo influido por
Nietzsche, a quien dedicó una gran obra, y a quien, no obstante, criticó por permanecer
todavía dentro de los esquemas metafísicos que él mismo combatía. Heidegger formó
parte importante también, en una época, de ese movimiento que recibió el nombre de
“existencialismo” y que tuvo en Jean Paul Sartre (1905-1980) a otro de sus más insignes
representantes, con su gran obra El ser y la nada, y con una prolífica obra, no sólo
filosófica, sino también literaria, como novelista.
Tanto Heidegger como Sartre bebieron abundantemente de la fenomenologia de
E. Husserl (1859-1938), uno de los pensadores más rigurosos e innovadores de la
primera parte del siglo XX, creador de esa importante escuela que es la fenomenología,
que durante un tiempo aspiró a convertirse en la filosofía por excelencia del siglo XX,
en busca de las “esencias”, desde un enfoque “idealista” que seguía la tradición de
Descartes (no por casualidad una de sus obras llevaba como título Meditaciones
cartesianas).
En la primera parte del siglo XX hay que mencionar también toda la corriente
más empírica, analítica y positivista, frente a las corrientes más metafísicas antes
señaladas. El neopositivismo y el Círculo de Viena, con A. Ayer, R.Carnap y sobre
todo, con una gran influencia en tales corrientes, aunque luego se desmarcara de ellas,
L.Wittgenstein (1889-1951) -quizás la otra influencia mayor en su conjunto, en todo el
siglo XX, junto a la de Heidegger-. Esta corriente, llevó a cabo lo que se denominó el
“giro lingüístico” y pasó a considerar la reflexión sobre el lenguaje como el lugar por
excelencia de la actividad filosófica.
Si en la filosofía antigua el objeto de estudio central había sido el ser (desde
Parménides hasta Tomás de Aquino, en éste entendido como Ser/Dios de los entes), y
en la filosofía moderna había ocupado tal puesto la conciencia (desde Descartes hasta
Husserl), ahora es el lenguaje el que recibe una atención especial. Si era cierto que sea
como sea la realidad, nos es siempre conocida a través de la conciencia, por tanto las
certezas radican en nuestra conciencia y no en la realidad, no menos cierto es que todo
contenido de conciencia, remita o no a un ser extra-mental, a una realidad exterior, es
expresado por medio del lenguaje. Justo parece, pues, que la filosofía sea sobre todo
“análisis del lenguaje”.
Si hubiera que mencionar una última corriente del siglo XX, después de la
fenomenología, el existencialismo y la filosofía analítica, sería la hermenéutica, que si
bien tiene en Heidegger a su precursor más inmediato, alcanzará pleno desarrollo con la
obra de H.G. Gadamer, a partir de Verdad y método, otra de las grandes obras del siglo
XX. La hermenéutica es el arte de interpretar, primero los textos, más tarde el texto
entero de la existencia, desde los sueños (no podemos olvidar en este sentido el alcance
filosófico-cultural del psicoanálisis freudiano y su Interpretación de los sueños, en tanto
que hermenéutica onírica) hasta las obras de arte, pasando por la riqueza de todo
lenguaje simbólico y metafórico. La hermenéutica sale al paso de las pretensiones de la
fenomenología respecto a la posibilidad de captar la esencia de los fenómenos a través
de una intuición esencial, presuntamente evidencial e incuestionable, y trata de mostrar
la cantidad de mediaciones ineludibles a la hora de comprender cualquier fenómeno.
Comprender, tarea propia de las ciencias sociales, frente a la capacidad de explicar de
las ciencia naturales, implica siempre interpretar y toda interpretación es tentativa,
provisional y parcial, dependiente de multitud de presupuestos, de “prejuicios” que hay
que tratar de desvelar, pero de los que resulta necesario partir y a los que hay que
reconocer, quizás con la ayuda del otro, de una mirada distinta a la mía, a través del
diálogo. En este sentido, además de la obra de Gadamer, habría que citar al menos a P.
Ricoeur, como otro de los grandes hermeneutas del siglo XX.
La última de las corrientes del siglo XX que desfilará brevemente por nuestro
escenario ha hecho ya una furtiva aparición, a través de la máscara de Nietzsche. Me
refiero a la corriente postmoderna que se reclama heredera de Nietzsche y de Heidegger,
que considera que la modernidad ha quedado superada y que ya no es posible vivir sino
en las ruinas, los márgenes, los fragmentos, las huellas, quizás con una actitud estética,
conscientes de la provisionalidad de todo saber y de todo hacer, alertas ante cualquier
pretensión dogmática difícilmente compartible ya. Nombres como los de J. Derrida y el
deconstruccionismo, G. Vattimo o J-F. Lyotard representan esta corriente, que todavía
está dando sus frutos, que quizás ha calado más hondo de lo que se cree en las últimas
generaciones y cuyas manifestaciones pueden apreciarse en muchos ámbitos de la
cultura, desde el arte hasta la nueva espiritualidad.
Llaman a nuestra puerta a última hora otros protagonistas de la filosofía del siglo
XX que no deben quedarse fuera y es justo que entren en escena. Son los miembros de
la Escuela de Francfort, cuyos fundadores pertenecen a la época del nazismo en
Alemania y tuvieron que exiliarse en EEUU y allí proseguir su obra. Nos referimos a T.
Adorno (1903-1969) y M. Horkheimer (1895-1973), los dos grandes teóricos de esta
escuela que representa el freudo-marximo influyente durante varias décadas del siglo
XX, pero también a H. Marcuse o E. Fromm, todos ellos muy influidos tanto por un
marxismo crítico como por un freudismo igualmente crítico. Su “teoría social”, núcleo
de su pensamiento, se denomina, justamente, “teoría crítica”. En esa línea, uno de los
pensadores más influyentes en las últimas tres décadas de siglo XX ha sido, sin duda, J.
Habermas, heredero de la Escuela de Francfort.
Muchos autores importantes han quedado fuera, algunas escuelas y corrientes
significativas (el estructuralismo, el personalismo cristiano, etc.), pero no es el lugar de
ser exhaustivo, pues aquí sólo nos interesaba una visión muy general, para que vayan
sonando algunos nombres y algunas corrientes de la historia de la filosofía.
1.5. Ramas de este frondoso árbol -la filosofía¿Pero de qué hablan estos señores? –te seguirás preguntando, y una vez más con
razón- ¿Cuáles son las ramas de la filosofía? ¿Qué disciplinas comprende este gran
árbol del saber? Pues bien, estas son algunas de las ramas, de las disciplinas filosóficas
y las preguntas principales de que se ocupan.
En primer lugar, un puesto especial ocupa la Lógica, que si bien suele
considerarse una parte de la filosofía y de hecho se estudia en las Facultades de
Filosofía, en realidad, disfruta del puesto de honor entre las ciencias exactas, junto a las
matemáticas. Ambas son ciencias formales, lo cual significa que operan no con
contenidos empíricos, de los que pueda decirse que son verdaderos o falsos, sino con
símbolos abstractos y con argumentos de los que puede decirse que son
lógicamente/formalmente correctos o incorrectos. Aristóteles escribió ya con gran
precisión sobre lógica y en el siglo XX ha alcanzado un alto grado de formalización en
la lógica simbólica. El objetivo principal de la lógica es descubrir y demostrar
formalmente, con todo rigor, qué argumentos son formalmente válidos y cuáles no, qué
silogismos son correctos y cuáles incorrectos. Por eso se le ha llamado la ciencia del
pensar correcto, pues puede detectar qué razonamientos están bien construidos y cuáles
no.
A continuación y considerando la lógica como un estudio propedéutico,
introductorio, preparatorio, una especie de reglas mínimas del método para poder
continuar en la adquisición de conocimientos sin cometer errores formales, podríamos
decir que hay dos ramas de la filosofía que casi dan la impresión de formar el tronco
principal. Estas son la teoría del conocimiento y la teoría de la realidad o del ser.
Ambas han recibido otras denominaciones, más técnicas (pues también la filosofía, al
igual que la mayoría de las ciencias, ha ido acuñando su propio lenguaje filosófico
técnico que será imprescindible conocer para poder avanzar en la lectura de textos
filosóficos. Por ejemplo, en el caso de la teoría del conocimiento, hay que saber que se
le ha denominado también gnoseología y epistemología. Hasta hace poco era más
habitual la primera de ellas, pero con el auge de la ciencia y de la filosofía de la ciencia,
se ha ido imponiendo la segunda, que procede del término griego episteme, que se suele
traducir por ‘ciencia’ o por ‘conocimiento’ y es que en Grecia, la ciencia (episteme) no
hacía referencia a lo que hoy entendemos por ciencia empírica o experimental, sino
sobre todo al conocimiento cierto y demostrado, con validez universal y con carácter
necesario –o al menos aquello que ellos consideraban que cumplía tales requisitos-. Así,
tanto para Platón como para Aristóteles, la filosofía es la episteme por excelencia, la
reina de las ciencias, por su carácter demostrativo (de los primeros principios, de las
primeras causas). Platón vio bien que un conocimiento sólo podría ser verdadero
conocimiento (ciencia, episteme) si no podía cambiar, si se estaba seguro de que era así,
pues ¿qué conocimiento sería ese que puede cambiar de la noche a la mañana? Ahora
bien, para que el conocimiento sea inmutable, el objeto de ese conocimiento ha de serlo
también. Y eso es lo que pensaba Platón cuando se refería a las Ideas, Arquetipos o
Modelos de las cosas sensibles, que para él eran las verdaderas realidades, y el
conocimiento de las Ideas constituye la verdadera verdad, si se nos permite tan
redundante expresión. Sin duda, todo ello se encuentra lejos de la mentalidad dominante
hoy, en la que el platonismo, interpretado en sentido estricto como “ontología idealista”,
defensora de que hay un mundo suprasensible y un alma espiritual independiente del
cuerpo físico, no está en sus mejores momentos, pese a la enorme influencia histórica
que ha tenido.
Pues bien, una distinción útil, propuesta por algunos, aunque no por todos
compartida, consiste en reservar el término epistemología para la teoría del
conocimiento científico, esto es para esa rama particular de la filosofía, especializada en
el conocimiento y el método científico, y que recibe el nombre de filosofía de la ciencia,
mientras que el término gnoseología (procedente del verbo griego primero y latino
después que significa ‘conocer’) quedaría para la teoría del conocimiento filosófico en
general.
Así, si la epistemología o filosofía de la ciencia se pregunta por la naturaleza del
conocimiento científico en las diversas ciencias, por la estructura y validez de los
métodos científicos, por la cuestión de la objetividad científica, y en general tiene como
su campo de estudio la historia de la ciencia y como método la reflexión crítica sobre la
misma, la gnoseología o teoría del conocimiento trata de la naturaleza y estructura del
conocimiento en general (para lo cual hoy puede servirse de algunas investigaciones
científicas, como la epistemología genética, los estudios de las ciencias cognitivas sobre
la percepción, la memoria, la inteligencia, etc.), sobre los distintos tipos de
conocimiento que existen (sensible, racional, intuitivo, etc.), las distintas facultades de
conocimiento que posee el ser, la cuestión del método en filosofía, el concepto de
verdad, de error, de ilusión, de teoría, etc. En suma, se ocupa de todos los problemas
que plantea el conocimiento.
La otra gran rama troncal, que hemos llamado teoría de la realidad o teoría del
ser, tiene como términos filosófico-técnicos los de ontología y metafísica. Algunos
prefieren hacer una distinción entre ambos términos, pero provisionalmente los
presentaremos como sinónimos y diremos que se ocupan de los problemas que plantea
la idea de realidad o de ser. ¿Qué cosas puede decirse que sean reales? ¿Qué estatuto
ontológico tiene lo irreal? ¿Los sueños son reales o irreales y qué significa eso? ¿Qué
tipos de realidades existen? Según unos sólo lo físico-material será real, según otras
filosofías, como hemos visto, hay realidades suprasensibles, inmateriales, espirituales.
Del mismo modo que he identificado -para simplificar- ‘metafísica’ y ‘ontología’,
podemos identificar en este momento el concepto ‘realidad’ y el concepto ‘ser’. El
término metafísica significa “más allá de la física” y si bien su origen parece ser un
poco arbitrario e insignificante, pues lo habría creado Andrónico de Rodas organizando
en la biblioteca los libros de Aristóteles y al llegar a aquellos que no tenían título y no
sabía muy bien de qué trataban, aunque en ellos Aristóteles hablaba de filosofía
primera, o también de teología, decidió ponerlos detrás de los libros de física y crear la
denominación de ‘metafísica’ (ta metá ta physika). Independientemente de eso, lo cierto
es que el término hizo fortuna y pronto se convirtió casi en un sinónimo de ‘filosofía’, y
cuando no es así se refiere a esa parte de la filosofía o a ese enfoque filosófico que
defiende la existencia de una realidad más allá de la física, como hacía el idealismo, de
Platón a Hegel, o el espiritualismo, cristiano o no.
Por su parte, el término ontología procede también del griego, en esta ocasión
del participio del verbo ser (einai), que se dice justamente on, y del término logos,
crucial en toda la historia de la filosofía (de hecho se habla del origen de la filosofía
como el paso del mito al logos, esto es desde una actitud mítica ante los fenómenos a
una actitud racional) y que como quizás sepas ya se suele traducir como razón, aunque
significa, tanto como razón, lenguaje, palabra hablada. Y es que los griegos eran
conscientes de la estrecha conexión entre la razón y el lenguaje, entre el pensar y el
hablar, algo que se expresa elocuentemente en aquella pregunta en la que alguien, al ser
preguntado por lo que piensa, responde “¡y como quieres que sepa lo que pienso, si
todavía no lo he dicho!” La relación entre pensamiento y lenguaje ha sido central en la
historia de la filosofía y como recordarás, la filosofía del lenguaje hizo de ello su tema
básico. Realidad-pensamiento-lenguaje vuelven a aparecer como la tríada inevitable en
la reflexión filosófica, y más en general en todo conocimiento y hasta en la vida misma.
El lenguaje (un tipo de lenguaje, al menos, el que más nos interesa ahora aquí, pues hay
otros tipos, otras funciones del lenguaje) expresa lo pensado (o nos ayuda a pensarlo)
acerca de la realidad (de nuevo, al menos en el conocimiento que se pretende objetivo y
ahora nos ocupa).
Tenemos pues, de momento, la lógica como la ciencia y el arte del razonamiento
correcto, la ontología o metafísica como filosofía de lo real, la gnoseología como teoría
del conocimiento y la filosofía de la ciencia o epistemología, que se nos ha colado un
poco antes de tiempo, pues debería haber esperado a que le tocase su turno entre las
ramas más concretas y especializadas que se centran en la reflexión filosófica sobre
campos particulares de la realidad o del saber.
Hay una realidad muy especial entre todas las realidades, al menos para
nosotros, pues somos nosotros mismos, aquél ente, aquella realidad capaz de pensar no
sólo sobre otros entes, otras realidades, sino también y sobre todo sobre sí misma, sobre
sí mismo: el ser humano. La parte de la filosofía que se ocupa del estudio del ser
humano se denomina antropología, palabra cuya análisis etimológico deberías estar ya
en condiciones de realizar. Hay que tener en cuenta que actualmente hay que distinguir
la antropología filosófica de otros tipos de ciencias sociales (ciencias humanas o
ciencias del hombre, se han llamado también) centradas en el estudio del hombre (ser
humano, anthropos en sentido original, abarcando tanto al varón como a la mujer),
sobre todo en relación con otras culturas o con el entorno social, dando lugar a la
antropología cultural y la antropología social, ramas que comenzaron su auge en el
siglo XIX, aunque ya antes se habían practicado estudios etnográficos y etnológicos, y
que en el siglo XX adquirieron un enorme relieve, con nombres tan significativos como
Levy-Bruhl, Levi-Strauss, B. Malinowski, F. Boas, M Harris y tantos otros, disciplinas
hoy estudiadas en Facultades independientes de la de Filosofía.
Pues bien, la antropología filosófica se ha ocupado (y lo sigue haciendo) de la
naturaleza del ser humano, del puesto que ocupa en el cosmos (por decirlo con el título
de un importante libro del fenomenólogo Max Scheler, El puesto del hombre en el
cosmos). En todo ello su relación con el reino animal y la cuestión de las diferencias
entre el ser humano y el resto de los animales ha sido cada vez más importante, sobre
todo desde que Darwin formulase en el siglo XIX su teoría de la evolución de las
especies. Recuerda que dijimos que cabía, a grandes rasgos, una antropología
espiritualista (Pitágoras, Platón, Plotino, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz,
Fichte, Schelling, Hegel, Husserl, etc.) y una antropología materialista (Leucipo,
Demócrito, La Mettrie, D’Holbach, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, etc.). ¿Qué es
el ser humano? O dicho de manera más personalizada y que cada uno se debe hacer a sí
mismo, como pregunta central en su existencia ¿qué soy yo? ¿quién soy yo?¿Hay un
núcleo metafísico permanente, que constituye mi identidad personal, mi yo, y que hace
que sea “el mismo” –aunque no sea “lo mismo”- a lo largo de toda mi existencia, o
incluso de varias existencias? ¿O, por el contrario, toda realidad es cambiante, todo
fluye, como decía ya Heráclito, no hay nada permanente y lo que llamo “yo” no pasa de
ser un “localizador verbal” para entendernos socialmente y referirnos al que habla,
aunque en realidad no haya nada en mí que permanezca idéntico a través de los
cambios?
Kant decía que había tres preguntas cruciales y tres partes de la filosofía que se
ocupan de ellas: 1. ¿qué puedo conocer? 2. ¿qué debo hacer? 3. qué me cabe esperar. Y
afirmaba que había una que sintetizaba a todas ellas y era la siguiente: ¿qué es el
hombre? La antropología sintetizaba los problemas gnoseológicos (1), las cuestiones
éticas (2), y la preocupación, la esperanza, religiosa (3). De la primera ya hemos
hablado, de la mano de Kant podemos ver ahora las otras dos.
La ética, efectivamente, tiene como cuestión punzante la pregunta ¿qué debo
hacer?, es decir ¿qué está bien y qué está mal? ¿qué es lo correcto y qué lo incorrecto?
En realidad, la ética es la reflexión filosófica acerca de la moral, o si se quiere, para
decirlo con Aranguren -el padre de la ética filosófica en España hace medio siglo más o
menos-, la ética es la moral pensada, a diferencia de la moral (vivida). Por ello, si la
moral anda ocupada con saber qué es bueno y qué es malo, la ética va más atrás, se
remonta reflexivamente hacia la raíz del problema y pregunta qué significa que algo sea
bueno y que algo sea malo, e incluso se plantea la pregunta más terrible de todas, al
menos más desconcertante, ¿por qué debo hacer el bien?
Ya dijimos que Aristóteles escribió un espléndido libro de ética, titulado Ética a
Nicómaco, y que Kant revolucionó la ética –igual que había revolucionado ya la teoría
del conocimiento, hasta el punto de hablarse de una “revolución copernicana” en
gnoseología, no sólo por la importancia de ambas revoluciones, sino porque igual que
Copérnico mostró que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino ésta alrededor
de aquél, Kant habría hecho que viésemos que no es el objeto es que determina al
sujeto, sino éste (el sujeto cognoscente con sus estructuras mentales, sus formas a priori
de conocimiento) el que impone necesariamente sus categorías (del entendimiento) y
sus intuiciones puras (espacio y tiempo) de la sensibilidad, a todo objeto que conozca.
De ahí que asuma que no podemos conocer las cosas tal como son en sí mismas, sino
siempre sólo tal como son para nosotros. Pues bien, en ética dijimos que no es ya la
felicidad el concepto central, sino el deber,
Son muchos los problemas que plantea la ética y es una rama de la filosofía que
goza de gran auge actualmente. Una vez más hay que recordar que la moral ha estado
casi siempre estrechamente relacionada con una religión u otra y ha dependido de ella,
no siendo autónoma, independiente, decidiendo qué debo hacer mediante la propia
razón o conciencia moral, sino aceptando las normas morales que la religión
correspondiente proponía. Otra de las hazañas de Kant fue el liberar la ética de la
religión y lograr su autonomía, y en correspondencia con ello defender la autonomía
personal, frente a la heteronomía consistente en considerar que algo está bien o mal y
hacer o dejar de hacer de algo, no porque yo haya comprendido que debe ser así, sino
porque la religión, la educación paterna, la moda social, las costumbres tradicionales, o
cualquier otro agente distinto de mi propia razón lo haya prescrito o prohibido. En fin,
una fundamentación racional de la ética ha sido y sigue siendo una de las tareas
importantes del quehacer filosófico. Hoy son tiempos de relativismo moral y suele
pensarse que no hay una moral que sirva para todos. Los que piensan que sí la hay, al
menos una “moral mínima”, un núcleo central, quizás un principio básico, unos valores
comunes, reciben el nombre de universalistas morales, y Kant fue un gran defensor del
universalismo moral.
El debate entre subjetivismo moral y objetivismo moral está tan vivo y es de tan
amplias consecuencias hoy como lo era en tiempos de los sofistas y Sócrates; los
primeros definieron un radical relativismo y subjetivismo moral, mientras que Sócrates
y sobre todo posteriormente Platón defendieron un decidido universalismo y
objetivismo moral. Efectivamente, para Platón, el Bien era una realidad objetiva y con
valor universal, hasta el punto de colocarla en la cúspide de su jerarquía de Ideasrealidades inmutables y decir de ella, en su célebre diálogo la República, que el Bien es
la fuente de toda inteligibilidad y todo sentido para el resto de las Ideas y de nuestros
conocimientos. A través de una bella analogía (que espero que algún día leas) entre el
Sol y el Bien, Platón decía que del mismo modo que el sol es la fuente de toda
visibilidad y de toda vida en el mundo sensible, así el Bien-como-Idea arquetipo-real es
la fuente de toda inteligibilidad y todo sentido en el mundo inteligible (kosmos noetós),
otro modo de denominar al mundo suprasensible en el que se hallan tanto las IdeasRealidades inmutables como nuestras almas espirituales antes y después de hallarse
unidas, provisionalmente, a un cuerpo físico.
Podríamos seguir indefinidamente con cuestiones morales, pero no es cuestión
de eso ahora, tendremos que abordarlo más adelante –como tú tendrás que planteártelo,
quizás cada día- pues estoy convencido de que es una de las ramas de la filosofía más
necesarias y más importantes. Así que sigamos, viendo, de manera más breve ya,
algunas de las múltiples ramas de la filosofía que se han cultivado y se siguen
cultivando. Ya que hemos entrado en lo que suele llamarse filosofía práctica al abordar
la ética, sigamos por ese camino, con dos disciplinas muy relacionadas con la ética (a la
que también se le ha llamado durante mucho tiempo filosofía moral): la filosofía social
y la filosofía política. Vamos a unificarlas para hablar de los problemas socio-políticos
en general. Debes saber que en este campo hay que distinguir entre: a) la política (una
actividad, una práctica) y quien la ejerce en la ‘realidad’, que es el político; b) la
politología, o ciencia política que se estudia en la Facultad de Ciencias Políticas y forma
parte de las ciencias sociales; y c) la filosofia política, que es una rama de la filosofia y
la practica el filósofo.
Como puedes imaginar, la filosofía social y la filosofía política se ocupan de los
distintos modelos de sociedad que hay y ha habido, de los tipos de regímenes políticos,
y como cabe esperar, el estudio de la democracia (y de los regímenes autoritarios,
dictatoriales) se ha convertido en uno de los platos atractivos más solicitados. Tales
disciplinas se ocupan de nociones como ‘sociedad civil’ y ‘Estado’ y analizan las
formas de organizar la convivencia social y de gestionar el ‘poder’, palabra mágica en
este campo y que ha atraído la atención siempre, por constituir uno de los impulsos más
fuertes del ser humano, quizás sólo comparable al de supervivencia y al sexual. Para
algunos, la noción de ‘poder’ se ha convertido en la clave del análisis de la historia de la
humanidad, en su dimensión política, por supuesto, pero también más allá de ella.
Volviendo a nuestro amigo Nietzsche, hay que saber, en este sentido, que llegó a pensar
que el impulso principal, no sólo en el ser humano, sino en la realidad en su conjunto,
algo así como la fuerza que movía los mundos, era no el amor como el cristianismo ha
defendido siempre, ni siquiera la ‘voluntad de verdad’ o el afán de saber, sino la
voluntad de poder. No obstante, no hay que esperar a Nietzsche para percatarse, por
poca historia (o poca psicología) que se sepa, que las relaciones de poder han regido la
historia (universal y psicológica). Las tiranías, las dictaduras, la lucha de clases, la lucha
de sexos (mejor decir de ‘géneros’), los conflictos entre las parejas y entre padres e
hijos, entre amigos incluso, hablan demasiado a menudo de luchas de poder y de
mecanismos de poder. Un filósofo francés de la segunda mitad del siglo XX, pensador
original e influyente, que hasta ahora no había aparecido en estas páginas, Michel
Foucault (1926-1984), se ha ocupado de ello abundantemente, como puede verse en Las
palabras y las cosas y sobre todo en la Historia de la locura y en la Historia de la
sexualidad, así como en su Microfísica del poder.
Muchos han pensado que la política y la religión son los dos asuntos que han
movido siempre el mundo. Pasemos pues a otra rama de la filosofía que tiene como
campo de estudio el fenómeno religioso. Se trata de la filosofía de la religión y hay que
distinguirla cuidadosamente de la religión e incluso de esa disciplina surgida en el siglo
XIX y que sigue gozando de buen nombre, denominada ciencias de las religiones.
Como vemos, una distinción análoga a la anteriormente esbozada. En este caso habría
que añadir una rama que se ha querido independiente, incluso de la historia de las
religiones, pero sin duda muy próxima a ésta, denominada fenomenología de la
religión. En ésta última vemos tanto el auge de la fenomenología durante la primera
mitad del siglo XX, como la apertura al estudio comparado de las religiones, lo cual dio
lugar a la denominación Religiones comparadas. Aquí lo que nos interesa es la
posibilidad de un estudio libre de prejuicios (al menos de los más groseros y visibles) de
la religión, o mejor dicho del fenómeno religioso o de las religiones, preguntarnos por la
esencia de la religión, por los tipos de religión, por las características de cada una de
ellas (todo ello ayudados de la historia y las ciencias de las religiones), pero también y
como campo más propio de la filosofía de la religión, plantearse el problema de la
verdad en las religiones, de su autenticidad, de la naturaleza de lo Sagrado, de la
experiencia religiosa y sus interpretaciones, etc.
Una última rama, quizás de las menos cultivadas, es la Estética filosófica,
entendida como el estudio de las cuestiones relacionadas con lo bello y lo feo, lo
sublime y lo grotesco, la belleza natural y la belleza artística, la naturaleza del goce
estético, la clasificación de los distintos tipos de arte, el sentido y la función del arte,
etc.
Como ves, no faltan campos de estudio en los que la filosofía se ha internado y
ha sentido que tiene algo que decir. En realidad, la filosofía siempre ha sido muy
ambiciosa y ha tratado de abarcar la totalidad, sin dejar nada fuera de sí, intentando
comprender todo y explicar todo, quizás tratando de aproximarse a esa Sabiduría que
constituye su horizonte ideal, siempre inalcanzable, siempre retrocediendo a medida que
nosotros avanzamos, como una amor platónico inaccesible, pero que guía nuestros
pasos y nos otorga la fuerza del Eros que se siente irresistiblemente atraído por el
resplandor de una Belleza, de una Realidad que escapa a nuestros sentidos y a nuestra
razón, que nos llama sin que sepamos muy bien desde dónde ni cómo, pero que nos
fascina, nos subyuga, nos seduce y termina constituyendo el Sentido de nuestra
existencia. Si no el Encuentro, al menos la Búsqueda (del Sentido, del Ser, del Saber, de
la Belleza, de la Bondad, de la Luz, de la Plenitud).
Buen viaje, amigo/a.
Capítulo 2. Ser humano
Estoy otra vez contigo. Intentando que pensemos juntos. Aunque yo escribiendo
y tú leyendo, en lugares distintos, en tiempos distintos, no haga fácil el diálogo entre
ambos, sí que es posible que tú lleves a cabo ese “diálogo del alma consigo misma” que
Platón decía que era el “pensar”. Y de algún modo yo estaré presente, estimulando tu
pensamiento, incitándote a reflexionar con las ideas que deposite en tu mente, siempre
que tú colabores con la mirada, leyendo estas palabras, o escuchándolas, si alguien es
tan amable de leértelas. ¿Qué te parece si hoy pensamos acerca del ser humano?
2.1. Meditación y reflexión
Es cierto que algunas insinuaciones hicimos ya en apartados anteriores, pero
ahora se trata de mirar más despacio. Ahora bien, nuestra mente no está acostumbrada a
pensar con serenidad (hay un bello libro de Heidegger con ese título, que en alemán
tiene una sonoridad muy suave y agradable, Gelassenheit, y que remite a uno de los más
grandes místicos occidentales, también alemán, Eckhart) y de manera metódica, así que
te propongo que empecemos haciendo una “meditación”, aunque primero tendré que
decirte lo que entiendo por tal cosa. Y para ello será conveniente que haga entrar en
juego a las tradiciones orientales, especialmente la India, ya que digamos que se han
especializado en eso que ahora llamo meditación. Además, es el momento de advertir
que a la altura del siglo XXI, cuando los medios de comunicación y de transporte nos
han permitido (y hasta en cierto sentido obligado) al encuentro de culturas, a la fusión
de horizontes distintos, a la interfecundación de ideas procedentes de los más diversos
tiempos y lugares, permanecer encerrados en la filosofía occidental no deja de ser una
limitación imperdonable, una falta de ilustración de la que debemos sentirnos
responsables (recuerdo aquí a Kant, quien definía la ilustración como el salir de la
minoría de edad intelectual, minoría de edad derivada de una ignorancia de la que, ahora
ya, seríamos culpables, pues tenemos los medios para salir de ella). Efectivamente, los
signos de los tiempos hablan de unidad planetaria, de síntesis entre las diversas culturas,
filosofías y tradiciones religiosas, de ahí que constituya un imperativo moral y cultural
ir familiarizándose con otras culturas.
Pues bien, probablemente, cuando hablo de meditar, creerás que me refiero a
pensar acerca de un tema, barajando conceptos y articulando argumentos, pero no, a eso
le llamaré reflexión. Es cierto que es muy frecuente utilizar el término meditar en ese
sentido que tú creías, pero conviene a partir de ahora distinguirlos, pues por meditación
voy a entender el ejercicio que trata de tomar conciencia de todos los procesos
psicológicos, de todos los contenidos que circulan por mi conciencia y de no
preocuparme por ellos, no intentar reflexionar, sino antes al contrario permanecer atento
para ver qué sucede, qué hay en mí, qué soy yo, cuando los pensamientos cesan y sin
embargo permanezco muy alerta. Verás que este ejercicio nos puede llevar muy lejos,
pues podemos ir profundizando cada vez más en nuestra realidad, en nuestra conciencia.
De momento, por si esto te parece demasiado complicado, para empezar, te diré
que la meditación es un tipo de concentración de la mente, de la atención. Y te
propondré ya un ejercicio simple, pero efectivo. Se trata de sentarse cómodamente en la
silla y relajar todos los músculos del cuerpo. Así es, más todavía, hasta encontrarte
relajado, sin tensiones, bueno, nada más que las necesarias para mantener la postura.
Una vez has recorrido mentalmente los principales músculos y zonas del cuerpo,
detectando si hay tensiones y aflojando toda tensión, se trata de dirigir la atención (sin
tensión) a la respiración. Aquí no hay nada más que hacer. Tan sólo tener paciencia, no
provocar ninguna respiración especial ni preocuparte de ella. Simplemente observar.
Mirar (no con los ojos del cuerpo, sino con la atención de la conciencia) el movimiento
del abdomen o del vientre a medida que inhalas y expulsas el aire. Así, sin prisas, sin
querer conseguir nada, sin esperar que suceda nada. Estando atento para ver si la mente
se te va a otra parte y pierdes la concentración. El estado contrario a la concentración es
la distracción, la dispersión, el modo en que suele estar la mente casi siempre. Y como
no está educada para estar concentrada (a menos que unos estímulos que te atraigan
mucho produzcan una fascinación tal sobre ti que te hagan entrar en ese estado de
concentración) tiende a distraerse. ¿Cómo, si no estás viendo ninguna película ni
oyendo ninguna música, ni hablando con nadie? Pues hablando a solas contigo mismo,
¡pensando! o al menos fantaseando (pues quizás debamos conservar el término pensar
para una actividad más deliberada, más querida por ti, más voluntaria, que la que suele
suceder cuando intentas concentrarte y la mente se te va a otra parte), activando la
memoria y recordando lo que has hecho hace poco o hiciste ayer, o bien activando la
fantasía y anticipando posibles sucesos y acciones en un futuro más o menos inmediato.
Sea como sea, mantente atento, observando la respiración, dándote cuenta de las
distracciones que puedan producirse y en ese caso volviendo a llevar la atención, con
toda paciencia, al objeto de tu concentración, que en este caso es la respiración. Este
ejercicio, que podemos llamar “respiración consciente” es muy sencillo y sin embargo
muy eficaz. Se utiliza tanto en el yoga hindú como en ciertas meditaciones budistas. El
objetivo es calmar la mente, conseguir ese “equilibrio mental” (samattva) que
constituye la definición del yoga en uno de los textos más importantes de la tradición
hindú, la Bhagavad Gîtâ, que es un fragmento de una epopeya tan célebre como
extensa, el Mahâbhârata.
Ya que me he lanzado a escribir algunas palabras en sánscrito, la lengua sagrada
de la India, en la que se escribieron buena parte de sus escrituras fundamentales, me
atreveré a darte una definición más de yoga, la más clásica de todas, propuesta por
Patañjali, a comienzos de nuestra era aproximadamente –no muy lejos de la fecha en
que probablemente se compuso también la obra antes citada- y que dice así: yogash citta
vritti nirodha. No te asustes, que voy a explicar el significado de cada una de esas
palabras y además comprenderás porqué las he puesto en sánscrito (bueno sánscrito
transliterado, pues el original se escribe con unos garabatos que forman parte del idioma
devanagari y de los que no entenderías nada –te sonarían a chino, aunque son indios-).
Las he puesto en sánscrito porque no hay una sola traducción que transmita toda su
riqueza y así podré dar varios significados posibles de este aforismo clásico, el segundo
de una obra que se titula, justamente, Aforismos del yoga (Yoga-sûtras).
Atiende (pues ya habrás comprendido que la atención es tu herramienta
principal, no sólo durante la meditación, sino también en la lectura y cuando estás
escuchando a alguien; así que cada vez irás valorando más una meditación que nos
ejercita en el arte de la concentración serena y silenciosa). Yogash, significa,
obviamente, “el yoga”; citta suele traducirse por “mente”, aunque podríamos traducirlo
también por “conciencia” o por “psique”. Vritti quiere decir algo así como
“movimientos”, “ondas”, “ondulaciones”; y nirodha se puede traducir como “detener”,
“cesar”. Si unes los significados de las cuatro palabras, verás que queda algo así como:
“el yoga es el cese de los movimientos mentales”. Como ves, no se trata de “pensar”, de
“reflexionar”, sino de lo contrario, de dejar de pensar, de lograr una mente en calma.
Otra manera de definirlo, aunque en definitiva dice lo mismo, pero es una manera de
recrear su significado y que repares en él y te empapes de él, sería decir que “el yoga es
la detención de los procesos psíquicos”. Verás que he introducido una nueva palabra,
“procesos”, para traducir vritti y que resulte una definición más cercana a la
terminología psicológica occidental.
Bueno, pues te has introducido ya en la esencia del yoga, y con ello en el
corazón de la tradición hindú y de la tradición budista, aunque al comienzo se trataba
sólo de aprender una técnica sencilla, un ejercicio, que te permitiese concentrar tu
atención allí donde tú quisieras. Tan sencilla que no habría hecho falta hacer referencias
al hinduismo y el budismo, a no ser porque, de este modo, voy preparando el terreno
para ver qué nos dicen esas tradiciones del ser humano y no limitarnos a la tradición
filosófica occidental. Además, porque las implicaciones teóricas de un ejercicio así son
de largo alcance, pues verás que terminan conduciéndonos a una imagen del ser humano
bastante distinta de la dominante hoy en Occidente. Así, por ejemplo, el aforismo de los
Yoga-sûtras, que viene a continuación del anterior dice nada menos lo siguiente:
“Entonces el vidente adquiere la conciencia de su propia naturaleza” (Ch. Johnston).
Tadâ drastuh svarûpe avasthânam. Fijáte en el problema de toda traducción, en la
dificultad de traducir con fidelidad de un idioma a otro, pues cada término, en cada
lengua, posee unas resonancias que resultan imposibles o muy difíciles de transmitir en
otro idioma, con un solo término. Otra traducción del mismo aforismo dice: “Entonces,
el que ve mora en su propio y auténtico esplendor” (B.K.S. Iyengar).
El que ve, el vidente se refiere al observador, a la conciencia, a esa capacidad de
darte cuenta que te permitía contemplar tu respiración y contemplar tus pensamientos
sin identificarte con ellos, como si fueras un testigo que se halla a distancia y ve cómo
trascurren, cómo circulan por el “campo” de su “conciencia”. Cuál sea exactamente la
naturaleza de esa visión, de ese vidente, nos llevará a postular una antropología
filosófica u otra, una concepción del ser humano u otra. Así, por ejemplo, otro autor
traduce del modo siguiente: “Entonces, el alma individual reposa en su estado natural”
(Rasik Vihari Joshi). En este caso, el autor traduce el término drastuh como “el alma
individual”. No creas que es un gran salto interpretativo, también otro de los autores
citados, Iyengar, uno de los yoguis vivientes más famosos, al explicar cada palabra,
junto a la expresión “el que ve”, por él preferida, añade “el alma”. En todo caso, ¿qué
significa ese término, no perteneciente ya a la lengua sánscrita, y tan cargado de
connotaciones religiosas en Occidente? Y, sobre todo, ¿está justificado por el contexto,
por el conjunto de la obra, por el pensamiento del autor, por la escuela a la que
pertenece, hablar en esos términos? Debo decir que sí, que está justificado, dado el
contexto de los yoga-sûtras y el pensamiento de Patañjali, perteneciente a la escuela
Yoga, muy unida a la escuela Samkhya, ambas escuelas defensoras de una antropología
espiritualista y dualista, bastante parecida, curiosamente, a la que esbozamos en Platón
y que tendremos que retomar ahora.
