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CATEQUESIS DE JUAN PABLO II SOBRE MARIA
Miércoles 8 de enero de 1997
La cooperación de la mujer en el misterio de la Redención
1. Las palabras del anciano Simeón, anunciando a María su
participación en la misión salvífica del Mesías, ponen de manifiesto el
papel de la mujer en el misterio de la redención.
En efecto, María no es sólo una persona individual; también es la «hija
de Sión», la mujer nueva que, al lado del Redentor, comparte su pasión
y engendra en el Espíritu a los hijos de Dios. Esa realidad se expresa
mediante la imagen popular de las «siete espadas» que atraviesan el
corazón de María. Esa representación pone de relieve el profundo
vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija de Sión
y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a
su misión de salvación, María se entrega también a sí misma a esa
misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo
fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el
consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.
2. En su intervención, Simeón señala la finalidad del sacrificio de
Jesús y del sufrimiento de María: se harán «a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 35).
Jesús, «signo de contradicción» (Lc 2, 34), que implica a su madre en
su sufrimiento, llevará a los hombres a tomar posición con respecto a
él, invitándolos a una decisión fundamental. En efecto, «está puesto
para caída y elevación de muchos en Israel» (Lc 2, 34).
Así pues, María está unida a su Hijo divino en la «contradicción», con
vistas a la obra de la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída
para quien no acoge a Cristo, pero un efecto maravilloso de la
redención es la elevación de muchos. Este mero anuncio enciende
gran esperanza en los corazones a los que ya testimonia el fruto del
sacrificio.
Al poner bajo la mirada de la Virgen estas perspectivas de la salvación
antes de la ofrenda ritual, Simeón parece sugerir a María que realice
ese gesto para contribuir al rescate de la humanidad. De hecho, no
habla con José ni de José: sus palabras se dirigen a María, a quien
asocia al destino de su Hijo.
3. La prioridad cronológica del gesto de María no oscurece el primado
de Jesús. El concilio Vaticano II, al definir el papel de María en la
economía de la salvación, recuerda que ella «se entregó totalmente a
sí misma (...) a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en
dependencia de él, se puso (...) al servicio del misterio de la
redención» (Lumen gentium, 56).
En la presentación de Jesús en el templo, María se pone al servicio del
misterio de la Redención con Cristo y en dependencia de él: en efecto,
Jesús, el protagonista de la salvación, es quien debe ser rescatado
mediante la ofrenda ritual. María está unida al sacrificio de su Hijo por
la espada que le atravesará el alma.
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el papel
propio e insustituible de la mujer. Implicando a su madre en su
sacrificio, Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del
mismo y mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la
cruz.
La intención divina de solicitar la cooperación específica de la mujer
en la obra redentora se manifiesta en el hecho de que la profecía de
Simeón se dirige sólo a María, a pesar de que también José participa
en el rito de la ofrenda.
4. La conclusión del episodio de la presentación de Jesús en el templo
parece confirmar el significado y el valor de la presencia femenina en
la economía de la salvación. El encuentro con una mujer, Ana,
concluye esos momentos singulares, en los que el Antiguo Testamento
casi se entrega al Nuevo.
Al igual que Simeón, esta mujer no es una persona socialmente
importante en el pueblo elegido, pero su vida parece poseer gran valor
a los ojos de Dios. San Lucas la llama «profetisa», probablemente
porque era consultada por muchos a causa de su don de
discernimiento y por la vida santa que llevaba bajo la inspiración del
Espíritu del Señor.
Ana era de edad avanzada, pues tenía ochenta y cuatro años y era
viuda desde hacía mucho tiempo. Consagrada totalmente a Dios, «no
se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y
oraciones» (Lc 2, 37). Por eso, representa a todos los que, habiendo
vivido intensamente la espera del Mesías, son capaces de acoger el
cumplimiento de la Promesa con gran júbilo. El evangelista refiere
que, «como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios» (Lc
2, 38).
Viviendo de forma habitual en el templo, pudo, tal vez con mayor
facilidad que Simeón, encontrar a Jesús en el ocaso de una existencia
dedicada al Señor y enriquecida por la escucha de la Palabra y por la
oración.
En el alba de la Redención, podemos ver en la profetisa Ana a todas
las mujeres que, con la santidad de su vida y con su actitud de
oración, están dispuestas a acoger la presencia de Cristo y a alabar
diariamente a Dios por las maravillas que realiza su eterna
misericordia.
5. Simeón y Ana, escogidos para el encuentro con el Niño, viven
intensamente ese don divino, comparten con María y José la alegría
de la presencia de Jesús y la difunden en su ambiente. De forma
especial, Ana demuestra un celo magnífico al hablar de Jesús,
testimoniando así su fe sencilla y generosa, una fe que prepara a otros
a acoger al Mesías en su vida.
La expresión de Lucas: «Hablaba del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén» (Lc 2, 38), parece acreditarla como símbolo
de las mujeres que, dedicándose a la difusión del Evangelio, suscitan y
alimentan esperanzas de salvación.
Saludos
Quiero saludar ahora con afecto a todas las personas, familias y
grupos de lengua española que participan en esta audiencia. Que
María, la Madre del Niño divino, Salvador del mundo, os acompañe y
proteja a lo largo de este año nuevo que hemos empezado. Con este
deseo os imparto de corazón la bendición apostólica.
(En croata)
Al impartir la bendición apostólica a cada uno de vosotros aquí
presentes y a vuestras familias deseo que el año que acaba de
comenzar sea para todas las queridas poblaciones de Croacia y de
Bosnia-Herzegovina, tan extenuadas a causa de la larga guerra, un año
de verdadera paz en la justicia.
(En italiano)
Queridísimos: en estos días que siguen a la fiesta de la Epifanía,
seguimos meditando en la manifestación de Cristo a todos los
pueblos. La Iglesia invita a cada uno de los bautizados, después de
haber adorado la gloria de Dios en el Verbo hecho carne, a reflejar su
luz con la propia vida. Os invita a vosotros, queridos jóvenes, a ser
testigos conscientes de Cristo entre vuestros coetáneos; a vosotros,
queridos enfermos, a difundir cada día su luz con paciencia serena; y a
vosotros, queridos recién casados, a ser signo de la luminosa
presencia de Jesús con vuestro amor fiel en familia.
Miércoles 15 de enero de 1997
1. Como última página de los relatos de la infancia, antes del
comienzo de la predicación de Juan el Bautista, el evangelista Lucas
pone el episodio de la peregrinación de Jesús adolescente al templo
de Jerusalén. Se trata de una circunstancia singular, que arroja luz
sobre los largos años de la vida oculta de Nazaret.
En esa ocasión Jesús revela, con su fuerte personalidad, la conciencia
de su misión, confiriendo a este segundo «ingreso » en la «casa del
Padre» el significado de una entrega completa a Dios, que ya había
caracterizado su presentación en el templo.
Este pasaje da la impresión de que contradice la anotación de Lucas,
que presenta a Jesús sumiso a José y a María (cf. Lc 2, 51). Pero, si se
mira bien, Jesús parece aquí ponerse en una consciente y casi
voluntaria antítesis con su condición normal de hijo, manifestando
repentinamente una firme separación de María y José. Afirma que
asume como norma de su comportamiento sólo su pertenencia al
Padre, y no los vínculos familiares terrenos.
2. A través de este episodio, Jesús prepara a su madre para el
misterio de la Redención. María, al igual que José, vive en esos tres
dramáticos días, en que su Hijo se separa de ellos para permanecer en
el templo, la anticipación del triduo de su pasión, muerte y
resurrección.
Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su
intención de permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el
misterio del sufrimiento que lleva a la alegría, anticipando lo que
realizaría más tarde con los discípulos mediante el anuncio de su
Pascua.
Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso a Nazaret, María y
José, después de una jornada de viaje, preocupados y angustiados por
el niño Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y conocidos.
Vuelven a Jerusalén y, al encontrarlo en el templo, quedan
asombrados porque lo ven «sentado en medio de los doctores,
escuchándoles y preguntándoles » (Lc 2, 46). Su conducta es muy
diversa de la acostumbrada. Y seguramente el hecho de encontrarlo al
tercer día revela a sus padres otro aspecto relativo a su persona y a
su misión.
Jesús asume el papel de maestro, como hará más tarde en la vida
pública, pronunciando palabras que despiertan admiración: «Todos los
que lo oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas»
(Lc 2, 47). Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes,
comienza a practicar el arte del diálogo, que será una característica
de su misión salvífica.
Su madre le pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu
padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). Se
podría descubrir aquí el eco de los «porqués» de tantas madres ante
los sufrimientos que les causan sus hijos, así como los interrogantes
que surgen en el corazón de todo hombre en los momentos de prueba.
3. La respuesta de Jesús, en forma de pregunta, es densa de
significado: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía
ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
Con esa expresión, Jesús revela a María y a José, de modo inesperado
e imprevisto, el misterio de su Persona, invitándolos a superar las
apariencias y abriéndoles perspectivas nuevas sobre su futuro.
En la respuesta a su madre angustiada, el Hijo revela enseguida el
motivo de su comportamiento. María había dicho: «Tu padre»,
designando a José; Jesús responde: «Mi Padre», refiriéndose al Padre
celestial.
Jesús, al aludir a su ascendencia divina, más que afirmar que el
templo, casa de su Padre, es el «lugar» natural de su presencia, lo que
quiere dejar claro es que él debe ocuparse de todo lo que atañe al
Padre y a su designio. Desea reafirmar que sólo la voluntad del Padre
es para él norma que vincula su obediencia.
El texto evangélico subraya esa referencia a la entrega total al
proyecto de Dios mediante la expresión verbal «debía », que volverá a
aparecer en el anuncio de la Pasión (cf. Mc 8, 31).
Así pues, a sus padres se les pide que le permitan cumplir su misión
donde lo lleve la voluntad del Padre celestial.
4. El evangelista comenta: «Pero ellos no comprendieron la respuesta
que les dio» (Lc 2, 50).
María y José no entienden el contenido de su respuesta, ni el modo,
que parece un rechazo, como reacciona a su preocupación de padres.
Con esta actitud, Jesús quiere revelar los aspectos misteriosos de su
intimidad con el Padre, aspectos que María intuye, pero sin saberlos
relacionar con la prueba que estaba atravesando.
Las palabras de Lucas nos permiten conocer cómo vivió María en lo
más profundo de su alma este episodio realmente singular:
«conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,
51). La madre de Jesús vincula los acontecimientos al misterio de su
Hijo, tal como se le reveló en la Anunciación, y ahonda en ellos en el
silencio de la contemplación, ofreciendo su colaboración con el
espíritu de un renovado «fiat».
Así comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que
llevará a María a superar progresivamente el papel natural que le
correspondía por su maternidad, para ponerse al servicio de la misión
de su Hijo divino.
En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión salvífica,
Jesús asocia a su Madre a sí; ya no será solamente la madre que lo
engendró, sino la Mujer que, con su obediencia al plan del Padre,
podrá colaborar en el misterio de la Redención.
De este modo, María, conservando en su corazón un evento tan rico de
significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación en la
salvación.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial al
grupo de fieles guatemaltecos en este día de la fiesta del Cristo de
Esquipulas, ante cuya imagen el año pasado imploré una vez más la
paz. Congratulándome con toda Guatemala por la firma del «Acuerdo
de paz firme y duradera», que pone fin a tantos años de guerra, deseo
que esa querida nación goce de un futuro de paz y progreso espiritual
y material, en el que se vean respetados los derechos de todos y en el
que cada uno pueda aportar su esfuerzo en favor del desarrollo
integral, la participación social y la convivencia pacífica. Con estos
deseos, imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
(En italiano)
Dirijo, también, un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a dar
testimonio, con generosidad, de vuestra fe en Cristo, que ilumina el
camino de la vida. Que la fe sea un consuelo constante en el
sufrimiento de todos vosotros, queridos enfermos; y para vosotros,
queridos recién casados, que la luz de Cristo sea guía eficaz en
vuestra existencia familiar.
Miércoles 22 de enero de 1997
1. «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos
confió el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). En esta semana
de oración por la unidad (18-25 de enero) los cristianos —católicos,
ortodoxos, anglicanos y protestantes— se reúnen con mayor fervor
para orar juntos. La división entre los discípulos de Cristo constituye
una contradicción tan evidente que no les permite resignarse a ella sin
sentirse de algún modo responsables.
Esta semana particular tiene como finalidad impulsar a la comunidad
cristiana a dedicarse más intensamente a la oración, para
experimentar al mismo tiempo cuán hermoso es vivir juntos como
hermanos. A pesar de las tensiones que a veces suscitan las
diferencias existentes, estos días contribuyen a gustar
anticipadamente la alegría que proporcionará la plena comunión,
cuando finalmente se realice.
El Comité mixto internacional, formado por representantes de la
Iglesia católica y del Consejo ecuménico de las Iglesias, que cada año
prepara los textos para esta semana de oración, ha propuesto este
año el tema de la reconciliación, inspirándose en la segunda carta de
san Pablo a los cristianos de Corinto. El Apóstol proclama ante todo el
gran anuncio: «Dios nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 18). El
Hijo de Dios tomó sobre sí el pecado del hombre y obtuvo el perdón,
restableciendo nuestra comunión con Dios. En efecto, Dios quiere la
reconciliación de la humanidad entera.
La carta a los Corintios pone claramente de relieve que la
reconciliación es gracia de Dios. Además, afirma que Dios «nos confió
el ministerio de la reconciliación » (2 Co 5, 18), «poniendo en nosotros
la palabra de la reconciliación» (2 Co 5, 19). Por tanto, este anuncio
compromete a todos los discípulos del Señor. Pero ¿qué esperanza
pueden tener de que se les escuche cuando proponen la invitación a la
reconciliación, si ellos no son los primeros en vivir una situación
plenamente reconciliada con los que comparten su misma fe?
Este problema debe preocupar a la conciencia de todo creyente en
Jesucristo, el cual murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos» (Jn 11, 52). Con todo, nos consuela la certeza de
que, a pesar de nuestras debilidades, Dios actúa en medio de nosotros
y, al final, realizará sus designios.
2. En este sentido, la crónica ecuménica nos ofrece a menudo motivos
de esperanza y de estímulo. Si consideramos el mundo desde el
concilio Vaticano II hasta hoy, la situación de las relaciones entre los
cristianos ha cambiado mucho. La comunidad cristiana es más
compacta y el espíritu de fraternidad, más evidente.
Ciertamente, no faltan motivos de tristeza y preocupación. Sin
embargo, cada año se registran acontecimientos que influyen
positivamente en el compromiso hacia la unidad plena. También
durante el año que acabamos de concluir se produjeron intensos
contactos, en circunstancias diversas, con las diferentes Iglesias y
comunidades eclesiales de Oriente y Occidente. Algunos de estos
acontecimientos llaman la atención de los medios de comunicación
social; otros, en cambio, quedan en la sombra, pero no por ello son
menos útiles.
Quisiera señalar, en particular, la creciente colaboración que se está
llevando a cabo en los institutos de investigación científica o de
enseñanza. La aportación que estas iniciativas pueden dar a la
solución de los problemas planteados entre los cristianos —en los
campos histórico, teológico, disciplinario y espiritual— es ciertamente
importante, tanto para la superación de las incomprensiones del
pasado como para la búsqueda común de la verdad. Esta colaboración
no es sólo un método hoy necesario; en ella se experimenta ya una
forma de comunión de propósitos.
Por lo que respecta al año que acaba de concluir, quisiera recordar la
Declaración común firmada con Su Santidad Karekin I, Catholicós de
todos los armenios (el día 13 de diciembre). Con esta antigua Iglesia,
que sobre todo en este siglo se ha enriquecido con el testimonio de
una legión de mártires, existía un debate cristológico desde el concilio
de Calcedonia (año 451), es decir, desde hace mil quinientos años.
Durante todos estos siglos, incomprensiones teológicas, dificultades
lingüísticas y diversidades culturales habían impedido un verdadero
diálogo. El Señor nos ha concedido, con profunda alegría por nuestra
parte, confesar finalmente juntos la misma fe en Jesucristo, verdadero
Dios y verdadero hombre. Refiriéndonos a él, en la Declaración común
reconocimos que es «perfecto Dios en su divinidad, perfecto hombre
en su humanidad; su divinidad está unida a su humanidad en la
persona del Hijo unigénito de Dios, en una unión que es real, perfecta,
sin confusión, sin alteración, sin división y sin ninguna forma de
separación».
También el año pasado me reuní con muchos hermanos de otras
Iglesias y comunidades eclesiales, como Su Gracia el doctor George
Leonard Carey, arzobispo de Canterbury, y otras personalidades que
vinieron a visitarme a Roma. También fuera de esta ciudad, en mis
viajes, con gran alegría me he reunido con representantes de otras
Iglesias que se esfuerzan por testimoniar su fe en Cristo y buscar la
comunión junto a los católicos del lugar.
Se trata de pasos pequeños, pero significativos, hacia la
reconciliación de los corazones y las mentes. El Espíritu de Dios nos
guiará a la total comprensión recíproca y a la anhelada meta de la
plena comunión.
3. Lamentablemente, entre los cristianos, además de dificultades
doctrinales, existen también asperezas, reticencias y manifestaciones
de desconfianza, que desembocan a veces en expresiones de
agresividad gratuita.
Eso significa que se debe intensificar tanto el ecumenismo espiritual
—que consiste en la conversión del corazón, en la renovación de la
mente y en la oración personal y comunitaria— como el diálogo
teológico. Ese compromiso debe crecer precisamente mientras nos
encaminamos hacia el gran jubileo, ocasión excepcional para que
todos los cristianos comuniquemos a las generaciones del nuevo
milenio la alegre noticia de la reconciliación.
Este primer año de preparación para el jubileo tiene como tema:
«Jesucristo, único salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb
13, 8). En la carta apostólica Tertio millennio adveniente señalé que
«bajo el perfil ecuménico, será un año muy importante para dirigir
juntos la mirada a Cristo, único Señor, con la intención de llegar a ser
en él una sola cosa, según su oración al Padre » (n. 41).
Juntamente con todos los que en esta semana oran por la unidad de
los cristianos, elevemos también nosotros nuestra plegaria para
implorar al Señor el don de la reconciliación.
Saludos
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española. En especial a
los fieles de Murcia (España), a los peregrinos de México y de
Argentina, entre ellos al grupo de Tucumán. Os invito a todos a orar
juntos por la unidad de los cristianos, implorando del Señor el don
precioso de la reconciliación. Con estos vivos deseos, imparto de
corazón a todos la bendición apostólica.
(En italiano)
Dirijo ahora un saludo a todos los peregrinos de lengua italiana, en
particular a los miembros de la asociación italiana "Amigos de Raoul
Follereau", de cuya muerte se celebra este año el XX aniversario.
Vuestra presencia me brinda la oportunidad de recordar que el
próximo domingo se celebra la Jornada mundial dedicada a los
enfermos de lepra. Deseo de corazón que continúe con generosidad la
lucha contra el bacilo de Hansen, que desgraciadamente afecta
todavía a muchos hermanos nuestros.
Saludo, además, a la Coordinación provincial del Cuerpo forestal del
Estado de Rieti y al grupo de muchachos procedentes del orfanato de
Pinsk (Bielorrusia), huéspedes de la parroquia de San Miguel de Tívoli.
Os doy las gracias por vuestra participación, invocando sobre todos
vosotros la continua asistencia divina.ç
Dirijo ahora unas palabras, como es costumbre, a los jóvenes, a los
enfermos y a los recién casados presentes, a los que quiero hoy
exhortar a traducir en actitudes concretas la oración por la unidad de
los cristianos. Estos días de reflexión constituyen para vosotros,
queridos jóvenes, una invitación a ser por doquier artífices de paz y
reconciliación; para vosotros, queridos enfermos, un momento
propicio para ofrecer vuestros sufrimientos por una comunión de los
cristianos cada vez más plena; y para vosotros, queridos recién
casados, una ocasión para vivir aún más la dimensión doméstica con
un solo corazón y un alma sola. Imparto a todos mi bendición.
Miércoles 29 de enero de 1997
María en la vida oculta de Jesús
1. Los evangelios ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años
que la Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo refiere que san
José, después del regreso de Egipto, tomó la decisión de establecer la
morada de la Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2, 22-23), pero no da
ninguna otra información, excepto que José era carpintero (cf. Mt 13,
55). Por su parte, san Lucas habla dos veces de la vuelta de la
Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 2, 39 y 51) y da dos breves
indicaciones sobre los años de la niñez de Jesús, antes y después del
episodio de la peregrinación a Jerusalén: «El niño crecía y se
fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre
él» (Lc 2, 40), y «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas
refiere probablemente los recuerdos de María acerca de ese período
de profunda intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de
gracia» supera con mucho la que normalmente existe entre una madre
y un hijo, porque está arraigada en una particular condición
sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos
con la voluntad divina.
Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía
en la casa de Nazaret y la constante orientación hacia el
cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión entre la madre y
el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
2. En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había
encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los
sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un
valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas
mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las
paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo
que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que
vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades
de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la
sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como
misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los
ojos del Señor.
Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba
dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras
crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo,
contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su parte,
guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19;
cf. 2, 51).
«Todas estas cosas» son los acontecimientos de los que ella había
sido, a la vez, protagonista y espectadora, comenzando por la
Anunciación, pero sobre todo es la vida del Niño. Cada día de
intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a
descubrir más profundamente el significado de su presencia y el
misterio de su persona.
3. Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que
vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al
respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos
singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar
era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos
suyos.
Durante los treinta años de su permanencia en Nazaret, Jesús no
revela sus cualidades sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos.
Ante las primeras manifestaciones extraordinarias de su personalidad,
relacionadas con el inicio de su predicación, sus familiares (llamados
en el evangelio «hermanos») se asumen —según una interpretación—
la responsabilidad de devolverlo a su casa, porque consideran que su
comportamiento no es normal (cf. Mc 3, 21).
En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se
esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su
Hijo. A este respecto, para la Madre fue objeto de particular reflexión
la frase que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de
doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?» (Lc 2, 49). Meditando en esas palabras, María podía
comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su
maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su
Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba
«mi Padre».
4. La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María
no sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58),
sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por
el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza
toda su existencia terrena, pero la practicó particularmente en los
treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret.
Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma
excelsa; sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los
tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la
oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el
inicio de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más allá de toda
evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la
esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El
amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde
ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar
donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida
oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más
en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo,
«está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3).
A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo,
pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades
inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
Saludos
Deseo saludar ahora cordialmente a todos los peregrinos de lengua
española, en particular a los grupos venidos desde México y Chile. Que
el misterio de la vida oculta de Jesús, María y José en Nazaret sea
para todos escuela de fe y de esperanza, y modelo de caridad.
Invocando la protección de la Sagrada Familia, os imparto a vosotros y
a vuestras familias la bendición apostólica.
(A los sacerdotes que habían participado en un curso de formación
teológico-pastoral en el Colegio pontificio esloveno)
Habéis enriquecido vuestra actualización teológica con la vida
litúrgica y las visitas a los lugares sagrados. Que Dios bendiga
vuestros generosos propósitos y os acompañe la Madre celestial para
que seáis dispensadores conscientes de las gracias divinas y fieles
servidores de la Iglesia. Con estos deseos os imparto mi bendición
apostólica a vosotros y a vuestros fieles.
(En italiano)
(A los participantes en el curso anual para futuros colaboradores y
postuladores, organizado por la Congregación para las Causas de los
Santos)
Os deseo que trabajéis con fruto al servicio del gran patrimonio de la
santidad de la Iglesia, y lo enriquezcáis con vuestro testimonio
personal.
Os saludo, finalmente, a vosotros, queridos jóvenes, queridos
enfermos y queridos recién casados, y deseo que todos, cada uno
según su condición, contribuyáis con generosidad a difundir la alegría
de amar y servir a Jesucristo. A todos imparto mi bendición. La
audiencia se concluyó con el canto del paternóster y la bendición
apostólica, impartida colegialmente por el Papa y los obispos
presentes.
Miércoles 12 de febrero de 1997
Oración y penitencia
1. Hoy, miércoles de Ceniza, primer día de la Cuaresma, iniciamos el
camino de preparación para la santa Pascua. Se trata de un itinerario
espiritual de oración y penitencia, con el que los cristianos se dejan
purificar y santificar por el Señor, que quiere que participen en sus
sufrimientos y en su gloria (cf. Rm 8, 17).
El Espíritu Santo, que guió y sostuvo a Cristo en el «desierto», nos
introduce en este tiempo de Cuaresma, dándonos la gracia necesaria
para resistir a las seducciones del antiguo tentador y vivir con
renovado compromiso en la libertad de los hijos de Dios. En efecto,
Jesús no nos pide una observancia formal o meros cambios exteriores,
sino más bien la conversión del corazón, para que cumplamos con
fidelidad la voluntad de su Padre y nuestro Padre.
En este tiempo cuaresmal, Jesús nos llama a seguirlo por el camino
que lo lleva a Jerusalén, para inmolarse en la cruz. «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y
sígame» (Lc 9, 23). Esta invitación es, sin duda alguna, exigente y
dura, pero capaz de liberar, en quien la acoge, la fuerza creativa del
amor.
Por tanto, ya desde el primer momento de este tiempo de Cuaresma
nuestra mirada se dirige a la cruz gloriosa de Cristo. El autor de la
Imitación de Cristo escribe: «En la cruz está la salvación; en la cruz
está la vida; en la cruz está la defensa del enemigo; en la cruz está el
don sobrenatural de las dulzuras del cielo; en la cruz está la fuerza de
la mente y la alegría del espíritu; en la cruz se suman las virtudes y se
perfecciona la santidad » (XII, 1).
2. «Convertíos y creed el Evangelio» (Mc 1, 15). Hoy, cuando nos
imponen la ceniza sobre nuestra cabeza, volvemos a escuchar esta
expresión del evangelista san Marcos. Con ella se nos recuerda que la
salvación, que Jesús nos ofrece en el misterio de su Pascua, exige
nuestra respuesta.
Así, la liturgia nos invita a manifestar de forma concreta y visible el
don de la conversión del corazón, indicándonos qué camino tenemos
que recorrer y cuáles instrumentos debemos usar. La escucha asidua
de la palabra de Dios, la oración incesante, el ayuno interior y exterior,
las obras de caridad, que hacen concreta la solidaridad con nuestros
hermanos, son puntos irrenunciables para aquellos que, regenerados a
la vida nueva mediante el bautismo, quieren vivir ya no según la carne,
sino según el Espíritu (cf. Rm 8, 4).
También en el Mensaje para la Cuaresma de este año me he referido a
la solidaridad con nuestros hermanos: la Cuaresma es «el tiempo de la
solidaridad ante las situaciones precarias en las que se encuentran
personas y pueblos de tantos lugares del mundo» (n. 1: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 31 de enero de 1997, p. 4). Entre
las situaciones de precariedad he destacado particularmente la
condición dramática de quienes viven sin tener una casa.
3. El tiempo cuaresmal se inserta este año en el itinerario trienal de
preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000. El año 1997,
primera etapa de este recorrido, «se dedicará a la reflexión sobre
Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo»
(Tertio millennio adveniente, 40). Durante este año, todos estamos
invitados a redescubrir en profundidad la persona de Cristo, Salvador y
evangelizador, para renovarle nuestra adhesión.
De la misma manera que las multitudes del Evangelio se maravillaban
ante los gestos y la enseñanza de Jesús, así también hoy la
humanidad podrá sentirse fascinada más fácilmente por Cristo y
decidirse por él, si contempla el testimonio de fe y caridad de los
cristianos. El Señor, a través de la obra de la Iglesia, continúa
llamando a hombres y mujeres para que lo sigan.
4. Que nos acompañe la Virgen santísima por el camino de conversión
y penitencia que acabamos de empezar. Su ayuda materna nos
impulse a vencer toda pereza y todo miedo, para avanzar con fe
intrépida hacia el Calvario, sabiendo estar amorosamente al pie de la
cruz, con la alegre esperanza de participar en la gloria de la
resurrección del Señor.
Saludos
Deseo saludar con afecto a los peregrinos de lengua española, en
particular a los jóvenes deportistas de Buenos Aires, a los fieles de las
diócesis de Lomas de Zamora y de Tenerife, al grupo de pensionistas
de Valencia, así como a los numerosos estudiantes venidos desde
España, Argentina y Chile. A todos os imparto de corazón la bendición
apostólica.
(En italiano)
Espero que el tiempo cuaresmal, que comenzamos precisamente hoy,
os lleve a cada uno de vosotros a acercaros cada vez más a Cristo y a
imitarlo cada vez con mayor fidelidad. Así pues, os exhorto, queridos
hermanos y hermanas, a tener los mismos sentimientos de Cristo en
cada una de las situaciones de vuestra existencia. Hallaréis ejemplo y
consuelo en el misterio de Dios, que por amor entrega a su propio Hijo
para la salvación de todos los hombres. María, de la que ayer hemos
hecho memoria especial, os acompañe en este itinerario interior de
conversión, obteniendo para cada uno de vosotros las gracias
necesarias para permanecer fieles a la propia vocación. La audiencia
se concluyó con
Miércoles 26 de febrero de 1997
María en las bodas de Caná
1. En el episodio de las bodas de Caná, san Juan presenta la primera
intervención de María en la vida pública de Jesús y pone de relieve su
cooperación en la misión de su Hijo.
Ya desde el inicio del relato, el evangelista anota que «estaba allí la
madre de Jesús» (Jn 2, 1) y, como para sugerir que esa presencia
estaba en el origen de la invitación dirigida por los esposos al mismo
Jesús y a sus discípulos (cf. Redemptoris Mater, 21), añade: «Fue
invitado a la boda también Jesús con sus discípulos» (Jn 2, 2). Con
esas palabras, san Juan parece indicar que en Caná, como en el
acontecimiento fundamental de la Encarnación, María es quien
introduce al Salvador.
El significado y el papel que asume la presencia de la Virgen se
manifiesta cuando llega a faltar el vino. Ella, como experta y solícita
ama de casa, inmediatamente se da cuenta e interviene para que no
decaiga la alegría de todos y, en primer lugar, para ayudar a los
esposos en su dificultad. Dirigiéndose a Jesús con las palabras: «No
tienen vino» (Jn 2, 3), María le expresa su preocupación por esa
situación, esperando una intervención que la resuelva. Más
precisamente, según algunos exegetas, la Madre espera un signo
extraordinario, dado que Jesús no disponía de vino.
2. La opción de María, que habría podido tal vez conseguir en otra
parte el vino necesario, manifiesta la valentía de su fe porque, hasta
ese momento, Jesús no había realizado ningún milagro, ni en Nazaret
ni en la vida pública.
En Caná, la Virgen muestra una vez más su total disponibilidad a Dios.
Ella que, en la Anunciación, creyendo en Jesús antes de verlo, había
contribuido al prodigio de la concepción virginal, aquí, confiando en el
poder de Jesús aún sin revelar, provoca su «primer signo», la
prodigiosa transformación del agua en vino.
De ese modo, María precede en la fe a los discípulos que, como refiere
san Juan, creerán después del milagro: Jesús «manifestó su gloria, y
creyeron en él sus discípulos» (Jn 2, 11). Más aún, al obtener el signo
prodigioso, María brinda un apoyo a su fe.
3. La respuesta de Jesús a las palabras de María: «Mujer, ¿qué nos va
a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora » (Jn 2, 4), expresa un
rechazo aparente, €como para probar la fe de su madre.
Según una interpretación, Jesús, desde el inicio de su misión, parece
poner en tela de juicio su relación natural de hijo, ante la intervención
de su madre. En efecto, en la lengua hablada del ambiente, esa frase
da a entender una distancia entre las personas, excluyendo la
comunión de vida. Esta lejanía no elimina el respeto y la estima; el
término «mujer», con el que Jesús se dirige a su madre, se usa en una
acepción que reaparecerá en los diálogos con la cananea (cf. Mt 15,
28), la samaritana (cf. Jn 4, 21), la adúltera (cf. Jn 8, 10) y María
Magdalena (cf. Jn 20, 13), en contextos que manifiestan una relación
positiva de Jesús con sus interlocutoras.
Con la expresión: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?», Jesús desea poner
la cooperación de María en el plano de la salvación que,
comprometiendo su fe y su esperanza, exige la superación de su papel
natural de madre.
4. Mucho más fuerte es la motivación formulada por Jesús: «Todavía
no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4).
Algunos estudiosos del texto sagrado, siguiendo la interpretación de
san Agustín, identifican esa «hora» con el acontecimiento de la
Pasión. Para otros, en cambio, se refiere al primer milagro en que se
revelaría el poder mesiánico del profeta de Nazaret. Hay otros, por
último, que consideran que la frase es interrogativa y prolonga la
pregunta anterior: «¿Qué nos va a mí y a ti? ¿no ha llegado ya mi
hora?» (Jn 2, 4). Jesús da a entender a María que él ya no depende de
ella, sino que debe tomar la iniciativa para realizar la obra del Padre.
María, entonces, dócilmente deja de insistir ante él y, en cambio, se
dirige a los sirvientes para invitarlos a cumplir sus órdenes.
En cualquier caso, su confianza en el Hijo es premiada. Jesús, al que
ella ha dejado totalmente la iniciativa, hace el milagro, reconociendo
la valentía y la docilidad de su madre: «Jesús les dice: "Llenad las
tinajas de agua". Y las llenaron hasta el borde» (Jn 2, 7). Así, también
la obediencia de los sirvientes contribuye a proporcionar vino en
abundancia.
La exhortación de María: «Haced lo que él os diga», conserva un valor
siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y está
destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno.
Invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no se
entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.
De la misma manera que en el relato de la cananea (cf. Mt 15, 24-26) el
rechazo aparente de Jesús exalta la fe de la mujer, también las
palabras del Hijo «Todavía no ha llegado mi hora», junto con la
realización del primer milagro, manifiestan la grandeza de la fe de la
Madre y la fuerza de su oración.
El episodio de las bodas de Caná nos estimula a ser valientes en la fe
y a experimentar en nuestra vida la verdad de las palabras del
Evangelio: «Pedid y se os dará» (Mt 7, 7; Lc 11, 9).
Saludos
Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española. En
especial, al grupo de jóvenes universitarios de Barcelona, a los fieles
de la parroquia Nuestra Señora del Carmen, de Santiago de Chile, y a
la juventud femenina de Schönstatt. Os invito a acoger las palabras de
María en las Bodas de Caná, la cual nos exhorta a ser valientes y
decididos en la fe y a testimoniar con la propia vida el mensaje
salvífico del Evangelio. A vosotros y a vuestras familias imparto de
corazón la bendición apostólica.
(En italiano)
Dirijo ahora, como de costumbre, un saludo a los jóvenes, a los
enfermos y a los recién casados. Ante todo, os doy las gracias a
vosotros, queridísimos jóvenes, que hoy estáis aquí en gran número,
por vuestra viva y alegre presencia. Quisiera aprovechar esta
circunstancia para daros las gracias a vosotros y a tantos coetáneos
vuestros que continuamente me hacéis llegar apreciados testimonios
de afecto. Ojalá que vosotros y todos los cristianos sigáis siempre con
entusiasmo y generosidad a Cristo, la verdadera luz que revela a todo
hombre el significado y el fin de la existencia. Os invito a vosotros,
queridos enfermos, a no temer seguir el camino de la cruz, aunque
parezca arduo y fatigoso: es la senda para llegar con Cristo a la
alegría de la resurrección. A vosotros, queridos recién casados, os
deseo que fundéis vuestro hogar sobre la roca firme del amor fiel a
Dios, revelado al mundo por el misterio pascual.
Miércoles 5 de marzo de 1997
En Caná, María induce a Jesús a realizar el primer milagro
1. Al referir la presencia de María en la vida pública de Jesús, el
concilio Vaticano II recuerda su participación en Caná con ocasión del
primer milagro: «En las bodas de Caná de Galilea (...), movida por la
compasión, consiguió, intercediendo ante él, el primero de los
milagros de Jesús el Mesías (cf. Jn 2, 1-11)» (Lumen gentium, 58).
Siguiendo al evangelista Juan, el Concilio destaca el papel discreto y,
al mismo tiempo, eficaz de la Madre, que con su palabra consigue de
su Hijo «el primero de los milagros». Ella, aun ejerciendo un influjo
discreto y materno, con su presencia es, en último término,
determinante.
La iniciativa de la Virgen resulta aún más sorprendente si se considera
la condición de inferioridad de la mujer en la sociedad judía. En efecto,
en Caná Jesús no sólo reconoce la dignidad y el papel del genio
femenino, sino que también, acogiendo la intervención de su madre, le
brinda la posibilidad de participar en su obra mesiánica. El término
«Mujer», con el que se dirige a María (cf. Jn 2, 4), no contradice esta
intención de Jesús, pues no encierra ninguna connotación negativa y
Jesús lo usará de nuevo, refiriéndose a su madre, al pie de la cruz (cf.
Jn 19, 26). Según algunos intérpretes, el título «Mujer» presenta a
María como la nueva Eva, madre en la fe de todos los creyentes.
El Concilio, en el texto citado, usa la expresión: «movida por la
compasión», dando a entender que María estaba impulsada por su
corazón misericordioso. Al prever el posible apuro de los esposos y de
los invitados por la falta de vino, la Virgen compasiva sugiere a Jesús
que intervenga con su poder mesiánico.
A algunos la petición de María les parece desproporcionada, porque
subordina a un acto de compasión el inicio de los milagros del Mesías.
A la dificultad responde Jesús mismo, quien, al acoger la solicitud de
su madre, muestra la superabundancia con que el Señor responde a
las expectativas humanas, manifestando también el gran poder que
entraña el amor de una madre.
2. La expresión «dar comienzo a los milagros», que el Concilio recoge
del texto de san Juan, llama nuestra atención. El término griego arjé,
que se traduce por inicio, principio, se encuentra ya en el Prólogo de
su evangelio: «En el principio existía la Palabra» (Jn 1, 1). Esta
significativa coincidencia nos lleva a establecer un paralelismo entre
el primer origen de la gloria de Cristo en la eternidad y la primera
manifestación de la misma gloria en su misión terrena.
El evangelista, subrayando la iniciativa de María en el primer milagro y
recordando su presencia en el Calvario, al pie de la cruz, ayuda a
comprender que la cooperación de María se extiende a toda la obra de
Cristo. La petición de la Virgen se sitúa dentro del designio divino de
salvación.
En el primer milagro obrado por Jesús los Padres de la Iglesia han
vislumbrado una fuerte dimensión simbólica, descubriendo, en la
transformación del agua en vino, el anuncio del paso de la antigua
alianza a la nueva. En Caná, precisamente el agua de las tinajas,
destinada a la purificación de los judíos y al cumplimiento de las
prescripciones legales (cf. Mc 7, 1-15), se transforma en el vino nuevo
del banquete nupcial, símbolo de la unión definitiva entre Dios y la
humanidad.
3. El contexto de un banquete de bodas, que Jesús eligió para su
primer milagro, remite al simbolismo matrimonial, frecuente en el
Antiguo Testamento para indicar la alianza entre Dios y su pueblo (cf.
Os 2, 21; Jr 2, 1-8; Sal 44; etc.) y en el Nuevo Testamento para
significar la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Jn 3, 28-30; Ef 5, 25-32;
Ap 21, 1-2; etc.).
La presencia de Jesús en Caná manifiesta, además, el proyecto
salvífico de Dios con respecto al matrimonio. En esa perspectiva, la
carencia de vino se puede interpretar como una alusión a la falta de
amor, que lamentablemente es una amenaza que se cierne a menudo
sobre la unión conyugal. María pide a Jesús que intervenga en favor de
todos los esposos, a quienes sólo un amor fundado en Dios puede
librar de los peligros de la infidelidad, de la incomprensión y de las
divisiones. La gracia del sacramento ofrece a los esposos esta fuerza
superior de amor, que puede robustecer su compromiso de fidelidad
incluso en las circunstancias difíciles.
Según la interpretación de los autores cristianos, el milagro de Caná
encierra, además, un profundo significado eucarístico. Al realizarlo en
la proximidad de la solemnidad de la Pascua judía (cf. Jn 2, 13), Jesús
manifiesta, como en la multiplicación de los panes (cf. Jn 6, 4), la
intención de preparar el verdadero banquete pascual, la Eucaristía.
Probablemente, ese deseo, en las bodas de Caná, queda subrayado
aún más por la presencia del vino, que alude a la sangre de la nueva
alianza, y por el contexto de un banquete.
De este modo María, después de estar en el origen de la presencia de
Jesús en la fiesta, consigue el milagro del vino nuevo, que prefigura la
Eucaristía, signo supremo de la presencia de su Hijo resucitado entre
los discípulos.
4. Al final de la narración del primer milagro de Jesús, que hizo posible
la fe firme de la Madre del Señor en su Hijo divino, el evangelista Juan
concluye: «Sus discípulos creyeron en él» (Jn 2, 11). En Caná María
comienza el camino de la fe de la Iglesia, precediendo a los discípulos
y orientando hacia Cristo la atención de los sirvientes.
Su perseverante intercesión anima, asimismo, a quienes llegan a
encontrarse a veces ante la experiencia del «silencio de Dios». Los
invita a esperar más allá de toda esperanza, confiando siempre en la
bondad del Señor.
Saludos
(A los peregrinos eslovacos)
Habéis venido a Roma, a la tumba de san Pedro, que siguió a Cristo
hasta la muerte. Y también para saludar al Sucesor de Pedro, el Papa
que recibió de Cristo la misión de confirmar a los hermanos en la fe.
Ruego por vosotros, a fin de que creáis más firmemente que
Jesucristo es el único y necesario Salvador del mundo, y lo sigáis
siempre con fidelidad.
(En español)
Me es grato saludar ahora a los peregrinos de lengua española, de
modo particular, a los estudiantes de los colegios de Madrid, Castellón
de la Plana y Santiago de Chile. Que la perseverante intercesión de
María os anime en vuestro camino cuaresmal, confiando siempre en la
bondad del Señor. Con estos deseos, os imparto de corazón la
bendición apostólica, que extiendo a vuestras familias.
(En italiano)
Mi pensamiento va finalmente a los enfermos, a los recién casados, y
de modo especial a los jóvenes, presentes en gran número en la
audiencia de hoy, y entre ellos saludo en particular a los adolescentes
del decanato de Vimercate, que han venido a Roma para prepararse a
la profesión de fe.
Queridísimos hermanos, el tiempo de Cuaresma nos exhorta a
reconocer a Cristo como suprema esperanza del hombre. Os invito a
vosotros, queridos jóvenes, a ser en el mundo testigos valientes del
Evangelio, para influir positivamente en los diversos ambientes de la
vida. A vosotros, queridos enfermos, os recomiendo la virtud de la
paciencia, para que vuestro sufrimiento, unido al de Cristo, sea una
ofrenda agradable al Padre. Y os animo a vosotros, queridos recién
casados, a descubrir el valor de la oración en la «iglesia doméstica»
que habéis formado.
Miércoles 12 de marzo de 1997
La participación de María en la vida pública de Jesús
1. El concilio Vaticano II, después de recordar la intervención de María
en las bodas de Caná, subraya su participación en la vida pública de
Jesús: «Durante la predicación de su Hijo, acogió las palabras con las
que éste situaba el Reino por encima de las consideraciones y de los
lazos de la carne y de la sangre, y proclamaba felices (cf. Mc 3, 35
par.; Lc 11, 27-28) a los que escuchaban y guardaban la palabra de
Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 19 y 51)» (Lumen gentium,
58).
El inicio de la misión de Jesús marcó también su separación de la
Madre, la cual no siempre siguió al Hijo durante su peregrinación por
los caminos de Palestina. Jesús eligió deliberadamente la separación
de su Madre y de los afectos familiares, como lo demuestran las
condiciones que pone a sus discípulos para seguirlo y para dedicarse
al anuncio del reino de Dios.
No obstante, María escuchó a veces la predicación de su Hijo. Se
puede suponer que estaba presente en la sinagoga de Nazaret cuando
Jesús, después de leer la profecía de Isaías, comentó ese texto
aplicándose a sí mismo su contenido (cf. Lc 4, 18-30). ¡Cuánto debe de
haber sufrido en esa ocasión, después de haber compartido el
asombro general ante las «palabras llenas de gracia que salían de su
boca» (Lc 4, 22), al constatar la dura hostilidad de sus conciudadanos,
que arrojaron a Jesús de la sinagoga e incluso intentaron matarlo! Las
palabras del evangelista Lucas ponen de manifiesto el dramatismo de
ese momento: «Levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le
llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba
edificada su ciudad, para despeñar lo. Pero él, pasando por medio de
ellos, se marchó» (Lc 4, 29-30).
María, después de ese acontecimiento, intuyendo que vendrían más
pruebas, confirmó y ahondó su total adhesión a la voluntad del Padre,
ofreciéndole su sufrimiento de madre y su soledad.
2. De acuerdo con lo que refieren los evangelios, es posible que María
escuchara a su Hijo también en otras circunstancias. Ante todo en
Cafarnaúm, adonde Jesús se dirigió después de las bodas de Caná,
«con su madre y sus hermanos y sus discípulos» (Jn 2, 12). Además,
es probable que lo haya seguido también, con ocasión de la Pascua, a
Jerusalén, al templo, que Jesús define como casa de su Padre, cuyo
celo lo devoraba (cf. Jn 2, 16-17). Ella se encuentra asimismo entre la
multitud cuando, sin lograr acercarse a Jesús, escucha que él
responde a quien le anuncia la presencia suya y de sus parientes: «Mi
madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la
cumplen» (Lc 8, 21).
Con esas palabras, Cristo, aun relativizando los vínculos familiares,
hace un gran elogio de su Madre, al afirmar un vínculo mucho más
elevado con ella. En efecto, María, poniéndose a la escucha de su Hijo,
acoge todas sus palabras y las cumple fielmente.
Se puede pensar que María, aun sin seguir a Jesús en su camino
misionero, se mantenía informada del desarrollo de la actividad
apostólica de su Hijo, recogiendo con amor y emoción las noticias
sobre su predicación de labios de quienes se habían encontrado con
él.
La separación no significaba lejanía del corazón, de la misma manera
que no impedía a la madre seguir espiritualmente a su Hijo,
conservando y meditando su enseñanza, como ya había hecho en la
vida oculta de Nazaret. En efecto, su fe le permitía captar el
significado de las palabras de Jesús antes y mejor que sus discípulos,
los cuales a menudo no comprendían sus enseñanzas y especialmente
las referencias a la futura pasión (cf. Mt 16,21- 23; Mc 9,32; Lc 9, 45).
3. María, siguiendo de lejos las actividades de su Hijo, participa en su
drama de sentirse rechazado por una parte del pueblo elegido. Ese
rechazo, que se manifestó ya desde su visita a Nazaret, se hace cada
vez más patente en las palabras y en las actitudes de los jefes del
pueblo.
De este modo, sin duda habrán llegado a conocimiento de la Virgen
críticas, insultos y amenazas dirigidas a Jesús. Incluso en Nazaret se
habrá sentido herida muchas veces por la incredulidad de parientes y
conocidos, que intentaban instrumentalizar a Jesús (cf. Jn 7, 2-5) o
interrumpir su misión (cf. Mc 3, 21).
A través de estos sufrimientos, soportados con gran dignidad y de
forma oculta, María comparte el itinerario de su Hijo «hacia
Jerusalén» (Lc 9, 51) y, cada vez más unida a él en la fe, en la
esperanza y en el amor, coopera en la salvación.
4. La Virgen se convierte así en modelo para quienes acogen la
palabra de Cristo. Ella, creyendo ya desde la Anunciación en el
mensaje divino y acogiendo plenamente a la Persona de su Hijo, nos
enseña a ponernos con confianza a la escucha del Salvador, para
descubrir en él la Palabra divina que transforma y renueva nuestra
vida. Asimismo, su experiencia nos estimula a aceptar las pruebas y
los sufrimientos que nos vienen por la fidelidad a Cristo, teniendo la
mirada fija en la felicidad que ha prometido Jesús a quienes escuchan
y cumplen su palabra.
Saludos
Saludo ahora con gran afecto a todos los peregrinos de lengua
española, de modo particular a los jóvenes estudiantes de Rosario
(Argentina) y Villaviciosa de Odón (España), así como a los fieles de
Costa Rica. Que María, modelo de acogida de las enseñanzas de
Cristo, acompañe vuestro itinerario espiritual en este tiempo de la
Cuaresma hacia el gozo pascual. Con estos deseos, os imparto la
bendición apostólica, que de corazón extiendo también a vuestras
familias.
(En italiano)
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados. En este tiempo de Cuaresma, queridísimos hermanos,
prosigamos con empeño el camino hacia la Pascua, misterio central
de nuestra fe.
Os invito, queridos jóvenes, a testimoniar con fe gozosa la vida que
brota de la cruz de Cristo.
A vosotros, queridos enfermos, os deseo que tengáis la mirada fija en
Jesús crucificado y resucitado, para saber vivir la prueba del dolor
como acto de amor.
Y vosotros, queridos recién casados, imitando la fidelidad de Cristo
con respecto a su Iglesia, haced siempre de vuestra existencia un don
recíproco y responsable.
Miércoles 19 de marzo de 1997
1. La solemnidad de hoy nos invita a contemplar la particular
experiencia de fe de san José junto a María y Jesús. La Iglesia
propone a José a la veneración de los fieles como el creyente
plenamente disponible a la voluntad divina, como el hombre capaz de
un amor casto y sublime a su esposa, María, y como el educador
dispuesto a servir, en el niño Jesús, al misterioso proyecto de Dios.
La Tradición, en particular, ha visto en él al trabajador. «¿No es éste el
hijo del carpintero?» (Mt 13, 55), exclaman los habitantes de Nazaret
ante los prodigios que realiza Jesús. Para ellos es, sobre todo, el
carpintero de la aldea, aquel que con el trabajo se expresa a sí mismo,
realizándose ante Dios mediante el servicio a los hermanos. También
la comunidad cristiana ha considerado ejemplar la historia de san
José para todos los que están comprometidos en el amplio y complejo
mundo del trabajo. Precisamente por eso, la Iglesia ha querido
encomendar a los trabajadores a su protección celestial,
proclamándolo su patrono.
2. La Iglesia, se dirige al mundo del trabajo contemplando el taller de
Nazaret, santificado por la presencia de Jesús y José. Quiere
promover la dignidad del hombre frente a los interrogantes y
problemas, los temores y esperanzas relacionados con la actividad
laboral, dimensión fundamental de la existencia humana. Sabe que su
misión consiste en «recordar siempre la dignidad y los derechos de los
hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan
dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se
realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad» (Laborem
exercens, 1).
Frente a las insidias presentes en ciertas manifestaciones de la
cultura y la economía de nuestro tiempo, la Iglesia no deja de anunciar
la grandeza del hombre, imagen de Dios, y su primado en la creación.
Cumple esta misión principalmente mediante la doctrina social, que
«tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización»; en
efecto, es doctrina que «anuncia a Dios y su misterio de salvación en
Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí
mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa (...) de los derechos
humanos de cada uno» (Centesimus annus, 54).
A cuantos procuran afirmar el predominio de la técnica, reduciendo al
hombre a «mercancía» o instrumento de producción, la Iglesia les
recuerda que «el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre»,
puesto que en el plan divino «el trabajo está "en función del hombre" y
no el hombre "en función del trabajo"» (Laborem exercens, 5-6). Por el
mismo motivo, contrasta también las pretensiones del capitalismo,
proclamando «el principio de la prioridad del "trabajo" frente al
"capital"», puesto que la actividad humana es «siempre una causa
eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los
medios de producción, es sólo un instrumento o la causa
instrumental» (ib., 12) del proceso de producción.
3. Estos principios, a la vez que reafirman la condena de toda forma de
alienación en la actividad humana, son particularmente actuales
frente al grave problema del desempleo, que afecta hoy a millones de
personas. Muestran en el derecho al trabajo la moderna garantía de la
dignidad del hombre que, sin un trabajo digno, está privado de las
condiciones suficientes para el desarrollo adecuado de su dimensión
personal y social. En efecto, en quien lo experimenta, el desempleo
crea una grave situación de marginación y un penoso estado de
humillación.
