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CATEQUESIS 4
EL DESEO DE DIOS
Un aspecto
fascinante de la
experiencia humana
y cristiana: el deseo
de Dios.
“El deseo de Dios está escrito en el corazón del hombre porque el
hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al
hombre hacia sí y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha
que no cesa de buscar” (C.I.C. nº 27)
* Esta afirmación,
compartida en
muchos
ambientes
culturales, se
convierte en una
provocación en la
cultura occidental
secularizada
Muchos afirman no tener ese deseo de Dios.
Para amplios sectores de la sociedad, Él no es ni el esperado ni el
deseado; más bien es una realidad que les deja indiferentes, una realidad
de la que no merece la pena hacer el esfuerzo de pronunciarse
* Pero este deseo de Dios
no ha desaparecido,
EL DESEO DE
aunque parta de los
DIOS NO HA
deseos humanos.
DESAPARECIDO
El deseo humano
tiende hacia bienes
concretos, no
necesariamente
espirituales, pero se
encuentra ante el
interrogante a cerca de
qué es de verdad “el”
bien.
Este bien se entiende
como algo distinto de la
persona, que no puede
construir, pero que debe
reconocer.
* ¿Qué puede saciar el deseo del hombre?
* En la encíclica “Deus caritas est”, a través de la experiencia del amor
LOS DESEOS DEL CORAZÓN
humano, se ilumina la cuestión: ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo
del hombre?
* En nuestra época, el
amor humano se percibe
como éxtasis, como salir de
uno mismo, como ser
traspasado por un deseo
que le supera.
A través del amor, el
hombre y la mujer
experimentan, uno gracias
al otro, la grandeza y
belleza de la vida y de lo
real
* Si lo que se experimenta no es una simple ilusión, si de verdad se quiere el bien del
otro como camino del propio bien, entonces me descentraré, dejaré de ser mi centro,
para ponerme al servicio del otro, aun renunciando a mí mismo.
Es más importante el bien que se quiere para el otro que lo que uno quiere para sí;
por eso hay purificar y sanar los propios deseos.
* El amor inicial
se convierte en
peregrinación:
camino por el
que salgo de mí
mismo, de mi yo
encerrado, para
liberarme en la
entrega al otro.
Sólo así
volveré a
encontrarme
conmigo mismo
y posibilitaré el
encuentro con
Dios.
* Sólo saliendo
de mí mismo al
encuentro del
otro, podré
profundizar en el
conocimiento del
amor y en el
misterio que
representa: ni
siquiera la
persona amada
puede saciar el
deseo más
profundo del
corazón.
* Cuanto más profundo es el amor por el otro, más se abre el interrogante
sobre su origen, su destino, su duración.
La experiencia humana del amor tiene en sí misma una fuerza que remite
más allá de uno mismo.
El amor es la experiencia de un bien que lleva a salir de uno mismo y
encontrarse con el misterio que envuelve la existencia.
* Cada bien que
experimenta el hombre
(amistad, experiencia de lo
bello, amor por el
conocimiento), le lleva hacia
el misterio que lo envuelve.
En cada deseo del
corazón, resuena el deseo
fundamental que jamás se
sacia plenamente.
Desde este deseo
fundamental no se llega
directamente a la fe, ya que,
si conoce bien lo que no le
sacia, no puede imaginar
qué saciaría el deseo de su
corazón.
No se puede conocer a
Dios sólo desde el deseo del
hombre.
* El hombre es un
buscador del Absoluto,
con pasos pequeños e
inciertos.
Pero el deseo, el
“corazón inquieto”, ya es
significativo.
Esto nos dice que, en el
fondo, el hombre es un ser
religioso, un “mendigo de
Dios”.
* Los ojos
reconocen los
objetos cuando la luz
los ilumina.
De ahí el deseo
de conocer la luz
misma que hace
brillar todas las cosas
y la belleza que
encierran.
* Sostenemos
que es posible,
aun en esta
época tan
refractaria a lo
transcendente,
abrir un sendero
al auténtico
sentido
religioso de la
vida, que
muestre que la
fe no es un
absurdo o algo
irracional.
* Para ello sería útil
promover una
especie de pedagogía
del deseo tanto para
los no creyentes
como para el que ha
recibido la fe.
Esta pedagogía
del deseo
comprende, al menos
dos aspectos:
- Aprender o
reaprender el gusto
por las alegrías
auténticas.
- No
conformarse nunca
con lo que se ha
alcanzado.
* Aprender y
reaprender el gusto
de las alegrías
auténticas de la vida,
ya que no todas las
satisfacciones
producen el mismo
efecto: unas dejan
rastros positivos y
nos hacen más
generosos y otras,
que al principio nos
parecían llenas de
luz, nos decepcionan
dejándonos una
sensación de
amargura,
insatisfacción y
vacío.
* Hay que educar
desde niños a
saborear las alegrías
verdaderas en todos
los ámbitos de la
existencia: familia,
amistad, solidaridad
con el que sufre,
renuncia al propio yo
para ayudar al otro,
amor por el
conocimiento, por el
arte, por la belleza de
la naturaleza…
Todo ello son
anticuerpos contra la
banalización que nos
rodea.
* También los
adultos necesitan
saborear las alegrías
verdaderas y, así,
poder rechazar todo
aquello que,
aparentemente
atractivo, al final se
revela insípido.
* Cuando descubramos estas
alegrías auténticas, surgirá el deseo de
Dios, pues una vez alcanzadas estas
alegrías, nos daremos cuenta de que
queremos “algo más”, que nada finito
puede colmar el corazón.
Nos daremos cuenta que ese bien
no lo podemos alcanzar nosotros solos
y aprenderemos a no dejarnos
desalentar por la fatiga y los
obstáculos provenientes de nuestro
pecado.
* La fuerza del
deseo está abierta
a la redención,
aunque este deseo
pase por caminos
desviados y dé la
impresión de que
pierde la
capacidad de
anhelar el
verdadero bien.
Incluso en el
abismo del pecado
no se apaga en el
hombre la chispa
que permite
reconocer el
verdadero bien y,
así, poder
remontar hacia
Dios, que jamás
priva de su ayuda.
“Con la espera, Dios
amplía nuestro deseo;
con el deseo, amplía el
alma y dilatándola la
hace más capaz” (San
Agustín - Comentario a
1Jn 4,6)
* Todos necesitamos
purificar nuestros
deseos.
Somos peregrinos
hacia la patria del cielo,
el bien pleno que nadie
nos podrá quitar.
No se trata de
sofocar los deseos que
hay en el corazón del
hombre, sino de
liberarlos para que
alcancen su verdadera
altura.
* Cuando en el deseo se abre la
ventana hacia Dios, es signo de
la presencia de la fe, que es una
gracia de Dios.
* En esta
peregrinación
hacia Dios,
sintámonos
hermanos de
todos los
hombres, también
de los no
creyentes, de los
que buscan, de
quienes se
preguntan
sinceramente por
sus deseos de
verdad y de bien.