2.2. El modelo antropológico dualista: alma y cuerpo en Platón
Casi sin pretenderlo, hemos topado con un modelo antropológico dualista. El
dualismo suele ir acompañado de una visión del mundo y del hombre, espiritualista, ya
que generalmente, en la distinción entre cuerpo y alma, es ésta última la que se
considera más importante y que constituye la esencia del ser humano. Es el caso del
yoga de Patañjali y del Samkhya de Kapila, como lo es también en el idealismo de
Platón y en la filosofía de Descartes. En el samkhya y el yoga, el término técnico que
corresponde al yo esencial o alma espiritual es purusha, término que hace referencia a
un ser auto-consciente, y suele oponerse a prakriti, la naturaleza o conjunto de energías
que constituyen la personalidad humana, a través de la cual se expresa aquél. El objetivo
del yoga es la liberación de ese enredo con las diversas energías, burdas y sutiles,
mentales, emocionales y físicas, que hacen que nos identifiquemos erróneamente con
los movimientos de nuestra naturaleza. Fíjate que tenemos así dos principios
fundamentales, el espíritu (el yo) y la naturaleza (lo no-yo), el alma y el cuerpo.
No muy distinta es la imagen del ser humano que nos ofrece Platón, el primer
filósofo del que tenemos textos abundantes y quien ya sabes que ha influido
extraordinariamente en el desarrollo de la historia de la filosofía occidental y de la
cultura en su conjunto. En Platón, el dualismo comienza a nivel ontológico, metafísico,
distinguiendo entre un mundo sensible, perceptible a través de los sentidos, el mundo de
la naturaleza, que se desarrolla en el espacio y el tiempo, y otro mundo (este término
puede confundir, quizás sería mejor entenderlo como otra dimensión o plano de la
realidad), el mundo suprasensible o inteligible, en el que se hallan las Ideas, otro
término que ha de interpretarse debidamente, pues no son las ideas o conceptos que
tenemos en la mente, sino los verdaderos Arquetipos o Modelos, las verdaderas
Esencias o Realidades, respecto de las cuales las cosas del mundo sensible no son sino
sombras, copias, reflejos, imágenes, que no son verdaderamente reales, sino una especie
de realidad virtual, que sólo porque participan de aquellas Ideas-Realidades parecen
reales. Tales Ideas-Realidades no están limitadas por el espacio y el tiempo, son
inespaciales y atemporales (o lo que es lo mismo, eternas; no olvides que esto no quiere
decir que duren todo el tiempo –a esto podemos llamarle “sempiterno”, sino que
pertenecen a una dimensión no afectada por el tiempo).
Cuando aplicamos el dualismo metafísico al ser humano no podía dejar de
convertirse en un dualismo antropológico, según el cual nosotros “somos” un alma
inteligente (nous), que “tiene” un cuerpo sensible (soma) y unas pasiones que le
acompañan. El alma pertenece al mundo de las Ideas, y por tanto es increada e inmortal,
existe antes de “incorporarse” a un cuerpo humano y sigue existiendo una vez éste ha
muerto. No sólo eso, sino que el alma desencarnada, habitando en el mundo de las
Ideas-Realidades, desnuda, sin el vestido de la carne, contempla directamente las IdeasArquetipos, algo que constituye el sueño de todo filósofo (platónico): la contemplación
de las Ideas, esto es, de las Verdades, de las Verdaderas Realidades. Por eso Platón
pudo definir, en su obra Fedón o de la inmortalidad del alma, la filosofía como un
“ejercitarse en morir”. Esto extraña cuando uno lo lee o lo escucha por primera vez y es
que, como ya sabes, comprender supone interpretar un texto teniendo en cuenta su
contexto. En este caso lo que hay que comprender es que filosofar puede consistir en
ejercitarse en morir, porque en el estado en que existe el alma, cuando desde el punto de
vista terrestre, desde nuestra ignorancia en la encarnación, decimos que ha muerto, en
ese estado el alma sabe cuál es la verdadera realidad, el alma está en posesión de la
sabiduría, por su propia naturaleza, cuando se halla des-encarnada, en el mundo de las
Ideas-Realidades eternas. Así pues, la condición humana, que consiste en un alma
encarnada en un cuerpo, es un estado de ignorancia… a menos que el esfuerzo
filosófico recobre el conocimiento olvidado, “recuerde” lo que ya sabe. Conocer es, por
tanto, recordar. Esto es lo que se conoce como la teoría de la anámnesis, término que te
sonará, ya que has oído hablar de la amnesia, cuando uno se olvida de algunas cosas (a
veces de manera grave, debido a un shock, a un accidente, por ejemplo). De ahí que
saber sea recordar lo que hemos olvidado, a partir de ese grave “accidente” que es el
nacer.
Nacer y vivir la encarnación es, pues, un “accidente” en un doble sentido. No
sólo porque sucedió de manera imprevista, sino porque bien podía no haber sucedido y
la existencia encarnada (el que el alma tenga que limitar sus movimientos y sus
conocimientos al hallarse unida a un cuerpo físico) es una condición “accidental”, frente
al carácter “esencial” del estado natural del alma, que es el de su naturaleza espiritual,
desencarnada.
Platón no se saca estas ideas de la manga, por supuesto. Cuando comienza su
camino filosófico encuentra ya ideas parecidas. Por una parte, toda una tradición órficopitagórica (Orfeo y Pitágoras habían salido ya en nuestro primer capítulo), y por otra
parte las Escuelas de Misterios, en las que regía un sistema iniciático a través del cual
aquellos que eran considerados suficientemente preparados y moralmente “purificados”
(la noción de pureza es muy importante en estas tradiciones, pero tendremos que dejar
para otro momento el tratarlo más detenidamente, quizás en el capítulo sobre la moral,
pues se trataba sobre todo de pureza moral) tenían acceso a unas ceremonias, unos
rituales, en los que eran Iniciados en los Misterios de la Vida y de la Muerte.
Hay que decir que los Iniciados hacían un juramento de sigilo, por el cual se
comprometían a no decir nada, no revelar nada de cuanto viesen y oyesen en tales
ceremonias rituales. Una hipótesis es que en esos momentos, el Iniciado era
acompañado por el hierofante o iniciador a una experiencia directa de la inmortalidad
del alma, quizás algo parecido a lo que hoy se denomina “proyección extra-corporal” o
más vulgarmente, “viaje astral”, experiencia que cuentan también todos aquellos que
han tenido una “experiencia cercana a la muerte”, tal como R. Moody y K. Ring entre
otros, han estudiado detenidamente en las últimas décadas. Lo cierto es que todos ellos
salen de tales experiencias (iniciación en los misterios, viajes astrales o experiencias
cercanas a la muerte) con la convicción firme, es más, con la certeza de que existe el
alma y no muere con la muerte del cuerpo físico. Exactamente lo que afirma Platón, por
ejemplo en Fedón, diálogo en el que, justamente, hace referencia a los misterios en los
que ha sido iniciado, insinuando que sólo aquél que lo ha sido comprenderá lo que de
otro modo no resulta fácilmente explicable.
Digamos también que Platón no sólo defendió la eternidad del alma, por tanto
que es increada e inmortal, que no ha tenido un comienzo en el tiempo y no tendrá un
final, ni siquiera aunque el tiempo termine, sino también que no sólo encarnaba una vez,
sino muchas. Es decir, la idea de la reencarnación, que hoy asociamos precisamente con
la India.
Efectivamente, al menos desde las Upanishads, un conjunto de textos de
extraordinaria importancia en la tradición hindú, los primeros de los cuales pertenecen a
los siglos VIII y VII antes de Cristo (al menos la Brihadaranyaka Upanishad y la
Chandogya Upanishad), por tanto anteriores a Platón y al cristianismo, toda la tradición
hindú (o casi toda, pues no hay que ignorar la existencia de escuelas materialistas,
escépticas y ateas, como los carvakas, por ejemplo) ha aceptado la existencia de la
reencarnación. También Pitágoras la defendió. Y Platón, al final de República, cuenta
un mito, el mito de Er, el armenio, en el que gracias precisamente a un regalo de los
dioses que bien podría equipararse con una experiencia cercana a la muerte o con una
experiencia iniciática en las Escuelas de Misterios, esta persona puede ver cómo los
fallecidos en el campo de batalla tienen la posibilidad de elegir, al menos en parte, su
próxima vida encarnada. Y es que Platón, cuando trataba de expresar las cosas más
importantes, prefería recurrir a los mitos, como modo de expresión metafórica, a través
de símbolos, que poseen una capacidad de sugerir y de transportarnos más allá de
nuestras experiencias sensibles habituales, quizás despertando esa memoria dormida del
alma, esa intuición anímica a través de la cual sabríamos las cosas de un modo que la
razón no comprende.
Efectivamente la intuición, en sentido técnico, es el modo de conocimiento por
excelencia, en Platón. Aunque esto corresponde a la dimensión más gnoseológica o
epistemológica de su pensamiento (¿recuerdas estos sinónimos de ‘teoría del
conocimiento’), me permitiré contártelo brevemente. Platón distingue (de manera
acorde con su dualismo ontológico y antropológico) dos tipos fundamentales de
conocimiento: el conocimiento sensible (del mundo sensible) y el conocimiento
intelectual (del mundo inteligible). Esto último, a su vez, tiene dos modalidades, a una
la llamaré el conocimiento de la inteligencia racional, o simplemente razón discursiva; a
la otra modalidad la denominaré conocimiento de la inteligencia intuitiva, o
simplemente, intuición intelectual. Para ésta última, Platón empleaba el término nóesis,
refiriéndose al acto del nous, esto es de la inteligencia. Para el acto de la razón
discursiva, hablaba de diánoia. La razón discursiva conoce a través de una serie de
pasos, una serie de argumentos, es decir, de manera mediada, mediata e indirecta. La
inteligencia intuitiva conoce de manera directa, inmediata, sin mediaciones de ningún
tipo. Es un acto de contemplación intelectual. Es una visión directa de las IdeasRealidades. Es una intuición anímica, pues es el alma la que conoce, la que ve, el
vidente (¿recuerdas el segundo aforismo de los Yoga-sûtras?), por eso Platón llama a la
inteligencia, al nous, “el ojo del alma”.
Fíjate cómo Platón, y toda la tradición griega con él, privilegia el ojo, la vista, la
visión, como metáfora favorita para referirse al conocimiento por excelencia. En el
mundo hebreo, por ejemplo, y en buena medida también en el mundo hindú, el oído y la
escucha no quedan a la zaga. Recuerda la importancia que tiene “la Palabra” en el
mundo hebreo, que ha de ser escuchada, y cómo el verdadero cristiano, siguiendo los
pasos de su religión-madre, el judaísmo, se ha entendido a veces como “el oyente de la
Palabra”. En el mundo hindú, el sabio (rishi) es también aquél que, en estado de
profunda meditación, ha escuchado el Sonido primordial, la Vibración originaria, el OM
que resuena desde el comienzo de los tiempos, y que da lugar a la Revelación de origen
no-humano (a-pauruseya). Precisamente la Revelación se dice shruti, lo escuchado y
uno de los yogas importantes es el mantra-yoga, el yoga del sonido, del sonido que
surge del silencio y que a él conduce de nuevo.
2.3. Descartes y el espíritu en la máquina
Demos un salto de unos veintidós siglos, para pasar de Platón y la filosofía
antigua griega a Descartes (1596-1650) y el comienzo de la filosofía moderna en el
siglo XVII. No obstante, en lo que respecta a la concepción del ser humano veréis que,
en lo fundamental, no son tan distintas. Para comprender a Descartes, su idealismo y su
dualismo –ambas posiciones compartidas con Platón- es preciso explicar un poco su
proyecto filosófico. Podemos decir que la obsesión filosófica de Descartes es eliminar el
error y alcanzar certezas. Descartes, con ese afán de saber, ese amor al conocimiento
que hemos visto caracteriza al filósofo, esa pasión filosófica que impulsa a dedicar toda
una vida a la investigación intelectual, a la clarificación de las ideas, a la búsqueda de la
verdad, se dedica desde muy joven a estudiar no sólo las filosofías que tiene al alcance
en su época, especialmente la filosofía medieval y renacentista que le antecede, sobre
todo la filosofía escolástica cristiana que sigue dominando el panorama cultural, sino
también las distintas ciencias (no tan desarrolladas ni especializadas como ahora, por
tanto todavía era posible una hazaña semejante), hasta el punto de afirmar que había que
estudiar ciencia veintinueve días al mes, y un día al mes, filosofía. Como vimos que
suele suceder con los racionalistas, la ciencia que considera modélica y el método que
envidia es (el de) la matemática. Quizás sepas que Platón, otro gran racionalista,
escribió en la entrada de la Academia que fundó una frase que decía: “No entre aquí
quien no sepa geometría”. La geometría era la parte más importante (junto a la
aritmética) de las matemáticas. Y Spinoza, entusiasmado con el racionalismo cartesiano
siguiendo sus pasos, él, pulidor de lentes, escribió una magnífica obra filosófica sobre
ética, titulada, Ética (more geometrico demonstrata), es decir demostrada según el
método geométrico, partiendo de definiciones axiomáticas, deduciendo teoremas y
extrayendo conclusiones lógicamente derivadas de ellos. Todo ello muestra de la pasión
por el rigor y la precisión que sólo las matemáticas pueden ofrecer.
Volvamos a Descartes para ver cómo aplica ese afán de precisión en su proyecto
filosófico en busca de certezas incuestionables. Después de haber asimilado buena parte
de los saberes que su época podía ofrecerle, Descartes se propuso crear su propia
filosofía, partiendo de lo que llamó la “duda metódica”, consistente en no aceptar como
válida ninguna idea, ninguna afirmación, ninguna proposición que no resultara
absolutamente evidente. Bastaba con que pudiera presentársele alguna objeción, por
remota y rocambolesca que fuera, para que quedara descartada del panteón de certezas
incuestionables. De ese modo llegó a dudar (provisionalmente, todo sea dicho, no como
un escéptico consumado, y quizás sólo como una estrategia metodológica) de la
información que recibimos a través de los sentidos, ya que sabemos que algunas veces
nos engañan y por tanto, podrían seguir engañándonos. Dudó de todos los
razonamientos sofisticados de los filósofos anteriores, pues comprendió lo fácil que es
que la razón se pierda, se descarríe y se equivoque, sin saberlo, en las largas
argumentaciones que caracterizan al discurso filosófico. Llegó a dudar incluso de las
verdades matemáticas, mediante una duda hiperbólica, exagerada, consistente en pensar
que no seria imposible que un genio maligno estuviera engañándonos al hacernos creer
que son ciertas. En fin, mediante esa duda metódica, ese método pone entre paréntesis
(como después dirá el continuador de su proyecto filosófico en el siglo XX, E. Husserl,
creador del método fenomenológico) todo aquello que no resulta absolutamente cierto,
totalmente evidente.
El criterio de certeza sería, pues, la evidencia, esto es, comprender con tal
claridad y distinción que algo es así que no cabe ni la más pequeña duda. ¿Y dónde
están esas evidencias? ¿Encontró alguna Descartes? Él pensó que sí. Tú dirás qué te
parece, si crees que son incuestionablemente ciertas e indudables o no. Comencemos
por la primera certeza cartesiana. Si hasta ahora he estado dudando, esto quiere decir
que he estado pensando, pues la duda es un modo del pensamiento. Entonces, que estoy
pensando, que he pensado, que pienso, ¡es una certeza incuestionable! Puede incluso
que esté soñando, una de las metáforas que Descartes, como otros muchos empleó. Por
ejemplo Siddhartha Gautama, El Buddha, epíteto que significa, justamente, el
Despierto, el Iluminado, porque al alcanzar la sabiduría que logró (ves, otro partidario
de que sí que existe algo más que filosofía y ciencia, algo que merece el nombre de
sabiduría) se dio cuenta de que hasta entonces había vivido “como en” un sueño y que
así seguían viviendo la inmensa mayoría de los mortales.
Puede que sea todo un sueño, es cierto, pero aun así resulta indudable que hay
pensamientos, ya que estoy dudando, estoy experimentando sensaciones y sentimientos,
estoy elaborando cadenas de conceptos, y todo ello es lo propio del “pensar”. Como ves,
el pensar incluye, en el caso de Descartes, todo lo que hoy llamaríamos “fenómenos
psíquicos” (no sólo intelectuales, sino también afectivos y volitivos). ¡Descartes ha
llegado a su primera certeza incuestionable! Incuestionable, indudable, pues la
inteligencia lo capta directamente, con tal evidencia que resulta impensable que pueda
no ser cierto. Este es el sentido del célebre: cogito, ergo sum (Descartes, en el siglo
XVII, todavía escribía algunas de sus obras en latín; otras lo hacía en francés, y
entonces decía, je pense, donc je suis). Es decir, “pienso, luego existo (o soy)”.
Agudiza tu atención, pon los cinco sentidos (o mejor el sexto sentido, que para
los hindúes es manas, la mente), pues nos jugamos mucho en cada uno de los pasos que
va dando Descartes, y puesto que podemos decir que el proyecto filosófico cartesiano
representa bastante bien el proyecto filosófico tout court –que dicen los franceses-, es
decir, el proyecto filosófico, sin más, conviene que veas hasta qué punto aceptas cada
uno de sus pasos. Para resumir y también porque son los dos pasos más importantes y
más problemáticos, me centraré en dos puntos: 1) la existencia de un yo sustancial por
detrás de los pensamientos; 2) la existencia de lo Infinito, identificado con Dios, como
segunda evidencia cartesiana. Vayamos por partes.
Quizás estarás de acuerdo con Descartes en que resulta indudable que hay
pensamientos. Yo creo que esto es, ciertamente, incuestionable y que yo sepa no se han
presentado objeciones verdaderamente serias al respecto. Ahora bien, Descartes,
subrepticiamente, o quizás inconscientemente, esto es, sin darse cuenta de que esa
formulación resultaba problemática, afirmó no sólo que hay pensamientos, sino también
que esos pensamientos pertenece a un “yo”. ¡Con la idea de yo hemos topado!
¿Qué significa decir que existe un yo? -¡que existo yo, que existes tú!- ¿Acaso
no resulta obvio y Descartes tenía toda la razón? ¿quién va a dudar de que cuando
pensamos, cuando hablamos, lo hacemos nosotros, es decir, yo? Pues bien, la cosa
puede parecerte sencilla, pero te aseguro que no siempre ha parecido así, ni siquiera a
los grandes filósofos. Desde Hume (probablemente recordarás que era el empirista más
destacado) hasta Lacan (uno de los psicoanalistas freudianos más influyentes), muchos
pensadores se han mostrado en desacuerdo con Descartes. Según ellos, más escépticos
que Descartes, no está nada claro, al menos no resulta evidente, que exista un yo, en el
sentido que lo entendía Descartes. ¿Y en qué sentido lo entendía Descartes? Pues en un
sentido sustancialista. Esto significa que el yo es una sustancia. Y sustancia, término
que procede del latín sub-stare, y éste a su vez del griego ousía, significa una realidad
permanente, inmutable que “sub-yace”, que está “por-debajo-de” los cambios que se
produzcan en esa realidad, como por ejemplo los pensamientos, que van y vienen, pero
que se dan siempre en un sujeto al que llamamos yo. Así pues, el yo es concebido como
una sustancia, que a su vez es un sujeto (pues no todas las sustancias lo son, ya que la
mayoría de ellas no son sujetos, sino objetos). Sujeto, en latín se dice sub-iectum, como
puedes ver, de nuevo la idea de sub-yacer, de hacer de soporte de una serie de
cualidades o de procesos que se predican de ese sujeto. Es el sentido que tenía también,
entre los griegos, el término hipo-keímenon, del cual proceden los otros dos.
Así pues, Descartes concebía el yo que piensa como un sujeto sustancial, lo cual
implica que se trata de un ser, una realidad, que no cambia, que permanece siendo la
misma a través de los cambios (físicos, emocionales, mentales, etc.). De ahí que no
tenga ningún reparo en identificar el yo con el alma o espíritu. Sin embargo, esa línea de
interpretación filosófica más empirista y sobre todo sus versiones más materialistas,
niegan que resulte evidente la existencia de un yo con tales características. Por ejemplo,
David Hume, empirista, escéptico e ilustrado escocés, dedicó todo un Tratado sobre la
naturaleza humana, con una extensión considerable, a preguntarse qué es eso del ser
humano, justo lo que nos estamos preguntando aquí. Y adoptó una posición empirista,
lo cual significa que sólo acepta como válido aquello de lo que tengamos experiencia. Y
los átomos de la experiencia, podríamos decir, son las impresiones, por tanto, toda idea
que no derive de una impresión será sospechosa y no podremos decir que resulta
evidente. Pongamos un ejemplo: si me pregunto si hay razones para afirmar la
existencia de este reloj que llevo en la muñeca, no tendré más que mostrar que la idea
del reloj corresponde a este reloj real, empírico, del que tengo una experiencia directa.
Ahora bien, si me pregunto por la impresión correspondiente a la idea de yo, las cosas
no son tan claras. Al menos Hume, no queriendo ser dogmático –como los empiristas
suelen pensar que lo son los racionalistas- y mostrándose, por el contrario más escéptico
(esto es, dudando de la validez de ese conocimiento, o al menos presentando objeciones
a aquellos que afirman que puede demostrarse) afirma que él ha sido capaz de observar
todo el movimiento de pensamientos y de procesos psíquicos, pero no ha conseguido
tener impresión alguna de algo que permanezca sin cambiar a lo largo de todo el tiempo,
no ha observado ningún sujeto sustancial, ningún yo.
No otra cosa afirmará Lacan, ya a mediados del siglo XX, al afirmar en uno de
sus Seminarios sobre psicoanálisis, que el yo es como el bororó del loro, que repite el
sonido yo, porque se lo ha enseñado su amo, un sonido tras el cual no hay ninguna
realidad sustancial. Todo ello no está muy lejos de lo que afirmamos ya, de pasada, en
el capítulo anterior, que el yo no sería más que un “localizador verbal”, necesario para
entendernos al hablar, herramienta útil para comunicarnos y hasta para entendernos a
nosotros mismos, pero al que no correspondería ningún ser realmente existente.
Como ves, la imagen del ser humano que resulta es muy distinta. Por una parte,
los platónicos y los cartesianos defienden la existencia de un yo sustancial; por otra
parte, los anti-platónicos y anti-cartesianos niegan que exista un tal yo metafísico. Claro
que a nivel psicológico podremos aceptar una estructura procesual que se constituya en
el centro de nuestra personalidad, una especie de “ego” como constructo psicológico
que organice los datos, las experiencias y los procesos que constituyen nuestro
transcurrir vital, pero esto no equivale a la afirmación de un yo sutancial, metafísico,
que parece hallarse muy cerca del alma inmortal.
Resulta curioso comprobar que una tradición “religiosa” (aunque habría que ver
si este término resulta adecuado para entender esta tradición) como el budismo, que
habla incluso de la reencarnación o del renacimiento y en algunas de sus escuelas como
el budismo vajrayana del Tíbet, afirma que los tulkus son la reencarnación de un
maestro buddhista que murió y preparó su próximo venida a un cuerpo físico, esa
tradición decíamos parece negar, en muchas de sus escuelas, la existencia de un yo
sustancial, del âtman del hinduismo. Quizás sepas que uno de esos tulkus es el lama
Osel, un joven granadino, que desde muy pequeño fue reconocido por el Dalai Lama y
por otros lamas cualificados para ello como la re-encarnación de un conocido maestro
buddhista tibetano, fallecido pocos años atrás; en realidad se trataría de aquél que había
sido el maestro de sus padres, quienes en los años setenta, en pleno expansión del
buddhismo tibetano y de la espiritualidad nueva era (otro día hablaremos de eso)
viajaron a Nepal y se convirtieron en discípulos de un lama tibetano.
El propio Dalai Lama es considerado la encarnación de Avalokiteshvara, el
Buddha de la Compasión. El Dalai Lama, Tenzin Gyatso, es mundialmente conocido,
entre otras cosas por haber recibido el premio Nobel de la paz por su lucha pacífica y
compasiva por recuperar los derechos del pueblo tibetano, desde que tuvo que escapar a
escondidas de su propio país, a lomos de un yak, ya que los chinos habían invadido el
Tíbet y desde su ideología comunista anti-religiosa rechazaban cualquier tipo de
religiosidad como funesta, como “opio del pueblo” -tal como había dicho Marx- y
quemaron muchos monasterios y mataron a muchos monjes buddhistas. Como vemos,
las ideas terminan teniendo consecuencias muy prácticas y a veces muy graves.
Pues bien, a pesar de esa creencia en la re-encarnación, tan típica del buddhismo
como del hinduismo, algunas escuelas del buddhismo (además del buddhismo vajrayana
existen otras dos grandes corrientes en el buddhismo, el hinayana y el mahayana) niegan
que exista un yo, sujeto sustancial, del que tenga sentido decir que reencarne. ¿Cómo es
posible esto? ¿No resulta contradictorio hablar de reencarnación sin un yo que
reencarne? Tienes razón, si no totalmente contradictorio –habría que analizarlo más
despacio-, sí que parece, al menos, paradójico. Para entenderlo un poco, habría que
introducir otra noción central en las tradiciones pan-índicas (hinduismo, janismo,
buddhismo), la idea de que existe una ley cósmico-ética que regula todo cuanto sucede
en este mundo y hace que lo que nos sucede deba verse como consecuencias lógicas de
acciones realizadas anteriormente. Es la idea del karma y de la ley que lleva el mismo
nombre.
En el caso del hinduismo y del jainismo, la relación entre el karma y la
reencarnación es más clara, pues al afirmar la existencia de un yo sustancial (aunque
habría que matizar, pues no todas las escuelas lo comparten, ya que el âtman puede
interpretarse como no-individual) resulta más comprensible que sus acciones
desencadenen consecuencias y sea la misma persona la que goce o sufra de los
resultados de sus propias acciones. En tales tradiciones, la relación entre nuestras
acciones como causas y los efectos producidos no se limitan a una sola vida, sino que el
yo que reencarna posee un stock de karma acumulado que se precipitará, siguiendo
leyes cósmicas sabias y quizás hasta amorosas y compasivas, en las vidas siguientes.
Hay que tener en cuenta que existe karma no sólo negativo, sino también positivo, pero
siempre estaría en estrecha relación con acciones realizadas por nosotros anteriormente
(en esta vida o en una vida anterior, en la que, si bien en otro cuerpo, en otro tiempo, en
otro lugar, con otras relaciones, seríamos nosotros mismos, el mismo yo sustancial que
seguiría siendo el mismo no sólo a lo largo de toda esta vida, sino también a lo largo de
varias vidas).
De ahí la creencia en que el lugar en que nacemos, el momento en que lo
hacemos (aunque actualmente, con tanto nacimiento provocado, a la par que con tanta
gestación evitada, no sabemos si lo hacemos o nos lo hacen, ¡hasta el nacer!), nuestros
padres y hermanos, nuestros mejores amigos, nuestros compañeros sentimentales más
intensos, nuestros hijos, nuestros maestros, etc., todo ello formaría parte de la “ley del
karma” y no sería fruto del azar, sino de justicia y oportunidad kármica. “Quien siembra
vientos, cosecha tempestades”, leemos en la Biblia judeo-cristiana, tan poco sospechosa
de creencias reencarnacionistas (obviamente no quiero decir que esta frase implique la
reencarnación, pues es susceptible de múltiples interpretaciones, pero sí que puede
hacerse una lectura reencarnacionista de la misma y en otro contexto hacerle decir lo
que quizás en su contexto no dice y no viene implicado).
Pero bueno, este excursus, esta salida del curso central del dis-curso, esta
excursión por vericuetos orientales y esotéricos que siguen resultando ajenos a buena
parte de la filosofía occidental, nos ha apartado, efectivamente, del camino, en el que
estábamos acompañados de monjes buddhistas, quizás no tibetanos, sino más bien
vietnamitas o coreanos, chinos o japoneses, pertenecientes al “pequeño vehículo”
(hinâyâna) o al “gran vehículo” (mahâyâna), que intentaban explicarnos cómo es
posible hablar de re-nacimientos sin creer que exista ningún sujeto sustancial, ningún
alma, ningún yo. Efectivamente, interpretando algunas enseñanzas ambiguas del propio
Buddha, se resalta la doctrina que niega la existencia del âtman (an-âtma-vâda), uno de
los puntos en los que el monje mendicante iluminado, Siddhartha Gautama, se opuso al
hinduismo ortodoxo, védico y brahmánico, y le valió la condición de heterodoxo. La
doctrina que niega la existencia de un yo sustancial, junto a otra de las ideas principales
del buddhismo, la que afirma la estrecha inter-relación e inter-dependencia de todos los
fenómenos, lo que de manera oscura se traduce a veces como “co-originación
dependiente” y “originación co-dependiente”, intentando traducir la noción fundamental
que en sánscrito se dice pratîtyasamutpâda y en pali –las dos lenguas más utilizadas por
el buddhismo- pattîtasamutpâda-, parece negar la posibilidad de un yo cartesiano o
platónico. El ego sería un constructo artificial, necesario quizás en ciertas fases del
desarrollo para organizar nuestra existencia en el mundo, pero obstáculo central cuando
se trata de alcanzar la iluminación, el gran despertar, el nirvâna. Así pues, buena parte
de la meditación buddhista y del enfoque buddhista de la existencia, iría encaminada a
la “de-construcción” del ego, de la idea de yo –pues no sería más que eso, una idea, un
error cognitivo, una ilusión, un auto-engaño-.
Ves, pues, cómo da la impresión de que -quizás de manera desconcertante- una
parte del buddhismo parece aliarse como los empiristas escépticos y los materialistas en
negar la existencia de un yo sustancial y que dijeran lo mismo el Buddha que Hume o
Lacan. Pero, probablemente no sería correcto identificarlos excesivamente. Es cierto
que actitud empirista y escéptica cuadra bastante bien con algunos enfoques buddhistas
(de ahí que algunos hablan de su agnosticismo –para entendernos, escepticismo en
materia religiosa- y de su pragmatismo –como toda teoría es un constructo que nos
separa de la experiencia directa de la realidad, todas ellas son dudosas e incluso
obstáculo para la realización directa y el despertar, o al menos válidas tan sólo en la
medida en que se convierten en herramientas útiles para el trabajo interior-), pero sería
más difícil decir que comparten el materialismo de fondo. Efectivamente, parte de la
ambigüedad de las palabras atribuidas al Buddha (aunque conservadas por escritos sólo
muchos años, décadas y hasta siglos después de haber sido supuestamente
pronunciadas) consiste en ese rechazar tanto el extremo del “eternalismo” (la existencia
del atman eterno) como el extremo del “aniquilacionismo” (la defensa de que nada
queda del ser humano cuando muere). Así es, el Buddha guardaba silencio cuando se le
hacían preguntas metafísicas, su enfoque era práctico y buscaba ayudar, como un
médico, a la sanación del sufrimiento que es constitutivo de esta existencia encarnada y
vivida desde la ignorancia.
Sea como sea y a pesar de tales dificultades, tanto algunos textos atribuidos al
Buddha como buena parte de la tradición buddhista posterior, invitan a situar al
buddhismo entre las concepciones espiritualistas (aunque no sea una religión, aunque no
conceda importancia a la figura de un Dios personal, creador del mundo, aunque niegue
la existencia de un alma individual), pues la meta última es el descubrir nuestra
verdadera naturaleza búddhica, nuestro rostro original, aquél que precede a nuestro
nacimiento en un cuerpo físico, aunque sea un rostro sin máscara (sin persona, sin
personalidad, sin individualidad), una Vacuidad (shunyâtâ) que acaso simbolice la
verdadera Plenitud más allá de todo nombre y de toda forma, de toda máscara y de toda
particularidad, de todo pequeño ego y de toda posibilidad de apropiación y de
conceptualización.
¡Vaya, vaya, adónde nos ha llevado la pretensión cartesiana de haber descubierto
evidencialmente la existencia de un yo como sujeto sustancial! Pues si esto ha sido así,
no te digo nada de adónde podría llevarnos su segunda certeza, su segunda evidencia,
que tiene que ver no con el alma, sino con Dios. Y, sin embargo, hemos de arriesgarnos
y ponernos en marcha “donde el corazón nos lleve” –por parafrasear el título de ese
bello libro de Susana Tamaro-.
Mantén tu atención, pues la cosa se pone todavía más difícil. Descartes ha
logrado un fundamento firme para comenzar a construir el edificio filosófico, una base
inconmovible: yo soy, podría ser la formulación más concisa de su descubrimiento.
Pero ¿qué soy? Una res cogitans, una cosa que piensa, una sustancia pensante, una
mente, un alma, un espíritu. Un sujeto cuyo atributo fundamental es la capacidad de
pensar. El dualismo ontológico de Descartes –recuerda que también Platón defendía una
ontología dualista al distinguir entre fenómenos sensibles e Ideas-Reales- consiste en
afirmar que hay dos tipos de cosas (de entes, de realidades, de sustancias): almas
pensantes y cuerpos extensos. “Cuerpo” aquí no significa sólo cuerpo físico de un ser
humano, sino cualquier tipo de sustancia cuyo atributo fundamental no es el pensar, sino
la extensión. Las cosas, los objetos materiales se caracterizan por ocupar un espacio
determinado, por tener una extensión. No hay materia sin extensión espacial –pensaba
Descartes-. Frente a ese tipo de cosas, las almas pensantes no ocupan un lugar en el
espacio, aunque los pensamientos y todos los procesos psíquicos, sí que transcurren en
una línea temporal, en la que cabe distinguir un antes, un ahora y un después.
Aplicando lo anterior a la dimensión antropológica de la realidad, vemos que el
ser humano es concebido por Descartes como la unión de un alma y un cuerpo, es decir
una mente individual, finita, en un trozo de materia, igualmente determinado. Como
ves, no anda muy lejos de la concepción platónica. Ambos son idealistas, ambos son
dualistas, ambos son racionalistas. Por decirlo con el título de este apartado, para
Descartes el ser humano es “un espíritu en una máquina”. Emplear el término
“máquina”, en esta ocasión, no es una metáfora más o menos afortunada, sino que
corresponde bastante bien a la idea que Descartes se hacía de lo que es un cuerpo
humano. No sólo este, sino también el (cuerpo) animal –en realidad el animal es sólo
cuerpo, sólo máquina, sin espíritu- constituye un automatismo, un sistema mecánico que
se explica mediante leyes mecánicas y no pasa de ser un verdadero “autómata”.
Pues bien, Descartes se pone en marcha para ver si puede descubrir más
certezas, aparte del hecho de ser un espíritu capaz de pensar. Y su proceso discursivo es
el siguiente: en nuestra mente descubrimos muchas ideas distintas (¡esa es la primera
certeza del idealismo, que hay ideas!) que podemos clasificar en ideas adventicias –que
llegan a nosotros desde fuera de nosotros mismos, por ejemplo la idea de mesa- e ideas
innatas –que no proceden del exterior, sino que nacemos con ellas, o al menos con la
capacidad de formarlas, de descubrirlas mediante un pensar metódico, con una mente
atenta y lúcida. De este tipo sería la idea de infinito.
Fíjate, Descartes mantiene la idea de que el mundo exterior (que está fuera de la
mente, mundo extramental, objetivo) todavía no está demostrado que exista realmente;
podría ser una especie de sueño, de alucinación, de ilusión, así que la única realidad con
la que podemos operar es la realidad mental, mentes e ideas, mentes que pueden pensar
ideas. Y entre esas ideas, la idea de infinito es de tal naturaleza que no podría ser
producida por nada finito. Observa estos dos presupuestos que subyacen a esto que
acaba de decir Descartes. Por una parte, Descartes afirma que le resulta totalmente
evidente que yo, este espíritu pensante, soy una realidad marcada por la finitud. Esto
parece claro, ya que ni puedo saber todo lo que me gustaría, ni puedo hacer todo lo que
quiero, así que estoy lleno de limitaciones. Ni soy omnisciente (u omnisapiente, no lo se
todo), ni soy omnipotente (no lo puedo todo), justamente dos características que se le
suelen atribuir al Dios infinito. Por otra parte, Descartes afirma también que otro
principio evidente es aquél que nos hace comprender que de lo menos no puede surgir
lo más, de lo imperfecto no puede surgir algo menos imperfecto, así que de mí que soy
finito nunca podría surgir lo Infinito (sí, ya se que me dirás que es sólo una idea, la idea
de infinito, pero recuerda que, de momento, no hemos aceptado otra realidad que no sea
la ideal, la mental, la realidad de las ideas).
Esta idea-realidad infinita, Descartes la identifica con la idea de Dios, concebido
como Res cogitans infinita, Espíritu absoluto, infinito. Perfección. Esta argumentación
es una formulación del llamado argumento ontológico que ya había presentado unos
seis siglos antes, en el siglo XI, un monje cristiano, de nombre Gaunilón, en plena época
agustinista, desde que San Agustín, elaboró su pensamiento, convirtiéndose en la visión
cristiana más influyente, al menos durante siete siglos, y sin duda más allá, pues no ha
dejado de influir hasta nuestros días. Gaunilón decía que todo ser humano (hasta el nescio, el ignorante) tiene en su mente la idea de “un ser mayor que el cual no cabe pensar
otro”, o si se quiere, para pensarlo con mayor claridad, la idea de “perfección”. Pues
bien –argüía Gaunilón-, si pensamos con claridad la idea de perfección, por principio ha
de existir, pues si no existiera no sería la perfección, podría pensarse otra realidad
similar a la anterior, pero además existente, con lo cual esa sería la primera idea que se
supone habríamos pensado.
Pronto otro monje le replicó, argumentando que por el hecho de pensar en las
Islas Bienaventuradas, o en un unicornio, no quiere decir que existan, es decir que una
cosa es el pensar y otra el existir realmente. Pero Gaunilón insistió en que sólo en el
caso de la idea de perfección (o del ser mayor que el cual no puede pensarse otro) tiene
validez el paso del pensamiento a la existencia. Ninguna otra noción implica la
existencia, sólo la perfección incluye necesariamente el acto de existir, la existencia en
acto, actualmente, ya, ahora, de verdad.
No vamos a seguirle el hilo a este desconcertante y polémico argumento acerca
de la existencia de Dios (pues tanto Anselmo de Canterbury como Descartes
identificaban el Ser más grande, la perfección o la infinitud con Dios), pues ha tenido
tanto apasionados defensores (entre ellos Leibniz) como duros críticos (entre ellos
Kant). Lo dejaremos aquí, pues en realidad hemos realizado una incursión en el campo
de lo que habíamos llamado “filosofía de la religión”, aunque en este caso bien podría
hablarse de “teología” sin más.
Sí, no te extrañes, la teología no es sólo una cuestión religiosa y aceptable sólo
para creyentes en un Dios. Es cierto que hay una “teología revelada o sobrenatural”
cuya aceptación sí que supone una previa fe en el carácter revelado o inspirado de
ciertos textos, pero –siguiendo la distinción que hizo Santo Tomás de Aquino, la otra
gran cabeza pensante del cristianismo, en el siglo XIII- hay también una “teología
racional, natural” que se ocupa del mismo objeto (Dios, que en griego se dice theós),
pero con un método y unos presupuestos distintos. Efectivamente, la teología racional
se ocupa de pensar acerca de la existencia, la esencia, los atributos, etc. de Dios, pero lo
hace sin aceptar más argumentos y pruebas que los que pueda ofrecer la razón,
poniendo entre paréntesis la posibilidad de que Dios (o algún ángel o arcángel o el
Espíritu Santo) se comunique con el ser humano mediante palabras inspiradas que son
escritas por el profeta o el escriba de Dios correspondiente. Pues, en este sentido,
podemos decir que Descartes lleva a cabo un argumento teológico que trata de
demostrar racionalmente la existencia de Dios.