Por tanto, el derecho al trabajo debe conjugarse con el de la libertad
de elección de la propia actividad. Sin embargo, no hay que entender
estas prerrogativas en sentido individualista, sino en referencia a la
vocación al servicio y a la colaboración con los demás. La libertad no
se ejerce moralmente sin considerar la relación y la reciprocidad con
otras libertades. Éstas se consideran no tanto como un límite, cuanto
como condiciones del desarrollo de la libertad individual y como
ejercicio del deber de contribuir al crecimiento de toda la sociedad.
Por consiguiente, el trabajo es ante todo un derecho, porque es un
deber, que nace de las relaciones sociales del hombre. Expresa la
vocación del hombre al servicio y a la solidaridad.
4. La figura de san José recuerda la urgente necesidad de dar un alma
al mundo del trabajo. Su vida, caracterizada por la escucha de Dios y
la familiaridad con Cristo, se presenta como síntesis armónica de fe y
vida, de autorrealización personal y amor a los hermanos, de
compromiso diario y confianza en el futuro. Su testimonio recuerda a
cuantos trabajan que, sólo acogiendo el primado de Dios y la luz que
proviene de la cruz y de la resurrección de Cristo, podrán crear las
condiciones de un trabajo digno del hombre y encontrar en la fatiga
diaria un «tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi
como un anuncio de los "nuevos cielos y otra tierra nueva", los cuales
precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el
hombre y por el mundo» (Laborem exercens, 27).
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular a
la asociación «Mensajeros de la paz», a los que aliento vivamente a
continuar su meritoria obra de proveer del tan necesario ambiente
familiar a los niños, jóvenes o ancianos que carecen de él, así como a
la coral «Verge del Lliri» y a los diversos grupos de colegios
provenientes de España. A todas las personas y grupos venidos de
España y América Latina, imparto de corazón la bendición apostólica.
Muchas gracias.
(En italiano)
Queridísimos hermanos: La liturgia de hoy nos presenta en san José al
hombre siempre disponible a realizar la voluntad de Dios.
Os exhorto a imitarlo, queridos jóvenes, para que podáis corresponder
a los deseos del Señor y prepararos con seriedad y confianza a servir
la vida con alegría.
Que san José os ayude, queridos enfermos, a ver en el sufrimiento la
ocasión para cooperar con el amor de Dios, que lleva al hombre a la
salvación.
Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo un amor casto y
fecundo, que se alimente de la escucha de Dios y de la oración.
Miércoles 26 de marzo de 1997
1. «Vexilla Regis prodeunt, fulget crucis mysterium».
Nos encontramos en la Semana santa, días en los que veneramos el
misterio de la cruz. La Iglesia proclama con profunda emoción ese
antiguo himno litúrgico, transmitido de generación en generación, y
repetido a lo largo de los siglos por los creyentes. La Semana santa,
centro del Año litúrgico, nos hace revivir los acontecimientos
fundamentales de la Redención relacionados con la muerte y la
resurrección de Jesús. Se trata de días conmovedores, llenos de un
clima especial que envuelve a todos los cristianos; días de silencio
interior, de oración intensa y de profunda meditación sobre los
eventos extraordinarios que cambiaron la historia de la humanidad y
dan valor auténtico a nuestra vida.
Hoy, en vísperas del Triduo sacro, junto con vosotros deseo dirigirme,
con la mente y el corazón, en peregrinación a Jerusalén. La liturgia de
los próximos días nos servirá de guía: nos introducirá en el cenáculo,
nos llevará al Calvario y, por último, ante el sepulcro nuevo excavado
en la roca.
2. El Jueves santo encontraremos en el cenáculo de Jerusalén pan y
vino. Este día nos remite a la institución de la Eucaristía, don supremo
del amor de Dios en su plan de redención. El apóstol san Pablo,
escribiendo a los Corintios en los años 53-56, confirmaba a los
primeros cristianos en la verdad del «misterio eucarístico»,
transmitiéndoles lo que él mismo había recibido: «que el Señor Jesús,
la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar
gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se entrega por
vosotros; haced esto en conmemoración mía". Asimismo también el
cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza
sellada con mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en
conmemoración mía"» (1 Co 11, 23-26).
Estas palabras manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo
las especies del pan y del vino se hace presente con su cuerpo
«entregado» y con su sangre «derramada » como sacrificio de la
nueva alianza. Al mismo tiempo, Cristo constituye a los Apóstoles y a
sus sucesores ministros de este sacramento, que da a su Iglesia como
prueba suprema de su amor. Este es el contenido esencial del Jueves
santo. El Hijo de Dios nos conceda vivir este día según las palabras de
la hermosa plegaria bizantina: «¡Oh Hijo de Dios, hazme hoy partícipe
de tu mística cena: no revelaré el Misterio a tus enemigos ni te daré el
beso de Ju das, sino que, como el buen ladrón, te confesaré:
acuérdate de mí, oh Señor, cuando estés en tu reino!» (Liturgia de san
Basilio del Jueves santo. Canto de comunión).
3. El Viernes santo contemplaremos en el Calvario la cruz. «Ecce
lignum crucis...», «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la
salvación del mundo». Reviviremos los «misterios dolorosos » de la
pasión y muerte de Jesús. Frente al Crucificado cobran una dramática
importancia las palabras que pronunció durante la última cena: «Esta
es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos, para el
perdón de los pecados» (cf. Mc 14, 24; Mt 26, 28; Lc 22, 20). Jesús
quiso dar su vida en sacrificio para el perdón de los pecados de la
humanidad, eligiendo para ello la muerte más cruel y humillante: la
crucifixión. Como ante la Eucaristía, también ante la pasión y muerte
de Jesús en la cruz el misterio se hace insondable para la razón
humana. La ascensión al Calvario fue un sufrimiento indescriptible,
que desembocó en el terrible suplicio de la crucifixión. ¡Qué misterio!
Dios, hecho hombre, sufre para salvar al hombre, cargando sobre sí
toda la tragedia de la humanidad. El Viernes santo nos hace pensar en
la continua sucesión de sufrimientos en la historia, entre los que no
podemos olvidar las tragedias de nuestros días. ¡Cómo no recordar, a
este respecto, los dramáticos acontecimientos que también hoy
siguen ensangrentando a algunas naciones del mundo! La pasión del
Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Continúa
particularmente en el martirio de los sacerdotes, las religiosas, los
religiosos y los laicos comprometidos en la vanguardia del anuncio del
Evangelio. Precisamente anteayer celebramos la «Jornada de oración
y ayuno por los misioneros mártires»: la comunidad cristiana está
invitada a meditar en esos testimonios heroicos y a recordar en la
oración a esos hermanos y hermanas que pagaron con su vida el
precio de su fidelidad a Cristo.
El cristiano debe aprender a llevar su cruz con humildad, confianza y
abandono a la voluntad de Dios, encontrando apoyo y consuelo, en
medio de las tribulaciones de la vida, en la cruz de Cristo. Que el
Padre nos conceda en todo momento de dificultad la gracia de poder
orar así: «Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi...», «Te adoramos,
oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al
mundo».
4. Y, después de la espera del Sábado santo, experimentaremos la
alegría de la santa Pascua. El Triduo sacro se concluye en el radiante
«misterio glorioso» de la resurrección de Cristo. Él había predicho: «Al
tercer día, resucitaré». Es la victoria definitiva de la vida sobre la
muerte.
La más solemne y la más grande de las celebraciones cristianas, la
Vigilia pascual, tendrá lugar por la noche. Una noche de espera...,
llena de luz: la noche del fuego bendito, la noche del agua bautismal,
la noche del bautismo, de la confirmación y de la Eucaristía. Noche de
Pascua, de paso: el paso de Cristo de la muerte a la vida; nuestro paso
de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. El
Espíritu Santo nos conceda el júbilo de las discípulas del Señor que,
como pone de relieve la liturgia bizantina, dijeron a los Apóstoles: «Ha
sido derrotada la muerte. Cristo Dios ha resucitado, concediendo al
mundo su gran misericordia». (Liturgia bizantina, Tropario del Sábado
santo, tono IV).
Nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima, que
siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz en su
muerte. Que María nos introduzca en el misterio pascual, para que con
ella podamos experimentar la alegría y la paz de la Pascua.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular,
al numeroso grupo de jóvenes participantes en el encuentro pascual
en la casa general de las Religiosas de María Inmaculada. Que os
acompañe en este camino espiritual la Virgen María, que siguió a
Jesús en su pasión y estuvo en pie junto a la cruz. ¡Que ella nos
introduzca en el misterio pascual para que podamos experimentar la
alegría y la paz de la Pascua! A todos os bendigo de corazón.
(En lituano)
Estamos ya en la Semana santa, que nos introduce en la solemnidad
de la Pascua y nos enseña la verdad de la cruz: Cristo ha vencido a la
muerte y está siempre con nosotros, como el Señor de la historia. Os
bendigo de corazón y os deseo que este triunfo pascual sea para todos
expresión de la esperanza cristiana, realidad que ilumina, salva y
sostiene siempre en el camino del bien».
(A los peregrinos de la misión católica checa en Viena)
En esta Semana santa —les dijo el Santo Padre— Jesucristo nos llama
a unirnos más profundamente al misterio de su muerte y resurrección.
Él quiere colmarnos de su gracia, dándonos una esperanza nueva.
(En croata)
El actual momento histórico, caracterizado por la preparación al gran
jubileo del año 2000, es un tiempo especial de gracia. Por tanto,
quisiera invitaros, sobre todo a los jóvenes, a haceros protagonistas
de esa preparación en vuestra querida patria. Realizaréis todo esto del
mejor modo posible profundizando vuestra fe, celebrando los
sacramentos, testimoniando la caridad de Dios y anunciando el
Evangelio. Es una tarea que Cristo mismo os confía.
(En italiano)
Saludo también a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.
Queridísimos jóvenes, os invito a transcurrir con recogimiento estos
días que nos hacen revivir la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Que la figura de Jesús crucificado y paciente os infunda valor y
confianza a vosotros, enfermos, para que podáis afrontar con valor
vuestras pruebas físicas y espirituales.
Y finalmente a vosotros, queridos recién casados, os recomiendo que
os abráis cada vez más a la gracia que habéis recibido,
reconociéndoos colaboradores de Dios en la transmisión de la vida.
Miércoles 2 de abril de 1997
1. Regina caeli laetare, alleluia!
Así canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los
fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La
alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si
se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús.
María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel
Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a
tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el
sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en
el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a
la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin
embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en
Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como
testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en
la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.
2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la
Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con
su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en
la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la
concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).
Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos
detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora
del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor.
Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie
de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su
sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su
consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).
Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María»,
en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el
cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor
y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.
Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que
da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino
un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima»
de expiación por los pecados de toda la humanidad.
Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo,
protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al
asociarse «a su sacrificio », permanece subordinada a su Hijo divino.
3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús
estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás,
y María Magdalena» (Jn 19, 25). Con el verbo «estar», que
etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el
evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que
María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.
En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz
recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para
afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la
sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su
existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio
recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de
la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen
gentium, 58). A los crueles insultos lanzados contra el Mesías
crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde
con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre:
«Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Partícipe del
sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa
en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu» (Lc 23, 46), ella da así, como observa el Concilio, un
consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima»
(Lumen gentium, 58).
4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada
en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado.
Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén,
enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho
y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas,
ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan en su
corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el
anhelo de la Resurrección.
La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte
que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio
redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.
Saludos
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española. En particular a
la coral «Sant Antoni» de Mahón, diócesis de Menorca; a los diversos
grupos parroquiales y de movimientos católicos; al grupo de la
Universidad nacional de educación a distancia, de Albacete; a los
seminaristas de Barbastro y demás estudiantes españoles. Saludo
también a los peregrinos de México, Costa Rica y Argentina. Hoy
deseo recordar de modo especial a Chile y Argentina, en el décimo
aniversario de mi visita pastoral a esas queridas naciones. Invito a
todos a imitar la actitud de la Virgen María al pie de la cruz, cuya
esperanza es una luz más fuerte que la oscuridad que hay en el
corazón de muchos. Con estos vivos deseos, os imparto de corazón la
bendición apostólica.
(En lengua húngara)
Dios, por medio de su Hijo, ha vencido a la muerte y nos ha abierto el
paso a la vida eterna. El Señor nos conceda, al celebrar la Pascua de
resurrección, la gracia de renovarnos con una vida nueva. Esto es lo
que pido en mi oración por vosotros y por vuestras familias.
(A los peregrinos procedentes de la República Checa)
Para la Iglesia de Bohemia y Moravia abril es el mes de san Adalberto.
Este año celebramos el milenio de su martirio. También yo seguiré
dentro de poco las huellas de este santo obispo de Praga, misionero y
gran europeo. ¡Nos vemos en Praga o en Hradec Králové! Os bendigo
de corazón a vosotros, así como a todos vuestros seres queridos que
están en la patria.
(A los fieles croatas)
Ningún bautizado puede permanecer indiferente ante este nuevo
impulso del Espíritu de Dios que guía a la Iglesia.
(En italiano)
Me dirijo ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.
Que la alegría del Señor resucitado inspire renovado ardor a vuestra
vida, queridos jóvenes, para que seáis testigos generosos de su
Evangelio; os sirva de estímulo a vosotros, queridos enfermos, para
que podáis afrontar con valor todas las pruebas y sufrimientos; y
sostenga vuestro mutuo amor, queridos recién casados, para que en
vuestro hogar reine siempre la paz de Cristo. A todos imparto una
bendición especial.
Miércoles 9 de abril de 1997
La Virgen María cooperadora en la obra de la Redención
1. A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la cooperación
de María en la obra de la salvación, profundizando el análisis de su
asociación al sacrificio redentor de Cristo. Ya san Agustín atribuye a
la Virgen la calificación de «colaboradora» en la Redención (cf. De
Sancta Virginitate, 6; PL 40, 399), título que subraya la acción
conjunta y subordinada de María a Cristo redentor.
La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre todo desde el
siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María al mismo nivel
de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia destaca con claridad
la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra de la salvación,
ilustrando la subordinación de la Virgen, en cuanto cooperadora, al
único Redentor.
Por lo demás, el apóstol Pablo, cuando afirma: «Somos colaboradores
de Dios» (1 Co 3, 9), sostiene la efectiva posibilidad que tiene el
hombre de colaborar con Dios. La cooperación de los creyentes, que
excluye obviamente toda igualdad con él, se expresa en el anuncio del
Evangelio y en su aportación personal para que se arraigue en el
corazón de los seres humanos.
2. El término «cooperadora» aplicado a María cobra, sin embargo, un
significado específico. La cooperación de los cristianos en la
salvación se realiza después del acontecimiento del Calvario, cuyos
frutos se comprometen a difundir mediante la oración y el sacrificio.
Por el contrario, la participación de María se realizó durante el
acontecimiento mismo y en calidad de madre; por tanto, se extiende a
la totalidad de la obra salvífica de Cristo. Solamente ella fue asociada
de ese modo al sacrificio redentor, que mereció la salvación de todos
los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó para
obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad.
El particular papel de cooperadora que desempeñó la Virgen tiene
como fundamento su maternidad divina. Engendran do a Aquel que
estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo,
presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras moría en la
cruz, «cooperó de manera totalmente singular en la obra del Salvador»
(Lumen gentium, 61). Aunque la llamada de Dios a cooperar en la obra
de la salvación se dirige a todo ser humano, la participación de la
Madre del Salvador en la redención de la humanidad representa un
hecho único e irrepetible.
A pesar de la singularidad de esa condición, María es también
destinataria de la salvación. Es la primera redimida, rescatada por
Cristo «del modo más sublime » en su concepción inmaculada (cf. bula
Ineffabilis Deus, de Pío IX: Acta 1, 605), y llena de la gracia del Espíritu
Santo.
3. Esta afirmación nos lleva ahora a preguntarnos: ¿cuál es el
significado de esa singular cooperación de María en el plan de la
salvación? Hay que buscarlo en una intención particular de Dios con
respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título de
«mujer » en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la
cruz (cf. Jn 2, 4; 19, 26). María está asociada a la obra salvífica en
cuanto mujer. El Señor, que creó al hombre «varón y mujer» (cf. Gn 1,
27), también en la Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la
nueva Eva. La pareja de los primeros padres emprendió el camino del
pecado; una nueva pareja, el Hijo de Dios con la colaboración de su
Madre, devolvería al género humano su dignidad originaria.
María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia. En
el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida
que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo
de la obra salvífica.
4. El Concilio tiene muy presente esta doctrina y la hace suya,
subrayando la contribución de la Virgen santísima no sólo al
nacimiento del Redentor, sino también a la vida de su Cuerpo místico
a lo largo de los siglos y hasta el ˆsxaton: en la Iglesia, María
«colaboró» y «colabora» (cf. Lumen gentium, 53 y 63) en la obra de la
salvación. Refiriéndose al misterio de la Anunciación, el Concilio
declara que la Virgen de Nazaret, «abrazando la voluntad salvadora de
Dios (...), se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a
la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se
puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la
Redención» (ib., 56).
Además, el Vaticano II no sólo presenta a María como la «madre del
Redentor », sino también como «compañera singularmente generosa
entre todas las demás criaturas», que colabora «de manera
totalmente singular a la obra del Salvador con su obediencia, fe,
esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo, que el fruto sublime
de esa colaboración es la maternidad universal: «Por esta razón es
nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61). Por
tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen santísima,
implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios le
confió: colaboradora de la redención, misión que cumplió durante toda
su vida y, de modo particular, al pie de la cruz.
Saludos
En el gozo propio de este tiempo pascual, saludo con afecto a todos
los peregrinos de lengua española, en particular al movimiento
«Regnum Christi», al colegio Teresiano de Tortosa y a los demás
grupos de España, México y Chile. Que el ejemplo de fe obediente,
esperanza viva y caridad ardiente de la Virgen María nos ayude a
colaborar, mediante un auténtico testimonio de vida cristiana, en la
obra redentora de Cristo, único Salvador. Con este deseo, os imparto
de corazón la bendición apostólica.
(A los fieles procedentes de Croacia)
Con la ayuda de Dios, el próximo sábado realizaré una visita pastoral a
Sarajevo. Es una de las etapas de mi peregrinación a las Iglesias
locales en el marco de la preparación para el gran jubileo del año
2000. Como Sucesor de Pedro, voy para confirmar en la fe a nuestros
hermanos y hermanas de esa ciudad, en cierto sentido, convertida en
un triste símbolo de las tragedias que han afectado a Europa en el
siglo XX. Este viaje apostólico se convierte también en un viaje de paz
en el que se testimonia la solidaridad de la Iglesia con los hombres y
los pueblos que sufren.
(En italiano)
En la catequesis de hoy hemos reflexionado en la singular cooperación
de María santísima en la obra de la Redención. Queridos jóvenes,
poned vuestras energías al servicio del Evangelio: que vuestra vida
sea un «sí» a Dios y a su designio de amor; queridos enfermos,
cooperad en el plan divino de la salvación con el ofrecimiento diario
de vuestro sufrimiento; y vosotros, queridos recién casados, sabed
transmitir la fuerza de la redención en vuestra vida conyugal y en la
misión de padres.
Miércoles 16 de abril de 1997
1. Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus inmortalis, miserere nobis.
«Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos de todo mal. De la
peste, del hambre y de la guerra, líbranos, Señor. De la muerte
repentina, líbranos, Señor. Nosotros, pecadores, te suplicamos,
escúchanos, Señor. Jesús, perdónanos. Jesús, escúchanos. Jesús, ten
piedad de nosotros. Madre, suplica. Madre, implora. Madre, intercede
por nosotros. Todos los santos y santas de Dios, interceded por
nosotros».
Estas invocaciones, que suele rezar el pueblo cristiano, me han
acompañado durante el viaje a Sarajevo, la estancia en esa ciudad y el
encuentro con la comunidad cristiana que vive allí. En va rias
ocasiones repetí las palabras «ciudad símbolo», pues Sarajevo es
realmente símbolo de las crisis europeas. En ella se desencadenó la
primera guerra mundial, el año 1914, y al final del siglo Sarajevo se ha
convertido nuevamente en emblema de la dramática y absurda guerra
que ha dividido entre sí a los eslavos meridionales, a las naciones de
la ex Yugoslavia, causando innumerables víctimas humanas. Por esto,
Sarajevo se ha transformado en la ciudad de los cementerios. Al lado
del estadio, donde tuve oportunidad de presidir la celebración
eucarística el domingo 13 de abril, se pueden ver varios cementerios,
en los que han sido sepultadas muchas víctimas del reciente conflicto.
¿Cómo olvidar que, en los años pasados, casi cada día se nos
presentaban imágenes dolorosas de madres o hijos arrodillados ante
las tumbas de sus maridos, padres o novios? Precisamente por eso
quise repetir con fuerza en Sarajevo lo que muchas veces había dicho
Pablo VI y yo mismo he reafirmado en el mensaje al secretario general
de las Naciones Unidas: «¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más la
guerra!» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de
marzo de 1993, p. 1).
«De la peste, del hambre y de la guerra, líbranos, Señor».
2. La intención de visitar Sarajevo surgió en mi corazón hace algunos
años, mientras se llevaban a cabo las operaciones bélicas en esa
región. Tenía grandes deseos de ir a esa ciudad y puse todo mi
empeño en poderlo lograr. Sin embargo, dado que todos los esfuerzos
fueron vanos, en varias ocasiones convoqué en Roma, en
Castelgandolfo y en Asís, encuentros de oración y súplica, implorando
la paz para esas tierras martirizadas. Quería que esas ardientes
plegarias demostraran a nuestros hermanos de Bosnia-Herzegovina,
cristianos y musulmanes, croatas y serbios, que no se encontraban
solos: nosotros estábamos con ellos y permaneceríamos con ellos
hasta que volviera la paz a su patria. Los habitantes de Sarajevo se
han acordado de todo esto y varias veces, durante mi visita, me lo han
repetido. Sabían que la Iglesia, no sólo en Europa, sino también en
todo el mundo, estaba con ellos; sabían que no habían sido
abandonados. Y eso, ciertamente, ha constituido para ellos una ayuda
moral significativa.
La perseverante solidaridad de la Iglesia se demostró también por la
elevación del arzobispo de Sarajevo, el venerado hermano Vinko
Puljia, a la dignidad cardenalicia, en el consistorio de 1994.
Durante la visita he querido reafirmar esta comunión eclesial,
reuniéndome también con los demás obispos de Bosnia- Herzegovina:
mons. Franjo Komarica, obispo de Banja Luka, y mons. Ratko Peria,
obispo de Mostar-Duvno. Durante la guerra no cesaron las
peregrinaciones de fieles a los santuarios marianos de BosniaHerzegovina, así como a los de otras muchas partes del mundo, y de
manera especial a Loreto, para pedir a la Madre de las naciones y
Reina de la paz que intercediera para que volviera la paz a esa
martirizada región.
«Madre, suplica. Madre, implora. Madre, intercede por nosotros. Todos
los santos y santas de Dios, interceded por nosotros».
3. Y precisamente esta incesante imploración de paz ha marcado el
sentido de toda la visita, desde la tarde del sábado 12 de abril, hasta
la del domingo 13. Cada etapa del programa quería subrayar un único y
principal mensaje: la esperanza. Desde la llegada al aeropuerto y el
encuentro en la catedral de Sarajevo con los obispos, los sacerdotes y
los religiosos, hasta el momento cumbre de la visita, que fue la santa
misa concelebrada con cardenales, obispos y sacerdotes de BosniaHerzegovina, de otros Estados surgidos de la ex Yugoslavia y de
muchos países de Europa y del mundo, quise llevar a los habitantes de
la ciudad y de todo el país palabras de esperanza. Después de la
dolorosa experiencia de la guerra, que produjo situaciones injustas y
dejó una secuela de venganzas y odio, la esperanza cobra la
dimensión concreta del perdón y de la reconciliación. He exhortado al
perdón y a la reconciliación a todas las comunidades étnicas y
religiosas de Bosnia-Herzegovina, marcadas profundamente por el
sufrimiento, y he pedido en mi oración para que sepan decirse unos a
otros: «Perdonemos y pidamos perdón». El camino de la reconciliación
y del diálogo es el único que lleva a una paz duradera.
En el encuentro con el clero no pude menos de mencionar los
particulares méritos de la orden franciscana en la evangelización de
ese país, especialmente durante el dominio de los turcos, y al mismo
tiempo exhorté a todo el clero diocesano y religioso a una
colaboración solidaria bajo la guía de sus obispos. En las homilías y en
los discursos quise dar las gracias a los que, de diversas maneras, han
sostenido y siguen sosteniendo a las atribuladas poblaciones de
Bosnia-Herzegovina. Y también he hecho llamamientos a las
instancias políticas, económicas y mili- tares de Europa, para que no
se olviden de las necesidades urgentes de ese país, tan probado por la
guerra.
Durante la santa misa en el estadio de Sarajevo, la liturgia de la
Palabra del tercer domingo de Pascua nos presentó a Cristo, abogado
de todos nosotros ante Dios. Sarajevo, Cristo es de modo especial tu
abogado. Es vuestro abogado, naciones todas, que antes formabais la
federación yugoslava. Es tu abogado, querido continente europeo: es
vuestro abogado, pueblos de la tierra.
La paz, que nace de la reconciliación y del perdón, es preocupación
esencial de todo creyente. Este espíritu de unidad, de perdón y de
reconciliación a la luz de la fe ha conferido peculiar elocuencia a los
encuentros que he celebrado con los representantes de la Iglesia
ortodoxa, de la comunidad musulmana y de la judía. A sus
organizaciones humanitarias —la Cáritas de la Conferencia episcopal,
la Merhamet musulmana, la Dobrotvor serbo-ortodoxa y la
Benevolencia judía—, particularmente beneméritas por la asistencia a
las víctimas de la guerra, he querido conceder el «Premio
internacional de la paz Juan XXIII».
4. Deseo, por último, agradecer a las autoridades de BosniaHerzegovina su invitación a visitar Sarajevo y lo que han hecho
durante mi visita. Después de un tratado de paz, Bosnia-Herzegovina
quedó bajo la autoridad de un triunvirato particular: la gobiernan tres
presidentes, de los cuales uno es representante de la comunidad
musulmana, otro de los serbios ortodoxos, mientras que el tercero
representa a la comunidad católica, constituida principalmente por
croatas. He tenido oportunidad de encontrarme con este triunvirato y
tratar con cada uno de los presidentes las cuestiones de mayor relieve
para el país en el momento actual. A todos expreso mi gratitud, por
medio del presidente del triunvirato, señor Izetbegovia. Nos
esmeraremos por llevar a cabo lo que se sugirió, durante las
conversaciones, con respecto a la Sede apostólica, para seguir
contribuyendo al bien de esta gente tan duramente probada.
«Jesús perdónanos. Jesús, escúchanos. Jesús, ten piedad de
nosotros.
Madre, suplica. Madre, implora. Madre, intercede por nosotros.
Todos los santos y santas de Dios, interceded por nosotros ».
Con estas súplicas termino mi reflexión, implorando a Dios una vez
más: «De la peste, del hambre y de la guerra, líbranos, Señor».
Demos gracias por la paz finalmente lograda y pidamos que sea
duradera. Imploremos a Dios que nunca más se ceda a la peligrosa
tentación de resolver las cuestiones importantes entre los hombres y
entre las naciones mediante un conflicto armado. Ojalá que se realice
sólo mediante el camino del diálogo y de los acuerdos.
Saludos
Saludo con afecto a todos los peregrinos de España y de América
Latina. En especial al numeroso grupo de Osma-Soria que, presidido
por su obispo, mons. Francisco Pérez, ha venido a Roma para celebrar
el XIV centenario de su diócesis. Os aliento a proseguir vuestra vida
eclesial, sintiéndoos herederos de una rica tradición y programando el
futuro, especialmente con el Sínodo diocesano que ahora estáis
celebrando. Que en este camino os acompañe la maternal protección
de la Virgen María, tan venerada en vuestra tierra y que es la Estrella
de la evangelización. Saludo también al coro de la Universidad
Católica de Cuyo, peregrino a la tumba del apóstol Pedro, así como a
los sacerdotes de diversas ?diócesis de España que participan en el
curso de renovación promovido por el Pontificio Colegio Español. A
todos os imparto de corazón la bendición apostólica.
(En italiano)
Me dirijo ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A
todos os digo: sed testigos de la victoria de Cristo sobre la muerte y
mensajeros de la salvación que brota de su resurrección. Sedlo
vosotros, queridos jóvenes, llamados a establecer en la sociedad la
auténtica cultura de la vida, en la perspectiva del tercer milenio; sedlo
vosotros, queridos enfermos, que os encontráis con Cristo en la
enfermedad y en el sufrimiento; y sedlo vosotros, queridos recién
casados, que en el sacramento del matrimonio habéis recibido la
misión de anunciar a Cristo a vuestros hijos.
Miércoles 23 de abril de 1997
«Mujer, he ahí a tu hijo»
1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres
al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre
y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he
ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre"» (Jn 19, 2627).
Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una
«escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de Cristo
en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la
espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su
vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba,
establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.
Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación
de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el
futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad
contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la
consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de
muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega
de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para
comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.
Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su
principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el
discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el
apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para
llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra
que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de
afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado.
2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en
María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de vida. En
efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya
había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz
de su pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen
mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los
cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su
Hijo.
Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más
auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el
momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su
valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones
de Jesús a su madre, añade un inciso significativo: «sabiendo Jesús
que ya todo estaba cumplido» (Jn 19, 28), como si quisiera subrayar
que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y,
en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la
obra de la salvación.
3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la
maternidad de María con respecto al discípulo, constituye un nuevo
signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los
hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre,
la suya, que así se convierte también en madre nuestra.
Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen
reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado
por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una
generación espiritual referida a la humanidad entera.
La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y
del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,
20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del
pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el
acontecimiento salvífico de la Redención. Así en la Virgen, la figura de
la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de
difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.
Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella
muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de
Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva
relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese
proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio
de Cristo, que ella generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad
divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba
destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el
Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su
dimensión universal.
Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan,
constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos
destinados a recibir el don de la gracia divina.
4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal
de María, pero instauró una relación materna concreta entre ella y el
discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede descubrir la
preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido
vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con
cada uno de los cristianos.
Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad
universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su
madre, encomendándose con confianza a su amor materno.
Llamamiento en favor de la paz en Zaire y del regreso de los
refugiados ruandeses
Nuevamente dirijo mi afectuoso y, a la vez, doloroso pensamiento a
Zaire y a toda su población, que sigue sufriendo también en este
tiempo de Pascua, que debería ser tiempo de alegría.
Pido insistentemente a todas las partes implicadas en el conflicto que
acepten un diálogo leal y unas verdaderas negociaciones, sumándose
a los esfuerzos de la comunidad internacional, para que se llegue
cuanto antes al cese de las hostilidades y se reanude el camino hacia
una auténtica democracia. Sólo así se ahorrarán a tantos inocentes
ulteriores y más graves sufrimientos.
Deseo llamar la atención de todos hacia la tragedia de los refugiados
ruandeses, que no parece tener fin. Suplico que se les asegure la
ayuda que necesitan. Pido que se les facilite su regreso a la patria,
con dignidad, seguridad y justicia, sin poner obstáculos o barreras a
los planes elaborados con ese fin.
A Cristo resucitado, vencedor del odio y de la muerte, elevamos
nuestra unánime oración, para que la paz, que él quiere regalar como
don pascual a Zaire y a la humanidad entera, encuentre acogida en
corazones renovados y reconciliados
Saludos
(A los peregrinos checos de la parroquia de Úpice)
Si Dios quiere, dentro de pocos días iré a vuestra querida patria para
celebrar el milenio del martirio de san Adalberto, primer obispo
bohemio en la sede de Praga. Que la preciosa herencia de este santo
encienda en vosotros el deseo de verdad y de servicio a Dios con
corazón indiviso. ¡Nos veremos en la República Checa!.
(A los peregrinos eslovacos)
«Hoy se celebra en Eslovaquia la memoria de san Adalberto, que murió
mártir hace mil años. De esta forma demostró su gran amor a Cristo y
difundió este amor en varias naciones de Europa. En Eslovaquia sigue
todavía viva su presencia, también gracias a la actividad de la
Asociación de san Adalberto. Convenceos de que la cultura inspirada
en el evangelio de Cristo enriquece a la nación con verdaderos
valores. Interesaos por la cultura cristiana, a fin de que vuestra nación
sea una parte sana de la Europa cristiana.
(En español)
Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular al grupo de la Policía nacional de España, así
como a las Asociaciones valencianas de jubilados y pensionistas del
reino de Valencia y del Banco Central Hispano. Saludo también al
grupo de delegados de «Telecom» provenientes de diversos países de
América. A todas las personas y grupos venidos de España y América
Latina os imparto con afecto la bendición apostólica.
(En italiano)
A vosotros, queridísimos jóvenes, enfermos y recién casados, va mi
especial recuerdo con profundo afecto.
Como sabéis, al final de esta semana me dirigiré a la República Checa
para recordar el milenio del martirio de san Adalberto obispo, cuya
memoria litúrgica se celebra hoy. El ejemplo de este heroico
predicador del Evangelio y fundador de comunidades cristianas sea
para vosotros, queridos jóvenes, modelo de generoso testimonio
cristiano; para vosotros, queridos enfermos, apoyo en el ofrecimiento
diario de vuestro sufrimiento; y para vosotros, queridos recién
casados, ayuda y sostén en la santificación de vuestro amor conyugal.
A todos imparto mi bendición.
Miércoles 30 de abril de 1997
1. «San Adalberto, patrono nuestro, protector de nuestra patria, ¡ruega
por nosotros!». Estas palabras y la melodía con que se cantan me han
acompañado durante la visita a la República Checa, con ocasión del
milenario de la muerte de san Adalberto.
San Adalberto, del linaje de los príncipes de los Slavník, nació en el
año 956 en Libice, en el territorio de la actual diócesis de Hradec
Králové. Siendo muy joven lo nombraron obispo y fue el primer checo
que ocupó la sede episcopal de Praga. Su ministerio pastoral no
resultó fácil, de manera que muy pronto tuvo que abandonar la ciudad.
Vino a Roma y aquí, en el Aventino, se hizo benedictino. El obispomonje, obediente a la Sede apostólica, declaró siempre que estaba
dispuesto a regresar a Praga si el Papa se lo pedía. Cuando la
situación en Praga mejoró un poco, el Sucesor de Pedro le mandó que
regresara a su patria. Él obedeció. Pero se trataba de una mejoría
pasajera. El obispo Adalberto fue expulsado nuevamente. Entonces
partió como misionero para anunciar a Cristo a los pueblos que
todavía no lo conocían.
Pasó primeramente un tiempo en las llanuras de la Pannonia, territorio
de la actual Hungría; luego, fue invitado por el rey Boleslao el
Intrépido, y permaneció en su corte. A través de la Puerta de Moravia
se dirigió hacia Gniezno, no sólo para gozar de la hospitalidad del rey,
sino también para emprender una nueva tarea misionera. Esta vez la
misión lo llevó hacia las costas del mar Báltico, con la perspectiva de
anunciar a Cristo a la Prusia pagana. Y fue precisamente en el Báltico
donde encontró la muerte mediante el martirio, como subraya bien
Juan Canapario en el oficio de su memoria litúrgica. El rey Boleslao el
Intrépido rescató a caro precio el cuerpo del mártir e hizo llevar las
reliquias a Gniezno.
El aquel tiempo, en el medievo cristiano, las reliquias de los mártires
tenían un alto valor también para la comunidad civil. Así ocurrió con
san Adalberto. Gracias a sus reliquias, en el año 1000 nació en
Gniezno la primera metrópoli polaca y la Polonia de los Piast entró en
la familia de las naciones y de los Estados europeos. El martirio de san
Adalberto se convirtió en el fundamento de la Iglesia y del Estado en
las tierras de los Piast. Hoy las reliquias de este santo mártir se hallan
en Gniezno y en Praga, en la catedral de los santos Vito, Wenceslao y
Adalberto.
2. Era justo que, antes de responder positivamente a la invitación que
me hicieron los obispos polacos de ir a Gniezno, me dirigiese a la
República Checa. «San Adalberto, patrono nuestro, protector de
nuestra patria, ¡ruega por nosotros! ».
Sin duda, la primera patria de san Adalberto es la Bohemia, y
especialmente la ciudad de Libice, donde nació y donde todavía existe
la sede de la familia de los príncipes Slavník. Esta primera patria de
san Adalberto, su tierra natal y el lugar donde recibió el bautismo por
obra de sus padres, fue, como era lógico, la primera etapa de mi visita
pastoral con ocasión del milenario. Se puede decir que Polonia fue su
segunda patria, la tierra donde recibió el segundo bautismo, el del
martirio, por medio del cual nació a la patria celeste, hacia la que
peregrinó heroicamente a lo largo de los cuarenta y un años de su
existencia terrena. Fue obispo joven, y en joven edad maduró para el
reino de los cielos.
Este itinerario personal, el camino de un mártir, patrono de Bohemia y
de Polonia, después de mil años, tiene también para nosotros
creyentes y para la humanidad entera, peregrinos de esta tierra, una
gran importancia. A través del itinerario terreno de san Adalberto, a
través de su martirio, podemos leer nuevamente la historia espiritual
de todo el continente europeo y, de modo especial, de la Europa
central. Esta es la finalidad de las celebraciones del milenario, en las
que han intervenido representantes del episcopado de todas las
naciones europeas, conscientes todos de la importancia que Adalberto
ha tenido en la historia espiritual de Europa.
Doy las gracias de corazón, una vez más, a las autoridades del Estado
y al Episcopado de la República Checa por la invitación que me
dirigieron a tomar parte en las celebraciones del milenario de san
Adalberto. Agradezco al señor presidente, Václav Havel, sus palabras,
que han interpretado muy bien el significado de la misión del gran
obispo. Doy las gracias al señor cardenal Miloslav Vlk y a todos los
obispos de la República Checa por la organización de las
celebraciones milenarias.
¿Cómo no recordar ahora, de modo especial, al difunto cardenal
František Tomášek, cuya tumba he visitado en la catedral de Praga?
Ciertamente se debe a él la iniciativa del «decenio de renovación
espiritual» con vistas al milenio de la muerte de san Adalberto. Quiero
asimismo dar las gracias al obispo Karel Oteená.ek, decano del
Episcopado checo, que ha organizado las celebraciones en su diócesis
de Hradec Králové, donde nació san Adalberto. ¡Qué oportuno ha sido
que, precisamente en el lugar vinculado a la juventud del santo, se
hayan dado cita para la santa misa los jóvenes, tanto de Bohemia
como de Moravia, y los de los países limítrofes, representando en
cierto sentido a la juventud de toda Europa.
Igualmente rico de significado fue el encuentro con los religiosos y las
religiosas, junto con los enfermos, en la histórica archiabadía
benedictina de Boevnov en Praga, que debe su fundación a san
Adalberto. La vida consagrada, después de la larga y dura prueba de la
dictadura comunista, vive ahora su primavera, como de modo
elocuente ha puesto de relieve la presencia de jóvenes vocaciones
junto a ancianos religiosos y religiosas. La abadía de Boevnov, y
especialmente el archiabad Anastasio, muy conocido, continúan su
obra siguiendo la tradición de la gran familia benedictina, rica en
méritos en toda Europa no sólo por lo que respecta a la vida litúrgica y
religiosa, sino también a la cultura nacional.
El domingo 27 de abril, una gran multitud de fieles se reunió para la
santa misa en Praga, en el mismo lugar en el que, hace siete años,
poco después de la caída del comunismo, pude celebrar por primera
vez la eucaristía en tierra checa. Por la tarde se tuvo el último
encuentro, la oración ecuménica común en la catedral, a la que siguió
la visita a las reliquias de san Adalberto, que reposan allí, junto a las
de san Wenceslao. La catedral es el gran santuario nacional de toda
Bohemia. En la plegaria ecuménica tomaron parte las confesiones
cristianas que viven en tierra checa. Todos, junto con el Papa,
sintieron la urgencia de la unidad cristiana, de la que san Adalberto
fue convencido y activo defensor. Doy gracias a Dios por este
encuentro y por las palabras que pronunció el doctor Smetana,
presidente del Consejo de las Iglesias de la República Checa,
representante de la tradición de los Hermanos bohemios.
El presidente Václav Havel, al darme la bienvenida en el aeropuerto de
Praga en el año 1990, pronunció estas palabras memorables: «No sé
qué es un milagro, pero el hecho de poder recibir hoy aquí al Papa es
sin duda un milagro». Hablaba de milagro en sentido moral, aludiendo
a la caída del sistema totalitario comunista, que durante largo tiempo
había oprimido a diversas naciones del Este europeo. Se puede decir
que esta visita, vinculada al milenario de san Adalberto, ha sido como
una continuación de aquel milagro moral. Por esto, con el Salmista,
digo al Señor: «Te alabaré eternamente por lo que has hecho» (Sal 52,
11).
Saludos
(En eslovaco)
Durante el tiempo pascual toda la Iglesia saluda cada día a la Virgen
María con las palabras: Regina caeli laetare! Verdaderamente la Madre
Dolorosa tiene motivos para alegrarse, porque su Hijo crucificado ha
resucitado de entre los muertos y está vivo para siempre. Y puede
alegrarse también porque los millones de hombres por los que Jesús
ha muerto han alcanzado la nueva vida. También vosotros habéis
recibido esta vida de Jesús en el sacramento del bautismo. Rezad a la
Virgen María especialmente en el mes de mayo, para que os obtenga
la gracia de vivir fervorosamente vuestra vida con Cristo.
(En croata)
Es necesario que todo cristiano actúe y dé testimonio de acuerdo con
su fe, a fin de que se produzca una nueva primavera de vida cristiana
en las personas, en las familias y en la sociedad entera.
(En español)
Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española
presentes en Roma, de modo especial a la directiva y jugadores del
club de fútbol Atlético de Madrid, a la Adoración nocturna de Victoria,
así como a los diversos colegios, parroquias y grupos de España,
Argentina y México. Sobre todos invoco la protección del santo obispo
de Praga Adalberto, que forma parte del patrimonio espiritual común
de la Iglesia universal, y os imparto de corazón la bendición
apostólica.
(En italiano)
Me alegra acogeros, queridos jóvenes, enfermos y recién casados. El
calendario de la piedad cristiana recuerda que mañana comienza el
mes tradicionalmente vinculado a la devoción mariana. Os invito a
todos a perseverar en el camino de la oración a María, descubriendo
con mayor intensidad el diálogo diario con Aquella que nos ha dado al
Príncipe de la vida.
Esto os ayudará, queridos jóvenes, a buscar constantemente a Cristo
y a seguirlo con alegría; a vosotros, queridos enfermos, os sostendrá
en el diario y constante esfuerzo de unir vuestros sufrimientos a los
del Redentor del hombre; y os guiará a vosotros, queridos recién
casados, a edificar vuestro amor en la fidelidad a Dios y en el
generoso servicio a la vida.
Miércoles 7 de mayo de 1997
«He ahí a tu madre»
1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las
palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al
discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-27). Con
esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto
madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos
los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.
La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su
maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su
«sí» en la Anunciación.
Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de
María; también se la confía, para que la reconozca como su propia
madre.
Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el
mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo
os he amado » (Jn 15, 12) y, recostando su cabeza en el pecho del
Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo
prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a
acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con
afecto filial.
Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu
madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo
como verdaderos hijos a su amor materno.
2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender
el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues
ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su
Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.
El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una
iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su
persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se
funda en la voluntad de Cristo.
Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de
suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María,
impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo
creyente.
En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a
conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y
perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría
de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos
afectuosos y dóciles.
La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que
lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la
intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a
altísimos niveles de perfección.
Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo
testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de
María, Madre del Señor y Madre nuestra.
Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las
mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su
vida.
Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en
los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren
que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la
conversión y del seguimiento de Cristo.
3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde
aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19, 27),
subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras
de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda
su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.
La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación.
Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de
María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los
discípulos del Señor.
Juan acogió a María «entre sus bienes ». Esta expresión, más bien
genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no
sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida
espiritual en comunión con ella.
En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus
bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan —como
observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119, 3)— «no poseía nada
propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la
gracia (Jn 1, 16), la Palabra (Jn 12, 48; 17, 8), el Espíritu (Jn 7, 39; 14,
17), la Eucaristía (Jn 6, 32-58)... Entre estos dones, que recibió por el
hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como
madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf.
Redemptoris Mater, 45, nota 130).
Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a
María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su
misión providencial en el camino de la salvación.
Saludos
Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular al señor cardenal Juan Sandoval Íñiguez,
arzobispo de Guadalajara, con sus condiscípulos sacerdotes venidos a
Roma para celebrar el cuarenta aniversario de ordenación. También a
los componentes del segundo curso de la Escuela de Estado Mayor del
Ejército español, que han querido peregrinar hasta la tumba de Pedro
en su viaje de fin de curso. A todas las personas y grupos venidos de
España y América Latina os deseo que descubráis en las palabras de
Jesús la invitación a aceptar a María como madre, correspondiendo
como verdaderos hijos a su materno amor. Con afecto os imparto la
bendición apostólica.
(A los fieles belgas y holandeses)
La Iglesia celebra mañana la solemnidad de la Ascensión del Señor.
Pedid los próximos días especialmente el don del Espíritu Santo, a fin
de que recibáis la fuerza para testimoniar el amor de Cristo a los
hombres.
(A los lituanos)
Al comienzo del mes de mayo, dedicado a la devoción mariana, os
encomiendo a todos vosotros y a vuestra patria a la Virgen María, la
esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Que su Corazón Inmaculado
os guíe siempre en la búsqueda constante de la verdad y de la paz
auténtica.
(A los peregrinos procedentes de Praga)
Ayer habéis celebrado la fiesta de san Jan Sarkander. Este sacerdote
supo vivir el misterio pascual: el Salvador fue para él fuerza también
en el martirio. Del mismo modo sacad fuerza de la cruz de Cristo y de
su resurrección.
(A los eslovacos)
Mañana se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. El Hijo
eterno de Dios, que vivió treinta y tres años en la tierra para ser
nuestro maestro y redentor, subió al cielo para prepararnos un lugar.
Queridos hermanos y hermanas, cuando en la peregrinación que estáis
realizando habéis llegado a la meta, Roma, os habéis llenado de
alegría. Toda vuestra vida debe ser una peregrinación hacia la patria
eterna, el cielo. Allí os espera la alegría eterna. Que os acompañe
hacia esa meta la protección materna de la Virgen María y mi
bendición apostólica.
(A los peregrinos de Vodice, localidad cercana a Liubliana)
Vuestra visita de acción de gracias a la ciudad eterna os colme de
abundantes gracias humanas y espirituales, de forma que podáis
testimoniar la alegría pascual con las obras.
(A los fieles croatas)
Este período que nos separa del jubileo debe reforzar en todo cristiano
y en cada una de las comunidades cristianas la conciencia de que
Cristo, redentor del mundo, es el único mediador entre Dios y los
hombres, y no hay otro nombre bajo el cielo en el que podamos
alcanzar la salvación (cf. Hch 4, 12), y que él ha revelado el designio
de Dios respecto a toda la creación y, en particular, respecto al
hombre y su altísima vocación.
(En italiano)
Dirijo, ahora, un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos, y a los
recién casados.
A los jóvenes les deseo que conserven siempre el entusiasmo y la
alegría de vivir mirando a Cristo, a quien la liturgia de mañana nos
presenta mientras asciende al cielo.
A los enfermos les recomiendo que no se desanimen y que tengan la
certeza de que el Señor está cerca de ellos y que sus sufrimientos son
preciosos a sus ojos.
A los recién casados les invito a progresar siempre con confianza,
esforzándose por crecer en el amor y cultivando un intenso espíritu de
oración y una activa participación en la vida de la comunidad
cristiana. A todos mi bendición.
Llamamiento de Su Santidad a los responsables
de los gobiernos sobre las armas químicas
Desde finales del mes pasado, está en vigor la Convención sobre la
prohibición de las armas químicas, que representan un inmenso
peligro para todo el mundo.
Al mismo tiempo que me congratulo por los esfuerzos constantes que
han permitido alcanzar esta meta, hago un llamamiento a los
responsables gubernativos a fin de que trabajen sin dilación para
poner en práctica cuanto está previsto en dicha convención.
Toda la humanidad está esperando esa actitud, para poder mirar al
futuro con más serenidad.
Miércoles 14 de mayo de 1997
1. Mi visita al Líbano, tan esperada, se realizó finalmente los días 10 y
11 de mayo, durante el período en que la Iglesia, después de la
Ascensión del Señor al cielo, se prepara para la solemnidad de
Pentecostés. Revive la que fue como la primera gran novena de la
comunidad cristiana al Espíritu Santo. En efecto, Jesús, antes de subir
al cielo, ordenó a los Apóstoles que volvieran a Jerusalén y esperaran
la venida del Espíritu Santo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Los
Apóstoles, obedeciendo la orden del Señor, volvieron a Jerusalén y,
como escriben los Hechos de los Apóstoles, «perseveraban en la
oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de
María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).
Permanecieron reunidos en el mismo cenáculo donde había sido
instituida la Eucaristía; donde, después de la resurrección, Cristo se
les había aparecido, mostrándoles las heridas, signos de su pasión, y
donde había soplado sobre ellos, diciéndoles: «Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). El
cenáculo, testigo de la institución de la Eucaristía y del sacramento
de la reconciliación, es el lugar adonde la Iglesia vuelve
espiritualmente, invitada por la liturgia de estos días después de la
Ascensión al cielo. Y ¡cómo no dar gracias a Dios porque,
precisamente durante este período, pude realizar mi visita a la nación
libanesa, que anhelaba desde hacía mucho tiempo!
2. La causa inmediata de esa visita fue la solemne conclusión del
Sínodo de los obispos para el Líbano, cuyos trabajos se realizaron en
Roma en noviembre y diciembre de 1995. Los frutos de esa asamblea
se han recogido en una exhortación postsinodal, documento que tuve
la alegría de firmar durante mi peregrinación al Líbano. Esto sucedió
en una circunstancia muy significativa, es decir, durante mi encuentro
con los jóvenes, la tarde del sábado 10 de mayo. En presencia de los
jóvenes, firmé el documento que constituye la charta magna de la
Iglesia que está en el Líbano. El hecho de que lo haya firmado
precisamente en esa ocasión tiene un significado particular. La
presencia de los jóvenes nos hace pensar siempre en el futuro. Al
entregarles el documento postsinodal precisamente a ellos, deseaba
poner de relieve el hecho de que la realización de las tareas indicadas
por el Sínodo de los obispos dependerá, en gran medida, de la juventud
libanesa. El futuro de la Iglesia y de la nación libanesa depende de los
jóvenes. Los jóvenes son quienes deben cruzar el umbral del tercer
milenio e introducir su patria y la Iglesia en esa nueva época de fe.
3. El Líbano es un país bíblico, con un pasado que abarca algunos
milenios. Su símbolo es el cedro, que hace referencia a los cedros que
el rey Salomón llevó a Jerusalén para la construcción del templo. El
Líbano es una tierra que pisaron los pies de Jesús de Nazaret. El
Evangelio habla de la estancia de Cristo en la región de Tiro y Sidón, y
dentro de los confines de la llamada Decápolis. Cristo enseñó y realizó
allí muchos milagros. Es memorable, entre todos, el de la curación de
la hija de la cananea, cuando Jesús, admirando la profunda fe de la
madre, escuchó su súplica (cf. Mt 15, 21-28). Los libaneses son muy
conscientes del hecho de que sus antepasados escucharon la buena
nueva de labios de Cristo mismo.
Además, a lo largo de los siglos, el Evangelio se anunció de diversos
modos. A este respecto, fue decisiva la misión del santo monje Marón,
de quien deriva el nombre de la Iglesia maronita, la Iglesia oriental
más estrechamente unida a la tradición cristiana del Líbano. Sin
embargo, los maronitas no son la única comunidad. En el Líbano, y
particularmente en su capital Beirut, residen también los fieles de
otras Iglesias patriarcales católicas: los greco-melquitas, los armeniocatólicos, los siro-católicos, los caldeos y los latinos. Esto enriquece
la vida cristiana en ese país. En cierto sentido, la vocación del Líbano
es precisamente esta apertura universal y, dado que en él están
presentes algunas Iglesias ortodoxas, su vocación es el ecumenismo.
Habiendo tenido en el pasado la ocasión de encontrarme en Roma con
los representantes de esas Iglesias y comunidades cristianas, mi
visita a Beirut ha servido para renovar estos vínculos de conocimiento
y amistad recíprocos.