Terminaré recordándote que se trata de un argumento a priori, lo cual significa
que no hace falta observar el mundo empírico para elaborarlo, basta con pensar con
claridad y distinción, como proponía Descartes. El resto de argumentos acerca de la
existencia de Dios se denominan a posteriori, ya que parten de la experiencia, de lo que
podemos observar en el mundo, para desembocar en la necesidad lógica, racional de un
Motor inmóvil, de una Causa incausada, de un Ser necesario, de un Propósito
inteligente, por mencionar las principales vías desarrolladas especialmente por Tomás
de Aquino en su Summa Theologica. No seguiremos por estos derroteros, porque si no
nos tendremos que meter más a fondo en las cuestiones teológicas o filosóficoreligiosas y no era ésta mi intención. Véase esto como un desarrollo colateral del
pensamiento de Descartes, para volver una vez más a su idea del ser humano, centro
ahora de nuestra reflexión, y que como ves, a pesar de inaugurar la filosofía moderna
racionalista, termina aceptando las mismas verdades básicas tanto del platonismo como
del cristianismo: la existencia de Dios y del alma, la imagen del ser humano como un
ser espiritual que pasajeramente se halla unido a un cuerpo físico-material, la existencia
de una dimensión espiritual más significativa y esencial que la dimensión material
¿Se deben estas coincidencias a que Descartes no ha logrado desembarazarse de
sus “creencias” cristianas -al fin y al cabo había estudiado en los jesuitas de La Flèche
y había recibida una educación escolástica, en la que los dogmas de la religión cristiana
habían estado siempre muy presentes- o más bien a que forman parte de esa philosophia
perennis que algunos defienden que existe? Quizás sea pronto para que llegues a una
conclusión (llegar a conclusiones definitivas parece algo difícil hoy, sobre todo después
de haber caminado junto a los maestros de la sospecha que te voy a presentar a
continuación, pero cabe adoptar conclusiones provisionales y sujetas a posterior
investigación), pero puedes ya, eso sí, comenzar a pensar sobre ello.
2.4. Los maestros de la sospecha y la quiebra de la imagen clásica del ser
humano
A grandes rasgos, puede decirse que la imagen del ser humano que hemos visto,
de la mano de Platón y de Descartes, es la imagen clásica, tradicional, dominante
durante más de veintitrés siglos, en Occidente. La verdad es que también en buena parte
de Oriente, sea en el extremo Oriente, China, Japón, etc. con las tradiciones taoístas,
buddhistas, shintoístas, etc., sea en el Oriente Próximo con el zoroastrismo, el
mazdeísmo y otras tradiciones, sea en la India –para algunos el Oriente por excelencia-,
con el hinduismo, el buddhismo y el jainismo. En definitiva, una concepción
espiritualista del mundo, presentada de manera mítico-religiosa en muchas ocasiones,
con frecuencia ahogada en un marco religioso dogmático que, unido al poder político,
no siempre da la impresión de haber colaborado en el correcto desarrollo de la
humanidad.
Pero no caigamos en las fáciles críticas a las religiones que tan frecuentes son
actualmente, como si en ellas estuviese el origen de todos los males (de algunos no cabe
duda) y no pudiera hallarse ya ningún aspecto positivo (qué duda cabe que en muchos
aspectos han llevado a cabo una meritoria tarea). Respecto a esto, como respecto a todo,
mi recomendación sería no apresurarse a tomar posiciones radicales siguiendo clichés
repetidos sin matizar suficientemente, algo que sin embargo es lo que suele hacerse. O
bien defiendo la religión a capa y espada (hasta hace poco sólo la mía, algunos
recientemente todas ellas –justamente como manifestaciones de esa sophia perennis-) o
bien la critico con todas mis fuerzas, atribuyéndole el origen de todos los males.
Pues bien, buena parte de los clichés que hoy se repiten cuando se habla de la
religión proceden justamente de estos tres mosqueteros, estos tres grandes pensadores,
enormemente influyentes durante todo el siglo XX, que han recibido el apelativo de
“maestros de la sospecha” porque nos han enseñado a desenmascarar muchas
apariencias de lo que parecía tan respetable, tan adorable y tan valorado. Me refiero a K.
Marx, F. Nietzsche y S. Freud. Aquí nos interesa ante todo su imagen del ser humano,
pero será conveniente situar un poco ese aspecto en el contexto más amplio de su
pensamiento general y de su época.
2.4.1. K. Marx y la sospecha ante el poder político y económico
K. Marx (1818- 1883) escribe su obra en la segunda mitad del siglo XIX, siglo
que ha ido profundizando en las críticas surgidas, sobre todo desde la Ilustración, a la
imagen del ser humano hegemónica, de raigambre religiosa y metafísica. La última gran
obra filosófica antes de Marx había sido la de Hegel (1770-
), justamente otro gran
idealista y racionalista que concebía la realidad como razón o como espíritu y por tanto
la Naturaleza y la Historia como el despliegue de la Idea, la Razón o el Espíritu
absoluto. Marx reaccionará contra el idealismo hegeliano y producirá una inversión total
de la perspectiva filosófica, defendiendo un materialismo radical, un naturalismo que
niega la existencia del espíritu y trata de pensar al ser humano, así como la historia y la
sociedad construidas por éste en términos de fuerzas materiales (económicas, sociales y
políticas).
Ya L. Feuerbach (1804-1872) había criticado la concepción religiosa de la
existencia y del ser humano y en su libro La esencia del cristianismo había analizado el
fenómeno religioso y la idea de Dios como una “proyección”, en un ideal elevado, de
aquellas cualidades positivas que el ser humano posee en potencia, pero no es capaz de
vivir en sí mismo (recuerda esta noción de proyección, pues en Freud un mecanismo
psicológico similar pasará a primer plano y en toda la psicología profunda se ha
convertido en una herramienta básica para la auto-comprensión y el entendimiento de
las motivaciones ocultas de los demás). Pues bien, Marx criticará duramente la religión,
afirmando que es “el grito de la criatura oprimida” y “el opio del pueblo” ¿Qué significa
esto? Pues que la religión es una ficción, una falsedad, una creación humana fabricada
por intereses económicos y políticos. A través de ella, los trabajadores, las clases
oprimidas, explotadas, dejan de prestar atención a las injusticias del presente y piensan
que lo importante, la verdadera vida está en un “más allá”, en el cielo del cristianismo
popular, para el cual esta vida no es más que una preparación, un verdadero “valle de
lágrimas” que hay que soportar con resignación, confiando esperanzadamente que pase
cuanto antes para ingresar en la verdadera vida, que es una Vida eterna. La oración, la
creencia en un padre todopoderoso y bondadoso, sería el signo –el grito- de esa criatura
–el ser humano- que sufre innecesariamente tremendas injusticias por el egoísmo de
aquellos grupos de poder que dominan la economía y la política, explotando y
oprimiendo a la mayoría de los restantes seres humanos.
La religión sería el opio del pueblo, porque la fe religiosa produciría un
adormecimiento (como sucede con los opiáceos) de la conciencia y una falsa
tranquilización, evitando así que pueda luchar por la justicia social. La religión se habría
asociado al poder político y no sería sino un instrumento corrupto de la dominación por
parte de las clases privilegiadas que detentan el poder, un engaño, una droga que
permite escapar momentáneamente de la realidad, pero que la deja sin transformar.
Marx estudió bastante filosofía, pero él era ante todo un historiador y un
economista. Estos dos campos del saber constituyen su fuerte y es ahí donde sus
aportaciones son mayores. Intentó que ambas disciplinas llegasen a ser verdaderas
“ciencias” (el ideal y la obsesión dominante desde el surgimiento de la ciencia moderna
y sus logros), para poder criticar de manera objetiva y contundente aquellos saberes que
no eran científicos, sino ideológicos. La noción de ideología es central en Marx y se
refiere a esas maneras de pensar, esas ideas, esas teorías, que no son científicas, sino
que tergiversan y deforman la realidad, ya que están contaminadas por oscuros
“intereses” económicos y políticos. Desde su perspectiva, la religión, por supuesto, pero
también la filosofía (la metafísica clásica sobre todo), las teorías económicas, las teorías
políticas, en definitiva, toda la “supraestructura” de la sociedad estaría deformada y al
servicio del poder. Lo que se ha pensando ha estado condicionado y casi determinado
por la clase social a la que pertenecía el pensador y por su sumisión a la ideología
dominante.
Quizás sepas que para Marx la historia de la humanidad, hasta su época al
menos, no habría sido sino la historia de la lucha de clases. Clases sociales basadas en el
modo de producción, el cual constituye el sistema económico de una sociedad. Según
esto, cada época (la antigua, la medieval, la moderna) tendría su modo de producción
(esclavista, servil, capitalista), con sus clases explotadoras, opresoras (amos, señores,
burgueses) y sus clases explotadas, oprimidas (esclavos, siervos, proletarios). Esto hace
que el ser humano haya estado “alienado” y no hay podido realizarse, actualizar sus
potencialidades en tanto que ser humano libre y creativo. La alienación es otro de los
conceptos importantes del marxismo, especialmente en lo que aquí ocupa el centro de
nuestra reflexión, que es el ser humano. La alienación tiene múltiples rostros, pero el eje
central lo constituye, en el enfoque marxista, la alienación económica. Es aquí donde
Marx profundizó su análisis, criticando la economía política clásica, asociada al
liberalismo político, en su obra magna, El Capital, así como en otras muchas obras
como su Contribución a la crítica de la economía política.
Efectivamente, puede decirse que la flecha del análisis de Marx apuntaba al
sistema económico capitalista, aquél en el cual vivió él mismo y cuyas funestas
consecuencias sobre el trabajador asalariado podía comprobar directamente. Una de las
piezas centrales de su análisis es la noción de plusvalía, cuyo significado puede
simplificarse diciendo que es la cantidad de dinero que, en justicia, pertenecería al
trabajador, dado que es quien ha producido el producto del trabajo, pero que en realidad
se embolsa el capitalista, con la excusa de que él es quien arriesga el capital (que Marx
define como dinero acumulado) y quien da de comer al trabajador pagándole un salario.
Es cierto, pero el salario es muy inferior a lo que debería ser. No pasa del mínimo
necesario para mantener en vida esa fuerza del trabajo que le permite al capitalista
enriquecerse cada vez más, al mismo tiempo que el trabajador se empobrece cada vez
más. Lo que Marx denunció es la condición miserable en que han vivido siempre las
clases explotadas (esclavos en la antigüedad, siervos en el Edad Media, proletarios en la
Edad Moderna), mientras que las clases en el poder (amos y ciudadanos libres, señores
medievales, la nobleza, el clero, los burgueses) derrochaban el dinero y se movían
libremente con grandes espacios de ocio, placeres y lujos de todo tipo.
No es cuestión de entrar ahora en cuestiones más técnicas, económicas,
históricas y políticas, sino de destacar ese impulso ético que parece regir el pensamiento
de Marx y su lucha por la justicia y la igualdad entre los seres humanos. Si el
liberalismo económico y político puede verse como un avance frente a las condiciones
medievales y enarboló la bandera de la libertad a partir del lema de la revolución
francesa a finales del siglo XVIII, justamente como resultado de las exigencias
planteadas por algunos ilustrados a lo largo de todo el siglo, el marxismo (socialismo y
comunismo como modos de producción distintos del capitalismo) enfatizó la
importancia de la igualdad (segundo término del lema revolucionario), mostrando que
un reconocimiento meramente formal de las libertades (políticas, sociales y
económicas), sin poner remedio a las graves desigualdades que seguían desgarrando la
sociedad, no pasaba de ser retórica vacía, sospechosamente esgrimida por los
intelectuales pequeño-burgueses, o ingenuidad
quizás bienintencionada, pero poco
realista.
Aunque para muchos, el comunismo marxista ha pasado a ser considerado –
sobre todo a partir de la perestroika soviética y de la caída del muro de Berlín en 1989como una utopía, una especie de hermoso sueño irrealizable, hay que recordar que el
marxismo se presentó justamente como socialismo científico frente al socialismo
utópico que había comenzado a cuajar décadas antes del surgimiento del marxismo.
Socialismo científico que pretendía basarse, sobre todo, en la nueva ciencia de la
historia que habría sido descubierta por Marx, al formular algunas de sus leyes
principales, concebida como materialismo histórico. Frente a la idea de la historia que
tenían Hegel y los idealistas, quienes creían que ésta era dirigida por las ideas, o en todo
caso por el Espíritu absoluto, guiando a los héroes y genios de la historia, quienes serían
los verdaderos sujetos de la misma, sus principales artífices, aquellos en quienes la
Razón se expresa de manera especial, o en quienes el Espíritu sopla de manera más
clara, el marxismo defiende que el motor de la historia no es de orden ideal o espiritual,
sino de orden material. Son las condiciones materiales, económicas, los intereses de este
campo, los que hacen que la humanidad y la historia vayan en una dirección o en otra.
El sujeto de la historia no son los individuos destacados (César, Napoleón, Cristo, Buda,
Mahoma, etc.), sino los pueblos enteros. Y si no ha sido así, debe serlo. Especialmente,
las clases oprimidas deben tomar conciencia de su estado de alienación y luchar por la
emancipación, por la liberación, por la dignidad de la vida humana.
En definitiva, el ser humano, para Marx, no es un ser espiritual caído en un
cuerpo material, sino un ser natural y un ser social. Que el hombre sea (sólo) un ser
natural significa negar su dimensión espiritual. Implica defender una ontología
naturalista que rechaza cualquier referencia a la religión, la espiritualidad, Dios, el
alma, la inmortalidad, el más allá, etc. Que el hombre sea (ante todo) un ser social e
histórico significa que su individualidad –destacada por el individualismo regente en el
liberalismo burgués, desde la autonomía kantiana abstracta y universalizadora hasta las
libertades utilitaristas- no cobra sentido más que teniendo en cuenta la red de influencias
y de relaciones sociales que lo constituyen, así como el carácter formativo de las
circunstancias históricas que han posibilitado que el presente sea como es.
Naturalismo, socialismo, historicismo constituyen tres llamas que prenden con
fuerza en el siglo XIX. Recuerda que por esas mismas fechas, Charles Darwin (1809-
1892) publica su obra, El origen de las especies, abriendo la interpretación de una
concepción naturalista, evolucionista-biologista del ser humano, ya que si éste es
producto de una lenta evolución a partir de especies animales anteriores, su dimensión
anímico-espiritual parece resultar innecesaria. La naturaleza del ser humano ha estado
siempre muy ligada a la concepción acerca de su origen. Si el origen era una creación
divina y Dios insuflaba el pneuma, el espíritu, en las narices del Hombre primigenio, la
dimensión espiritual del ser humano estaba asegurada. Si la verdadera realidad era el
mundo suprasensible de Platón, auténtica morada atemporal de las almas, la dimensión
espiritual quedaba asegurada. Si la primera certeza incuestionable era que soy un sujeto
sustancial pensante, que no ocupa lugar en el espacio y cuya idea de cuerpo puede ser
una especie de alucinación, la dimensión espiritual quedaba asegurada.
Ahora, por el contrario, no sólo el planeta Tierra ha sido desbancado del centro
del universo y ha pasado a ser un pequeño planeta dentro de un sistema planetario que
gira alrededor del Sol, y poco después una pequeña mota de polvo en una inmensa
galaxia con miles de millones de estrellas, que, asombrosamente no constituye más que
una entre miles de millones de galaxias, sino que el ser humano también ha quedado
“descentrado”, pues ya no parece ser el “centro” (de atención) y la cima de la creación,
sino que constituye un eslabón más en una larga cadena cuyos comienzos son
demasiado remotos para reconstruirlos satisfactoriamente, pero que quizás nos hagan
retroceder hasta el mismísimo Big Bang, real o hipotético.
Lo mismo sucede con el surgimiento del historicismo y su omnipresencia en el
siglo XIX. En realidad, esto forma parte del proceso de secularización que había
comenzado con la Modernidad. Con el cuestionamiento de la realidad del mundo de las
Ideas platónico y del más allá cristiano, con las dudas acerca de la existencia de una
Vida eterna, ante la cual la pequeñez de la historia (personal o colectiva) palidece, la
importancia y el valor de la historia, del siglo, del tiempo, del devenir, son recuperadas
y pasan a un primer plano. Claro, si esta vida es un valle de lágrimas o un breve lapso
de tiempo, un abrir y cerrar de ojos que comienza con el nacimiento y cuando nos
damos cuenta nos encontramos ya al otro extremo de la vida, a punto de entrar en una
Vida más vida, en una realidad más real, pues nuestra mirada, como la del sabio
platónico, como la del santo cristiano, estará dirigida hacia lo Eterno, las verdades
atemporales o el Espíritu supremo. Pero, si esta vida es la única que tenemos y esta
tierra que pisamos nuestro único lugar, si el horizonte de la eternidad desaparece de
nuestra conciencia, entonces, automáticamente, o bien se contempla el absurdo, o bien
lo que tenemos -poco o mucho es relativo- se revaloriza de una manera extraordinaria.
De este modo, el pathos eternalista, tan frecuente en casi todas las religiones, la
perspectiva ultramundana, supracósmica y la actitud de huida del mundo (fuga mundi,
decían los latinos) dejan de tener sentido y la naturaleza y la historia se convierten en
nuestro único hogar. De ahí el naturalismo y el historicismo, que como vemos se
reivindican en oposición al espiritualismo y al eternalismo. La segunda parte del siglo
XIX parece gritar por todas partes: “Somos seres naturales, no espirituales”, “Somos
seres históricos, no eternos”. Incluso la noción de naturaleza humana, entendida en un
sentido esencialista, como algo que perdura más allá de los cambios, va a ser apartada y
se dirá del ser humano que “no tenemos naturaleza, sino historia”.
Esta tendencia que hemos visto en Marx, la vemos pronto también en Dilthey o
en Ortega, por citar sólo dos pensadores que merecen nuestra atención, pero de los que
no podemos ocuparnos aquí.
En fin, se trataba sólo de acercarnos a algunos aspectos del pensamiento de
Marx y de su época, para tomar conciencia de hasta qué punto la imagen tradicional del
ser humano y su puesto en el cosmos están haciéndose añicos y el ser humano se siente
desgarrado, tanto en su imagen como en su realidad diaria ¿En qué espejo nos
contemplamos?
Debes saber que la influencia del pensamiento marxista ha sido enorme y no
sólo en el campo del pensamiento, sino también y sobre todo, como era de esperar
teniendo en cuenta su misma propuesta, en el campo de la acción, de la transformación
social y política. Como sabes, en pocas décadas, el pensamiento y la acción marxista
corrieron como pólvora por los cinco continentes y algunos países trataron de llevar a
cabo la propuesta revolucionaria marxista y en varios países se implantaron regímenes
comunistas (la antigua URSS, varios países del Este de Europa que giraron en la órbita
comunista, China, Cuba, etc.), y en otros muchos, el pensamiento y la política socialista
fueron ganando terreno, bien desde la oposición política o mediante la pluma,
dominando cada vez más espacios culturales, bien desde el logro democrático del poder,
una vez el socialismo había renunciado al aspecto más violento y revolucionario del
proyecto marxista que estimulaba la radicalización de la luchas de clases, la toma del
poder político y la instauración de una dictadura del proletariado. Hasta ahora, los
filósofos se habían limitado a “interpretar” el mundo, ahora se trataba de pasar a la
acción, de “transformarlo”, conduciéndolo hacia una sociedad más humana, menos
alienada, menos injusta, más digna. ¿Se ha conseguido, directa o indirectamente?
¿Estamos en condiciones de emitir un juicio mínimamente objetivo? ¿Ha sido el
“socialismo real”, los regímenes históricamente existentes, que se han reclamado
marxistas, el único socialmente posible? ¿Es legítimo juzgar el ideal (marxistacomunista en este caso) por sus encarnaciones históricas? ¿Se hallaba el fracaso
histórico de los países comunistas al que hemos asistido en las últimas décadas de
manera mucho más veloz de lo que la mayoría podíamos esperar implícito de algún
modo en la propia doctrina marxista o cabe recuperar parte del ideal, del proyecto
marxista, eliminando dogmatismos y fanatismos sangrientos, para una encarnación más
lograda del mismo? Hay aquí muchas cuestiones pendientes y hasta candentes que
exigen otro lugar para ser tratadas. Basta ahora con que tú comiences a plantearte tales
preguntas y busques posibles respuestas. Muchos millones de personas cantaron
esperanzados el himno de la Internacional, puño en alto. Muchos millones se han
sentido defraudados e incluso horrorizados de ver cómo también este ideal se teñía de
sangre, se hinchaba de ansias de poder y se desgarraba entre la ambición y la corrupción
que han recorrido la historia humana. ¿Qué es el ser humano, como individuo, en su
sociedad, en su historia? –seguimos preguntándonos, sabiendo que quizás no hay
respuesta definitiva-.
2.4.2. F. Nietzsche y la sospecha del logos/razón
F. Nietzsche (1844-1900) pertenece a la segunda generación posterior a Marx. Si
éste tiene alma de economista político y de luchador social, Nietzsche tiene alma de
artista y de revulsivo cultural. No vamos a hacer un psicoanálisis de estas figuras (no
creas que no se ha hecho ya, puedes ver un ejemplo, justamente sobre Nietzsche en la
obra de Alice Miller, La llave perdida), especialmente de la enigmática, compleja y
fascinante vida de Nietzsche (también un excelente filósofo y psiquiatra, se ocupó de
ello, K. Jaspers, en su Nietzsche), sino que nos limitaremos a dialogar un poco con él,
para intentar entender lo que pensó y hasta qué punto ha influido en lo que en las
últimas décadas se denominó la postmodernidad, ya que muchos de sus proponentes lo
reclaman como su principal precursor.
El alma de artista de Nietzsche resulta evidente no sólo en sus estudios de piano
y su gusto por la música (su admiración, primero y sus críticas más tarde, hacia
R.Wagner forman todo un episodio de su vida), no sólo en su primera obra dedicada a
El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872), obra en la que
contrapondrá esos dos arquetipos centrales en el mundo griego que son lo apolíneo (del
dios del orden, la belleza, la mesura, lo razonable, Apolo) y lo dionisíaco (del dios
Dionisos, Baco, paradigma de lo irracional, la desmesura, el desenfreno, la orgía), sino
sobre todo en su propuesta del ser humano como ser creativo. Efectivamente,
quisiéramos centrarnos en ese aspecto de Nietzsche, aquél que encarna el arquetipo del
artista creador, aspecto frente al cual todo lo demás ha de ser subordinado.
Si bien la crítica de Nietzsche afecta a la tradición occidental en su conjunto,
desde sus raíces socrático-platónicas, desde su componente judeo-cristiano, hasta sus
ramificaciones socialistas y humanistas, podemos centrarnos en su crítica a los valores
morales, aspecto que constituye una de sus facetas más fascinantes y donde su
“destrucción/deconstrucción” de la tradición occidental se deja ver con mayor claridad.
No olvides que dijo de sí mismo, “yo no soy un hombre, soy dinamita”, y que
propugnaba “filosofar a martillazos”. ¡Diríase, recurriendo a terminología hindú, que
encarnaba el aspecto de Shiva el destructor! O, en otra terminología (A. Bailey) que
correspondía a un primer rayo, el rayo de la voluntad, del poder, el rayo (manera de ser,
tipo de personalidad, podríamos traducir aquí) cuya misión es destruir aquellas formas
caducas que impiden la expresión de un nuevo flujo de Vida.
Justamente la voluntad de poder terminará siendo el concepto central de la
ontología y de la antropología de Nietzsche. Esto significa que el impulso secreto que
mueve toda la realidad, y por ende al ser humano, no es el amor ni la voluntad de saber
la verdad, sino la voluntad de poder. Y la voluntad es creación libre y gratuita. Eso es lo
que quiere el artista: crear libremente, sin tener que atenerse a cánones ya establecidos y
prefijados, a normas aceptadas por una sociedad y que hay que seguir y acatar.
Aplicado al terreno de la moral, comprenderemos así porqué la crítica feroz y
despiadada a los valores morales vigentes. Nietzsche habló de la moral de esclavos y la
moral de señores. Según él, originalmente, antes de que se llevara a cabo la “rebelión de
los esclavos”, de los débiles (los sin voluntad o con escasa voluntad), antes de que se
llevara a cabo esa funesta inversión de los valores naturales que habría regido hasta sus
días, “bueno” era todo aquello que estimulaba y ejercitaba la voluntad de poder de los
“nobles”, los “poderosos”, sin cortapisas de una moral estrecha. Y “malo” era todo
aquello que debilitaba, que impedía el logro de los fines propuestos. Ahora bien, los
débiles se unieron para gritar juntos y decir que lo bueno, lo fuerte, lo noble, lo
aristocrático, era, en realidad, “malvado”, impuro e indigno. El cristianismo influyó
poderosamente en esa valoración, esa perversión de los valores naturales, que permiten
espontáneamente que el fuerte ejerza su fuerza y el poderoso manifieste su poder. Esto
es la ley de la vida misma y oponerse a ello es oponerse a la Vida, ir contra ella,
reprimirla (término que veremos en un sentido más técnico en Freud), obstaculizar su
expresión. Así, empezó a promoverse el amor a los débiles, la compasión, la humildad,
todos esos valores cristianos que para el fuerte no tienen sentido, que según Nietzsche
son contra natura y que terminan debilitando y esclerotizando los sanos impulsos
vitales, asociados con la voluntad de expansión, de dominio, de poder.
Ahora bien, la inversión de los valores, el error radical había comenzado ya
antes, con Sócrates y Platón. En realidad es que no hay tanta diferencia (¿error radical y
funesto o expresión de la sabiduría perenne, podrás preguntarte?), ya que, como decía
nuestro autor, el cristianismo no es sino platonismo para el pueblo. ¿Qué quiere decir
esto? Pues que en última instancia están diciendo lo mismo, pero el cristianismo en
terminología religiosa y popular, accesible a todo el mundo, y el platonismo en
terminología filosófica más técnica y elitista –pues, al fin y al cabo, también Platón era
aristócrata y proponía un gobierno aristocrático, en un sentido que habría que explicar,
pues no coincide con la idea negativa de aristocratismo que tú tendrás y que domina
hoy-.
Así es, el error funesto estaría en la división platónica de dos mundos y en la
firme creencia en que el verdadero mundo no es este mundo de los sentidos, del cuerpo,
de la materia, sino un mundo suprasensible, el mundo de las Ideas. Además, para colmo,
Platón situó en la cúspide de la jerarquía de las Ideas-valores, la noción del Bien e
insistió en que la moral era algo objetivo, el Bien no podía inventarse y crearse a
voluntad, sino que existía en sí, de manera objetiva, absoluta, incluso fuera del espacio
y del tiempo. ¡Justo lo que el rebelde Nietzsche no podía soportar! Él propondrá el
hombre auténtico, todavía más el übermensch (noción polémica que generalmente se ha
traducido como “superhombre”) como creador de nuevos valores, también morales.
Pues rechaza toda objetividad de los valores, toda jerarquía establecida, toda verdad
válida para todos. No existe la verdad objetiva, los conceptos no describen la realidad
tal como es, sino que son metáforas que intentan describir una realidad viva, la vida en
constante devenir, inapresable por la razón conceptualizadora, tal como el racionalismo
ha querido y pretendido hacer siempre. La razón, el logos, tan preciado por los griegos,
no tiene la última palabra. La voluntad no se somete a ningún logos, a ninguna razón.
La voluntad es voluntad de vivir, voluntad de poder, voluntad de ser, de ser libre y
creativamente. Como un verdadero artista.
Qué duda cabe que no hace falta ser nietzscheano, como si uno se afiliase a un
partido y tuviera que seguir todas sus consignas, para reconocer la afilada intuición de
Nietzsche y lo acertado de algunas de sus críticas a unas tradiciones, unas instituciones,
unos personajes, religiosos, filosóficos o políticos, consiguiendo desenmascarar la
voluntad de poder, de ambición, de placer que se ocultan tras tanta máscara de beatitud,
de humildad, de servicio, de honradez.
A martillazos, Nietzsche consiguió quebrar muchas imágenes esclerotizadas del
ser humano, logró resquebrajar el espejo oxidado en el que se miraba la humanidad,
viendo un rostro que no era el suyo, gritó contra la represión irracional de lo irracional,
contra el puritanismo sexual -y moral en conjunto- que paralizaba al ser humano en su
época y vivió y pensó apasionadamente la vida vivida, el aquí y el ahora, hasta el punto
de jugar, como metáfora favorita, con la imagen del eterno retorno. Esto, en Nietzsche,
no parece significar una teoría que pretenda valor de verdad frente a la realidad; no
implica la creencia en que todo lo sucedido volverá a repetirse con pelos y señales, de
manera interminable, sino probablemente, la metáfora de ese amor apasionado a la vida,
no sólo en sus momentos placenteros, sino también en sus momentos dolorosos, en los
que el sufrimiento parece dar la razón a la primera verdad buddhista –sarvam dukkham,
todo es sufrimiento-, y ante cuyo conjunto Nietzsche proclama su amor fati, ese amor al
destino que le hace exclamar: ¡Esto es la vida, pues venga otra vez! … Y otra y otra y si
hace falta otra, en un retorno inacabable, pues la vida, esta vida corpórea, encarnada,
terrestre, es todo lo que, al parecer, tenemos, y por tanto es extraordinariamente valiosa,
incomparablemente valiosa ¿Y con qué íbamos a compararla, con una ficción de
realidad celestial? No, demasiado incierto, demasiados cuentos nos han contado ya en
esta vida, demasiada fe ciega, demasiado fanatismo sangriento, demasiada certeza
destronada, demasiada moral opresora y culpabilizadora. Nada de culpa, nada de
resentimiento. Dejemos eso para los de voluntad débil. No hay tiempo para ello. Hay
que crear, no sólo obras de arte, sino también y en primer lugar vidas de artista, vidas
artísticas, artistas de la vida, nuevos valores. Creatividad, impulso creativo, eso es la
Vida, eso eres tú.
Durante un tiempo, la dinamita que Nietzsche había hecho estallar –recuerda que
fue él quien, en una de sus obras más célebres, quizás su obra maestra, Así habló
Zarathustra, había proclamado el “Dios ha muerto”, algo todavía impronunciable en el
siglo XIX- produjo destrozos (morales e intelectuales) y causó estragos (entre muchos
de los creyentes que despertaban a una nueva posibilidad). Algunos de sus críticos se
apresuraron a declarar que Nietzsche no era un filósofo, que lo que hacía no merecía el
nombre de filosofía; era quizás un poeta con fuerza expresiva, un artista de la palabra
(probablemente más que del piano), un rebelde sin causa que criticaba ferozmente la
cultura en la que había vivido y hasta sus mismas raíces, un “enfermo” que acabó “loco”
por su manera de pensar, y otros muchos descalificativos que hacían perder de vista el
corazón de su pensamiento. Casi fue necesario el pensar esencial de un Heidegger (con
una voluminosa obra dedicada a nuestro autor, además de otras conferencias y cursos
publicados y referencias aquí y allá) para que muchos se tomasen en serio a Nietzsche
en tanto que filósofo. Es cierto que Nietzsche padeció dolencias varias, es cierto que fue
una persona físicamente débil y enfermiza, es cierto que la razón dejó de habitar en él
durante los últimos años de su vida, es cierto que muchas de sus críticas carecen de la
fundamentación filosófico-racional que muchos de los filósofos “a la manera clásica” –
como les gustaba decir a los neo-acropolitanos- no soportaban la falta de “rigor” de la
argumentación nietzscheana, pero todo ello no basta, ni mucho menos, para descalificar
su obra o su persona. Antes al contrario, la historia está mostrando que Nietzsche
supone un reto para una determinada manera de entender la filosofía y que la lucidez de
su pensar fragmentario y poético está influyendo mucho más de lo que gran parte de sus
precipitados críticos, quizás incapaces de integrar su propia sombra filosófica, podían
imaginar y desear. Todo ello, repito, sin necesidad de declararse nietzscheano, sin
necesidad de compartir muchas de sus tesis ontológicas, éticas y antropológicas.
Su noción de superhombre no quedó suficientemente dibujada. Quizás como en
el caso de Marx era más importante la crítica del pasado que la construcción del futuro,
era más necesario liquidar viejas estructuras de poder (filosófico, intelectual, religioso,
político) que diseñar con precisión el nuevo ser humano que podría surgir. Otro
pensador, medio siglo después de siglo utilizaría la noción de superhombre, pero en un
sentido distinto, que quizás tendremos ocasión de ver. No estamos ya en Occidente, sino
en Oriente, no ya en Nietzsche, sino en Sri Aurobindo.
2.4.3. S. Freud y la sospecha de la conciencia
El mismo año que moría Nietzsche, 1900, con el cambio de siglo, publicaba
Sigmund Freud (1856-1939) su primera obra importante, La interpretación de los
sueños, pudiendo situarlo unas dos generaciones más tarde que aquél. Freud ha pasado a
la historia como fundador del psicoanálisis, un método psicoterapéutico que revolucionó
la imagen del ser humano que se tenía hasta entonces. En cierto sentido, puede decirse
que Freud ahonda en uno de los puntos que Nietzsche había destacado. Si en un caso la
voluntad de verdad es desenmascarada como siendo en el fondo “voluntad de poder”
(Nietzsche) y la razón (logos) es vapuleada por haber oprimido a los instintos vitales, en
el otro (Freud), la conciencia es desplazada del lugar central que ocupaba en la imagen
del ser humano y aparece como poco más que la punta de un iceberg movido en las
turbulentas aguas de la psique por un continente helado, invisible, sumergido, pero
enorme y determinante de los movimientos de aquella: el inconsciente.
Freud ha recibido su formación como médico y psiquiatra en las últimas décadas
del siglo XIX, compartiendo la actitud positivista (el positivismo es otra corriente
filosófica importante del siglo XIX encabezada por A. Comte y que comparte la crítica
a la metafísica que hemos visto tanto en Marx como en Freud) y materialista que había
crecido vertiginosamente desde la segunda mitad de ese siglo. Sin embargo, al
encontrarse con algunos casos de histeria (enfermedad mal conocida en su época para la
que ni el diagnóstico ni el tratamiento estaban claros, pero cuyos síntomas se repetían,
provocando convulsiones incontrolables, parálisis de algunos miembros, etc.) su vida
dio un vuelco. Sobre todo al conocer la hipnosis como método y ver cómo el doctor J.
Breuer a través de ella conseguía que el histérico, al menos durante el tiempo en que
permanecía bajo sugestión hipnótica, lograra eliminar sus convulsiones o su parálisis.
Esto era prueba indudable de que no había una lesión orgánica que provocara tales
síntomas. ¿Y si no lo había, por qué se producían tales trastornos? Algunos médicos de
la época opinaban que el histérico estaba fingiendo y se trataba de un intento
desesperado por llamar la atención, de los familiares y/o del médico. Freud pronto vió
que esta explicación era insuficiente y que debía tratarse de algo más profundo.
Algo más profundo, pero de lo cual el paciente no era consciente. Quizás un
trauma, un shock psicológico había provocado que una parte de la mente diera una
orden determinada que a partir de entonces quedaría profundamente grabada en la
psique inconsciente del paciente impidiendo realizar los movimientos normales o evitar
determinados gestos convulsivos.
Lo cierto es que Freud comenzó a visitar a pacientes que sufrían lo que
llamaremos de una manera genérica trastornos neuróticos (en clasificaciones
posteriores, la histeria sería un tipo de neurosis entre otros) y cuando tomó conciencia
de las limitaciones del método hipnótico, dado que la curación no era duradera,
comenzó a desarrollar su propio método terapéutico. Para ello se sirvió del análisis de
los sueños, de la interpretación de los actos fallidos (lapsus, equivocaciones, errores
sorprendentes, olvidos significativos, etc.) y sobre todo de una gran paciencia para
escuchar lo que los pacientes le iban revelando. No en vano, el psicoanálisis se ha
llamado también “la cura por el habla”. Efectivamente, al hablar, el paciente iba
liberando algunas de sus tensiones, se sentía comprendido y aliviado. Pero esto tampoco
era suficiente.
Con la acumulación de casos, Freud fue creando su propia concepción acerca de
la estructura de la psique. Su intuición original acerca de la importancia de una
dimensión inconsciente del psiquismo fue madurando y cobrando forma. De tal modo
que la conciencia (aquél campo del cual nos damos cuenta) se mostraba como una
pequeña porción de la psique, junto a lo que Freud llamó el pre-consciente (la zona de
la que no somos conscientes en un momento determinado, pero podemos llegar a serlo
con facilidad –como aquél nombre que decimos tener “en la punta de la lengua”, pero
en ese momento no podemos recordar-) y sobre todo junto a ese desconocido océano
que permanecía por debajo del umbral de la conciencia y de cuyos contenidos no
resultaba fácil hacerse consciente: lo no-consciente o in-consciente (Freud decía en
alemán un-bewusstsein), también denominado en ocasiones sub-consciente, al hallarse
simbólicamente por debajo de la conciencia.
Seguramente te habrá llamado la atención el hecho de que Freud, pese a su
formación científica y positivista, que le exigía no aceptar más que los hechos
científicos positivamente demostrados, se estaba metiendo en una zona pantanosa, en un
mundo al que, en principio, parece que sólo uno mismo, aquél que tiene las vivencias
correspondientes, puede acceder, el mundo de lo psíquico, que pertenece a la propia
subjetividad. Y allí es muy difícil ser objetivo y científico. Así pues, nos encontramos
con que Freud pretende aplicar el método científico a un objeto, un campo de estudio (la
psique) que parece escapar a ese dominio. Será eso lo que hará que pronto las escuelas
psicológicas que querían ser más estrictamente científicas y objetivas, especialmente el
conductismo, rechazaran el psicoanálisis freudiano como poco científico.
Efectivamente, el conductismo nació con la intención de convertir, por fin, la
psicología en una ciencia rigurosa, en una ciencia natural, y para ello lo primero que
hizo fue delimitar el campo de estudio que podía ser analizado científicamente. Y
decidió que la psicología tenía que dejarse de métodos introspectivos (mirar dentro de
uno mismo), como hacían algunas escuelas psicológicas de la época y de objetos
invisibles e inapresables y tenía que limitarse a analizar la conducta, el comportamiento,
de los seres humanos y de los animales, pues lo que importaba era comprender cómo y
por qué actuamos como actuamos y para ello el estudio de las leyes que rigen el
aprendizaje sería un paso muy importante. El conductismo, con nombres tan influyentes
como Watson o Skinner, pasó a ser la escuela de psicología más influyente de la
primera mitad del siglo XX, junto con el psicoanálisis. Ambas escuelas dominaron la
escena psicológica durante más de medio siglo. Pero volvamos a Freud.
Más concreta que la distinción entre in/pre/ y consciente, fue la diferencia que
estableció entre lo que llamó, utilizando en ocasiones términos latinos, el id, el ego y el
superego. Es importante que comprendas bien el significado de estos tres términos en
Freud, pues en ellos se encierra buena parte de su concepción del ser humano y ofrece
una imagen muy determinada de lo que Freud pensaba que constituía nuestra naturaleza.
El ello (id) es esa parte ‘impersonal’, irracional, instintiva, impulsiva, esa caldera
psico-biológica en la que bullen todas las pulsiones más básicas que forman la
naturaleza original, animal, del ser humano. El “ello” se rige por el principio de placer,
es decir, no sabe nada de deberes sociales, de obligaciones morales, de
responsabilidades personales, de razonamientos mentales; su motivación básica es
experimentar placer, busca repetir las experiencias que le resultan agradables y quiere
evitar a toda costa las situaciones que le resultan desagradables, dolorosas, difíciles,
incómodas. Es la sede no de la razón sino de los instintos. Y según Freud eran dos los
instintos principales; aquí utilizó términos griegos y habló de Eros y de Thanatos. Al
dios Eros lo conoces más, aunque quizás sólo en una de sus versiones más divulgadas,
aquella que se relaciona con lo “erótico”. Justamente, en este término se asocian dos
conceptos que también Freud relacionaba estrechamente: el amor y el sexo. En ambos
casos el “deseo” constituye su motor principal. Tanto que podríamos traducir eros por
“Deseo” (término al que Lacan concederá un lugar todavía más central en su
elaboración del freudismo). Deseo de vivir (el eros es instinto de supervivencia), deseo
de placer (el eros es ante todo deseo de placer sexual), caracterizan a este primer instinto
básico que ocupará el centro de la atención de Freud. Tan importante será que puede
afirmarse que quizás el hilo conductor del pensamiento de Freud consiste, justamente,
en la idea de que una incorrecta expresión de este Deseo, será la causa de la mayoría de
las perturbaciones psicológicas; más concretamente, la represión del deseo (sexual),
esto es, no sólo el acto de no vivirlo realmente, no tener relaciones sexuales
satisfactorias, sino sobre todo, el hecho de apartarlo de la conciencia, de no querer
reconocer su existencia, de no aceptarlo por considerarlo moralmente feo, grosero, bajo,
indecente, repugnante, inmoral. Tendremos que volver a esta noción central que es la
represión.
Thanatos es el ámbito relacionado con la muerte. En toda vida parece haber
también un impulso que nos guía ineluctablemente hacia la muerte. En ocasiones
(quizás cuando el eros es perturbado) se llega a “desear morir”. Freud lo relaciona
también con el instinto de destrucción, que cuando se dirige hacia una mismo degenera
en auto-destrucción, total como en el caso del suicidio o parcial, como en el caso de las
auto-lesiones (¿recuerdas a Van Gogh, no el grupo de música, aunque de ahí toma su
nombre, sino al gran pintor holandés que se cortó –un trozo de- una oreja en un
momento de agudo desequilibrio psíquico?). Vida y Muerte, en definitiva, Eros y
Thanatos como dos caras de la moneda de lo Real. Amor y Odio son, quizás, dos
manifestaciones de esos impulsos fundamentales en el ser humano.
Si analizamos el desarrollo del ser humano desde el nacimiento, tarea que desde
hace décadas se encarga de estudiar minuciosamente la psicología evolutiva, podemos
decir que, en la concepción freudiana, el bebé es puro ello, una masa de instintividad, un
manojo de impulsos. Todavía no se ha desarrollado el ego ni el superego. A medida que
va recibiendo una educación y asimilando una serie de experiencias (experiencias
tempranas que tan importantes sabemos hoy que son para el resto de nuestra vida, pues
marcan a fuego ciertos rasgos de nuestro carácter, que luego resulta muy difícil
cambiar), el niño comienza a desarrollar un yo y un superyo.
Déjame que te explique primero el surgimiento del super-ego, pues en realidad,
la personalidad terminará siendo una especie de sándwich, en el cual el pobre ego no
será otra cosa que aquello que queda aprisionado entre el ello y el superyo, el alimento
de la vida, presto a ser devorado por los instintos incontrolados del ello o por las
exigencias excesivamente severas del superyo. El super-ego no es sino la interiorización
de las normas que nos enseñan o imponen nuestros padres y la sociedad en su conjunto.
El superego es un aspecto de la conciencia moral (fíjate que Freud entiende la
conciencia moral de un modo que tendrá grandes repercusiones en la imagen del ser
humano que resulta de su concepción), aquella parte de la psique que presionada por la
insistencia de nuestros padres y/o educadores ha quedado incrustada en nosotros para
decirnos lo que “debemos” y lo que “no debemos” hacer (¡y también pensar, sentir y
decir!). Dicho metafóricamente, es la imagen de nuestro padre que nos hemos tragado
sin digerir, del padre severo, el padre castigador, el padre autoridad (hoy en muchas
ocasiones este papel lo desempeña la madre) que nos prohíbe y nos manda. El superego
es un especialista en mandar y en prohibir. Es el padre-policía que vigila y castiga. Es el
rey del “no”. Del “no” a los instintos que rigen el ello, del “no” al deseo de placer que
siente el niño. Del “no” a los modales que no se ajustan a lo que socialmente se
considera que debe ser. El superego es el portavoz del “eso no se hace, eso no se dice,
eso no se toca”. En el superego se halla el ideal-del-yo, el modelo que nos han impuesto
y al que se supone debemos amoldarnos. El superego está regido por el principio de
responsabilidad.
Pues bien, entre el “perro de arriba” (el superyo que ladra a todo lo que se
mueve) y el “perro de abajo” (por emplear esta expresión de F. Perls, fundador de la
terapia Gestalt), el ello que no persigue más que la realización de sus propios deseos, en
el medio de ese campo de fuerzas en conflicto (¡acertada metáfora para la imagen que
Freud se hace del ser humano! un campo de fuerzas en conflicto, entre el placer y el
deber, entre el egoísmo individual y la necesidad de convivencia social, entre el ello y el
superyo, entre la naturaleza, la biología y la cultura) aparece poco a poco la cabecita del
ego, el “yo”, esa parte de la psique que tiene que soportar las presiones de ambos lados
y vivir como pueda, aplicando el principio de realidad, esto es buscando un equilibrio
siempre inestable, buscando satisfacer a ambas partes, cosa difícil, ciertamente. El arte
de vivir sería el arte de lidiar con nuestras fuerzas instintivas, por una parte, y con las
presiones sociales, por otra. Entre unas y otras, el ego ha de ir fortaleciéndose para no
sufrir excesivamente y quedar dominado o aplastado por una u otra de tales fuerzas.
Es con este ego con el que nos identificamos. Nuestra parte consciente, racional,
la que delibera, la que decide, la que elige entre distintas alternativas… ¡o eso cree!
pues la sospecha levantada por Freud consiste justamente en hacernos dudar de que
nuestras motivaciones y nuestras decisiones sean tan racionales como creemos. En
realidad, muy fácilmente, en la mayoría de nosotros, en gran parte de los casos, no sería
la razón sino el deseo el que rige nuestra conducta, el deseo inconsciente. De ahí que
nuestra vida sería un sutil auto-engaño, una curiosa ilusión, ya que creeríamos estar
guiando la nave de nuestra vida, pero la dirección la imprimiría, en realidad, la masa
sumergida, inconsciente, de nuestra psique, con oscuras peleas por el poder, ora
dominando el pirata del ello, ora controlando el tirano racionalizado del superyo.
Ya ves qué panorama nos presenta Freud. Recuerda que la intención original del
psicoanálisis es crear un método psico-terapéutico, capaz de ayudar a soportar las
tensiones de las neurosis, el sufrimiento que acarrea el desequilibrio entre esas fuerzas
que nos constituyen. Lo que sucede es que, precisamente para poder sanar la psique -esa
es la definición y la pretensión de la psique-terapia (psico-terapia)- conviene tener un
mapa que represente el campo sobre el que se trata de operar y que permita comprender
los procesos que tienen lugar en él. De ahí que, a medida que Freud iba gestando el
método terapéutico, iba también elaborando toda una psicología de la personalidad, en
la que destaca la estructura de la psique, tal como hemos estado viendo, así como otra
serie de “mecanismos” de los que me gustaría hablarte luego, lo que se ha llamado
“mecanismos de defensa” (como ves, la imagen freudiana del ser humano nos presenta
como un campo en conflicto, en guerra interior; veremos quién ha de defenderse y de
qué). Pero antes, quería insinuar que Freud no se quedó ahí, sino que sus reflexiones le
llevaron mucho más lejos de lo que permite el método científico (aunque él pretendía no
abandonarlo) hasta elaborar toda una antropología filosófica (una concepción articulada
del ser humano) e incluso toda una filosofía de la cultura, ya que reflexionó y escribió
abundantemente sobre fenómenos como la religión (puedes leer su obra El porvenir de
una ilusión), la cultura y su papel entre represivo y sublimador para el ser humano (El
malestar en la cultura es otra de sus obras representativas de este esfuerzo reflexivo) y
un gran espectro de temas que han influido notablemente en toda la cultura del siglo
XX.
No quisiera despedirme de Freud sin recordarte algunas de sus ideas sobre los
sueños, así como sobre los mecanismos de defensa a los que antes me refería y en
relación con estos la importancia que concedió a la sexualidad, algo que no ha quedado
suficientemente de manifiesto en lo anterior, a pesar de que se ha tachado su enfoque de
pansexualismo. Es cierto que si en Marx, el motor del ser humano son las fuerzas
económicas y en Nietzsche la voluntad de poder, en Freud puede decirse que lo es la
fuerza del deseo sexual. Efectivamente, tanto su interpretación de los sueños como su
análisis de los mecanismos de defensa, y en general la mayoría de los temas que tocaba
están impregnados de referencias a la sexualidad como base de la problemática
psicológica humana.
Comencemos por su “interpretación de los sueños”. Una vez convencido de que
buena parte de los problemas psíquicos se cocían en el inconsciente, la cuestión era
cómo hacer hablar al inconsciente, o cómo escucharle, en definitiva, cómo saber lo que
contenía, las fuerzas que se desataban en él y que producían trastornos neuróticos o
incluso psicóticos. Estos últimos son más graves, provocan una desestructuración mayor
de la personalidad y resultan mucho menos manejables por la persona que los padece y
mucho más difíciles de sanar, ya que la persona no sólo sufre, sino que parece haber
“perdido la razón”, como coloquialmente se dice al referirse a la “locura”, término ya
trasnochado que conviene sustituir por el de psicosis en alguna de sus vertientes, por
ejemplo la esquizofrenia, una de las más conocidas. Ante la dificultad que presenta el
tratamiento de las psicosis, Freud se centró principalmente en las neurosis (obsesivocompulsiva, de angustia, histérica) y en ellas pensaba fundamentalmente al elaborar sus
teorías. Pues bien, poco a poco, Freud llegó a la conclusión de que los sueños
constituyen “la vía regía” para acceder al inconsciente. Ahora bien, los sueños suelen
ser extraños e incomprensibles, rara vez sabemos lo que significan, si es que significan
algo, pues justamente el mérito de Freud radica en haberse tomado en serio la
posibilidad de que los sueños tuvieran un significado, fueran significativos y resultaran
importantes para la comprensión (y la sanación) de la persona que había acudido a su
consulta. Si no resulta obvio lo que los sueños quieren decir, será necesario “interpretar”
el contenido de los mismos.
¿Por dónde empezar? ¿Cómo interpretarlos, cuando la mayoría de las veces
parecen absurdos, aparecen personajes extraños, hacemos cosas que nunca se nos
ocurriría hacer en la realidad, etc.? Freud fue comprendiendo que el inconsciente
utilizaba un lenguaje simbólico. Sabes que un símbolo es una imagen, una
representación, un signo, algo que remite a otra cosa, que dice más de lo que parece que
dice, que insinúa algo que no puede ser dicho directamente, que nos envía a otra
realidad distinta de la que muestra el símbolo. ¿Por qué habla mediante símbolos el
inconsciente? Y ¿qué reglas de interpretación debemos usar? El inconsciente habla en
símbolos, según Freud, porque es la manera de engañar a un “censor” (el que ejerce la
censura y dice lo que está permitido ver o leer y lo que no, como sucede en los
regímenes autoritarios en los que se censuran películas, libros, etc.) que habría en
nuestra psique (sin duda un delegado del superego) y que durante el tiempo de vigilia
(cuando estamos despiertos) impide que los contenidos reprimidos y guardados en el
inconsciente hagan su aparición reclamando sus derechos.
Imagínate que al pasar por la pastelería que hay junto a tu casa has visto una
tarta de chocolate que te apetece muchísimo (o una persona del sexo opuesto a la que
has deseado), pero por las razones que sean no puedes comprártela (o no puedes
entablar una relación con ella). Pues bien, si el deseo es muy intenso y ha sido
reprimido, puede que alguna noche (no hace falta que esa misma noche, pues en el
inconsciente no hay tiempo, o al menos no funciona como el tiempo de las vivencias
conscientes) sueñes con algo que simbolice una situación en la que estás satisfaciendo el
deseo reprimido, de modo que te ves comiendo la tarta de chocolate (o haciendo el amor
con la persona deseada). Ahora bien, como tu parte consciente tiene prohibido comer
ese pastel (puede hasta que sea razonable, porque el chocolate te sienta fatal) o desear a
esa persona (está casada, por ejemplo, y tu moral te prescribe respetar tales lazos), va a
enmascarar el pastel o la persona y en sueños aparecerá algo que, pese a tener alguna
secreta relación, no dará la impresión de ser ese pastel o esa persona. Por ejemplo,
puedes soñar que estás comiendo una ensalada con aceitunas negras, o que estás
conversando con la madre de un amigo y ella lleva un traje con círculos rojos y tú un
sable del siglo XIX que viste en una foto de tu bisabuelo.
En la interpretación, Freud distingue entre el “contenido manifiesto”, las
imágenes tal como aparecen (la ensalada con aceitunas o el traje y el sable), y el
“contenido latente”, el significado oculto del sueño y lo que el inconsciente quiere
revelar a la conciencia para liberarse del peso de lo reprimido, en este caso, las
aceitunas negras podrían simbolizar el chocolate, el traje con círculos rojos y el sable
simbolizarían los órganos genitales femenino y masculino, respectivamente. No te
extrañes, pues precisamente Freud interpretaba cualquier objeto con forma redondeada
o con cierta profundidad, como símbolos del sexo femenino, mientras que todos los
objetos puntiagudos eran vistos como símbolos del miembro viril, del falo.
Ni que decir tiene que los ejemplos son muy simples y en la obra de Freud
hallarás múltiples interpretaciones de casos concretos que te permitirán entender mejor
los mecanismos utilizados, pero sirven para insinuar por dónde iba la interpretación de
Freud. Él decía que se producían dos mecanismos fundamentales, el de desplazamiento
y el de condensación. Por el primero desplazas el lugar o la persona, la transformas,
haces que aparezca otra persona distinta (no la prohibida persona casada que
secretamente deseabas, sino la madre viuda de tu amigo, a quien conscientemente
consideras más admisible desear), por el segundo puedes llegar a “condensar”, a reunir,
a sintetizar, varias situaciones o personas en una sola. De esa manera, el inconsciente
enmascara el verdadero rostro del deseo y trata de colarse por las rendijas del sueño,
mientras el censor está dormido. En suma, para Freud, el sueño ha de entenderse como
la realización sustitutiva de un deseo reprimido.
Vayamos, pues, con la represión como el primero de nuestros mecanismos de
defensa. ¿De qué hemos de defendernos con estos mecanismos? –preguntábamos antes-.
Ahora podemos responder con un concepto central en la teoría freudiana y que hasta el
momento no había aparecido: de la angustia. De la angustia generada ante el
surgimiento de contenidos inconscientes reprimidos. Se ha reprimido (por ejemplo el
deseo de hacer el amor con aquella persona con la que terminaste soñando) porque
parecía inaceptable a tu conciencia moral. Pero –recuerda bien este lema freudiano- “lo
reprimido siempre retorna”, y a veces de manera obsesiva, o bajo formas perversas,
inadecuadas, patológicas, enfermizas, etc. Así que, cuando bajas la guardia (de la
atención mental controlada por el superyo incrustado en tu yo), ciertas imágenes
asociadas al deseo que presiona por manifestarse tienden a aparecer en tu conciencia, y
en cuanto asoman la cabeza, esa parte de ti que las considera obscenas e inmorales,
sufre un sobresalto, se angustia de ver que estás pensando otra vez en eso y rápidamente
coges la tapadera y vuelves a presionar esa imagen, esa idea, ese deseo, al cual se asocia
una carga de energía psíquica, hasta que consigues guardarla otra vez en el baúl del
inconsciente. Pero claro, cada vez el deseo es mayor y quiere manifestarse, así que
empiezas a ver una película y surgen asociaciones automáticas con imágenes de tu
deseo (que ya casi empieza a ser obsesivo), así que tienes que volver a la lucha para
suprimir la angustia: el perro de abajo ladra porque quiere comer, el perro de arriba
ladra porque hay mucho escándalo en la calle y tú, tu ego ya no sabe muy bien qué
hacer, crucificado entre la fuerza del deseo que presiona desde abajo y la amenaza
culpabilizante que pende cual espada de Damocles desde arriba.
Imagínate el desgaste energético, vital, emocional, que supone toda esa lucha
innecesaria. Y además el problema queda sin resolver. Al contrario, la represión, por
basarse en una mentira, en un ocultamiento, en un auto-engaño, no puede hacer más que
empeorar las cosas. Una mentira, porque consiste en querer creer que no siento lo que
siento, que no deseo lo que deseo; un ocultamiento porque no quiero ver la realidad de
mi deseo; un auto-engaño, porque yo termino ignorando y negando parte de mi realidad
viva.
Fíjate que es muy importante distinguir entre la represión (como mecanismo
inconsciente de defensa ante algo que no quiere ser reconocido por la conciencia) y el
control consciente, y si quieres, la sublimación, otro de los mecanismos de defensa
analizados por Freud (y más tarde por su hija Anna Freud, en un libro que lleva por
título justamente, El yo y los mecanismos de defensa) y hasta cierto punto posible salida
de la represión. Efectivamente, mucha gente cree que represión es todo aquello que
impide la realización de un deseo. Así, si me apetece pegarle un puñetazo a quien me ha
hecho garabatos en el libro y no lo hago, me estoy reprimiendo. Si me apetece
“enrollarme” sexualmente con alguien y no lo hago, es que soy un reprimido. Pues no,
no es ese el sentido técnico en que Freud lo emplea. Para que haya represión, en sentido
técnico freudiano, hace falta que mi conciencia no quiera reconocer la existencia de ese
deseo, la niegue, y además que lo considere moralmente inaceptable y denigrante, de ahí
que no pueda permitirme reconocer que eso se da en mí. De otro modo, se trata de un
“control consciente y voluntario” de un impulso o un deseo, algo que no debe
identificarse con la represión. Claro que la frontera no es tan nítida como nos gustaría y
en ocasiones un presunto control deliberado puede ser la tapadera, la racionalización de
un gesto de represión, que ni siquiera reconozco como tal.
Pero no compliquemos más las cosas. No neguemos la posibilidad de actos
oportunos de control consciente de los instintos, cosa grave, pues sería negar uno de los
rasgos de la conciencia y la voluntad más significativamente humanos, y pasemos a
esbozar el significado de la sublimación en Freud. La sublimación consiste en dirigir la
energía psíquica asociada a un impulso o deseo que de manera espontánea se dirige a un
objetivo social y moralmente mal visto (por el superego) hacia un objetivo que resulta
más aceptable socialmente. Así, puedo “canalizar” mi agresividad mediante un deporte
de riesgo, o puedo sublimar mi deseo sexual, cuando no puedo liberarlo como me
gustaría (para Freud el deseo sexual supone una carga de energía que genera una tensión
que busca liberarse), mediante la composición de románticos poemas de amor platónico
o a través de cuadros que expresan mis “sueños” y deseos (piensa en algunos cuadros de
Dalí, por ejemplo, mostrando la influencia que el psicoanálisis tuvo en los surrealistas).
Así pues, la cultura en su conjunto, podría verse, en la interpretación freudiana, como un
monumento a la sublimación, como manera de evitar una represión patógena. Aunque
de nuevo la frontera entre la conciencia y el inconsciente, entre lo voluntario y lo
involuntario, la sublimación y la represión son más difusas de lo que, justamente, el
pensamiento racional quisiera que fueran.
Terminaré seleccionando, de entre los muchos mecanismos de defensa que el
psicoanálisis ha analizado (además de la represión y la sublimación están la regresión, la
identificación, la negación, la reacción a lo opuesto, la proyección y otros), aquél que
me parece uno de los más empleados y de los más interesantes: la proyección. El
término “proyectar” lo conoces y tiene múltiples significados. Si recuerdas, vimos uno
de ellos al hablar de la crítica de la religión en Marx, cuando mencioné a Feuerbach
diciendo que para él, la noción de Dios era la proyección de las mejores cualidades
humanas no vividas; como si hiciéramos un paquete con el amor más puro, el poder más
completo, la sabiduría total y al no verlos en nosotros realizados los lanzáramos, los
proyectáramos y los enviásemos hacia lo alto, colocándolos, atribuyéndoselos a un Ser
imaginario al que llamamos Dios.
Es curioso, porque en este caso lo proyectado es positivo, mientras que en el
psicoanálisis lo proyectado suele asociarse con rasgos negativos (o considerados como
tales y por ello precisamente reprimidos), aunque algunas corrientes psicológicas
posteriores, revisando las aportaciones del psicoanálisis, hayan insistido en que la
proyección puede ser también de rasgos positivos (pienso en la psicología humanista y
la psicología transpersonal, de las que espero poder hablarte en otro momento). El caso
es que de nuevo la angustia y la represión hacen su presencia para comprender la
proyección. Efectivamente, como decíamos, todo mecanismo de defensa huye de la
angustia que experimenta ante la emergencia a la conciencia de un contenido reprimido.
Pues bien, en la proyección, atribuyo a otro y experimento una fuerte emoción negativa
hacia él, algún rasgo que justamente no acepto en mí, aunque oscuramente sepa que lo
tengo, y que por ello mismo he reprimido. De ahí que su aparición (al verlo en otro),
haga que resuene en mí, que lo active en mí, pero como no puedo reconocer que yo lo
tengo y lo rechazo con fuerza, arremeto contra aquél que lo manifiesta.
Para entender bien la proyección, hay que tener en cuenta que poco importa que
el otro tenga realmente ese rasgo (sea un chulo, una coqueta, un seductor, etc.), no es
eso lo que está en juego, sino que lo importante es la carga emocional que genera en mí,
justamente al activar ese contenido reprimido. Si así no fuera, el que veo ante mí sería
un chulo, una mujer coqueta o un varón seductor, pero pese a poder reconocerlo y
mostrarlo objetivamente, no desataría en mí esa tormenta emocional y esa crítica feroz
hacia el otro, que nos permite reconocer que está teniendo lugar una proyección.
Muchas “cazas de brujas” se han llevado a cabo por el desencadenamiento de la
proyección psicológica unida al poder político. Así es, no sólo se puede proyectar sobre
un individuo (hasta convertirlo en “chivo expiatorio” de todos nuestros males), sino
sobre grupos, colectividades o hasta pueblos enteros, de modo que los criticamos
arrojando sobre ellos la culpa que experimentamos secretamente cuando vemos aparecer
en nuestra conciencia ciertos deseos, tendencias, imágenes o ideas. Un caso analizado
por el psicoanálisis es del varón muy “macho” (aunque con ciertas tendencias
homosexuales no reconocidas) que crítica y se burla del “maricón” desde una actitud
homofóbica insultante y enervada. Otra situación similar es la de la incomprensión de
las manifestaciones eróticas de los jóvenes más atrevidos, por parte de aquellos que han
reprimido su sexualidad o no la ven con buenos ojos, de modo que ciertas conductas de
los jóvenes les parecen absolutamente abominables y les sacan de quicio, poniéndoles
extremadamente nerviosos. Este “sacar de quicio” de manera poco razonable es lo que
caracteriza la proyección, recordémoslo. Uno puede argumentar contra la naturalización
de la homosexualidad, como puede considerar inoportunas e inadecuadas ciertas
expresiones de lo erótico, no estamos ahora buscando la posible verdad o validez de
cada una de esas posturas; pero lo que delata la existencia de la proyección como
mecanismo de defensa ante la angustia experimentada por la irrupción del inconsciente
reprimido es esa alteración emocional y esa crítica feroz hacia aquél a quien
convertimos en percha de nuestras proyecciones.
He tratado de espigar algunas de las muchas ideas interesantes pensadas y
expuestas por Freud, tratando de destacar aquello que me parecía más relevante e
interesante para nuestro objetivo, el de preguntarnos por la imagen del ser humano que
ofrece, así como para nuestro nivel, el de una introducción-invitación al pensar
filosófico. Por tanto, no he tomado partido ni he entrado en debate con tales ideas,
analizando cuáles me parecen defendibles hoy y cuáles no. Lo que sucedió con el
conductismo, la consideración del psicoanálisis como poco científico teóricamente y
poco resolutivo terapéuticamente, ha seguido teniendo lugar y actualmente en esas
academias del saber que son las Universidades rara vez se toma en serio el psicoanálisis.
Ahora bien, eso no quiere decir que se haya demostrado su no-validez o que sea un
sistema enteramente falso y que se pueda descartar por entero. En realidad no muestra
más que la concepción hegemónica del saber (con tendencias cientificistas) y el rechazo
de otros enfoques (hermenéuticos) que ponen en cuestión la suficiencia de la psicología
y la psiquiatría actual (cognitivista, biológica, etc.).
3.
¿Habla la psico-logía todavía del alma? Del psicoanálisis a la
psicosíntesis: las aportaciones de la psicología transpersonal
Los maestros de la sospecha, aceleradores del proyecto ilustrado de
emancipación de una religiosidad institucionalizada y de una metafísica dogmática y
pretenciosa, han infligido serias heridas a la apolínea imagen clásica del ser humano.
Hemos visto ya tres de las cinco humillaciones sufridas por el orgullosamente angelical
hombre que creía conocerse a sí mismo: la humillación cosmológica producida por la
revolución copernicana, a partir de la cual la Tierra no es el centro del universo, sino
una mota de polvo perdida en una pequeña galaxia del ilimitado Cosmos; la humillación
biológica forjada por Darwin que nos llevó a preguntarnos si realmente nuestro origen
era celeste y “divinal” o más bien terrestre y animal; en tercer lugar, la humillación
psicológica provocada por Freud y Nietzsche al mostrar que la conciencia y la razón
solares no están tan en el centro del cosmos humano como hasta entonces se había
pretendido.
Pues bien, el siglo XX asistiría todavía a dos humillaciones más, ambas
relacionadas entre sí y encaminadas a convencernos de la muerte y disolución del ser
humano. La cuarta se ha denominado “humillación estructuralista” (Levi-Strauss,
Foucault, Lacan, etc.) y la quinta: “humillación informática”. En ambos casos, la
naturaleza humana, exenta de una presunta esencia espiritual o metafísica, ha quedado
reducida a una serie de estructuras económicas, sociales, culturales, políticas,
particulares, que hacen añicos la idea de una universalidad de lo humano. El humanismo
deja de estar de moda. Después de Dios, hemos matado también al hombre.
La quinta humillación, posibilitada por la revolución informática, ha puesto en
primer plano el ordenador como metáfora privilegiada para entender al ser humano. La
mente humana, la alabada razón griega, la inmaterial mente cartesiana, no sería sino un
mediocre “procesador de información”. En suma, la diferencia ontológica entre el ser
humano y la máquina parece diluirse. Si una máquina puede “pensar” (Turing), la
“esencia” del ser humano ha quedado reducida a silicio y microchips.
Dicha metáfora será tomada en serio por la psicología cognitiva, heredera del
proyecto conductista, la segunda gran corriente psicológica durante toda la primera
mitad del siglo XX, junto con el psicoanálisis freudiano. Conductismo y cognitivismo
formarían el ala científica de la psicología. Ésta, convertida en ciencia, ha avanzado
considerablemente en el análisis de aspectos particulares de la conducta y de la
cognición humana y en gran medida la psicología cognitiva, parte del más amplio
racimo de “ciencias cognitivas”, se ha convertido en la psicología oficial enseñada en la
mayor parte de las facultades de psicología. Tanto en su aspecto teórico como en su
dimensión práctica, en tanto que psicoterapia, hoy la psicología académica, científica,
es, ante todo, psicología cognitiva y terapia cognitivo-conductual.
Ahora bien, sin rechazar muchos de sus logros parciales, fruto de meticulosa
experimentación y análisis, sí que podemos cuestionar el paradigma desde el que
realizan afirmaciones más amplias acerca del ser humano, así como la imagen global
que de éste ofrecen. Justamente eso es lo que han llevado a cabo un conjunto de
enfoques psicológicos que, insatisfechos con las representaciones que del ser humano se
hacían el conductismo y el cognitivismo, proclamaron ya en los años cincuenta el
surgimiento de una “tercera fuerza” en psicología, crítica con las limitaciones que
aquellas dos presentaban y con su idea del ser humano. Dicha tercera fuerza recibió el
nombre de psicología humanista y psicólogos como A. Maslow, R. May, C. Rogers y
otros muchos, comenzaron a proponer nuevas imágenes en las que la libertad y la
dignidad del ser humano, descartadas en la utopía conductista de Skinner, volvían a
ocupar un puesto destacado.
Pero los acontecimientos se aceleraron con la ebullición de los años 60 y pronto
la psicología humanista se quedó corta. Algunos de sus miembros (entre ellos el propio
Maslow), junto con jóvenes psicólogos que ya habían participado de la oleada de
inmersión en las tradiciones orientales que se venía produciendo, formaron una nueva
corriente psicológica que sigue llevando el nombre de psicología transpersonal. Entre
sus principales teóricos se encuentran Stanislav Grof, Charles Tart, Ken Wilber,
Michael Wahsburn y otros muchos psicólogos y teóricos que se hallan todavía
configurando la imagen del ser humano que procede de la unión de los descubrimientos
y teorías de las psicologías científicas, psicoanalíticas y humanistas occidentales, con la
psicología de las profundidades y de las alturas contenida en las antiguas (y modernas,
por ejemplo Sri Aurobindo) tradiciones orientales, especialmente el hinduismo –a través
del yoga, el vedanta y el tantra- y el buddhismo –especialmente en sus escuelas Zen y
Vajrayana-.
No es mi intención entrar ahora en detalles de la psicología transpersonal, ni
siquiera recuperar la importante figura de C. G. Jung, primero discípulo predilecto de
Freud, más tarde creador de la psicología analítica que ha influido y continúa influyendo
en muchos campos de la psicología actual, y es reconocido como uno de los pioneros de
la psicología transpersonal, con sus descubrimientos del inconsciente colectivo, de los
arquetipos, con su estudio de Oriente y sobre todo del gnosticismo y de la alquimia, sino
tan sólo centrarme en uno de los primeros, más originales y más completos
formuladores de una psicología transpersonal, tanto en su vertiente teórica como en su
vertiente práctica, terapéutica –o más en general de crecimiento personal-, que recibió
justamente para distinguir su enfoque del freudiano, la denominación de psicosíntesis.
Me refiero a la figura de Roberto Assagioli (1888-1974), psiquiatra italiano que
se forma en el psicoanálisis freudiano y junguiano, siendo uno de los introductores del
psicoanálisis en Italia. No obstante, pronto se desmarcó, a pesar de su larga amistad con
Jung, del psicoanálisis, y fue creando su propio enfoque, sintetizando la psicología y
psiquiatría oficial con sus conocimientos de Oriente.
Bastará aquí con presentar su célebre esquema oval para ejemplificar la imagen
del ser humano propia de una concepción transpersonal.
Fíjate que el espacio marcado como 1, que podríamos denominar inconsciente
inferior, recoge la herencia de Freud y asume la importancia del descubrimiento de esa
dimensión inconsciente de la psique personal en la que se almacenan todos los impulsos
reprimidos, así como otros contenidos psíquicos que no alcanzan a traspasar el umbral
de nuestra conciencia. El número 7 verás que no tiene límites: representa el inconsciente
colectivo descubierto por Jung que contiene los arquetipos, en tanto que imágenes
arcaicas de la humanidad, compartidos por todos los seres humanos e influyentes
aunque no se sea consciente de ello. El número 2, aquí denominado subconsciente
podemos considerar que hace referencia a todos aquellos contenidos y procesos
psíquicos de los que no somos conscientes en un momento determinado, pero pueden
acceder a la conciencia sin grandes dificultades; cabría hablar de una dimensión
subliminal, similar al pre-consciente de Freud. Puede hablarse de él como del
“inconsciente medio”. El 5 corresponde al yo consciente personal, el centro de nuestra
conciencia, aquello con lo que nos identificamos hasta el punto de considerar que es
nuestra identidad personal, mientras que el 4 podría llamarse también el campo de la
conciencia, aquél espacio de mi psique del que soy consciente, de cuyos contenidos me
doy cuenta, todo aquello que entra en el horizonte de mi visión mental.
Nos queda por ver los dos aspectos más significativos del esquema de la
personalidad propuesto por Assagioli: el 3 y el 6. El primero de estos se refiere al
inconsciente superior o supraconsciente. Este término por sí solo marca una enorme
diferencia respecto a la concepción del ser humano defendida por Freud, por el
conductismo, por el cognitivismo, y quizás incluso por Jung. Efectivamente, la
distinción entre inconsciente (inferior) o subconsciente (medio), por una parte y
supraconsciente (superior), por otra parte, abre todo un nuevo campo de posibilidades,
pues la supraconciencia sería una dimensión de la psique muy distinta a todo lo anterior.
En realidad equivale a los campos de conciencia transpersonales que autores como Grof
o Wilber desarrollarán al mismo tiempo y poco después de la obra de Assagioli.
Supraconsciente quiere decir que, efectivamente, no somos conscientes de ello.
Esto puede aplicarse tanto a nivel individual como a nivel colectivo, pues determinadas
ideas, intuiciones, campos de conciencia, etc. serían muy infrecuentes en un período
determinado de la historia, teniendo acceso a ellos tan sólo un número reducido de
personas que habrían desarrollado una sensibilidad mayor en su “conciencia”, que
habrían ampliado el “campo de su conciencia”, justamente, hasta abarcar dimensiones
de la realidad que para la mayoría permanecen fuera de su alcance.
En relación con esto y preguntándose qué es lo verdaderamente transpersonal,
Ken Wilber –uno de los más importantes teóricos de este tipo de psicología filosóficaha formulado lo que denomina la falacia pre/trans, intentando mostrar cómo muy
frecuentemente se confunde lo prepersonal con lo transpersonal. Pueden señalarse dos
tipos de falacia pre/trans, una de ellos “falacia reductiva”, podría representarse mediante
el pensamiento de Freud, y consiste en reducir lo transpersonal a lo prepersonal.
¿Cómo? Negando que sea verdaderamente transpersonal. Así, por ejemplo, Freud
interpretaba las experiencias místicas (espirituales, transpersonales) como experiencias
oceánicas, especie de recuerdo de lo vivido en el útero materno antes de nacer. Desde la
concepción materialista del ser humano que defendía Freud resulta muy difícil
comprender y aceptar todo ese conjunto de experiencias parapsicológicas,
paranormales, algunas de las cuales se han dado en casi todas las tradiciones como parte
del proceso de desarrollo humano y espiritual, sea en místicos paganos, en místicos
cristianos, en místicos hindúes, budistas, sufís u otros.
Quizás habrás sospechado ya que el término transpersonal, en realidad es
equiparable al término espiritual y que la mayoría de las ocasiones en que se habla de
experiencias transpersonales podría hablarse perfectamente de experiencias espirituales.
Esto se debe a que cuando surgen los estudios transpersonales, justamente después de
las críticas de los maestros de la sospecha y sus seguidores, así como en pleno auge de
la conversión del método científico en actitud cientificista, el término espiritual está
muy mal visto en la mayoría de las corrientes científicas y filosóficas, sobre todo por su
asociación con las instituciones religiosas que con el paso del tiempo fueron
monopolizando el uso y el significado del término espiritual. De ahí que, para evitar la
activación innecesaria de esos fuertes prejuicios anti-religiosos (sobre todo anticlericales) y anti-espirituales, aquellos investigadores que, justamente, apreciaban
también el método científico y sus resultados, aunque fueran agudamente conscientes de
su parcialidad y sus limitaciones, decidieron acuñar un término que no estuviera tan
manoseado y cargado de connotaciones en muchos casos negativas. Por ello prefirieron
el término transpersonal, aunque pocos de ellos negarían que equivalga bastante
aproximadamente a lo que históricamente se denominaba espiritual.
Así pues, los estados de conciencia transpersonales, “estados ampliados de
conciencia” en los que puede vivirse la realidad de otro modo, alcanzar otro tipo de
percepción o incluso tener acceso a otros tipos de realidades, corresponderían al campo
de lo supraconsciente, en terminología de Assagioli, quien justamente utiliza ambos
términos de manera rigurosa.
Pues bien, nos queda el último de los términos empleados por el fundador de la
psicosíntesis, el de yo transpersonal, o como se prefiere en este esquema ser
transpersonal. Seguro que sigues preguntándote ¿qué significa que el ser humano tenga,
o mejor sea, un ser transpersonal? Se comprenderá mejor si distinguimos entre lo prepersonal, lo personal y lo transpersonal. No iríamos muy desencaminados si recordamos
la distinción clásica entre lo biológico-corporal, lo psíquico y lo espiritual. Dicho de
otro modo, lo prepersonal en nosotros es todo aquello que no ha alcanzado el nivel de la
mente racional, que no ha sido elegido libremente por un ego, así, por tanto, los
instintos, los impulsos y el comportamiento irreflexivo sería pre-personal, o si prefieres,
pre-mental y pre-egoico. Lo personal en el ser humano sería aquello que se halla
coordinado por la razón humana, por la mente, por un yo mental, racional, humano, con
autoconciencia y libertad. Las decisiones libremente tomadas, las argumentaciones
racionales, son operaciones pertenecientes al nivel personal, mental, egoico. Nos quedan
las experiencias transpersonales y el nivel del ser humano que merece el nombre de
transpersonal, esa dimensión de nuestra identidad que sin negar nuestra condición
corpórea, biológica, instintiva, sin negar tampoco nuestra faceta mental, racional,
egoica, puede denominarse yo transpersonal porque trasciende ambos aspectos, no
posee las limitaciones que tienen aquellos y esto tanto en lo que respecta a las
cuestiones cognitivas (hay una conciencia transpersonal y un conocimiento
transpersonal, supramental, producto de una inteligencia intuitiva, de la inteligencia
propia del alma, realidad de la que volvería a hablar ahora la psico-logía, disciplina que
en realidad significa etimológicamente también eso, pues psique hace referencia al alma
y logos ya sabes que significa no sólo razón, sino también, lenguaje, palabra, habla)
como en lo que respecta a las cuestiones afectivas (habría un amor transpersonal, no
motivado por el campo de intereses egocentrados, sino equivalente a lo que
tradicionalmente se denominaba amor espiritual, como lo era el amor que
originariamente propuso el cristianismo, como habría una compasión espiritual, en el
sentido en que el buddhismo habla de karuna, compasión y benevolencia hacia todos
los seres sintientes), como en lo que respecta a las cuestiones volitivas (habría una
voluntad transpersonal, aspecto especialmente desarrollado por Assagioli, por ser el
aspecto más descuidado y menos conocido y tematizado en la psicología). Justamente,
el fundador de la psicosíntesis tiene un libro titulado El acto de (la) voluntad, en el que
analiza de forma original los distintos aspectos de la voluntad, incluida su dimensión
transpersonal.