Esto se notó especialmente durante la solemne celebración
eucarística del domingo 11 de mayo, que reunió espiritualmente a todo
el Líbano y a la Iglesia entera de ese país. Se dice que participaron no
sólo los cristianos católicos y ortodoxos, sino también muchos
musulmanes. En efecto, el Líbano es, al mismo tiempo, patria de las
diversas expresiones de la comunidad musulmana: sunnitas, chiitas y
drusos. Todos saben que los musulmanes libaneses viven, desde hace
siglos, en profunda armonía con los cristianos, y durante mi visita se
subrayó mucho la necesidad de dicha convivencia para conservar la
identidad nacional y cultural de la nación libanesa.
4. Mi peregrinación también tuvo como objetivo apoyar el esfuerzo de
esa «convivencia», orando al mismo tiempo por la paz. Durante estos
últimos años, el Líbano fue escenario de una terrible guerra, cuyo
mecanismo sería difícil de explicar: una guerra entre hermanos
libaneses, en la que fueron decisivas fuerzas e influencias externas. El
hecho de que finalmente la guerra haya terminado y haya comenzado
el tiempo de la reconciliación y la reconstrucción es muy importante,
no sólo por lo que atañe al Líbano, sino también en la perspectiva más
general de la situación de Oriente Medio.
El Líbano es un país pequeño, situado en el corazón de Oriente Medio.
Durante mi peregrinación, como he hecho muchas veces en los
últimos años, me dirigí a la región entera así como a todos los países
de la comunidad internacional, para que contribuyan a garantizar la
paz en ese país, que tanto ha sufrido ya. En cierto sentido, la paz es la
misión fundamental del Líbano. Para cumplir esta misión, que brota de
su misma complejidad cultural y religiosa, el país tiene derecho a ser
apoyado por quienes pueden influir en la paz dentro de su territorio.
Sólo con estas condiciones el Líbano puede ser él mismo, o sea, un
país donde las diversas comunidades culturales y religiosas coexistan
y convivan, respetando recíprocamente su identidad.
El espíritu del Líbano es ajeno a cualquier tipo de integrismo. Y
precisamente esto es lo que lo diferencia de otros países, donde la
vida social y política está muy condicionada por los extremismos, que
a menudo injustificadamente hacen referencia a la religión. El Líbano
es una sociedad abierta. Espero que sus ciudadanos, y también los
países vecinos, sigan colaborando en favor de esa apertura, pues sólo
de ese modo el Líbano puede cumplir su misión, dentro de sus
fronteras y también en la gran familia de las naciones y de las
sociedades del Oriente Medio. Pongo estos votos en las manos del
presidente de la República, en las de todas las autoridades y, a la vez,
en las manos de las Iglesias que están en el Líbano, así como en las
de las diversas comunidades de religión islámica, dando gracias a
todos los que colaboraron en el éxito de mi visita apostólica por la
gran hospitalidad que recibí.
Saludos
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española. En particular al
conjunto musical chileno «Calenda Maia», así como a los grupos
venidos de España, Honduras y Perú. Invito a todos a prepararos
dignamente para la venida del Espíritu Santo. Con estos vivos deseos,
os imparto de corazón la bendición apostólica.
(A los fieles ortodoxos de la parroquia de Santa Sofía de Bulgaria)
Os doy las gracias por vuestra presencia y deseo de corazón que esta
peregrinación os sirva de estímulo para que cada vez deis un
testimonio más generoso del Evangelio en vuestra patria.
(A los fieles procedentes de Bohemia meridional y de la parroquia de
Zubøí y Byteè)
Esta semana —el 16 de mayo— celebráis la fiesta de san Juan
Nepomuceno, mártir del secreto sacramental. Que su admirable
ejemplo de fidelidad a Dios impulse la magnanimidad en todos
vuestros pastores y fieles, a fin de que sepan actuar siempre
prontamente según la exhortación del apóstol Pedro: “Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres” (cf. Hch 5, 29).
(A los peregrinos de diversas partes de Eslovaquia)
Apreciad la santa confesión —el sacramento de la reconciliación—
porque es el don pascual del Señor Jesús, y acercaos a ella con
corazón humilde y agradecido. Rezad por los sacerdotes, a fin de que
administren siempre este sacramento de la Divina misericordia con fe
y abnegación. Con la esperanza de que lo hagáis así, os imparto la
bendición apostólica a vosotros y a todos los sacerdotes-confesores
en Eslovaquia.
(En croata)
La preparación al gran jubileo estimula a los bautizados a profundizar
la vocación del hombre, revelada por Dios en Cristo, que naciendo de
María virgen se hizo realmente en todo semejante a nosotros excepto
en el pecado (cf. Hb 4, 15). Doy la bienvenida a los peregrinos croatas
y les imparto la bendición apostólica.
(En italiano)
Dirijo también un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados, aquí presentes.
En estos días que preceden a la solemnidad de Pentecostés, la
comunidad cristiana invoca con mayor intensidad al Espíritu Santo,
don del Señor resucitado.
Queridos jóvenes, sed siempre dóciles a la acción del Espíritu Santo
para convertiros en testigos del Evangelio dondequiera que el Señor
os llame. Queridos enfermos, que la presencia del Consolador os dé
consuelo y alivio en el sufrimiento y en la prueba. Y vosotros, queridos
recién casados, pedid al Espíritu divino que transforme cada vez más
vuestra familia en una «iglesia doméstica» y en un lugar de auténtico
crecimiento humano y espiritual.
Miércoles 21 de mayo de 1997
María y la resurrección de Cristo
1. Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María «es la
única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el
anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección» (Catequesis
durante la audiencia general del 3 de abril de 1996, n. 2: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 3). La
espera que vive la Madre del Señor el Sábado santo constituye uno de
los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el
universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las
palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas
divinas.
Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no
hablan del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe
llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se
apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los
motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.
Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría atribuir al hecho
de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico
se encomendó a la palabra de «testigos escogidos por Dios» (Hch 10,
41), es decir, a los Apóstoles, los cuales «con gran poder» (Hch 4, 33)
dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a
ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su
función eclesial: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí
me verán» (Mt 28, 10).
Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús
resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los
que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese
testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.
2. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de
Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica
completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de
la Pascua. San Pablo recuerda una aparición «a más de quinientos
hermanos a la vez» (1 Co 15, 6). ¿Cómo justificar que un hecho
conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de
su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones
del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no
quedaron recogidas.
¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los
discípulos (cf. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se
encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?
3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado
se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del
grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16, 1;
Mt 28, 1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se
había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada
también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección,
por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron
fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.
En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le
encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (cf. Jn 20,
17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se
apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba
conservó íntegra su fe.
Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en
el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la cruz,
parecen postular su participación particularísima en el misterio de la
Resurrección.
Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el
esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, ella,
que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba
llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para
anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado,
ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia (cf. Sedulio, Carmen pascale,
5, 357-364: CSEL 10, 140 s).
4. Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y
que en el grupo de los discípulos se encuentra con él durante las
apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un
contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también ella de
la plenitud de la alegría pascual.
La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo
(cf. Jn 19, 25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf. Hch 1, 14), fue
probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de
Cristo, completando así su participación en todos los momentos
esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado,
es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su
plena realización mediante la resurrección de los muertos.
En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre
del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia».
«¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María
por la resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!»
que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en
«causa de alegría» para la humanidad entera.
Saludos
Con gozo saludo ahora a los peregrinos españoles y latinoamericanos
presentes en esta plaza de San Pedro. En especial, a los fieles de las
diócesis argentinas de La Rioja y de San Nicolás de los Arroyos,
acompañados por sus obispos, mons. Fabriciano Sigampa y mons.
Mario Maulión; así como a los jóvenes de la parroquia de Belén de
Santafé de Bogotá. Al recordar hoy en esta catequesis la alegría de
María por la resurrección de su Hijo, os encomiendo a su protección
maternal y os bendigo a todos de corazón.
(A los enfermos y a los socios del voluntariado Petýrkov de Praga)
En Pentecostés, los Apóstoles recibieron el don del Espíritu de Dios,
para poder dar testimonio de Cristo públicamente y con valor. El
mismo Espíritu recibe todo cristiano en el sacramento de la
confirmación, con el que culmina la obra iniciada en el bautismo (cf.
Hch 2, 28; 8, 17). ¡Que el Espíritu Santo halle siempre en vuestros
corazones una digna morada!
(A los peregrinos eslovenos)
En el aniversario de mi visita a vuestra patria, os deseo con el poeta:
“Conservad la fe de vuestros padres, permaneced fieles al Santo
Padre, a la Iglesia, a Cristo hasta el último día”.
(En italiano)
Dirijo, finalmente, un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a
los recién casados aquí presentes. Gracias por haber venido.
Queridísimos jóvenes, abrid vuestro corazón a la palabra de Dios, que
os sugiere el camino por el que orientar vuestra vida: ésta adquirirá
entonces todo su sentido y será verdaderamente digna de ser vivida.
Queridísimos enfermos, buscad al Señor en medio de los sufrimientos
diarios. En este terreno áspero podéis adquirir una experiencia
especial del Señor, que ha venido a llevar con nosotros el peso de la
cruz que salva.
Y vosotros, recién casados, no olvidéis la importancia de escuchar la
palabra de Dios, contenida en la sagrada Escritura. En ella os habla el
Amor infinito, del que deriva todo amor.
Miércoles 28 de mayo de 1997
María y el don del Espíritu
1. Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María, el concilio
Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera
Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de
la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo.
Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés,
"perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con
María, la Madre de Jesús, y sus parientes" (Hch 1, 14). María pedía con
sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había
cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).
La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la
Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro
definitivo, fruto del don de Pentecostés.
2. En la atmósfera de espera que reinaba en el cenáculo después de la
Ascensión, ¿cuál era la posición de María con respecto a la venida del
Espíritu Santo?
El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas
a la efusión del Paráclito: María implora «con sus oraciones el don del
Espíritu». Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la
Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola
con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo.
Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la
eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de
poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la
intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la
convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.
A diferencia de los que se hallaban presentes en el cenáculo en
trepidante espera, ella, plenamente consciente de la importancia de la
promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la
comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.
Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear
ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a
preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.
3. Durante esa oración en el cenáculo, en actitud de profunda
comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos
de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y
para la comunidad.
Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre ella, que tuvo
lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En
efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva
maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente
esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la
Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad
espiritual.
Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había
descendido sobre ella, como persona llamada a participar dignamente
en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la
que María está llamada a ser ejemplo, modelo y madre.
En la Iglesia y para la Iglesia, ella, recordando la promesa de Jesús,
espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la
personalidad y la misión de cada uno.
4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado
peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el
corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en
la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo
físico de Cristo, así ahora, en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para
animar su Cuerpo místico.
Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la
Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión
del amor materno de ella hacia los discípulos del Señor.
Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu
Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino
hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir
con mayor abundancia los dones del Paráclito.
5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad
reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo colma
a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en
ellos una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena
nueva. A la Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una
nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de
la Iglesia. En particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer
su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su
caridad y su testimonio de fe.
En la Iglesia que nace, ella entrega a los discípulos, como tesoro
inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia,
sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo
a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes.
No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la
Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de
Pentecostés, ella siguió llevando una vida oculta y discreta, vigilante y
eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu, ejerció una profunda
influencia en la comunidad de los discípulos del Señor.
Saludos
Deseo saludar ahora cordialmente a las personas, familias y grupos de
lengua española que participan en esta audiencia, especialmente a los
delegados de la asociación «El Cenáculo», a los grupos de las
parroquias de la Bien Aparecida de Santander, en España; de Bogotá y
de Chía, en Colombia, así como a los peregrinos costarricenses. Que la
maternal intercesión de María santísima os ayude a construir la Iglesia
de Cristo. A todos os bendigo con afecto.
(A los fieles checos)
La solemnidad del “Corpus Christi”, de mañana, nos presenta la
Eucaristía como signo de unidad y vínculo de caridad. Vuestra fe debe
ser una ocasión para dar testimonio, a cuantos os están cercanos, de
la grandeza del amor de Dios, del que la Eucaristía es un signo
evidente.
(A los peregrinos eslovacos)
Mañana es la solemnidad litúrgica del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Celebraremos, pues, el misterio de la preciosa presencia de Cristo
entre nosotros. Este misterio nos recuerda, asimismo, el valor que
tenemos a los ojos de Dios. Es decir, que no hemos sido redimidos con
oro o plata, sino con la preciosa Sangre de nuestro Señor Jesucristo.
Por consiguiente, demostrémosle nuestra gratitud con la participación
en la santa misa dominical y con la santa comunión frecuente. Que la
Virgen María os conduzca a una piedad eucarística cada vez más
profunda. A ello os exhorto también con mi bendición apostólica.
(A los peregrinos croatas)
El gran jubileo representa, entre otras cosas, una invitación especial a
redescubrir la alianza de Dios con el hombre. En Jesucristo, Dios no
sólo habla al hombre, sino que lo busca, impulsado por su corazón de
Padre, para salvarlo del mal y de la muerte, haciéndolo partícipe de su
vida divina y dándole la verdadera libertad. El hombre encuentra su
plena realización sólo en Dios. Esto lo pueden comprender sobre todo
los pueblos que, como el vuestro, han vivido las décadas pasadas bajo
regímenes ateos e inhumanos.
(En italiano)
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados. Mañana se celebra la solemnidad del «Corpus Christi».
Os exhorto a vosotros, queridos jóvenes, a mirar siempre con fe a la
Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la comunidad cristiana; os
animo a vosotros, queridos enfermos, a ofrecer los sufrimientos en
unión con el sacrificio de Cristo, que se actualiza cada día en el
sacramento del altar; y a vosotros, queridos recién casados, os deseo
que hagáis de vuestra familia una auténtica «iglesia doméstica»,
testigo de la fecundidad del amor divino.
Miércoles 18 de junio de 1997
1. Deseo iniciar este encuentro hablándoos de la reciente
peregrinación que la Providencia divina me ha permitido realizar a
Polonia. Fueron tres los motivos principales de esta visita pastoral: el
Congreso eucarístico internacional, en Wrocław; el milenario del
martirio de san Adalberto; y el VI centenario de la fundación de la
Universidad Jaguellónica de Cracovia. Esos acontecimientos han
constituido el núcleo de todo el itinerario que, desde el 31 de mayo
hasta el 10 de junio, abarcó Wrocław, Legnica, Gorzów Wielkopolski,
Gniezno, Poznan, Kalisz, Czestochowa, Zakopane, Ludźmierz,
Cracovia, Dukla y Krosno, durante el cual me detuve sobre todo en
tres grandes ciudades: Wrocław, sede del 46 Congreso eucarístico
internacional; Gniezno, ciudad vinculada a la muerte de san Adalberto;
y Cracovia, donde fue fundada la Universidad Jaguellónica.
2. El 46 Congreso eucarístico internacional en Wrocław comenzó el 25
de mayo, domingo de la santísima Trinidad, con la celebración
eucarística presidida por mi legado, el cardenal Angelo Sodano,
secretario de Estado. Durante una semana se desarrolló un rico
programa espiritual y litúrgico en torno al tema central, constituido
por las palabras: «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1). El Señor
me ha concedido participar en la conclusión de los trabajos y así, el
último día de mayo, junto con los participantes llegados de todo el
mundo, pude venerar a Cristo en la Eucaristía, adorándolo en la
catedral de Wrocław. Ese mismo día, participé en una oración
ecuménica con representantes de Iglesias y comunidades eclesiales.
Al día siguiente, domingo 1 de junio, con la santa misa solemne —
Statio orbis— se concluyó el Congreso.
Ese Congreso eucarístico internacional, una extraordinaria
experiencia eclesial, congregó a muchos teólogos, sacerdotes,
religiosos y laicos. Fue seguramente un tiempo de reflexión profunda
sobre el misterio de la Eucaristía y permitió a los cristianos, que
habían ido de Polonia, de Europa y de otros lugares del mundo, dedicar
largo tiempo a la oración: una oración presidida, cada vez, por
cardenales y obispos de varias naciones, invitados para esa ocasión.
Este Congreso fue el número 46; el primero se celebró en Lille
(Francia) el año 1881. En los últimos tiempos, los Congresos
eucarísticos internacionales han tenido lugar cada cuatro años, en
este orden: Lourdes (Francia), 1981; Nairobi (Kenia), 1985; Seúl
(Corea), 1989; y Sevilla (España), 1993. El próximo se realizará en
Roma, con ocasión del gran jubileo del año 2000.
3. El milenario de san Adalberto, martirizado precisamente en el año
997, fue el segundo motivo de mi visita. Este santo era originario de
Bohemia y pertenecía a la familia de los príncipes Slavník. Nació en
Libice, en el territorio de la actual diócesis de Hradec Králové y, muy
joven, fue obispo de Praga. A fines del pasado mes de abril,
celebramos solemnemente el milenario de san Adalberto, en la
República Checa, con la participación de muchos obispos llegados de
los países vinculados a la vida y a la actividad de este santo.
Adalberto llegó a Polonia hacia el final de su vida, por invitación del
rey Boleslao el Intrépido. Aceptó el compromiso de iniciar una misión
de evangelización entre los pueblos paganos que habitaban en las
regiones del mar Báltico. Allí encontró la muerte, y su cuerpo, después
del martirio, fue rescatado por el rey Boleslao el Intrépido y trasladado
a Gniezno, que desde entonces se convirtió en el centro del culto de
san Adalberto.
Junto a las reliquias del santo mártir se celebró, en el año 1000, un
importante encuentro, no sólo religioso sino también político. En esa
circunstancia, fueron a Gniezno el emperador Otón III y el legado
pontificio. Su reunión con el rey Boleslao el Intrépido quedó para el
recuerdo como el Encuentro de Gniezno y, precisamente en ese
tiempo, se formó en Gniezno la primera sede metropolitana de la
Polonia de entonces. Desde el punto de vista político, el Encuentro de
Gniezno fue un acontecimiento importante, porque significó la entrada
de la Polonia de los Piast en la Europa unida.
En la reciente conmemoración del milenario de la muerte de san
Adalberto hicimos referencia a ese histórico acontecimiento y a su
peculiar significado para nuestro continente. Para recordarlo
acudieron a Gniezno los presidentes de los países vinculados a la
tradición de san Adalberto: República Checa, Lituania, Alemania,
Polonia, Eslovaquia, Ucrania y Hungría. Doy gracias, una vez más, al
Señor y a todos los que colaboraron con empeño en la realización de
tan significativo evento.
4. La fundación de la Universidad Jaguellónica en Cracovia fue el
tercer motivo de la visita. Esta primera universidad en Polonia fue
fundada por el rey Casimiro el Grande en el año 1364. Era un Studium
generale; no se trataba aún de una universidad completa, porque le
faltaba la facultad de teología. En 1397 la reina Eduvigis y su esposo
Ladislao Jaguellón hicieron lo necesario para erigir la facultad
teológica. Gracias a la iniciativa de los fundadores de la dinastía de
los Jaguellones, surgió en Cracovia una universidad con plenos
derechos, que pronto se convirtió en un gran centro de estudios,
famoso no sólo en Polonia, sino también en toda la Europa de aquel
tiempo.
Para la ciudad de Cracovia y para los universitarios la jornada del 8 de
junio constituyó una gran fiesta: por fin, después de seiscientos años,
la reina Eduvigis fue canonizada. En esa circunstancia tuvo lugar un
encuentro con los representantes de las universidades polacas, que
no sólo participaron en la solemne celebración eucarística, sino
también en el acto académico, realizado cerca de la tumba de san
Juan de Cantalicio, en la iglesia académica de santa Ana. Para todas
las personas vinculadas a la Alma Mater de Cracovia fue un momento
de singular solemnidad.
En la última jornada de mi estancia en Polonia, tuvo lugar otra
canonización: la de san Juan de Dukla, franciscano del siglo XV,
también relacionado con el ambiente académico de la universidad de
Cracovia. A pesar de haber nacido en Dukla, su vida y su servicio
franciscano se desarrollaron en Leópolis. Doy gracias al Señor por
haberme concedido honrar su memoria en el lugar donde nació,
aunque la canonización se llevó a cabo en Krosno, en la archidiócesis
de Przemyśl.
Además de esas dos canonizaciones, durante mi peregrinación, tuve la
dicha de proclamar dos beatas: en la solemnidad del Sagrado Corazón
de Jesús, el 6 de junio, en Zakopane, a María Bernardina Jabłonska,
cofundadora de la Congregación de las religiosas Albertinas, y a María
Karłowska, fundadora de la congregación de las religiosas
Pastorcitas.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, mientras doy gracias al Señor,
deseo manifestar de nuevo mi agradecimiento a todas las personas
que, de diversas maneras, han contribuido a la preparación y al
desarrollo de mi peregrinación a la patria. Agradezco a las autoridades
civiles y a las eclesiales, a las organizaciones que, de cualquier
manera, han colaborado para que mi viaje fuera sereno y positivo, así
como a las demás instituciones implicadas en la organización.
Asimismo, doy las gracias a la Dirección y a los operadores de la radio
y la televisión, que han permitido a Polonia y al mundo entero
compartir las emociones de los que pudieron asistir directamente a
los eventos.
Expreso mi profunda alegría porque, durante los once días de mi
peregrinación a la patria, he podido cantar, junto con tantos de mis
compatriotas, el Te Deum de acción de gracias al Señor por todo el
bien que, en el decurso de mil años, ha derramado sobre Polonia y
sobre el mundo entero.
Saludos
(En la basílica de San Pedro)
Saludo a los jóvenes, enfermos y recién casados. El próximo sábado,
21 de junio, se celebra la memoria litúrgica de san Luis Gonzaga, que
buscó la plena realización de su vida en el seguimiento radical de
Cristo.
Queridos jóvenes, imitad la pureza de vida de este joven santo, que
constituye el itinerario privilegiado para una profunda educación en el
amor auténtico. San Luis, que murió sirviendo a los que sufrían, os
proporcione consuelo, queridos enfermos, y os sostenga en la fatiga
diaria de la vida. Que os proteja también a vosotros, queridos recién
casados, y os ayude a construir siempre vuestro matrimonio sobre los
valores del Evangelio.
(En la Sala Pablo VI)
Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española. En
particular, al cardenal Ricardo María Carles Gordó, arzobispo de
Barcelona, y al cardenal Bernardino Echeverría Ruiz, arzobispo
emérito de Guayaquil (Ecuador), a los miembros de la «Real
Congregación de arquitectos de Nuestra Señora de Belén en su Huida
a Egipto» de Madrid, con ocasión de su tercer centenario, a los
peregrinos de la Caja de Pamplona, así como a los fieles de la
arquidiócesis de Medellín, a los médicos de Argentina que participan
en estos días en un congreso aquí en Roma, al grupo de
latinoamericanos que viene a entregarme las actas del primer
Congreso internacional de la mujer cristiana y a la Asociación de
laicas en el apostolado de la misericordia. A todos os imparto
complacido la bendición apostólica.
(En holandés)
Os encontráis en una ciudad en la que los apóstoles Pedro y Pablo
proclamaron la fe y en la que han vivido y orado numerosos santos.
Ojalá que se profundice vuestra fe en el amor de Dios, a fin de que
seáis en vuestro país testigos de la paz y de la alegría que sólo Cristo
nos puede dar.
(A los peregrinos lituanos)
Que vuestra peregrinación a Roma y el encuentro de hoy, que ofrece la
imagen más clara de la unidad en la fe, os lleve a descubrir la
presencia real de Cristo en la Iglesia y los caminos de la oración, y os
anime a vivir con la libertad de los hijos de Dios.
(A varios grupos de eslovacos)
He pensado en vosotros cuando, hace unos días, sobrevolaba
Eslovaquia. Ahora os saludo aquí en Roma. Siento una gran alegría
porque en estos días serán ordenados para las diócesis eslovacas 153
nuevos sacerdotes. También vosotros gozáis con ello, sin duda. Orad
por vuestros nuevos sacerdotes para que se conserven fieles al
servicio del Señor. Orad también por las familias eslovacas, para que
sean verdaderamente cristianas, a fin de que el Señor Jesús suscite
en ellas vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. Yo también rezo
por esta intención, y os imparto la bendición apostólica a vosotros y a
todos los sacerdotes recién ordenados en Eslovaquia y a las familias.
(En croata)
El fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, que es el
objetivo prioritario del jubileo al que nos estamos preparando, mira
sobre todo a ofrecer a nuestros contemporáneos razones para creer y
esperar, así como también para construir un presente y un futuro del
hombre conforme al proyecto originario de Dios sobre la humanidad.
Miércoles 25 de junio de 1997
La dormición de la Madre de Dios
1. Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el Concilio cita las
palabras de la bula de definición del dogma de la Asunción y afirma:
«La Virgen inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado
original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en
cuerpo y alma a la gloria del cielo» (Lumen gentium, 59). Con esta
fórmula, la constitución dogmática Lumen gentium, siguiendo a mi
venerado predecesor Pío XII, no se pronuncia sobre la cuestión de la
muerte de María. Sin embargo, Pío XII no pretendió negar el hecho de
la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como
verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre
de Dios.
En realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada
de la muerte y pasó directamente de la vida terrena a la gloria celeste.
Sin embargo, esta opinión era desconocida hasta el siglo XVII,
mientras que, en realidad, existe una tradición común que ve en la
muerte de María su introducción en la gloria celeste.
2. ¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne
el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su
relación con su Hijo divino, parece legítimo responder
afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo
contrario por lo que se refiere a su Madre. En este sentido razonaron
los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al respecto. Basta citar
a Santiago de Sarug († 521), según el cual «el coro de los doce
Apóstoles», cuando a María le llegó «el tiempo de caminar por la
senda de todas las generaciones», es decir, la senda de la muerte, se
reunió para enterrar «el cuerpo virginal de la Bienaventurada »
(Discurso sobre el entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C.
Vona, Lateranum 19 [1953], 188). San Modesto de Jerusalén († 634),
después de hablar largamente de la «santísima dormición de la
gloriosísima Madre de Dios», concluye su «encomio», exaltando la
intervención prodigiosa de Cristo, que «la resucitó de la tumba» para
tomarla consigo en la gloria (Enc. in dormitionem Deiparae semperque
Virginis Mariae, nn. 7 y 14: PG 86 bis, 3.293; 3.311). San Juan
Damasceno († 704), por su parte, se pregunta: «¿Cómo es posible que
aquella que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se
pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la
muerte?». Y responde: «Ciertamente, era necesario que se despojara
de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor
de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto,
él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte,
transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de
resurrección» (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10:
SC 80, 107).
3. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo
del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María
liberada del pecado original por singular privilegio divino no lleva a
concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es
superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y
transformándola en instrumento de salvación.
María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda
salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con
vistas a la redención de la humanidad. También para ella vale lo que
Severo de Antioquía afirma a propósito de Cristo: «Si no se ha
producido antes la muerte, ¿cómo podría tener lugar la resurrección?»
(Antijuliánica, Beirut 1931, 194 s.). Para participar en la resurrección
de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.
4. El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las
circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer
que se produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no
hubiera sido así, ¿cómo habría podido pasar desapercibida esa noticia
a sus contemporáneos, sin que llegara, de alguna manera, hasta
nosotros?
Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen
fundadas las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más
importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el
momento de dejar este mundo. A este propósito, san Francisco de
Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un
ímpetu de amor. Habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y
por amor», y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de
amor por su hijo Jesús (Traité de l’Amour de Dieu, Lib. 7, cc. XIII-XIV).
Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el
punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que
el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la
gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la
muerte pudo concebirse como una «dormición».
5. Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a
recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la
gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un
acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para
compartir con él la vida inmortal. Al final de su existencia terrena
habrá experimentado, como san Pablo y más que él, el deseo de
liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre (cf. Flp 1, 23).
La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado
por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con
más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a
la hora suprema de la vida.
Saludos
(La audiencia general del miércoles 25 de junio, a causa de la gran
afluencia de peregrinos, se celebró en dos fases sucesivas: la primera
en la basílica de San Pedro; la segunda en la sala Pablo VI)
(A los fieles húngaros en el templo vaticano)
En estos días se celebran en Hungría las ordenaciones sacerdotales.
Orad por vuestros nuevos sacerdotes, para que se mantengan fieles en
el servicio al Señor. Orad también para que las familias sean
realmente cristianas, a fin de que el Señor Jesús pueda suscitar en
ellas muchas nuevas vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa.
Sala Pablo VI
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española. En particular, a
la Cofradía de Nuestra Señora de los Dolores, de Lleida, y demás
peregrinos españoles; al grupo de rectores de seminarios
colombianos, así como a los otros peregrinos de Colombia y Argentina.
Al encomendaros a todos bajo la protección materna de la Virgen
María, os imparto de corazón la bendición apostólica.
(En italiano)
Queridos jóvenes, os deseo que vuestra juventud esté impregnada
siempre del entusiasmo de la fe. Queridos enfermos, espero de
corazón que se alivie vuestro dolor y oro para que el Redentor
crucificado esté a vuestro lado con su asistencia y su consuelo. Que el
sacramento del matrimonio constituya para vosotros, queridos recién
casados, un auténtico y común crecimiento humano y cristiano, a fin
de que vuestro amor sea fecundo con vidas nuevas para la Iglesia y la
sociedad.
Miércoles 2 de julio de 1997
La Asunción de María, verdad de fe
1. En la línea de la bula Munificentissimus Deus, de mi venerado
predecesor Pío XII, el concilio Vaticano II afirma que la Virgen
Inmaculada, «terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en
cuerpo y alma a la gloria del cielo» (Lumen gentium, 59).
Los padres conciliares quisieron reafirmar que María, a diferencia de
los demás cristianos que mueren en gracia de Dios, fue elevada a la
gloria del Paraíso también con su cuerpo. Se trata de una creencia
milenaria, expresada también en una larga tradición iconográfica, que
representa a María cuando «entra» con su cuerpo en el cielo.
El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado
después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la
resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María
la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio.
2. El 1 de noviembre de 1950, al definir el dogma de la Asunción, Pío
XII no quiso usar el término «resurrección» y tomar posición con
respecto a la cuestión de la muerte de la Virgen como verdad de fe. La
bula Munificentissimus Deus se limita a afirmar la elevación del
cuerpo de María a la gloria celeste, declarando esa verdad «dogma
divinamente revelado».
¿Cómo no notar aquí que la Asunción de la Virgen forma parte, desde
siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual, afirmando el ingreso de
María en la gloria celeste, ha querido proclamar la glorificación de su
cuerpo?
El primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en
los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae », cuyo núcleo
originario se remonta a los siglos II-III. Se trata de representaciones
populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una
intuición de fe del pueblo de Dios.
A continuación, se fue desarrollando una larga reflexión con respecto
al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los
creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús, en
alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de
la Dormición y de la Asunción de María.
La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del
Señor, después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente
con gran rapidez y, a partir del siglo XIV, se generalizó. En nuestro
siglo, en vísperas de la definición del dogma, constituía una verdad
casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana
en todo el mundo.
3. Así, en mayo de 1946, con la encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío
XII promovió una amplia consulta, interpelando a los obispos y, a
través de ellos, a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la
posibilidad y la oportunidad de definir la asunción corporal de María
como dogma de fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo seis
respuestas, entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el
carácter revelado de esa verdad.
Citando este dato, la bula Munificentissimus Deus afirma: «El
consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia
proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la asunción
corporal de la santísima Virgen María al cielo (...) es una verdad
revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por
todos los hijos de la Iglesia» (AAS 42 [1950], 757).
La definición del dogma, de acuerdo con la fe universal del pueblo de
Dios, excluye definitivamente toda duda y exige la adhesión expresa
de todos los cristianos.
Después de haber subrayado la fe actual de la Iglesia en la Asunción,
la bula recuerda la base escriturística de esa verdad.
El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de
María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión
perfecta de la santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión,
que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en
la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en
su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una
continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la
vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en
alma y cuerpo.
4. La citada bula Munificentissimus Deus, refiriéndose a la
participación de la mujer del Protoevangelio en la lucha contra la
serpiente y reconociendo en María a la nueva Eva, presenta la
Asunción como consecuencia de la unión de María a la obra redentora
de Cristo. Al respecto afirma: «Por eso, de la misma manera que la
gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de
esta victoria, así la lucha de la bienaventurada Virgen, común con su
Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal» (AAS
42 [1950], 768).
La Asunción es, por consiguiente, el punto de llegada de la lucha que
comprometió el amor generoso de María en la redención de la
humanidad y es fruto de su participación única en la victoria de la
cruz.
Saludos
(A un grupo de peregrinos holandeses de la parroquia de Volendam)
Amadísimos hermanos y hermanas, habéis hecho vuestra
peregrinación para dar gracias al Señor por la restauración de vuestra
iglesia parroquial. Seguid amando vuestra parroquia, porque es el
lugar privilegiado en el que los fieles reciben la salvación a través del
anuncio del Evangelio y la celebración de los sacramentos.
(En lengua croata)
Dar nuevo impulso a la catequesis para niños, jóvenes y adultos,
porque educa en la fe y lleva a los bautizados a la plenitud de la
existencia cristiana en el tiempo y en el ambiente donde cada uno
vive. Se trata de una exigencia constante de la Iglesia, que hoy se
manifiesta con mayor fuerza, con vistas a la preparación de las
próximas celebraciones jubilares.
(A los peregrinos checos)
Los santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos, cuya fiesta se
celebrará en vuestra patria el próximo sábado, se dirigieron a vuestros
antepasados como maestros del Evangelio y educadores de las
generaciones para Cristo. Esta es la meta más hermosa y más grande
de todos los maestros.
(A los peregrinos de Eslovenia)
La fiesta de los apóstoles san Pedro y san Pablo os ha traído a la
ciudad eterna para profesar aquí vuestra fidelidad a Cristo y a su
Iglesia y, de ese modo, reforzar vuestra actividad cristiana. Que la
Madre celestial os colme de todas las gracias necesarias para vuestra
actividad diaria.
(En castellano)
Deseo ahora saludar a las personas y grupos de lengua española
presentes en esta plaza de San Pedro; en particular, a los fieles
argentinos de la diócesis de Rafaela y a los jóvenes deportista
chilenos, así como a los demás peregrinos venidos de España, México,
Bolivia, Argentina y Chile. Invocando la protección de María, tan
venerada en vuestros países bajo el título de Nuestra Señora de la
Asunción, os imparto a todos la bendición apostólica.
(En italiano)
Queridos jóvenes, con vuestra presencia testimoniáis vuestra fe en
Cristo Jesús que, junto con vuestros pastores, os llama a edificar su
Iglesia, cada uno según su don y su responsabilidad. Responded con
generosidad a su invitación. Queridos enfermos, también vosotros
estáis hoy aquí para realizar un acto de fe y de comunión eclesial. El
peso diario de vuestros sufrimientos, si lo ofrecéis a Jesucristo
crucificado, os da la posibilidad de cooperar en vuestra salvación y en
la del mundo. Queridos recién casados, con vuestra unión estáis
llamados a ser expresión del amor que une a Cristo con su Iglesia. Sed
siempre conscientes de la alta misión a la que os compromete el
sacramento que habéis recibido.
Miércoles 9 de julio de 1997
La Asunción de María en la tradición de la Iglesia
1. La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la
Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en
la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante
el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido.
Algunos testimonios, en verdad apenas esbozados, se encuentran en
san Ambrosio, san Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de
Constantinopla († 733) pone en labios de Jesús, que se prepara para
llevar a su Madre al cielo, estas palabras: «Es necesario que donde yo
esté, estés también tú, madre inseparable de tu Hijo...» (Hom. 3 in
Dormitionem: PG 98, 360).
Además, la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la
razón fundamental de la Asunción.
Encontramos un indicio interesante de esta convicción en un relato
apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que
Cristo pregunta a Pedro y a los Apóstoles qué destino merece María, y
ellos le dan esta respuesta: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se
convierta en tu morada inmaculada (...). Por tanto, dado que, después
de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha
parecido justo que resucites el cuerpo de tu madre y la lleves contigo,
dichosa, al cielo» (De transitu V. Mariae, 16: PG 5, 1.238). Por
consiguiente, se puede afirmar que la maternidad divina, que hizo del
cuerpo de María la morada inmaculada del Señor, funda su destino
glorioso.
2. San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de
Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo divino
en el cielo: «Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y
como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era
conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe
duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier
modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te
tomara consigo?» (Hom. 1 in Dormitionem: PG 98, 347). En otro texto,
el venerable autor integra el aspecto privado de la relación entre
Cristo y María con la dimensión salvífica de la maternidad,
sosteniendo que: «Era necesario que la madre de la Vida compartiera
la morada de la Vida» (ib.: PG 98, 348).
3. Según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en que se funda
el privilegio de la Asunción se deduce de la participación de María en
la obra de la redención. San Juan Damasceno subraya la relación
entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: «Era
necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y recibido en
pleno corazón la espada del dolor (...) contemplara a ese Hijo suyo
sentado a la diestra del Padre» (Hom. 2: PG 96, 741). A la luz del
misterio pascual, de modo particularmente claro se ve la oportunidad
de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera glorificada después
de la muerte.
El concilio Vaticano II, recordando en la constitución dogmática sobre
la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el
privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue
«preservada libre de toda mancha de pecado original» (Lumen
gentium, 59), María no podía permanecer como los demás hombres en
el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado
original y la santidad, perfecta ya desde el primer instante de su
existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su
alma y de su cuerpo.
4. Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible
comprender el plan de la Providencia divina con respecto a la
humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera
criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la
plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la
resurrección de los cuerpos.
En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de
promover a la mujer.
Como había sucedido en el origen del género humano y de la historia
de la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico no debía
revelarse en una persona, sino en una pareja. Por eso, en la gloria
celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María:
el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de
los cuerpos de toda la humanidad.
Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se
han de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo,
nuevo Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo sido
resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo.
5. Estas reflexiones, aunque sean breves, nos permiten poner de
relieve que la Asunción de María manifiesta la nobleza y la dignidad
del cuerpo humano.
Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad
moderna somete frecuentemente, en particular, el cuerpo femenino, el
misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad
de todo cuerpo humano, llamado por el Señor a transformarse en
instrumento de santidad y a participar en su gloria.
María entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno
virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a
descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios,
en espera de la resurrección. La Asunción, privilegio concedido a la
Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la vida y el
destino de la humanidad.
Saludos
(A los peregrinos checos)
Europa tiene una deuda con san Benito, cuya fiesta celebraremos el
11 de julio, por la consolidación de la fe y la cultura. Toda su
espiritualidad y su programa de vida se resumen en tres palabras: “Ora
et labora”.
(A los fieles de Eslovenia)
Las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que se encuentran
aquí, no son monumentos que indiquen la aniquilación de la existencia
humana. Hablan de la vida eterna con Cristo, de la que ya gozan los
Apóstoles y hacia la que nos encaminamos. ¡Fortaleceos en esta
esperanza! No cambiéis la felicidad eterna con Cristo por un poco de
felicidad falsa sin Cristo.
(En lengua croata)
La participación activa en la enseñanza de religión, tanto en la
parroquia como en la escuela, a través de la elección de la hora de
religión como materia escolar, manifiesta el grado de madurez y de
conciencia cristiana de los padres, primeros maestros de la fe para
sus hijos, y de los mismos alumnos, que se están preparando para la
vida.
(En castellano)
Con afecto saludo ahora a todos los peregrinos de lengua española; en
particular, al señor cardenal Luis Aponte, arzobispo de San Juan de
Puerto Rico, a las religiosas Misioneras «Corazón de María», a los
estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y a la
coral «Don Bosco» del Uruguay, así como a los demás grupos venidos
de España, México, Colombia, Bolivia, Chile y Puerto Rico. Que la
Madre de Dios, asunta en cuerpo y alma a los cielos, proteja vuestras
familias y comunidades y os acompañe siempre. Con estos deseos,
imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
(En italiano)
Pensando en la figura de este gran maestro de vida espiritual [san
Benito, Patrono de Europa], os invito a vosotros, queridos jóvenes, a
aprovechar el tiempo de verano para dedicaros a la lectura y a la
meditación de la sagrada Escritura. También vosotros, queridos
enfermos, podréis encontrar en la palabra de Dios un valioso consuelo
para el sufrimiento. Y vosotros, queridos recién casados, no permitáis
que falten en vuestra vida diaria los momentos de alabanza y acción
de gracias a Dios, que ha hecho de vosotros un signo privilegiado de
su amor.
Miércoles 23 de julio de 1997
María, Reina del universo
1. La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio,
después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la
gloria del cielo», explica que fue «elevada (...) por el Señor como Reina
del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de
los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte»
(Lumen gentium, 59).
En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el
concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a
María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento
ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las
criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada
persona y de todo el mundo.
Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece
este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la
Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres
bendita por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi Señor, tú,
mi Señora» (Fragmenta: PG 13,1.902D). En este texto, se pasa
espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo
«mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan
Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se
convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la
soberana de todas las criaturas » (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94,
1.157).
2. Mi venerado predecesor Pío XII, en la encíclica Ad coeli Reginam, a
la que se refiere el texto de la constitución Lumen gentium, indica
como fundamento de la realeza de María, además de su maternidad, su
cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el texto
litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría
junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (AAS 46 [1954] 634).
Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a
comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no
sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María
es reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque,
asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la
redención del género humano (AAS 46 [1954] 635).
En el evangelio según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el
Señor Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc
16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa
compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», él
instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada
al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando
en la difusión de la gracia divina en el mundo.
Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de
María, podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la reina
que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue
otorgada por su Hijo mismo.
3. El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza
es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente
el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.
Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII
pone de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen:
«Teniendo hacia nosotros un afecto materno e interesándose por
nuestra salvación, ella extiende a todo el género humano su solicitud.
Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra, elevada
por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía
celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro
Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus
súplicas maternas; lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar»
(AAS 46 [1954] 636-637).
4. Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no
sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial
en aquella que es madre en el orden de la gracia.
Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser
plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso
posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de
Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación
de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor.
Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la
cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los
deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su
poder divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).
5. Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena
comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros:
está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos
en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán:
«Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo
por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG
98, 344).
Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y ella, el estado
glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce
todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor
materno en las pruebas de la vida. Elevada a la gloria celestial, María
se dedica totalmente a la obra de la salvación, para comunicar a todo
hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo
que posee, compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.
Saludos
(A los peregrinos lituanos)
Os deseo que vuestra visita a Roma fortalezca más vuestra fe y os
transforme en verdaderos constructores del reino de Dios en la tierra.
(En lengua checa)
Habéis venido a esta ciudad de Roma, adonde vienen, desde siempre,
los cristianos de todo el mundo para pedir al Sucesor de Pedro que los
confirme en la fe. También este encuentro es una manifestación de
vuestra fe en Cristo y en su Iglesia.
(A los peregrinos de Eslovenia les habló de las tres fiestas particulares
que celebran durante este mes)
La de san Cirilo y san Metodio, que os llevaron la luz de la fe; la de san
Andrés Svorad y san Benito, quienes, con su oración y su sacrificio, os
dieron el ejemplo de la vida cristiana perfecta; y también la de san
Gorazd, que transmitió a las generaciones sucesivas la fe que había
recibido. Hoy quiero confirmaros en esta fe en Jesucristo, el único
Redentor del hombre. Orad y esforzaos, para que con esta fe reavivada
podáis entrar en el tercer milenio.
(En español)
Deseo saludar con afecto a los visitantes de lengua española, en
particular a los sacerdotes que participan en el primer Curso
internacional de formadores de seminarios. Saludo igualmente a los
devotos marianos de la Virgen de la Cabeza, a los peregrinos
mexicanos, a la coral venezolana «Voces blancas de Mérida», a los
peregrinos colombianos, así como a la «Coral Nova» argentina de
Tucumán. Al encomendaros a todos bajo la maternal protección de
nuestra Reina y Madre, os imparto de corazón la bendición apostólica.
(En italiano)
Saludo, en particular, a los rectores de los seminarios mayores
diocesanos, provenientes de varios países para el Curso residencial
promovido por la Congregación para la educación católica. Asimismo,
saludo a los relatores y a los participantes en el Curso para
formadores de seminarios organizado por el Ateneo «Regina
Apostolorum». Amadísimos hermanos, estos encuentros os han
brindado una ocasión muy propicia de profundización e intercambio de
experiencias. Junto con vosotros, doy gracias al Señor y bendigo de
corazón vuestro ministerio y a las comunidades que os han sido
confiadas.
Y ahora saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados. La Iglesia, en la liturgia de hoy, celebra la memoria de
santa Brígida de Suecia que, ardiente de amor a Dios y a sus
hermanos, se entregó totalmente a la causa del Evangelio, poniéndose
al servicio de la unidad de los cristianos.
Miércoles 30 de julio de 1997
María, miembro muy eminente de la Iglesia
1. El papel excepcional que María desempeña en la obra de la
salvación nos invita a profundizar en la relación que existe entre ella y
la Iglesia.
Según algunos, María no puede considerarse miembro de la Iglesia,
pues los privilegios que se le concedieron: la inmaculada concepción,
la maternidad divina y la singular cooperación en la obra de la
salvación, la sitúan en una condición de superioridad con respecto a la
comunidad de los creyentes.
Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María
como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo
«muy eminente y del todo singular» (Lumen gentium, 53): María es
figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos
los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió del Señor, la
Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo con pleno título.
2. La doctrina conciliar halla un fundamento significativo en la sagrada
Escritura. Los Hechos de los Apóstoles refieren que María está
presente desde el inicio en la comunidad primitiva (cf. Hch 1, 14),
mientras comparte con los discípulos y algunas mujeres creyentes la
espera, en oración, del Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos.
Después de Pentecostés, la Virgen sigue viviendo en comunión
fraterna en medio de la comunidad y participa en las oraciones, en la
escucha de la enseñanza de los Apóstoles y en la «fracción del pan»,
es decir, en la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42).
Ella, que vivió en estrecha unión con Jesús en la casa de Nazaret, vive
ahora en la Iglesia en íntima comunión con su Hijo, presente en la
Eucaristía.
3. María, Madre del Hijo unigénito de Dios, es Madre de la comunidad
que constituye el Cuerpo místico de Cristo y la acompaña en sus
primeros pasos.
Ella, al aceptar esa misión, se compromete a animar la vida eclesial
con su presencia materna y ejemplar. Esa solidaridad deriva de su
pertenencia a la comunidad de los rescatados. En efecto, a diferencia
de su Hijo, ella tuvo necesidad de ser redimida, pues «se encuentra
unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan
ser salvados» (Lumen gentium, 53). El privilegio de la inmaculada
concepción la preservó de la mancha del pecado, por un influjo
salvífico especial del Redentor.
María, «miembro muy eminente y del todo singular» de la Iglesia,
utiliza los dones que Dios le concedió para realizar una solidaridad
más completa con los hermanos de su Hijo, ya convertidos también
ellos en sus hijos.
4. Como miembro de la Iglesia, María pone al servicio de los hermanos
su santidad personal, fruto de la gracia de Dios y de su fiel
colaboración. La Inmaculada constituye para todos los cristianos un
fuerte apoyo en la lucha contra el pecado y un impulso perenne a vivir
como redimidos por Cristo, santificados por el Espíritu e hijos del
Padre.
«María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14), insertada en la comunidad
primitiva, es respetada y venerada por todos. Cada uno comprende la
preeminencia de la mujer que engendró al Hijo de Dios, el único y
universal Salvador. Además, el carácter virginal de su maternidad le
permite testimoniar la extraordinaria aportación que da al bien de la
Iglesia quien, renunciando a la fecundidad humana por docilidad al
Espíritu Santo, se consagra totalmente al servicio del reino de Dios.
María, llamada a colaborar de modo íntimo en el sacrificio de su Hijo y
en el don de la vida divina a la humanidad, prosigue su obra materna
después de Pentecostés. El misterio de amor que se encierra en la
cruz inspira su celo apostólico y la compromete, como miembro de la
Iglesia, en la difusión de la buena nueva.
Las palabras de Cristo crucificado en el Gólgota: «Mujer, he ahí a tu
Hijo» (Jn 19, 26), con las que se le reconoce su función de madre
universal de los creyentes, abrieron horizontes nuevos e ilimitados a
su maternidad. El don del Espíritu Santo, que recibió en Pentecostés
para el ejercicio de esa misión, la impulsa a ofrecer la ayuda de su
corazón materno a todos los que están en camino hacia el pleno
cumplimiento del reino de Dios.
5. María, miembro muy eminente de la Iglesia, vive una relación única
con las personas divinas de la santísima Trinidad: con el Padre, con el
Hijo y con el Espíritu Santo. El Concilio, al llamarla «Madre del Hijo de
Dios y, por tanto, (...) hija predilecta del Padre y templo del Espíritu
Santo» (Lumen gentium, 53), recuerda el efecto primario de la
predilección del Padre, que es la divina maternidad.
Consciente del don recibido, María comparte con los creyentes las
actitudes de filial obediencia y profunda gratitud, impulsando a cada
uno a reconocer los signos de la benevolencia divina en su propia vida.
El Concilio usa la expresión «templo» (sacrarium) del Espíritu Santo.
Así quiere subrayar el vínculo de presencia, de amor y de colaboración
que existe entre la Virgen y el Espíritu Santo. La Virgen, a la que ya
san Francisco de Asís invocaba como «esposa del Espíritu Santo» (cf.
antífona Santa María Virgen en Fuentes franciscanas, 281), estimula
con su ejemplo a los demás miembros de la Iglesia a encomendarse
generosamente a la acción misteriosa del Paráclito y a vivir en
perenne comunión de amor con él.
Saludos
(A los peregrinos de Lituania)
Que la gracia de Cristo actúe en cada uno de vosotros una verdadera
conversión, el ardor de comprometerse en el camino de la justicia, de
la solidaridad y de la caridad.
(En lengua eslovaca)
Habéis venido en peregrinación a Roma, ante la tumba del santo
apóstol Pedro, podéis fortalecer vuestra fe en Jesucristo. Aquí, en la
basílica del santo Papa Clemente, podéis venerar la tumba de san
Cirilo, que dio a vuestros antepasados la sagrada Escritura en su
lengua. Estos dos lugares sagrados os invitan a orar con más fervor
por vuestra nación, para que siga siendo fiel a sus raíces cristianas.
Que ninguno de vosotros pierda la confianza en Jesucristo.
(En español)
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan
en esta audiencia, en especial al grupo de la Organización juvenil
española, a la coral de la Virgen del Mar de Almería, así como a las
quinceañeras venidas de México y al grupo Mariachi juvenil
guadalupano. Que el ejemplo de María os ayude a recibir con gozo los
dones del Espíritu Santo y a responder a ellos con generosidad. A
todos os imparto de corazón la bendición apostólica. Muchas gracias.
(En italiano)
Saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados.
El tiempo de verano es propicio para recuperar las fuerzas del cuerpo
y del espíritu. Os deseo a vosotros, queridos jóvenes, que aprovechéis
las vacaciones para profundizar vuestro itinerario religioso, buscando
a Cristo, camino, verdad y vida. Os deseo a vosotros, queridos
enfermos, días de distensión y descanso físico y espiritual, y os invito
a vosotros, queridos recién casados, a dedicar durante el tiempo de
las vacaciones más espacio a la oración y al diálogo en familia.
Miércoles 6 de agosto de 1997
María, tipo y modelo de la Iglesia
Nuestro pensamiento se dirige hoy ante todo a mi venerado
predecesor el siervo de Dios Pablo VI, en el 19° aniversario de su
piadosa muerte, que tuvo lugar en Castelgandolfo el 6 de agosto de
1978, fiesta de la Transfiguración del Señor.
Lo recordamos con afecto y con constante admiración, considerando
cuán providencial fue la misión pastoral que realizó en los años de la
celebración del concilio Vaticano II y de su primera aplicación. Vivió
totalmente entregado al servicio de la Iglesia, a la que amó con toda
su alma y por la que trabajó sin cesar hasta el final de su existencia
terrena.
Esta mañana, celebrando por él la santa misa en la capilla del palacio
apostólico de Castelgandolfo, pedí al Señor que el ejemplo de un
servidor tan fiel de Cristo y de la Iglesia nos sirva de aliento y estímulo
a todos los que hemos sido llamados por la divina Providencia a
testimoniar el Evangelio en el umbral del nuevo milenio. Que interceda
por nosotros María, Madre de la Iglesia, de la que seguimos hablando
en la catequesis de hoy.
1. La constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II,
después de haber presentado a María como «miembro muy eminente y
del todo singular de la Iglesia», la declara «prototipo y modelo
destacadísimo en la fe y en el amor» (n. 53).
Los padres conciliares atribuyen a María la función de «tipo», es decir,
de figura «de la Iglesia», tomando el término de san Ambrosio, quien,
en el comentario a la Anunciación, se expresa así: «Sí, ella [María] es
novia, pero virgen, porque es tipo de la Iglesia, que es inmaculada,
pero es esposa: permaneciendo virgen nos concibió por el Espíritu,
permaneciendo virgen nos dio a luz sin dolor» (In Ev. sec. Luc., II, 7:
CCL 14, 33, 102-106). Por tanto, María es figura de la Iglesia por su
santidad inmaculada, su virginidad, su «esponsalidad» y su
maternidad.
San Pablo usa el vocablo «tipo» para indicar la figura sensible de una
realidad espiritual. En efecto, en el paso del pueblo de Israel a través
del Mar Rojo vislumbra un «tipo» o imagen del bautismo cristiano; y en
el maná y en el agua que brota de la roca, un «tipo» o imagen del
alimento y de la bebida eucarística (cf. 1 Co 10, 1-11).
El Concilio, al referirse a María como tipo de la Iglesia, nos invita a
reconocer en ella la figura visible de la realidad espiritual de la Iglesia
y, en su maternidad incontaminada, el anuncio de la maternidad
virginal de la Iglesia.
2. Además, es necesario precisar que, a diferencia de las imágenes o
de los tipos del Antiguo Testamento, que son sólo prefiguraciones de
realidades futuras, en María la realidad espiritual significada ya está
presente, y de modo eminente.
El paso a través del mar Rojo, que refiere el libro del Éxodo, es un
acontecimiento salvífico de liberación, pero no era ciertamente un
bautismo capaz de perdonar los pecados y de dar la vida nueva. De
igual modo, el maná, don precioso de Yahveh a su pueblo peregrino en
el desierto, no contenía nada de la realidad futura de la Eucaristía,
Cuerpo del Señor, y tampoco el agua que brotaba de la roca tenía ya
en sí la sangre de Cristo, derramada por la multitud.
El Éxodo es la gran hazaña realizada por Yahveh en favor de su pueblo,
pero no constituye la redención espiritual y definitiva, que llevará a
cabo Cristo en el misterio pascual.
Por lo demás, refiriéndose al culto judío, san Pablo recuerda: «Todo
esto es sombra de lo venidero; pero la realidad es el cuerpo de Cristo»
(Col 2, 17). Lo mismo afirma la carta a los Hebreos, que, desarrollando
sistemáticamente esta interpretación, presenta el culto de la antigua
alianza como «sombra y figura de realidades celestiales» (Hb 8, 5).
3. Así pues, cuando el Concilio afirma que María es figura de la Iglesia,
no quiere equipararla a las figuras o tipos del Antiguo Testamento; lo
que desea es afirmar que en ella se cumple de modo pleno la realidad
espiritual anunciada y representada.
En efecto, la Virgen es figura de la Iglesia, no en cuanto prefiguración
imperfecta, sino como plenitud espiritual, que se manifestará de
múltiples maneras en la vida de la Iglesia. La particular realidad
representada encuentra su fundamento en el designio divino, que
establece un estrecho vínculo entre María y la Iglesia. El plan de
salvación que establece que las prefiguraciones del Antiguo
Testamento se hagan realidad en la Nueva Alianza, determina también
que María viva de modo perfecto lo que se realizará sucesivamente en
la Iglesia.
Por tanto, la perfección que Dios confirió a María adquiere su
significado más auténtico, si se la considera como preludio de la vida
divina en la Iglesia.
4. Tras haber afirmado que María es «tipo de la Iglesia», el Concilio
añade que es «modelo destacadísimo» de ella, y ejemplo de
perfección que hay que seguir e imitar. María es, en efecto, un
«modelo destacadísimo», puesto que su perfección supera la de todos
los demás miembros de la Iglesia.
El Concilio añade, de manera significativa, que ella realiza esa función
«en la fe y en el amor». Sin olvidar que Cristo es el primer modelo, el
Concilio sugiere de ese modo que existen disposiciones interiores
propias del modelo realizado en María, que ayudan al cristiano a
entablar una relación auténtica con Cristo. En efecto, contemplando a
María, el creyente aprende a vivir en una comunión más profunda con
Cristo, a adherirse a él con fe viva y a poner en él su confianza y su
esperanza, amándolo con la totalidad de su ser.
La funciones de «tipo y modelo de la Iglesia» hacen referencia, en
particular, a la maternidad virginal de María, y ponen de relieve el
lugar peculiar que ocupa en la obra de la salvación. Esta estructura
fundamental del ser de María se refleja en la maternidad y en la
virginidad de la Iglesia.
Saludos
Con afecto saludo ahora a los peregrinos de lengua española. En
particular, a las religiosas Trinitarias, a los fieles de la parroquia de
San Juan Evangelista de Peralta (Navarra) y al Instituto de ciencias
religiosas de Valencia, así como al resto de grupos venidos desde
España, México, Bolivia y Argentina. Que María, figura de la Iglesia, os
ayude a vivir cada día con mayor intensidad y compromiso vuestra
vocación eclesial. Con estos deseos, imparto de corazón a todos la
bendición apostólica.
(A los eslovacos)
Este siervo de Dios [Pablo VI] se esforzó por acercar el evangelio de la
salvación al hombre moderno. Demostró que es posible hacerlo sin
componendas. Queridos hermanos y hermanas: vuestra nación,
después de la triste experiencia de ateización, quiere renovarse. Es
importante que busque esta renovación en Jesucristo, porque, según
el designio de Dios, es en él donde hay que renovar todo y todos.
Colaborad también vosotros con la gracia de Dios para ser cada vez
más semejantes a Jesucristo. Ved en esto?el sentido de?vuestra vida.
(En italiano)
Y ahora, como de costumbre, dirijo un cordial saludo a los jóvenes, a
los enfermos, y a los recién casados. Hoy la liturgia nos invita a
contemplar a Cristo transfigurado en el Monte Tabor. Queridos
jóvenes, tened siempre fija la mirada en el rostro resplandeciente de
Dios, que ilumina los acontecimientos de cada día. Que la
Transfiguración sea para vosotros, queridos enfermos, un signo de
esperanza que anima a entrever, más allá del sufrimiento, la gloria de
Cristo resucitado. Y vosotros, queridos recién casados, fundad
firmemente vuestra naciente familia en Dios, que es Amor, seguros de
que él os guiará con su luz en cada paso de vuestra existencia.
Miércoles 13 de agosto de 1997
La Virgen María, modelo de la maternidad de la Iglesia
1. En la maternidad divina es precisamente donde el Concilio descubre
el fundamento de la relación particular que une a María con la Iglesia.
La constitución dogmática Lumen gentium afirma que «la santísima
Virgen, por el don y la función de ser Madre de Dios, por la que está
unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y funciones, está
también íntimamente unida a la Iglesia» (n. 63). Ese mismo argumento
utiliza la citada constitución dogmática para ilustrar las prerrogativas
de «tipo» y «modelo», que la Virgen ejerce con respecto al Cuerpo
místico de Cristo: «Ciertamente, en el misterio de la Iglesia, que
también es llamada con razón madre y virgen, la santísima Virgen
María fue por delante mostrando de forma eminente y singular el
modelo de virgen y madre» (ib.).
El Concilio define la maternidad de María «eminente y singular», dado
que constituye un hecho único e irrepetible: en efecto, María, antes de
ejercer su función materna con respecto a los hombres, es la Madre
del unigénito Hijo de Dios hecho hombre. En cambio, la Iglesia es
madre en cuanto que engendra espiritualmente a Cristo en los fieles y,
por consiguiente, ejerce su maternidad con respecto a los miembros
del Cuerpo místico.
Así, la Virgen constituye para la Iglesia un modelo superior,
precisamente por su prerrogativa de Madre de Dios.
2. La constitución Lumen gentium, al profundizar en la maternidad de
María, recuerda que se realizó también con disposiciones eminentes
del alma: «Por su fe y su obediencia engendró en la tierra al Hijo
mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la
sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe no
adulterada por ninguna duda al mensaje de Dios, y no a la antigua
serpiente» (n. 63).
Estas palabras ponen claramente de relieve que la fe y la obediencia
de María en la Anunciación constituyen para la Iglesia virtudes que se
han de imitar y, en cierto sentido, dan inicio a su itinerario maternal en
el servicio a los hombres llamados a la salvación.
La maternidad divina no puede aislarse de la dimensión universal,
atribuida a María por el plan salvífico de Dios, que el Concilio no duda
en reconocer: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de
muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo
nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Lumen
gentium, 63).
3. La Iglesia se convierte en madre, tomando como modelo a María. A
este respecto, el Concilio afirma: «Contemplando su misteriosa
santidad, imitando su amor y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre, también la Iglesia se convierte en madre por la palabra de Dios
acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra
para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu
Santo y nacidos de Dios» (ib., 64).
Analizando esta descripción de la obra materna de la Iglesia, podemos
observar que el nacimiento del cristiano queda unido aquí, en cierto
modo, al nacimiento de Jesús, como un reflejo del mismo: los
cristianos son «concebidos por el Espíritu Santo» y así su generación,
fruto de la predicación y del bautismo, se asemeja a la del Salvador.
Además, la Iglesia, contemplando a María, imita su amor, su fiel
acogida de la Palabra de Dios y su docilidad al cumplir la voluntad del
Padre. Siguiendo el ejemplo de la Virgen, realiza una fecunda
maternidad espiritual.
4. Ahora bien, la maternidad de la Iglesia no hace superflua a la de
María que, al seguir ejerciendo su influjo sobre la vida de los
cristianos, contribuye a dar a la Iglesia un rostro materno. A la luz de
María, la maternidad de la comunidad eclesial, que podría parecer algo
general, está llamada a manifestarse de modo más concreto y
personal hacia cada uno de los redimidos por Cristo.
Por ser Madre de todos los creyentes, María suscita en ellos
relaciones de auténtica fraternidad espiritual y de diálogo incesante.
La experiencia diaria de fe, en toda época y en todo lugar, pone de
relieve la necesidad que muchos sienten de poner en manos de María
las necesidades de la vida de cada día y abren confiados su corazón
para solicitar su intercesión maternal y obtener su tranquilizadora
protección.
Las oraciones dirigidas a María por los hombres de todos los tiempos,
las numerosas formas y manifestaciones del culto mariano, las
peregrinaciones a los santuarios y a los lugares que recuerdan las
hazañas realizadas por Dios Padre mediante la Madre de su Hijo,
demuestran el extraordinario influjo que ejerce María sobre la vida de
la Iglesia. El amor del pueblo de Dios a la Virgen percibe la exigencia
de entablar relaciones personales con la Madre celestial. Al mismo
tiempo, la maternidad espiritual de María sostiene e incrementa el
ejercicio concreto de la maternidad de la Iglesia.
5. Las dos madres, la Iglesia y María, son esenciales para la vida
cristiana. Se podría decir que una ejerce una maternidad más objetiva,
y la otra más interior.
La Iglesia actúa como madre en la predicación de la palabra de Dios,
en la administración de los sacramentos, y en particular en el
bautismo, en la celebración de la Eucaristía y en el perdón de los
pecados.
La maternidad de María se expresa en todos los campos de la difusión
de la gracia, particularmente en el marco de las relaciones
personales.
Se trata de dos maternidades inseparables, pues ambas llevan a
reconocer el mismo amor divino que desea comunicarse a los
hombres.
Saludos
Dirijo ahora mi saludo a las personas y grupos de lengua española; en
particular, a los fieles de la diócesis argentina de San Isidro y a los
jóvenes latinoamericanos y españoles de paso por Roma en su camino
hacia París, para participar en la próxima Jornada mundial de la
juventud. Que la celebración de la cercana fiesta de la Asunción, tan
arraigada en vuestros países, favorezca una auténtica fraternidad
entre todos los hijos e hijas de la Iglesia. Con gran afecto, os imparto
de corazón la bendición apostólica.
(En checo)
Al reflexionar sobre la próxima solemnidad de la Asunción, María
santísima se nos presenta como signo de consolación y de segura
esperanza. Ella nos acompaña con su poderosa intercesión, para que
se cumpla también en nosotros el misterio de la glorificación en
Cristo.
(A los fieles procedentes de Eslovaquia)
Estamos cerca de la fiesta de nuestra Madre, la Virgen María, asunta
al cielo. Ella vive en su cuerpo glorioso, es eternamente joven, no
envejece jamás. Queridos hermanos y hermanas, toda la Iglesia está
ordenada hacia esta gloria, desea la plenitud de vida, la eterna
juventud. Considerad el inminente encuentro de la juventud en París
como la expresión de este deseo. Alegraos porque los jóvenes se
interesan por Cristo. Orad para que perseveren en este interés y para
que los centenares de jóvenes que se preparan para ir a París desde
Eslovaquia cultiven este saludable interés por Cristo Señor en la
nación eslovaca. Con esta intención os imparto mi bendición
apostólica a vosotros y a toda la juventud eslovaca.
(A los peregrinos de Hungría)
Os saludo cordialmente, queridos peregrinos húngaros de Budapest y
de Szolnok. En mi catequesis de hoy he reflexionado sobre María, que
es modelo de la maternidad de la Iglesia. En estos días celebramos la
solemnidad de la Asunción de María y también la de san Esteban,
primer santo rey de Hungría. Deseo de corazón que el querido pueblo
húngaro, guiado por la espiritualidad cristiana y su riqueza cultural,
desempeñe su papel en la construcción y reevangelización de Europa.
(En italiano)
Dirijo una cordial bienvenida a todos los peregrinos de lengua italiana,
en particular a los jóvenes, que espero vayan en gran número a París
para la Jornada mundial de la Juventud. Queridísimos, ojalá que el
próximo encuentro en la capital francesa refuerce en vosotros los
propósitos de generosa acogida de Cristo, para ser en el mundo
testigos de su evangelio de esperanza.
Mi pensamiento va, también, a los enfermos y a los recién casados
aquí presentes. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a que
ofrezcáis vuestros sufrimientos al Señor por la ya inminente cita de los
jóvenes en Francia. Y pido también a vosotros, queridos recién
casados, que acompañéis este evento eclesial con vuestra oración.
Miércoles 20 de agosto de 1997
La Virgen María, modelo de la virginidad de la Iglesia
1. La Iglesia es madre y virgen. El Concilio, después de afirmar que es
madre, siguiendo el modelo de María, le atribuye el título de virgen, y
explica su significado: «También ella es virgen que guarda íntegra y
pura la fidelidad prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su
Señor, con la fuerza del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe
íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera » (Lumen gentium, 64).
Así pues, María es también modelo de la virginidad de la Iglesia. A
este respecto, conviene precisar que la virginidad no pertenece a la
Iglesia en sentido estricto, dado que no constituye el estado de vida
de la gran mayoría de los fieles. En efecto, en virtud del providencial
plan divino, el camino del matrimonio es la condición más general y,
podríamos decir, la más común de los que han sido llamados a la fe. El
don de la virginidad está reservado a un número limitado de fieles,
llamados a una misión particular dentro de la comunidad eclesial.
Con todo, el Concilio, refiriendo la doctrina de san Agustín, sostiene
que la Iglesia es virgen en sentido espiritual de integridad en la fe, en
la esperanza y en la caridad. Por ello, la Iglesia no es virgen en el
cuerpo de todos sus miembros, pero posee la virginidad del espíritu
(«virginitas mentis»), es decir, «la fe íntegra, la esperanza firme y la
caridad sincera» (In Ioannem Tractatus, 13, 12: PL 35, 1.499).
2. La constitución Lumen gentium recuerda, a continuación, que la
virginidad de María, modelo de la de la Iglesia, incluye también la
dimensión física, por la que concibió virginalmente a Jesús por obra
del Espíritu Santo, sin intervención del hombre.
María es virgen en el cuerpo y virgen en el corazón, como lo manifiesta
su intención de vivir en profunda intimidad con el Señor, expresada
firmemente en el momento de la Anunciación. Por tanto, la que es
invocada como «Virgen entre las vírgenes», constituye sin duda para
todos un altísimo ejemplo de pureza y de entrega total al Señor. Pero,
de modo especial, se inspiran en ella las vírgenes cristianas y los que
se dedican de modo radical y exclusivo al Señor en las diversas
formas de vida consagrada.
Así, después de desempeñar un papel importante en la obra de la
salvación, la virginidad de María sigue influyendo benéficamente en la
vida de la Iglesia.
3. No conviene olvidar que el primer ejemplar, y el más excelso, de
toda vida casta es ciertamente Cristo. Sin embargo, María constituye
el modelo especial de la castidad vivida por amor a Jesús Señor.
Ella estimula a todos los cristianos a vivir con especial esmero la
castidad según su propio estado, y a encomendarse al Señor en las
diferentes circunstancias de la vida. María, que es por excelencia
santuario del Espíritu Santo, ayuda a los creyentes a redescubrir su
propio cuerpo como templo de Dios (cf. 1 Co 6, 19) y a respetar su
nobleza y santidad.
A la Virgen dirigen su mirada los jóvenes que buscan un amor
auténtico e invocan su ayuda materna para perseverar en la pureza.
María recuerda a los esposos los valores fundamentales del
matrimonio, ayudándoles a superar la tentación del desaliento y a
dominar las pasiones que pretenden subyugar su corazón. Su entrega
total a Dios constituye para ellos un fuerte estímulo a vivir en fidelidad
recíproca, para no ceder nunca ante las dificultades que ponen en
peligro la comunión conyugal.
4. El Concilio exhorta a los fieles a contemplar a María, para que
imiten su fe «virginalmente íntegra», su esperanza y su caridad.
Conservar la integridad de la fe representa una tarea ardua para la
Iglesia, llamada a una vigilancia constante, incluso a costa de
sacrificios y luchas. En efecto, la fe de la Iglesia no sólo se ve
amenazada por los que rechazan el mensaje del Evangelio, sino sobre
todo por los que, acogiendo sólo una parte de la verdad revelada, se
niegan a compartir plenamente todo el patrimonio de fe de la Esposa
de Cristo.
Por desgracia, esa tentación, que se encuentra ya desde los orígenes
de la Iglesia, sigue presente en su vida, y la impulsa a aceptar sólo en
parte la Revelación o a dar a la palabra de Dios una interpretación
restringida y personal, de acuerdo con la mentalidad dominante y los
deseos individuales. María, que aceptó plenamente la palabra del
Señor, constituye para la Iglesia un modelo insuperable de fe
«virginalmente íntegra», que acoge con docilidad y perseverancia toda
la verdad revelada. Y, con su constante intercesión, obtiene a la
Iglesia la luz de la esperanza y el fuego de la caridad, virtudes de las
que ella, en su vida terrena, fue para todos ejemplo inigualable.
Saludos
Mi saludo cordial se dirige ahora a los peregrinos de lengua española.
Entre ellos, al grupo de Frailes Menores de España, a los fieles de la
parroquia de Santa Eulalia de Mérida, a los peregrinos de Tabernes de
Valldigna, así como a los demás grupos de México, Bolivia y
Venezuela. A todos os exhorto a que, con la mirada puesta en María,
modelo de la Iglesia, acompañéis con vuestra oración el Encuentro
mundial de la juventud de París, adonde mañana me dirigiré. Con
afecto os imparto la bendición apostólica.
(En eslovaco)
La Virgen María está cerca de nosotros, nos ayuda a servir bien a Dios,
nuestro Señor, para que podamos, como ella, entrar en la gloria del
cielo.
(En húngaro)
En mi catequesis de hoy he reflexionado sobre María, que es modelo
de la virginidad de la Iglesia. Celebráis la solemnidad de san Esteban,
primer santo rey de Hungría. Siguiendo las huellas de este santo,
renovad el ofrecimiento de la nación a María, invocando su especial
mediación para cada una de las personas, las familias y todo el pueblo
húngaro.
(En italiano)
La atención de todos se dirige en estos días a París, donde se está
celebrando la Jornada mundial de la juventud. Queridísimos
muchachos y muchachas, os invito a uniros espiritualmente a vuestros
coetáneos reunidos allí, para compartir la extraordinaria experiencia
del encuentro con Cristo Maestro, que da sentido pleno a la existencia
humana. Os pido a vosotros, queridos enfermos y recién casados, que
acompañéis esta importante peregrinación juvenil con vuestra
plegaria, a fin de que sus frutos espirituales redunden en beneficio del
pueblo cristiano en todas las partes del mundo.
Miércoles 27 de agosto de 1997
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con gran alegría he podido participar en París, durante los días
pasados, en la XII Jornada mundial de la juventud. Doy vivamente
gracias al Señor, que me ha concedido vivir esta extraordinaria
experiencia de fe y esperanza.
Expreso con gusto mi agradecimiento al señor presidente de la
República francesa y a todas las autoridades por la amable acogida
que me han dispensado. Doy las gracias también a cuantos, en
diversos niveles, han contribuido eficazmente al ordenado y pacífico
desarrollo de toda la manifestación.
Mi agradecimiento se extiende asimismo, con fraterna cordialidad, al
cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París; a monseñor Michel
Dubost, presidente del comité organizador; y a toda la Conferencia
episcopal francesa por el gran esmero con que se prepararon y
desarrollaron las diversas fases del encuentro mundial. Por último,
dirijo unas palabras de gratitud cordial a todos los voluntarios, así
como a las familias que, con su generosa disponibilidad, hicieron
posible la participación de tantas personas en una manifestación
eclesial tan importante.
2. La XII Jornada mundial de la juventud ha visto la participación, en
un número superior a toda previsión, de chicos y chicas procedentes
de alrededor de 160 países de toda la tierra. Se dieron cita en la
capital francesa para manifestar la alegría de su fe en Cristo y para
experimentar el gozo de estar juntos como miembros de la única
Iglesia de Cristo. Al llegar a Francia, encontraron la disponibilidad
generosa de sus coetáneos franceses, que los acogieron con espíritu
de fraternidad y cordialidad, primero en todo el país, y después en Ilede France.
Fue para ellos una ocasión particularmente feliz para descubrir el
patrimonio cultural y espiritual de Francia, cuyo lugar en la historia de
la Iglesia es muy conocido. Así pudieron confrontarse con una Iglesia
viva y una sociedad dinámica y abierta.
Quedará seguramente grabado en la memoria de todos el recuerdo de
las estupendas liturgias que jalonaron los momentos más
significativos del Triduum, que culminó en la celebración solemne del
domingo 24 de agosto. Tanto en el marco sugestivo de Notre Dame,
donde tuvo lugar la beatificación de Federico Ozanam, como en la
catedral de luces creada en Longchamp para la vigilia bautismal, los
ritos se desarrollaron en un clima de intensa religiosidad, a la que
aportaron su contribución la música y los cantos inspirados en
culturas diversas y ejecutados con el estilo apropiado.
3. El tema central que guió la reflexión en las diversas etapas del
encuentro fue la pregunta que dos discípulos hicieron un día a Jesús:
«Maestro, ¿dónde vives?» y que recibieron la respuesta: «Venid y lo
veréis» (Jn 1, 38 s). Con ella el Señor los invitaba a entrar en relación
directa con él, para compartir su camino («venid») y conocerlo a fondo
a él («veréis»).
El mensaje era claro: para comprender a Cristo no basta escuchar su
enseñanza; es preciso compartir su vida, hacer de alguna manera la
experiencia de su presencia viva. El tema de la Jornada mundial de la
juventud se insertó en la preparación para el gran jubileo del año 2000,
que quiere volver a proponer al hombre de hoy a Jesucristo, único
Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre.
Esta Jornada mundial pretendía ofrecer a los jóvenes que buscan el
sentido último de su vida la respuesta: el descubrimiento de Cristo,
Verbo encarnado para la salvación del hombre, además de iluminar el
misterio humano más allá de la muerte, confiere la capacidad de
construir en el tiempo una sociedad en la que se respete la dignidad
humana y sea real la fraternidad.
4. El hilo conductor que inspiró la reflexión y la oración, y que dio
unidad a las grandes reuniones, fue la referencia a la celebración que
la Iglesia realiza del misterio pascual en el Triduo sacro.
En el grandioso escenario del Campo de Marte, dominado por la
soberbia mole de la torre Eiffel, tuvo lugar el primer encuentro con la
juventud: se volvió a escuchar la gran lección del servicio al prójimo,
que Jesús dio con el lavatorio de los pies, y se dirigió a los jóvenes la
invitación a meditar, durante las diversas vigilias de la velada, en el
sacramento de la Eucaristía, manantial inagotable de todo auténtico
amor.
En este contexto resultó rica de significado la beatificación de
Federico Ozanam, apóstol de la caridad y fundador de las Conferencias
de San Vicente de Paúl, además de insigne ejemplo de profundo
intelectual católico. El discurso sobre el amor fue desarrollado aún
más en el Vía crucis del viernes, en el que la atención se concentró en
el don supremo que Cristo Servidor hizo de sí mismo para la salvación
del mundo.
La sugestiva Vigilia bautismal del sábado, que se celebró en el
hipódromo de Longchamp, permitió reflexionar detenidamente en el
nuevo nacimiento del cristiano y en su llamada a vivir una relación de
comunión personal con el Redentor.
El domingo 24, por último, tuvo lugar la gran celebración eucarística,
durante la cual se volvió a reflexionar en el tema central: es necesario
ir a Cristo («venid »), para descubrir cada vez más a fondo su
verdadera identidad («veréis»). En él el creyente, a través de la
«locura » de la cruz, llega a la suprema sabiduría del amor y, en torno
a la mesa de la Eucaristía, descubre la unidad profunda que hace de
personas provenientes de todo el mundo un único Cuerpo místico.
El espectáculo que ofrecieron los jóvenes en la inmensa explanada de
Longchamp fue la confirmación elocuente de esta verdad: a pesar de
la diversidad de lengua, cultura, nacionalidad y color de la piel, los
chicos y chicas de los cinco continentes se dieron la mano, se
intercambiaron saludos y sonrisas, oraron y cantaron juntos. Se veía
claramente que todos se sentían como en su propia casa, como
miembros de una única y gran familia. A un mundo marcado por
divisiones de todo tipo, dominado por la indiferencia recíproca,
expuesto a la angustia de la alienación global, los jóvenes lanzaron
desde París un mensaje: la fe en Cristo crucificado y resucitado puede
fundar una fraternidad nueva, en la que todos nos aceptamos
mutuamente porque nos amamos.
5. Al final de la gran concelebración, durante la plegaria del Ángelus,
tuve la alegría de anunciar la próxima proclamación de santa Teresa
de Lisieux como doctora de la Iglesia. Teresa, joven también, como los
participantes en la Jornada mundial, comprendió de modo admirable el
anuncio asombroso del amor de Dios, recibido como don y vivido con
la humilde confianza y la sencillez de los pequeños que, en Jesucristo,
se abandonan totalmente al Padre. Y se convirtió en su maestra
autorizada para el presente y el futuro de la Iglesia.
Lo que hemos vivido juntos en París los días pasados ha sido un
extraordinario acontecimiento de esperanza, una esperanza que del
corazón de los jóvenes se ha irradiado a todo el mundo. Oremos para
que el impulso de tantos chicos y chicas, procedentes de los cuatro
ángulos de la tierra, prosiga y dé frutos abundantes en la Iglesia
siempre joven del nuevo milenio.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular,
a las religiosas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, a los
alumnos del colegio San Judas Tadeo de Costa Rica, así como a los
demás grupos de España, México, Chile?y Argentina. A todos os
imparto de corazón la bendición apostólica.
(En eslovaco)
En estos días he experimentado una gran alegría en el encuentro con
los jóvenes en París. La Iglesia de los jóvenes ha mostrado su amor a
Cristo. Tratad vosotros también de conocerlo mejor. En este empeño
os confirme vuestra peregrinación a Roma y la bendición apostólica,
que de corazón os imparto a vosotros y a todos los jóvenes que
mañana comenzarán el encuentro nacional eslovaco de la juventud en
Koice.
(En húngaro)
La semana pasada hemos celebrado en París la XII Jornada mundial
de la juventud; allí me he encontrado también con los jóvenes
húngaros. Dicho acontecimiento ha sido una gran experiencia
espiritual no sólo para la juventud, sino también para mí. Ojalá que la
Iglesia en Hungría atraiga a los jóvenes.
(En esloveno)
Vuestra peregrinación a la ciudad eterna es la continuación de la
peregrinación de los jóvenes, del pueblo de Dios y de toda la
humanidad hacia el gran jubileo del año 2000. En París he
recomendado a los jóvenes que lleven la esperanza a la generación
actual. Lo mismo os repito también a vosotros y deseo que en estos
días fortifiquéis vuestra fe en Jesucristo. Es él el Redentor del mundo,
que da pleno sentido a la vida del hombre. ¡Con Cristo, encaminaos
valientemente hacia el tercer milenio cristiano, del que deberéis ser
protagonistas!.
(A los profesores y estudiantes de la escuela de enfermeros de
Dubrovnik)
Es necesario no sólo conocer bien la fe, sino también profundizar la
pertenencia a la Iglesia y desarrollar continuamente la conciencia de
la responsabilidad de cada uno en su crecimiento y en su progreso. A
esto se añade el compromiso real en la edificación de la sociedad en
la que el bautizado vive y trabaja.
(En italiano)
Me dirijo ahora a los jóvenes, enfermos y recién casados presentes en
esta audiencia. Queridísimos, hoy y mañana la liturgia hace memoria
de dos grandes santos; santa Mónica y san Agustín, unidos en la tierra
por vínculos familiares y en el cielo por el mismo destino de gloria.
Que su ejemplo e intercesión os impulse, jóvenes, a la búsqueda
sincera y apasionada de la verdad evangélica; a vosotros, enfermos,
desvele el valor redentor del sufrimiento ofrecido a Dios en unión con
el sacrificio de la cruz; y a vosotros, recién casados, os sostenga en el
generoso testimonio de la gratuidad y fecundidad del amor de Dios.
Miércoles 3 de septiembre de 1997
La Virgen María, modelo de la santidad de la Iglesia
1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que
existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y
presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada » (Ef 5, 2527).
El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda
que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección»,
mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado
para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).
Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María, a
pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que
Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes
reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de
toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por
Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del
pecado» (Rm 8, 2), pueden aún caer en la tentación, y la fragilidad
humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas
veces», afirma la carta de Santiago (St 3, 2). Por esto, el concilio de
Trento enseña: «Nadie puede en su vida entera evitar todos los
pecados, aun los veniales » (DS 1.573). Con todo, la Virgen
inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio,
constituye una excepción a esa regla (cf. ib.).
2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la
comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan
cada día por alcanzarla.
En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por
la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes ». El Concilio afirma
que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la
luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más
íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica
cada vez más con su Esposo» (Lumen gentium, 65).
Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don
maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por
imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al
mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial» (Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la
comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se
realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se
caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por
una entrega total a la obra redentora que él realizó.
La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en
el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del
sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo,
se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz
del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las
contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el
misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena
configuración con él.
3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,
45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de
confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos,
aceptando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca
todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la
Iglesia.
Su ejemplo anima al pueblo de Dios a practicar su fe, y a profundizar y
desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los
acontecimientos de la salvación.
María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia.
Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta primeramente su
esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer.
La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo, a la espera de
la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre
de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las
persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los
creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza,
que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino, sosteniéndolos
en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas,
de la historia.
En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad.
Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana,
descubrimos que la unanimidad de los corazones, que se manifestó en
la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen
santísima (cf. Hch 1, 14). Precisamente gracias a la caridad irradiante
de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la
concordia y el amor fraterno.
4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña
María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las
siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón
mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo
y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca
también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida
ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que
colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los
hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).
Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad,
con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la
Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y
a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el
Evangelio.
Saludos
(El día 1 de septiembre de 1939 estalló la segunda guerra mundial, que
originó inmensos sufrimientos y penalidades, en particular a la nación
polaca. El Papa Juan Pablo II, que tenía 19 años, vivió de forma directa
esa triste experiencia. Dirigiéndose a los peregrinos polacos
presentes en la plaza de San Pedro, se refirió al inicio de esa gran
guerra, y pidió a los fieles que encomendaran en su oración a María a
todas las personas que sufren)
Amadísimos hermanos, no puedo por menos de recordar hoy el 1 de
septiembre de 1939, cuando estalló la segunda guerra mundial, y toda
la experiencia de esa guerra mundial en nuestra patria.
Hoy es 3 de septiembre, que aquel año cayó en domingo. La guerra ya
había comenzado y el ejército alemán se estaba acercando a
Cracovia.
En esta ocasión nos dirigimos de modo particular a la Virgen María,
Reina de Polonia, con las palabras del canto: «¡Cuánto has sufrido,
María, al pie de la cruz de tu Hijo!». Y, recordando sus sufrimientos al
pie de la cruz, le encomendamos nuestra patria y sobre todo a las
personas que sufren. Pidámosle a ella que abrevie sus sufrimientos. Y
para los que no saben afrontarlos pidámosle el don de la
perseverancia y de la victoria.
El canto dedicado a la Madre de Dios, Reina de Polonia, es una
especie de relato histórico de nuestras experiencias del año 1939 y de
toda la guerra mundial, que nos costó tantas tribulaciones, tantos
sufrimientos y sacrificios, necesarios para conseguir la victoria final.
Hoy, y en estos días, encomendemos a Dios de modo particular
nuestra patria. ¡Alabado sea Jesucristo!
(En español)
Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española. De
modo particular, a los fieles de El Salvador, a los jóvenes del Ecuador,
así como a los demás grupos de México, España, Panamá, Venezuela y
Chile. A todos os invito a poner los ojos del corazón en María, modelo
de caridad y de esperanza para la Iglesia, mientras os imparto con
afecto la bendición apostólica.
(En croata)
La preparación al gran jubileo exige también el descubrimiento de la
vocación de los cristianos a la santidad. Por tanto, es necesario
suscitar en cada uno de los fieles un verdadero anhelo de santidad,
que es una de las características típicas del vivir y del actuar de los
cristianos, y que manifiesta la naturaleza de la Iglesia.
(En italiano)
Me es grato dirigir mi saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados aquí presentes.
Jesucristo es el modelo del hombre perfecto y la fuente de nuestra
alegría. Vosotros, queridos jóvenes, sed la luz que brilla dando
testimonio de él, camino, verdad y vida; vosotros, queridos enfermos,
unid en la Eucaristía el ofrecimiento de vosotros mismos al de Jesús
redentor; y vosotros, queridos recién casados, vivid en familia abiertos
a los dones del Espíritu, para que el Señor ilumine siempre vuestro
camino conyugal.
Miércoles 10 de septiembre de 1997
La Virgen María, modelo de la Iglesia en el culto divino
1. En la exhortación apostólica Marialis cultus el siervo de Dios Pablo
VI, de venerada memoria, presenta a la Virgen como modelo de la
Iglesia en el ejercicio del culto. Esta afirmación constituye casi un
corolario de la verdad que indica en María el paradigma del pueblo de
Dios en el camino de la santidad: «La ejemplaridad de la santísima
Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como
modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y
de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior
con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su
Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno» (n. 16).
2. Aquella que en la Anunciación manifestó total disponibilidad al
proyecto divino, representa para todos los creyentes un modelo
sublime de escucha y de docilidad a la palabra de Dios.
Respondiendo al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), y
declarándose dispuesta a cumplir de modo perfecto la voluntad del
Señor, María entra con razón en la bienaventuranza proclamada por
Jesús: «Dichosos (...) los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen» (Lc 11, 28).
Con esa actitud, que abarca toda su existencia, la Virgen indica el
camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento
esencial del culto, que caracteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo
permite comprender que el culto no consiste ante todo en expresar los
pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la
escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla
operativa en la vida diaria.
3. Toda celebración litúrgica es memorial del misterio de Cristo en su
acción salvífica por toda la humanidad, y quiere promover la
participación personal de los fieles en el misterio pascual expresado
nuevamente y actualizado en los gestos y en las palabras del rito.
María fue testigo de los acontecimientos de la salvación en su
desarrollo histórico, culminado en la muerte y resurrección del
Redentor, y guardó «todas estas cosas, y las meditaba en su corazón »
(Lc 2, 19).
Ella no se limitaba a estar presente en cada uno de los
acontecimientos; trataba de captar su significado profundo,
adhiriéndose con toda su alma a cuanto se cumplía misteriosamente
en ellos.
Por tanto, María se presenta como modelo supremo de participación
personal en los misterios divinos. Guía a la Iglesia en la meditación del
misterio celebrado y en la participación en el acontecimiento de
salvación, promoviendo en los fieles el deseo de una íntima comunión
personal con Cristo, para cooperar con la entrega de la propia vida a la
salvación universal.
4. María constituye, además, el modelo de la oración de la Iglesia. Con
toda probabilidad, María estaba recogida en oración cuando el ángel
Gabriel entró en su casa de Nazaret y la saludó. Este ambiente de
oración sostuvo ciertamente a la Virgen en su respuesta al ángel y en
su generosa adhesión al misterio de la Encarnación.
En la escena de la Anunciación, los artistas han representado casi
siempre a María en actitud orante. Recordemos, entre todos, al beato
Angélico. De aquí proviene, para la Iglesia y para todo creyente, la
indicación de la atmósfera que debe reinar en la celebración del culto.
Podemos añadir asimismo que María representa para el pueblo de Dios
el paradigma de toda expresión de su vida de oración. En particular,
enseña a los cristianos cómo dirigirse a Dios para invocar su ayuda y
su apoyo en las varias situaciones de la vida.
Su intercesión materna en las bodas de Caná y su presencia en el
cenáculo junto a los Apóstoles en oración, en espera de Pentecostés,
sugieren que la oración de petición es una forma esencial de
cooperación en el desarrollo de la obra salvífica en el mundo.
Siguiendo su modelo, la Iglesia aprende a ser audaz al pedir, a
perseverar en su intercesión y, sobre todo, a implorar el don del
Espíritu Santo (cf. Lc 11, 13).
5. La Virgen constituye también para la Iglesia el modelo de la
participación generosa en el sacrificio. En la presentación de Jesús en
el templo y, sobre todo, al pie de la cruz, María realiza la entrega de sí,
que la asocia como Madre al sufrimiento y a las pruebas de su Hijo.
Así, tanto en la vida diaria como en la celebración eucarística, la
«Virgen oferente» (Marialis cultus, 20) anima a los cristianos a
«ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de
Jesucristo» (1 P 2, 5).
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en especial a
las Hermanas Mercedarias de la Caridad, reunidas en asamblea
general, así como a los diversos grupos venidos de España, México,
Uruguay, Argentina y Colombia. Saludo también a la tripulación del
buque escuela «Gloria» de la Marina militar colombiana. Que el
ejemplo de la Virgen María os ayude a participar más intensamente en
el culto que la Iglesia ofrece a Dios. A todos os imparto con afecto la
bendición apostólica. Muchas gracias.
(A los peregrinos eslovacos)
Os estáis preparando para celebrar a vuestra principal patrona, la
Madre Dolorosa. Hace dos años, en Šaštin, cuando puse la corona de
oro en su cabeza, os dije: “Ella desea que la acojáis en vuestra casa,
en cada casa eslovaca, en la vida de toda la nación”. Lo mismo os digo
también hoy: sed un pueblo mariano, para que podáis pertenecer mejor
a Cristo.
(A los miembros de la «Consulta nacional italiana de las Fundaciones
antiusura »)
Sé cuán preocupante es el fenómeno de la usura que, por desgracia,
está difundido en muchas ciudades y presenta aspectos dramáticos
para las familias implicadas en él. Sé también con cuánta tenacidad,
aun en medio de muchas dificultades, tratáis de unir vuestros
esfuerzos para contener un sistema tan injusto, que interpela
fuertemente a las comunidades civiles y eclesiales. Animo y bendigo
la obra altamente meritoria que vuestra Consulta nacional está
realizando para poner fin a esta explotación despiadada de las
necesidades ajenas, y dar así esperanza a quien se halla envuelto en
la red de desaprensivos usureros. Amadísimos hermanos y hermanas,
continuad luchando contra esta tremenda plaga social, sostenidos por
la conciencia de que con vosotros actúa el Señor, que “librará al pobre
suplicante, al desdichado y al que nadie ampara” (Sal 72, 12).
Deseo, ahora, saludar a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados, y os invito a cada uno a dirigir vuestra mirada a la cruz de
Cristo, que el domingo próximo contemplaremos en la fiesta de su
Exaltación. Queridos jóvenes, que vuestro compromiso de seguir a
Jesús no se detenga frente a los inevitables sufrimientos que evoca el
misterio de la cruz. Vosotros, queridos enfermos, no dejéis nunca de
contemplar a Cristo crucificado, que salva al mundo ofreciendo su vida
por nosotros; y vosotros, queridos recién casados, testimoniad con la
entrega total de vosotros mismos el sentido profundo de la cruz de
Cristo.
Miércoles 17 de septiembre de 1997
María, Madre de la Iglesia
1. El concilio Vaticano II, después de haber proclamado a María
«miembro muy eminente», «prototipo» y «modelo» de la Iglesia,
afirma: «La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la honra
como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial» (Lumen
gentium, 53).
A decir verdad, el texto conciliar no atribuye explícitamente a la
Virgen el título de «Madre de la Iglesia», pero enuncia de modo
irrefutable su contenido, retomando una declaración que hizo, hace
más de dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bullarium
romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento, mi venerado predecesor, describiendo los
sentimientos filiales de la Iglesia que reconoce en María a su madre
amantísima, la proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido más bien raro, pero
recientemente se ha hecho más común en las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo cristiano. Los fieles
han invocado a María ante todo con los títulos de «Madre de Dios»,
«Madre de los fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación
personal con cada uno de sus hijos.
Posteriormente, gracias a la mayor atención dedicada al misterio de la
Iglesia y a las relaciones de María con ella, se ha comenzado a invocar
más frecuentemente a la Virgen como «Madre de la Iglesia».
La expresión está presente, antes del concilio Vaticano II, en el
magisterio del Papa León XIII, donde se afirma que María ha sido «con
toda verdad madre de la Iglesia» (Acta Leonis XIII, 15, 302).
Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias veces en las
enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.
3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se ha atribuido tarde a
María, expresa la relación materna de la Virgen con la Iglesia, tal
como la ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento.
María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su consentimiento
a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la formación de la
Iglesia.
María en Caná, al solicitar a su Hijo el ejercicio del poder mesiánico,
da una contribución fundamental al arraigo de la fe en la primera
comunidad de los discípulos y coopera a la instauración del reino de
Dios, que tiene su «germen » e «inicio» en la Iglesia (cf. Lumen
gentium, 5).
En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la
obra de la salvación su contribución materna, que asume la forma de
un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.
Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», el
Crucificado proclama su maternidad no sólo con respecto al apóstol
Juan, sino también con respecto a todo discípulo. El mismo
Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para reunir en uno a los
hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52), indica en el
nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que María
está maternalmente asociada.
El evangelista san Lucas habla de la presencia de la Madre de Jesús
en el seno de la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 1, 14).
Subraya, así, la función materna de María con respecto a la Iglesia
naciente, en analogía con la que tuvo en el nacimiento del Redentor.
Así, la dimensión materna se convierte en elemento fundamental de la
relación de María con respecto al nuevo pueblo de los redimidos.
4. Siguiendo la sagrada Escritura, la doctrina patrística reconoce la
maternidad de María respecto a la obra de Cristo y, por tanto, de la
Iglesia, si bien en términos no siempre explícitos.
Según san Ireneo, María «se ha convertido en causa de salvación para
todo el género humano» (Adv. haer., III, 22, 4: PG 7, 959) y el seno puro
de la Virgen «vuelve a engendrar a los hombres en Dios» (Adv. haer.,
IV, 33, 11: PG 7, 1.080). Le hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una
Virgen ha engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha dado la
vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL 16, 1.198); y otros Padres, que
llaman a María «Madre de la salvación» (Severiano de Gabala, Or. 6 de
mundi creatione, 10: PG 54, 4; Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI,
620-621).
En el medievo, san Anselmo se dirige a María con estas palabras: «Tú
eres la madre de la justificación y de los justificados, la madre de la
reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los
salvados» (Or. 52, 8: PL 158, 957), mientras que otros autores le
atribuyen los títulos de «Madre de la gracia» y «Madre de la vida».
5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda
convicción de los fieles cristianos, que ven en María no sólo a la
madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles. Aquella que
es reconocida como madre de la salvación, de la vida y de la gracia,
madre de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho es
proclamada Madre de la Iglesia.
El Papa Pablo VI habría deseado que el mismo concilio Vaticano II
proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el
pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». Lo hizo él
mismo en el discurso de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de
noviembre de 1964), pidiendo, además, que «de ahora en adelante, la
Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este
gratísimo título » (AAS 56 [1964], 37).
De este modo, mi venerado predecesor enunciaba explícitamente la
doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Lumen gentium,
deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un
puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del
pueblo cristiano.
Saludos
(A los peregrinos checos)
El domingo hemos celebrado la fiesta de la Exaltación de la santa
Cruz. Jesucristo nos da la salvación, la vida y la resurrección. Sólo él
nos libra del pecado y nos salva. Que nuestro orgullo esté en la cruz
de nuestro Señor Jesucristo.
(A los peregrinos eslovacos)
Anteayer habéis celebrado en vuestra patria la fiesta de la Virgen de
los Dolores, patrona principal de vuestra nación. Ella orienta vuestra
atención hacia el Calvario. Allí, Jesús murió para redimirnos. Allí nos
encomendó, como hijos e hijas, a su Madre dolorosa. Renovad, aquí en
Roma, vuestra fe en Jesucristo, único redentor del hombre, y vuestra
confianza en la protección materna de la Virgen María.
(A los peregrinos croatas)
El Espíritu Santo, fuente y dador de toda santidad, también en
nuestros días sigue derramando sus dones, a fin de que en el rostro de
la Iglesia, de la que hemos sido hechos miembros por medio del
bautismo, resplandezca cada vez más “la luz de las gentes”, Cristo el
Señor. Según la expresión de los Padres, la Iglesia es el lugar “donde
florece el Espíritu”.
(En español)
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española provenientes
de España, México, Argentina, Venezuela y otros países
latinoamericanos. En particular, a los estudiantes del Colegio Pío
Latino Americano de Roma, así como a la coral de Puebla. Saludo
también al grupo de jueces federales argentinos. Que María haga
descender sobre vosotros la dicha del reino de Dios. A todos los
bendigo de corazón. Muchas gracias.
(En italiano)
Un pensamiento particular dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados. Al comienzo de un nuevo año escolar os invito,
queridos jóvenes, a vivir el compromiso del estudio como singular
oportunidad de desarrollo de los talentos que el Señor os ha confiado
para el bien de todos.
La Virgen Dolorosa, a la que hace dos días hemos recordado en la
liturgia, os ayude, queridos enfermos, a captar en el sufrimiento una
llamada especial a hacer de la existencia una misión para la salvación
de los hermanos, y a vosotros, queridos recién casados, os sostenga
en la aceptación de las cruces diarias como ocasiones providenciales
de crecimiento y purificación de vuestro amor.
Miércoles 24 de septiembre de 1997
La intercesión celestial de la Madre de la divina gracia
1. María es madre de la humanidad en el orden de la gracia. El concilio
Vaticano II destaca este papel de María, vinculándolo a su
cooperación en la redención de Cristo.
Ella, «por decisión de la divina Providencia, fue en la tierra la excelsa
Madre del divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la
humilde esclava del Señor» (Lumen gentium, 61).
Con estas afirmaciones, la constitución Lumen gentium pretende
poner de relieve, como se merece, el hecho de que la Virgen estuvo
asociada íntimamente a la obra redentora de Cristo, haciéndose «la
compañera» del Salvador «más generosa de todas».
A través de los gestos de cada madre, desde los más sencillos hasta
los más arduos, María coopera libremente en la obra de la salvación
de la humanidad, en profunda y constante sintonía con su divino Hijo.
2. El Concilio pone de relieve también que la cooperación de María
estuvo animada por las virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la
esperanza y la caridad, y se realizó bajo el influjo del Espíritu Santo.
Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le deriva el
don de la maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la obra
de la redención, que incluye la regeneración espiritual de la
humanidad, se convierte en madre de los hombres renacidos a vida
nueva.
Al afirmar que María es «nuestra madre en el orden de la gracia» (ib.),
el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se limita
solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en
sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26). Efectivamente, con estas
palabras el Crucificado, estableciendo una relación de intimidad entre
María y el discípulo predilecto, figura tipológica de alcance universal,
trataba de ofrecer a su madre como madre a todos los hombres.
Por otra parte, la eficacia universal del sacrificio redentor y la
cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de
Cristo, no tolera una limitación de su amor materno.
Esta misión materna universal de María se ejerce en el contexto de su
singular relación con la Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristiano,
más aún, hacia toda criatura humana, ella guía la fe de la Iglesia hacia
una acogida cada vez más profunda de la palabra de Dios, sosteniendo
su esperanza, animando su caridad y su comunión fraterna, y
alentando su dinamismo apostólico.
3. María, durante su vida terrena, manifestó su maternidad espiritual
hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función
suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a
prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio afirma
expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la
economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en
la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la
realización plena y definitiva de todos los escogidos» (Lumen gentium,
62).
Ella, tras entrar en el reino eterno del Padre, estando más cerca de su
divino Hijo y, por tanto, de todos nosotros, puede ejercer en el Espíritu
de manera más eficaz la función de intercesión materna que le ha
confiado la divina Providencia.
4. El Padre ha querido poner a María cerca de Cristo y en comunión
con él, que puede «salvar perfectamente a los que por él se llegan a
Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor » (Hb 7, 25):
a la intercesión sacerdotal del Redentor ha querido unir la intercesión
maternal de la Virgen. Es una función que ella ejerce en beneficio de
quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y,
sobre todo, de la salvación eterna: «Con su amor de Madre cuida de
los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre
angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso la
santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada,
Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (Lumen gentium, 62).
Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a
comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del
Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.
5. El título de «Abogada» se remonta a san Ireneo. Tratando de la
desobediencia de Eva y de la obediencia de María, afirma que en el
momento de la Anunciación «La Virgen María se convierte en
Abogada» de Eva (Adv. haer. V, 19, 1: PG VII, 1.175-1.176).
Efectivamente, con su «sí» defendió y liberó a la progenitora de las
consecuencias de su desobediencia, convirtiéndose en causa de
salvación para ella y para todo el género humano.
María ejerce su papel de «Abogada», cooperando tanto con el Espíritu
Paráclito como con Aquel que en la cruz intercedía por sus
perseguidores (cf. Lc 23, 34) y al que Juan llama nuestro «abogado
ante el Padre» (cf. 1 Jn 2, 1). Como madre, ella defiende a sus hijos y
los protege de los daños causados por sus mismas culpas.
Los cristianos invocan a María como «Auxiliadora», reconociendo su
amor materno, que ve las necesidades de sus hijos y está dispuesto a
intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la salvación
eterna.
La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se hallan
en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla
como «Socorro». La misma confiada certeza se expresa en la más
antigua oración mariana con las palabras: «Bajo tu amparo nos
acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te
dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de
todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita» (Breviario romano).
Como mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos,
nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos, intercediendo
continuamente en nuestro favor.
Saludos
Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española. En
especial a los fieles de las diócesis aragonesas y de Osma-Soria, que
acompañan a sus obispos con motivo de su visita «ad Limina »; al
grupo de la Organización nacional de ciegos de España, así como a los
peregrinos de Costa Rica y al grupo de la Academia de Guerra del
Ejército de Chile. A vosotros y a vuestras familias imparto de corazón
la bendición apostólica.
(En italiano)
Saludo, ahora, a los jóvenes, a los enfermos, y a los recién casados
aquí presentes. Os invito a rezar por el Congreso eucarístico que se
está celebrando esta semana en Bolonia. Os invito, queridos jóvenes,
a reavivar vuestra fe en la Eucaristía; os exhorto, queridos enfermos, a
ofrecer todos vuestros sufrimientos en unión espiritual con el
sacrificio de Cristo; y os animo a vosotros, queridos recién casados, a
ser fieles a la misa dominical.