Aunque resulta lógico que el ser humano centrado en su nivel personal, racional,
no comprenda muy bien en qué puede consistir lo transpersonal, sin haber gozado de
experiencias de ese tipo y sin haber descubierto la dimensión transpersonal de su
identidad, podemos hacernos una idea pensando en las experiencias de unión con el
todo, de comunicación con algo que me represento como sagrado, de conciencia
cósmica, de comunión con la naturaleza, etc.
Habrás detectado ya que entre las dos principales ontologías y antropologías que
hemos dicho ofrecían una imagen, una idea, del ser humano, Assagioli, al igual que
buena parte de los psicólogos transpersonales, comparte la idea de una sabiduría
perenne tal como distintas tradiciones espirituales habrían esbozado. Este asumir la
existencia de una philosophia perennis, de la cual la psicología transpersonal y en
particular la psicosíntesis, no serían sino actualizaciones adecuadas a nuestro tiempo,
supone una propuesta de paradigma y de modelo del ser humano muy distinta de la
dominante a partir de la influyente obra de los maestros de la sospecha. Para
ejemplificar esto expondré tan sólo uno de los ejercicios de Assagioli en los que se
pondría de manifiesto la herencia de dicha sabiduría espiritual perenne, ejercicio que él
denominó de desidentificación y de auto-identificación. En resumidas cuentas, consiste
en una especie de meditación, en el sentido que vimos al comienzo de este capítulo,
mediante la cual uno va tomando conciencia de tener un cuerpo físico, pero de no ser
(sólo) ese cuerpo físico; de tener emociones, pero de no ser (sólo) esas emociones; de
tener pensamientos y una mente, pero no ser (sólo) esa mente. Más allá de todo ello, el
ejercicio meditativo de desidentificación de aquello con lo que hasta ahora me había
identificado, creyendo que constituye mi verdadera identidad, me permitiría vivir
directamente ese núcleo ontológico, ese Ser que me constituye de manera íntima, que
trasciende todo pensamiento, toda emoción y toda sensación y que se vive como un foco
radiante de conciencia pura, de gozo puro, de voluntad pura, de puro Yo-Ser
transpersonal, una dimensión central en mí que trasciende toda particularidad personal y
que me muestra en contacto permanente con la Totalidad de la que formo parte. Es esa
chispa (del Fuego divino, de la Conciencia divina, de lo Sagrado) que es el centro de
nuestro Ser.
¿No es esto volver a la vieja metafísica religiosa, superada desde la Modernidad
y sin garantía alguna ya de veracidad? Hay que decir que toda la psicología
transpersonal constituye un esfuerzo por partir de la experiencia, y en ese sentido acepta
el empirismo constitutivo de la modernidad ilustrada. Ahora bien, es un empirismo que
no se limita a la experiencia de los cinco sentidos, sino que acepta, en principio, como
posibles, los testimonios que a lo largo de toda la historia y en todas las tradiciones de la
humanidad nos hablan de experiencias de dimensiones espirituales, que si bien
ciertamente suenan extrañas a aquellos que no han gozado de ellas, no por tal motivo
han de ser descartadas de una investigación seria. Lo mismo sucede con la razón. La
teoría transpersonal no supone una recaída en una oscura irracionalidad, en un mundo
de supersticiones medievales ya superado, sino que pone en cuestión la afirmación de
que la inteligencia racional, instrumental, calculadora, constituya la única manera de
entender y de operar la inteligencia, y afirma que existe una inteligencia intuitiva, una
inteligencia anímica, espiritual, transpersonal, capaz de percibir y comprender, de otro
modo distinto, fenómenos y procesos de índole estrictamente suprasensible y supra-
racional. En ese sentido, recogiendo la pregunta del título de este apartado, podríamos
decir, efectivamente, que la psico-logía vuelve a hablar del alma, recuperando el
sentido original de la palabra, tal como insinuábamos anteriormente. Decir el alma,
hablar del alma, pensar el alma, tratado acerca del alma, la disciplina racional cuyo
objeto de estudio es el alma. Sucede, no obstante, como hemos repetido ya en varias
ocasiones, que el término alma terminó asociándose de manera casi exclusiva a las
doctrinas religiosas cristianas, con todas las asociaciones anticlericales que terminaron
acompañándole. Pero, en realidad, no habría gran inconveniente en aceptar que el yo
transpersonal, nuestro ser transpersonal, equivale a la noción de alma espiritual, en tanto
que identidad más profunda o mismidad, aquello que hace que seamos nosotros mismos
a lo largo del tiempo. Sería el alma espiritual –no en su sentido de psiquismo,
emociones y pensamientos, sino como ser perteneciente a una dimensión suprasensible
de la realidad- la que tiene acceso a la supraconciencia, como el alma de Platón tenía
acceso al mundo de las Ideas.
De Jung a Wilber, Grof, Almaas, Heron y muchos otros investigadores recientes,
cada vez el abanico de experiencias humanas transpersonales es más amplio y más
significativo. Sólo cerrando los ojos desde una actitud cientificista dogmática es posible
ya ignorar o descartar irreflexivamente el enorme acopio de fenómenos que exigen una
interpretación del ser humano (antropológica) y de la realidad toda (ontológica) que el
paradigma materialista, cientificista, racionalista dominante no es capaz de ofrecer de
manera satisfactoria. En cualquier caso, hemos visto que el camino de la psicología
científica hegemónica, marcado por el conductismo y el cognitivismo, no es el único
camino posible en la psicología actual y que cabe hablar de una psicología filosófica
que, en realidad, termina hallándose muy cerca de lo que muchos autores preferirían
denominar antropología filosófica. Una antropología filosófica que tendrá que ser ya
transcultural y tomarse en serio las aportaciones de las otras culturas (otras distintas de
la cultura occidental que está llevando a cabo la occidentalización del planeta, bajo el
nombre de globalización). Una antropología filosófica que ha de tener en cuenta no sólo
las teorías de las ciencias cognitivas, sino también de esas psicologías que no se
conforman ya con la reducción de su campo de estudio a la conducta, el
comportamiento observable y a los procesos cognitivos comparables con el ordenador
como procesador de información, sino que tienen en cuenta las experiencias-cumbre de
que hablaba Maslow, las experiencias transpersonales de las que hablan Assagioli, Grof
y Wilber, las experiencias yóguicas narradas por los yoguis de todos los tiempos, las
experiencias de vacuidad y compasión transmitidas por los lamas y roshis de las
distintas escuelas buddhistas, las experiencias de disolución en el Ser y de reintegración personal de que hablan los místicos sufís y un largo etcétera en el que no es
preciso insistir aquí. Quizás una antropología integral
Capítulo 4. La antropología filosófica y la razón hermenéutica: retazos de
filosofía occidental contemporánea
¿Estás todavía ahí? Pues, si quieres seguimos pensando un poco juntos. Como
verás hemos partido de una introducción en la que tratábamos de plantear algunas
cuestiones muy generales de la filosofía, como una primera aproximación, y además de
realizar un breve recorrido por su historia y por sus principales ramas, hemos
distinguido ya dos principales concepciones del mundo, dos modelos de la realidad que
con distintas modulaciones han ido presentando sus tesis una y otra vez. El modelo
espiritualista estuvo vigente en la mayor parte del mundo antiguo y medieval y todavía
en los comienzos de la Modernidad y hasta mediados del siglo XIX puede decirse que
fue el dominante, si bien su fusión y a veces confusión con las instituciones religiosas
de las distintas tradiciones que representaban visiblemente dicha concepción, produjo el
que desde la Ilustración, pero con fuerza y velocidad crecientes desde mediados del
siglo XIX, las críticas a toda ontología y antropología espiritualistas arrecieran y
terminaran por convertir la mayor parte de las versiones de dicho modelo en algo
aparentemente obsoleto y trasnochado, viejas ideas guardadas en el baúl de los
recuerdos, sin aparenta validez para nuestro tiempo. Sin embargo, desde comienzos del
siglo XX, pero con mayor frecuencia y contundencia desde mediados del mismo, desde
distintos frentes se ha producido un “retorno de lo sagrado”, a veces con un rostro
conservador, pre-moderno, incluso fundamentalista e integrista, en el seno de muchas de
las grandes religiones (la llamada revancha o venganza de Dios), otras veces con un
rostro más bien postmoderno, progresista, insatisfecho y crítico no sólo con el modelo
materialista, sino también con el modelo religionista (esa versión de la concepción
espiritualista que encarna en las instituciones y los dogmas de las distintas religiones, y
en lo que a nosotros occidentales respecta, de manera muy especial el cristianismo)
tradicional.
En el segundo capítulo, hemos intentado esbozar el pensamiento de algunos
representantes de ambas concepciones. De la espiritualista hemos elegido a Platón y a
Descartes y de la materialista a los tres maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y
Freud. En el tercer capítulo, dado que terminábamos el anterior con el psicoanálisis,
hemos realizado una breve incursión por el campo de la psicología, para mostrar que
además de las psicologías oficialmente vigentes a nivel académico y dominantes
culturalmente –la conductista y la cognitivista-, sobre todo desde mediados del siglo XX
se han desarrollado otros enfoques psicológicos, no tan próximos a la psicología
científica que aquellos representan, sino más bien miembros de lo que podríamos llamar
una legítima psicología filosófica, nada despreciable, pese a que en tiempos de dominio
cientificista, las instancias culturales hegemónicas tiendan a marginarla. Como no se
trataba de desarrollar la historia y las teorías de las psicologías humanistas y
transpersonales, he tomado como ejemplo la propuesta de R.Assagioli y especialmente
su esquema oval, a través del cual hemos podido aproximarnos a un enfoque
típicamente Transpersonal, con una determinada imagen del ser humano que lo muestra
como constitutivamente abierto a la Trascendencia, lo Sagrado o como quiera
denominarse aquél ámbito que excede y da Sentido al ser humano.
Ahora podríamos viajar juntos por tierras antropológicas. Y es que, dado que en
esta invitación a filosofar, en esta introducción a la filosofía, no se trataba de abarcar
muchos campos filosóficos ni de exponer en detalle teorías sofisticadas de los grandes
filósofos, sino de mostrar, aunque desde una perspectiva subjetiva y con una
determinada propuesta, alguno de los rasgos de lo que podemos denominar el pensar
filosófico, poco a poco nos hemos ido deslizando hacia una de las ramas de la filosofía,
ciertamente, pero que quizás, en el fondo, pueda verse como el centro, el eje y el hilo
conductor de todo filosofar. No hay en ello originalidad alguna. Recordarás, incluso,
que ya Kant proponía aquellas tres preguntas centrales de la filosofía (qué puedo
conocer, qué debo hacer, qué me cabe esperar), que abrían el terreno de tres importantes
campos filosóficos (el de la teoría del conocimiento, el de la ética y el de la filosofía de
la religión) y que terminaban remitiendo a una cuarta, que las recogía y reunía: ¿qué es
el ser humano?
Podemos preguntarnos filosóficamente (y cada vez en más ocasiones
científicamente) sobre el cosmos, sobre la sociedad, sobre el Estado, sobre el
conocimiento, sobre el lenguaje, sobre la psique, sobre la naturaleza, sobre la historia,
sobre los valores, sobre multitud de temas, pero en el fondo, todas las preguntas brotan
del ser humano y a él retornan. De modo que si bien existen muchas partes de la
filosofía, a fin de cuentas todas están implicadas en la cuestión del ser humano. No es
de extrañar, por tanto, que para muchos pensadores, la antropología constituya el
corazón de la filosofía.
Ahora bien, desde el siglo XIX, con el auge de los estudios etnográficos y
etnológicos, con la investigación científica sobre otras culturas, otros pueblos, otros
modos de ver el mundo, otras creencias, otras formas de organización social, la pregunta
por el ser humano parece quedar en manos de la antropología, sí, pero de una
antropología que terminará denominándose antropología cultural y antropología social.
Vimos ya cómo el mismo objeto de estudio podía ser abordado desde distintas
perspectivas, con métodos diferentes, incluso para responder preguntas diferentes y
resolver problemas distintos. ¿Recuerdas el caso del político como hombre de Estado, el
politólogo como hombre de ciencia política y el filósofo político como pensador sobre
las cuestiones del poder y del estado? ¿Recuerdas el caso de la religión, la ciencia de la
religión y la filosofía de la religión? Pues, en lo respecta al estudio del ser humano
podríamos decir que existen también tres enfoques que, en este caso, podrían
identificarse con una ciencia natural (antropología biológica), con una ciencia social
(antropología social y cultural) y con una filosofía (antropología filosófica)
Ni que decir tiene que lo nuestro aquí es, ante todo, una antropología filosófica.
Pero no es posible presentar seriamente tal reflexión si no es teniendo en cuenta lo que
las ciencias del ser humano nos puedan decir actualmente. Las neuro-ciencias, la
psicología científica, la historia, la sociología y especialmente la antropología sociocultural (si se nos permite unir estas dos vertientes no siempre acordes) tienen hoy
mucho que decir sobre muchos aspectos parciales referentes al ser humano. Por tanto,
rechazarlas a la hora de formar una imagen global del ser humano, sería un error que no
nos llevaría muy lejos. Ahora bien, en mi opinión, no más lejos nos llevaría el
reduccionismo cientificista, tan al uso, el cual, disolviendo la filosofía en las ciencias,
termina entendiendo que no hay nada que decir con sentido del ser humano que no sea
dicho por las ciencias y que por tanto la antropología filosófica pertenece al pasado,
pues ha quedado subsumida en la antropología cultural.
Así pues, la antropología filosófica, el estudio acerca de la naturaleza humana,
ha de tener un objeto de estudio propio (el ser humano en aquella dimensión a la que no
tiene acceso la ciencia, su mismidad, su subjetividad trascendental, su auto-conciencia,
aquello que en terminología clásica se decía su esencia y en la modernidad su
naturaleza, aquello que en la tradición hindú constituye su âtman y en la tradición
buddhista su naturaleza búdica) y ha de tener un método propio, una forma de acceso,
un encaminamiento, una forma de descubrir y tematizar dicho objeto, que
paradójicamente es también y ante todo un sujeto. Podríamos acudir al método
reflexivo-trascendental que desde Kant hasta Husserl ha pugnado por erigirse en el
método filosófico por excelencia, distinguiéndose claramente de los métodos
científicos, ya que por definición el análisis y la reflexión se remontan más allá de los
fenómenos de la experiencia hasta las condiciones de posibilidad de la misma. Pero, hoy
en día, sería igualmente necesario asumir, al menos en cierta medida, las aportaciones
llevadas a cabo por el método hermenéutico, por la hermenéutica filosófica que desde
Dilthey y Schleiermacher hasta Gadamer y Ricoeur, pasando por Heidegger y Vattimo
se ha ganado un puesto de honor en el quehacer filosófico del siglo XX.
La hermenéutica nace como la reflexión acerca de los problemas que plantea la
interpretación de textos antiguos, de textos alejados de la comprensión de una persona y
una comunidad cultural que se acerca a ellos. Justamente consiste en la aguda toma de
conciencia de lo que sucede cuando intentamos comprender un texto (y más tarde
cualquier fenómeno, pues puede ser un mito, un rito, una obra de arte, un sueño, una
enfermedad, una cultura ajena a nosotros en su totalidad y su sentido, etc.). Cuando el
fenómeno que queremos comprender no resulta evidente de suyo y además no es
susceptible de una explicación científico-natural mediante leyes (lo propio de las
ciencias de la naturaleza), es preciso articular una interpretación que trata de captar el
sentido de aquello estudiado. Ahora bien, esa comprensión, constituye –como
Heidegger nos enseñó ya en Ser y Tiempo- un modo fundamental de(l) ser humano (el
da-sein, el ser-ahí). Comprensión que –como Gadamer sistematizó en su obra Verdad y
Método- implica necesariamente unos pre-juicios no sólo personales, sino también
epocales, culturales, desde los cuales intentamos comprender lo que se presenta ante
nosotros. Efectivamente, no somos seres aislados, sino que cada uno de nosotros es un
ser-con (los) otros, vivir es con-vivir y comprender es comprender a partir de lo que los
otros, la comunidad en que nos hemos formado, la tradición en que hemos crecido, nos
ha enseñado, con sus ventajas y sus avances, pero también con sus limitaciones y su
enfoque particular del que inevitablemente partimos.
Este método sería el propio de las ciencias humanas (antes denominadas ciencias
del espíritu) y de la filosofía. Aquí no es cuestión de explicar nomológicamente (según
leyes estrictas de validez universal), sino de comprender, un comprender que asumimos
ya en su incertidumbre, en su limitación, un comprender que es interpretar y que no
puede
ya
pretender
exclusividad
ni
carácter
definitivo.
Generalmente
hay
interpretaciones rivales y se trata justamente de analizar racionalmente (en la medida de
lo posible, pues como Thomas Kuhn mostró en La estructura de las revoluciones
científicas, ni siquiera las teorías y paradigmas que dominan las ciencias naturales son
elegidos por razones puramente científicas y objetivas, ya que se cuelan, al parecer
inevitablemente, motivos subjetivos, estéticos, políticos, económicos, et.) las distintas
interpretaciones posibles con el fin de ver cuál de ellas resulta más satisfactoria, más
comprensiva.
Ahora bien, toda discusión entre paradigmas, modelos, ontologías, filosofías,
antropologías, etc. ha de estar abierta al diálogo inter-subjetivo e inter-cultural. Diálogo
racional (he ahí la diferencia con las explicaciones míticas del período pre-filosófico o
de una actitud equivalente) que ha de tener en cuenta las razones del otro, y desde luego
hoy, en primer lugar, las razones científicas procedentes de las teorías científicas
vigentes, sin que esto suponga una aceptación acrítica de los resultados, los métodos y
las teorías científicas. Antes al contrario, una de las funciones de la antropología
fílosófica sería, justamente, la de ejercer la crítica filosófica ante las pretensiones de las
ciencias de ofrecer una imagen completa o determinada del ser humano. Si la
antropología filosófica no se disuelve en antropología cultural, si la filosofía no puede
reducirse a ciencia, ofrecer una imagen del ser humano (y del cosmos y de la naturaleza
y de la sociedad y del lenguaje y de todas las cuestiones que afectan al ser humano y al
resto de seres existentes) es una posibilidad legítima e incluso una exigencia ineludible
de la razón filosófica, una razón hermenéutica que puede y debe tener en cuenta los
métodos y los resultados de las ciencias, pero que no tiene porqué quedarse en ellos,
sino justamente desde su propia experiencia filosófica y desde sus posibilidades siempre
en cuestión para sí misma ejercer su tarea crítica, su tarea de fundamentación teórica y
también, ciertamente su tarea de fundamentación utópico-moral (como entre nosotros
han insistido Rubio Carracedo y Javier San Martín).
Efectivamente, la crítica de las acciones, comportamientos, instituciones e
incluso teorías o paradigmas in-humanos, sólo puede realizarse de manera rigurosa a
partir de una determinada teoría del ser humano (antropología) y en definitiva de una
ontología y una cosmovisión completa. A su vez, ésta no puede limitarse
positivistamente a los hechos, sino que ha de asumir conscientemente la toma de partido
por ciertos valores e incluir como cuestión explícita una determinada jerarquía de
valores, desde la cual ejercer su función práctica, utópico-moral.
Ahora bien, es preciso asumir que hoy, en el siglo XXI, no es sensato ya intentar
elaborar una antropología, una filosofía, sin integrar aquello que las llamadas
“sabidurías orientales” puedan ofrecernos. De ahí que ahora quedes invitado a acercarte
un poco a algunas manifestaciones de esa rama de la sabiduría oriental que es la
tradición hindú.
Capítulo 5. ¿SER (más que) humano? A la escucha de las sabidurías orientales
Temo estar poniéndome ya demasiado académico, demasiado abstracto,
dejándome llevar por ese defecto profesional que trataba de evitar en este libro. Así que
tendré en cuenta las quejas que puedo suponer estaréis pensando algunos de vosotros y
trataré de volver al buen camino (si es que alguna vez lo he estado).
Ya que decía antes que a la altura del siglo XXI resulta necesario tomarse en
serio la fecundación entre culturas, el diálogo entre tradiciones distintas, para participar
de la conciencia planetaria de síntesis que se está produciendo, al mismo tiempo que en
el campo económico y financiero se produce la globalización, me gustaría ahora
continuar la reflexión antropológica de la mano de una tradición no-occidental,
concretamente de la tradición hindú.
Ni que decir tiene que esto no es sólo ni en primer lugar una exigencia social de
los tiempos, sino que, al menos en mi caso, representa un verdadero viaje al Oriente
para intentar “orientar” el pensamiento en su búsqueda de sentido. Por eso, ya que en las
páginas anteriores ha dominado la escena la tradición filosófica occidental, me gustaría
que pudiéramos escuchar ahora la voz de las llamadas sabidurías orientales, de manera
quizás un poco pretenciosa, ya que para el filósofo hablar de sabiduría impone un poco,
ya que la filosofía se ha comprendido a sí misma casi siempre como la aspiración a ese
ideal remoto que sería la sabiduría. No obstante, quizás no haya que descartar la
posibilidad de que tal ideal se haya encarnado en algunas ocasiones, no sólo en
doctrinas que puedan representar más o menos afortunadamente dicha sabiduría
perenne, sino también y en primer lugar en personas que hayan encarnado, realizado, un
tipo de conocimiento, un modo de Ser, un estado de conciencia, una plenitud existencial
tal que merezcan, en rigor, el nombre de sabios, de maestros de sabiduría, no sólo ni
tanto maestros del pensar, como puede llegar a ser el gran filósofo (Platón, Aristóteles,
Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Hume, Hegel, Husserl, Wiitgenstein,
Heidegger, por poner algunos ejemplos de la filosofía occidental que deben ir sonándote
ya), sino, en un sentido pleno, maestros del ser.
5.1. También Oriente se dice en plural. Tradiciones índicas
Ahora bien, hablar de Oriente es muy bonito, muy exótico, hasta está de moda
en ciertos ambientes, pero resulta un término excesivamente genérico, tremendamente
amplio. Y una de las cosas que debe tener en cuenta el aprendiz intelectual que somos
es el evitar, en la medida de lo posible, las generalizaciones excesivamente amplias. Y
si las hace, ser conscientes de que lo son y de sus limitaciones. Lo comprenderás bien si
pensamos lo que sucede con el cristianismo como religión. Fíjate los saltos inaceptables
que damos con frecuencia. Muchas veces, en Occidente, al hablar de religión,
inmediatamente estamos pensando en el cristianismo, como si fueran dos conjuntos que
se identifican, hasta el punto de que si nos cae mal lo que sabemos del cristianismo y se
ha generado en nosotros un rechazo a tal palabra, tendemos a condenar igualmente todo
lo que suene a religión. Y no sólo eso, sino que no nos molestamos en distinguir los
distintos modos que históricamente se han dado de entender el cristianismo. Así, por
ejemplo, los católicos, en nuestro país, con enorme frecuencia, tienden a identificar
cristianismo con catolicismo, ignorando la riqueza de esos otros dos grandes modos de
pensar y vivir el cristianismo que son el protestantismo y el cristianismo ortodoxo
oriental (de Grecia a Rusia). Pero hay más, a su vez, dentro de cada uno de esos tres
quizás ni te imaginas la cantidad de diferencias importantes que se dan. Si supieras la
cantidad de “denominaciones”, de “Iglesias” de “grupos” distintos que existen dentro
del protestantismo, no te lo creerías. En el mismo catolicismo, puedes sospechar que la
manera de entenderlo y vivirlo de los miembros del Opus Dei, o de la jerarquía
vaticana, es muy distinta de la manera de hacerlo los seguidores de la teología de la
liberación latinoamericana, por poner dos ejemplos significativos para la comparación.
Comprenderás así que cualquier generalización respecto a la religión o respecto al
cristianismo es casi absurda, esto es, sin sentido… o con muy poco sentido.
Pues bien, con mayor razón, si cabe, encontramos el mismo problema al hablar
de Oriente y de sabidurías (o como prefiero decir, tradiciones) orientales. Como sabes
ya es necesario distinguir, al menos, entre el Oriente Cercano (o Próximo), ese punto
geopolítico tan caliente (no desde el punto de vista erótico, sino desde el punto de vista
bélico, pues verdaderamente las cosas allí están que arden), el Oriente Lejano (China,
Japón, etc.) y lo que podíamos llamar (de manera tendenciosa, es cierto) el Oriente por
excelencia, refiriéndonos a la India, o como se prefiere decir hoy, al (sub)continente
índico. En el primer caso domina la tradición islámica, en el segundo las tradiciones
shintoístas, taoístas, confucionistas y buddhistas, y en el tercer caso podemos hablar de
tradiciones índicas, entre las que sería preciso contar no sólo al hinduismo, la más obvia
para ti, sino también otras, sobre todo el buddhismo (aunque hoy en día no sean más
que un 2% de la población de la India, históricamente el buddhismo ha tenido una gran
influencia, incluso llegó durante siglos a dominar en buena medida dicho país, aunque
entonces era más bien un conjunto de pequeños reinos independientes, antes de ser
expulsado de la India, en parte por la ortodoxia védica y brahmánica, en parte por el
Islam intransigente pues también el Islam dominó la India donde muchos siglos).
Espera, no nos perdamos con tanto paréntesis, pues aparte del hinduismo y el
buddhismo, en la India nacieron también y siguen existiendo, el jainismo y el sikhismo.
Pero no te preocupes, no nos vamos a detener en todos ellos, ya que nos vamos a centrar
en el hinduismo y en todo caso diremos algo del buddhismo, pues son las dos
tradiciones que más difusión están teniendo (y también que conozco un poco mejor que
las otras).
Una última observación. Ahora que ya sospechas que el lenguaje no es inocente
ni transparente, sino que en ocasiones es responsable de muchos malentendidos y con
frecuencia resulta más bien opaco e impide ver a través de él, te propondré no llamar
religiones a las tradiciones orientales. No creas que es un invento mío –hay muchos
expertos que lo proponen- ni que es un subterfugio para evitar un término que hoy
resulta incómodo. Lo cierto es que el término religión es un término creado por la
tradición cristiana y que haríamos bien en reservar para las llamadas religiones
abrahámicas (pues Abraham estaría en la génesis de ellas tres), proféticas (pues la
figura del profeta, como aquél que expresa para el pueblo lo que Dios necesita
comunicar, es fundamental), monoteístas (pues insisten en que hay un solo Dios último
y verdadero y han combatido lo que llamaron el politeísmo, la creencia en la existencia
de muchos dioses verdaderos). Como debes saber tres son las religiones que forman este
grupo y que tienen una estrecha relación y una cierta continuidad: el judaísmo, el
cristianismo y el islam. En cada una de ellas hay una doctrina dogmática (un credo, una
teología, un sistema de creencias), un culto compartido (una serie de acciones rituales
para comunicarse con Dios) y una moral (un código de conducta para hacer el bien y
evitar el mal), todo ello basado en alguna revelación sobrenatural. De algún modo, Dios
habría hablado a los hombres, se habría revelado para decirles cómo son las cosas y qué
deben hacer: a través de la voz de los profetas, mediante la Encarnación de Dios en
Cristo-Jesús, o por inspiración angélica del profeta Muhammad –entre nosotros persiste
la costumbre de llamarle Mahoma-, el caso es que el Dios único ha expresado su
voluntad y los hombres deben cumplirla.
Por tanto, al referirnos a las tradiciones orientales evitaremos el término religión,
aunque sea justo reconocer una dimensión ritual (para muchos, entre ellos Hegel, la
esencia de la religión), una dimensión moral (unos valores, unas normas, unos
principios) y una dimensión filosófica (o si quieres, teológica o más en general teórica,
como sistema de creencias) y sepas que con mucha frecuencia y con toda naturalidad se
habla de religión hindú, buddhista, jainista, taoísta, etc.
Así pues, hablaremos de las tradiciones índicas y sobre todo de la tradición
hindú. Y todo ello no desde el punto de vista religioso, sino desde el punto de vista
filosófico que es lo que nos ocupa aquí. Y es que, aunque desde el pensamiento ilustrado
y tras la influencia de los maestros de la sospecha, ¡identificando todo lo que suene a
religiosidad con los males que achacan al cristianismo! se ha impuesto la tendencia a
olvidarse de todo lo que sea religión y a mirarlo con recelo, lo cierto es que para
entender la historia de la humanidad y la historia de la filosofía es imprescindible
habérselas con la historia de las religiones, pues en este sentido general en que suele
hablarse, salta a la vista que la historia de la humanidad ha estado profundamente
marcada por las ideas religiosas, o al menos, si queremos ser consecuentes con lo que
acabamos de proponer, con las cosmovisiones espirituales.
Indudablemente, las tradiciones orientales son, eso sí, tradiciones espirituales,
pero como habíamos dicho ya desde el principio de nuestras conversaciones, las
doctrinas religiosas y el enfoque de las religiones históricas, con sus instituciones y su
alianza con los poderes políticos, no deben identificarse, sin más, con las cosmovisiones
espirituales, pues no son sino una de sus modalidades, siendo perfectamente posible una
espiritualidad teórica y una espiritualidad práctica (o si prefieres, una teoría, filosofía o
visión del mundo espiritualista, y una práctica espiritual –aunque habría que concretar
en qué consiste ésta-) independiente de toda religión histórica, institucionalizada. Es
más, quizás en el capítulo final retomaremos esta idea para insinuar que algo de esto
puede estar sucediendo ahora, en la tormentosa época que estamos viviendo, en los
albores de una Nueva Era Filosófica.
Pues bien, todo esto era para decirte que me acompañes en este viaje
(intelectual) a Oriente, a una parte muy concreta de Oriente, la India, y a una tradición
determinada, la hindú. Verás que se me ha ocurrido establecer un cierto paralelismo con
lo realizado en la tradición occidental y si allí nos entrevistamos con Platón y Descartes
(bueno, espero que los hayas entre-visto, que hayas vislumbrado su pensamiento) como
dos momentos cruciales de la tradición filosófica occidental, casi podríamos decir que
son nada menos que el fundador de lo clásico y el fundador de lo moderno, ahora te
propongo intentar “comprender” (por tanto “interpretar” hermenéuticamente) unos
textos alejados tanto en el espacio (se escribieron en la India, en sánscrito) como en el
tiempo (unos tan tempranos como el siglo VIII o VII antes de nuestra era, otros escritos
en torno a esa fecha determinante que toma su nombre a partir del nacimiento de
Cristo). Y si después, aproximándonos a la época contemporánea, vimos los tres
maestros de la sospecha, como reacción y contrapeso a la tendencia espiritual-metafísica
del grueso de la tradición occidental anterior, ahora te invitaré a conocer a tres maestros,
no de la sospecha, sino de la certeza. Los llamo así porque los tres son ampliamente
aceptados como grandes yoguis y maestros espirituales, personas realizadas,
iluminadas, ¡verdaderos sabios! en el sentido más pleno que cabe imaginar, en el
sentido que tiene en la tradición hindú y que pronto veremos. Maestros de la certeza,
porque su sabiduría y su aportación no consiste tanto en lanzar sospechas (estén
justificadas o no, sean emancipadoras en un grado u otro) acerca de las verdades
aceptadas por su tradición, sino justamente en afianzar las verdades centrales que
constituyen las señas de identidad de la tradición (en este caso hindú) y acaso también –
habrá que verlo- de esa sabiduría perenne que ya tanta veces llama a nuestra puerta.
Así que, venga, te invito a un esfuerzo hermenéutico para ver hasta qué punto
somos capaces de entender otra cultura, hasta qué punto tiene algo que decirnos a
nosotros hoy, hasta qué punto puede verse como una expresión de esa soñada sabiduría
perenne que vamos buscando o al menos que nos preguntamos si existe, o hasta qué
punto su pensar pertenece a un pasado superado, como desde el amigo Hegel (y ya antes
y también después) se ha tendido a ver. Ponte, si quieres, música de Ravi Shankar o
algún mantra que te inspire (seguro que conoces, al menos, el mantra más célebre, el
OM, o el que cantaban por las calles los Hare Krishna) y nos vamos a la India.
5.2. ¿Para qué quiero todas las riquezas del mundo si no soy inmortal? El
proyecto de las Upanishads.
El primer texto que te invito a visitar no es un texto, sino un conjunto de textos,
compuestos por personas distintas y en años, incluso en siglos muy distintos. No te
extrañes tanto, pues lo mismo sucede, sin ir más lejos, en la Biblia, y sin embargo se
analiza como poseyendo una cierta unidad.
Ese conjunto de textos son las Upanishads. Constituyen el final de ese conjunto
más amplio que forma los Vedas o el Veda. Para la tradición hindú clásica, los Vedas
son los textos primordiales. Es como si en ellos se encerrase toda la sabiduría, aunque
habría que descifrarla, que interpretarla hermenéuticamente. De eso se ha encargado
toda la Tradición. Igual que los judíos se han centrado en la interpretación de la Torá,
los cristianos en la Biblia y en particular en el Nuevo Testamento, en los escritos de
Pablo y en el Apocalipsis y los musulmanes en el Corán, los hindúes han mantenido su
fidelidad –al menos teóricamente- a los Vedas. De alguna manera, también consideran
que son revelados, pero no por un Dios personal, sino más bien que han existido
siempre y los rishis, los sabios-videntes, en el silencio de la meditación, pueden
escuchar esos sonidos primordiales en forma de mantras, percibir esas vibraciones
originarias que encierran un profundo significado y que han de ser traducidas y
transmitidas a la comunidad para hacerla partícipe de ese saber sagrado.
La noción de lo sagrado es justamente una noción central en la filosofía de la
religión, e intenta indicar o simbolizar Aquello que es vivido o pensado, experimentado
o concebido como sumamente valioso, el valor supremo y generalmente también la
Realidad suprema (o algunas de sus manifestaciones, concebidas como teofanías),
independientemente del nombre que reciba en una tradición particular y de la actitud
que se adopte ante ello. En ese sentido -lo sagrado como esencia de lo religioso-, de
manera metafórica y hasta retórica, cuando lo más importante, lo más valorado, lo que
rige nuestras vidas y nos conmociona es el mercado –como en la sociedad capitalistapuede hablarse de “religión del mercado”, e incluso del fútbol o la música como
religión, para aquellas personas para las cuales esas cosas constituyen lo más valioso, lo
supremo, la preocupación más importante.
Sin más rodeos –pues ya sé que empiezas a pensar que a veces me enrollo
demasiado-, las Upanishads sintetizan el saber sagrado de los Vedas y de una parte de la
tradición hindú (recuerda que toda tradición es muy compleja y hay que ser muy
conscientes de cuándo estamos generalizando excesivamente, incluso indebidamente),
hasta tal punto que se puede decir que buena parte de la filosofía del hinduismo se basa
en las Upanishads. Esa parte tan importante de la filosofía hindú es el Vedânta que
significa justamente, “el fin de los Vedas”. Pues bien, las Upanishads se dice que son
“el fin del Veda” en un doble sentido; nos sólo históricamente constituyen la parte final,
la última escrita de cada uno de los cuatro Vedas (Rg, Yajur, Sama, Atharva), sino que
también, y esto es más importante, las Upanishads son el fin del Veda (vedânta) porque
constituyen su esencia, su corazón, su objetivo último.
¿Y qué dicen las Upanishads? ¿Hay algo que podamos aceptar de ellas, hoy en
día, nosotros occidentales del siglo XXI? Y previamente, ¿somos capaces de interpretar
y comprender correctamente lo que dijeron? ¿No nos separa de ellos toda la
complejidad de una tradición tan distinta, de una lengua (el sánscrito) tan alejada de la
nuestra (aunque ambas formen parte de las lenguas indo-europeas)? ¿No será,
realmente, toda traducción una traición al sentido original? Esforcémonos por
comprender.
Empezaré contándote una anécdota de una de las primeras Upanishads, la
Brhadaranyaka, que encierra un profundo significado. Yajñavalkya, uno de los sabios
upanishádicos, se va a retirar al bosque, una vez llegada la tercera edad, y quiere repartir
sus bienes entre sus dos mujeres. Para ello llama a la primera de ellas, Maitreyî y le
propone dejarle buena parte de sus propiedades materiales, que no eran pocas. Maitreyî,
levantando su cabeza lentamente, le mira a los ojos y exclama: “Señor, ¿qué haría yo
con todas las riquezas del mundo si no lograra la inmortalidad?”. Es decir, ¿para qué
quiero tanta propiedad material, tantas cosas, si con la muerte termina mi vida? ¿Qué
sentido puede tener todo esto, no sólo las riquezas, sino la vida misma si se ve truncada,
antes o después, y todos los esfuerzos, de vivir, de comprender, de amar, quedan
reducidos a cenizas, como mi propio cuerpo?
No te daré todavía la respuesta upanishádica. Prefiero seguir con otra historieta
que insiste en lo mismo. Se halla en una de mis Upanishads favoritas, la Katha
Upanishad. En ella, Nachiketas, un joven brahmán es sacrificado por su padre al dios
Muerte (o sea que se lo carga, como ofrenda a los dioses). Al llegar a la morada de los
muertos debía recibirle Yama (el mismísimo dios Muerte; sí, digo dios en masculino,
pues también existe su hermana Yami), pero como no se halla presente tiene que esperar
y eso, esa falta en la hospitalidad hacia un brahmán, aunque sea niño, no es correcto.
Por ello, al llegar Yama tiene que disculparse y para compensar le dice a Nachiketas que
le concederá los tres dones que le pida. Nachiketas hace sus dos primeras peticiones,
que son concedidas sin rechistar por Yama, pero cuando le formula su tercera petición,
Yama se inquieta. ¿A que adivinas cuál es? Sí, le pregunta qué sucede exactamente al
morir. Como ves, le preocupa, como a Maitreyî, si con la muerte termina todo o si algo
nuestro, algo en nosotros, sobrevive y en el fondo es inmortal. Yama se resiste a
contestar, ¡él, dios de la Muerte! pues la respuesta no es fácil. Hasta el punto de rogarle
que le pida otro don distinto, que lo cambie. Pero Nachiketas, joven de edad, pero sabio
de alma, insiste y lo consigue.
Pues bien, en ambas Upanishads, la respuesta consiste en asegurar que el ser
humano es más que humano, más que su cuerpo, más que sus emociones, más que sus
pensamientos, más que sus relaciones sociales. Ese algo más no nace ni muere, no
pertenece al tiempo ni al espacio y sin embargo constituye nuestra identidad central,
nuestro Ser. Este Ser, este Yo, este Sí-mismo (lo que tú mismo Eres, aquello que
resuena en ti cuando dices desde el fondo Yo Soy), este Misterio sagrado que trasciende
todo concepto y toda sensación, recibe el nombre de âtman. Hay una tendencia, por la
similitud gráfica y sónica (por lo parecidas que son ambas palabras al verse escritas o al
escucharse pronunciadas) y por las relaciones que hicieron los primeros misioneros
cristianos que hablaron del hinduismo, a identificarla con el alma, pero te recomiendo
no partir de antemano de tal identificación, pues a lo mejor no significan exactamente lo
mismo.
Fíjate en una primera diferencia significativa, poniéndolo en relación con el otro
término clave de las Upanishads, el de Brahman. Si el âtman se refiere al fondo de
nuestro ser, a lo que somos cuando penetramos en nuestra subjetividad, el Brahman es
la Realidad originaria, el Origen y Fundamento de todo, la Sustancia única de la que
todo está hecho, en suma, lo que los filósofos occidentales han llamado a veces el
Absoluto. Seguro que estás pensando que hemos topado otra vez con Dios. Pues bueno,
depende, el problema es similar al del alma. No podría decirte que no rotundamente,
pero sigo recomendándote que no los identifiquemos sin más. ¿Por qué? Te hablaba de
una diferencia significativa: las Upanishads, el Vedânta y buena parte de la tradición
hindú afirman que âtman y brahman son idénticos. Cómo haya que entender dicha
identidad es un problema que traerá de cabeza a las escuelas filosóficas posteriores,
sobre todo, probablemente, cuando se habla de ello sin haber gozado de la experiencia
que quizás tenían los rishis upanishádicos (y los sabios posteriores que a ella llegaron,
como los maestros de la certeza que vendrán más tarde) cuando se atrevían a hacer una
afirmación tan contra-intuitiva.
Fíjate que si traducimos estos términos por alma y Dios y aceptamos la
identidad, las tradiciones abrahámicas ponen el grito en el cielo y rechazan toda posible
identidad entre el hombre (su alma) y Dios (el Ser supremo), acusando de panteísmo
(todo es divino, todo es Dios) y hasta de soberbia diabólica (endiosamiento, creerse
como Dios) a quienes se atreven a afirmar semejante abominación.
Otra diferencia importante, al menos a primera vista, consiste en la idea judeocristiana-islámica de que Dios es una Persona, con la que cabe tener un Encuentro, entre
dos personas, una divina, otra humana y de que es el Creador del mundo. Para una parte
del hinduismo, concebir a Brahman como un Ser personal y creador no es sino algo
infantil e incorrecto. Así pues, más vale no identificar ambos conceptos, al menos hasta
que no veamos más claramente lo que quiere decir cada uno.
Esta extraña idea (probablemente procedente de una experiencia directa o al
menos así suele aceptarse en la tradición hindú) de que âtman y brahman no son dos
realidades distintas, sino una sola y misma realidad es lo que significa en sánscrito el
calificativo de a-dvaita, generalmente traducido como no-dualidad. Para entenderlo
mejor, podemos diferenciar tres aspectos fundamentales de lo real, de todo lo que existe
(o puede que exista). Es una división tripartita que encontramos tanto en el vedanta
hindú como en la filosofía racionalista moderna. En términos de ésta última diríamos
que existe: el mundo, el hombre y Dios. En el racionalismo moderno hasta sirvió de
base para distinguir las tres ontologías regionales más importantes, las tres partes de la
filosofía más destacadas: la cosmología racional, la psicología racional (donde he dicho
hombre ellos decían alma, al fin y al cabo la esencia de aquél) y la teología racional.
Verás que lo habitual es considerar que Dios es un Ente, un Ser (aunque sea el Ser
supremo), el cosmos es otra cosa muy distinta de Dios, espiritual éste, material aquél; y
el alma o el ser humano en su conjunto, constituye todavía otro ente (ser) que no puede
identificarse ni con el mundo ni con Dios.
Es cierto que en la filosofía occidental ha existido una ontología monista que
afirma que existe una única sustancia, una sola realidad, de la cual deriva todo lo
demás. Valdrían como ejemplo, Plotino, máximo exponente del neoplatonismo,
Spinoza, el gran racionalista del siglo XVIII o Hegel, magnífico representante del
idealismo absoluto. Lo Uno, Deus sive Natura (Dios o Naturaleza), Idea, Razón o
Espíritu absoluto, serían los nombres, respectivamente, que recibe esa Realidad única,
de la cual todo es emanación, manifestación, expresión, parte, reflejo o apariencia. Pues
bien, no muy lejos anda la concepción no-dualista (advaita) que encontramos en las
Upanishads y luego en gran parte del Vedânta. Así se entiende mejor que el âtman no
sea otra cosa distinta que Brahman. Y que el mundo no sea sino el reflejo ilusorio de
Brahman o su manifestación, su condensación, su materialización, su campo de juego.
De este modo te he insinuado las dos versiones más frecuentes del advaita: el mundo y
el ser íntimo del hombre o bien no son “verdaderamente reales”, pues no pasarían de ser
una especie de sueños o alucinaciones del Absoluto, destinadas a disolverse al ser
descubiertas como poco reales, o bien son relativamente reales, pero pasajeras,
efímeras, temporales, y por tanto incomparables con la magnificencia del Brahman
eterno, soberanamente real más allá del espacio y el tiempo, inmutable y perfecto.
Si no te has perdido en las nubes de la abstracción, podemos volver a aterrizar en
las Upanishads para ver cómo conciben ese Absoluto, esa Realidad primigenia, ese
Brahman trascendente. Pues bien, hay una expresión que lo dice con claridad:
prajñanam brahma, que podemos traducir como Brahman es Conciencia, aunque
también se ha traducido (como ves, comprender es interpretar y traducir de un lenguaje
a otro) como la Inteligencia es Brahman (o Brahman es Inteligencia). En cualquier caso,
debe quedarte claro que no se está refiriendo a la inteligencia o la conciencia humana,
sino que está indicando que la Realidad última, lo que existe en el comienzo (o, mejor,
también “antes” del comienzo, “antes del tiempo”, expresión paradójica si no
claramente contradictoria) no es del orden de la materia o una energía inconsciente e
ininteligente, sino más bien del orden de eso que entendemos como inteligencia o
conciencia. Ahora bien, en este caso se trata de la Conciencia absoluta, infinita, anterior
a la aparición de los hombres y hasta del mundo, no sólo cronológicamente anterior,
sino también y ante todo con prioridad ontológica, es decir que tenemos que pensarla
como necesaria para el surgimiento de todo lo demás, lo cual resulta, por ello mismo,
dependiente y contingente. Esto es, que la materia, el mundo en su totalidad y los seres
humanos, no tendrían en sí mismos la razón de su existencia, sino que remitirían
necesariamente a esa Realidad de la cual reciben el ser y el sentido (¡como el Bien de
Platón, la Idea-Realidad suprema en su filosofía!).
Fíjate que de golpe, si comprendes la idea de conciencia –y puedes hacerlo, pues
constituye la esencia de tu ser- sabes ya, más o menos, qué es Brahman y qué es âtman.
Por tanto, qué eres tú. Tú eres –según las Upanishads- conciencia pura. El âtman (tu
Yo) sería una especie de centro, de foco de esa Luz primordial, esa Luz inteligente,
consciente, infinita, que es Brahman. Dado que se afirma la identidad de âtman y
Brahman, esto puede significar que el foco de luz, la luz viva y sabia, por tanto el ser de
luz, que es tu conciencia, tu âtman es de la misma naturaleza, de la misma sustancia,
que Brahman, la Luz única, el Sol central espiritual, o bien que la individualidad del
foco, del centro, del âtman, no es verdaderamente real, sino meramente aparente. Algo
así como el reflejo del Sol es un lago, que no hace que haya dos soles, sino un solo Sol
y su reflejo, aparentemente real, pero de una realidad derivada, secundaria, dependiente
del Sol real, único, de Brahman. Esas dos metáforas, la del foco y la del reflejo, han
dado lugar a dos escuelas distintas dentro del Vedânta, pero no seguiremos ahora por
ese camino delicado y difícil. Puede que sean dos modos de expresar la misma
experiencia, la misma concepción, la misma Realidad, o puede que correspondan a dos
experiencias distintas, dos concepciones diferentes de la relación entre lo Uno y los
muchos, entre la Unidad y la multiplicidad (un problema que ya Platón se planteó
respecto a la relación entre las Ideas y las cosas del mundo sensible).
¿Sólo conciencia, aunque sea con mayúsculas? ¿Eso es Brahman? Tienes razón,
tu misma perplejidad la compartieron los rishis upanishádicos y mirando más despacio
se dieron cuenta de más cosas. Primero, de que esa Realidad última, Brahman, es tan
distinta a todo lo conocido aquí, en este mundo, con nuestros sentidos o nuestra razón,
que cualquier cosa que digamos es insuficiente y queda como ridícula e inexpresiva
para quien lo ha vivido. Esta imposibilidad radical de ser expresada de manera
mínimamente satisfactoria es lo que ha recibido el hombre de inefabilidad. El lenguaje
se percibe como abismalmente incapaz de transmitir la fuerza y el sentido de esa
experiencia de lo Sagrado. De ahí la tentación de permanecer en Silencio. Un silencio
que no se debe a que uno no tenga nada que decir, sino al contrario, a que uno quisiera
transmitirlo de un modo significativo y al no poder hacerlo, cualquier expresión,
cualquier traducción al lenguaje humano, le parece una traición, pues parece decir lo
que Es y sin embargo hay aguda conciencia de que lo dicho queda muy lejos de lo
Vivido, de lo Sido (pues aquí saber y ser se identifican, lo conocido lo ha sido mediante
un “conocimiento por identidad”, lo conozco porque lo soy).
Ahora bien, a pesar de esa inefabilidad, el rishi, el yogui, el místico, el sabio,
amante del ser, pero también del lenguaje (el don de la palabra es uno de los grandes
dones del ser humano, poder decir lo que es, quizás, en el mejor de los casos de forma
poética), siempre ha intentando decir algo más de esa Realidad sagrada. Y el siguiente
paso, en el caso de los rishis upanishádicos, fue expresarlo diciendo que Brahman es
sat, cit y ânanda. ¿Qué quiere decir eso? Déjame que te explique cada uno de esos tres
términos cruciales, tan cruciales que constituyen las tres hebras con las que está tejido
todo el texto de la realidad, los tres sabores que permite apreciar en la realidad el
verdadero saber (no hace falta que te haga ver la similitud entre saber y sabor, entre la
sabiduría y el saborear la verdadera realidad).
Sat puede traducirse como Ser; así se hace habitualmente, aunque también
podría hacerse como Realidad. Brahman es la Realidad primordial, primigenia, quizás
única (puesto que sarvam brahman, “todo es Brahman”), no-dual. No hay nada que no
sea Brahman, que no sea Ser, aunque pueda modularse y modificarse hasta manifestarse
a través de distintos modos de ser. La piedra, la planta, el perro, el ser humano, el
planeta, las galaxias, todo son modos de ser (de) Brahman.
Cit es el término que recoge más fielmente la noción que hemos traducido como
Conciencia. Conciencia pura, previa a todos los modos de conciencia particulares, como
la conciencia mental, la conciencia emocional o la conciencia sensorial. Conciencia
infinita, de la cual la Luz es la metáfora por excelencia, ya que es lo que nos permite ver
todas las cosas. La conciencia es el campo de la realidad (campo de conciencia) donde
acaecen todas las cosas, la conciencia es la luz que permite ver todo lo que sucede en
ese campo. Y finalmente, la conciencia es el sujeto que ve, el vidente, el que contempla
todo lo que sucede. El que ve y lo visto no son dos, sino la realidad única, no-dual
(advaita). Claro que hay una diferenciación relativa, para que pueda producirse el juego
de la manifestación, pero no hay separación real; en el fondo, todo es la Conciencia
única, que no es sino el Brahman imperecedero.
Las Upanishads insisten mucho en la idea que hemos insinuado: el âtman, que es
Brahman, no puede ser concebido sólo como objeto, sino también y ante todo como
sujeto (los conocedores de la filosofía occidental creerán que estoy hablando de Hegel,
pues él define el espíritu, justamente en esos términos, de ese modo, pero es que el
idealismo absoluto tiene un extraño parecido con el advaita hindú: ¿sabiduría perenne?).
Efectivamente, las Upanishads –no te voy a marear con los nombres de otras
Upanishads- remarcan que el âtman es el que ve, el testigo, el que contempla todo lo
que sucede, tanto en la realidad exterior como en esa realidad interior que es nuestra
conciencia psicológica. El âtman es la conciencia-sujeto, la subjetividad transcendental
como dirían los idealismos de Kant a Husserl, que nunca puede objetivarse. Observa,
pues esto es muy sutil y te invito a que trates de comprenderlo experiencialmente (se
trata de una experiencia interior, una experiencia de la conciencia, en la conciencia) y
no sólo conceptualmente: tu puedes ser testigo de hechos que decimos pertenecen al
mundo exterior, pero a fin de cuentas, los percibes en tu conciencia (en tu cerebro dirían
los materialistas, por medio del cerebro dirán los idealistas), como formas de tu
conciencia, los ves en tu “pantalla mental”, en el campo de tu conciencia. Pues bien, los
“contenidos de tu conciencia”, correspondan a un objeto exterior a la misma o sean sólo
ideas, imágenes, emociones intrasubjetivas, pueden ser “vistos”, percibidos,
concienciados por ti, ese yo-sujeto-observador-testigo. Pues bien, de lo que se trata
ahora es de comprender que el yo, el sujeto, el âtman, nunca puede ser visto, es el que
ve, el vidente; nunca puede ser convertido en un objeto de la conciencia: es el sujeto
inobjetivable.
Y Eso, ese atman que es Brahman, ese Ser que es Conciencia pura, Luz infinita,
Inteligencia primordial, eres tú. Tat tvam asi: “Eso, eres tú”. Es ésta otra de las
afirmaciones más célebres de las Upanishads. La puedes encontrar en la Chandogya
Upanishad, otra de las más antiguas y las más extensas. En ella el padre y maestro le
dice a su hijo y discípulo Shvetaketu, que traiga el fruto de una higuera y le diga qué ve;
que abra el fruto y le diga qué ve; ya ve sólo la semilla; ábrela y díme que ves. Nada ya.
Pues bien, Shvetaketu, ese algo invisible, que no puedes ver, pero sin embargo es capaz
de dar lugar a toda una higuera, eso es el âtman, la esencia sutil capaz de hacer crecer la
realidad, y en el fondo, oh Shvetaketu, “Eso, eres tú” (tat tvam asi). Eso, el âtman, el
brahman, eso eres, en el fondo, tú: ser puro, conciencia pura.
Nos falta la tercera característica, el tercer atributo esencial de Brahman, aquello
que la tradición hindú señala tras el término ânanda. Ananda es el Gozo puro, la Dicha
perfecta, la Felicidad inmaculada. Resulta que la esencia de la realidad es SERCONCIENCIA-GOZOSA. ¿Qué es eso del gozo, de la dicha? ¡Claro que cada uno lo
entenderá según su experiencia! O quizás no, y cabe una experiencia interior, libre de
todos los condicionamientos psicológicos, a través de la cual podamos contactar y
vivenciar ese fondo afectivo de nuestro ser (âtman) y de toda la realidad (Brahman) que
es puro gozo, pura dicha. Estamos acostumbrados a placeres sensoriales más o menos
intensos, a alegrías emocionales más o menos fuertes, a satisfacciones intelectuales más
o menos profundas, pero todo ello serían modos parciales, manifestaciones debilitadas
procedentes de ese punto adimensional, esa fuente de gozo transpersonal que
constituiría el corazón mismo de nuestra realidad personal (que es descubierta ya,
justamente, como transpersonal).
Sería ese gozo puro, ese ânanda, el que puede experimentarse en la meditación
silenciosa, aquella a la que apuntaba ya el aforismo de los Yoga-sûtras, aquella a la que
vuelvo a invitarte para que todo esto no quede en meras palabras y la pasión filosófica
se convierta en gozo filosófico. Quizás la pasión filosófica, el anhelo de saber, la
aspiración a la filosofía, como el eros platónico, no sea sino el impulso secreto del
âtman que nos conduce hacia el descubrimiento de ese ânanda que trasciende tanto la
pasión como la razón filosófica. Digo descubrimiento y no logro, pues te habrás
percatado ya de que no se trata de lograr algo que no se tenga o no se sea, sino de correr
el velo (mâyâ es la ilusión, que como un velo nos impide ver, sentir y disfrutar de la
realidad, brahman) que nos permite gozar de la sabiduría desnuda, sin tapujos, sin
construcciones mentales, sin prejuicios, sin limitaciones innecesarias, el velo que nos
permite des-velar el atman sat-chit-anándico que somos. Al menos esa es la propuesta
hindú, el proyecto de la filosofía vedántica.
No hace falta que te diga que las Upanishads dicen muchas más cosas, pero para
nuestros propósitos y como una primera aproximación, nos conformaremos con lo
dicho, sabiendo que no es sino una gota de ese océano de sabiduría que la tradición
filosófica y espiritual hindú ha considerado siempre que son las Upanishads. Creo que
habrás comprendido porqué Maitreyî y Nachiketas no se conformaban ni con todas las
riquezas del mundo ni con todos los dones de los dioses, pues su aspiración no era sino
descubrir esa esencia inmortal, ese âtman que no nace ni muere, es Ser de luz que es
Conciencia gozosa y que Eres tú.
5.3. La sabiduría tiene que ver no sólo con el conocimiento, sino también
con la acción y con el corazón: el triple yoga de la Bhagavad Gîtâ.
No sé qué te habrá parecido esas primeras ideas de un texto hindú, intentando
tan sólo seleccionar uno o dos de los conceptos, o mejor símbolos, principales que van a
marcar el desarrollo de toda la filosofía hindú posterior. Seguramente, si llegases a leer
alguna Upanishad te seguiría sonando rara, pues encontrarías elementos míticos y
rituales propios de la tradición védica y brahmánica, a pesar de que las Upanishads,
nacen probablemente como una reacción ante la religiosidad ritual de los antiguos
indios. La acción ritual (karma) era el camino considerado más adecuado para la vida
religiosa. Se trata de sacrificios rituales, en los que se hacían ofrendas a los dioses
(devas) que se suponía habitaban en un mundo superior, quizás en una dimensión más
sutil. Y el ritual era una manera de comunicarse con ellos, recitando mantras, cantando
oraciones, ofreciendo flores o mantequilla derretida. Agni, el dios del fuego, Indra, el
dios de la tormenta, Savitri, el dios del sol, eran algunas de las divinidades adoradas.
Frente a ello, las Upanishads, hace unos veintisiete o veintiocho siglos,
comienzan un camino en el que lo importante no es tanto la acción ritual como el
conocimiento (jñâna). No el conocimiento científico, ni el conocimiento conceptual,
especulativo, sino ese conocimiento del que hablaban los rishis upanishádicos y que
hemos visto que era un conocimiento experiencial, un conocimiento por identidad, un
conocimiento intuitivo, un conocimiento espiritual. Un conocimiento que desemboca en
una realización, en una actualización de esas potencialidades que parecen más que
humanas, en un despertar a nuestra dimensión espiritual, que resulta ser transpersonal,
justamente en el sentido que hemos visto tiene en las recientes psicologías
transpersonales. Este conocimiento que libera, que salva de la ignorancia y del
sufrimiento, que nos lleva a trascender lo humano y a descubrir que somos más que
humanos, sería equivalente a lo que en la tradición occidental (también en la islámica)
se conocerá como gnosis, hasta el punto de que dicho término es una traducción posible
del término sánscrito jñâna.
Pues bien, ahora quería presentarte otro texto crucial de la tradición hindú, la
Bhagavad Gîtâ, en realidad –como ya te dije- parte de una de las obras más extensas y
célebres de la épica india, el Mahâbhârata, pero que por sí sola se ha convertido en la
obra más representativa e influyente de toda la tradición hindú. Como toda epopeya va
de batallitas, de guerras, en este caso una guerra fratricida, pues los jefes de los ejércitos
que combaten son primos, e incluso han sido educados juntos, pues el padre de los cinco
pandavas murió y pasaron a ser educados por su tío, junto a sus cien primos (número
simbólico, tienes que acostumbrarte a las exageraciones de los indios y a saber descifrar
los símbolos), los kauravas. Aquellos son buenos, virtuosos, honestos, valientes. Éstos
últimos son egoístas, crueles, malvados, sólo buscan el poder y el dominio. De ahí que,
aunque legítimamente debían heredar el reino los pandava, mediante todo tipo de
estratagemas sucias, engaños y trampas en el juego de los dados, consiguen desterrarlos
12 años al campo y el año decimotércero deben permanecer de incógnito. Después les
darán el reino. Pero, en realidad, cuando llega el momento, los malvados kauravas
afirman que no les darán ni la tierra que cabe en la cabeza de un alfiler. Así que, en
nombre de la justicia, los pandavas, pertenecientes a la casta de los guerreros, los
kshatriyas, deben cumplir su dharma (su deber social, su obligación moral, su misión en
el sistema de castas vigente en la India antigua, que era justamente combatir para que
reine la justicia y el bien) y enfrentarse a sus primos, los kauravas.
Toda la Bhagavad Gita es la narración de esa batalla, aunque en realidad es un
diálogo entre los dos protagonistas que te quería presentar, Arjuna y Krishna. Una vez
más necesitamos una mirada simbólica para comprender con una cierta profundidad la
riqueza de textos como éste. Así, podemos decir que Arjuna, además de ser uno de los
dirigentes del ejército de los pandavas, es símbolo del buscador, el aspirante, el
discípulo, aquél que se halla en medio de la batalla de la vida y sufre una crisis moral
que ha de resolver. Y para ello tiene la suerte de que a su lado, en el carro de combate,
tirado por seis caballos, se halla Krishna, un célebre general, pero que simbólicamente
representa al guru, el maestro espiritual capaz de clarificar las dudas del discípulo. Más
todavía, Krishna, sin que lo sepa Arjuna al comienzo, es nada menos que la mismísima
Conciencia absoluta encarnada, el Ser divino que de vez en cuando, o más exactamente,
como dice la propia Gita (así la llaman los hindúes muchas veces, para abreviar) “cada
vez que el desorden y la injusticia reinan en la tierra” se Encarna, desciende hasta un
cuerpo humano, hasta el mundo físico, “para restablecer el orden (dharma) y la
justicia”. Así pues, Krishna es, justamente, la Encarnación o el Descenso (esta sería la
traducción más precisa del término sánscrito que emplean, avatar) del Espíritu absoluto,
si quieres Brahman, sólo que en la Bhagavad Gita parece tener un carácter más personal
y se utiliza para él, también, el término purushottama, que sería, exactamente, el
“espíritu supremo”.
Probablemente, pensarás que esto no es muy distinto de lo que los cristianos
afirman de Jesús de Nazareth, que sería el Cristo encarnado, la Encarnación de la
Segunda Persona de la Trinidad, el Logos o el Hijo. Y efectivamente hay un parecido
considerable. Aunque también hay diferencias, por ejemplo, y muy especialmente, el
que en el cristianismo se cree que sólo una vez ha sucedido tal Misterio teándrico (la
unión de Dios y Hombre) y en el hinduismo la doctrina de los avatars afirma la
existencia de múltiples Encarnaciones, de un número determinado (el número exacto no
importa, de hecho no todos los textos coinciden en ello) de ocasiones en que lo Divino,
habría encarnado. En ese caso su produce la figura, de enorme importancia en toda la
tradición hindú, del avatar.
Pues bien, en ese escenario bélico, asistimos a la crisis moral de Arjuna y a las
enseñanzas de Krishna. Arjuna sufre porque no quiere combatir contra sus antiguos
profesores, sus primos y sus conocidos, por malvados que sean. Krishna intenta
convencerle de que en la situación en que se halla, su deber (dharma) es combatir. Lo
cierto es que, a partir de ahí, asistimos a unas preciosas enseñanzas que muchas veces se
han considerado el corazón de la tradición hindú, e incluso para muchos de esa
philosophia perennis que ronda nuestras páginas. ¿Qué le enseña Krishna a Arjuna,
cuáles son las lecciones del maestro al discípulo? ¿Son aplicables hoy, para nosotros, en
el siglo XXI o se trata de mera arqueología del saber, de momias textuales? Tú dirás,
aunque para decirlo con propiedad, no será suficiente las pocas páginas que yo le
dedicaré y quizás te apetezca leer esta obra tan representativa de la tradición hindú.
Yo me limitaré a tomar como hilo conductor una palabra que, sin duda, conoces:
yoga, y a esbozar el significado de los tres tipos de yoga fundamentales que aparecen en
esta obra escrita uno o dos siglos antes o después del comienzo de nuestro era (¿sabes
que los indios no se preocupan tanto de la historia como en Occidente?, les parece un
detalle de poco interés, y sin embargo conceden más importancia al mito, no en el
sentido de ficción fabulosa producto de la ignorancia, sino como lenguaje simbólico
capaz de insinuar verdades transhistóricas que les parecen más importantes que las
meramente históricas). Te pondré un ejemplo de esa distinta actitud ante la historia y
ante el mito. En Occidente, pensemos en el cristianismo, parece fundamental poder
defender la historicidad de Cristo, bueno, al menos de Jesús, en quien los cristianos ven
al Cristo. Hacen de ello el valor máximo, y lo que no sea histórico, los mitos de los
paganos, les parece de escasa validez. Sin embargo, para los hindúes el hecho de que
Krishna no tenga una fecha exacta de nacimiento y muerte, y ni siquiera se esté
totalmente cierto de que existió físicamente y no es una leyenda, es algo secundario. Lo
importante es la verdad mística (espiritual, suprasensible) a la que apuntan los “mitos y
leyendas” del hinduismo. Lo más sagrado no es que Krishna haya existido en la historia,
en un cuerpo físico, sino que “la conciencia de Krishna” puede ser vivenciada,
experimentada, como una realidad viva, en su propio plano, quizás en Vrindavan, donde
se celebra la danza de Krishna y las gopis, símbolo de las almas que aspiran a lo Divino
y que gravitan hacia él. En la medida en que el mito o la leyenda es capaz de transportar
nuestra conciencia hacia la verdadera conciencia de Krishna, está cumpliendo su
función y resulta más importante que cualquier dato histórico.
Yoga procede de la raíz yug, y en muchas lenguas indoeuropeas hay palabras
derivadas de tal raíz. Sin ir más lejos, el “yugo”, como la acción de “subyugar”, poner
bajo el yugo, uncir, pertenecen a ese campo semántico. Cuando en la tradición hindú se
habla de yoga se refiere al método por excelencia para lograr la verdad, el
conocimiento, la realización, así que, aunque no es lo habitual, podríamos atrevernos a
decir que el yoga es el método filosófico, por excelencia, de la India (pues esto incluye
también al budismo y al janismo). Un método es un “camino hacia” (ese significa en su
etimología griega original metà odós) un lugar determinado, una meta, una
investigación. La meta, en la tradición hindú está bastante clara. Generalizando una vez
más, podríamos decir que la meta es la sabiduría, entendida ésta como la liberación
(moksha, mukti) del karma y del samsâra, el ciclo de nacimientos y muertes, de vida
tras vida, de reencarnación en reencarnación, hasta que aprendemos la lección y
podemos trascender la etapa humana. El método es el yoga, pero todo método posee un
conjunto de técnicas diversas para facilitar su cometido. Se ha hablado de técnicas
psico-físicas, o también psico-espirituales, incluso de “técnicas del éxtasis”. Justamente
el término éxtasis es uno de los que puede traducir la importante noción de samâdhi.
Este apunta hacia un “estado de conciencia” (transpersonal) en el cual nos liberamos
provisionalmente de todas aquellas limitaciones con las que nos identificamos
mentalmente y podemos descubrir nuestra verdadera naturaleza más profunda, el
vidente que no puede ser visto, el âtman o el purusha, el sujeto que verdaderamente
somos.
Tres son los caminos, los yogas que expone la Bhagavad Gita: el camino de la
acción (karma), el camino del conocimiento (jñâna) y el camino de la entrega amorosa
a lo Supremo (bhakti). En las Upanishads hemos visto una ilustración de esa gnosis
liberadora que sería la consumación de la filosofía y el asentamiento en la verdadera
sabiduría, algo que veremos algo más despacio en el caso de los tres maestros de la
certeza que serán invitados a nuestras páginas. Veremos ahora algo de los otros dos.
El karma-yoga, el camino de la acción, de las obras, del hacer, conviene,
justamente, al hombre de acción, y su clave radica en dejar de actuar de manera
egocentrada y actuar por el mayor bien posible, lo cual se supone que coincide con la
Voluntad de lo Divino, de la Conciencia amorosa infinita que guía todo lo que existe.
La Gita lo expresa como el actuar “sin apegarse a los frutos de la acción”, esto es, una
“acción desinteresada”, inegoísta, una mezcla de la acción “por deber” kantiana y de la
acción “por amor” cristiana. En última instancia y en el mejor de los casos, el yogui o la
yoguini que ha trascendido el ego, actúa no según sus deseos, ni siquiera según su
voluntad particular, sino que se convierte en un canal de la Voluntad transpersonal
(Assagioli), de la Voluntad divina, de la Voluntad de Krishna (símbolo aquí,
ciertamente, de lo Divino, de lo Sagrado). Incluso antes de llegar a ese punto de perfecto
karma-yogui (excelentemente representado por las palabras de Jesús el Cristo, “Señor,
hágase no mi voluntad, sino la Tuya”), el método del karma-yoga anima a convertir toda
acción en una ofrenda a lo Divino, a Krishna. En ese caso, no haré más que lo que crea
de todo corazón que es lo más conveniente y mi vida será un ejemplo de buenavoluntad-en-acción, de sacralización (convertir en sagradas) todas mis acciones.
También esta es una vía que me conduce hacia lo Divino.
Es muy probable que esta revalorización de la acción en la Bhagavad Gita sea
una reacción ante el excesivo rechazo de la acción (no sólo ritual, sino de todo tipo) que
las Upanishads y algunos ascetas renunciantes (sadhus, sannyasins) habían enfatizado y
que comenzaba a predominar ya en algunas Upanishads y luego abundaría en ciertas
escuelas del Vedânta más acosmista o ilusionista que consideraba que ninguna acción
puede conducir a la sabiduría, sino sólo el conocimiento del âtman; por tanto toda
acción sobra, pues más bien tiende a crear más karma, y lo que habría que hacer es
quemar todo el karma para lograr la liberación. Pero la Gîtâ hará ver que la inacción no
es posible, en ningún nivel, ni física ni psicológicamente. El propio Krishna, hablando
ya como si fuera el Espíritu supremo, le explica a Arjuna que si él no actuara
constantemente para mantener la cohesión de los mundos, éstos se desintegrarían
instantáneamente.
Recuerda que en el símbolo de la Trimurti hindú, ese Dios con tres rostros, o esa
unión de tres aspectos de lo Divino, Brahmâ es el creador (en masculino, no lo
confundas con el neutro Brahman, que habíamos empleado hasta ahora y que se refiere
al Absoluto), Vishnu es el conservador y Shiva es el destructor. Comprenderás ahora
mejor que Krishna se presente como avatar de Vishnu, y de ahí que simbolice mejor
que nadie el principio del amor, pues el amor es el principio cósmico que une, que
conserva lo existente. Shiva, el destructor, no es el malo de la película, no es un
destroyer cualquiera, sino que es esa función de lo Divino, que no siempre cae
simpática y que consiste en destruir aquellas formas que se han cristalizado
excesivamente y ya no cumplen la función necesaria. En ese caso, Shiva (o la diosa
Kali, que a veces realiza también esa función) tiene que destruir sin piedad lo que se
opone a la marcha divina. Así pues, Shiva representa la voluntad y el poder, frente al
amor de Vishnu/Krishna (y su consorte, la dulce y benéfica Lakshmi), así como Brahmâ
representa la Inteligencia creadora.
Pero vayamos ya al yoga de la entrega amorosa (bhakti yoga) o como suele
decirse habitualmente el yoga de la devoción. Lo que pasa es que el término devoción es
también uno de esos términos que suelen sonar a religiosidad rancia, a beatería, y que
activan todos los prejuicios negativos anticlericales que se han ido formando en la
mentalidad. Ya hemos quedado que haríamos un esfuerzo por ser conscientes de los
prejuicios que surgen automáticamente en nuestra mente impidiéndonos la comprensión
de algo nuevo, como puede ser en este caso la espiritualidad hindú. Pues bien, el caso es
que estamos ahora en “el camino del corazón”, que constituye muy probablemente “el
corazón” de la Bhagavad Gîtâ. Supongo que habrás visto en la vida cotidiana que hay
personas que centran su vida en el conocimiento, otras en la acción y la voluntad, y
otras en el corazón, la afectividad, los sentimientos, las emociones. Esto sucede ya en la
estructura psicológica de la persona, dando lugar a tipos de personas determinados.
Ahora se trata de ver cómo se refleja eso en la búsqueda espiritual.
En el cristianismo es bien conocida la devoción, sobre todo hacia la figura de
Cristo, aunque también se canalice en muchas ocasiones hacia la Virgen María o hacia
algún santo. En el hinduismo, la devoción puede dirigirse hacia alguna de las
divinidades (cada una de ellas representando un rostro del Absoluto) como Shiva,
Vishnu o la Shakti, la Madre divina, la Energía creadora, cada uno con múltiples
nombres y aspectos. Pero se puede dirigir también hacia el guru, el maestro espiritual,
considerado desde una especie de “consejero espiritual” hasta un canal de Gracia divina,
una encarnación de lo Divino, un iluminado que ha llegado a la verdad suprema.
En el caso de Arjuna, la devoción que se despierta en su corazón hacia Krishna
es primero en tanto que guru, finalmente, cuando Ajuna descubre su verdadera
naturaleza, en tanto que avatar, Descenso a un cuerpo humano de Vishnu, símbolo para
la escuela de donde surge el texto -justamente vishnuíta y más concretamente
krishnaíta- del Absoluto, del Espíritu supremo, Purushottama, el equivalente al
Brahman del Vedanta, aunque también aquí se utilice este término.
En definitiva, el bhakti-yoga busca la unión y la comunión con el Amado
(Krishna), tal como sucede en el amor. Hay una obrita clásica en el hinduismo, la Gîtâ
Govinda de Jayadeva que expresa con gran fuerza poética el amor a Krishna en
términos del amor erótico humano. Allí, las gopis (vaqueras, lecheras, campesinas) y
especialmente Radha, su amante favorita, anhelan ver a Krishna, estar con él, amarlo.
Puedes imaginar que aquí el amor humano es una metáfora que trata de expresar un
amor de un orden distinto. Al menos el objeto hacia el que se dirige no es humano, sino
divino.
Podría decirse que el camino del corazón, cuando se constituye en vía hacia la
realización es una especie de alquimia que transmuta las emociones inferiores,
egocentradas, en sentimientos anímicos encauzados hacia lo Sagrado. Su manera de
operar sería sutilizando e intensificando el sentimiento, despertando y cultivando el
amor a lo Divino, sublimando los afectos que nos apartan de la iluminación amorosa.
Si lees la Bhagavad Gita –espero que lo hagas algún día- verás cómo Krishna le
dice a Arjuna que el yogui que le resulta más querido es aquél que con devoción trata de
unirse a él, aunque las ofrendas que realice sean muy sencillas, pues una flor, un poco
de agua, ofrecidas con verdadero amor desinteresado, son más valiosos que un gran
sacrificio o una abundante donación material. Apreciado es el yoga del conocimiento,
valorado es el yoga de la acción, hasta el punto de que algunos han interpretado la Gîtâ
como si fuera, ante todo un evangelio de la acción (Gandhi), y otros han visto en dicha
obra, sobre todo, un canto al conocimiento liberador, el conocimiento del âtman
(Shankara), pero probablemente es más cierto que el mensaje de la Gîtâ es muy
especialmente el del amor (trans)personal a lo Divino, concretamente a Krishna, el de la
devoción y entrega amorosa al Amado sublime (Râmânuja). Precisamente la Gîtâ
termina, en su capítulo XVIII, recomendando abandonar todo dharma, todo deber, toda
obligación social, y entregarse a él, pues de ese modo ya no es el ego ignorante quien
actúa, sino Krishna a través de él, ya no es el âtman limitado por el cuerpo humano lo
que resulta conocido, sino el âtman en todo su esplendor, allí donde se halla unido a
Krishna.
Uno de los pasajes más espléndidos es cuando Arjuna empieza a sospechar
quién es verdaderamente Krishna y le pide que le permita ver su Forma cósmica.
Concediéndole por unos instantes la visión espiritual, abriéndole ese tercer ojo (ajñacakra) que espera ser activado en todo ser humano, mediante el cual pueden ser vistas
las realidad del mundo suprasensible, Arjuna queda asombrado y desconcertado al
contemplar en todo su esplendor la majestuosidad de la Naturaleza divina, todo el
campo de batalla, toda la India, toda la tierra, son vistas como formas en movimiento
dentro de la Conciencia de Krishna. El pasado, el presente y el futuro pueden ser vistos
allí, por eso el rishi posee la visión de los tres tiempos (trikaladristhi). Arjuna
contempla no sólo los aspectos benéficos y amables de lo Divino, sino también lo
terrorífico y espantoso que forma parte de la Realidad completa. Así, por ejemplo, ve
precipitarse a las bocas devoradoras de Krishna a los contendientes de la batalla que está
a punto de librarse. Arjuna describe la visión de la forma cósmica de Krishna con una
metáfora deslumbrante, “como si mil soles se encendieran de golpe en el firmamento”.
Tan apabullante es la contemplación de la dinámica de la Totalidad que Arjuna
le suplica que le vuelva a su visión normal, pues aquello resulta poco menos que
insoportable. Pero ahora sabe ya quién es, ante quien se halla: el Espíritu supremo en
forma humana.
Esta escena que nos sitúa, a través del Arjuna que cada uno de nosotros lleva
dentro, ante el horizonte de lo Sagrado, tremendo y fascinante, nos permite dejar ya la
Bhagavad Gita, al mismo tiempo que nos remite a una escena de simbolismo análogo,
perteneciente a otra obra. Se trata ahora del Krishna niño y sus aventuras. Travieso
como era, juguetón con los niños de su edad, en una ocasión las vecinas se quejan a su
madre Yasoda de que su hijo ha robado muchos dulces y se los ha comido todos. La
madre reprende al niño y le pregunta si es cierto aquello de lo que le acusan. El niño
Krishna sonríe maliciosamente y le dice a su madre que no es verdad. Ella, sospechando
lo peor, le pide abrir la boca, buscando restos de los dulces (tan dulces y coloridos en la
India). Y cuando Krishna abre la boca, su madre, Yasoda, queda tan asombrada como el
Arjuna de la Gita. Pues al mirar su paladar se encuentra con la bóveda celesta infinita,
en una esquina puede ver el monte Meru, en otra el sur de la India, más arriba los
planetas lejanos, y así se va desplazando por el interior de la boca del niño descubriendo
que el universo entero puede ser contemplado allí.