Miércoles 1 de octubre de 1997
María Mediadora
1. Entre los títulos atribuidos a María en el culto de la Iglesia, el
capítulo VIII de la Lumen gentium recuerda el de «Mediadora». Aunque
algunos padres conciliares no compartían plenamente esa elección
(cf. Acta Synodalia III, 8, 163-164), este apelativo fue incluido en la
constitución dogmática sobre la Iglesia, confirmando el valor de la
verdad que expresa. Ahora bien, se tuvo cuidado de no vincularlo a
ninguna teología de la mediación, sino sólo de enumerarlo entre los
demás títulos que se le reconocían a María.
Por lo demás, el texto conciliar ya refiere el contenido del título de
«Mediadora » cuando afirma que María «continúa procurándonos con
su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna » (Lumen
gentium, 62).
Como recuerdo en la encíclica Redemptoris Mater, «la mediación de
María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter
específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas»
(n. 38).
Desde este punto de vista, es única en su género y singularmente
eficaz.
2. El mismo Concilio quiso responder a las dificultades manifestadas
por algunos padres conciliares sobre el término «Mediadora»,
afirmando que María «es nuestra madre en el orden de la gracia»
(Lumen gentium, 61). Recordemos que la mediación de María es
cualificada fundamentalmente por su maternidad divina. Además, el
reconocimiento de su función de mediadora está implícito en la
expresión «Madre nuestra», que propone la doctrina de la mediación
mariana, poniendo el énfasis en la maternidad. Por último, el título
«Madre en el orden de la gracia» aclara que la Virgen coopera con
Cristo en el renacimiento espiritual de la humanidad.
3. La mediación materna de María no hace sombra a la única y
perfecta mediación de Cristo. En efecto, el Concilio, después de
haberse referido a María «mediadora», precisa a renglón seguido: «Lo
cual sin embargo, se entiende de tal manera que no quite ni añada
nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único Mediador» (ib., 62). Y
cita, a este respecto, el conocido texto de la primera carta a Timoteo:
«Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo
como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6).
El Concilio afirma, además, que «la misión maternal de María para con
los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única
mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia» (Lumen gentium,
60).
Así pues, lejos de ser un obstáculo al ejercicio de la única mediación
de Cristo, María pone de relieve su fecundidad y su eficacia. «En
efecto, todo el influjo de la santísima Virgen en la salvación de los
hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que
Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de
Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella
saca toda su eficacia » (ib.).
4. De Cristo deriva el valor de la mediación de María y, por
consiguiente, el influjo saludable de la santísima Virgen «favorece, y
de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con
Cristo» (ib.).
La intrínseca orientación hacia Cristo de la acción de la «Mediadora»
impulsa al Concilio a recomendar a los fieles que acudan a María
«para que, apoyados en su protección maternal, se unan más
íntimamente al Mediador y Salvador » (ib., 62).
Al proclamar a Cristo único Mediador (cf. 1 Tm 2, 5-6), el texto de la
carta de san Pablo a Timoteo excluye cualquier otra mediación
paralela, pero no una mediación subordinada. En efecto, antes de
subrayar la única y exclusiva mediación de Cristo, el autor recomienda
«que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos los hombres» (1 Tm 2, 1). ¿No son, acaso, las oraciones una
forma de mediación? Más aún, según san Pablo, la única mediación de
Cristo está destinada a promover otras mediaciones dependientes y
ministeriales. Proclamando la unicidad de la de Cristo, el Apóstol
tiende a excluir sólo cualquier mediación autónoma o en competencia,
pero no otras formas compatibles con el valor infinito de la obra del
Salvador.
5. Es posible participar en la mediación de Cristo en varios ámbitos de
la obra de la salvación. La Lumen gentium, después de afirmar que
«ninguna criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el
Verbo encarnado y Redentor», explica que las criaturas pueden
ejercer algunas formas de mediación en dependencia de Cristo. En
efecto, asegura: «así como en el sacerdocio de Cristo participan de
diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así
como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de
distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no
excluye sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que
participa de la única fuente» (n. 62).
En esta voluntad de suscitar participaciones en la única mediación de
Cristo se manifiesta el amor gratuito de Dios que quiere compartir lo
que posee.
6. ¿Qué es, en verdad, la mediación materna de María sino un don del
Padre a la humanidad? Por eso, el Concilio concluye: «La Iglesia no
duda en atribuir a María esta misión subordinada, la experimenta sin
cesar y la recomienda al corazón de sus fieles» (ib.).
María realiza su acción materna en continua dependencia de la
mediación de Cristo y de él recibe todo lo que su corazón quiere dar a
los hombres.
La Iglesia, en su peregrinación terrena, experimenta «continuamente»
la eficacia de la acción de la «Madre en el orden de la gracia».
Saludos
(En checo)
El domingo pasado la Iglesia checa ha festejado a su patrón, san
Wenceslao. Él no estaba apegado a su origen noble, sino que se
gloriaba de su proveniencia celestial, de la llamada a la perfección
que le confirió el bautismo. Queridos amigos, permaneced fieles a su
herencia espiritual.
(A los peregrinos eslovacos)
Al comienzo del mes de octubre quiero exhortaros a rezar la plegaria
del rosario. Es un modo fácil de rezar juntos en familia.
Experimentaréis que la familia que reza unida permanece unida.
Confiad en la ayuda de la Virgen María, que es la Reina de las familias.
Yo rezo por vosotros y os imparto de corazón la bendición apostólica,
que extiendo a todas las familias que se hallan en Eslovaquia.
(En español)
Deseo saludar con afecto a los visitantes de lengua española, en
particular a los miembros de la Fuerza Aérea Venezolana, así como a
los grupos venidos de España, México, Costa Rica, Chile y Argentina, y
a los fieles de la Misión católica española de Colonia. Al
encomendaros a todos a la Virgen María, nuestra «Madre en el orden
de la gracia», os imparto de corazón la bendición apostólica.
(En italiano)
Dirijo ahora un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos, y a los
recién casados. Muchos son los motivos de reflexión y oración que
esta mañana quisiera proponeros. Ante todo, dar gracias al Señor por
el Congreso eucarístico nacional de Bolonia, que se concluyó el
domingo pasado y que ha sido un testimonio coral de fe en el misterio
de la Eucaristía. En segundo lugar, el recuerdo de santa Teresa del
Niño Jesús, joven monja de clausura de Lisieux, a quien el próximo 19
de octubre proclamaré doctora de la Iglesia. Su memoria litúrgica de
hoy nos introduce en el mes dedicado a las misiones y nos invita a
tomar cada vez mayor conciencia de nuestra vocación misionera.
Además, mañana marcharé para Brasil, a fin de tomar parte en el
Encuentro mundial con las familias, que se celebrará en Río de Janeiro
en los próximos días 4 y 5 de octubre. Constituirá una nueva
oportunidad para volver a proponer los valores fundamentales de la
donación recíproca de los cónyuges, del amor a los hijos y del servicio
a la vida. Os pido a todos que unáis vuestras oraciones, queridos
jóvenes, queridos enfermos y especialmente vosotros, queridos recién
casados, a fin de que Dios conceda a las familias cristianas la gracia
de testimoniar con gozoso empeño el misterio de Dios y de la Iglesia
para el bien de toda la humanidad.
(En portugués)
Saludo a los peregrinos de lengua portuguesa, especialmente a un
grupo de brasileños aquí presentes. Ya en la perspectiva inmediata del
II Encuentro mundial con las familias, suplico a todos que recen por
los frutos de mi viaje a Brasil. Será una oportunidad inigualable de
reflexión, testimonio y oración para que numerosas familias cristianas
y no cristianas se compenetren cada vez más con los valores
centrales de la donación mutua de los cónyuges y del amor a los hijos,
que constituyen la base de estos núcleos prioritarios de la sociedad
humana. A las familias cristianas que tendré la alegría de encontrar a
partir de mañana en Río de Janeiro, y a aquellas que seguirán el
acontecimiento a través de los medios de comunicación, les deseo
que el Señor les conceda el don de ser testigos vivos del misterio del
amor de Cristo y de la Iglesia para el bien de todos los pueblos y
naciones.
Que la Virgen Aparecida, a la que en la catequesis de hoy acabamos
de contemplar en su función de Mediadora, sea portadora de paz y
concordia a todos los hogares, con las bendiciones de Dios.
Llamamiento en favor de las martirizadas poblaciones de Argelia y de
Congo-Brazzaville
En el mes de octubre, que comienza precisamente hoy, la oración del
rosario nos llevará a menudo a invocar a María, Reina de la paz. A ella
confío en particular las martirizadas poblaciones de Argelia.
Por intercesión de la Virgen santísima, pidamos al Señor que se
encuentren la voluntad y los modos para romper la cruel cadena de
violencia y sanar las innumerables y profundas heridas.
Al mismo tiempo, os invito a rezar por el Congo-Brazzaville, donde el
ya largo y sangriento conflicto experimenta estas semanas un nuevo
recrudecimiento, mientras que la mediación nacional e internacional
se debilita. Exhorto vivamente a los contendientes y a la comunidad
internacional a hallar un entendimiento pacífico, antes de que el país y
la población sufran destrucciones y lutos mayores. Espero que se
llegue rápidamente al cese de hostilidades, como primer paso para la
solución negociada de la crisis.
Miércoles 8 de octubre de 1997
Encuentro con las familias en Río de Janeiro
1. «La familia: don y compromiso, esperanza de la humanidad» fue el
tema del II Encuentro mundial con las familia, que tuvo lugar los días
pasados en Río de Janeiro (Brasil). Tengo aún en mis ojos y en mi
corazón las imágenes y las emociones de este acontecimiento, que
constituye una de las etapas más significativas del camino de la
Iglesia hacia el gran jubileo del año 2000.
Doy profundamente gracias a Dios que, después de la Jornada mundial
de la juventud, celebrada en París, me ha concedido la alegría de vivir
esta cita con las familias. ¡Al lado de los jóvenes, la familia! Sí, porque,
si es verdad que los jóvenes son el futuro, también es verdad que la
humanidad no tiene futuro sin la familia. Para asimilar los valores que
dan sentido a la existencia, las nuevas generaciones necesitan nacer
y crecer en esa comunidad de vida y amor que Dios mismo ha querido
para el hombre y para la mujer, en esa «iglesia doméstica» que
constituye la arquitectura divina y humana prevista para el desarrollo
armónico de toda persona que viene a este mundo.
El Encuentro con las familias del mundo me ha brindado la feliz
ocasión de visitar por tercera vez la tierra brasileña. Así he podido
volver a encontrarme con ese pueblo tan querido a la Iglesia y a mí
personalmente, pueblo rico en historia, cultura y humanidad, así como
en fe y esperanza. La ciudad de Río de Janeiro, símbolo de las bellezas
de Brasil y, a la vez, de sus contradicciones, ha ofrecido al encuentro
un marco muy significativo, caracterizado por la presencia de diversas
etnias y culturas. Desde la cima del Corcovado, la gran estatua de
Cristo, con los brazos abiertos, parecía decir a las familias del mundo
entero: ¡Venid a mí!
Expreso mi agradecimiento al presidente de la República, con quien
mantuve en Río un cordial coloquio: a él, así como a las autoridades
civiles y militares de la nación, les renuevo mi gratitud por su calurosa
acogida. También al cardenal Eugênio de Araújo Sales, arzobispo de
San Sebastián de Río de Janeiro y al Episcopado brasileño,
valientemente comprometido en favor de la causa de la familia, le
manifiesto mi agradecimiento, que extiendo a cuantos han contribuido
al éxito de esta gran fiesta de amor y de vida. Invoco sobre el pueblo
brasileño la constante bendición del Señor, para que, con el esfuerzo
de todos, la nación crezca en la justicia y en la solidaridad.
2. La asamblea de Río fue el segundo gran Encuentro mundial de las
familias con el Papa. El primero tuvo lugar en Roma, el año 1994, con
ocasión del Año internacional de la familia. Estas citas, que la Iglesia
organiza a escala mundial, expresan la voluntad y el compromiso del
pueblo de Dios de avanzar unido por un «camino» privilegiado: el
«camino » del Evangelio, el «camino» de la paz, el «camino» de los
jóvenes y, en este caso, el «camino» de la familia.
Sí, la familia es, de modo eminente, «camino de la Iglesia», que
reconoce en ella un elemento esencial e imprescindible del plan de
Dios sobre la humanidad. La familia es lugar privilegiado de desarrollo
personal y social. Quien promueve a la familia, promueve al hombre;
quien la ataca, ataca al hombre. En torno a la familia y a la vida se
juega hoy un reto fundamental, que afecta a la misma dignidad del
hombre.
3. Por esto, la Iglesia siente la necesidad de testimoniar a todos la
belleza del plan de Dios sobre la familia, señalando en ella la
esperanza de la humanidad. La gran asamblea de Río de Janeiro ha
tenido esta finalidad: proclamar ante el mundo entero la «buena
nueva» sobre la familia. Es un testimonio que han dado hombres y
mujeres, padres e hijos de culturas y lenguas diversas, unificados por
la adhesión al evangelio del amor de Dios en Cristo.
El matrimonio y la familia fueron objeto de profunda reflexión en el
Congreso teológico-pastoral, que he tenido la satisfacción de
clausurar, dirigiendo a los participantes un discurso sobre la
centralidad que estos temas deben asumir en la pastoral de la Iglesia.
En Río, en el gran estadio de Maracaná, resonó, por decir así, la
«sinfonía» de la familia: sinfonía única, pero que se manifestó según
modalidades culturales diversas. Fundamento común de todas las
experiencias fue siempre el sacramento del matrimonio, tal como la
Iglesia lo conserva sobre la base de la divina Revelación.
En las celebraciones eucarísticas —tanto en la que tuvo lugar en la
catedral, como sobre todo en la del domingo en la explanada de
Flamengo— resonaron las palabras de la sagrada Escritura que
constituyen la base de la concepción cristiana de la familia, palabras
escritas en el libro del Génesis y confirmadas por Cristo en el
Evangelio: «El Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer, y
dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne» (Mt 19, 4-5). «De manera que
—añade Jesús— ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que
Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Esta es la verdad sobre el
matrimonio, sobre la que se funda la verdad de la familia. Aquí se halla
el secreto de su éxito y, a la vez, la fuente de su misión, que consiste
en hacer que resplandezca en el mundo un reflejo del amor de Dios,
uno y trino, creador y redentor de la vida.
Así, el encuentro de Río ha sido una elocuente «epifanía» de la familia,
que se ha manifestado en la variedad de sus expresiones
contingentes, pero también en la unicidad de su identidad sustancial:
la de una comunión de amor, fundada en el matrimonio y llamada a ser
santuario de la vida, pequeña iglesia y célula de la sociedad. Del
estadio Maracaná de Río de Janeiro, transformado casi en una
inmensa catedral, se lanzó al mundo un mensaje de esperanza,
fundado en experiencias vividas: es posible y gozoso, aunque
comprometedor, vivir el amor fiel, abierto a la vida; es posible
participar en la misión de la Iglesia y en la construcción de la
sociedad.
Deseo hacer que este mensaje resuene hoy, al término del sexto viaje
internacional de este año. Ojalá que, gracias a la ayuda de Dios y a la
especial protección de María, Reina de la familia, la experiencia vivida
en Río de Janeiro sea prenda del renovado itinerario de la Iglesia a lo
largo del «camino» privilegiado de la familia, y que sea también
auspicio de una creciente atención por parte de la sociedad a la causa
de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización.
Saludos
(A los peregrinos lituanos)
Que vuestra estancia en Roma, el recogimiento y la oración junto a la
sede de Pedro hagan más fuerte vuestra esperanza y la caridad
fraterna.
(A un grupo de estudiantes eslovacos)
Con gusto recuerdo el encuentro con los jóvenes en París, su
entusiasmo por Cristo. Que vuestra peregrinación a Roma reavive
también en vosotros un entusiasmo semejante. Encontraos a menudo
con Jesús en la Eucaristía y en el Evangelio, porque cuanto más lo
conozcáis, más lo amaréis. Él enriquecerá vuestra vida.
(A varios grupos de croatas)
Ojalá que aprendáis a encontrar en el Evangelio los valores
permanentes, que son el motivo de la verdadera alegría de la vida
humana.
(En español)
Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española. En
especial a los sacerdotes del Pontificio colegio mexicano, a los
integrantes del curso de perfeccionamiento de la Academia superior
de estudios penitenciarios de Argentina, así como a los demás grupos
de España, México, Puerto Rico, Uruguay y Chile. A todos los
presentes y a sus familias imparto de corazón la bendición apostólica,
que les ayude a encarnar y dar testimonio de los valores que brotan
del hogar de Nazaret.
(En italiano)
Dirijo ahora un saludo a todos los peregrinos de lengua italiana, en
particular a los jóvenes, a los enfermos, y a los recién casados. El mes
de octubre está dedicado de modo especial al santo rosario, antigua y
popularísima plegaria mariana.
Queridos jóvenes, aprended a conocer cada vez más profundamente a
Cristo, a través de la meditación de los misterios del rosario; vosotros,
queridos enfermos, acoged los misterios cristianos de la alegría y el
dolor que preceden a los de la gloria, en unión espiritual con María
santísima; y vosotros, queridos recién casados, no dejéis de alimentar
vuestra unión conyugal con el rezo del rosario en la intimidad de
vuestra familia, especialmente en este mes de octubre.
Miércoles 15 de octubre de 1997
El culto a la Virgen María
1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer» (Ga 4, 4). El culto mariano se funda en la admirable decisión
divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la
identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret.
El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la
obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una
actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo
engendró en el tiempo, cooperando así a la redención.
Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad
universal. Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre
celestial quiso revelar la dimensión —por decir así— materna de su
divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas.
En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí
tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27), daba ya anticipadamente a María a
todos los que recibirían la buena nueva de la salvación y ponía así las
premisas de su afecto filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los
cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre,
acogiéndola en su propia vida.
2. Los textos evangélicos atestiguan la presencia del culto mariano ya
desde los inicios de la Iglesia.
Los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen
recoger la atención particular que tenían hacia la Madre de Jesús los
judeocristianos, que manifestaban su aprecio por ella y conservaban
celosamente sus recuerdos.
En los relatos de la infancia, además, podemos captar las expresiones
iniciales y las motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las
exclamaciones de santa Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (...).
¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 42. 45).
Huellas de una veneración ya difundida en la primera comunidad
cristiana se hallan presentes en el cántico del Magníficat: «Desde
ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48). Al poner en
labios de María esa expresión, los cristianos le reconocían una
grandeza única, que sería proclamada hasta el fin del mundo.
Además, los testimonios evangélicos (cf. Lc 1, 34-35; Mt 1, 23 y Jn 1,
13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de
Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) atestiguan la particular
admiración de las primeras comunidades por la virginidad de María,
íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.
El evangelio de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al
final de la vida pública de su Hijo, da a entender que los primeros
cristianos tenían clara conciencia del papel que desempeña María en
la obra de la Redención con plena dependencia de amor de Cristo.
3. El concilio Vaticano II, al subrayar el carácter particular del culto
mariano, afirma: «María, exaltada por la gracia de Dios, después de su
Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre
de Dios, que participó en los misterios de Cristo, es honrada con razón
por la Iglesia con un culto especial » (Lumen gentium, 66).
Luego, aludiendo a la oración mariana del siglo III «Sub tuum
praesidium» —«Bajo tu amparo»— añade que esa peculiaridad aparece
desde el inicio: «En efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera
a la santísima Virgen con el título de Madre de Dios, bajo cuya
protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y
necesidades » (ib.).
4. Esta afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los
Padres de la Iglesia, ya desde el siglo II.
En Roma, en las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la
primera representación de la Virgen con el Niño, mientras, al mismo
tiempo, san Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva
que con su fe y obediencia repara la incredulidad y la desobediencia
de la primera mujer. Según el Obispo de Lyon, no bastaba que Adán
fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva
fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la
importancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento
a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que
continuará a lo largo de los siglos cristianos.
5. El culto mariano se manifestó al principio con la invocación de
María como «Theotókos», título que fue confirmado de forma
autorizada, después de la crisis nestoriana, por el concilio de Éfeso,
que se celebró en el año 431.
La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante
de Nestorio, que llegó a negar la maternidad divina de María, y la
posterior acogida gozosa de las decisiones del concilio de Éfeso
testimonian el arraigo del culto a la Virgen entre los cristianos. Sin
embargo, «sobre todo desde el concilio de Éfeso, el culto del pueblo
de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y amor,
en oración e imitación » (Lumen gentium, 66). Se expresó
especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios
del siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos»,
celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente se
convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.
Además, bajo el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se
instituyeron las fiestas de la Natividad, la Concepción y la
Presentación, que contribuyeron notablemente a destacar algunos
aspectos importantes del misterio de María.
6. Podemos decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta
nuestros días con admirable continuidad, alternando períodos
florecientes con períodos críticos, los cuales, sin embargo, han tenido
con frecuencia el mérito de promover aún más su renovación.
Después del concilio Vaticano II, el culto mariano parece destinado a
desarrollarse en armonía con la profundización del misterio de la
Iglesia y en diálogo con las culturas contemporáneas, para arraigarse
cada vez más en la fe y en la vida del pueblo de Dios peregrino en la
tierra.
Saludos
(En checo)
En casi todas las iglesias de vuestra patria se puede ver una estatua
de “Teresita”, como los devotos llaman a Santa Teresa del Niño Jesús.
¡A cuántas almas ha enseñado el “caminito” para seguir al grande e
incondicional amor a Dios, en estos cien años transcurridos desde su
muerte!
(En eslovaco)
El próximo domingo estará dedicado a las misiones católicas. Los
misioneros anuncian el evangelio de salvación. Cuando ayudáis a las
misiones, es signo de que consideráis el evangelio de Jesús como
preciosa riqueza espiritual y queréis compartirla con los demás. Rezad
por los misioneros, ayudad a las misiones. Os doy las gracias por esta
colaboración y os bendigo de corazón.
(A un grupo de croatas)
La Iglesia ha sido constituida por Dios como sacramento universal de
salvación (...). Es el pueblo de Dios, “unido por la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium, 4). A través de los
sacramentos, la Iglesia (...), por medio del Espíritu Santo, santifica al
hombre y lo lleva a la plenitud de la salvación.
(En español)
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en
especial al grupo de la diócesis de Nuestra Señora de la Altagracia, de
la República Dominicana, así como a los fieles venidos de España,
México, Costa Rica, Colombia, Argentina y otros países de
Latinoamérica. Que la Virgen María, tan venerada en vuestras tierras
bajo diversas advocaciones, os encamine a Cristo, única esperanza de
la humanidad. A todos os bendigo de corazón.
(En italiano)
(A varios grupos de religiosas de diferentes congregaciones, que están
celebrando su capítulo general)
Queridas hermanas, la asamblea capitular representa un momento
importante en la vida de vuestros institutos. Que el Señor os ilumine
para que toméis decisiones que ayuden a vuestras familias religiosas
a responder cada vez con mayor fidelidad y generosidad a la llamada
de Dios para el bien de la Iglesia y del mundo entero. Felicito a las que
han sido llamadas a guiar los destinos de las respectivas
congregaciones en los próximos años y os aseguro a cada una de
vosotras y a vuestras hermanas un constante recuerdo en la oración.
Dirijo ahora un pensamiento especial a los jóvenes, a los enfermos, y a
los recién casados aquí presentes y los invito a mirar a santa Teresa
de Jesús, cuya memoria litúrgica celebramos hoy.
Queridos jóvenes, que el ejemplo de esta gran contemplativa
constituya para vosotros una invitación a fortalecer cada día vuestro
espíritu en la oración.
Que la asidua meditación de la pasión de Cristo, que dio fuerza a santa
Teresa para superar todas las pruebas, os sostenga a vosotros,
queridos enfermos, y os haga capaces de ofrecer a Dios con ánimo
generoso el valioso sacrificio del sufrimiento.
Que la intercesión de santa Teresa os ayude también a vosotros,
queridos recién casados, a vivir vuestra vocación matrimonial, fijando
la mirada en Jesucristo, único Salvador del mundo. A todos imparto mi
bendición.
(Antes de terminar el encuentro, Juan Pablo II se refirió a la
celebración, el día 17 de octubre, de la Jornada mundial de lucha
contra la miseria)
La Iglesia, con gran respeto y afecto, está al lado de las personas a
las que la pobreza priva de su dignidad, de su vida familiar, de la
posibilidad de recibir una educación y de tener un trabajo. Son
hermanos nuestros a los que Cristo ama con particular predilección.
Ellos esperan nuestra solidaridad concreta.
Miércoles 22 de octubre de 1997
Naturaleza del culto mariano
1. El concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal
como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es
esencialmente diferente del culto de adoración, que se da al Verbo
encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece
muy poderosamente» (Lumen gentium, 66).
Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las
características del culto mariano. La veneración de los fieles a María,
aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al
culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de
éste. Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el
hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El
cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en
espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Al igual que al Padre, adora a Cristo,
Verbo encarnado, exclamando con el apóstol Tomás: «¡Señor mío y
Dios mío!» (Jn 20, 28). Por último, en el mismo acto de adoración
incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo nicenoconstantinopolitano.
Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y
contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura,
no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una
distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y
al Verbo encarnado.
Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad
cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos
tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente
diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere
del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas
las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente
(cf. Mt 22, 37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen
es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su
madre.
2. Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una
continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a
adorar a la santísima Trinidad.
El Concilio recuerda que la veneración de los cristianos a la Virgen
«favorece muy poderosamente» el culto que se rinde al Verbo
encarnado, al Padre y al Espíritu Santo. Asimismo, añade, en una
perspectiva cristológica, que «las diversas formas de piedad mariana
que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y
ortodoxa, según las circunstancias de tiempo y lugar, y según el
carácter y temperamento de los fieles, no sólo honran a la Madre.
Hacen también que el Hijo, Creador de todo (cf. Col 1, 15-16), en quien
"quiso el Padre eterno que residiera toda la plenitud" (Col 1, 19), sea
debidamente conocido, amado, glorificado, y que se cumplan sus
mandamientos» (Lumen gentium, 66).
Ya desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a
favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa
afirmar la divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al
proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe
en Cristo, verdadero Dios.
La misma conclusión del relato del primer milagro de Jesús, obtenido
en Caná por intercesión de María, pone de manifiesto que su acción
tiene como finalidad la glorificación de su Hijo. En efecto, dice el
evangelista: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus
señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,
11).
3. El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el
espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo.
Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los
creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura
de Dios Padre.
El misterio de la Virgen Madre pone de relieve la acción del Espíritu
Santo, que realizó en su seno la concepción del niño y guió
continuamente su vida.
Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la
piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción
del Espíritu Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.
4. Por último, el Concilio recuerda que el culto mariano es «del todo
singular » y subraya su diferencia con respecto a la adoración
tributada a Dios y con respecto a la veneración a los santos.
Posee una peculiaridad irrepetible, porque se refiere a una persona
única por su perfección personal y por su misión.
En efecto, son excepcionales los dones que el amor divino otorgó a
María, como la santidad inmaculada, la maternidad divina, la
asociación a la obra redentora y, sobre todo, al sacrificio de la cruz.
El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia
por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la
Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado
por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y
obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la
bienaventuranza eterna.
Saludos
Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española. De
modo particular, a las Religiosas Misioneras de Santo Domingo, a los
miembros del Institut industrial de Terrassa, a los fieles de Oropesa,
España, así como a los demás grupos de México, Argentina y Costa
Rica. A todos os invito a acudir con confianza a María, Madre de la
Iglesia y Madre de la humanidad, mientras os imparto con afecto la
bendición apostólica.
(En italiano)
Como sabéis, el domingo pasado proclamé Doctora de la Iglesia a
santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. A vosotros, queridos
jóvenes, la propongo como auténtica maestra de fe y de vida
evangélica; a vosotros, queridos enfermos, como modelo de
sufrimiento cristiano; y a vosotros, queridos recién casados, como
ejemplo de amor vivido en la existencia diaria.
Miércoles 29 de octubre de 1997
Devoción mariana y culto a las imágenes
1. Después de justificar doctrinalmente el culto a la santísima Virgen,
el concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a fomentarlo: «El
santo Concilio enseña expresamente esta doctrina católica. Al mismo
tiempo, anima a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten con
generosidad el culto a la santísima Virgen, sobre todo el litúrgico. Han
de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana
recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» (Lumen
gentium, 67). Con esta última afirmación, los padres conciliares, sin
entrar en detalles, querían reafirmar la validez de algunas oraciones
como el rosario y el Ángelus, practicadas tradicionalmente por el
pueblo cristiano y recomendadas a menudo por los Sumos Pontífices
como medios eficaces para alimentar la vida de fe y la devoción a la
Virgen.
2. El texto conciliar prosigue invitando a los creyentes a «observar
religiosamente los decretos del pasado acerca del culto a las
imágenes de Cristo, de la santísima Virgen y de los santos» (ib.)
Así vuelve a proponer las decisiones del segundo concilio de Nicea,
celebrado en el año 787, que confirmó la legitimidad del culto a las
imágenes sagradas, contra los iconoclastas, que las consideraban
inadecuadas para representar a la divinidad (cf. Redemptoris Mater,
33).
«Definimos con toda exactitud y cuidado —declaran los padres de ese
concilio— que de modo semejante a la imagen de la preciosa y
vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes,
tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente,
en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en
las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y
Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa
Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos
y venerables» (DS 600).
Recordando esa definición, la Lumen gentium quiso reafirmar la
legitimidad y la validez de las imágenes sagradas frente a algunas
tendencias orientadas a eliminarlas de las iglesias y santuarios, con el
fin de concentrar toda su atención en Cristo.
3. El segundo concilio de Nicea no se limita a afirmar la legitimidad de
las imágenes; también trata de explicar su utilidad para la piedad
cristiana: «Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por
medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los
que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el
saludo y adoración de honor» (DS 601).
Se trata de indicaciones que valen de modo especial para el culto a la
Virgen. Las imágenes, los iconos y las estatuas de la Virgen, que se
hallan en casas, en lugares públicos y en innumerables iglesias y
capillas, ayudan a los fieles a invocar su constante presencia y su
misericordioso patrocinio en las diversas circunstancias de la vida.
Haciendo concreta y casi visible la ternura maternal de la Virgen,
invitan a dirigirse a ella, a invocarla con confianza y a imitarla en su
ejemplo de aceptación generosa de la voluntad divina.
Ninguna de las imágenes conocidas reproduce el rostro auténtico de
María, como ya lo reconocía san Agustín (De Trinitate 8, 7); con todo,
nos ayudan a entablar relaciones más vivas con ella. Por consiguiente,
es preciso impulsar la costumbre de exponer las imágenes de María en
los lugares de culto y en los demás edificios, para sentir su ayuda en
las dificultades y la invitación a una vida cada vez más santa y fiel a
Dios.
4. Para promover el recto uso de las imágenes sagradas, el concilio de
Nicea recuerda que «el honor de la imagen se dirige al original, y el
que venera una imagen, venera a la persona en ella representada »
(DS 601).
Así, adorando en la imagen de Cristo a la Persona del Verbo
encarnado, los fieles realizan un genuino acto de culto, que no tiene
nada que ver con la idolatría.
De forma análoga, al venerar las representaciones de María, el
creyente realiza un acto destinado en definitiva a honrar a la persona
de la Madre de Jesús.
5. El Vaticano II, sin embargo, exhorta a los teólogos y predicadores a
evitar tanto las exageraciones cuanto las actitudes minimalistas al
considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Y añade:
«Dedicándose al estudio de la sagrada Escritura, de los Santos Padres
y doctores de la Iglesia, así como de las liturgias bajo la guía del
Magisterio, han de iluminar adecuadamente las funciones y los
privilegios de la santísima Virgen que hacen siempre referencia a
Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad» (Lumen gentium,
67).
La fidelidad a la Escritura y a la Tradición, así como a los textos
litúrgicos y al Magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. Su
característica imprescindible es la referencia a Cristo, pues todo en
María deriva de Cristo y está orientado a él.
6. El Concilio ofrece, también, a los creyentes algunos criterios para
vivir de manera auténtica su relación filial con María: «Los fieles,
además, deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en
un sentimiento pasajero y sin frutos ni en una credulidad vacía. Al
contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la
grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra
Madre y a imitar sus virtudes» (ib.).
Con estas palabras los padres conciliares ponen en guardia contra la
«credulidad vacía» y el predominio del sentimiento. Y sobre todo
quieren reafirmar que la devoción mariana auténtica, al proceder de la
fe y del amoroso reconocimiento de la dignidad de María, impulsa al
afecto filial hacia ella y suscita el firme propósito de imitar sus
virtudes.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial
a los cofrades de Jerez de la Frontera y de Cartagena presentes en
esta audiencia y a los miembros de la delegación del Instituto Superior
de ciencias policiales de Carabineros de Chile. Saludo también a los
grupos de religiosos y religiosas, así como a los fieles venidos de
España, México, Perú y otros países de Latinoamérica. Sobre todos
invoco la protección de la Virgen María, a la vez que os imparto de
corazón la bendición apostólica.
(A los peregrinos eslovacos)
Este sábado se celebra la fiesta de Todos los Santos. La Iglesia
gloriosa del cielo nos dice a nosotros, Iglesia peregrinante en la tierra,
dónde está la meta de la peregrinación de toda nuestra vida. En
vuestras oraciones aquí en Roma renovad la esperanza de que
también vosotros podéis alcanzar la gloria del cielo. Poned la
confianza en la Virgen María, que os precede con el ejemplo y os
acompaña con su protección.
(En croata)
Cristo Jesús, en los sacramentos de la Iglesia, que él instituyó, hace
partícipes a los hombres de su misterio pascual, de su obra de
salvación y de su gracia. Los sacramentos abrazan todo el vivir y el
actuar del hombre, para infundirle en abundancia la vida divina a la
que ha sido llamado.
(En italiano)
Mi pensamiento se dirige también, como de costumbre, a los jóvenes,
a los enfermos y a los recién casados. La solemnidad de Todos los
Santos y la conmemoración de los fieles difuntos, que celebraremos el
sábado y el domingo próximos, invitan a los creyentes a elevar la
mirada al cielo, nuestra patria definitiva.
Os exhorto, queridos jóvenes, queridos enfermos y queridos recién
casados, a estar siempre orientados, en las vicisitudes alegres y
tristes de cada día, hacia el misterio de la vida eterna. Su luz será
para vosotros sostén y consuelo, y dará auténtico sentido a toda
vuestra existencia.
Miércoles 5 de noviembre de 1997
La oración a María
1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un
desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas
tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer
innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y
fomentadas por el Magisterio de la Iglesia.
Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una
prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a
enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la
Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han
entrado a formar parte del Breviario.
La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y
comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium)
nos acogemos, santa Madre de Dios...». Pero la oración a la Virgen
más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el «Ave María».
Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María,
introduce a los fieles en la contemplación del misterio de la
Encarnación. La palabra latina «Ave», que corresponde al vocablo
griego xaire, constituye una invitación a la alegría y se podría traducir
como «Alégrate». El himno oriental «Akáthistos» repite con
insistencia este «alégrate». En el Ave María llamamos a la Virgen
«llena de gracia» y de este modo reconocemos la perfección y belleza
de su alma.
La expresión «El señor está contigo» revela la especial relación
personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la
alianza de Dios con toda la humanidad. Además, la expresión «Bendita
tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús», afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal
de la Hija de Sión.
Al invocar «Santa María, Madre de Dios», los cristianos suplican a
aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor:
«Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en
la hora suprema de la muerte.
2. También la oración tradicional del Ángelus invita a meditar el
misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano a tomar a María
como punto de referencia en los diversos momentos de su jornada
para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la
salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia
de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada «Ave
María». He aquí el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces
han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también
poetas y pintores.
En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el rosario,
que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los
misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el
amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente
la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo.
El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII,
Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del rosario y
recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación
apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata
de una «oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación
redentora », y reafirmando su «orientación claramente cristológica»
(n. 46).
A menudo, la piedad popular une al rosario las letanías, entre las
cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de
Loreto y por eso se llaman «lauretanas».
Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona
de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha
derramado en ella.
3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha
tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo
indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su
fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en
la acción inspiradora del Paráclito.
La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está
llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la
humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor
de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a
ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden
contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto
necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la
salvación eterna.
Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las
peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la
confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en
sus necesidades diarias.
Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer
insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos.
Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la
espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y
hace progresar a los fieles por el camino exigente de las
bienaventuranzas.
4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María, dando
relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir
mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos
de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió como
hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable
amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la
resurrección.
Saludos
Quiero saludar ahora a los fieles de lengua española. De forma
particular, a la delegación de la «Agencia de desarrollo económico
local de Nueva Segovia» (Nicaragua), así como a los demás grupos de
España, México, Argentina, Panamá y Puerto Rico. Invocando a María,
la llena de gracia y bendita entre todas las mujeres, os imparto con
afecto la bendición apostólica.
(En checo)
El párroco de la catedral de Berlín, Bernard Lichtenberg, durante la
segunda guerra mundial suplicaba públicamente a los fieles que
orasen por los judíos perseguidos y por los detenidos en los campos
de concentración. Fue encarcelado y condenado en Dachau; murió el 5
de noviembre de 1943. El año pasado tuve el gozo de beatificarlo. Con
esta figura luminosa de sacerdote, quisiera recordaros a todos los
sacerdotes y laicos de vuestra patria, que en este siglo han sufrido y
han muerto por la fe en Cristo. Son vuestros modelos y protectores.
(En italiano)
Me dirijo con afecto especial a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados. La Iglesia nos invita en estos días a rezar por nuestros
seres queridos, que han dejado ya este mundo. Su recuerdo nos induce
a meditar en el misterio de la muerte y de la vida eterna.
Queridos jóvenes, que el pensamiento de la muerte no sea para
vosotros motivo de tristeza, sino que más bien os impulse a apreciar y
valorar plenamente vuestra juventud, orientando siempre vuestro
espíritu a los valores que no perecen.
Para vosotros, queridos enfermos, que la esperanza de la resurrección
y la promesa de la inmortalidad futura sean consuelo en el sufrimiento
e invitación a sentiros unidos de modo especial en el misterio de la
muerte y resurrección del Señor.
Queridos recién casados, que la perspectiva eterna de la vida os
estimule constantemente a proyectar vuestra familia, dejándoos guiar
por Cristo y su Evangelio.
Miércoles 12 de noviembre de 1997
María, Madre de la unidad y de la esperanza
1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el
concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es
honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica:
«Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también
entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la
Madre del Señor y Salvador...» (Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris
Mater, 29-34). Podemos decir, con razón, que la maternidad universal
de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones
entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el
camino ecuménico.
Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción
particular de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la
doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María
en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En
esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el
honor debido a su Hijo.
2. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del
pensamiento de los primeros reformadores ha puesto de relieve
posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por
ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por
María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la
santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de
la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe
en la virginidad perpetua de María.
El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también el
análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a
despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por
diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han
llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que
atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su
maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad
espiritual.
La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la
Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la
historia de la salvación.
Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para
el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder
compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la
presencia de María en la vida según el Espíritu.
3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del
Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los
orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de
Dios llenos de fervor y de devoción» (Lumen gentium, 69).
Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la
veneración por María representa un elemento significativo de
comunión entre católicos y ortodoxos.
Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de
la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas verdades
fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos
orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas
(† 1359), Nicolás Cabasilas († después del 1396) y Jorge Scholarios (†
después del 1472).
Pero esas divergencias, quizá más de formulación que de contenido,
no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina
de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su
intercesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el concilio
Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos
en el culto a la Madre de Dios.
4. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la
unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes
súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que
estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones,
también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y
ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo»
(ib.).
Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la
unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía
visible (cf. Hch 1, 14), así también la comunión más intensa con
aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermo 192, 2; PL
38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado
de la unidad ecuménica.
A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para
que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad
cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo
modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión
plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las
aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular,
que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el
nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su
Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el
único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad»
(Lumen gentium, 69).
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y
de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don
del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela
de María y confiando en su intercesión.
5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella
que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino
hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por
haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de
parte del Señor» (Lc 1, 45), acompaña a los creyentes —y a toda la
Iglesia— para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida
presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza
que no defrauda.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas: Saludo con mucho afecto a todos
los peregrinos de lengua española presentes en esta audiencia. En
particular a los fieles de Extremadura que acompañan a sus obispos
en la visita «ad limina»; al grupo de generales y coroneles de la III
promoción de la Academia general militar de España, pertenecientes
al apostolado castrense y comprometidos en obras caritativas, y a la
delegación de la provincia de Buenos Aires. A todos os invito a
permanecer en la escuela de María, que acompaña a los creyentes a
ser en el mundo profetas de la esperanza que no defrauda.
(En italiano)
Dirijo ahora mi cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los
recién casados. Hoy la liturgia nos recuerda a san Josafat, de rito
eslavo oriental, que trabajó incansablemente por la causa de la unidad
de la Iglesia y testimonió con el derramamiento de la sangre su amor a
Cristo. El luminoso ejemplo de este santo sea para vosotros, queridos
jóvenes, un apoyo para actuar siempre en favor de la acogida, la
comprensión y la fraternidad entre los cristianos; os impulse a
vosotros, queridos enfermos, a unir vuestros sufrimientos al sacrificio
de la cruz, a fin de favorecer la comunión entre todos los que creen y
aman al mismo Señor; y os ayude a vosotros, queridos recién casados,
a convertir vuestra familia, mediante la oración, el diálogo y la
concordia, en un particular «icono» de la Iglesia, misterio de salvación
para todos los hombres. Con mucho gusto os imparto a todos mi
bendición.
Miércoles 19 de noviembre de 1997
Introducción al jubileo
1. El año 2000 ya está cercano. Por eso, considero oportuno orientar
las catequesis de los miércoles sobre temas que nos ayuden más
directamente a comprender el sentido del jubileo, para vivirlo con
profundidad.
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente he pedido a todos
los miembros de la Iglesia que «abran el corazón a las inspiraciones
del Espíritu», para disponerse «a celebrar con renovada fe y generosa
participación el gran acontecimiento jubilar» (n. 59). La exhortación se
hace más apremiante a medida que se acerca este acontecimiento
histórico. En efecto, este evento sirve de puente entre los dos
milenios pasados y la nueva fase que se abre al futuro de la Iglesia y
de la humanidad.
Hay que prepararse a ella a la luz de la fe. En efecto, para los
creyentes el paso del segundo al tercer milenio no es simplemente
una etapa en el imparable devenir del tiempo; se trata de una ocasión
significativa para tomar mayor conciencia del designio divino, que se
realiza en la historia de la humanidad.
2. Este nuevo ciclo de catequesis quiere contribuir precisamente a
ello. Desde hace mucho tiempo estamos realizando un programa
sistemático de reflexión sobre el Credo. Nuestro último tema ha sido:
María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Antes habíamos
reflexionado sobre la Revelación, la Trinidad, Cristo y su obra
salvífica, el Espíritu Santo y la Iglesia.
En este punto, la profesión de fe nos invitaría a considerar la
resurrección de la carne y la vida eterna, que conciernen al futuro del
hombre y de la historia. Pero precisamente esta temática escatológica
se armoniza naturalmente con la que propone la Tertio millennio
adveniente, que traza un camino de preparación para el jubileo en
clave trinitaria, prestando durante este año una atención especial a
Jesucristo, para pasar después al año del Espíritu Santo y, por último,
al del Padre.
A la luz de la Trinidad cobran sentido también las «últimas
realidades», y es posible captar más profundamente el itinerario del
hombre y de la historia hacia la meta definitiva: el regreso del mundo a
Dios Padre, hacia el cual nos guía Cristo, Hijo de Dios y Señor de la
historia, mediante el don vivificante del Espíritu Santo.
3. Este amplio horizonte de la historia en movimiento sugiere algunas
preguntas fundamentales: ¿Qué es el tiempo? ¿Cuál es su origen?
¿Cuál es su meta?
En efecto, al contemplar el nacimiento de Cristo, nuestra atención se
dirige a los dos mil años de historia que nos separan de este
acontecimiento. Pero la mirada va también a los milenios que lo
precedieron, y de forma espontánea nos remontamos hasta los
orígenes del hombre y del mundo. La ciencia contemporánea se
esfuerza por formular hipótesis sobre el inicio y el desarrollo del
universo. Ahora bien, lo que se puede captar con los instrumentos y
los criterios científicos no es todo, y tanto la fe como la razón, por
encima de los datos verificables y mensurables, remiten a la
perspectiva del misterio. Es la perspectiva que se ala la primera
afirmación de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra»
(Gn 1, 1).
Todo fue creado por Dios. Por consiguiente, antes de la creación no
existía nada, excepto Dios. Se trata de un Dios trascendente, que creó
todas las cosas con su omnipotencia, y sin estar condicionado por
ninguna necesidad, con un acto absolutamente libre y gratuito,
dictado sólo por el amor. Es el Dios Trinidad, que se revelará como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
4. Al crear el universo, Dios creó el tiempo. De él viene el inicio del
tiempo, así como todo su desarrollo sucesivo. La Biblia subraya que
los seres vivos dependen en cada momento de la acción divina:
«Escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento y expiran, y
vuelven a ser polvo; envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de
la tierra» (Sal 104, 29-30).
Así pues, el tiempo es don de Dios. Creado continuamente por Dios,
está en sus manos. Él dirige su desarrollo según sus designios. Cada
día es para nosotros un don del amor divino. Desde este punto de
vista, acojamos también la celebración del gran jubileo como un don
de amor.
5. Dios es Señor del tiempo no sólo como creador del mundo, sino
también como autor de la nueva creación en Cristo. Él ha intervenido
para curar y renovar la condición humana, profundamente herida por el
pecado. Durante largo tiempo preparó a su pueblo, especialmente a
través de las palabras de los profetas, para el esplendor de la nueva
creación: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no
serán recordados los primeros ni vendrán a la memoria; antes bien,
habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear. Pues
he aquí que yo voy a crear a Jerusalén "Regocijo", y a su pueblo
"Alegría"» (Is 65, 17-18).
La promesa se cumplió hace dos mil años con el nacimiento de Cristo.
A esta luz, el jubileo constituye una invitación a celebrar la era
cristiana como un período de renovación de la humanidad y del
universo. A pesar de las dificultades y los sufrimientos, los dos mil
años transcurridos han sido un tiempo de gracia.
También los años futuros están en las manos de Dios. El porvenir del
hombre es, ante todo, futuro de Dios, en el sentido de que sólo él lo
conoce, lo prepara y lo realiza. Ciertamente, él exige y solicita la
cooperación humana, pero no por ello deja de ser el director
trascendente de la historia.
Con esta certeza nos preparamos para el jubileo. Sólo Dios conoce
cómo será el futuro. Pero nosotros sabemos que, en cualquier caso,
será un futuro de gracia; será la realización de un designio divino de
amor para toda la humanidad y para cada uno de nosotros. Por eso, al
mirar hacia el futuro, tenemos plena confianza y no permitimos que se
apodere de nosotros el miedo. El camino hacia el jubileo es un gran
camino de esperanza.
Saludos
Saludo ahora cordialmente a los fieles de lengua española. De forma
particular, a los sacerdotes misioneros latinoamericanos, a las
religiosas de María Inmaculada y al grupo de la «Escuela superior de
la Gendarmería nacional argentina », así como a los demás peregrinos
de España, México, Chile y Estados Unidos. Invocando a María,
estrella que guía nuestros pasos hacia el tercer milenio, os imparto
con afecto la bendición apostólica.
Miércoles 26 de noviembre de 1997
En el principio existía el Verbo
1. La celebración del jubileo nos lleva a contemplar a Jesucristo como
punto de llegada del tiempo que lo precede y punto de partida del que
lo sigue. En efecto, él inauguró una historia nueva, no sólo para
cuantos creen en él, sino también para toda la comunidad humana,
porque la salvación que realizó se ofrece a todos los hombres. En toda
la historia se difunden misteriosamente los frutos de su obra
salvadora. Con Cristo la eternidad hizo su entrada en el tiempo.
«En el principio existía el Verbo» (Jn 1, 1). Estas palabras, con las que
comienza san Juan su evangelio, nos remontan más allá del inicio de
nuestro tiempo, hasta la eternidad divina. A diferencia de san Mateo y
san Lucas, que sobre todo se dedican a relatar las circunstancias del
nacimiento humano del Hijo de Dios, san Juan dirige su mirada al
misterio de su preexistencia divina.
En esta frase, «en el principio» significa el inicio absoluto, inicio sin
inicio, es decir, la eternidad. La expresión es un eco de la del relato de
la creación: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra » (Gn 1, 1).
Pero en la creación se trataba del inicio del tiempo, mientras aquí,
donde se habla del Verbo, se trata de la eternidad.
Entre los dos principios la distancia es infinita. Es la distancia entre el
tiempo y la eternidad, entre las criaturas y Dios.
2. Cristo, al poseer, como Verbo, una existencia eterna, tiene un
origen que se remonta más allá de su nacimiento en el tiempo.
Esta afirmación de san Juan se funda en unas palabras precisas de
Jesús mismo. A los judíos que le reprochaban su pretensión de haber
visto a Abraham, sin haber cumplido cincuenta años, Jesús replica:
«En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo
soy» (Jn 8, 58). Esa afirmación subraya el contraste entre el devenir
de Abraham y el ser de Jesús. En efecto, el verbo genesthái que en el
texto griego se aplica a Abraham significa «devenir» o «venir a la
existencia»: es el verbo adecuado para designar el modo de existir
propio de las criaturas. Al contrario, sólo Jesús puede decir: «Yo soy»,
indicando con esa expresión la plenitud del ser, que se halla por
encima de cualquier devenir. Así expresa su conciencia de poseer un
ser personal eterno.
3. Aplicándose a sí mismo la expresión «Yo soy», Jesús hace suyo el
nombre de Dios, revelado a Moisés en el Éxodo. Yahveh, el Señor,
después de encomendarle la misión de liberar a su pueblo de la
esclavitud de Egipto, le asegura su asistencia y cercanía, y, casi como
prenda de su fidelidad, le revela el misterio de su nombre: «Yo soy el
que soy» (Ex 3, 14). Así, Moisés podrá decir a los israelitas: «"Yo soy"
me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). Este nombre manifiesta la
presencia salvífica de Dios en favor de su pueblo, pero también su
misterio inaccesible.
Jesús hace suyo este nombre divino. En el evangelio de san Juan esta
expresión aparece varias veces en sus labios (cf. 8, 24.28.58; 13, 19).
Con ella Jesús muestra eficazmente que la eternidad, en su persona,
no sólo precede el tiempo, sino también entra en el tiempo.
A pesar de compartir la condición humana, Jesús tiene conciencia de
su ser eterno, que confiere un valor superior a toda su actividad. Él
mismo subrayó este valor eterno: «El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31 y paralelos). Sus palabras, al
igual que sus acciones, tienen un valor único, definitivo, y seguirán
interpelando a la humanidad hasta el fin de los tiempos.
4. La obra de Jesús implica dos aspectos íntimamente unidos: es una
acción salvadora, que libera a la humanidad del poder del mal, y es
una nueva creación, que da a los hombres la participación en la vida
divina.
La liberación del mal había sido anunciada en la antigua alianza, pero
sólo Cristo la puede realizar plenamente. Únicamente él, como Hijo,
dispone de un poder eterno sobre la historia humana: «Si el Hijo os da
la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). La carta a los Hebreos
subraya con énfasis esta verdad, mostrando que el único sacrificio del
Hijo nos ha obtenido una «redención eterna» (Hb 9, 12), superando con
mucho el valor de los sacrificios de la antigua alianza.
La nueva creación sólo puede realizarla el Omnipotente, pues implica
la comunicación de la vida divina a la existencia humana.
5. La perspectiva del origen eterno del Verbo, particularmente
subrayada por el evangelio de san Juan, nos impulsa a penetrar en la
profundidad del misterio de Cristo.
Por consiguiente, vayamos hacia el jubileo profesando cada vez con
mayor vigor nuestra fe en Cristo, «Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero». Estas expresiones del Credo nos abren
el camino al misterio, son una invitación a acercarnos a él. Jesús
sigue testimoniando a nuestra generación, como hizo hace dos mil
años a sus discípulos y oyentes, la conciencia de su identidad divina:
el misterio del «Yo soy».