Efectivamente, el universo entero se halla en la Conciencia de Krishna, en la
Conciencia infinita que ha generado los mundos, como la araña teje su tela extrayéndola
de sí misma, de ahí que todo sea divino (sarvam brahma, todo es Brahman), no sólo los
paraísos celestiales donde el alma puede bailar gozosamente con Krishna, cual gopi
enamorada, como sucede en el Vrindavan mítico, sino también los planos materiales en
los que se halla evolucionando el alma humana.
No abandones la mirada simbolista y demos un paso más. Tú no sólo eres
Arjuna, el buscador, aspirante, estudiante, discípulo, sino que también Krishna está en
ti. Krishna es símbolo aquí del maestro interior que tú eres, incluso del avatar interno y
eterno, más allá del avatar histórico al que representa en una primera aproximación.
Observa que esto no son sólo bellas palabras, sino que ilustra la concepción central que
el hinduismo tiene del ser humano. Efectivamente, la realización integral a que
aspiramos nos lleva más allá de lo humano, nos lleva a descubrir que estamos centrados
en una etapa de desarrollo humana, pero que nuestra conciencia trasciende con mucho
tales limitaciones, pues en el fono, ya lo sabes, tu conciencia es la conciencia de
Krishna, la conciencia âtmica, la conciencia de Brahman. Como decían las Upanishads,
“Tú eres Eso”. Tú eres Krishna disfrazado de humano. Descubrirlo es parte importante
del sentido de la vida.
En fin, quizás te preguntes si todo esto tiene algo que ver con la filosofía o si
hemos desembocado una vez más en la religión. No cabe duda que en el hinduismo el
ropaje utilizado es muy generalmente “religioso”, pero a nosotros nos interesa el
contenido filosófico que podamos hallar en él. Y habrás visto que puede hacerse una
lectura simbólica de las imágenes empleadas, de tal modo que no se trata de realizar
rituales exóticos, ni de creer en dioses ajenos, sino de abrirnos a la posibilidad de que un
lenguaje menos manoseado que el habitual en nuestra tradición nos permita descubrir
aspectos de la realidad que antes ignorábamos. Respecto a si esto es filosofía,
obviamente depende de la idea que tengamos de lo que es filosofía. Incluir la acción
desinteresada y la entrega amorosa en la filosofía, puede que no sea frecuente en la
filosofía occidental moderna, centrada en el conocimiento teórico, en la filosofía como
amor a la sabiduría (teórica), pero si admitimos que la filosofía sea también “sabiduría
del amor” y que puede y hasta debe incluir la acción y la voluntad, quizás no parezca
tan descabellado considerar que bajo la cáscara de formas exóticas podamos saborear la
nuez de una sabiduría perenne.
5.4. De los maestros de las sospecha a los maestros de la certeza
El diálogo inter-cultural no es fácil. Cada uno es hijo no sólo de su tiempo
(como nos enseñó Hegel), sino también de su espacio cultural, de la cultura en la que se
ha desarrollado y le ha enseñado a interpretar el mundo, con una lengua determinada,
desde unas categorías específicas, con unos prejuicios inevitables, con un horizonte
concreto, desde unas preguntas y preocupaciones particulares. De ahí que intentar
comprender otra cultura –como en este caso, nosotros occidentales, la cultura indiaplantee serios problemas hermenéuticos. Sin embargo, estamos, al menos, intentándolo.
Igual que en la tradición occidental vimos a Platón y Descartes como dos grandes
influencias, en la tradición hindú hemos visto algunas ideas de las Upanishads y la
Bhagavad Gîtâ, dos textos, si bien ellos mismos no propiamente “filosóficos”, sí
enormemente influyentes en las escuelas filosóficas posteriores.
Efectivamente, después de la época de los textos considerados revelados,
inspirados o fuertemente aceptados por la tradición como autoridades, alrededor
aproximadamente de comienzos de nuestra era (ves qué ejemplo más claro de
particularismo cultural, mirar todo desde el punto de vista del nacimiento de Cristo)
comienzan a surgir lo que equivaldría a escuelas filosóficas en el seno del hinduismo.
Curiosamente ni el buddhismo ni el jainismo ni los materialistas carvakas van a
aceptarse dentro de la ortodoxia hindú, a pesar de que en esta tradición la ortodoxia no
es tan estricta e intransigente como en otras tradiciones y hasta puede decirse que es
más importante la ortopraxis (el hacer de manera correcta lo que prescribe la tradición,
ya sea acciones rituales, ya sea acciones adecuadas a la casta a la que se pertenece por
nacimiento) que la ortodoxia (el defender ideas que se consideran rectas, el aceptar los
dogmas que caracterizan a una tradición). Como sabes, lo contrario de la ortodoxia es la
heterodoxia, el creer ideas distintas de las aceptadas por la autoridad de esa tradición.
Por ello el cristianismo ha declarado heterodoxas a muchas personas y muchas doctrinas
que no eran aceptadas por quienes se consideraban legitimados para determinar qué era
cristiano y qué no lo era. Al heterodoxo se le excomulga, es decir, se le pone fuera de la
comunidad en cuestión, por no comulgar con los ortodoxos.
Esas seis principales escuelas filosóficas, si así puede traducirse el término
darshana, comienzan con la producción de unos textos muy breves, en realidad
colecciones de aforismos (sûtras) que sintetizan el enfoque de dicha corriente. Como si
estuviera pensado a modo de resumen para recordar, pero cuyo significado tenía que ser
desarrollado por el maestro que lo explicase. Con el tiempo, fueron escribiéndose
tratados filosóficos más extensos, intentando explicar más racional y argumentadamente
lo que los aforismos sólo insinuaban. Si de los primeros conoces ya los Yoga-sûtras de
Patañjali, ahora podríamos mencionar los Comentarios (bhasya) a los Brahma-sûtras de
quien ha terminado siendo el pensador más influyente de toda la tradición hindú:
Shankaracharya.
Shankara, como suele abreviarse su nombre, pues en realidad acharya significa
“instructor”, “erudito” o “maestro”,
vive en los siglos VIII–IX de nuestra era, y
consiguió ofrecer una interpretación de los principales textos de la tradición védica y
brahmánica que tuvo mucho éxito, pues parecía ofrecer una explicación simple y
coherente del sentido de todos ellos. Es lo que se denominó vedânta advaita, vedanta
no-dualista. Según él, las Upanishads, la Bhagavad Gîtâ y los Brahma-sûtras estarían
diciendo prácticamente lo mismo: que sólo existe Brahman, la Realidad no-dual, más
allá del espacio y del tiempo, inmutable, eterna, ser puro, conciencia pura, felicidad
pura. Todo lo demás, el mundo y la aparente multiplicidad de individuos no son sino
una especie de ilusión –como con frecuencia se ha traducido el término central, mâyâ-.
De ahí que no haya nada que hacer (desprestigio del karma-yoga), sino tan sólo
despertar, a través del verdadero conocimiento (jñana-yoga) que es aquél que realiza la
identidad entre el âtman y Brahman. La devoción (bhakti-yoga) sólo tiene sentido
provisionalmente, en realidad igual que la acción, como medios de purificarse hasta
llegar a la verdadera comprensión, al verdadero saber, el despertar definitivo que nos
lleva a percatarnos de que en realidad no hay nadie que sufriera, nadie que estuviera en
la ignorancia, nadie que necesitase liberarse, pues el âtman que es Brahman es
eternamente libre y eternamente sabio. Maya es un error cognitivo, una ignorancia
incomprensible, un misterio indescriptible, una especie de ilusión que una vez
descartada diríase no haber existido nunca.
No creas que todos los pensadores hindúes aceptaron la visión de Shankara, al
contrario, muchos le criticaron con dureza y opinaron que estaba confundiendo al hindú
sencillo que quedaba engañado con la idea de que todo es maya (ilusorio, irreal,
insignificante), de que el âtman individual se disuelve en Brahman al liberarse, como
una gota de agua se funde en el océano perdiendo su particularidad y que Brahman no
tiene un carácter personal y amoroso. Incluso dentro de la gran corriente del Vedânta,
influyentes autores como Râmânuja, Vallabha, Madhva, Caitanya, insistieron en los
graves y perjudiciales errores que contenía la filosofía de Shankara.
Pese a todo, Shankara creó la orden de monjes más importante del hinduismo,
que pervive hasta nuestros días con cuatro centros en la India, al frente de cada uno de
los cuales hay un Shankaracharya, un representante local del gran Shankara original
(Adi-Shankara-charya). Además cuando los occidentales comenzaron a conocer la
tradición hindú, pronto transmitieron la idea de que la filosofía de Shankara era la más
madura y la más representativa de la India. Quizás porque otros enfoques tenían más
puntos de contacto con el cristianismo, se centraban más en un Dios personal, en la
supervivencia del âtman individual y la importancia de la reencarnación, y en la
devoción como camino de realización. Sin duda también por el poderoso intelecto que
logró llevar a cabo una síntesis atractiva para la mentalidad hindú.
No sé si tienes noticias de que la India y su cultura comienza a conocerse
medianamente en Occidente no antes de comienzos del siglo XIX. Coincidiendo con el
romanticismo, sobre todo en Alemania, hubo un entusiasmo tal hacia los textos que se
empezaban a traducir del sánscrito por los primeros sanscritistas e indólogos que ha
llegado a hablarse de indomanía (¡ojo, no que se le tuviese “manía” a la India, sino al
contrario, que se mostraba interés y entusiasmo por todo lo relativo a ella!). En realidad,
India se convirtió en un “mito”, se mitificó. Así como durante mucho tiempo la cuna de
la sabiduría se había considerado que era Egipto, ahora algunos románticos (los
hermanos Schlegel, el propio Herder y otros muchos) proclamaban que era India el
origen de todo verdadero saber y esperaban que su conocimiento crease un renacimiento
(se habló también del renacimiento oriental) y una transformación en la cultura
occidental tan importante como el que supuso el redescubrimiento de la cultura griega
en el Renacimiento de los siglos XV y XVI.
Un pensador tan poco sospechoso de religiosidad trasnochada como A.
Schopenhauer, al leer una traducción de segunda mano de las Upanishads llegó a decir
que había sido el solaz de sus días y sería su alivio en los días de su muerte. Ya antes
Hegel había empezado a leer con interés lo primero que empezaba a publicarse sobre
India, pero no pasó de creer que se trataba de una cultura perteneciente al pasado del
desarrollo espiritual de la humanidad y que no tenía mucho que aportar hoy, una
opinión que ha pesado mucho –dada la autoridad de Hegel en filosofía- hasta hace poco.
También tu amigo Nietzsche leyó textos de hinduismo y sobre todo de buddhismo, ya
en la segunda mitad del siglo XIX.
Pero el verdadero boom de la espiritualidad hindú (así como de la buddhista) no
tendría lugar hasta la segunda mitad del siglo XX. El fin de la Segunda Guerra Mundial
supone el comienzo de una nueva etapa, de una nueva era cultural. Los medios de
comunicación y los transportes han revolucionado el conocimiento mutuo de las
culturas, las personas y las ideas viajan mucho más, y más deprisa. Los occidentales
viajan a la India y los gurus hindúes vuelan a Occidente a difundir su sabiduría antigua.
El avance de la ciencia y la técnica en Occidente se contrapone a la espiritualidad
oriental o se consideran complementarias. Aunque en ocasiones de manera simplista, lo
cierto es que esta distinción va cuajando y muchos occidentales comienzan a abandonar
la religión cristiana y a acercarse a la espiritualidad oriental, hindú y buddhista.
En gran medida, esto se debe a la idea de que la espiritualidad oriental está
basada en la experiencia y a que hay personas que han logrado un grado de realización
que en Occidente o no ha existido o se ha olvidado o sólo se identifica con la figura de
Cristo. Aquí voy a presentarte a tres de esas personas, tres figuras destacadas del
hinduismo contemporáneo, tres yogis, tres gurus, tres “maestros del ser” (más que
maestros del pensar como son los filósofos occidentales), tres “maestros de la certeza”,
como se me ha ocurrido llamar para contraponerlos a los tres “maestros de la sospecha”
que ya conoces. Si estos insistieron en desenmascarar presuntas verdades, en dudar de
lo que se consideraba cierto, y generan una cultura de sospecha y desconfianza, de
crítica y de lucha contra principios culturales firmemente establecidos, aquellos se
muestran como muy seguros de las verdades básicas de su tradición, verdades que
afirman haber realizado en carne propia, reactualizando así la sabiduría hindú y
presentándola a los buscadores ávidos de espiritualidad palpable libre de toda la
parafernalia de mitos, ritos y creencias tradicionales que la conciencia ilustrada
occidental tendía a ver como supersticiones. Estos tres grandes maestros espirituales
son: Sri Ramakrishna, Sri Ramana Maharshi y Sri Aurobindo.
5.4.1. Sri Ramakrishna y la certeza del poder amoroso de Kali
Sri Ramakrishna nace en 1836 y muere en 1886. Si hubiera que destacar dos
cosas de su vida, una sería su intento de mostrar la unidad y la armonía de todas las
religiones, otra la riqueza y profundidad de sus experiencias místicas. Ramakrishna no
puede decirse que sea un filósofo, en el sentido occidental moderno, pues no había
estudiado ni filosofía ni ninguna otra carrera, ni sus intereses intelectuales destacaron
especialmente; y sin embargo, para algunos encarna la imagen del sabio, del místico en
sus máximas alturas, la del devoto, pero también la del conocedor directo de la Realidad
última. Desde muy joven, de naturaleza hipersensible, tiene experiencias místicas y
despierta en él un intenso deseo de ver a la Madre divina.
Esto de la Madre divina hay que explicarlo un poco. Así como en Occidente la
religiosidad se ha centrado muy especialmente en Dios-Padre y en su Hijo, el Cristo (o
en Jehová, Moisés y los profetas, o en Alá y Muhammad), de manera claramente
androcéntrica –es decir que el hombre/varón ha estado siempre en el centro de la
atención y de la valoración-, aunque siempre haya existido una faceta menos divulgada,
más esotérica, si se quiere, en la que la Madre de Dios, la Virgen, o la Shekinah en el
judaísmo o Fátima, la hija del profeta en el islam, han jugado un papel importante, en la
India, en el hinduismo, especialmente en esa corriente que es el tantrismo y el
shaktismo, lo que podríamos llamar el principio femenino ha desempeñado un papel
destacado.
Pues bien, Ramakrishna pronto participa de ese anhelo tántrico de contemplar a
la Madre divina, especialmente bajo la imagen de Kâlî, la cual se representa a veces con
imágenes un tanto inquietantes. Por ejemplo, una de las imágenes simbólicas más
célebres es la de la diosa con cuatro brazos, los dos derechos se hallan en actitud
protectora y benefactora, pero los dos de la izquierda ilustran a la guerrera que una
mano porta la espada letal ensangrentada, impregnada con la sangre de la cabeza que
acaba de cortar y que agarra por los cabellos con la otra mano. La interpretación más
habitual, más exotérica, consiste en ver en ello el combate contra las fuerzas oscuras
(los asuras, los pisachas, etc.) que se oponen al plan divino y cuyo enfrentamiento lo
encontramos en la mayor parte de los mitos hindúes, tanto los que se narran en los
Vedas como los que aparecen en los Purânas. Ahora bien, una interpretación más sutil,
más esotérica, consiste en comprender que el principal enemigo de nuestro despertar
espiritual es esa parte de nosotros mismos que impide la realización de nuestra
verdadera identidad. La cabeza puede simbolizar la mente y el ego, aquello con lo que
nos identificamos, pero que en realidad no es sino una especie de máscara que llevamos
para nuestras relaciones sociales, pero que si terminamos identificándonos con ella nos
mantiene alejados de nuestro verdadero Ser.
Fíjate que ya a los 17 años, Ramakrishna marcha a Calcuta con su hermano
mayor para gestionar un templo que una señora bastante adinerada ha levantado allí. Su
padre había muerto cuando él tenía 7 años. Su hermano mayor muere cuando él tiene 20
años. A partir de entonces, él se hará cargo del templo (no te imagines una iglesia
católica ni un sacerdote del estilo de los que puedas conocer, pues las costumbres y
maneras son muy distintas). Pero su deseo ardiente de ver a Kâlî no hacía sino crecer,
hasta el punto de rozar la desesperación. Tanto es así que un día, enloquecido por la
ausencia de su soñada Amada, ve en el templo una espada y decide acabar con su vida.
Justo en ese momento, se le aparece Kâlî ordenándole detenerse, e inmediatamente entra
en un éxtasis (samâdhi) en el que siente que oleadas de gozo le inundan de manera casi
incontenible.
Tiene 20 años cuando le adviene tal visión. A partir de entonces se alternarán los
períodos de comunión amorosa con la Madre divina, Kâlî, con los períodos de dolorosa
ausencia. No voy a contarte su vida, sino tan sólo informarte de hasta qué punto se
fueron sucediendo diversas experiencias, según las distintas sub-tradiciones hindúes e
incluso otras importantes relacionadas con el cristianismo y con el islam: visiones de
Jesús, visiones de Muhammad, con un aire de realidad innegable, con un carácter de
certeza incuestionable, que le llevaron a defender la unidad trascendental (como más
tarde dirá F. Schuon) de todas las religiones, su compatibilidad y su armonía. Algo
inaudito en la mayoría de las religiones, acostumbradas a defender a capa y espada que
su religión es la única verdadera o la más completa y conveniente. Faltaba bastante
tiempo para que el pluralismo religioso empezara a cuajar, algo que hoy está en la
agenda de la mayoría de las personas preocupadas por cuestiones religiosas.
Deja que me limite a dos episodios existenciales, y filosóficamente
significativos, que destacan en la vida de Ramakrishna. Uno de ellos tiene que ver con
su formación tántrica a través de una monja que pasó por el templo, vió sus
posibilidades y decidió iniciarle en los secretos del tantra. La monja Bhairavi le enseñó
una dura disciplina tántrica. El Tantra o Tantrismo es una corriente del hinduismo (y
también del buddhismo, como luego sucederá en el buddhismo tibetano sobre todo)
distinta de la corriente central védica y brahmánica, con textos independientes, durante
bastante tiempo no aceptados por ésta última, rechazados por considerarlos
escandalosos y por atentar contra las buenas costumbres, contra la moral tradicional.
Así, lo que se considera malo y prohibido en la sociedad védica tradicional, es
considerado como un medio de realización para el tantrismo. Incluso uno de sus lemas
es que aquellas actividades que suelen hacer caer a la mayoría de la gente, pueden ser
utilizadas para elevarse por los tántricos. Si estás pensando en la sexualidad, en esta
ocasión aciertas. Efectivamente, la sexualidad desempeña un papel muy importante en
el tantra. Hay escuelas que interpretan los textos que hablan de los rituales sexuales de
manera simbólica, otras los toman al pie de la letra y consideran que ciertas prácticas
sexuales, espiritualmente orientadas, son necesarias para el desarrollo espiritual. Quizás
te estés acordando de Freud y la importancia que concedió a la sexualidad. Pues bien,
esto lo comparten, aunque el sentido y la finalidad del enfoque tántrico es muy distinta.
No se trata ya de evitar las neurosis, la angustia, las patologías que puedan derivarse de
una incorrecta utilización de la energía sexual (un seguidor de Freud, W. Reich, escribió
un libro titulado La función del orgasmo, de enorme influencia en los años 60 y 70),
sino de utilizar esa poderosa energía para despertar ciertas facultades y alcanzar ciertos
estados de conciencia elevados, de tal modo que la unión sexual no sea un acto
meramente físico, sino que sirva de trampolín para disfrutar de una unión emocional,
mental, anímica y espiritual, en definitiva, para experimentar la unión mística.
Simbólicamente, en el ritual tántrico, la mujer es considerada como una encarnación de
la Diosa (Devi, Shakti), y el hombre/varón como una encarnación del Dios supremo
(generalmente Shiva, pues el tantrismo o shaktismo se relaciona especialmente con el
shivaismo). Shiva es la Conciencia pura, Shakti es la Energía, el Poder creativo. El uno
sin el otro no son nada. En realidad no son dos, sino uno, una bi-unidad Shiva-Shakti, la
Realidad no-dual expresada en dos polos, masculino/femenino, para el desarrollo en el
mundo dual.
El tantrismo o shaktismo podría decirse que es el culto a la Shakti, la Madre
Divina, el Principio femenino, el Poder creador. Es la corriente más esotérica del
hinduismo y la mayoría de sus rituales han permanecido secretos durante mucho
tiempo. Aquí no vamos a detenernos en ello, aunque quizás despierte tu curiosidad (o
más que eso tu verdadero interés) este intento de vivir una “sexualidad sagrada”. Lo
cierto es que eso ha sucedido en las últimas décadas, quizás ya medio siglo, cuando a
partir de la revolución sexual de los años 60, muchos buscan una manera de integrar la
sexualidad con la nueva espiritualidad oriental que están descubriendo y se sienten
insatisfechos tanto con la represión sexual como con la sexualidad normal
excesivamente genitalizada en la que el placer es el único objetivo. Cabe decir que el
tantra es el intento de producir una transmutación alquímica que transforma el placer
sexual en éxtasis espiritual. ¿Cómo?
Tan sólo insinuaremos aquí que el tantra es la corriente que más desarrolló lo
que podemos llamar la fisiología sutil, describiendo un sistema de centros sutiles
(chakras) que existen en el cuerpo etérico del ser humano y que desempeñan la función
de órganos captadores, transformadores y transmisores de energía. La tradición tántrica
habla de siete chakras (aunque en ocasiones se mencionan algunos otros, menos
frecuentemente considerados) que curiosamente corresponden con bastante precisión a
las siete principales glándulas endocrinas conocidas por la moderna endocrinología. Por
su situación anatómica aproximada, los términos sánscritos (muladhara, svadhistana,
manipura, anahata, visudha, ajña, sahasrahra) se describen como: centro de la base de
la columna, del bazo, del plexo solar, del corazón, de la garganta, del entrecejo y de la
coronilla. Si tienes ganas de profundizar en la correlación con las glándulas endocrinas,
puedes buscar la situación y la función de las siguientes glándulas de secreción interna
(eso significa endocrinas): páncreas, gónadas, suprarrenales, timo, tiroides, epífisis,
hipófisis, todas ellas bien conocidas hoy en medicina. A veces se distingue entre los
chakras infra-diafragmáticos (los tres primeros, empezando por debajo) y los supradiafragmáticos (que se hallan por encima del diafragma). El chakra del corazón
(anahata) desempeña un papel especial, no sólo por ser la sede del amor, la compasión
y la armonía, sino porque hace de mediador entre los tres inferiores y los tres superiores.
El sistema de chakras puede leerse como un viaje evolutivo, un ascenso desde
los niveles inferiores de la conciencia hasta los niveles superiores. En el chakra básico
(muladhara, en la base de la columna vertebral) se dice que hay un potencial divino,
una fuerza sagrada, simbolizada como una diosa, devi kundalini, representada muchas
veces en forma de serpiente enroscada que duerme (la serpiente es un símbolo
importante en muchas tradiciones, incluída la bíblica, en la que recordarás que Adán y
Eva son expulsados del Paraíso por caer en la tentación que les presenta una serpiente).
Duerme mientras el desarrollo de la conciencia, el desarrollo espiritual no es suficiente
para que abra los ojos y ascienda (esa energía poderosa, shakti) a través de los distintos
chakras, despertando distintos poderes psíquicos (siddhis) que muchos yoguis tienen y
de los que dan muestras en ocasiones -más allá del espectáculo que de ello hacen
algunos fakires y comerciantes de lo psíquico y enigmático- siempre que parece
espiritualmente conveniente, pues para ellos se ha convertido en algo natural. No son
“milagros”, sino el empleo de facultades que todos tenemos, pero se hallan dormitando.
Pues bien, podría decirse que la mayoría de la humanidad sólo ha despertado y
tiene funcionando los tres chakras inferiores. A lo largo de la evolución habrá que ir
activando el resto. Es lo que habrían hecho algunas personas (yoguis, místicos, sabios,
santos) como avanzadilla de la humanidad, mostrando al resto de lo que es capaz el ser
humano. Figuras como el Cristo o el Buddha serían los modelos de un desarrollo
completo del ser humano, de un Despertar de todos los chakras, de una Iluminación de
todo nuestro ser. Pues bien, el caso es que el tantra-yoga, el kundalini-yoga, tendría
como objetivo el despertar de ese poder ígneo (es como fuego, como electricidad de un
orden superior), devi-kundalini, para que ascienda por todos los chakras, active las
funciones superiores del ser humano (el amor transpersonal, la conciencia transpersonal,
la voluntad transpersonal) y logre la unión (yoga) de la conciencia individual (jivâtman,
purusha) con la Conciencia cósmica (Brahman) o el Espíritu absoluto (Purushottama).
El descubrimiento de esa Identidad suprema (atman-brahman), el logro de esa
Unidad primordial (Shiva-Shakti) sería la verdadera Realización, humana y espiritual, la
verdadera Iluminación, el verdadero Despertar a nuestra Naturaleza primigenia, a ese
Rostro anterior a nuestro nacimiento (por parafrasear el koan Zen).
Eso sería lo que Ramakrishna había logrado, instalarse en esa Conciencia última,
hasta el punto de identificarse tan plenamente con ella que es reconocido por quienes lo
conocieron en vida y ahora ya por prácticamente toda la tradición hindú, como un
avatar, una manifestación plena de lo Divino.
Lograda la visión de la Madre Divina con el rostro de Kâlî y la unión con ella,
ejercitado en las práticas tántricas por la monja Bhairavi, habiendo recorrido el camino
del bhakta, el devoto, el amante espiritual, y del tantrika, el camino esotérico del ritual
oculto, a Ramakrishna le faltaba realizar el Absoluto en su forma más pura, o más bien,
más allá de toda forma. La Madre divina, la Kâlî feroz, es un rostro sublime del
Absoluto, es una realidad sutil viva y concreta –como lo fue para Ramakrishna, pero
también para otros muchos-, pero no deja de ser una forma, un velo, más allá del cual
cabe experimentar lo Real en su plena desnudez. La Vida (sabiamente guiada para
conducir los pasos de Ramakrishna, como de cada uno de los mortales y hasta de los
inmortales) puso en el camino de Ramakrishna a Tota Puri, un renunciante
perteneciente a la corriente del vedanta advaita, ese no-dualismo radical que vimos
había defendido Shankarahcarya. Tota Puri le enseñó a meditar en el Ser puro, en la
Vacuidad, en la Plenitud más allá de toda forma. Pero esto no le era fácil a la naturaleza
sensible, impresionable y de activa imaginación de Ramakrishna. Le costaba dejar de
pensar y de ver la forma de Kâlî. A punto de desistir, en una ocasión en que intentaba
ese éxtasis supremo, el samâdhi más allá de toda forma, Tota Puri, en un intento
desesperado porque su avanzado discípulo alcanzase las cimas más altas de la
experiencia espiritual, se avalanzó a tierra, tomó un trozo de vidrio puntiagudo que vió
en el suelo y clavándolo en el entrecejo de Ramakrihsna le gritó: “¡Concéntrate en este
punto y olvida a la Madre divina!”.
Te parecerá brutal. Y lo es. Quizás salvaje. Y lo es. Pero, en ese momento, algo
estalló en el interior de Ramakrishna y de pronto entró en un éxtasis indescriptible que
le permitió disfrutar de la experiencia del Ser puro (en realidad Algo más allá de todo
“experiencia”), del Brahman sin atributos, sin rasgos, sin características, la meta
suprema del hinduismo advaita.
Ramakrishna gozaría de éxtasis con mucha frecuencia, hasta el punto de perder
la conciencia durante largos períodos de tiempo, horas, y en ocasiones hasta días. Algún
discípulo tenía que alimentarle introduciendo granos de arroz en su boca. Su ser
individual estaba absorto en lo Supremo, el Yoga definitivo había tenido lugar. Por ello,
de manera natural, como las moscas acuden a la miel, comenzaron a acercarse hasta él
muchas personas que se convirtieron en discípulos suyos. Ramakrishna explicaba
mediante imágenes vivas, metáforas y parábolas. Recuerda que habíamos dicho que no
era un intelectual, ni siquiera una persona muy culta. No era un filósofo. Y sin embargo,
para muchos, primero cientos, luego miles, finalmente millones de personas, se
convirtió en el modelo del místico y del sabio, del Realizado que ha logrado el Yoga
total, la Identidad última. Por eso se le conoce como Ramakrishna Paramahansa, en
referencia al símbolo del cisne blanco que vuela libre por los aires, habiéndose liberado
de toda atadura terrestre. Para muchos, se trataba incluso de un avatar, con todo lo que
ya sabes que eso implica en la tradición hindú.
Fíjate que su nombre, no el nombre de pila, sino aquél por el que fue conocido
más tarde, consta del nombre de los dos últimos grandes avatars del hinduismo clásico:
Râmâ y Krishna. Cuando a punto de expirar, el último día de su vida, llamó a los
discípulos para despedirse de ellos, había uno a quien le había tomado especial cariño y
en quien tenía puestas especiales esperanzas para la difusión de su mensaje,
Vivekananda, quien todavía dudaba de que fuera un avatar, hasta el punto de que, pese a
toda la confianza y admiración que sentía ante su desconcertante maestro, ni siquiera en
el lecho de muerte de éste podía dejar de pensar: “Se irá sin que yo pueda estar seguro
de si realmente es un avatar”. Cuando se descubrió pensando esto en secreto, vió que su
Maestro sonreía, abría los ojos y le decía: “Querido Narendra –así se llamaba
Vivekananda-, aquel que vino como Râmâ, aquél que vino como Krishna, está ahora
ante ti como Ramakrishna”.
Quizás Vivekananda no tenía certeza de ello hasta ese momento, pero
Ramakrishna, el primero de nuestros maestros de la certeza, no lo dudaba. En su caso,
sus visiones, sus enseñanzas, para él no eran especulaciones filosóficas, ni
interpretaciones corroídas por la duda y la sospecha, sino certezas incuestionables, de un
orden y un significado que ya Descartes habría deseado para sí.
Tras la muerte del maestro, Vivekananda se haría célebre, sobre todo desde su
inesperado y vibrante discurso en el Primer Parlamento Mundial de las Religiones,
celebrado en Chicago en 1893, transmitiendo las enseñanzas de su maestro centradas en
la realidad y la importancia del reconocimiento de la validez y la armonía de todas las
religiones. A partir de entonces, la Orden Ramakrishna y la Misión Ramakrishna
crecieron hasta el punto de convertirse, junto con la Sociedad Teosófica, en la
organización que más influyó a principios del siglo XX en la introducción del
hinduismo en Occidente. En realidad, Vivekananda, un hombre de acción, de naturaleza
robusta y luchadora, que complementaba muy bien la tendencia mística de
Ramakrishna, “modernizó” y “occidentalizó” notablemente el mensaje de su maestro,
de pensamiento y comportamiento más tradicional, y se convirtió en uno de los
representantes más influyentes de lo que se ha venido llamando el neohinduismo. Lo
veremos al abordar la obra de otro de los máximos exponente del neohinduismo, quizás
el más creativo de ellos, Sri Aurobindo.
5.4.2. Sri Ramana Maharshi y la certeza de ser Brahman
La vida y las experiencias de Ramakrishna son muy llamativas, por no decir
extrañísimas, para la mayoría de los occidentales que se acercan a ellas (y también para
muchos orientales, no te creas). Como sabes, no han faltado intentos de explicar como
desarreglos psíquicos las experiencias de todos los místicos. Se ha hecho con místicos
españoles como Santa Teresa y con místicos de todas las latitudes. Desde una ontología
materialista, como vimos que era una de las dos concepciones básicas del mundo,
resulta muy difícil asimilar las experiencias narradas por los místicos. Los tres maestros
de la sospecha, sospecharon, claro está, de todo este tipo de vivencias. Para ellos –Freud
como especialista en trastornos psíquicos, en psicopatología, sería el ejemplo
paradigmático- todo eso no son sino interpretaciones erróneas, fantasiosas, de vivencias
subjetivas reductibles a imaginaciones, alucinaciones, y fenómenos psíquicos similares.
Especialmente desde Freud es frecuente llevar a cabo una interpretación psicoanalítica
de las experiencias místicas, tratando de descubrir sus ocultas fuentes eróticas. Pues
bien, también con Ramakrishna se han hecho interpretaciones de este cariz. Y es que,
hay que reconocer que la vida de Ramakrishna hace las delicias de cualquier psiquiatra
o psicoanalista, dado el carácter extremo y desconcertante de sus experiencias, la
intensidad de las emociones y éxtasis descritos y hasta de algunas de sus acciones. En
este sentido hay una obra reciente que resulta muy sugerente en su interpretación de
Ramakrishna, pues se toma en serio tanto el punto de vista del psicoanálisis como el del
tantra y es un estudioso que se ha tomado en serio la obra de Ramakrishna y la conoce
bien. Es una obra de Jeffrey J. Kripal que obtuvo un importante premio en 1996, a la
mejor obra de historia de las religiones publicada en 1995, concedido por la American
Academy of Religion. Su título principal era, justamente, Kâlî’s Child, es decir, el Hijo
de Kâlî, por la importancia que tal diosa tiene en su experiencia. Es de esos libros que
no se ha traducido en nuestro país, y no creo que se traduzca, pues no hay suficiente
público (mercado) para que su publicación sea rentable, así que si quieres leerla, tendrá
que ser en inglés. De todos modos, es una obra especializada y de lectura no
especialmente fácil, así que de momento no te preocupes.
Decía esto porque las experiencias de nuestro próximo maestro de la certeza es
mucho más austera y menos extravagante, aunque no por ello menos alejada de nuestra
experiencia habitual. No, al contrario, la instalación de Ramana Maharshi, el sabio de
Arunachala, en el Atman y su permanente hablar desde allí, o más bien guardar silencio
radiante, cautivando con su atmósfera espiritual y con su mirada transparente e
iniciática, le ha valido la consideración de maestro capaz de ejemplificar la experiencia
última del modo más puro.
Tampoco Ramana Maharshi sería considerado como filósofo desde los
parámetros occidentales. No conoce la historia de la filosofía, ni es un devorador de
libros, como lo han sido la mayoría de los filósofos. No ha elaborado complejas teorías
especulativas, ni llevado a cabo análisis críticos de obras de otros filósofos. Y, sin
embargo, una vez más, cientos de miles de buscadores de una sabiduría profunda han
visto en él un espejo modélico en quien contemplarse y un raro ejemplar por la pureza
de su Realización.
Cuando era muy joven tuvo una experiencia que cambiaría su vida. Como
Maitreyî, como Nachiketas, quería saber qué había después de la muerte. No un querer
superficial y fácilmente descartable como suelen ser la mayoría de nuestros deseos, sino
algo parecido a la pasión filosófica por comprender la verdad última de las cosas y el
sentido última de la existencia. Así que, quizás provocado por su intenso deseo de llegar
al fondo, en una ocasión sintió que iba a morir. Se echó al suelo, acostado, y
permaneció despierto, muy despierto. Creía haber muerto, pero se dio cuenta de que,
lejos de ello, su experiencia radical no había hecho sino mostrarle la existencia de una
dimensión de su ser que no podía ser afectada por la muerte, como no lo era por el
nacimiento.
Desde ese momento y después de escuchar la llamada de ir a habitar a una
montaña del sur de la India, en Tiruvanamalai, una montaña de nombre Arunachala, se
encerró en una cueva que todavía puede ser visitada y se pasaba el día meditando. Cual
Francisco de Asís, se hizo amigo de los animales, de las vacas, los perros y los cuervos
de la zona (por no hablar de los cientos de insectos que pululan por allí). Y con el
tiempo, quienes le encontraban se iban dando cuenta de que su rostro brillaba de una
manera especial (“Estás resplandeciente como alguien que ha conocido a Brahman”,
leemos en una Upanishads). Así es, Sri Ramana Maharshi se había instalado
definitivamente en el Ser, el Atman, el Brahman, tres sinónimos tal como los
empleamos ahora.
Las enseñanzas de Ramana Maharshi son extremadamente simples. En realidad
no hay más enseñanza que el recuerdo de que nuestra verdadera realidad es el Âtman
inmutable, que se halla más allá del espacio y del tiempo, que es Felicidad pura,
Conciencia Pura. El âtman que puede ser vivido como el testigo de todo cuanto sucede,
el sujeto que no puede ser objetivado. El cuerpo y la mente no son sino vehículos a
través de los cuales se expresa aquí el Atman. Atman que no es individual ni personal.
Es la Realidad no-dual, única, Transpersonal. Esto es el objeto de todo conocimiento (y
al mismo tiempo el sujeto de todo conocer, pues no son dos) y la meta del autoconocimiento.
¿Quién soy yo? ha sido siempre la pregunta que más nos preocupa e inquieta.
Todas las demás se disuelven en ella –de modo similar a como la pregunta ¿qué es el
hombre? sintetiza en Kant las restantes preguntas filosóficas. Pues, si puede hablarse del
método filosófico por excelencia, en Ramana, la manera de buscar la verdad, y no
cualquier verdad sino la Verdad última, pues para este maestro de la certeza sí que la
hay, es justamente la auto-investigación, el vichara, el preguntar meditativo por la
esencia de mi ser, el interrogar honesto e incansable que no se detiene en ningún
fenómeno parcial, sino que considerando insuficiente todo lo que cambie y sea pasajero,
trascendiendo la mente, una vez ésta se ha cansado de tanto proponer respuestas
parciales e insuficientes a la pregunta Nam jar –por decirlo en la lengua de Ramana
Maharshi-, ¿quién soy yo?, llega un momento en que amanece, y el Sol espiritual, el
Atman, que se hallaba oculto en la noche provocada por los sentidos y por la mente
conceptual, brilla en todo su esplendor. Sí, como si mil soles brillasen de repente en el
firmamento de la conciencia de quien ha cesado ya toda búsqueda, pues ha descubierto
que el mismo afán indagador se convierte en obstáculo para hallar lo que no ha de ser
construido, ni conocido conceptualmente, ni percibido sensiblemente, sino que ha de ser
des-velado. Y para ello no hay nada que hacer, sólo Ser. Ser consciente, permanecer
alerta. Despertar del sueño en que consiste la sucesión de imágenes mentales que nos
asedian incansablemente.