Por este misterio la historia humana ya no está destinada a la
caducidad, sino que tiene un sentido y una dirección: ha sido como
fecundada por la eternidad. Para todos resuena consoladora la
promesa que Cristo hizo a sus discípulos: «He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Saludos
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular al
Concejo deliberante del Gobierno de Buenos Aires, a los cadetes del
servicio penitenciario de Buenos Aires y a los oficiales y cadetes de la
Escuela federal de policía argentina. Asimismo saludo a los grupos de
España, México y Guatemala. Al agradeceros vuestra presencia aquí,
os imparto mi bendición apostólica.
(A los peregrinos checos)
El domingo pasado hemos celebrado la solemnidad de Cristo Rey. Él
ha sido constituido por el Padre Señor y Juez del universo. Queridos
hermanos y hermanas, vivamos de modo que se cumplan en nosotros
las palabras del Evangelio: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la
herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del
mundo” (Mt 25, 34).
(En eslovaco)
El pasado domingo, con la fiesta de Cristo Rey hemos concluido el
primer año de preparación al gran jubileo del año 2000. Que Cristo Rey
sea siempre el personaje central de vuestra vida. En esta
peregrinación que realizáis a Roma pedid la fuerza del Espíritu Santo
para que también vosotros, como san Pedro, podáis repetir con
confianza a Jesús cada día: “Tú tienes palabras de vida eterna”. Que
para ello os ayuden la Virgen María y mi bendición apostólica.
(A los delegados del «Sínodo de los jóvenes» de Catania)
Para apoyar este itinerario de fe que habéis emprendido os he escrito
un mensaje, que entregaré a vuestro pastor. Con él deseo invitaros a
proseguir cada vez con mayor valor y con alegría por los caminos del
Evangelio, porque “caminando junto con Jesús crecemos como
hombres y como cristianos”.
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados. El próximo domingo, primer domingo de Adviento, comienza
el segundo año de preparación al jubileo del año 2000, dedicado en
particular a la reflexión sobre el Espíritu Santo. Os exhorto, jóvenes, a
vivir este «tiempo fuerte» con vigilante oración y ardiente acción
apostólica. Os animo, enfermos, a sostener con el ofrecimiento de
vuestros sufrimientos el camino de preparación al nuevo milenio
cristiano. A vosotros, recién casados, os animo a ser testigos del
Espíritu de amor que anima y sostiene a toda la familia de Dios.
Miércoles 3 de diciembre de 1997
Cristo en la historia de la humanidad que lo precedió
1. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Con esta
afirmación fuerte y concisa el evangelista san Juan expresa el
acontecimiento de la Encarnación. Poco antes había hablado también
del Verbo, contemplando su existencia eterna y describiéndola con las
conocidas palabras: «En el principio existía el Verbo» (Jn 1, 1). En
esta perspectiva de san Juan, que vincula la eternidad al tiempo, se
inscribe el misterioso camino realizado por Cristo también en la
historia que lo precedió.
Su presencia en nuestro mundo comenzó a anunciarse mucho antes de
la Encarnación. El Verbo estuvo, de alguna forma, presente en la
historia de la humanidad ya desde su inicio. Por medio del Espíritu,
preparó su venida como Salvador, orientando secretamente los
corazones a cultivar la espera en la esperanza. Huellas de esa
esperanza de liberación se encuentran en las diversas culturas y
tradiciones religiosas.
2. Pero Cristo está presente, de modo particular, en la historia del
pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza. Esta historia se caracteriza
específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado
por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida
que esta orientación se iba delineando, Cristo revelaba
progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado,
permitiendo vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el
telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53, 8). De hecho, el
cumplimiento histórico de las profecías, con el escándalo de la cruz,
puso radicalmente en crisis cierta imagen mesiánica, consolidada en
una parte del pueblo judío, que esperaba un liberador más bien
político, que les traería la autonomía nacional y el bienestar material.
3. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de
que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le
reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido
la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8,
51), respondió: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver
mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba
orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan divino, la alegría de
Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del
sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría
definitiva que ofrecería el Salvador.
4. Otras figuras eminentes del pueblo judío resplandecen a la luz de
Cristo en su pleno valor. Es el caso de Jacob, como lo pone de
manifiesto el relato evangélico del encuentro de Jesús con la
samaritana.
El pozo que el antiguo patriarca había legado a sus hijos se convierte,
en las palabras de Cristo, en prefiguración del agua que él daría, el
agua del Espíritu Santo, agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,
14).
También Moisés anuncia algunas líneas fundamentales de la misión de
Cristo. Como liberador del pueblo de la esclavitud de Egipto, anticipa
en forma de signo el verdadero éxodo de la nueva Alianza, constituido
por el misterio pascual. Como legislador de la antigua Alianza,
prefigura a Jesús que promulga las bienaventuranzas evangélicas y
guía a los creyentes con la ley interior del Espíritu. También el maná
que Moisés dio al pueblo hambriento es una primera figura del don
definitivo de Dios: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien
os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del
cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al
mundo» (Jn 6, 32-33). La Eucaristía realiza el significado oculto en el
don del maná. Así, Cristo se presenta como el verdadero y perfecto
cumplimiento de lo que había sido anunciado en figura en la antigua
Alianza.
Otro gesto de Moisés incluye un valor profético: para apagar la sed del
pueblo en el desierto, hace brotar agua de la roca. En la «fiesta de los
Tabernáculos» Jesús promete apagar la sed espiritual de la
humanidad: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí,
como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,
37-38). La abundante efusión del Espíritu Santo, anunciada por Jesús
con la imagen de los ríos de agua viva, está prefigurada en el agua que
dio Moisés. También san Pablo, hablando de este evento mesiánico,
subraya su misteriosa referencia a Cristo: «Todos bebieron la misma
bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la
roca era Cristo» (1 Co 10, 4).
Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo.
Es consciente de que el Mesías será uno de sus descendientes y
describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente, esa
figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su
autoridad, cuando, en el salmo 110, llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt
22, 45; y paralelos).
De la historia del Antiguo Testamento se deducen algunos rasgos
característicos del rostro de Cristo, un rostro en cierto sentido
«esbozado» en los perfiles de personajes que lo prefiguran.
5. Además de estar presente Cristo en las prefiguraciones, lo está en
los textos del Antiguo Testamento que describen su venida y su obra
de salvación.
De modo particular, es anunciado en la figura del misterioso
«descendiente», del que habla el Génesis en el relato del pecado
original, subrayando su victoria en la lucha contra el enemigo de la
humanidad. Al hombre arrastrado hacia el camino del mal, el oráculo
divino promete la venida de otro hombre, descendiente de la mujer, el
cual aplastará la cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15).
Los poemas proféticos del Siervo del Señor (cf. Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50,
4-9; 52, 13-53, 12) ponen ante nuestros ojos a un liberador que
comienza a revelar, en su perfección moral, el rostro de Cristo. Es el
rostro de un hombre que manifiesta la dignidad mesiánica en la
humilde condición de siervo. Se ofrece a sí mismo en sacrificio para
liberar a la humanidad de la opresión del pecado. Se comporta de
modo ejemplar en los sufrimientos físicos y, sobre todo, morales,
soportando generosamente las injusticias. Como fruto de su sacrificio,
recibe una nueva vida y obtiene la salvación universal.
Su sublime conducta se repetirá en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre,
cuya humildad alcanza en el misterio de la cruz una cima insuperable.
Saludos
Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos de lengua española
y, en particular, a los fieles venidos desde la arquidiócesis mexicana
de San Luis Potosí, y desde Chile, Perú y España. Invocando sobre
vosotros el nombre de Jesús, Señor del cosmos y de la historia, de la
que es el alfa y la omega, el principio y el fin, os imparto con afecto la
bendición apostólica.
(En italiano)
Me es grato, ahora, dirigir un afectuoso saludo a los jóvenes, a los
enfermos y a los recién casados.
Queridos jóvenes, os invito a redescubrir, en el clima espiritual del
Adviento, la intimidad con Cristo en la escuela de la Virgen María. Os
recomiendo a vosotros, queridos enfermos, que viváis este período de
espera y de oración incesante, ofreciendo al Señor que viene vuestras
pruebas diarias por la salvación del mundo. Os exhorto a vosotros,
queridos recién casados, a ser constructores de auténticas familias
cristianas, inspirándoos en el modelo de la sagrada Familia de
Nazaret, que contemplamos especialmente en este tiempo de
preparación para la Navidad.
A todos una bendición especial.
Miércoles 10 de diciembre de 1997
La Encarnación, ingreso de la eternidad en el tiempo
1. Al invitarnos a conmemorar los dos mil años del cristianismo, el
jubileo nos hace remontarnos al acontecimiento que inaugura la era
cristiana: el nacimiento de Jesús. De este evento singular el evangelio
de san Lucas nos da noticia con palabras sencillas y conmovedoras:
María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2,
7).
El nacimiento de Jesús hace visible el misterio de la Encarnación, que
se realizó ya en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación.
En efecto, nace el niño que ella, instrumento dócil y responsable del
plan divino, concibió por obra del Espíritu Santo. A través de la
humanidad que tomó en el seno de María, el Hijo eterno de Dios
comienza a vivir como niño y crece «en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Así se manifiesta
como verdadero hombre.
2. San Juan, en el prólogo de su evangelio, subraya esta misma
verdad, cuando dice: «El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros» (Jn 1, 14). Al decir «se hizo carne», el evangelista quiere
aludir a la naturaleza humana, no sólo en su condición mortal, sino
también en su totalidad. Todo lo que es humano, excepto el pecado,
fue asumido por el Hijo de Dios. La Encarnación es fruto de un
inmenso amor, que impulsó a Dios a querer compartir plenamente
nuestra condición humana.
El hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio
fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en
Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad.
Es una transformación que afecta al destino de toda la humanidad, ya
que «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo,
con todo hombre» (Gaudium et spes, 22). Vino a ofrecer a todos la
participación en su vida divina. El don de esta vida conlleva una
participación en su eternidad. Jesús lo afirmó, especialmente a
propósito de la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna» (Jn 6, 54). El efecto del banquete eucarístico es la
posesión, ya desde ahora, de esa vida. En otra ocasión, Jesús señaló
la misma perspectiva a través del símbolo de un agua viva, capaz de
apagar la sed, el agua viva de su Espíritu, dada con vistas a la vida
eterna (cf. Jn 4, 14). La vida de la gracia revela, así, una dimensión de
eternidad que eleva la existencia terrena y la orienta, en una línea de
verdadera continuidad, al ingreso en la vida celestial.
3. La comunicación de la vida eterna de Cristo significa también una
participación en su actitud de amor filial hacia el Padre.
En la eternidad «el Verbo estaba con Dios» (Jn 1, 1), es decir, en
perfecto vínculo de comunión con el Padre. Cuando se hizo carne, este
vínculo comenzó a manifestarse en todo el comportamiento humano
de Jesús. En la tierra el Hijo vivía en constante comunión con el
Padre, en una actitud de perfecta obediencia por amor.
La entrada de la eternidad en el tiempo es el ingreso, en la vida
terrena de Jesús, del amor eterno que une al Hijo con el Padre. A esto
alude la carta a los Hebreos cuando habla de las disposiciones íntimas
de Cristo, en el momento mismo de su entrada en el mundo: «¡He aquí
que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 7). El inmenso
«salto » que dio el Hijo de Dios desde la vida celestial hasta el abismo
de la existencia humana está motivado por el deseo de cumplir el plan
del Padre, en una entrega total.
Nosotros estamos llamados a tomar la misma actitud, caminando por
el sendero abierto por el Hijo de Dios hecho hombre, para compartir
así su camino hacia el Padre. La eternidad que entra en nosotros es un
sumo poder de amor, que quiere guiar toda nuestra vida hasta su
última meta, escondida en el misterio del Padre. Jesús mismo unió de
forma indisoluble los dos movimientos, el descendente y el
ascendente, que definen la Encarnación: «Salí del Padre y he venido al
mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28).
La eternidad ha entrado en la vida humana. Ahora la vida humana está
llamada a hacer con Cristo el viaje desde el tiempo hasta la eternidad.
4. El hecho de que en Cristo el tiempo haya sido elevado a un nivel
superior, recibiendo acceso a la eternidad, implica que también el
milenio que se aproxima no debe considerarse simplemente como un
paso sucesivo en el curso del tiempo, sino como una etapa del camino
de la humanidad hacia su destino definitivo.
El año 2000 no es sólo la puerta de un nuevo milenio; es también la
puerta de la eternidad que, en Cristo, sigue abriéndose sobre el
tiempo, para conferirle su verdadera dirección y su auténtico sentido.
Eso despliega ante nuestro espíritu y ante nuestro corazón una
perspectiva mucho más amplia para la consideración del futuro. A
menudo el tiempo es poco estimado. Parece defraudar al hombre con
su precariedad, con su rápido fluir, que hace vanas todas las cosas.
Pero, si la eternidad ha entrado en el tiempo, entonces al tiempo
mismo se le debe reconocer un gran valor. Su continuo fluir no es un
viaje hacia la nada, sino un camino hacia la eternidad.
El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo,
rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Se debe despertar
incesantemente en el corazón humano el deseo de la vida y de la
felicidad eterna. La celebración del jubileo quiere precisamente hacer
que se incremente ese deseo, ayudando a los creyentes y a los
hombres de nuestro tiempo a dilatar su corazón a una vida sin
confines.
Saludos
Me complace saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española
venidos de América Latina y España. Que la ya cercana celebración
del gran jubileo ayude a los creyentes y a todos los hombres de
nuestro tiempo a dilatar el corazón hacia una vida en plenitud. Con
este deseo, os imparto con afecto la bendición apostólica.
(A un grupo de chicas de bachillerato de Vilna)
Estamos en Adviento, tiempo de espera y de alegría, que nos invita a
dirigir nuestra mirada a Cristo que viene, renovando y reforzando
nuestra esperanza. Acogedlo con el vivo deseo de crecer “en sabiduría
y gracia delante de Dios y de los hombres” (cf. Lc 2, 52). Con estos
deseos os bendigo a vosotras, a vuestros seres queridos y a todos los
habitantes de Lituania, sobre todo a los niños, a los enfermos y a los
que sufren. ¡Alabado sea Jesucristo!
(En italiano)
Se celebra la Jornada internacional como recuerdo de la Declaración
universal de derechos del hombre, aprobada por la Asamblea general
de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Además, hoy
comienza la Campaña 1998 para conmemorar los 50 años de ese
histórico acontecimiento. En ese contexto, tiene lugar una imponente
manifestación nacional con la adhesión y la participación de
instituciones públicas y organizaciones privadas. Me uno a estas
iniciativas y al mismo tiempo deseo de corazón que todos respeten
siempre y promuevan los derechos del hombre para salvaguardia de la
dignidad humana y para favorecer el desarrollo auténtico de la
humanidad entera.
Deseo dirigir unas palabras a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados.
En este tiempo de Adviento María, que nos acompaña en nuestro
itinerario hacia la santa Navidad, sea vuestro modelo, queridos
jóvenes, en el crecimiento de la fe; para vosotros, queridos enfermos,
sea signo de segura esperanza y de consuelo en la prueba del
sufrimiento; y para vosotros, queridos recién casados, sea Madre
tierna en la que podáis hallar siempre consejo y socorro.
Miércoles 17 de diciembre de 1997
El tiempo del Evangelio
1. La entrada de la eternidad en el tiempo a través del misterio de la
Encarnación hace que toda la vida de Cristo en la tierra sea un período
excepcional. El arco de esta vida constituye un tiempo único, tiempo
de la plenitud de la Revelación, en la que el Dios eterno nos habla en
su Verbo encarnado a través del velo de su existencia humana.
Se trata del tiempo que permanecerá para siempre como punto de
referencia normativo: el tiempo del Evangelio. Todos los cristianos lo
reconocen como el tiempo en el que comienza su fe.
Es el tiempo de una vida humana que ha cambiado todas las vidas
humanas. La vida de Cristo fue más bien breve; pero su intensidad y su
valor son incomparables. Nos encontramos ante la mayor riqueza para
la historia de la humanidad. Riqueza inagotable, porque es la riqueza
de la eternidad y de la divinidad.
2. Particularmente afortunados fueron quienes, viviendo en el tiempo
de Jesús, tuvieron la alegría de estar a su lado, verlo y escucharlo.
Jesús mismo los llama bienaventurados: «¡Dichosos los ojos que ven
lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver
lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero
no lo oyeron» (Lc 10, 23-24).
La fórmula «os digo» permite comprender que la afirmación va más
allá de una simple constatación del hecho histórico. Jesús pronuncia
una palabra de revelación, que ilumina el sentido profundo de la
historia. En el pasado que lo precede Jesús no ve sólo los
acontecimientos externos que preparan su venida; contempla las
aspiraciones profundas de los corazones, que subyacen en esos
acontecimientos y anticipan su éxito final.
Gran parte de los contemporáneos de Jesús no se dan cuenta de su
privilegio. Ven y oyen al Mesías sin reconocerlo como el Salvador
esperado. Se dirigen a él sin saber que están hablando con el Ungido
de Dios que anunciaron los profetas.
Jesús, al decirles «lo que vosotros veis», «lo que vosotros oís», los
invita a captar el misterio, yendo más allá del velo de los sentidos. En
esta penetración, ayuda sobre todo a sus discípulos: «A vosotros se os
ha confiado el misterio del reino de Dios» (Mc 4, 11).
En este camino de los discípulos hacia el descubrimiento del misterio
se enraiza nuestra fe, fundada precisamente en su testimonio.
Nosotros no tenemos el privilegio de ver y oír a Jesús como era
posible en los días de su vida terrena; pero, con la fe, recibimos la
gracia inconmensurable de entrar en el misterio de Cristo y de su
Reino.
3. El tiempo del Evangelio abre la puerta a un profundo conocimiento
de la persona de Cristo. A este propósito, podemos recordar las
palabras del conmovedor reproche que hace Jesús a Felipe: «¿Tanto
tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? » (Jn
14, 9). Jesús esperaba un conocimiento penetrante y lleno de amor por
parte de quien, siendo apóstol, vivía en una relación muy estrecha con
el Maestro y, precisamente por esta intimidad, hubiera debido
comprender que en él se manifestaba el rostro del Padre. «El que me
ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). El discípulo está llamado a
descubrir en el rostro de Cristo, con la mirada de la fe, el rostro
invisible del Padre.
4. El Evangelio presenta el arco de la vida terrena de Cristo como
tiempo de bodas. Es un tiempo para difundir la alegría. «¿Pueden
acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?
Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar» (Mc 2, 19). Jesús
usa aquí una imagen sencilla y sugestiva. Él es el esposo que inaugura
la fiesta de sus bodas, bodas del amor entre Dios y la humanidad. Él es
el esposo que quiere comunicar su alegría. Los amigos del esposo son
invitados a compartirla, participando en el banquete.
Sin embargo, precisamente en el mismo marco nupcial, Jesús anuncia
el momento en el que ya no estará presente: «Días vendrán en que les
será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mc 2, 20): es una clara
alusión a su sacrificio. Jesús sabe que a la alegría seguirá la tristeza.
Sus discípulos entonces «ayunarán», o sea, sufrirán participando en
su pasión.
La venida de Cristo a la tierra, con toda la alegría que conlleva para la
humanidad, está relacionada indisolublemente con el sufrimiento. La
fiesta nupcial está marcada por el drama de la cruz, pero culminará en
la alegría pascual.
5. Este drama es el fruto del inevitable enfrentamiento de Cristo con la
potencia del mal: «La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas n ola
vencieron» (Jn1,5). Los pecados de todos los hombres desempeñan un
papel esencial en este drama. Pero fue particularmente doloroso para
Cristo que una parte de su pueblo no lo reconociera. Dirigiéndose a la
ciudad de Jerusalén, le reprocha: «No has conocido el tiempo de tu
visita» (Lc 19, 44).
El tiempo de la presencia terrena de Cristo era el tiempo de la visita
de Dios. Ciertamente, no faltaron quienes dieron una respuesta
positiva, la respuesta de la fe. Antes de referirse al llanto de Jesús
sobre la ciudad rebelde (cf. Lc 19, 41-44), san Lucas nos describe su
ingreso «real», «mesiánico» en Jerusalén, cuando «toda la multitud de
los discípulos, con gran alegría, se puso a alabar a Dios a grandes
voces, por todos los milagros que habían visto. Decían: "Bendito el rey
que viene en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas"»
(Lc 19, 37-38). Pero este entusiasmo no podía ocultar, a los ojos de
Jesús, la amarga evidencia de ser rechazado por los jefes de su
pueblo y por la multitud que ellos instigaban.
Por lo demás, antes de la entrada triunfal en Jerusalén, Jesús había
anunciado su sacrificio: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc
10, 45; cf. Mt 20, 28).
Así, el tiempo de la vida terrena de Cristo se caracteriza por su
ofrenda redentora. Es el tiempo del misterio pascual de muerte y
resurrección, de la que brota la salvación de los hombres.
Saludos
Saludo con afecto a todos los peregrinos de América Latina y España,
y en particular a la Rondalla y al Ballet juvenil de Puerto Rico. Que el
tiempo litúrgico del Adviento os ayude a abrir las puertas de vuestro
corazón a un conocimiento profundo de la persona de Cristo, que viene
a salvarnos. Con este deseo, os imparto de corazón la bendición
apostólica.
(A los «Mensajeros de la luz de Belén»)
Anunciad por doquier que la luz de Belén es la luz de la esperanza.
Para que la venida de Cristo al mundo signifique una etapa nueva y
decisiva en la historia de la humanidad, el comienzo de su
renacimiento espiritual. Queridos hermanos y hermanas, el sincero
retorno a Cristo y a su Evangelio puede llevar a la suspirada
renovación también de vuestra comunidad nacional. Cristo viene y
quiere permanecer con vosotros. Abridle vuestro corazón. Esta es mi
felicitación navideña para vosotros y para todos los eslovacos. Con
estos sentimientos os bendigo de corazón.
(En italiano)
(A un grupo de panaderos de Roma )
Que en cada casa, con ocasión de la Navidad, haya pan para todos: el
pan material y el pan espiritual de la gracia y del amor de Dios.
(A los jóvenes, los enfermos y los recién casados)
La Navidad, ya cercana, nos invita a renunciar a todo lo que es tiniebla
para acoger a la verdadera luz, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
La luz de Cristo, queridos jóvenes, ilumine vuestra juventud; os ayude
a vosotros, queridos enfermos, a descubrir, más allá de los
sufrimientos presentes, el designio providencial de amor del Señor; y
haga vuestra unión, queridos recién casados, cada vez más sólida y
generosa.
Miércoles 14 de enero de 1998
1. La celebración del jubileo nos invitará a fijar nuestra atención en la
hora de la salvación. Muchas veces, en diversas circunstancias, Jesús
recurre al término «hora» para indicar un momento fijado por el Padre
para el cumplimiento de la obra de salvación.
Habla de ella ya desde el inicio de su vida pública, en el episodio de
las bodas de Caná, cuando su madre le pide que ayude a los esposos
que pasan apuros por la falta de vino. Para indicar el motivo por el que
no quiere aceptar esa petición, Jesús dice a su madre: «Todavía no ha
llegado mi hora» (Jn 2, 4).
Se trata, ciertamente, de la hora de la primera manifestación del poder
mesiánico de Jesús. Es una hora particularmente importante, como da
a entender la conclusión de la narración evangélica, en la que se
presenta el milagro como «el comienzo» o «inicio» de los signos (cf.
Jn 2, 11). Pero en el fondo aparece la hora de la pasión y glorificación
de Jesús (cf. Jn 7, 30; 8,20; 12,23-27; 13, 1; 17, 1; 19, 27), cuando lleve
a término la obra de la redención de la humanidad.
Al realizar ese «signo» por la intercesi ón eficaz de María, Jesús se
manifiesta como Salvador mesiánico. Mientras ayuda a los esposos,
en realidad es él mismo quien comienza su obra de Esposo,
inaugurando el banquete de bodas que es imagen del reino de Dios (cf.
Mt 22, 2).
2. Con Jesús ha llegado la hora de nuevas relaciones con Dios, la hora
de un nuevo culto: «Llega la hora ―ya estamos en ella― en que los
adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn
4, 23). Este culto universal se fundamenta en el hecho de que el Hijo,
al encarnarse, ha dado a los hombres la posibilidad de compartir su
culto filial al Padre.
La «hora» es también el tiempo en que se manifiesta la obra del Hijo:
«En verdad, en verdad os digo: llega la hora ―ya estamos en ella― en
que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán.
Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así tambi én le ha dado
al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5, 25-26).
La gran hora en la historia del mundo es el tiempo en que el Hijo da la
vida, haciendo oír su voz salvadora a los hombres que están bajo el
dominio del pecado. Es la hora de la redención.
3. Toda la vida terrena de Jesús está orientada hacia esa hora. En un
momento de angustia, poco tiempo antes de la pasión, Jesús dice:
«Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de
esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27).
Con estas palabras, Jesús revela el drama íntimo que oprime su alma
frente a la perspectiva del sacrificio que se acerca. Tiene la
posibilidad de pedir al Padre que aleje de él esa terrible prueba. Pero,
por otra parte, no quiere huir de ese destino doloroso: «He llegado a
esta hora para esto». Vino para ofrecer el sacrificio que procurará la
salvación a la humanidad.
4. Esa hora dramática ha sido querida y establecida por el Padre.
Antes de la hora elegida por el designio divino, los enemigos de Jesús
no pueden apoderarse de él.
Muchas veces intentaron detenerlo o asesinarlo. Al mencionar una de
esas tentativas, el evangelio de san Juan pone de relieve la
impotencia de sus adversarios: «Querían, pues, detenerle, pero nadie
le echó mano, porque todavía no había llegado su hora» (Jn 7, 30).
Cuando llega la hora, se presenta también como la hora de sus
enemigos. «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas», dice
Jesús a «los sumos sacerdotes, jefes de la guardia del templo y
ancianos que habían ido contra él» (Lc 22, 52-53).
En esa hora tenebrosa, parece que nadie puede detener el poder
impetuoso del mal.
Y, sin embargo, también esa hora depende del poder del Padre. Él será
quien permita a los enemigos de Jesús apresarlo. Su obra se incluye
misteriosamente en el plan establecido por Dios para la salvación de
todos.
5. Más que la hora de sus enemigos, la hora de la pasión es, pues, la
hora de Cristo, la hora del cumplimiento de su misión. El evangelio de
san Juan nos permite descubrir las disposiciones íntimas de Jesús al
inicio de la última Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1). Por tanto,
es la hora del amor, que quiere llegar «hasta el extremo », es decir,
hasta la entrega suprema. En su sacrificio, Cristo nos revela el amor
perfecto: ¡no habría podido amarnos más profundamente!
Esa hora decisiva es, al mismo tiempo, hora de la pasión y hora de la
glorificación. Según el evangelio de san Juan, es la hora en que el Hijo
del hombre es «elevado de la tierra» (Jn 12, 32). La elevación en la
cruz es signo de la elevación a la gloria celestial. Entonces empezará
la fase de una nueva relación con la humanidad y, en particular, con
sus discípulos, como Jesús mismo anuncia: «Os he dicho todo esto en
parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas,
sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre» (Jn 16, 25).
La hora suprema es, en definitiva, el tiempo en que el Hijo va al Padre.
En ella se aclara el significado de su sacrificio y se manifiesta
plenamente el valor que dicho sacrificio reviste para la humanidad
redimida y llamada a unirse al Hijo en su regreso al Padre.
Miércoles 28 de Enero 1998
1. He regresado anteayer de Cuba, donde, respondiendo a la invitación
de los obispos y del mismo presidente de la República, he realizado
una inolvidable visita pastoral. El Señor ha querido que el Papa visitara
aquella tierra y llevase consuelo a la Iglesia que allí vive y anuncia el
Evangelio. A él va, ante todo, mi agradecimiento, que se extiende
también a todo el pueblo de Dios, del que, en los días pasados, he
recibido un constante apoyo espiritual.
Dirijo unas palabras de agradecimiento en especial al señor presidente
de la República de Cuba, doctor Fidel Castro Ruz, y a las demás
autoridades, que han hecho posible esta peregrinación apostólica. Doy
las gracias con gran afecto a los obispos de la isla, comenzando por el
arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega, así como a los
sacerdotes, los religiosos y las religiosas y a todos los fieles, que me
han dispensado una acogida conmovedora.
En efecto, desde mi llegada he estado rodeado por una gran
manifestación del pueblo, que ha asombrado incluso a cuantos, como
yo, conocen el entusiasmo de la gente latinoamericana. Ha sido la
expresión de una larga espera, un encuentro largo tiempo deseado por
parte de un pueblo que, en cierto modo, se ha reconciliado en él con
su propia historia y su propia vocación. La visita pastoral ha sido un
gran evento de reconciliación espiritual, cultural y social, que sin duda
producirá frutos positivos también en otros ámbitos.
En la gran plaza de la Revolución José Martí de La Habana, he visto un
enorme cuadro que representaba a Cristo, con la leyenda «¡Jesucristo,
en ti confío!». He dado gracias a Dios porque precisamente en aquella
plaza dedicada a la «Revolución» ha hallado un lugar Aquel que trajo
al mundo la auténtica revolución, la del amor de Dios, que libera al
hombre del mal y de la injusticia, y le da la paz y la plenitud de la vida.
2. He ido a la tierra cubana, definida por Cristóbal Colón «la más
hermosa que ojos humanos hayan visto jamás», ante todo para rendir
homenaje a aquella Iglesia y confirmarla en su camino. Es una Iglesia
que ha atravesado momentos muy difíciles, pero ha perseverado en la
fe, en la esperanza y en la caridad. He querido visitarla para compartir
su profundo espíritu religioso, sus alegrías y sus sufrimientos; para dar
impulso a su obra evangelizadora.
He ido como peregrino de paz para hacer resonar en medio de aquel
noble pueblo el anuncio perenne de la Iglesia: Cristo es el Redentor
del hombre y el Evangelio es la garantía del auténtico desarrollo de la
sociedad.
La primera santa misa que tuve la alegría de celebrar en tierra cubana,
en la ciudad de Santa Clara, fue una acción de gracias a Dios por el
don de la familia, en unión ideal con el gran Encuentro mundial de las
familias del pasado mes de octubre en Río de Janeiro. Quise hacerme
solidario con las familias cubanas frente a los problemas que plantea
la sociedad actual.
3. En Camagüey pude hablar a los jóvenes, consciente de que ser
jóvenes católicos en Cuba ha sido y sigue siendo un reto. Su presencia
dentro de la comunidad cristiana cubana es muy significativa por lo
que concierne tanto a los grandes eventos como a la vida de cada día.
Pienso con agradecimiento en los jóvenes catequistas, misioneros y
agentes de la Cáritas y de otros proyectos sociales.
El encuentro con los jóvenes cubanos fue una inolvidable fiesta de la
esperanza, durante la cual los exhorté a abrir el corazón y toda su
existencia a Cristo, venciendo el relativismo moral y sus
consecuencias. A ellos les renuevo la expresión de mi aliento y de
todo mi afecto.
4. En la universidad de La Habana, en presencia también del
presidente Fidel Castro, me reuní con los representantes del mundo de
la cultura cubana. En el arco de cinco siglos, ésta ha experimentado
diversas influencias: la hispánica, la africana, la de los diferentes
grupos de inmigrantes y la propiamente americana. En los últimos
decenios, ha influido en ella la ideología marxista materialista y atea.
Sin embargo, en el fondo, su fisonomía, la llamada «cubanía», ha
permanecido íntimamente marcada por la inspiración cristiana, como
lo atestiguan los numerosos hombres de cultura católicos, presentes
en toda su historia. Entre ellos destaca el siervo de Dios Félix Varela,
sacerdote, cuya tumba se halla precisamente en el aula magna de la
Universidad. El mensaje de estos «padres de la patria» es muy actual
e indica el camino de la síntesis entre la fe y la cultura, el camino de
la formación de conciencias libres y responsables, capaces de diálogo
y, al mismo tiempo, de fidelidad a los valores fundamentales de la
persona y de la sociedad.
5. En Santiago de Cuba, sede primada, mi visita fue, en su pleno
sentido, una peregrinación: efectivamente, allí veneré a la patrona del
pueblo cubano, la Virgen de la Caridad del Cobre. Constaté con alegría
íntima y profunda cuánto aman los cubanos a la Madre de Dios, y que
la Virgen de la Caridad representa verdaderamente, por encima de
cualquier diferencia, el principal símbolo y apoyo de la fe del pueblo
cubano y de sus luchas por la libertad. En este contexto de devoción
popular, exhorté a encarnar el Evangelio, mensaje de auténtica
liberación, en la vida de cada día, viviendo como cristianos
plenamente insertados en la sociedad. Hace cien años, ante la Virgen
de la Caridad se declaró la independencia del país. Con esta
peregrinación le encomendé a todos los cubanos, tanto a los que se
hallan en la patria como a los que están en el extranjero, para que
formen una comunidad cada vez más vivificada por la auténtica
libertad y realmente próspera y fraterna.
En el santuario de San Lázaro me reuní con el mundo del dolor, al que
llevé la palabra consoladora de Cristo. En La Habana, finalmente, pude
saludar también a una representación de los sacerdotes, de los
religiosos, de las religiosas y de los laicos comprometidos, a quienes
alenté a entregar su vida generosamente al servicio del pueblo de
Dios.
6. La divina Providencia quiso que, precisamente en el domingo en el
que la liturgia proponía las palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del
Señor está sobre mí (...). Me ha enviado para dar la buena noticia a los
pobres» (Lc 4, 18), el Sucesor del apóstol Pedro pudiese realizar en la
capital de Cuba, La Habana, una etapa histórica de la nueva
evangelización. En efecto, tuve la alegría de anunciar a los cubanos el
evangelio de la esperanza, mensaje de amor y de libertad en la verdad,
que Cristo no cesa de ofrecer a los hombres y a las mujeres de todos
los tiempos.
¿Cómo no reconocer que esta visita adquiere un valor simbólico
notable, a causa de la posición singular que Cuba ha ocupado en la
historia mundial de este siglo? En esta perspectiva, mi peregrinación a
Cuba —tan esperada y tan esmeradamente preparada— ha constituido
un momento muy provechoso para dar a conocer la doctrina social de
la Iglesia. En varias ocasiones quise subrayar que los elementos
esenciales del magisterio eclesial sobre la persona y sobre la
sociedad pertenecen también al patrimonio del pueblo cubano, que los
ha recibido en herencia de los padres de la patria, los cuales los han
extraído de las raíces evangélicas y han dado testimonio de ellos
hasta el sacrificio. En cierto sentido, la visita del Papa ha venido a dar
voz al alma cristiana del pueblo cubano. Estoy convencido de que esta
alma cristiana constituye para los cubanos el tesoro más valioso y la
garantía más segura de desarrollo integral bajo el signo de la
auténtica libertad y de la paz.
Deseo de corazón que la Iglesia en Cuba pueda disponer cada vez más
libremente de espacios adecuados para su misión.
7. Considero significativo que la gran celebración eucarística
conclusiva en la plaza de la Revolución haya tenido lugar en el día de
la Conversión de San Pablo, como para indicar que la conversión del
gran Apóstol «es una profunda, continua y santa revolución, que vale
para todos los tiempos». Toda auténtica renovación comienza por la
conversión del corazón.
Encomiendo a la Virgen todas las aspiraciones del pueblo cubano y el
esfuerzo de la Iglesia, que con valentía y perseverancia prosigue su
misión al servicio del Evangelio.
Miércoles 4 de febrero de 1998
Cristo, único Salvador
1. Cristo, durante toda su vida terrena, se presenta como el Salvador
enviado por el Padre para la salvación del mundo. Su mismo nombre,
Jesús, manifiesta esa misión, pues significa: «Dios salva».
Ese nombre se lo pusieron por indicación celestial: tanto María como
José (cf. Lc 1, 31; Mt 1, 21) reciben la orden de llamarlo así. En el
mensaje a José, se aclara el significado del nombre: «Porque él
salvará a su pueblo de sus pecados ».
2. Cristo define su misión de Salvador como un servicio, cuya
manifestación más elevada consistirá en el sacrificio de su vida en
favor de los hombres: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; cf.
Mt 20, 28). Estas palabras, pronunciadas para contrarrestar la
tendencia de los discípulos a buscar el primer lugar en el Reino,
quieren sobre todo suscitar en ellos una nueva mentalidad, más
acorde con la del Maestro.
En el libro de Daniel, el personaje descrito «como un hijo de hombre»
se presenta rodeado de la gloria que corresponde a los jefes, a los que
se tributa una veneración universal: «Todos los pueblos, naciones y
lenguas le servían» (Dn 7, 14). A ese personaje Jesús contrapone el
Hijo del hombre, que se pone al servicio de todos. Por ser persona
divina, tendría pleno derecho a ser servido. Pero, al decir que «vino
para servir», manifiesta un aspecto sorprendente del comportamiento
de Dios que, a pesar de tener el derecho y el poder de ser servido, se
pone «al servicio» de sus creaturas.
Jesús expresa de modo elocuente y conmovedor esta voluntad de
servir mediante el gesto de la última Cena, cuando lava los pies a sus
discípulos: un gesto simbólico que se grabará indeleblemente en su
memoria como una regla de vida: «Vosotros también debéis lavaros
los pies unos a otros» (Jn 13, 14).
3. Al decir que el Hijo del hombre vino para dar su vida en rescate por
muchos, Jesús alude a la profecía del Siervo sufriente, que «se da a sí
mismo en expiación» (Is 53, 10). Es un sacrificio personal, muy diverso
de los sacrificios de animales, habituales en el culto antiguo. Es la
entrega de la propia vida, hecha «en rescate por muchos», es decir,
por la inmensa multitud humana, por «todos».
Jesús se presenta así como el Salvador universal: todos los hombres,
de acuerdo con el designio divino, son rescatados, liberados y
salvados por él. Dice san Pablo: «Todos pecaron y están privados de la
gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la
redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 23-24). La salvación es un
don que cada uno puede recibir en la medida de su aceptación libre y
de su cooperación voluntaria.
4. Cristo, Salvador universal, es el único Salvador. San Pedro lo afirma
claramente: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
Al mismo tiempo, es proclamado también único mediador entre Dios y
los hombres, como afirma la primera carta de san Pablo a Timoteo:
«Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo
como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). En cuanto Dios-hombre, Jesús
es el mediador perfecto, que une a los hombres con Dios,
proporcionándoles los bienes de la salvación y de la vida divina. Se
trata de una mediación única, que excluye cualquier otra mediación
complementaria o paralela, aunque puede admitir mediaciones
participadas o dependientes (cf. Redemptoris missio, 5).
Así pues, no se pueden admitir, además de Cristo, otras fuentes o
caminos de salvación autónomos. Por consiguiente, en las grandes
religiones, que la Iglesia considera con respeto y estima en la línea
marcada por el concilio Vaticano II, los cristianos reconocen la
presencia de elementos salvíficos, pero que actúan en dependencia
del influjo de la gracia de Cristo. Esas religiones pueden así contribuir,
en virtud de la acción misteriosa del Espíritu Santo, que «sopla donde
quiere» (Jn 3, 8), a ayudar a los hombres en el camino hacia la
felicidad eterna, pero esta función es igualmente fruto de la actividad
redentora de Cristo. Por tanto, también en relación con las religiones,
actúa misteriosamente Cristo Salvador, que en esta obra asocia a su
Iglesia, constituida «como un sacramento o signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»
(Lumen gentium, 1).
5. Deseo concluir con una admirable página del Tratado sobre la
verdadera devoción a María, de san Luis María Grignion de Montfort,
que proclama la fe cristológica de la Iglesia: «Jesucristo es el alfa y la
omega, "el principio y el fin" de todo. (...) Él es el único maestro que
debe instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza
a la que debemos estar unidos, el único modelo al que debemos
asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que
nos debe alimentar, el único camino que debemos seguir, la única
verdad que debemos creer, la única vida que debe vivificarnos, lo
único que nos debe bastar en todo. (...) Todo fiel que no esté unido a
Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser
arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo
está en nosotros, no debemos temer ninguna condena. Ni los ángeles
del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni
ninguna otra creatura podrá producirnos mal alguno, porque no podrá
separarnos jamás del amor de Dios, en Jesucristo. Todo lo podemos
por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda
gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la
perfección y ser perfume de vida eterna para el prójimo» (n. 61).
Miércoles 11 de febrero de 1998
1. Hoy, 11 de febrero, día dedicado a la conmemoración de la Virgen
de Lourdes, celebramos la Jornada mundial del enfermo, que ha
llegado ya a su sexta edición. Este año tiene lugar en el santuario de
Loreto, junto a la Santa Casa, donde se han congregado para esta
singular circunstancia enfermos y voluntarios, fieles y peregrinos
procedentes de Italia y de otras naciones. Quiero inmediatamente
dirigirles a ellos, que están en conexión con nosotros a través de la
radio y la televisión, mi pensamiento afectuoso. Saludo ante todo a mi
representante en la celebración, el cardenal secretario de Estado
Angelo Sodano; al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de
los agentes sanitarios, monseñor Javier Lozano Barragán, y a cuantos
han promovido y organizado la manifestación de hoy. Saludo al
delegado pontificio para el santuario lauretano, mons. Angelo
Comastri, y a los obispos que han querido estar presentes en el
encuentro de oración. Saludo a los agentes sanitarios y a los
voluntarios, especialmente a los miembros de la UNITALSI.
Pero, de modo particular, mi palabra se dirige con afecto intenso a los
enfermos. Son ellos los verdaderos protagonistas de esta Jornada, que
suscita en mi alma un eco tan vivo y profundo. ¡Les expreso mi saludo
más cordial!
2. ¡Loreto y los enfermos! ¡Qué binomio tan interesante! El famoso
santuario mariano evoca inmediatamente el misterio de la
Encarnación, en el que ha sido fundamental la acción del Espíritu. Y
precisamente al Espíritu Santo está dedicado el 1998, segundo año de
preparación inmediata al gran jubileo del 2000.
Quisiera dirigirme espiritualmente en peregrinación a los pies de la
Virgen Lauretana junto con vosotros, que estáis reunidos hoy en esta
sala Pablo VI para la habitual cita anual del 11 de febrero. Nos unimos
espiritualmente a los enfermos que se hallan en Loreto, para orar en la
Santa Casa, evocadora de la admirable condescendencia divina, por la
cual el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres.
En la atmósfera sugestiva del lugar sagrado, acojamos la luz y la
fuerza del Espíritu, capaz de transformar el corazón del hombre en una
morada de esperanza. En la casa de María hay lugar para todos sus
hijos. En efecto, donde habita Dios, todo hombre halla acogida,
consuelo y paz, especialmente en la hora de la prueba. María, «Salud
de los enfermos», da apoyo a quien vacila, luz a quien está en la duda
y alivio a cuantos padecen el sufrimiento y la enfermedad.
Loreto es casa de solidaridad y esperanza, donde se percibe casi
sensiblemente la materna solicitud de María. Confortados por la
seguridad de su materna protección, nos sentimos más animados a
compartir los sufrimientos de los hermanos probados en el cuerpo y en
el espíritu, para derramar sobre sus llagas, a ejemplo del buen
samaritano, el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cf. Misal
Romano, prefacio común VIII).
Como en las bodas de Caná, la Virgen está atenta a las necesidades
de cada uno de los hombres y mujeres, y está dispuesta a interceder
por todos ante su Hijo. Por eso es muy significativo que las Jornadas
mundiales del enfermo se celebren, año tras año, en santuarios
marianos.
3. Queridos enfermos, hoy es vuestra Jornada. Pienso en vosotros,
reunidos junto a la Santa Casa; en vosotros, presentes en esta sala,
así como en todos los enfermos que se han dado cita a los pies de la
Inmaculada en la gruta de Lourdes o en otros santuarios marianos del
mundo entero. Pienso en vosotros, todavía más numerosos, que estáis
en los hospitales, en vuestras casas, en las habitaciones que son los
santuarios de vuestra paciencia y de vuestra oración diaria. A
vosotros está reservado un puesto especial en la comunidad eclesial.
La situación de enfermedad y el deseo de recuperar la salud os hacen
testigos privilegiados de la fe y de la esperanza.
Encomiendo a la intercesión de María vuestras aspiraciones a la
curación y os exhorto que las iluminéis y las elevéis siempre con la
virtud teologal de la esperanza, don de Cristo. María os ayudará a dar
un significado nuevo al sufrimiento, transformándolo en camino de
salvación, en ocasión de evangelización y de redención. Y así, vuestra
experiencia de dolor y soledad, vivida como la de Cristo y animada por
el Espíritu Santo, proclamará la fuerza victoriosa de la resurrección.
María os obtenga el don de la confianza, que os sostenga en la
peregrinación terrena. La confianza es hoy más necesaria que nunca,
porque es más compleja y problemática la experiencia de la vida
moderna.
Y tú, Virgen de Loreto, vela sobre el camino de todos nosotros.
Guíanos hacia la patria celestial, donde contemplaremos para siempre
contigo la gloria de tu Hijo Jesús.
¡A todos mi afectuosa bendición!
Miércoles 18 de febrero de 1998
1. En el discurso programático que Jesús pronunció en la sinagoga de
Nazaret al inicio de su ministerio, se aplicó a sí mismo la profecía de
Isaías en la que el Mesías aparece como el que proclama «a los
cautivos la liberación» (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1-2).
Jesús viene a ofrecernos una salvación que, a pesar de ser ante todo
liberación del pecado, abarca también la totalidad de nuestro ser, en
sus exigencias y aspiraciones más profundas. Cristo nos libera de este
peso y de esta amenaza, y nos abre el camino al cumplimiento pleno
de nuestro destino.
2. El pecado —nos recuerda Jesús en el Evangelio— pone al hombre en
una situación de esclavitud: «En verdad, en verdad os digo: todo el que
comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34).
Los interlocutores de Jesús piensan principalmente en el aspecto
exterior de la libertad, basándose con orgullo en el privilegio que
tenían de ser el pueblo de la Alianza: «Nosotros somos descendencia
de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie» (Jn 8, 33). Jesús,
en cambio, quiere atraer su atención hacia otro tipo de libertad, más
fundamental, amenazada no tanto desde fuera, cuanto más bien por
insidias presentes en el corazón mismo del hombre. Los que se hallan
oprimidos por el poder dominador y nocivo del pecado no pueden
acoger el mensaje de Jesús, más aún, su persona, única fuente de
verdadera libertad: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente
libres» (Jn 8, 36). En efecto, sólo el Hijo de Dios, comunicando su vida
divina, puede hacer partícipes a los hombres de su libertad filial.
3. La libertad que da Cristo quita, además del pecado, el obstáculo que
impide las relaciones de amistad y alianza con Dios. Desde este punto
de vista, es una reconciliación.
A los cristianos de Corinto escribe san Pablo: «Dios nos reconcilió
consigo por Cristo» (2 Co 5, 18). Es la reconciliación obtenida con el
sacrificio de la cruz. De ella brota la paz que consiste en el acuerdo
fundamental de la voluntad humana con la voluntad divina.
Esta paz no afecta sólo a las relaciones con Dios, sino también a las
relaciones entre los hombres. Cristo «es nuestra paz», porque unifica
a los que creen en él, reconciliándolos «con Dios en un solo cuerpo»
(cf. Ef 2, 14-16).
4. Es consolador pensar que Jesús no se limita a liberar el corazón de
la prisión del egoísmo, sino que también comunica a cada uno el amor
divino. En la última cena formula el mandamiento nuevo, por el que se
deberá distinguir la comunidad fundada por él: «Amaos unos a otros
como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). La novedad de este
precepto de amor consiste en las palabras: «como yo os he amado». El
«como» indica que el Maestro es el modelo que los discípulos deben
imitar, pero a la vez lo señala como el principio o la fuente del amor
mutuo. Cristo comunica a sus discípulos la fuerza para amar como él
ha amado, eleva su amor al nivel superior de su amor y los impulsa a
derribar las barreras que separan a los hombres.
En el evangelio se manifiesta claramente su voluntad de acabar con
cualquier tipo de discriminación y exclusión. Supera los obstáculos
que impiden su contacto con los leprosos, sometidos a una dolorosa
segregación. Rompe con las costumbres y las reglas que tienden a
aislar a los que son tenidos por «pecadores». No acepta los prejuicios
que colocan a la mujer en una situación de inferioridad y acepta
mujeres en su séquito, poniéndolas al servicio de su Reino.
Los discípulos deberán imitar su ejemplo. La presencia del amor de
Dios en los corazones humanos se manifiesta de modo especial en el
deber de amar a los enemigos: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos
y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos» (Mt 5, 44-45).
5. Partiendo del corazón, la salvación que trae Jesús se extiende a los
diversos ámbitos de la vida humana: espirituales y corporales,
personales y sociales. Al vencer con su cruz al pecado, Cristo
inaugura un movimiento de liberación integral. Él mismo, en su vida
pública, cura a los enfermos, libra de los demonios, alivia todo tipo de
sufrimiento, mostrando así un signo del reino de Dios. A los discípulos
les dice que hagan lo mismo cuando anuncien el Evangelio (cf. Mt 10,
8; Lc 9, 2; 10, 9).
Así pues, aunque no sea mediante los milagros, que dependen del
beneplácito divino, ciertamente mediante las obras de caridad
fraterna y el compromiso en favor de la promoción de la justicia, los
discípulos de Cristo están llamados a contribuir de forma eficaz a la
eliminación de los motivos de sufrimiento que humillan y entristecen
al hombre.
Desde luego, es imposible que el dolor sea totalmente vencido en este
mundo. En el camino de cada ser humano persiste la pesadilla de la
muerte. Pero todo recibe nueva luz del misterio pascual. El sufrimiento
vivido con amor y unido al de Cristo trae frutos de salvación: se
convierte en «dolor salvífico». Incluso la muerte, si se afronta con fe,
adquiere el aspecto tranquilizador de un paso a la vida eterna, en
espera de la resurrección de la carne. De ahí se puede deducir cuán
rica y profunda es la salvación que Cristo ha traído. No sólo vino a
salvar a todos los hombres, sino también a todo el hombre.
Miércoles 25 de Febrero 1998
1. Comienza hoy, con la liturgia del miércoles de Ceniza, el itinerario
cuaresmal, que culminará en el acontecimiento central de año
litúrgico, el Triduo pascual, en el que celebramos la pasión, muerte y
resurrección de Cristo.
Jesús pasó cuarenta días en el desierto antes de emprender su
misión; hoy, del mismo modo, la Iglesia nos invita a entrar en un
tiempo fuerte de reflexión y oración, para encaminarnos hacia el
Calvario y experimentar, después, la alegría de la resurrección. Este
singular período penitencial comienza con un gesto simbólico y
significativo: la imposición de la ceniza. Este gesto, al recordarnos la
caducidad de la vida terrena, nos hace presente la necesidad de un
generoso esfuerzo ascético, del que ha de nacer la decisión valiente
de cumplir no nuestra voluntad, sino la del Padre celestial, según el
ejemplo de Jesús.
La imposición de la ceniza pone, asimismo, de relieve nuestra
condición de creaturas, en total y agradecida dependencia del
Creador. En efecto, Dios, con un sorprendente acto de predilección y
misericordia, formó al hombre del polvo, dándole un alma inmortal y
llamándolo a compartir su misma vida divina. También será Dios quien,
el último día, lo hará resucitar del polvo y transfigurará su cuerpo
mortal.
2. El acto humilde de recibir la sagrada ceniza sobre la cabeza,
confirmado por la invitación que resuena hoy en la liturgia:
«Convertíos y creed el Evangelio», se contrapone al gesto soberbio de
Adán y Eva que, con su desobediencia, destruyeron la relación de
amistad que existía con Dios creador. A causa de ese drama inicial,
todos estamos expuestos, a pesar del bautismo, al peligro de caer en
la tentación recurrente que impulsa al ser humano a vivir en una
actitud de arrogante autonomía con respecto a Dios y en perenne
antagonismo con el prójimo.
Así se nos revela el significado y la necesidad del tiempo cuaresmal
que, con la llamada a la conversión, nos lleva, mediante la oración, la
penitencia y los gestos de solidaridad fraterna, a reavivar o fortalecer
en la fe nuestra amistad con Jesús, a liberarnos de las promesas
ilusorias de felicidad terrena, y a gustar nuevamente la armonía de la
vida interior en la auténtica caridad de Cristo.
3. Hago mías las palabras de san León Magno que, en uno de sus
discursos sobre la Cuaresma, afirmaba: «No hay obras virtuosas sin la
prueba de las tentaciones; no hay fe sin contrastes; no hay lucha sin
enemigo; no hay victoria sin combate. Nuestra vida transcurre entre
asechanzas y luchas. Si no queremos ser engañados, debemos estar
vigilantes; si queremos vencer, debemos combatir» (Sermón XXXIX,
3).
Acojamos, amadísimos hermanos y hermanas, esta invitación. Exige
una disciplina ardua, especialmente en el contexto social de hoy, a
menudo caracterizado por el cómodo desinterés y el ateísmo práctico.
El Espíritu Santo nos conforta y nos sostiene en esta lucha, «viene en
ayuda de nuestra flaqueza —como afirma san Pablo—, pues nosotros
no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu
mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26).
Y precisamente al Espíritu Santo está dedicado este segundo año de
preparación inmediata para el gran jubileo del 2000. En la carta
apostólica Tertio millennio adveniente escribí: «Será, por tanto,
importante descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de
Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en
Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo
germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación
definitiva que se dará al final de los tiempos» (n. 45).
4. Así pues, dejémonos guiar por el Espíritu Santo durante este tiempo
privilegiado: para preparar a Jesús a su misión, lo impulsó al desierto
de la tentación y lo confortó luego en la hora de la prueba,
acompañándolo desde el monte de los olivos hasta el Gólgota. El
Espíritu Santo está a nuestro lado mediante la gracia de los
sacramentos. En particular, en el sacramento de la reconciliación nos
lleva, por el camino del arrepentimiento y de la confesión de nuestras
culpas, a los brazos misericordiosos del Padre.
Deseo de corazón que la Cuaresma sea para cada cristiano una
ocasión propicia para este camino de conversión, que tiene su
referencia fundamental e irrenunciable en el sacramento de la
penitencia. Esta es la condición para llegar a una experiencia más
íntima y profunda del amor del Padre.
Que nos acompañe, a lo largo de este itinerario cuaresmal, María,
ejemplo de dócil acogida del Espíritu de Dios. A ella nos dirigimos hoy,
en el momento en que, junto con los creyentes de todo el mundo,
entramos en el clima austero y penitencial de la Cuaresma.
Miércoles 11 de marzo de 1998
La salvación realizada en la historia
1. Después de considerar la salvación integral llevada a cabo por
Cristo redentor, queremos reflexionar ahora sobre su progresiva
realización en la historia de la humanidad. En cierto sentido,
precisamente sobre este problema interrogan a Jesús los discípulos
antes de la Ascensión: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a
restablecer el reino de Israel?» (Hch 1, 6).
La pregunta, formulada así, revela cuán condicionados están aún por
las perspectivas de una esperanza que concibe el reino de Dios como
un acontecimiento estrechamente vinculado al destino nacional de
Israel. En los cuarenta días que median entre la Resurrección y la
Ascensión, Jesús les había hablado del «reino de Dios» (Hch 1, 3).
Pero ellos sólo podrán captar sus dimensiones profundas después de
la gran efusión del Espíritu en Pentecostés. Mientras tanto, Jesús
corrige su impaciencia, impulsada por el deseo de un reino con rasgos
aún demasiado políticos y terrenos, invitándolos a remitirse a los
designios misteriosos de Dios: «A vosotros no os toca conocer los
tiempos y los momentos que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hch
1, 7).
2. Esta advertencia de Jesús sobre «los tiempos fijados por Dios»
resulta muy actual después de dos mil años de cristianismo. Frente al
crecimiento relativamente lento del reino de Dios en el mundo, se nos
pide que nos fiemos del plan del Padre misericordioso, que lo dirige
todo con sabiduría trascendente. Jesús nos invita a admirar la
«paciencia» del Padre, que adapta su acción transformadora a la
lentitud de la naturaleza humana, herida por el pecado. Esta paciencia
ya se había manifestado en el Antiguo Testamento, en la larga historia
que había preparado la venida de Jesús (cf. Rm 3, 26). Y sigue
manifestándose, después de Cristo, en el desarrollo de la Iglesia (cf. 2
P 3, 9).
En su respuesta a los discípulos, Jesús habla de «tiempos» ("χρόνοι")
y de «momentos» ("καιροί"). Estas dos expresiones del lenguaje
bíblico sobre el tiempo presentan dos matices que conviene recordar.
El "χρόνος" es el tiempo en su curso ordinario, que también está bajo
el influjo de la Providencia divina, que lo gobierna todo. Pero en este
curso ordinario de la historia Dios inserta sus intervenciones
especiales, que confieren a determinados tiempos un valor salvífico
completamente particular. Son, precisamente, los "καιροί", los
momentos de Dios, que el hombre está llamado a discernir y por los
que debe dejarse interpelar.
3. La historia bíblica contiene muchos de estos momentos especiales.
Reviste una importancia fundamental el tiempo de la venida de Cristo.
A la luz de esta distinción entre "χρόνοι" y "καιροί" se puede releer
también la historia bimilenaria de la Iglesia.
Enviada a toda la humanidad, ha vivido momentos diversos en su
desarrollo. En algunos lugares y períodos encuentra dificultades y
obstáculos especiales; en otros, su progreso es mucho más rápido. A
veces existen tiempos largos de espera, en los que sus intensos
esfuerzos misioneros parecen totalmente ineficaces. Son tiempos que
ponen a prueba la fuerza de la esperanza, orientándola hacia un futuro
más lejano.
Pero hay también momentos favorables, en los que la buena nueva
encuentra una acogida benévola y las conversiones se multiplican. El
primer momento de gracia más abundante, un momento fundamental,
fue Pentecostés. Muchos otros han venido después, y vendrán aún.
4. Cuando llega uno de estos momentos, los que tienen una
responsabilidad especial en la evangelización están llamados a
reconocerlo, para aprovechar mejor las posibilidades que brinda la
gracia. Pero no se puede establecer con anticipación la fecha. La
respuesta de Jesús (cf. Hch 1, 7) no se limita a frenar la impaciencia
de los discípulos; también subraya su responsabilidad. Tienen la
tentación de esperar que de todo se encargue Jesús. Y en cambio,
reciben una misión que los llama a un compromiso generoso: «Seréis
mis testigos» (Hch 1, 8). Aunque con la Ascensión se aleje de su vista,
Jesús quiere seguir estando presente en medio del mundo
precisamente mediante sus discípulos.
A ellos les confía la misión de difundir el Evangelio en todo el mundo,
impulsándolos a salir de la estrecha perspectiva limitada a Israel.
Ensancha su horizonte, invitándolos a ser sus testigos «en Jerusalén,
en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
Todo se realizará, por consiguiente, en nombre de Cristo, pero todo se
llevará a cabo también por la obra personal de estos testigos.
5. Ante esta comprometedora misión, los discípulos podían haberse
echado atrás, considerándose incapaces de asumir una
responsabilidad tan grave. Pero Jesús indica el secreto que les
permitirá estar a la altura de la misión: «Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (Hch 1, 8). Con esta fuerza,
los discípulos lograrán, a pesar de su debilidad humana, ser auténticos
testigos de Cristo en todo el mundo.
En Pentecostés, el Espíritu Santo llena a cada uno de los discípulos y
a toda la comunidad con la abundancia y la diversidad de sus dones.
Jesús revela la importancia del don de la fuerza ("δύναμις"), que
sostendrá su acción apostólica. En la Anunciación, el Espíritu Santo
había descendido sobre María como «fuerza del Altísimo» (Lc 1, 35),
realizando en su seno la maravilla de la Encarnación.
La misma fuerza del Espíritu Santo producirá nuevas maravillas de
gracia en la obra de evangelización de los pueblos.
Miércoles 18 de marzo de 1998
1. Mirando al objetivo prioritario del jubileo, que es «el fortalecimiento
de la fe y del testimonio de los cristianos» (Tertio millennio
adveniente, 42), después de trazar en las anteriores catequesis los
rasgos fundamentales de la salvación traída por Cristo, nos detenemos
hoy a reflexionar en la fe que él espera de nosotros.
A Dios, que se revela —como enseña la Dei Verbum—, se le debe «la
obediencia de la fe» (cf. n. 5). Dios se reveló en la Antigua Alianza,
pidiendo al pueblo por él elegido una adhesión fundamental de fe. En
la plenitud de los tiempos, esta fe ha de renovarse y desarrollarse,
para responder a la revelación del Hijo de Dios encarnado. Jesús la
exige expresamente, dirigiéndose a los discípulos en la última Cena:
«Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14, 1).
2. Jesús ya había pedido al grupo de los doce Apóstoles una profesión
de fe en su persona. Cerca de Cesarea de Filipo, después de interrogar
a los discípulos qué pensaba la gente sobre su identidad, les pregunta:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Simón Pedro
responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Inmediatamente Jesús confirma el valor de esta profesión de fe,
subrayando que no procede simplemente de un pensamiento humano,
sino de una inspiración celestial: «Bienaventurado eres Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi
Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Estas palabras, de marcado
color semítico, designan la revelación total, absoluta y suprema: la
que se refiere a la persona de Cristo, el Hijo de Dios.
La profesión de fe que hace Pedro seguirá siendo expresión definitiva
de la identidad de Cristo. San Marcos utiliza esas palabras para
introducir su Evangelio (cf. Mc 1, 1). San Juan las refiere al concluir el
suyo, cuando afirma que lo escribió para que se crea «que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios», y para que, creyendo, se pueda tener vida en
su nombre (cf. Jn 20, 31).
3. ¿En qué consiste la fe? La constitución Dei Verbum explica que por
ella «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece "el
homenaje total de su entendimiento y voluntad", asintiendo libremente
a lo que Dios revela» (n. 5). Así pues, la fe no es sólo adhesión de la
inteligencia a la verdad revelada, sino también obsequio de la voluntad
y entrega a Dios, que se revela. Es una actitud que compromete toda
la existencia.
El Concilio recuerda también que, para la fe, es necesaria «la gracia
de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del
Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del
espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad"» (ib.).
Así se ve cómo la fe, por una parte, hace acoger la verdad contenida
en la Revelación y propuesta por el magisterio de quienes, como
pastores del pueblo de Dios, han recibido un «carisma cierto de la
verdad» (ib., 8). Por otra parte, la fe lleva también a una verdadera y
profunda coherencia, que debe expresarse en todos los aspectos de
una vida según el modelo de la de Cristo.
4. Al ser fruto de la gracia, la fe influye en los acontecimientos. Se ve
claramente en el caso ejemplar de la Virgen santísima. En la
Anunciación, su adhesión de fe al mensaje del ángel es decisiva
incluso para la venida de Jesús al mundo. María es Madre de Cristo
porque antes creyó en él.
En las bodas de Caná, María por su fe obtiene el milagro. Ante una
respuesta de Jesús que parecía poco favorable, ella mantiene una
actitud de confianza, convirtiéndose así en modelo de la fe audaz y
constante que supera los obstáculos.
Audaz e insistente fue también la fe de la cananea. A esa mujer, que
acudió a pedirle la curación de su hija, Jesús le había opuesto el plan
del Padre, que limitaba su misión a las ovejas perdidas de la casa de
Israel. La cananea respondió con toda la fuerza de su fe y obtuvo el
milagro: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15,
28).
5. En muchos otros casos el Evangelio testimonia la fuerza de la fe.
Jesús manifiesta su admiración por la fe del centurión: «Os aseguro
que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8, 10).
Y a Bartimeo le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52). Lo mismo
repite a la hemorroísa (cf. Mc 5, 34).
Las palabras que dirige al padre del epiléptico, que deseaba la
curación de su hijo, no son menos impresionantes: «Todo es posible
para quien cree» (Mc 9, 23).
La función de la fe es cooperar con esta omnipotencia. Jesús pide
hasta tal punto esta cooperación, que, al volver a Nazaret, no realiza
casi ningún milagro porque los habitantes de su aldea no creían en él
(cf. Mc 6, 5-6). Con miras a la salvación, la fe tiene para Jesús una
importancia decisiva.
San Pablo desarrollará la enseñanza de Cristo cuando, en oposición
con los que querían fundar la esperanza de salvación en la
observancia de la ley judía, afirmará con fuerza que la fe en Cristo es
la única fuente de salvación: «Porque pensamos que el hombre es
justificado por la fe, sin las obras de la ley» (Rm 3, 28). Sin embargo,
no conviene olvidar que san Pablo pensaba en la fe auténtica y plena,
«que actúa por la caridad» (Ga 5, 6). La verdadera fe está animada por
el amor a Dios, que es inseparable del amor a los hermanos.
Miércoles 25 de marzo de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Doy gracias al Señor que, en los días pasados, con mi breve pero
intensa estancia en Nigeria, me concedió volver a visitar el amado
continente africano. En la Iglesia, África se está convirtiendo cada vez
más en protagonista de su propia historia y corresponsable del camino
de todo el pueblo de Dios.
En Nigeria me encontré con una Iglesia viva, que acaba de celebrar el
centenario de la primera evangelización y se encamina con firmeza
hacia el año 2000, guiada e impulsada por las orientaciones del
reciente Sínodo africano. En los últimos tiempos han surgido nuevas
comunidades diocesanas y parroquiales. Aumentan las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada: se han abierto tres nuevos
seminarios, que se añaden a los ocho ya existentes. Todo ello es fruto
del Espíritu Santo, que ha animado a la Iglesia en Nigeria en estos
cien años, y sigue sosteniéndola en su camino hacia el futuro.
2. Agradezco al jefe del Estado y a las demás autoridades civiles la
acogida que me dispensaron. Espero que este singular acontecimiento
espiritual contribuya a intensificar el proceso hacia la reconciliación
en la justicia y hacia el pleno respeto de los derechos humanos de
cada uno de los miembros del pueblo nigeriano.
Expreso mi agradecimiento fraterno a los obispos del país por el
testimonio de comunión y afecto que brindaron al Sucesor de Pedro,
implicando en él a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, a
los catequistas y a todos los fieles laicos. Renuevo a cada uno mi
gratitud y mi abrazo de paz.
Saludo con deferencia a los seguidores de las demás religiones,
especialmente a los musulmanes, que tienen una notable presencia en
el país. A todo el pueblo nigeriano se dirige mi más cordial saludo.
3. Durante mi estancia en Nigeria, además de visitar a las autoridades
del país, pude reunirme con los obispos, pastores solícitos del pueblo
cristiano. Asimismo, conservo un grato recuerdo del encuentro con los
máximos representantes del islam, con quienes quise reafirmar la
importancia de los vínculos espirituales que unen a los cristianos y los
musulmanes: la fe en el Dios único y misericordioso, el compromiso de
buscar y cumplir su voluntad, el valor de cada persona en cuanto
creada por Dios con un fin especial, la libertad religiosa y la ética de la
solidaridad. Pido al Señor que los cristianos y los musulmanes, ambos
numerosos en Nigeria, colaboren en la defensa de la vida, así como en
la promoción del efectivo reconocimiento de los derechos humanos de
cada persona.
4. Otro momento fuerte de mi visita pastoral fue la santa misa en
Abuja, nueva capital federal del país. En el centro del continente
negro, elevé a Dios, junto con los obispos, con el clero y con los fieles,
una gran oración por África, para que goce de justicia, paz y
desarrollo; y para que conserve sus valores más genuinos, su amor a
la vida y a la familia, a la solidaridad y a la vida comunitaria. Oré para
que África, habitada por innumerables grupos étnicos, se convierta en
una familia de pueblos, como el Señor quiere que sea el mundo entero:
una familia de naciones. El Evangelio es levadura de auténtica paz y
unidad.
La Iglesia anuncia hasta los últimos confines de la tierra esta buena
nueva de la salvación y anima el compromiso en favor de la justicia, la
paz y el desarrollo integral de la sociedad, así como en favor del
respeto de los derechos fundamentales de la persona.
Por esa causa han dado su vida los misioneros, primeros
evangelizadores del continente africano; a esa misma causa han
consagrado su existencia muchos nigerianos, como el padre Tansi, y
tantos otros que, después de él, han respondido a la llamada del Señor
y ahora cooperan en la nueva evangelización en su patria y en otras
partes del mundo. La Iglesia no deja de dar gracias a Dios por este
misterioso intercambio de dones, fruto de la acción eficaz y universal
del Espíritu Santo.
5. El momento culminante de mi peregrinación apostólica fue la
solemne celebración eucarística para la beatificación del padre
Cipriano Miguel Iwene Tansi, que tuvo lugar en su ciudad natal,
Onitsha.
Este acontecimiento comunicó un elevado mensaje de santidad,
pacificación y esperanza, admirablemente concentrado en el
testimonio del padre Tansi. Todo su apostolado encontraba fuerza en
la Eucaristía: celebraba la santa misa con visible fervor de fe y de
amor, y pasaba largas horas en adoración al Santísimo Sacramento, en
el recogimiento de la contemplación.
En esas prolongadas pausas de oración, el Señor lo atrajo cada vez
más hacia sí, haciéndole percibir con creciente claridad la llamada a
la vida contemplativa. A la edad de 47 años, se dirigió a Inglaterra,
donde entró en la abadía cisterciense de Monte San Bernardo. No pudo
volver a su patria, como era su deseo y su proyecto, para fundar en
ella una comunidad monástica. La muerte se le anticipó, pero su
testimonio, fecundado por la oración y el sacrificio, ha quedado como
una semilla valiosa y eficaz, que ha dado abundantes frutos.
6. El padre Tansi es el primer testigo de la fe cristiana en Nigeria
elevado al honor de los altares: por esto, resulta espontáneo
considerarlo el «protomártir» de esa nación. No porque haya sido
martirizado, sino en el sentido de que dio un inquebrantable testimonio
de amor, entregándose completamente al servicio de Dios y de sus
hermanos durante toda su vida.
En la historia de la Iglesia los protomártires revisten notable
importancia para el desarrollo de la comunidad de los creyentes y para
la evangelización. Pensemos, por ejemplo, en los protomártires
romanos y en los de otros muchos países, donde la fe ha brotado de su
testimonio heroico. La beatificación del padre Tansi no es sólo el
reconocimiento de su santidad y del clima espiritual en el que creció
hasta llegar a la perfección de la unión con Dios y con sus hermanos.
También es un augurio y un signo de esperanza para el futuro
desarrollo de la Iglesia en Nigeria y en África.
7. Que el nuevo beato interceda para que se incremente en la
sociedad nigeriana y en todos los países africanos un deseable y
sincero espíritu de reconciliación y se difunda cada vez más el
mensaje evangélico; para que crezca la comprensión recíproca, fuente
de paz, de alegría y unidad en las familias; para que se afirme la
solidaridad en la justicia, pues ese es el camino para lograr el
desarrollo armonioso de toda nación.
Encomendemos estos deseos a la Virgen santísima, que hoy la liturgia
nos invita a contemplar en el misterio de la Anunciación. El Espíritu
Santo la impulsó a pronunciar su «fiat» a Dios y formó en su seno al
Verbo encarnado. El mismo Espíritu fecundó, en el decurso de los
siglos, la labor misionera de los Apóstoles y de los testigos de Cristo
en todos los lugares de la tierra.
Contemplando a María, icono de la fidelidad y de la obediencia, hoy se
nos invita a acoger con generosidad la llamada divina y a pronunciar
nuestro «sí» fiel y definitivo a la voluntad del Señor, para que se
cumpla en todas partes su plan de salvación.
La Virgen de la Anunciación, que hoy celebramos, nos haga dóciles y
valientes servidores de la Palabra, que en ella se hizo carne para la
salvación de todo ser humano.
Miércoles 1 de abril de 1998
El bautismo, fundamento de la existencia cristiana
1. Según el evangelio de san Marcos, las últimas enseñanzas de Jesús
a sus discípulos presentan unidos fe y bautismo como el único camino
de salvación: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea,
se condenará» (Mc 16, 16). También Mateo, al referir el mandato
misionero que Jesús da a los Apóstoles, subraya el nexo entre
predicación del Evangelio y bautismo: «Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
En conformidad con estas palabras de Cristo, Pedro, el día de
Pentecostés, dirigiéndose al pueblo para exhortarlo a la conversión,
invita a sus oyentes a recibir el bautismo: «Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo»
(Hch 2, 38). La conversión, pues, no consiste sólo en una actitud
interior, sino que implica también el ingreso en la comunidad cristiana
a través del bautismo, que obra el perdón de los pecados e inserta en
el Cuerpo místico de Cristo.
2. Para captar el sentido profundo del bautismo, es necesario volver a
meditar en el misterio del bautismo de Jesús, al comienzo de su vida
pública. Se trata de un episodio a primera vista sorprendente, porque
el bautismo de Juan, que recibió Jesús, era un bautismo de
«penitencia», que disponía al hombre a recibir la remisión de los
pecados. Jesús sabía bien que no tenía necesidad de ese bautismo,
siendo perfectamente inocente. En tono desafiante, dirá un día a sus
adversarios: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?» (Jn
8, 46).
En realidad, sometiéndose al bautismo de Juan, Jesús lo recibe no
para su propia purificación, sino como signo de solidaridad redentora
con los pecadores. En su gesto bautismal está implícita una intención
redentora, puesto que es «el Cordero (...) que quita el pecado del
mundo» (Jn 1, 29). Más tarde llamará «bautismo» a su pasión,
experimentándola como una especie de inmersión en el dolor,
aceptada con finalidad redentora para la salvación de todos: «Con un
bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que
se cumpla!» (Lc 12, 50).
3. En el bautismo en el Jordán, Jesús no sólo anuncia el compromiso
del sufrimiento redentor, sino que también obtiene una efusión
especial del Espíritu, que desciende en forma de paloma, es decir,
como Espíritu de la reconciliación y de la benevolencia divina. Este
descenso es preludio del don del Espíritu Santo, que se comunicará en
el bautismo de los cristianos.
Además, una voz celestial proclama: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco» (Mc 1, 11). Es el Padre quien reconoce a su propio Hijo y
manifiesta el vínculo de amor que lo une a él. En realidad, Cristo está
unido al Padre por una relación única, porque es el Verbo eterno «de la
misma naturaleza del Padre». Sin embargo, en virtud de la filiación
divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada persona
bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: «Tú eres
mi hijo amado».
En el bautismo de Cristo se encuentra la fuente del bautismo de los
cristianos y de su riqueza espiritual.
4. San Pablo ilustra el bautismo sobre todo como participación en los
frutos de la obra redentora de Cristo, subrayando la necesidad de
renunciar al pecado y comenzar una vida nueva. Escribe a los
Romanos: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en
Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que
Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4).
El bautismo cristiano, precisamente porque sumerge en el misterio
pascual de Cristo, tiene un valor muy superior a los ritos bautismales
judíos y paganos, que eran abluciones destinadas a significar la
purificación, pero incapaces de borrar los pecados. En cambio, el
bautismo cristiano es un signo eficaz, que obra realmente la
purificación de las conciencias, comunicando el perdón de los
pecados. Confiere, además, un don mucho mayor: la vida nueva de
Cristo resucitado, que transforma radicalmente al pecador.
5. Pablo muestra el efecto esencial del bautismo, cuando escribe a los
Gálatas: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de
Cristo» (Ga 3, 27). Existe una semejanza fundamental del cristiano con
Cristo, que implica el don de la filiación divina adoptiva. Los
cristianos, precisamente porque están «bautizados en Cristo», son por
una razón especial «hijos de Dios». El bautismo produce un verdadero
«renacimiento».
La reflexión de san Pablo se relaciona con la doctrina transmitida por
el evangelio de san Juan, especialmente con el diálogo de Jesús con
Nicodemo: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en
el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu,
es espíritu» (Jn 3, 5-6).
«Nacer del agua» es una clara referencia al bautismo, que de ese
modo resulta un verdadero nacimiento del Espíritu. En efecto, en él se
da al hombre el Espíritu de la vida que «consagró» la humanidad de
Cristo desde el momento de la Encarnación y que Cristo mismo
infundió en virtud de su obra redentora.
El Espíritu Santo hace nacer y crecer en el cristiano una vida
«espiritual», divina, que anima y eleva todo su ser. A través del
Espíritu, la vida misma de Cristo produce sus frutos en la existencia
cristiana.
¡Don y misterio grande es el bautismo! Es de desear que todos los
hijos de la Iglesia, especialmente en este período de preparación del
acontecimiento jubilar, tomen conciencia cada vez más profunda de
ello.
Miércoles 8 de Abril 1998
1. En estos días de la Semana santa la liturgia subraya con particular
vigor la oposición entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte,
pero no nos deja en la duda del resultado final: la gloria de Cristo
resucitado. Mañana, la solemne celebración in cena Domini nos
introducirá en el Triduo sacro, que presentará a la contemplación de
todos los creyentes los acontecimientos centrales de la historia de la
salvación. Juntos reviviremos, con profunda participación, la pasión,
la muerte y la resurrección de Jesús.
2. En la santa misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se
reunirán, mañana por la mañana, los presbíteros con su obispo.
Durante una significativa celebración eucarística, que
tradicionalmente tiene lugar en las catedrales diocesanas, se
bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se
consagrará el crisma. Esos ritos significan simbólicamente la plenitud
del sacerdocio de Cristo y la comunión eclesial que debe animar al
pueblo cristiano, congregado por el sacrificio eucarístico y vivificado
en la unidad por el don del Espíritu Santo.
Mañana, por la tarde, celebraremos, con sentimientos de gratitud, el
momento de la institución de la Eucaristía. En la última cena, el Señor,
«habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta
el extremo» (Jn 13, 1) y, precisamente cuando Judas se disponía a
traicionarlo y se hacía noche en su corazón, la misericordia divina
triunfaba sobre el odio, la vida sobre la muerte: «Jesús tomó pan y lo
bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed,
éste es mi cuerpo". Tomó luego el cáliz y, dando gracias, se lo dio
diciendo: "Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre de la alianza,
que es derramada por muchos para el perdón de los pecados"» (Mt 26,
26-28).
Así pues, la alianza nueva y eterna de Dios con el hombre está escrita
con caracteres indelebles en la sangre de Cristo, cordero manso y
humilde, inmolado libremente para expiar los pecados del mundo. Al
final de la celebración, la Iglesia nos invitará a una prolongada
adoración de la Eucaristía, para meditar en este extraordinario e
inconmensurable misterio de amor.
3. El Viernes santo se caracteriza por el relato de la pasión y por la
contemplación de la cruz. En ella se revela plenamente la misericordia
del Padre. La liturgia nos invita a rezar así: «Cuando nosotros
estábamos perdidos y éramos incapaces de volver a ti, nos amaste
hasta el extremo. Tu Hijo, que es el único justo, se entregó a sí mismo
en nuestras manos para ser clavado en la cruz» (Misal Romano,
Plegaria eucarística sobre la reconciliación I). Es tan grande la
emoción que suscita este misterio, que el apóstol Pedro, escribiendo a
los fieles de Asia menor, exclamaba: «Sabéis que habéis sido
rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con
algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de
cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1 P 1, 18-19).
Por esto, después de proclamar la pasión del Señor, la Iglesia pone en
el centro de la liturgia del Viernes santo la adoración de la cruz, que
no es símbolo de muerte, sino manantial de vida auténtica. En este
día, rebosante de emoción espiritual, se yergue sobre el mundo la cruz
de Cristo, emblema de esperanza para todos los que acogen con fe
este misterio en su vida.
4. Meditando en estas realidades sobrenaturales, entraremos en el
silencio del Sábado santo, a la espera del triunfo glorioso de Cristo en
la resurrección. Junto al sepulcro podremos reflexionar en la tragedia
de una humanidad que, privada de su Señor, se ve inevitablemente
dominada por la soledad y el desconsuelo. Replegado en sí mismo, el
hombre se siente privado de todo anhelo de esperanza ante el dolor,
ante las derrotas de la vida y, especialmente, ante la muerte. ¿Qué
hacer? Es preciso estar a la espera de la resurrección. De acuerdo con
una antigua y extendida tradición, estará a nuestro lado la Virgen
María, Madre dolorosa, Madre de Cristo inmolado.
Con todo, en la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia
pascual, madre de todas las vigilias, el silencio quedará roto por el
canto de gozo: el Exsultet. Una vez más se proclamará la victoria de la
luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte, y la Iglesia se
alegrará en el encuentro con su Señor.
Así entraremos en el clima de la Pascua de Resurrección, día sin fin
que el Señor inaugura resucitando de entre los muertos.
Amadísimos hermanos y hermanas, abramos nuestro corazón a la
gracia divina y dispongámonos a seguir a Jesús en su pasión y muerte,
para entrar con él en la alegría de la resurrección.
Con estos sentimientos, deseo a todos un fructuoso Triduo pascual y
una santa y feliz Pascua.
Miércoles 15 de abril de 1998
1. La audiencia general de hoy se celebra en la octava de Pascua. En
esta semana, y durante todo el arco de tiempo que llega hasta
Pentecostés, la comunidad cristiana percibe de modo especial la
presencia viva y eficaz de Cristo resucitado. En el espléndido marco
de luz y júbilo propios del tiempo pascual, proseguimos nuestras
reflexiones de preparación para el gran jubileo del año 2000. Hoy nos
detenemos una vez más en el sacramento del bautismo que,
sumergiendo al hombre en el misterio de la muerte y de la
resurrección de Cristo, le comunica la filiación divina y lo incorpora a
la Iglesia.
El bautismo es esencial para la comunidad cristiana. En particular, la
carta a los Efesios sitúa el bautismo entre los fundamentos de la
comunión que une a los discípulos de Cristo. «Un solo cuerpo y un solo
Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados, la de
vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo
Dios y Padre de todos...» (Ef 4, 4-6).
La afirmación de un solo bautismo en el contexto de las otras bases
de la unidad eclesial reviste una importancia particular. En realidad,
remite al único Padre, que en el bautismo ofrece a todos la filiación
divina. Está íntimamente relacionado con Cristo, único Señor, que une
a los bautizados en su Cuerpo místico, y con el Espíritu Santo,
principio de unidad en la diversidad de los dones. Al ser sacramento
de la fe, el bautismo comunica una vida que abre el acceso a la
eternidad y, por tanto, hace referencia a la esperanza, que espera con
certeza el cumplimiento de las promesas de Dios.
El único bautismo expresa, por consiguiente, la unidad de todo el
misterio de la salvación.
2. Cuando san Pablo quiere mostrar la unidad de la Iglesia, la compara
con un cuerpo, el cuerpo de Cristo, edificado precisamente por el
bautismo: «Hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para
formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos
hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13).
El Espíritu Santo es el principio de la unidad del cuerpo, pues anima
tanto a Cristo cabeza como a sus miembros. Al recibir el Espíritu,
todos los bautizados, a pesar de sus diferencias de origen, nación,
cultura, sexo y condición social, son unidos en el cuerpo de Cristo, de
modo que san Pablo puede decir: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo
ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús» (Ga 3, 28).
3. Sobre el fundamento del bautismo, la primera carta de san Pedro
exhorta a los cristianos a colaborar con Cristo en la construcción del
edificio espiritual fundado por él y sobre él: «Acercándoos a él, piedra
viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios,
también vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción de un
edificio espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer
sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo»
(1 P 2, 4-5). Por tanto, el bautismo une a todos los fieles en el único
sacerdocio de Cristo, capacitándolos para participar en los actos de
culto de la Iglesia y transformar su existencia en ofrenda espiritual
agradable a Dios. De ese modo, crecen en santidad e influyen en el
desarrollo de toda la comunidad.
El bautismo es también fuente de dinamismo apostólico. El Concilio
recuerda ampliamente la tarea misionera de los bautizados, en
conformidad con su propia vocación; en la constitución Lumen
gentium, enseña: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el
encargo de extender la fe según sus posibilidades» (n. 17). En la
encíclica Redemptoris missio subrayé que, en virtud del bautismo,
todos los laicos son misioneros (cf. n. 71).
4. El bautismo es un punto de partida fundamental también para el
compromiso ecuménico.
Con respecto a nuestros hermanos separados, el decreto sobre el
ecumenismo declara: «En efecto, los que creen en Cristo y han
recibido debidamente el bautismo están en una cierta comunión,
aunque no perfecta, con la Iglesia católica» (Unitatis redintegratio, 3).
El bautismo conferido de forma válida obra, en realidad, una efectiva
incorporación a Cristo y hace que todos los bautizados,
independientemente de la confesión a la que pertenecen, sean
verdaderamente hermanos y hermanas en el Señor. El Concilio enseña
a este propósito: «El bautismo constituye un vínculo sacramental de
unidad, vigente entre los que han sido regenerados en él» (ib., 22).
Se trata de una comunión inicial, que debe desarrollarse en la
dirección de la unidad plena, como el mismo Concilio recomienda: «El
bautismo por sí mismo es sólo un principio y un comienzo, porque todo
él tiende a conseguir la plenitud de vida en Cristo. Así pues, el
bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación
plena en la economía de la salvación, como el mismo Cristo quiso, y
finalmente a la incorporación íntegra en la comunión eucarística» (ib.).
5. En la perspectiva del jubileo, esta dimensión ecuménica del
bautismo merece ser puesta especialmente de relieve (cf. Tertio
millennio adveniente, 41).
Dos mil años después de la venida de Cristo, los cristianos se
presentan al mundo, por desgracia, sin la unidad plena que él deseó y
por la que rogó. Pero, mientras tanto, no debemos olvidar que lo que
ya nos une es muy grande. Es necesario promover, en todos los
niveles, el diálogo doctrinal, la apertura y la colaboración recíprocas y,
sobre todo, el ecumenismo espiritual de la oración y del compromiso
de santidad. Precisamente la gracia del bautismo es el fundamento
sobre el que hay que construir la unidad plena, hacia la que el Espíritu
nos impulsa sin cesar.
Miércoles 22 de Abril 1998
1. El camino hacia el jubileo, a la vez que remite a la primera venida
histórica de Cristo, nos invita también a mirar hacia adelante en
espera de su segunda venida al final de los tiempos. Esta perspectiva
escatológica, que indica la orientación fundamental de la existencia
cristiana hacia las últimas realidades, es una llamada continua a la
esperanza y, al mismo tiempo, al compromiso en la Iglesia y en el
mundo.
No debemos olvidar que el ‹sxaton, es decir, el acontecimiento final,
entendido cristianamente, no es sólo una meta puesta en el futuro,
sino también una realidad ya iniciada con la venida histórica de Cristo.
Su pasión, muerte y resurrección constituyen el evento supremo de la
historia de la humanidad, que ha entrado ya en su última fase, dando,
por decir así, un salto de calidad. Se abre, para el tiempo, el horizonte
de una nueva relación con Dios, caracterizada por el gran ofrecimiento
de la salvación en Cristo.
Por esto, Jesús puede decir: «Llega la hora, y ya estamos en ella, en
que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan
vivirán» (Jn 5, 25). La resurrección de los muertos, esperada para el
final de los tiempos, recibe una primera y decisiva actuación ya ahora,
en la resurrección espiritual, objetivo principal de la obra de salvación.
Consiste en la nueva vida comunicada por Cristo resucitado, como
fruto de su obra redentora.
Es un misterio de renacimiento en el agua y en el Espíritu (cf. Jn 3, 5),
que marca profundamente el presente y el futuro de toda la
humanidad, aunque su eficacia se realiza ya desde ahora sólo en los
que aceptan plenamente el don de Dios y lo irradian en el mundo.
2. Cristo, en sus palabras, pone claramente de manifiesto esta doble
dimensión, presente y a la vez futura, de su venida. En el discurso
escatológico, que pronuncia poco antes del drama pascual, Jesús
predice: «Verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran
poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro
vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo
del cielo» (Mc 13, 26-27).
En el lenguaje apocalíptico, las nubes son un signo teofánico: indican
que la segunda venida del Hijo del hombre no se llevará a cabo en la
debilidad de la carne, sino en el poder divino. Estas palabras del
discurso hacen pensar en el futuro último, que concluirá la historia.
Con todo, Jesús, en la respuesta que da al sumo sacerdote durante el
proceso, repite la profecía escatológica, enunciándola con palabras
que aluden a un acontecimiento inminente: «Yo os declaro que a partir
de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra de Dios y venir
sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64).
Confrontando estas palabras con las del discurso anterior, se aprecia
el sentido dinámico de la escatología cristiana, como un proceso
histórico ya iniciado y en camino hacia su plenitud.
3. Por otra parte, sabemos que las imágenes apocalípticas del
discurso escatológico, a propósito del final de todas las cosas, se han
de interpretar en su intensidad simbólica. Expresan la precariedad del
mundo y el poder soberano de Cristo, en cuyas manos está el destino
de la humanidad. La historia camina hacia su meta, pero Cristo no
señaló ninguna fecha concreta. Por tanto, son falsos y engañosos los
intentos de prever el final del mundo. Cristo nos aseguró solamente
que el final no vendrá antes de que su obra de salvación haya
alcanzado una dimensión universal por el anuncio del Evangelio: «Se
proclamará esta buena nueva del Reino en el mundo entero, para dar
testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14).
Jesús dice estas palabras a los discípulos, interesados en conocer la
fecha del fin del mundo. Tienen la tentación de pensar en una fecha
cercana. Y Jesús les da a entender que deben suceder primero
muchos acontecimientos y cataclismos, y serán solamente «el
comienzo de los dolores» (Mc 13, 8). Por consiguiente, como dice san
Pablo, toda la creación «gime y sufre dolores de parto» esperando con
ansiedad la revelación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).
4. La obra evangelizadora del mundo conlleva la profunda
transformación de las personas humanas por influjo de la gracia de
Cristo. San Pablo afirmó que la finalidad de la historia es el plan del
Padre de «recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de
la tierra» (Ef 1, 10). Cristo es el centro del universo, que atrae hacia sí
a todos para comunicarles la abundancia de las gracias y la vida
eterna.
El Padre dio a Jesús «el poder para juzgar, porque es Hijo del hombre»
(Jn 5, 27). El juicio, aunque, como es obvio, incluye la posibilidad de
condena, está encomendado al «Hijo del hombre», es decir, a una
persona llena de comprensión y solidaria con la condición humana.
Cristo es un juez divino con un corazón humano, un juez que desea dar
la vida. Sólo el empecinamiento impenitente en el mal puede impedirle
hacer este don, por el cual él no dudó en afrontar la muerte.
Miércoles 29 de abril de 1998
1. Al orientar nuestra mirada hacia Cristo, el jubileo nos invita a
dirigirla también a María. No podemos separar al Hijo de la Madre,
porque «el haber nacido de María» pertenece a la identidad personal
de Jesús. Ya desde las primeras fórmulas de fe, Jesús fue reconocido
como Hijo de Dios e Hijo de María. Lo recuerda, por ejemplo,
Tertuliano, cuando afirma: «Es necesario creer en un Dios único,
todopoderoso, creador del mundo, y en su Hijo Jesucristo, nacido de la
Virgen María» (De virg. vel., 1, 3).
Como Madre, María fue la primera persona humana que se alegró de un
nacimiento que marcaba una nueva era en la historia religiosa de la
humanidad. Por el mensaje del ángel, conocía el destino extraordinario
que estaba reservado al niño en el plan de salvación. La alegría de
María está en la raíz de todos los jubileos futuros. Así pues, en su
corazón materno se preparó también el jubileo que nos disponemos a
celebrar. Por este motivo, la Virgen santísima debe estar presente de
un modo, por decir así, «transversal» al tratar los temas previstos
durante toda la fase preparatoria (cf. Tertio millennio adveniente, 43).
Nuestro jubileo deberá ser una participación en su alegría.
2. La inseparabilidad de Cristo y de María deriva de la voluntad
suprema del Padre en el cumplimiento del plan de la Encarnación.
Como dice san Pablo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
El Padre quiso una madre para su Hijo encarnado, a fin de que naciera
de modo verdaderamente humano. Al mismo tiempo, quiso una madre
virgen, como signo de la filiación divina del niño.
Para realizar esta maternidad, el Padre pidió el consentimiento de
María. En efecto, el ángel le expuso el proyecto divino y esperó una
respuesta, que debía brotar de su voluntad libre. Eso se deduce
claramente del relato de la Anunciación, donde se subraya que María
hizo una pregunta, en la que se refleja su propósito de conservar su
virginidad. Cuando el ángel le explica que ese obstáculo será superado
por el poder del Espíritu Santo, ella da su consentimiento.
3. «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc
1, 38). Esta adhesión de María al proyecto divino tuvo un efecto
inmenso en todo el futuro de la humanidad. Podemos decir que el «sí»
pronunciado en el momento de la Anunciación cambió la faz del
mundo. Era un «sí» a la venida de Aquel que debía liberar a los
hombres de la esclavitud del pecado y darles la vida divina de la
gracia. Ese «sí» de la joven de Nazaret hizo posible un destino de
felicidad para el universo.
¡Acontecimiento admirable! La alabanza que brota del corazón de
Isabel en el episodio de la Visitación puede expresar muy bien el júbilo
de la humanidad entera: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de tu seno» (Lc 1, 42).
4. Desde el instante del consentimiento de María, se realiza el misterio
de la Encarnación. El Hijo de Dios entra en nuestro mundo y comienza
su vida de hombre, sin dejar de ser plenamente Dios. Desde ese
momento, María se convierte en Madre de Dios.
Este título es el más elevado que se puede atribuir a una creatura.
Está totalmente justificado en María, porque una madre es madre de la
persona del hijo en toda la integridad de su humanidad. María es
«Madre de Dios» en cuanto Madre del «Hijo, que es Dios», aunque su
maternidad se define en el contexto del misterio de la Encarnación.
Fue precisamente esta intuición la que hizo florecer en el corazón y en
los labios de los cristianos, ya desde el siglo III, el título de Theotókos,
Madre de Dios. La plegaria más antigua dirigida a María tiene origen
en Egipto y suplica su ayuda en circunstancias difíciles, invocándola
«Madre de Dios».
Cuando, más tarde, algunos discutieron la legitimidad de este título, el
concilio de Éfeso, en el año 431, lo aprobó solemnemente y su verdad
se impuso en el lenguaje doctrinal y en el uso de la oración.
5. Con la maternidad divina, María abrió plenamente su corazón a
Cristo y, en él, a toda la humanidad. La entrega total de María a la obra
de su Hijo se manifiesta, sobre todo, en la participación en su
sacrificio. Según el testimonio de san Juan, la Madre de Jesús «estaba
junto a la cruz» (Jn 19, 25). Por consiguiente, se unió a todos los
sufrimientos que afligían a Jesús. Participó en la ofrenda generosa del
sacrificio por la salvación de la humanidad.
Esta unión con el sacrificio de Cristo dio origen en María a una nueva
maternidad. Ella, que sufrió por todos los hombres, se convirtió en
madre de todos los hombres. Jesús mismo proclamó esta nueva
maternidad cuando le dijo, desde la cruz: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn
19, 26). Así quedó María constituida madre del discípulo amado y, en
la intención de Jesús, madre de todos los discípulos, de todos los
cristianos.
Esta maternidad universal de María, destinada a promover la vida
según el Espíritu, es un don supremo de Cristo crucificado a la
humanidad. Al discípulo amado le dijo Jesús: «He ahí a tu madre», y
desde aquella hora «la acogió en su casa» (Jn 19, 27), o mejor, «entre
sus bienes», entre los dones preciosos que le dejó el Maestro
crucificado.
Las palabras «He ahí a tu madre» están dirigidas a cada uno de
nosotros. Nos invitan a amar a María como Cristo la amó, a recibirla
como Madre en nuestra vida, a dejarnos guiar por ella en los caminos
del Espíritu Santo.
Miércoles 6 de mayo de 1998
1. La primera bienaventuranza que menciona el Evangelio es la de la
fe, y se refiere a María: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1, 45). Estas
palabras, pronunciadas por Isabel, ponen de relieve el contraste entre
la incredulidad de Zacarías y la fe de María. Al recibir el mensaje del
futuro nacimiento de su hijo, Zacarías se había resistido a creer,
juzgando que era algo imposible, porque tanto él como su mujer eran
ancianos.
En la Anunciación, María está ante un mensaje más desconcertante
aún, como es la propuesta de convertirse en la madre del Mesías.
Frente a esta perspectiva, no reacciona con la duda; se limita a
preguntar cómo puede conciliarse la virginidad, a la que se siente
llamada, con la vocación materna. A la respuesta del ángel, que indica
la omnipotencia divina que obra a través del Espíritu, María da su
consentimiento humilde y generoso.
En ese momento único de la historia de la humanidad, la fe desempeña
un papel decisivo. Con razón afirma san Agustín: «Cristo es creído y
concebido mediante la fe. Primero se realiza la venida de la fe al
corazón de la Virgen, y a continuación viene la fecundidad al seno de
la madre» (Sermo 293: PL 38, 1.327).
2. Si queremos contemplar la profundidad de la fe de María, nos presta
una gran ayuda el relato evangélico de las bodas de Caná. Ante la falta
de vino, María podría buscar alguna solución humana para el problema
que se había planteado; pero no duda en dirigirse inmediatamente a
Jesús: «No tienen vino» (Jn 2, 3). Sabe que Jesús no tiene vino a su
disposición; por tanto, verosímilmente pide un milagro. Y la petición es
mucho más audaz porque hasta ese momento Jesús aún no había
hecho ningún milagro. Al actuar de ese modo, obedece sin duda
alguna a una inspiración interior, ya que, según el plan divino, la fe de
María debe preceder a la primera manifestación del poder mesiánico
de Jesús, tal como precedió a su venida a la tierra. Encarna ya la
actitud que Jesús alabará en los verdaderos creyentes de todos los
tiempos: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).
3. No es fácil la fe a la que María está llamada. Ya antes de Caná,
meditando las palabras y los comportamientos de su Hijo, tuvo que
mostrar una fe profunda. Es significativo el episodio de la pérdida de
Jesús en el templo, a la edad de doce años, cuando ella y José,
angustiados, escucharon su respuesta: «¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,
49). Pero ahora, en Caná, la respuesta de Jesús a la petición de su
Madre parece más neta aún y muy poco alentadora: «Mujer, ¿qué nos
va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). En la intención
del cuarto evangelio no se trata de la hora de la manifestación pública
de Cristo, sino más bien de la anticipación del significado de la hora
suprema de Jesús (cf. Jn 7, 30; 12, 23; 13, 1; 17, 1), cuyos frutos
mesiánicos de la redención y del Espíritu están representados
eficazmente por el vino, como símbolo de prosperidad y alegría. Pero
el hecho de que esa hora no esté aún presente cronológicamente es
un obstáculo que, viniendo de la voluntad soberana del Padre, parece
insuperable.
Sin embargo, María no renuncia a su petición, hasta el punto de
implicar a los sirvientes en la realización del milagro esperado:
«Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Con la docilidad y la profundidad
de su fe, lee las palabras de Cristo más allá de su sentido inmediato.
Intuye el abismo insondable y los recursos infinitos de la misericordia
divina, y no duda de la respuesta de amor de su Hijo. El milagro
responde a la perseverancia de su fe.
María se presenta así como modelo de una fe en Jesús que supera
todos los obstáculos.
4. También la vida pública de Jesús reserva pruebas para la fe de
María. Por una parte, le da alegría saber que la predicación y los
milagros de Jesús suscitaban admiración y consenso en muchas
personas. Por otra, ve con amargura la oposición cada vez más
enconada de los fariseos, de los doctores de la ley y de la jerarquía
sacerdotal.
Se puede imaginar cuánto sufrió María ante esa incredulidad, que
constataba incluso entre sus parientes: los llamados «hermanos de
Jesús», es decir, sus parientes, no creían en él e interpretaban su
comportamiento como inspirado por una voluntad ambiciosa (cf. Jn 7,
2-5).
María, aun sintiendo dolorosamente la desaprobación familiar, no
rompe las relaciones con esos parientes, que encontramos con ella en
la primera comunidad en espera de Pentecostés (cf. Hch 1, 14). Con su
benevolencia y su caridad, María ayuda a los demás a compartir su fe.
5. En el drama del Calvario, la fe de María permanece intacta. Para la
fe de los discípulos, ese drama fue desconcertante. Sólo gracias a la
eficacia de la oración de Cristo, Pedro y los demás, aunque probados,
pudieron reanudar el camino de la fe, para convertirse en testigos de
la resurrección.
Al decir que María estaba de pie junto a la cruz, el evangelista san
Juan (cf. Jn 19, 25) nos da a entender que María se mantuvo llena de
valentía en ese momento dramático. Ciertamente, fue la fase más dura
de su «peregrinación de fe» (cf. Lumen gentium, 58). Pero ella pudo
estar de pie porque su fe se conservó firme. En la prueba, María siguió
creyendo que Jesús era el Hijo de Dios y que, con su sacrificio,
transformaría el destino de la humanidad.
La resurrección fue la confirmación definitiva de la fe de María. Más
que en cualquier otro, la fe en Cristo resucitado transformó su corazón
en el más auténtico y completo rostro de la fe, que es el rostro de la
alegría.
Miércoles 13 de mayo de 1998
1. En la preparación para el gran jubileo del año 2000, el presente año
está particularmente dedicado al Espíritu Santo. Prosiguiendo por el
camino iniciado por toda la Iglesia, después de haber concluido la
temática cristológica, comenzamos hoy una reflexión sistemática
sobre el Espíritu Santo, «Señor y dador de vida». De la tercera persona
de la santísima Trinidad he hablado ampliamente en muchas
ocasiones. Recuerdo, en particular, la encíclica Dominum et
vivificantem y la catequesis sobre el Credo. La perspectiva del jubileo
inminente me brinda la ocasión para volver una vez más a la
contemplación del Espíritu Santo, a fin de escrutar, con espíritu de
adoración, la acción que realiza en el decurso del tiempo y de la
historia.
2. Esa contemplación, en realidad, no es fácil, si el mismo Espíritu no
viene en ayuda de nuestra debilidad (cf. Rm 8, 26). En efecto, ¿cómo
discernir la presencia del Espíritu de Dios en la historia? Sólo podemos
dar una respuesta a esta pregunta recurriendo a las sagradas
Escrituras que, al estar inspiradas por el Paráclito, nos revelan
progresivamente su acción y su identidad. Nos manifiestan, en cierto
sentido, el lenguaje del Espíritu, su estilo y su lógica. Se puede leer
también la realidad en que actúa con ojos que penetran más allá de
una simple observación exterior, captando detrás de las cosas y de los
acontecimientos los rasgos de su presencia. La misma Escritura, ya
desde el Antiguo Testamento, nos ayuda a comprender que nada de lo
bueno, verdadero y santo que hay en el mundo puede explicarse
independientemente del Espíritu de Dios.
3. Una primera alusión, aunque velada, al Espíritu se encuentra ya en
las primeras líneas de la Biblia, en el himno a Dios creador con que
comienza el libro del Génesis: «el Espíritu de Dios aleteaba por encima
de las aguas» (Gn 1, 2). Para decir «espíritu» se usa aquí la palabra
hebrea ruah, que significa «soplo» y puede designar tanto el viento
como la respiración. Como ya es sabido, este texto pertenece a la así
llamada «fuente sacerdotal», que se remonta al período del destierro
en Babilonia (siglo VI, antes de Cristo), cuando la fe de Israel había
llegado explícitamente a la concepción monoteísta de Dios. Israel, al
tomar conciencia, gracias a la luz de la revelación, del poder creador
del único Dios, llegó a intuir que Dios creó el universo con la fuerza de
su Palabra. Unido a ella, aparece el papel del Espíritu, cuya
percepción se ve favorecida por la misma analogía del lenguaje que,
por asociación, vincula la palabra al aliento de los labios: «La palabra
del Señor hizo el cielo; el aliento (ruah) de su boca, sus ejércitos» (Sal
33, 6). Este aliento vital y vivificante de Dios no se limitó al instante
inicial de la creación, sino que sostiene permanentemente y vivifica
todo lo creado, renovándolo sin cesar: «Envías tu aliento y los creas, y
repueblas la faz de la tierra» (Sal 104, 30).
4. La novedad más característica de la revelación bíblica consiste en
haber descubierto en la historia el campo privilegiado de la acción del
Espíritu de Dios. En cerca de cien pasajes del Antiguo Testamento el
ruah de Yahveh indica la acción del Espíritu del Señor que guía a su
pueblo, sobre todo en las grandes encrucijadas de su camino. Así, en
el período de los jueces, Dios enviaba su Espíritu sobre hombres
débiles y los transformaba en líderes carismáticos, revestidos de
energía divina: así aconteció con Gedeón, con Jefté y, en particular,
con Sansón (cf. Jc 6, 34; 11, 29; 13, 25; 14, 6. 19).
Con la llegada de la monarquía davídica, esta fuerza divina, que hasta
entonces se había manifestado de modo imprevisible e intermitente,
alcanza cierta estabilidad. Se puede comprobar en la consagración
real de David, a propósito de la cual dice la Escritura: «A partir de
entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh» (1 S 16, 13).