Claro que cuando uno se halla inmerso en la confusión mental y zarandeado por
el carrusel de los sentidos, esto que parece tan fácil da la impresión de ser una quimera,
una ingenuidad. De ahí la importancia de un momento iniciático, como el que puede ser
proporcionado por un verdadero maestro del ser que esté instalado no ya en la mente,
siendo capaz de sofisticados discursos, sino en el Ser, en el Âtman, en la Conciencia
pura, inalterable, inengendrada, indestructible, como era el caso de Ramana Ramarshi,
tal y como algunos de sus discípulos han narrado. Ya los textos yóguicos y tántricos
hablan de varios modos de Iniciación. Iniciación significa aquí un despertar súbito, un
empujón espiritual, una iluminación que nos permite descubrir el nivel último de la
realidad. La presencia de un Maestro iluminado, instalado en la Luz de la Conciencia
única, es capaz de propiciar un evento tal. Por la mirada, por el toque, o a distancia,
pensando en el discípulo, son algunos de los modos más frecuentes de la iniciación
espiritual.
Así, los discípulos de muchos maestros hablan de la aparición en sueños de su
maestro, ofreciéndoles enseñanzas o en ocasiones otorgándoles alguna iniciación; los
discípulos de Swami Muktananda, otro de los más influyentes maestros hindúes en
Occidente, perteneciente al linaje del siddha-yoga, narran su despertar espectacular en
un retiro junto a Baba Muktananda, a partir del toque con una pluma de pavo real que
llevaba en su mano, o con cualquier otro objeto; los discípulos de Sri Aurobindo y
Mirra Alfassa describen sus poderosas experiencias transformadoras en presencia de sus
maestros, y así podríamos seguir de manera interminable. Pero nos interesa ahora cómo
Ramana Maharshi en silencio y a través de la mirada, provocaba un decisivo despertar
espiritual en muchos de quienes acudían a él. Estimulando la pasión filosófica con que
algunos habían llegado a él, la transforma en serenidad yóguica como comienzo de un
camino de auto-realización que ya no tiene fin, que nunca ha tenido comienzo.
¿Quién soy yo? Yo soy Brahman y “Eso eres tú”, sería la respuesta de Ramana
Maharshi, como era la respuesta de las Upanishads. Quizás la respuesta paradigmática
de la tradición hindú vedántica, adváitica. El Ser de Parménides, inmutable, ajeno al
devenir, modelo de las Ideas-Realidades de Platón, lo encontramos así humanamente
Realizado, transpersonalmente (auto)re-conocido, en el Atman de Ramana Maharshi.
Algunas personas han quedado fascinadas ya por la mirada transparente y bondadosa de
Ramana Maharshi. Realmente, su rostro brillaba como el de alguien que ha conocido a
Brahman. La pasión filosófica ha hallado descanso. Ahora es el no-tiempo de la
Serenidad yóguica. Ahí radica el verdadero poder del Ahora. En él te hallas también tú.
Descúbrelo.
Para estos sabios la filosofía terminaba allí. Sin embargo, para otros, allí
comenzaba un nuevo modo de hacer filosofía, un nuevo modo de explicar la realidad y
de incidir en ella, a través de una conciencia supramental, de una razón supramental,
iluminada pero que no permanece en las alturas inmutables del Ser puro, sino que
desciende a la arena del devenir, al campo de batalla de la vida cotidiana, para
transformarlos, iluminarlos y sacralizarlos. Es la tarea hercúlea del tercero de nuestros
maestros de la certeza: Sri Aurobindo.
5.4.3. Sri Aurobindo y la certeza de la evolución espiritual supramental
Antes, cuando hablaba de Vivekananda, he mencionado el neohinduismo. Esta
nueva presentación de la tradición hindú es una de las respuestas que ésta ofreció al reto
planteado por el Occidente moderno a la India colonizada por los ingleses desde el siglo
XVIII hasta mediados del siglo XX, momento en que India logra la independencia y se
convierte en una nación libre del dominio extranjero. Ahora bien, desde su llegada, esta
punta de lanza de Occidente que en su momento fue el Imperio británico, trató de
convencer a los indios de que su religión no era una verdadera religión, sino un
conjunto de supersticiones; su pensamiento no había alcanzado el alto estatus de la
filosofía, algo propiamente occidental, sino que apenas había pasado del estadio míticoreligioso, ampliamente superado en Occidente; su organización política no era la propia
de un Estado-nación moderno, bien articulado, con una burocracia eficaz, una sociedad
civil activa y un gobierno centralizado, sino una anarquía que no se entiende cómo
puede funcionar, con un conjunto abigarrado de reinos independientes, sin unidad
central; su arte no es arte digno, sino pueril representación de lo divino con multitud de
cabezas y brazos, con apelotonadas imágenes escultóricas cubriendo los templos, etc.
Ante semejante desprestigio de todo lo indio, frente a la soberbia británica, los
mejores espíritus de la India tienen que reaccionar y buscar su verdadera identidad, para
comprender su tradición y sopesar su valor, ya sea para renunciar a ella y convertirse al
occidentalismo, a la vera religio, a la genuina filosofía, a la tecno-ciencia triunfante, al
Estado moderno, ya sea para reivindicar como superior su propia cultura antigua, ya sea
para llevar a cabo una síntesis creativa a la altura de los nuevos tiempos. Esto último es
lo que intentaron las grandes figuras del neohinduismo, como Vivekananda, R. Tagore,
S. Radhakrishnan o Sri Aurobindo, entre otros.
Frente a ellos, no faltaron grupos de resistencia tradicional que se enrocaron en
su cultura defendiendo a capa y espada la superioridad de los Vedas o los Tantras, como
si allí se encerrase ya todo verdadero saber y lo occidental no fuera sino una desviación
del sanâtana dharma hindú, la religión perenne que no necesitaría aprender nada de
otras tradiciones. Tampoco faltaron, es más abundaron rápidamente, quienes quedaron
deslumbrados por las luces del poniente y se apresuraron a asimilar la tradición
occidental, generalmente su cultura científico-técnica, pero también su aspecto
humanista, erigiéndose en los críticos más duros de su propia tradición, sea desde la
mentalidad científica, desde el humanismo socialista o desde las artes contemporáneas.
En el intento de síntesis creativa destaca la figura de Sri Aurobindo. Nacido en
Calcuta en 1872 vivirá hasta el mismo año que Ramana Maharshi. Ambos abandonaron
conscientemente su cuerpo en 1950. Después de pasar su infancia en India, estudiará
durante 14 años en Inglaterra, donde se empapará de la cultura occidental, sobre todo de
sus letras, dominando el latín, el griego, el francés y el inglés, así como sus respectivas
culturas. Comenzó con alma de poeta y así terminó, integrando en un magno poema,
Savitri, cuanto fue descubriendo en su investigación filosófico-espiritual. Al volver a su
país, bajo dominio británico todavía, inicia un fuerte compromiso político en la lucha
por la independencia de la India, hasta el punto de ser encarcelado durante un año en la
prisión de Alipore. Al salir de ella tomará rumbo hacia Pondicherry, entonces
protectorado francés, pues seguía siendo mal visto y perseguido por los ingleses, por su
activismo político y su liderazgo radical, y allí comenzó una nueva etapa de
investigación yóguica, de producción filosófica, de maestría espiritual y de trabajo
interno oculto para la evolución de la Tierra. Intentaré resumir algunas ideas destacadas
de su rico pensamiento, de su síntesis entre Oriente y Occidente.
Si hay una palabra que destaca en su pensamiento, algo que posee en común con
el resto de neohinduistas, es la palabra yoga. No en el sentido que suena aquí
superficialmente, como hatha-yoga, yoga físico, con posturas, control de la respiración
y relajación, sino tratando de recoger y expresar lo mejor de todos los yogas que la
tradición hindú había ido ejercitando. Por eso utilizó la expresión pûrna-yoga, yoga
integral, para referirse a su enfoque del yoga. Es cierto que también utilizó la otra
palabra mágica para los neo-hinduistas, para los occidentales que se acercaban a la
India, y también, claro está, para los propios hindúes tradicionales: el término vedânta
que ya conoces. También aquí intentó una síntesis de los distintos enfoques vedánticos
y por eso habló de un vedanta integral, dentro de una peculiar concepción no-dualista,
que le llevó a hablar de su filosofía en términos de pûrna-advaita, un no-dualismo
integral.
Con Sri Aurobindo, como con la mayoría de los neohinduistas, no estamos ya en
el terreno de la religión institucionalizada (aunque el hinduismo lo ha sido siempre
menos que el cristianismo), sino en el campo de la espiritualidad. Hay una filosofía
espiritual, pero también una práctica espiritual, que en este caso podemos llamar
sadhana yóguica. Si quieres, el vedânta puede verse como la parte teórica de su obra y
el yoga como la parte práctica. ¿Recuerdas que Marx había dicho que hasta ese
momento los filósofos se habían limitado a interpretar el mundo y que a partir de
entonces se trataba de trasformarlo, concediendo a la praxis un papel primordial? Pues
podríamos establecer un cierto paralelismo con lo que sucede en la concepción de la
filosofía representada por Sri Aurobindo, ya que la filosofía teórica, el saber, por
estupendo que sea, no basta por sí sólo. La pasión filósofica encarnada en Sri
Aurobindo aspira no sólo a saber más, sino a ser más. No sólo más, sino mejor. De ahí
que el proyecto de transformación integral sea central en el planteamiento de Sri
Aurobindo.
De hecho, utilizaré esta idea de la transformación integral para exponer su
pensamiento, bueno tan sólo sus líneas maestras. Si te interesa ya podrás bucear en sus
obras principales, buena parte de ellas ya traducidas al castellano, por ejemplo, La vida
divina, Síntesis del yoga, El ciclo humano o muchas otras que no hace falta que detalle
aquí. Él distinguía tres pasos, etapas o aspectos en esa transformación integral. Al
primer aspecto le llamó transformación anímica
5.4.3.1. La transformación anímica
Primera sorpresa. Frente al predominio advaita (como en Shankara o Ramana
Maharshi) del rechazo del ser individual como meramente ilusorio, parte de maya, Sri
Aurobindo concede una gran importancia al sujeto espiritual individual. Reconoce que
existe un alma individual (él escribía sobre todo en inglés y emplea el término soul, o
también, muy frecuentemente, la expresión psychic being, que yo prefiero traducir por
ser anímico o alma, y no como ser psíquico, pues cuando explica su significado se ve
que no se refiere a lo que hoy llamamos psíquico o psicológico, sino a lo anímico, del
alma espiritual). El alma individual constituye el centro de la evolución humana. Y
presta atención porque una de las características destacadas de su pensamiento es el
haber tematizado cuidadosamente la idea de una evolución espiritual, evolución de la
conciencia, evolución del alma, que complementa la idea darwinista de la evolución de
las especies. Esta idea evolucionista es lo que permite dar toda su importancia a la
exigencia de transformación, pues de otro modo, en la espiritualidad hindú tradicional,
parece que basta con descubrir el âtman y todo lo demás son cuentos. Para eso no hay
que evolucionar, pues es el núcleo de la realidad que se halla fuera del espacio y el
tiempo.
Sri Aurobindo no niega que exista el âtman, faltaría más, ni niega que exista el
brahman, faltaría más. No sería ya hindú. Defiende que existen ambos, y que, en cierto
sentido, a cierto nivel, son lo mismo, asumiendo así la ecuación upanishádica
âtman=brahman. Pero así como existe un aspecto dinámico en el Absoluto (¡justamente
su Shakti, su poder creativo, su Energía!) que es tan real como el aspecto estático,
inmutable, existe en el individuo no sólo una dimensión atemporal e inespacial, el
jivâtman, en la cual el individuo se halla en comunión permanente con la Conciencia
universal y con el Ser trascendente, sino también una dimensión dinámica que ha
entrado en el espacio y el tiempo y ha emprendido un proceso evolutivo para recrear lo
Divino en la Materia. Este es el ser anímico, el alma individual, que atraviesa por una
serie de vidas, que encarna y reencarna –asumiendo también esta larga creencia hindú,
presente al menos desde las primeras Upanishads-, sometida a la ley del karma, ley
sabia y amorosa de justicia ético-cósmica que nos permite aprender las lecciones
necesarias para terminar conociendo las leyes que rigen el universo y armonizarnos con
ellas.
Ahora bien, en el estado actual de nuestra evolución, nos hemos identificado con
los instrumentos que el alma utiliza para expresarse en los tres mundos de la
manifestación, el físico, el vital-emocional y el mental. Esos instrumentos o cuerpos
son, justamente: el físico-denso, el vital-afectivo, y el mental. Esos tres componentes de
nuestro ser forman la personalidad, que se haya integrada –en el mejor de los casos- en
torno a el ego, es decir, una construcción psicológica que sirve para establecer un centro
de conciencia y de voluntad que articule la complejidad propia de toda personalidad.
La psicología contemporánea ha ido conociendo cada vez mejor las distintas
funciones de la personalidad egocentrada. Lo hemos visto, el conductismo analizó
algunas leyes del aprendizaje en determinadas condiciones, el psicoanálisis buceó en las
profundidades subconscientes de la psique, la psicología cognitiva está desmenuzando
las estrategias y esquemas de procesamiento de la información, las múltiples escuelas
psicológicas (Gestalt, bioenergética, psicología analítica, etc.) están abordando espacios
concretos de la personalidad humana, pero el “conócete a ti mismo” no termina ahí.
Tampoco con el descubrimiento del âtman. Entre ambos hay más cosas. Más allá de la
personalidad, pero más acá del âtman, se halla el ser anímico, el alma, el yo central en la
evolución, un ser de conciencia que permanece siendo el mismo a lo largo de todas las
vidas y que constituye el fondo, el sentido y la verdad de aquello que suponemos
cuando decimos, en serio, yo.
La transformación anímica comienza, pues, por el re-conocimiento del yo, por el
descubrimiento del alma que soy (no que tengo, sino que soy, como decía Platón). Lo
que tengo es una mente, una capacidad de sentir afectos, un cuerpo físico complejísimo,
asombroso y que constituye una obra de la naturaleza y una obra de arte
simultáneamente. Pero lo que soy es ese ser hecho de luz consciente, de conciencia
luminosa, ese ser auto-consciente, consciente de ser un yo, de ser sí-mismo, incluso con
independencia de todas sus posesiones, de todos sus instrumentos, de todas sus
vestiduras.
Ese yo central, el alma, más allá del ego psicológico y de los distintos elementos
de la personalidad, se halla velado en nuestra experiencia cotidiana y generalmente a lo
largo de toda nuestra vida, por las vibraciones de la mente, con su constante manejar
formas mentales, pensamientos e imágenes, de las emociones que lanzan como oleadas
o cortinas de humo al campo de nuestra conciencia, por las sensaciones asociadas al
cuerpo físico, las más densas de todas. Por ello, sólo a través de la paz del corazón y del
silencio de la mente, podemos comenzar a vislumbrar ese sujeto auto-consciente que
soy yo y que dirige mi vida, en la medida de lo posible, que posee su propio proyecto
vital, incluso multi-encarnacional, su propio karma adquirido en vidas anteriores (karma
positivo, agradable, benéfico, que otorga satisfacciones y karma negativo, conflictivo,
fruto de la ignorancia, la inconsciencia y los errores cometidos por egoísmo en el
pasado), su propio dharma, esto es su línea de evolución, sus propósitos para esta vida y
para una serie larga de vidas.
He de decirte ya que Sri Aurobindo no elabora todo esto al modo de la filosofía
especulativa occidental, de los grandes racionalistas que -sin quitarles por ello ni un
ápice de su importancia y su valor-
construían sistemas filosóficos basados muy
especialmente en la razón discursiva. Digo que esto no es poco, porque ésta puede estar
guiada por una intuición secreta que anima y conduce el pensar discursivo, desde más
allá de él. Ahora bien, el pensamiento de Sri Aurobindo, procede, por una parte, de
experiencias yóguicas, espirituales, místicas, muy profundas, que le han llevado a ver,
contemplar, sentir, vivenciar, dimensiones y niveles de la realidad que generalmente son
desconocidos para el filósofo y para el científico que sólo emplean los cinco sentidos y
la razón discursiva. Por otra parte, la misma razón bebe de unas fuentes más elevadas,
covirtiéndose en una inteligencia intuitiva, y lo que en su propia terminología llamó una
conciencia sobremental y una razón supramental. No vamos a detenernos en explicar lo
que entendía por eso ahora, pero hay que tener en cuenta que sus descripciones vuelven
a plantearnos la posibilidad de que existan no sólo niveles de la realidad (ontológicos),
sino también modos de conocer (epistemológicos) supraconscientes (como había
recogido con razón Assagioli para la psicología contemporánea), que el sabio, el
intuitivo, el pensador supramental puede hacer suyos, describir, tematizar, interpretar.
Así pues, el primer paso en la transformación propuesta por el yoga integral
consiste en descubrir el alma, armonizar nuestra personalidad y permitir que sea ella y
no el ego quien dirija nuestra vida. La presencia del alma en el campo de nuestra
personalidad consciente hace que el individuo viva las cosas a una nueva luz, con una
nueva comprensión, con una nueva aceptación, un mayor amor y compasión hacia el
sufrimiento y la ignorancia de los demás, una mayor sensación de belleza en todas las
cosas. Pero eso no es todo, al mismo tiempo, otra dimensión de esa transformación
puede tener lugar, es la transformación espiritual.
5.4.3.2. La transformación espiritual
A estas alturas confío en que tus resistencias ante el concepto de lo espiritual se
hayan debilitado un poco, si es que partías del frecuente prejuicio anti-religioso que, por
asociación, se extiende a todo lo que suene a espiritualidad. Pero estoy intentando
mostrarte que se puede hablar de espiritualidad sin estar asociado a ninguna religión
institucionalizada y sin compartir muchos de sus presupuestos y sus comportamientos.
Pretendo que, al menos, seas capaz de mirar de frente tanto a la concepción del mundo
materialista, que esgrime poderosas razones cientificistas para no aceptar estas cosas
indemostrables, como a la cosmovisión espiritualista que afirma la existencia de
experiencias decisivas a la hora de comprender la naturaleza de la realidad y del ser
humano.
Pues bien, no cabe duda que la cosmovisión de Sri Aurobindo, como la de los
dos anteriores maestros de la certeza (justamente, ante todo, certeza acerca de la
existencia de una dimensión espiritual, tanto de la realidad objetiva como de la
subjetividad humana) puede considerarse una visión del mundo espiritualista. Esto
supone que –como decíamos al principio de nuestras conversaciones, si todavía
recuerdas- el origen y la naturaleza última de lo que existe es del orden de la conciencia,
de la inteligencia, del espíritu, más que sólo del orden de la materia o la energía
inconsciente e ininteligente. También implica que el ser humano es fundamentalmente
un ser de naturaleza espiritual, suprasensible, aunque ello no tenga porqué llevarnos a
menospreciar el cuerpo físico y la encarnación, como a menudo ha sucedido en
espiritualidades antiguas.
Dicho esto, comprenderás que cuando Sri Aurobindo habla de la transformación
espiritual se está refiriendo a la apertura, el ascenso y la integración de campos de
conciencia que podemos llamar propiamente hablando espirituales. En realidad, Sri
Aurobindo terminó creando su propia terminología y en este caso, al hablar de lo
espiritual se está refiriendo a niveles de la realidad que pertenecen al plano mental, pero
no a la mente tal como la conocemos, en la cual podríamos distinguir entre una mente
física, una mente vital o emocional y una mente racional, sino a estratos más sutiles de
la mente y generalmente desconocidos, que podríamos llamar de una manera genérica,
mente espiritualizada.
Observa que en este caso se trata no ya del descubrimiento del alma, del ser
anímico y de permitir que nuestra vida sea guiada por la sabiduría de esa “chispa
divina”, ese “hijo de la Madre divina”, ese “sujeto auto-consciente” que soy yo, sino de
elevar nuestra conciencia (que también tiene una frecuencia vibratoria determinada), de
ampliar el campo de nuestra visión mental, de abrirnos a nuevos modos de conocer la
realidad (incluyendo en ésta esos aspectos de nosotros mismos que corresponden al
nivel de la mente espiritualizada). En realidad, cuando Sri Aurobindo habla de esto está
proponiendo toda una epistemología espiritual, es decir, una teoría del conocimiento en
la que entran en juego modos de conocer, facultades nuevas, desconocidas o no
aceptadas por la ciencia y la filosofía vigentes.
Así, el sabio de Pondicherry ha distinguido, más allá de la mente racional, los
siguientes niveles de la mente espiritualizada: la mente superior, la mente iluminada, la
mente intuitiva y la sobremente. No voy a entrar en las características de cada una de
ellas, si te interesa especialmente podrás verlo en las obras citadas. Tan sólo te recordaré
que se trata de niveles onto-epistémicos, es decir tanto planos de la realidad (objetiva)
como facultades de conocimiento (subjetivas). Supongo que no te extrañará ya ver esas
correspondencias entre el macrocosmos y el microcosmos, algo que constituye una
clave de todo el pensamiento hindú, aunque también de buena parte del pensamiento
occidental tradicional, especialmente el hermetismo, pero también en la visión del
mundo que se conoce como la gran cadena del ser y que encontramos tanto en La
divina comedia de Dante como en las obras de Shakespeare, por poner dos ejemplos
destacados de grandes obras literarias de enorme influencia en la tradición occidental.
En la India lo vemos ya en los Vedas y en las Upanishads y luego especialmente en el
shivaismo y en el tantrismo –ambos muy relacionados-.
Conocer la realidad desde la mente superior, o todavía más desde la mente
iluminada o a través de la verdadera intuición espiritual (que no hay que confundir con
presentimientos oscuros y vagas sensaciones de que algo es así, pues, antes al contrario,
la intuición se presenta con una total evidencia y rigor) supone conocer otras
dimensiones de la realidad y conocer la realidad cotidiana de otro modo. Ahí la mente
ya no parte de la ignorancia en busca de conocimiento, tanteando a través del ensayoerror o mediante pasos esforzadamente argumentados, sino que procede del
conocimiento directo de la realidad, es como una visión (¿recuerdas la nóesis de Platón,
inteligencia intuitiva, frente a la diánoia o razón discursiva, el intellectus frente a la
ratio, en la Edad Media? pues por ahí van los tiros), una contemplación directa, y en el
fondo un conocimiento por identidad, tal como es el caso en el conocimiento integral
que supone el conocimiento supramental. Pues bien, después de la apertura a esos
planos superiores, a esos niveles más sutiles de la realidad, es posible el descenso y la
integración de los mismos, de modo que una nueva frecuencia vibratoria se instale en
todo nuestro ser y produzca una verdadera transformación espiritual. Pero con esto
entramos ya en el siguiente de la transformación integral.
5.4.3.3. La transformación supramental
Seguimos subiendo. Alturas vertiginosas. Con los cuatro niveles de la mente
espiritualizada no termina todo. Ya es mucho. El santo y el sabio, tal como los
conocemos hasta ahora, según Sri Aurobindo, habrían sido aquellos que han despertado
el ser anímico y actuado desde él (el santo especialmente), aquellos que han sutilizado
su mente y alcanzado un conocimiento iluminado o intuitivo (el sabio de manera
destacada) y han trabajado en una transformación personal que podemos llamar
animización e intuitivización de nuestra naturaleza, de nuestro corazón y de nuestra
mente y que desde esos nuevos estados del ser, esos elevados estados de conciencia han
comprendido cosas que la mayoría de los mortales no han comprendido y han actuado
con una fuerza moral y anímica que resulta admirable para quienes se mueven en los
niveles medios de la personalidad, comprendiendo con la mente racional (en el mejor de
los casos, pues lo más general es contaminar la mente con deseos e intereses personales,
con prejuicios de todo tipo) y actuando por motivos egocentrados (o por deber social o
mentalmente aceptado en el mejor de los casos).
Sin embargo, y aquí comienza la novedad y la parte más creativa de la obra
(teórica y práctica simultáneamente) de Sri Aurobindo, la evolución no termina ahí. La
evolución no ha terminado, ni muchos menos. En realidad, ahora empieza lo bueno,
podríamos decir. Has de tener presente como marco general de la cosmovisión de Sri
Aurobindo que, a su entender, toda la Evolución no puede explicarse ni tiene sentido
comprensible si no se postula que es el desarrollo, el despliegue, la manifestación de
una Sabiduría oculta, de una Inteligencia incomprensible para nosotros que previamente
se sometió a un proceso de Involución, escondiéndose –por así decirlo- en la Materia o
Energía que vemos en el presunto Origen del Cosmos (recuerdas la teoría del Big Bang,
suponiendo que corresponda a la realidad), para lentamente ir manifestando sus
potencialidades. De este modo, sería comprensible que después de la Materia surgiera la
Vida. Ponemos en mayúsculas aquello que consideramos Principios cosmológicos (u
ontológicos) que van surgiendo en la Evolución, aunque lo hacen como entes
individuales, es decir como seres vivos en el caso del surgimiento de la Vida o como
seres humanos en el caso del desarrollo del tercer Principio, la Mente.
No vamos tampoco a reconstruir desde esta perspectiva la historia de la
evolución, asunto complejo y arduo como sabes, pues se trata sólo de establecer unos
cuantos principios metafísicos que permitan comprender o interpretar de un modo u otro
toda la Evolución. Como verás, una cosa es el evolucionismo biológico (darwinista),
que se refiere a los cuerpos biológicos, a las especies, y otra cosa el evolucionismo
espiritual, que se refiere a la conciencia, al alma, a la dimensión interna, invisible, a la
chispa divina que constituye el corazón secreto de todas las realidades. De tal manera
que hasta el átomo podemos pensar que tenga su pequeña conciencia (no humana, claro,
no mental, sino una conciencia correspondiente a su propio nivel), no digamos ya los
seres vivos más evolucionados, con un sistema nervioso y un cerebro de una mayor
complejidad.
Lo que nos interesa, más que eso, es esbozar la visión profética de Sri
Aurobindo, consistente en anunciar la inminente emergencia de un nuevo principio, un
nuevo tipo de Conciencia-Energía que por primera vez en la evolución del planeta
podría manifestarse. A este Principio, Sri Aurobindo le llamó la Conciencia
Supramental o Supermente. Término un tanto rimbombante, pero que quería indicar que
se trata de un paso más allá de la Mente, de un salto evolutivo, una mutación quizás,
acaso de la aparición de una especie nueva, no ya de seres humanos, mentales, sino de
seres más que humanos, supramentales.
Observa que hay que distinguir aquí dos movimientos: uno de ascenso hasta los
planos correspondientes, en este caso el plano supramental, y otro de descenso e
integración de aquello en esta dimensión material y en este cuerpo físico. Fíjate que,
según la cosmología multidimensional que Sri Aurobindo defiende, los principios vitalemocional, mental, supramental y otros posibles, que han ido emergiendo e
integrándose en la realidad material de tal modo que al aparecer la vida surgen seres
materiales vitalizados y al surgir la mente aparecen seres biológicos (esto es materiales
y vitales) mentalizados (los seres humanos, y con una mente incipiente muchos de los
animales), esos principios –decíamos- existen también en su propio plano, en planos
suprafísicos, cuya existencia no depende, en principio, ni totalmente, aunque luego se
inter-relacionen y se muestren inter-dependientes, de los planos inferiores. Es decir que
seres vitales y seres mentales habrían existido, en sus propios planos, antes de que se
manifestasen en el plano físico-material, expresándose a través de cuerpos físicos.
¡Uf, soy consciente de que esto se está complicando! Ya te había dicho que
ascendíamos a alturas vertiginosas. Permíteme un momento más para decirte que lo
mismo sucedería con el plano supramental. Sería ahora cuando podría manifestarse en
la Tierra, en el plano físico, dando origen a la transformación supramental que nos
ocupa, pero eso no quiere decir que no exista ya dicho plano, dicha dimensión, con seres
que habitan allí, sin cuerpo físico, de naturaleza estrictamente supramental.
Reconozco que esto corre el riesgo de parecer ciencia-ficción y si se tratara sólo
de especulación metafísica, de algo meramente probable, como una posibilidad remota
entre otras muchas, su interés sería más bien escaso. Lo que sucede es que Sri
Aurobindo –y no sólo él, pues otros muchos han dicho y están diciendo cosas similaresofrece su testimonio como procedente de un conocimiento directo, de un conocimiento
intuitivo, sobremental, quizás en ocasiones supramental. Si él fuera el único en
mantener una filosofía así, no sería descartable, pero sería más sospechoso o más
difícilmente creíble. Si además sus explicaciones fueran mediocres o débiles, resultaría
más difícil tomarlo en serio. Pero cuando se comprueba que no es el único, ni mucho
menos, y que sus explicaciones resultan de una fuerza intelectual y de una potencia
explicativa asombrosas, entonces algunos sentimos no sólo vértigo intelectual, sino
también una atracción irresistible a profundizar en su pensamiento y a tomárnoslo en
serio
En fin, bajemos de las alturas. Decíamos que después del movimiento de
ascenso hacia los planos supramentales era necesario emprender el camino de descenso
y de integración. Descenso para que nuestra conciencia, ascendida a tales esferas de luz
y comprensión iluminada, vuelva a la vida cotidiana, a su plena integración con el
cuerpo y la realidad exterior y además trate de integrar la nueva realidad vislumbrada o
vivida, la nueva conciencia disfrutada, la nueva energía, vibración, el nuevo voltaje
percibido, en la mente y en el cuerpo. Y eso no es fácil. Ahí está la verdadera tarea
hercúlea de Sri Aurobindo y Mirra Alfassa (la también visionaria –en el mejor de los
sentidos-, francesa, que unió su vida a la de Sri Aurobindo en la creación del yoga
integral y supramental y cuya maestría espiritual ha sido reconocida como a la par con
Sri Aurobindo). Valga decir que también Mirra Alfassa (la cual abandonó el cuerpo
veintitrés años después que Sri Aurobindo, en 1973) tuvo visiones del mundo
supramental que intenta manifestarse y que colaboró con Sri Aurobindo en el intento de
que esto fuera posible, para el amanecer de una nueva era en la humanidad.
Así que, en el camino de descenso e integración se trata de transformar nuestra
mente, nuestras emociones, nuestra vitalidad y hasta nuestro cuerpo físico para que sean
capaces de acostumbrase a la nueva vibración de la realidad supramental que trata de
manifestarse. Transformación que sería, técnicamente, una supramentalización, primero
de la mente, después de las emociones y la vitalidad y finalmente incluso del cuerpo
físico.
Pero bueno, esto es un proyecto filosófico, yóguico, de envergadura, que no es el
momento de desarrollar aquí. Tan sólo insinuar su alcance y la revolución que supone
también en el campo de la filosofía, ya que implica la transformación no sólo de la
filosofía, sino también y en primer lugar, del filósofo. Una transformación integral que
abarca todos los aspectos del ser humano, que exige un compromiso tan grande como
grande es el sentido de la vida que ofrece, la plenitud que promete y el gozo que
encierra. Una transformación que no es ya sólo individual, sino también y en la misma
medida, colectiva, social, histórica, planetaria. Ya no se busca la Iluminación para uno
solo (¡qué egoísmo espiritual, qué materialismo espiritual!), sino para toda la
Humanidad, sobre todo ahora que se ha comprendido plenamente, quizás vivido en la
propia conciencia, que uno es como una célula de la Conciencia única, no-dual, de
manera análoga a como nuestro cuerpo es una especie de célula de ese Cuerpo único
que es el planeta, y en última instancia el Cosmos en su totalidad.
¿Qué te parece? Creo que ya no puedo ocultar mi afinidad hacia tal presentación,
que me parece verdaderamente integral en múltiples sentidos, también en la capacidad
de integrar diversos enfoques filosóficos y espirituales y darles un significado más
pleno. Desde esta filosofía integral, este yoga integral, el cuerpo y la materia, la
sociedad y la historia no son parte de mâyâ que pueda descartarse o minimizarse su
importancia. Al contrario, es el rostro más reciente del Absoluto y forma parte del Plan
divino, no menos que los excelsos planos espirituales alejados de la Materia. Pero esta
aceptación plena y amorosa de la materia y de ese maravilloso fragmento organizado de
la misma que es cada uno de nuestros cuerpos, no implica la negación materialista de las
realidades espirituales, de las cuales se siente partícipe el ser humano, sabiéndose ser,
ciertamente, más que humano.
6. De la pasión filosófica a la serenidad yóguica
Bueno, amigo (si has llegado hasta aquí, con todas las ideas importantes que
hemos compartido, creo que ya somos un poco “amigos para siempre”), ha llegado el
momento de despedirnos, al menos provisionalmente. Si hemos partido de la pasión
filosófica, nosotros que nos reconocemos principiantes en el pensar que ha querido ser
representativo de Occidente, me gustaría mostrarte (en parte lo he hecho ya en los
últimos capítulos de este libro) lo que considero que es la meta de todo este proceso, de
este peregrinaje que conduce al océano de conciencia y de felicidad, océano que
constituye nuestra morada original. Si he elegido como símbolo del comienzo (y de
Occidente) la pasión filosófica, te propongo meditar sobre este otro símbolo de la meta
(y de Oriente) que podemos denominar la serenidad yóguica.
Si de la filosofía occidental hemos heredado esa estimulante voluntad de verdad,
incluso esa punzante voluntad de poder, me gustaría sugerirte ahora que de Oriente y en
particular de esa India que se ha asomado a nuestras páginas (aunque el buddhismo ha
quedado un poco a las puertas, sonriente, sugiriendo recibir la atención que en nuestros
días está despertando, a través del buddhismo tibetano, sobre todo, pero también del
Zen) podríamos heredar esa voluntad de Ser, que conduce a la verdader Ser-enidad con
la que quisiera despedirme.
Tú eres joven –aunque a veces la juventud biológica va acompañada de una
madurez anímica que a veces se expresa desde bien temprano- y por tanto tu tiempo es,
ante todo, el de la pasión filosófica (y otras pasiones menos “teóricas”, aunque ya has
visto que la filosofía puede no ser sólo teoría), pero eso no impide que una parte de ti (tu
ser esencial, tu yo interno, alma platónica o âtman vedántico) conozca el sabor de la
sabiduría (reminiscencia platónica o autoluminosidad yóguica), el sabor de la serenidad. En realidad es esa fragancia, ese perfume del Ser (Bien platónico o Ânanda
upanishádico) el que nos mueve, el que nos llama, el que nos atrae, cual Eros platónico,
cual motor inmóvil y objeto del amor-magnético aristotélico, como Krishna a sus gopis
–siempre el Amor que mueve los mundos, que mueve al amante y da sentido a su vida-.
Entonces es cuando el amor a la sabiduría se torna sabiduría del amor. Pues la
ser-enidad sólo es posible cuando el buscador ha encontrado el objeto de su Amor y
descansa-en-Paz (el platónico ejercitarse-en-morir ha logrado su meta, ha muerto al
espejismo de los sentidos y a las ilusiones de la razón… y ha resucitado). Ha muerto a
la ilusión de que el mundo de los sentidos nos revela la única realidad, ha muerto a la
convicción de que la razón (científico-tecnológica o filosófico-analítica) es el órgano
supremo de captación de la realidad, ha muerto al espejismo de que el cuerpo es nuestro
yo único y más real: ha matado a la muerte misma, ha disipado su amenazante presencia
desde la ausencia, ha levantado el velo (de Isis, de Maya) y ha descansado en esa Paz
que no es la de la muerte, sino la de la verdadera Vida, esa Vida que han descubierto los
maestros de(l) Ser, realizando su voluntad de Ser-enidad.
Serenidad yóguica, la hemos llamado, para aceptar como símbolo tanto del
método como de la meta de las tradiciones índicas (acaso orientales en general) esa
disciplina que ha venido recibiendo el nombre de yoga y que conduce al Ser, la
Conciencia y la Dicha (sat-chit-ânanda). En las Upanishads, en la Bhagavad Gîta, en
Sri Ramakrishna, en Sri Ramana Maharshi, en Sri Aurobindo, y en tantos otros, textos y
autores, no mencionados, el Yoga es el símbolo por excelencia. Lo mismo sucede con el
buddhismo, desde el término japonés Zen (que procede del chino ch’an, a su vez
derivado del sánscrito dhyana, que significa justamente la meditación propia del yoga)
hasta el ati-yoga (y el resto de etapas) del buddhismo tibetano, pasando por sus grandes
maestros (Padmasambhava, Milarepa, Tsong-ka-pa, etc.) que son considerados grandes
yoguis.
Sin duda el símbolo de la serenidad sería aceptado por el sabio taoísta, quien,
armonizado con el Tao (o Dao), saca agua del pozo, transporta leña, ve amanecer y se
acuesta, con la misma serenidad con que el yogui se sienta en meditación y alcanza un
estado de conciencia desde el cual todo es visto a una nueva luz, a la Luz que nos
muestra nuestro Rostro original, aquél que teníamos antes de nacer y que es un norostro, que sin embargo encierra en sí todos los rostros posibles, pues es el Rostro de la
Infinitud que desde entonces nos permite participar en la creatividad infinita, ahora ya
desde la Ser-enidad yóguica.
Ahora bien, esa serenidad yóguica, esa ecuanimidad de quien se ha instalado en
el Ser inmutable, no implica necesariamente permanecer en la quietud externa. Al
contrario, al menos en algunas de las versiones que hemos visto y de las que nos
sentimos más cerca, la inmutabilidad no excluye el dinamismo de la creación y la
participación creativa en el mismo; como el descubrimiento de lo Sin-forma no elimina
el desenvolverse en el laberinto de las múltiples formas, como morar en el Eterno Ahora
no evita transcurrir en la temporalidad y desplegar las infinitas posibilidades de la
manifestación. En esta, polemós, el conflicto, la lucha, la dialéctica, forman parte de las
leyes que hay que conocer y dominar. En primer lugar la dialéctica filosófica (en sus
muchos sentidos, desde el platónico como método y ciencia suprema hasta la marxiana
lucha de clases, pasando por el hegeliano método de superación de posturas parciales) y
el análisis filosófico (de Aristóteles a Wittgenstein).
Esa serenidad yóguica, en pocas palabras, no excluye ni la sana función crítica
de la razón (crítica de la realidad existente que puede mejorarse, crítica de las ideas y
teorías falsas o parciales, para corregir sus defectos) ni el compromiso social y político,
pues en el enfoque integral de la filosofía y del yoga que estamos proponiendo (de la
Bhagavad Gita a Sri Aurobindo) no se busca la liberación del mundo para desaparecer,
cual gota en el océano, en la dulce inmutabilidad del Brahman sin atributos o en un
Nirvana sin acción ni compasión, sino la liberación-en-el-mundo y la transformación de
éste. No busca la liberación individual dejando a su suerte al resto de los humanos y de
los seres sintientes (expresión de un sublime egoísmo y narcisismo espiritual que
siempre ronda estos enfoques), sino la liberación colectiva, la transformación colectiva,
en una dirección que quizás sólo la mirada yóguica, profética, es capaz de intuir, una
vez la triple temporalidad ha revelado sus secretos a aquella visión que no pertenece al
tiempo.
Te dejo, pues, meditando estas ideas y recordándote que en el corazón de la
pasión filosófica se halla la serenidad yóguica.
¡Que la voluntad de verdad y la voluntad de Ser te acompañen siempre!
Moià (Barcelona), 15 de Agosto del 2006