Durante el destierro en Babilonia, y también después, toda la historia
de Israel se presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo
elegido, «por su espíritu, por ministerio de los antiguos profetas» (Za
7, 12). El profeta Ezequiel explicita el vínculo entre el espíritu y la
profecía, por ejemplo cuando dice: «El espíritu de Yahveh irrumpió en
mí y me dijo: “Di: Así dice Yahveh”» (Ez 11, 5).
Pero la perspectiva profética indica sobre todo en el futuro el tiempo
privilegiado en el que se cumplirán las promesas por obra del ruah
divino. Isaías anuncia el nacimiento de un descendiente sobre el que
«reposará el espíritu (...) de sabiduría e inteligencia, espíritu de
consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh» (Is 11, 2-3).
«Este texto —como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem—
es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento,
porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico
de espíritu, entendido ante todo como aliento carismático, y el
«Espíritu» como persona y como don, don para la persona. El Mesías
de la estirpe de David («del tronco de Jesé») es precisamente aquella
persona sobre la que se posará el Espíritu del Señor» (n. 15).
5. Ya en el Antiguo Testamento aparecen dos rasgos de la misteriosa
identidad del Espíritu Santo, que luego fueron ampliamente
confirmados por la revelación del Nuevo Testamento.
El primero es la absoluta trascendencia del Espíritu, que por eso se
llama «santo» (Is 63, 10. 11; Sal 51, 13). El Espíritu de Dios es «divino»
a todos los efectos. No es una realidad que el hombre pueda
conquistar con sus fuerzas, sino un don que viene de lo alto: sólo se
puede invocar y acoger. El Espíritu, infinitamente diferente con
respecto al hombre, es comunicado con total gratuidad a cuantos son
llamados a colaborar con él en la historia de la salvación. Y cuando
esta energía divina encuentra una acogida humilde y disponible, el
hombre es arrancado de su egoísmo y liberado de sus temores, y en el
mundo florecen el amor y la verdad, la libertad y la paz.
El segundo rasgo del Espíritu de Dios es la fuerza dinámica que
manifiesta en sus intervenciones en la historia. A veces se corre el
riesgo de proyectar sobre la imagen bíblica del Espíritu concepciones
vinculadas a otras culturas como, por ejemplo, la idea del espíritu
como algo etéreo, estático e inerte. Por el contrario, la concepción
bíblica del ruah indica una energía sumamente activa, poderosa e
irresistible: el Espíritu del Señor —leemos en Isaías— «es como
torrente desbordado» (Is 30, 28). Por eso, cuando el Padre interviene
con su Espíritu, el caos se transforma en cosmos, en el mundo
aparece la vida, y la historia se pone en marcha.
Miércoles 20 de mayo de 1998
1. La revelación del Espíritu Santo, como persona distinta del Padre y
del Hijo, vislumbrada en el Antiguo Testamento, se hace clara y
explícita en el Nuevo.
Es verdad que los escritos neotestamentarios no nos brindan una
enseñanza sistemática sobre el Espíritu Santo. Sin embargo,
recogiendo los numerosos datos presentes en los escritos de san
Lucas, san Pablo y san Juan, se puede apreciar la convergencia de
estos tres grandes filones de la revelación neotestamentaria sobre el
Espíritu Santo.
2. El evangelista san Lucas, con respecto a los otros dos sinópticos,
nos presenta una pneumatología mucho más desarrollada.
En el evangelio quiere mostrar que Jesús es el único que posee en
plenitud el Espíritu Santo. Ciertamente, el Espíritu actúa también en
Isabel, Zacarías, Juan Bautista y, especialmente, en la Virgen María,
pero sólo Jesús, a lo largo de toda su existencia terrena, posee
plenamente el Espíritu de Dios. Es concebido por obra del Espíritu
Santo (cf. Lc 1, 35). De él dirá el Bautista: «Yo os bautizo con agua;
pero viene el que es más fuerte que yo (...). Él os bautizará en Espíritu
Santo y fuego» (Lc 3, 16).
Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es
bautizado en el Jordán, cuando baja «sobre él el Espíritu Santo en
forma corporal, como una paloma» (Lc 3, 22). San Lucas subraya que
Jesús no sólo va al desierto «llevado por el Espíritu», sino que va
«lleno de Espíritu Santo» (Lc 4, 1), y allí obtiene la victoria sobre el
tentador. Emprende su misión «con la fuerza del Espíritu Santo» (Lc 4,
14). En la sinagoga de Nazaret, cuando comienza oficialmente su
misión, Jesús se aplica a sí mismo la profecía del libro de Isaías (cf. Is
61, 1-2): «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la buena nueva...» (Lc 4, 18). Así, toda la
actividad evangelizadora de Jesús se realiza bajo la acción del
Espíritu.
Este mismo Espíritu sostendrá la misión evangelizadora de la Iglesia,
según la promesa del Resucitado a sus discípulos: «Voy a enviar sobre
vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la
ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49).
Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de
Pentecostés: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron
a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse»
(Hch 2, 4). Así se realiza la profecía de Joel: «En los últimos días —
dice Dios—, derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán
vuestros hijos y vuestras hijas» (Hch 2, 17). San Lucas considera a los
Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos
finales, y subraya con razón que este Espíritu de profecía se derrama
en todo el pueblo de Dios.
3. San Pablo, a su vez, pone de relieve la dimensión renovadora y
escatológica de la acción del Espíritu, que se presenta como la fuente
de la vida nueva y eterna comunicada por Jesús a su Iglesia.
En la primera carta a los Corintios leemos que Cristo, nuevo Adán, en
virtud de la resurrección, se convirtió en «Espíritu que da vida» (1 Co
15, 45), es decir, se transformó por la fuerza vital del Espíritu de Dios
hasta llegar a ser, a su vez, principio de vida nueva para los creyentes.
Cristo comunica esta vida precisamente a través de la efusión del
Espíritu Santo.
La vida de los creyentes ya no es una vida de esclavos, bajo la Ley,
sino una vida de hijos, pues han recibido en su corazón al Espíritu del
Hijo y pueden exclamar: ¡Abbá, Padre! (cf. Ga 4, 5-7; Rm 8, 14-16). Es
una vida «en Cristo», es decir, de pertenencia exclusiva a él y de
incorporación a la Iglesia. «En un solo Espíritu hemos sido todos
bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13). El
Espíritu Santo suscita la fe (cf. 1 Co 12, 3), derrama en los corazones
la caridad (cf. Rm 5, 5) y guía la oración de los cristianos (cf. Rm 8,
26).
El Espíritu Santo, en cuanto principio de un nuevo ser, suscita en el
creyente también un nuevo dinamismo operativo: «Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25). Esta nueva
vida se contrapone a la de la «carne», cuyos deseos no agradan a Dios
y encierran a la persona en la cárcel asfixiante del yo replegado sobre
sí mismo (cf. Rm 8, 5-9). En cambio, el cristiano, al abrirse al amor
donado por el Espíritu Santo, puede gustar los frutos del Espíritu:
amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad... (cf. Ga 5,
16-24).
Con todo, según san Pablo, ahora sólo poseemos una «prenda» o las
primicias del Espíritu (cf. Rm 8, 23; 2 Co 5, 5). En la resurrección final,
el Espíritu completará su obra de arte, realizando en los creyentes la
plena espiritualización de su cuerpo (cf. 1 Co 15, 43-44) e incluyendo,
de alguna manera, en la salvación al universo entero (cf. Rm 8, 20-22).
4. En la perspectiva de san Juan, el Espíritu es, sobre todo, el Espíritu
de la verdad, el Paráclito.
Jesús anuncia el don del Espíritu en el momento de concluir su misión
terrena: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al
Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará
testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque
estáis conmigo desde el principio» (Jn 15, 26-27). Y, precisando aún
más la misión del Espíritu, Jesús añade: «Os guiará hasta la verdad
plena; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y
os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de
lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13-14). Así pues, el Espíritu no traerá
una nueva revelación, sino que guiará a los fieles hacia una
interiorización y hacia una penetración más profunda en la verdad
revelada por Jesús.
¿En qué sentido el Espíritu de la verdad es llamado Paráclito?
Teniendo presente la perspectiva de san Juan, que ve el proceso a
Jesús como un proceso que continúa en los discípulos perseguidos
por su nombre, el Paráclito es quien defiende la causa de Jesús,
convenciendo al mundo «en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16, 7 ss). El pecado fundamental
del que el Paráclito convencerá al mundo es el de no haber creído en
Cristo. La justicia que señala es la que el Padre ha hecho a su Hijo
crucificado, glorificándolo con la resurrección y ascensión al cielo. El
juicio, en este contexto, consiste en poner de manifiesto la culpa de
cuantos, dominados por Satanás, príncipe de este mundo (cf. Jn 16,
11), han rechazado a Cristo (cf. Dominum et vivificantem, 27). Por
consiguiente, el Espíritu Santo, con su asistencia interior, es el
defensor y el abogado de la causa de Cristo, el que orienta las mentes
y los corazones de los discípulos hacia la plena adhesión a la
«verdad» de Jesús.
Miércoles 27 de Mayo 1998
1. Jesús está relacionado con el Espíritu Santo ya desde el primer
instante de su existencia en el tiempo, como recuerda el Símbolo
niceno-constantinopolitano: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex
Maria Virgine». La fe de la Iglesia en este misterio se funda en la
palabra de Dios: «El Espíritu Santo —anuncia el ángel Gabriel a María—
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,
35). Y a José el ángel le dice: «Lo engendrado en ella es del Espíritu
Santo» (Mt 1, 20).
Gracias a la intervención directa del Espíritu Santo, se realiza en la
Encarnación la gracia suprema, la «gracia de la unión», de la
naturaleza humana con la persona del Verbo. Esa unión es la fuente de
todas las demás gracias, como explica santo Tomás (cf. Summa
Theol., III, q. 2, a. 10-12; q. 6, a. 6; q. 7, a. 13).
2. Para profundizar en el papel del Espíritu Santo en el acontecimiento
de la Encarnación, es importante volver a los datos que nos brinda la
palabra de Dios.
San Lucas afirma que el Espíritu Santo desciende como fuerza de lo
alto sobre María, cubriéndola con su sombra. El Antiguo Testamento
muestra que cada vez que Dios decide hacer que brote la vida, actúa a
través de la «fuerza» de su espíritu creador: «La palabra del Señor
hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33, 6). Eso vale
para todo ser vivo, hasta el punto de que si Dios «retirara a sí su
espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, a una expiraría toda carne (es
decir, todo ser humano), el hombre al polvo volvería» (Jb 34, 14-15).
Dios hace que su Espíritu intervenga sobre todo en los momentos en
que Israel se siente incapaz de levantarse solamente con sus propias
fuerzas. Lo sugiere el profeta Ezequiel en la visión dramática del
interminable valle lleno de huesos: «El Espíritu entró en ellos;
revivieron y se incorporaron sobre sus pies» (Ez 37, 10).
La concepción virginal de Jesús es «la obra más grande realizada por
el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación»
(Dominum et vivificantem, 50). En este acontecimiento de gracia, una
virgen es hecha fecunda; una mujer, redimida desde su concepción,
engendra al Redentor. Así se prepara una nueva creación y se inicia la
alianza nueva y eterna: comienza a vivir un hombre que es el Hijo de
Dios. Antes de este evento, nunca se dice que el Espíritu haya
descendido directamente sobre una mujer para convertirla en madre.
En los nacimientos prodigiosos que se realizaron a lo largo de la
historia de Israel, la intervención divina, cuando se alude a ella, se
refiere al niño que va a nacer y no a la madre.
3. Si nos preguntamos con qué fin el Espíritu Santo realizó el
acontecimiento de la Encarnación, la palabra de Dios nos responde
sintéticamente, en la segunda carta de san Pedro, que tuvo lugar para
hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4). «En efecto —
explica san Ireneo de Lyon—, esta es la razón por la que el Verbo se
hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre,
entrando en comunión con el Verbo y recibiendo así la filiación divina,
se convirtiera en hijo de Dios» (Adv. haer., III, 19, 1). San Atanasio
sigue la misma línea: «Cuando el Verbo se encarnó en la santísima
Virgen María, el Espíritu entró en ella juntamente con él; por el
Espíritu, el Verbo se formó un cuerpo y lo adaptó a sí, queriendo unir
mediante sí y llevar al Padre toda la creación» (Ad Serap. 1, 31). Santo
Tomás recoge esas afirmaciones: «El Hijo unigénito de Dios, queriendo
que también nosotros fuéramos partícipes de su divinidad, asumió
nuestra naturaleza humana, para que, hecho hombre, hiciera dioses a
los hombres» (Opusc. 57 in festo Corporis Christi, 1), es decir,
partícipes por gracia de la naturaleza divina.
El misterio de la Encarnación revela el asombroso amor de Dios, cuya
personificación más elevada es el Espíritu Santo, pues él es el Amor
de Dios en persona, la Persona-Amor: «En esto se manifestó el amor
que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para
que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). En la Encarnación, más que
en cualquier otra obra, se revela la gloria de Dios.
Con mucha razón, en el Gloria in excelsis cantamos: «Por tu inmensa
gloria, te alabamos, te bendecimos, (...) te damos gracias». Esta
expresión puede aplicarse de manera especial a la acción del Espíritu
Santo, al que en la primera carta de san Pedro se llama «el Espíritu de
gloria» (1 P 4, 14). Se trata de una gloria que es pura gratuidad: no
consiste en tomar o recibir, sino sólo en dar. Al darnos su Espíritu, que
es fuente de vida, el Padre manifiesta su gloria, haciéndola visible en
nuestra vida. En este sentido, san Ireneo afirma que «la gloria de Dios
es el hombre vivo» (Adv. haer., IV, 20, 7).
4. Si ahora tratamos de ver más de cerca qué nos revela del misterio
del Espíritu el acontecimiento de la Encarnación, podemos decir que
este evento nos manifiesta ante todo que él es la fuerza benévola de
Dios que engendra la vida.
La fuerza que «cubre con su sombra» a María evoca la nube del Señor
que se posaba sobre la tienda del desierto (cf. Ex 40, 34) o que llenaba
el templo (cf. 1 R 8, 10). Así pues, es la presencia amiga, la proximidad
salvífica de Dios, que viene a entablar un pacto de amor con sus hijos.
Es una fuerza al servicio del amor, que se realiza con el sello de la
humildad: no sólo inspira la humildad de María, la esclava del Señor,
sino que en cierto sentido se oculta tras ella, hasta el punto de que
nadie en Nazaret logra intuir que «lo engendrado en ella es del Espíritu
Santo» (Mt 1, 20). San Ignacio de Antioquía expresa admirablemente
este misterio paradójico: «Al príncipe de este mundo quedó oculta la
virginidad de María y también su parto, al igual que la muerte del
Señor. Estos tres misterios sonoros se cumplieron en el silencio de
Dios» (Ad Eph. 19, 1).
5. El misterio de la Encarnación, visto en la perspectiva del Espíritu
Santo que lo llevó a cabo, ilumina también el misterio del hombre.
En efecto, el Espíritu, que actuó de un modo único en el misterio de la
Encarnación, está presente también en el origen de todo ser humano.
Nuestro ser es un «ser recibido», una realidad pensada, amada y
donada. No basta la evolución para explicar el origen del género
humano, como no basta la causalidad biológica de los padres para
explicar por sí sola el nacimiento de un niño. Aun en la trascendencia
de su acción, siempre respetuosa de las «causas segundas», Dios
crea el alma espiritual del nuevo ser humano, comunicándole el
aliento vital (cf. Gn 2, 7) por su Espíritu, que «da la vida». Todo hijo,
por consiguiente, se ha de ver y acoger como un don del Espíritu
Santo.
También la castidad de los célibes y de las vírgenes constituye un
reflejo singular del amor «derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo» (Rm 5, 5). El Espíritu que hizo partícipe de la
fecundidad divina a la virgen María, asegura también a cuantos han
elegido la virginidad por el reino de los cielos una descendencia
numerosa en el ámbito de la familia espiritual, formada por todos los
que «no nacieron de sangre, ni de deseo carnal, ni de deseo de
hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13).
Miércoles 3 de junio de 1998
1. Otra intervención significativa del Espíritu Santo en la vida de
Jesús, después de la de la Encarnación, se realiza en su bautismo en
el río Jordán.
El evangelio de san Marcos narra el acontecimiento así: «Y sucedió
que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue
bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los
cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él.
Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti
me complazco”» (Mc 1, 9-11 y par.). El cuarto evangelio refiere el
testimonio del Bautista: «He visto al Espíritu que bajaba como una
paloma del cielo y se quedaba sobre él» (Jn 1, 32).
2. Según el concorde testimonio evangélico, el acontecimiento del
Jordán constituye el comienzo de la misión pública de Jesús y de su
revelación como Mesías, Hijo de Dios.
Juan predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los
pecados» (Lc 3, 3). Jesús se presenta en medio de la multitud de
pecadores que acuden para que Juan los bautice. Éste lo reconoce y
lo proclama como cordero inocente que quita el pecado del mundo (cf.
Jn 1, 29) para guiar a toda la humanidad a la comunión con Dios. El
Padre expresa su complacencia en el Hijo amado, que se hace siervo
obediente hasta la muerte, y le comunica la fuerza del Espíritu para
que pueda cumplir su misión de Mesías Salvador.
Ciertamente, Jesús posee el Espíritu ya desde su concepción (cf. Mt 1,
20; Lc 1, 35), pero en el bautismo recibe una nueva efusión del
Espíritu, una unción con el Espíritu Santo, como testimonia san Pedro
en su discurso en la casa de Cornelio: «Dios a Jesús de Nazaret le
ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38). Esta unción es
una elevación de Jesús «ante Israel como Mesías, es decir, ungido con
el Espíritu Santo» (cf. Dominum et vivificantem, 19); es una verdadera
exaltación de Jesús en cuanto Cristo y Salvador.
Mientras Jesús vivió en Nazaret, María y José pudieron experimentar
su progreso en sabiduría, en estatura y en gracia (cf. Lc 2, 40; 2, 51)
bajo la guía del Espíritu Santo, que actuaba en él. Ahora, en cambio,
se inauguran los tiempos mesiánicos: comienza una nueva fase en la
existencia histórica de Jesús. El bautismo en el Jordán es como un
«preludio» de cuanto sucederá a continuación. Jesús empieza a
acercarse a los pecadores para revelarles el rostro misericordioso del
Padre. La inmersión en el río Jordán prefigura y anticipa el «bautismo»
en las aguas de la muerte, mientras que la voz del Padre, que lo
proclama Hijo amado, anuncia la gloria de la resurrección.
3. Después del bautismo en el Jordán, Jesús comienza a cumplir su
triple misión: misión real, que lo compromete en su lucha contra el
espíritu del mal; misión profética, que lo convierte en predicador
incansable de la buena nueva; y misión sacerdotal, que lo impulsa a la
alabanza y a la entrega de sí al Padre por nuestra salvación.
Los tres sinópticos subrayan que, inmediatamente después del
bautismo, Jesús fue «llevado» por el Espíritu Santo al desierto «para
ser tentado por el diablo» (Mt 4, 1; cf. Lc 4, 1; Mc 1, 12). El diablo le
propone un mesianismo triunfal, caracterizado por prodigios
espectaculares, como convertir las piedras en pan, tirarse del
pináculo del templo saliendo ileso, y conquistar en un instante el
dominio político de todas las naciones. Pero la opción de Jesús, para
cumplir con plenitud la voluntad del Padre, es clara e inequívoca:
acepta ser el Mesías sufriente y crucificado, que dará su vida por la
salvación del mundo.
La lucha con Satanás, iniciada en el desierto, prosigue durante toda la
vida de Jesús. Una de sus actividades típicas es precisamente la de
exorcista, por la que la gente grita admirada: «Manda hasta a los
espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1, 27). Quien osa afirmar que
Jesús recibe este poder del mismo diablo blasfema contra el Espíritu
Santo (cf. Mc 3, 22-30), pues Jesús expulsa los demonios
precisamente «por el Espíritu de Dios» (Mt 12, 28). Como afirma san
Basilio de Cesarea, con Jesús «el diablo perdió su poder en presencia
del Espíritu Santo» (De Spiritu Sancto, 19).
4. Según el evangelista san Lucas, después de la tentación en el
desierto, «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu (...) e iba
enseñando en sus sinagogas» (Lc 4, 14-15). La presencia poderosa del
Espíritu Santo se manifiesta también en la actividad evangelizadora de
Jesús. Él mismo lo subraya en su discurso inaugural en la sinagoga de
Nazaret (cf. Lc 4, 16-30), aplicándose el pasaje de Isaías: «El Espíritu
del Señor está sobre mí» (Is 61, 1). En cierto sentido, se puede decir
que Jesús es el «misionero del Espíritu», dado que el Padre lo envió
para anunciar con la fuerza del Espíritu Santo el evangelio de la
misericordia.
La palabra de Jesús, animada por la fuerza del Espíritu, expresa
verdaderamente su misterio de Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14). Por
eso, es la palabra de alguien que tiene «autoridad» (Mc 1, 22), a
diferencia de los escribas. Es una «doctrina nueva» (Mc 1, 27), como
reconocen asombrados quienes escuchan su primer discurso en
Cafarnaúm. Es una palabra que cumple y supera la ley mosaica, como
puede verse en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7). Es una palabra
que comunica el perdón divino a los pecadores, cura y salva a los
enfermos, e incluso resucita a los muertos. Es la Palabra de aquel «a
quien Dios ha enviado» y en quien el Espíritu habita de tal modo, que
puede darlo «sin medida» (Jn 3, 34).
5. La presencia del Espíritu Santo resalta de modo especial en la
oración de Jesús.
El evangelista san Lucas refiere que, en el momento del bautismo en
el Jordán, «cuando Jesús estaba en oración, se abrió el cielo, y bajó
sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3, 21-22). Esta relación entre la oración
de Jesús y la presencia del Espíritu vuelve a aparecer explícitamente
en el himno de júbilo: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y
dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”» (Lc 10,
21).
El Espíritu acompaña así la experiencia más íntima de Jesús, su
filiación divina, que lo impulsa a dirigirse a Dios Padre llamándolo
«Abbá» (Mc 14, 36), con una confianza singular, que nunca se aplica a
ningún otro judío al dirigirse al Altísimo. Precisamente a través del don
del Espíritu, Jesús hará participar a los creyentes en su comunión filial
y en su intimidad con el Padre. Como nos asegura san Pablo, el
Espíritu Santo nos hace gritar a Dios: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; cf. Ga
4, 6).
Esta vida filial es el gran don que recibimos en el bautismo. Debemos
redescubrirla y cultivarla siempre de nuevo, con docilidad a la obra
que el Espíritu Santo realiza en nosotros.
Miércoles 10 de junio de 1998
1. Toda la vida de Cristo se realizó en el Espíritu Santo. San Basilio
afirma que el Espíritu «fue su compañero inseparable en todo» (De
Spiritu Sancto, 16) y nos brinda esta admirable síntesis de la historia
de Cristo: «Venida de Cristo: el Espíritu Santo lo precede.
Encarnación: el Espíritu Santo está presente. Realización de milagros,
gracias y curaciones: por medio del Espíritu Santo. Expulsión de
demonios y encadenamiento del demonio: mediante el Espíritu Santo.
Perdón de los pecados y unión con Dios: por el Espíritu Santo.
Resurrección de los muertos: por virtud del Espíritu Santo» (ib., 19).
Después de meditar en el bautismo de Jesús y en su misión, realizada
con la fuerza del Espíritu, queremos ahora reflexionar sobre la
revelación del Espíritu en la «hora» suprema de Jesús, la hora de su
muerte y resurrección.
2. La presencia del Espíritu Santo en el momento de la muerte de
Jesús se supone ya por el simple hecho de que en la cruz muere en su
naturaleza humana el Hijo de Dios. Si «unus de Trinitate passus est»
(DS, 401), es decir, «si quien sufrió es una Persona de la Trinidad», en
su pasión se halla presente toda la Trinidad y, por consiguiente,
también el Padre y el Espíritu Santo.
Ahora bien, debemos preguntarnos: ¿cuál fue precisamente el papel
del Espíritu en la hora suprema de Jesús? Sólo se puede responder a
esta pregunta si se comprende el misterio de la redención como
misterio de amor.
El pecado, que es rebelión de la creatura frente al Creador, había
interrumpido el diálogo de amor entre Dios y sus hijos.
Con la encarnación del Hijo unigénito, Dios manifiesta a la humanidad
pecadora su amor fiel y apasionado, hasta el punto de hacerse
vulnerable en Jesús. El pecado, por su parte, expresa en el Gólgota su
naturaleza de «atentado contra Dios», de forma que cada vez que los
hombres vuelven a pecar gravemente, como dice la carta a los
Hebreos, «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le
exponen a pública infamia» (Hb 6, 6).
Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios nos revela que su
designio de amor precede a todos nuestros méritos y supera
abundantemente cualquier infidelidad nuestra. «En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1
Jn 4, 10).
3. La pasión y muerte de Jesús es un misterio inefable de amor, en el
que se hallan implicadas las tres Personas divinas. El Padre tiene la
iniciativa absoluta y gratuita: es él quien ama primero y, al entregar a
su Hijo a nuestras manos homicidas, expone su bien más querido. Él,
como dice san Pablo, «no perdonó a su propio Hijo», es decir, no lo
conservó para sí como un tesoro, antes bien «lo entregó por todos
nosotros» (Rm 8, 32).
El Hijo comparte plenamente el amor del Padre y su proyecto de
salvación: «se entregó a sí mismo por nuestros pecados, (...) según la
voluntad de nuestro Dios y Padre» (Ga 1, 4).
¿Y el Espíritu Santo? Al igual que dentro de la vida trinitaria, también
en esta circulación de amor que se realiza entre el Padre y el Hijo en
el misterio del Gólgota, el Espíritu Santo es la Persona-Amor, en la que
convergen el amor del Padre y el del Hijo.
La carta a los Hebreos, desarrollando la imagen del sacrificio, precisa
que Jesús se ofreció «con un Espíritu eterno» (Hb 9, 14). En la
encíclica Dominum et vivificantem expliqué que en ese pasaje
«Espíritu eterno» se refiere precisamente al Espíritu Santo: como el
fuego consumaba las víctimas de los antiguos sacrificios rituales, así
también «el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta
autodonación absoluta del Hijo del hombre, para transformar el
sufrimiento en amor redentor» (n. 40). «El Espíritu Santo, como amor y
don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio, que se
ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica, podemos decir:
él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con
el Padre en la comunión trinitaria. Y, dado que el sacrificio de la cruz
es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él “recibe” el
Espíritu Santo» (ib., 41).
Con razón, en la liturgia romana, el sacerdote, antes de la comunión,
ora con estas significativas palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios
vivo, que, por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste
con tu muerte la vida al mundo...».
4. La historia de Jesús no acaba con la muerte, sino que se abre a la
vida gloriosa de la Pascua. «Por su resurrección de entre los muertos,
Jesucristo, nuestro Señor fue constituido Hijo de Dios con poder según
el Espíritu de santidad» (cf. Rm 1, 4).
La Resurrección es la culminación de la Encarnación, y también ella,
como la generación del Hijo en el mundo, se realiza «por obra del
Espíritu Santo». «Nosotros —afirma san Pablo en Antioquía de
Pisidia— os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a los
padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús,
como está escrito en los salmos: “Hijo mío eres tú; yo te he
engendrado hoy”» (Hch 13, 32-33).
El don del Espíritu que el Hijo recibe en plenitud la mañana de Pascua
es derramado por él en gran abundancia sobre la Iglesia. A sus
discípulos, reunidos en el cenáculo, Jesús les dice: «Recibid el
Espíritu Santo» (Jn 20, 22) y lo da «a través de las heridas de su
crucifixión: “Les mostró las manos y el costado”» (Dominum et
vivificantem, 24). La misión salvífica de Jesús se resume y se cumple
en la donación del Espíritu Santo a los hombres, para llevarlos
nuevamente al Padre.
5. Si la gran obra del Espíritu Santo es la Pascua del Señor Jesús,
misterio de sufrimiento y de gloria, también los discípulos de Cristo,
por el don del Espíritu, pueden sufrir con amor y convertir la cruz en el
camino a la luz: «per crucem ad lucem». El Espíritu del Hijo nos da la
gracia de tener los mismos sentimientos de Cristo y amar como él
amó, hasta dar la vida por los hermanos: «Él dio su vida por nosotros,
y también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn
3, 16).
Al darnos su Espíritu, Cristo entra en nuestra vida, para que cada uno
de nosotros pueda decir, como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Toda la vida se transforma así en
una continua Pascua, un paso incesante de la muerte a la vida, hasta
la última Pascua, cuando pasaremos también nosotros con Jesús y
como Jesús «de este mundo al Padre» (Jn 13, 1). En efecto, como
afirma san Ireneo de Lyon, «los que han recibido y tienen el Espíritu de
Dios son llevados al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los acoge y los
presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad» (Demonstr.
Ap., 7).
Miércoles 17 de junio de 1998
1. En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el
Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). La tarde del día de
Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos
en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo»
(Jn 20, 22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la
manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el
domingo de Pascua» (Dominum et vivificantem, 25). El libro de los
Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del
acontecimiento (cf. Hch 2, 1-4).
Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de
la misteriosa identidad del Espíritu Santo.
2. Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe
entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano.
Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb 2, 1), la
fiesta de la siega (cf. Ex 23, 16), cuando se ofrecía a Dios las primicias
del trigo (cf. Nm 28, 26; Dt 16, 9). Sucesivamente, la fiesta cobró un
significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló
con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley.
San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía,
una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí (cf. Ex 19, 1625): fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es
claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva
alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san
Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais
cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita
con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo»
(Ser. Mai, 158, 4). Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma:
«Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua,
se diera también la gracia del Espíritu Santo» (Cat. in Act. Apost., 2,
1).
3. Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta
Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de
Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su
interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Y en el profeta
Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu
nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis
según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36, 2627).
¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna?
Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de
Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la
ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica señalaba
deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un
corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud
de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro
corazón de piedra y nos da un corazón de carne, como el de Cristo,
animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf.
Rm 5, 5). Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre
Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu
Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor,
plenitud de la ley (cf. Comment. in 2 Co 3, 6).
4. En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia
es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y
Espíritu», como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3, 3. 5). La
comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión
de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita
del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de
la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma
adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y
la Iglesia existe un vínculo profundo e indisoluble. A este respecto,
dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de
Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda
gracia» (Adv. haer., III, 24, 1). Se comprende, entonces, la atrevida
expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a
la Iglesia» (In Io., 32, 8).
El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia
nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos,
medos, elamitas... (cf. Hch 2, 9-11)— que escuchan el primer anuncio
hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de
cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo
místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión
llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto:
«Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus
miembros» (In Io., 65, 1: PG 59, 361).
5. Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que
la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en
hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el
Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de
Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto
al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del
más chico al más grande» (Jr 31, 34), goza del conocimiento directo
del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «En cuanto a
vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y
no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña
acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os
enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27). Así se cumple la promesa que
hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).
Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a
cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a
cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano,
Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Ésta es la nueva alianza.
Miércoles 24 de junio de 1998
Queridos hermanos y hermanas:
1. Hace unos días realicé mi tercera visita pastoral a Austria, y ahora,
de regreso en Roma, recuerdo los significativos encuentros que
mantuve con esas queridas poblaciones. El sentimiento que embarga
mi corazón es la gratitud.
En primer lugar, doy gracias a Dios, dador de todo bien, que me
permitió vivir esa intensa experiencia espiritual, rica en celebraciones
litúrgicas y en momentos de reflexión y oración, con vistas a una
nueva primavera de la Iglesia en ese amado país. Mi agradecimiento
va en particular a mis venerados hermanos en el episcopado, que en
estos tiempos difíciles, sin escatimar esfuerzos, se prodigan al
servicio de la verdad y de la caridad. Los animo en su compromiso
pastoral. Quisiera, además, dar nuevamente las gracias al presidente
federal y a las autoridades públicas, así como a todos los ciudadanos,
que me acogieron con una hospitalidad verdaderamente cordial.
2. Con mi visita quise manifestar a la población austriaca mi estima y
mi aprecio, proponiendo al mismo tiempo, como Sucesor de Pedro,
algunas perspectivas útiles para el camino futuro de esas Iglesias
particulares.
En Salzburgo traté el tema de la misión; en Sankt Pölten invité a
reflexionar en el problema de las vocaciones. Por último, como punto
culminante y motivo principal de mi viaje, tuve la alegría de inscribir
los nombres de tres siervos de Dios en el catálogo de los beatos.
Durante la sugestiva celebración en la plaza de los Héroes, en Viena,
recordé a todos que el heroísmo del cristiano reside en la santidad.
Los héroes de la Iglesia no son necesariamente los que han escrito la
historia según criterios humanos, sino mujeres y hombres que tal vez a
los ojos de muchos han parecido humildes, pero que en realidad son
grandes a los ojos de Dios. En vano los buscaríamos entre los
poderosos; quedan inscritos indeleblemente, con letras mayúsculas,
en el «libro de la vida».
Las biografías de los nuevos beatos encierran un mensaje para
nuestros días. Se trata de documentos accesibles a todos, que la
gente de hoy puede leer y comprender sin dificultad, pues hablan con
el lenguaje elocuente de la vida real.
3. Con gran placer recuerdo la presencia y el entusiasmo de
numerosos jóvenes, a quienes recordé que la Iglesia ve en ellos la
prometedora riqueza del futuro. Al invitarlos a que sean valientes en
su testimonio de Cristo sin componendas, reafirmé lo que escribí en la
encíclica Redemptoris missio: «El hombre contemporáneo cree más a
los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la
doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías» (n. 42).
Los jóvenes, que son naturalmente sensibles ante la fascinación del
ideal, sobre todo cuando se encarna en la vida, apreciaron este
discurso. Comprendieron el sentido de mi visita a su país: fui a Austria
como peregrino de la fe, como colaborador del gozo y como
cooperador de la verdad.
4. No puedo dejar de mencionar dos ocasiones muy diferentes entre sí,
pero ambas significativas en su propio ámbito: el encuentro con las
autoridades y el Cuerpo diplomático en el palacio imperial de Hofburg,
y la visita a los enfermos y moribundos en el hospicio Rennweg de la
Cáritas socialis. En esos dos momentos expuse, con perspectivas
diversas, el mismo tema de fondo: el deber esencial del respeto a la
imagen de Dios impresa en cada ser humano. Este es uno de los
puntos fundamentales del mensaje que quise transmitir a los católicos
y a todos los habitantes de Austria.
Cada hombre, en cualquier etapa de su vida, reviste un valor
inalienable. El discurso sobre la cultura de la vida, dirigido a los
constructores de la Casa europea, se concreta, entre otros modos, en
instituciones como ese hospicio, donde día tras día se escribe
nuevamente el evangelio del sufrimiento, leído a la luz de la fe.
Al lado de cuantos incansablemente prestan servicio en los hospitales
y en los sanatorios, y al lado de quienes no abandonan a sus familiares
gravemente enfermos, está presente el Señor, que considera dirigidos
a él mismo sus cuidados amorosos. Los enfermos, con el peso de sus
sufrimientos soportados por amor a Cristo, constituyen un tesoro
precioso para la Iglesia, que tiene en ellos unos colaboradores
eficacísimos en la acción evangelizadora.
5. Recordando las intensas emociones que experimenté, siento la
necesidad de repetir cuanto afirmé al término de mi visita: Credo in
vitam! Creo en la vida. Creo que la Iglesia en Austria está viva. Creo
que esta vida es más fuerte que las pruebas que atravesaron y
atraviesan muchos fieles en ese amado país. Fui a su encuentro para
ayudarles a superar las dificultades actuales y animarles a reanudar
generosamente el camino hacia el gran jubileo.
También en Roma el corazón del Papa sigue latiendo por Austria. A
todos les repito, con las palabras de Cristo: «No se turbe vuestro
corazón» (Jn 14, 1). No miréis sólo al pasado. Preparad el futuro con la
ayuda del Espíritu Santo. Mi visita pastoral a Austria ya terminó; ahora
ha de comenzar una nueva etapa de la peregrinación, que lleve al
pueblo de Dios en Austria a cruzar el umbral del nuevo milenio, para
comunicar, junto con sus obispos, la buena nueva de Cristo a las
generaciones futuras.
«Vergelts Gott!». ¡Gracias por todo! ¡Que Dios os lo pague!
Miércoles 1 de julio de 1998
El Espíritu Santo, protagonista de la evangelización
1. Apenas el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, el día de
Pentecostés, «se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu
les concedía expresarse» (Hch 2, 4). Por tanto, se puede decir que la
Iglesia, en el momento mismo en que nace, recibe como don del
Espíritu la capacidad de anunciar «las maravillas de Dios» (Hch 2, 11):
es el don de evangelizar.
Este hecho implica y revela una ley fundamental de la historia de la
salvación: no se puede ni evangelizar ni profetizar, en una palabra, no
se puede hablar del Señor y en nombre del Señor sin la gracia y la
fuerza del Espíritu Santo. Sirviéndonos de una analogía biológica,
podríamos decir que, así como la palabra humana se difunde por el
soplo humano, así también la palabra de Dios se transmite por el soplo
de Dios, de su ruach o pneuma, que es el Espíritu Santo.
2. Este vínculo entre el Espíritu de Dios y la palabra divina ya se puede
percibir en la experiencia de los antiguos profetas.
La llamada de Ezequiel se describe como la infusión de un «espíritu»
en la persona: «(El Señor) me dijo: “Hijo de hombre, ponte en pie, que
voy a hablarte”. El espíritu entró en mí como se me había dicho y me
hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba» (Ez 2, 1-2).
El libro de Isaías afirma que el futuro siervo del Señor proclamará el
derecho a las naciones, precisamente porque el Señor puso su espíritu
sobre él (cf. Is 42, 1).
Según el profeta Joel, los tiempos mesiánicos se caracterizarán por
una efusión universal del Espíritu: «Sucederá después de esto que yo
derramaré mi Espíritu en toda carne» (Jl 3, 1); por efecto de esta
comunicación del Espíritu, «vuestros hijos y vuestras hijas
profetizarán» (Jl 3, 1).
3. En Jesús, el vínculo Espíritu-Palabra llega al vértice; en efecto, él es
la misma Palabra hecha carne «por obra del Espíritu Santo». Comienza
a predicar «por la fuerza del Espíritu» (Lc 4, 14). En Nazaret, en su
predicación inaugural, se aplica a sí mismo el pasaje de Isaías: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a
los pobres la buena nueva» (Lc 4, 18). Como subraya el cuarto
evangelio, la misión de Jesús, «aquel a quien Dios ha enviado» y
«habla las palabras de Dios», es fruto del don del Espíritu, que recibió
«sin medida» (Jn 3, 34). Al aparecerse a los suyos en el cenáculo, en
el atardecer de Pascua, Jesús realiza el gesto tan expresivo de
«soplar» sobre ellos, diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,
22).
Bajo ese soplo se desarrolla la vida de la Iglesia. «El Espíritu Santo es
en verdad el protagonista de toda la misión eclesial» (Redemptoris
missio, 21). La Iglesia anuncia el Evangelio gracias a su presencia y a
su fuerza salvífica. Al dirigirse a los cristianos de Tesalónica, san
Pablo afirma: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con
palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo» (1 Ts 1, 5).
San Pedro define a los apóstoles como «quienes predican el Evangelio,
en el Espíritu Santo» (1 P 1, 12).
Pero ¿qué significa «evangelizar en el Espíritu Santo»?
Sintéticamente, se puede decir que significa evangelizar con la fuerza,
con la novedad y en la unidad del Espíritu Santo.
4. Evangelizar con la fuerza del Espíritu quiere decir estar revestidos
de la fuerza que se manifestó de modo supremo en la actividad
evangélica de Jesús. El Evangelio nos dice que los oyentes se
asombraban de él, porque «les enseñaba como quien tiene autoridad,
y no como los escribas» (Mc 1, 22). La palabra de Jesús expulsa a los
demonios, aplaca las tempestades, cura a los enfermos, perdona a los
pecadores y resucita a los muertos.
El Espíritu Santo, como don pascual, hace partícipe a la Iglesia de la
autoridad de Jesús. Así, vemos que los Apóstoles son ricos en
parresía, o sea, la valentía que les hace hablar de Jesús sin miedo.
Los adversarios se maravillaban, «sabiendo que eran hombres sin
instrucción ni cultura» (Hch 4, 13).
También Pablo, gracias al don del Espíritu de la nueva Alianza, puede
afirmar con toda verdad: «Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos
con toda valentía» (2 Co 3, 12).
Esta fuerza del Espíritu es más necesaria que nunca para el cristiano
de nuestro tiempo, a quien se le pide que dé testimonio de su fe en un
mundo a menudo indiferente, si no hostil, que está marcado
fuertemente por el relativismo y el hedonismo. Se trata de una fuerza
que necesitan sobre todo los predicadores, que deben volver a
proponer el Evangelio sin ceder ante los compromisos y los falsos
atajos, anunciando la verdad de Cristo «a tiempo y a destiempo» (2 Tm
4, 2).
5. El Espíritu Santo asegura al anuncio también un carácter de
actualidad siempre renovada, para que la predicación no caiga en una
vacía repetición de fórmulas y en una fría aplicación de métodos. En
efecto, los predicadores deben estar al servicio de la «nueva Alianza»,
que no es «de la letra», que mata, sino «del Espíritu», que da vida (2
Co 3, 6). No se trata de propagar el «régimen viejo de la letra», sino el
«régimen nuevo del Espíritu» (cf. Rm 7, 6). Es una exigencia hoy
particularmente vital para la «nueva evangelización». Ésta será
verdaderamente «nueva» en el fervor, en los métodos y en las
expresiones si quien anuncia las maravillas de Dios y habla en su
nombre escucha antes a Dios y es dócil al Espíritu Santo. Por tanto, es
fundamental la contemplación hecha de escucha y oración. Si el
heraldo no ora, terminará por «predicarse a sí mismo» (cf. 2 Co 4, 5), y
sus palabras serán «palabrerías profanas» (2 Tm 2, 16).
6. En fin, el Espíritu acompaña y estimula a la Iglesia a evangelizar en
la unidad y construyendo la unidad. Pentecostés tuvo lugar cuando los
discípulos «estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2, 1) y
«todos ellos perseveraban en la oración» (Hch 1, 14). Después de
haber recibido al Espíritu Santo, Pedro pronuncia su primer discurso a
la multitud, «presentándose con los Once» (Hch 2, 14): es el icono de
un anuncio coral, que debe seguir siendo así, aun cuando los heraldos
estén dispersos por el mundo.
Predicar a Cristo bajo el impulso del único Espíritu, en el umbral del
tercer milenio, requiere de todos los cristianos un esfuerzo concreto y
generoso con vistas a la comunión plena. Se trata de la gran empresa
del ecumenismo, que hay que secundar con esperanza siempre
renovada y con empeño concreto, aunque los tiempos y el éxito estén
en las manos del Padre, que nos pide humilde prontitud para acoger
sus designios y las inspiraciones interiores del Espíritu.
Miércoles 8 de julio de 1998
1. «Si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma».
Así afirmaba mi venerado predecesor León XIII en la encíclica Divinum
illud munus (1897: Denzinger-Schönmetzer, n. 3.328). Y después de él,
Pío XII explicitaba: el Espíritu Santo en el cuerpo místico de Cristo es
«el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas
las partes del cuerpo místico» (encíclica Mystici Corporis, 1943:
Denzinger-Schönmetzer, n. 3.808).
Hoy queremos reflexionar en el misterio del cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia, en cuanto vivificada y animada por el Espíritu Santo.
Después del acontecimiento de Pentecostés, el grupo que da origen a
la Iglesia cambia profundamente: primero se trataba de un grupo
cerrado y estático, cuyo número era de «unos ciento veinte» (Hch 1,
15); luego se transformó en un grupo abierto y dinámico al que,
después del discurso de Pedro, «se unieron unas tres mil almas» (Hch
2, 41). La verdadera novedad no es tanto este crecimiento numérico,
aunque sea extraordinario, sino la presencia del Espíritu Santo. En
efecto, para que exista la comunidad cristiana no basta un grupo de
personas. La Iglesia nace del Espíritu del Señor. Se presenta, para
utilizar una feliz expresión del recordado cardenal Congar,
«completamente suspendida del cielo» (La Pentecoste, trad. ital.,
Brescia 1986, p. 60).
2. Este nacimiento en el Espíritu, que tuvo lugar para toda la Iglesia en
Pentecostés, se renueva para cada creyente en el bautismo, cuando
somos sumergidos «en un solo Espíritu», para ser injertados «en un
solo cuerpo» (1 Co 12, 13). Leemos en san Ireneo: «Así como de la
harina no se puede hacer, sin agua, un solo pan, así tampoco nosotros,
que somos muchos, podemos llegar a ser uno en Cristo Jesús, sin el
agua que viene del cielo» (Adv. haer. III, 17, 1). El agua que viene del
cielo y transforma el agua del bautismo es el Espíritu Santo.
San Agustín afirma: «Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma, es
para nuestros miembros, lo mismo es el Espíritu Santo para los
miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm.
267, 4).
El concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución dogmática sobre
la Iglesia, recurre a esta imagen, la desarrolla y la precisa: Cristo «nos
dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la cabeza y en los
miembros. Éste de tal manera da vida, unidad y movimiento a todo el
cuerpo, que los santos Padres pudieron comparar su función a la que
realiza el alma, principio de vida, en el cuerpo humano» (Lumen
gentium, 7).
Esta relación del Espíritu con la Iglesia nos orienta para que la
comprendamos sin caer en los dos errores opuestos, que ya la Mystici
Corporis señalaba: el naturalismo eclesiológico, que se detiene
unilateralmente en el aspecto visible, llegando incluso a considerar a
la Iglesia como una simple institución humana; o bien, por el contrario,
el misticismo eclesiológico, que subraya la unidad de la Iglesia con
Cristo, hasta el punto de considerar a Cristo y a la Iglesia como una
especie de persona física. Se trata de dos errores que tienen una
analogía, como ya subrayaba León XIII en la encíclica Satis cognitum,
con dos herejía cristológicas: el nestorianismo, que separaba las dos
naturalezas en Cristo, y el monofisismo, que las confundía. El concilio
Vaticano II nos proporcionó una síntesis, que nos ayuda a captar el
verdadero sentido de la unidad mística de la Iglesia, presentándola
como «una realidad compleja en la que están unidos el elemento
divino y el humano» (Lumen gentium, 8).
3. La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia hace que ella, aunque
esté marcada por el pecado de sus miembros, se preserve de la
defección. En efecto, la santidad no sólo substituye al pecado, sino
que lo supera. También en este sentido se puede decir con san Pablo
que donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (cf. Rm 5, 20).
El Espíritu Santo habita en la Iglesia, no como un huésped que queda,
de todas formas, extraño, sino como el alma que transforma a la
comunidad en «templo santo de Dios» (1 Co 3, 17; cf. 6, 19; Ef 2, 21) y
la asimila continuamente a sí por medio de su don específico que es la
caridad (cf. Rm 5, 5; Ga 5, 22). La caridad, nos enseña el concilio
Vaticano II en la constitución dogmática sobre la Iglesia, «dirige todos
los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin» (Lumen
gentium, 42). La caridad es el «corazón» del cuerpo místico de Cristo,
como leemos en la hermosa página autobiográfica de santa Teresa del
Niño Jesús: «Comprendí que la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por
diversos miembros, y no faltaba el miembro más noble y más
necesario. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón
ardiente de amor. Entendí que sólo el amor impulsaba a los miembros
de la Iglesia a la acción y que, si se hubiera apagado este amor, los
Apóstoles no habrían anunciado el Evangelio, los mártires ya no
habrían derramado su sangre (...). Comprendí que el amor abrazaba
todas las vocaciones, que el amor era todo, que se extendía a todos
los tiempos y a todos los lugares (...), en una palabra, que el amor es
eterno» (Manuscrito autobiográfico B 3 v).
4. El Espíritu que habita en la Iglesia, mora también en el corazón de
cada fiel: es el dulcis hospes animae. Entonces, seguir un camino de
conversión y santificación personal significa dejarse «guiar» por el
Espíritu (cf. Rm 8, 14), permitirle obrar, orar y amar en nosotros.
«Hacernos santos» es posible, si nos dejamos santificar por aquel que
es el Santo, colaborando dócilmente en su acción transformadora. Por
eso, al ser el objetivo prioritario del jubileo el fortalecimiento de la fe y
del testimonio de los cristianos, «es necesario suscitar en cada fiel un
verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de
renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de
solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado»
(Tertio millennio adveniente, 42).
Podemos considerar que el Espíritu Santo es como el alma de nuestra
alma y, por tanto, el secreto de nuestra santificación. ¡Permitamos que
su presencia fuerte y discreta, íntima y transformadora, habite en
nosotros!
5. San Pablo nos enseña que la inhabitación del Espíritu Santo en
nosotros, relacionada íntimamente con la resurrección de Jesús, es
también el fundamento de nuestra resurrección final: «Y si el Espíritu
de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros,
aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a
vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm
8, 11).
En la bienaventuranza eterna, viviremos en la gozosa participación,
que ahora está prefigurada y anticipada por la Eucaristía. Entonces el
Espíritu hará madurar plenamente todas las semillas de comunión, de
amor y de fraternidad, que hayan florecido durante nuestra
peregrinación terrena. Como afirma san Gregorio de Nisa, «envueltos
por la unidad del Espíritu Santo, así como por el vínculo de la paz,
todos serán un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Hom 15 in Cant.).
Miércoles 22 de julio de 1998
1. El gesto de Jesús, que en la tarde de Pascua «sopló» sobre los
Apóstoles, comunicándoles el Espíritu Santo (cf. Jn 20, 21-22), evoca
la creación del hombre, descrita por el Génesis como la comunicación
de un «aliento de vida» (Gn 2, 7). El Espíritu Santo es como el «soplo»
del Resucitado, que infunde la nueva vida a la Iglesia, representada
por los primeros discípulos. El signo más evidente de esta vida nueva
es el poder de perdonar los pecados. En efecto, Jesús dice: «Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,
22-23). Donde se derrama «el Espíritu de santificación» (Rm 1, 4),
queda destruido lo que se opone a la santidad, es decir, el pecado. El
Espíritu Santo, según las palabras de Cristo, es quien «convencerá al
mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8).
Él hace tomar conciencia del pecado, pero, al mismo tiempo, es él
mismo quien perdona los pecados. A este propósito, santo Tomás
afirma: «Dado que el Espíritu Santo funda nuestra amistad con Dios, es
normal que por medio de él Dios nos perdone los pecados» (Contra
gentiles, 4, 21, 11).
2. El Espíritu del Señor no sólo destruye el pecado; también realiza una
santificación y divinización del hombre. Dios nos «ha escogido —dice
san Pablo— desde el principio para la salvación mediante la acción
santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Ts 2, 13).
Veamos más de cerca en qué consiste esta «santificacióndivinización».
El Espíritu Santo es «Persona-amor. Es Persona-don» (Dominum et
vivificantem, 10). Este amor donado por el Padre, acogido y
correspondido por el Hijo, se comunica al hombre redimido, que se
convierte así en «hombre nuevo» (Ef 4, 24), en «nueva creación» (Ga
6, 15). Los cristianos no sólo somos purificados del pecado; también
somos regenerados y santificados. Recibimos una nueva vida, pues
somos hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4): somos
«llamados hijos de Dios, y ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Se trata de la vida de
la gracia: el don gratuito con que Dios nos hace partícipes de su vida
trinitaria.
No se debe separar a las tres Personas divinas en su relación con los
bautizados, puesto que cada una obra siempre en comunión con las
otras; tampoco se las debe confundir, ya que cada Persona se
comunica en cuanto Persona.
En la reflexión sobre la gracia es importante evitar concebirla como
una «cosa». Es, «ante todo y principalmente, el don del Espíritu que
nos justifica y nos santifica» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
2.003). Es el don del Espíritu Santo que nos asemeja al Hijo y nos pone
en relación filial con el Padre: en el único Espíritu, por Cristo, tenemos
acceso al Padre (cf. Ef 2, 18).
3. La presencia del Espíritu Santo obra una transformación que influye
verdadera e íntimamente en el hombre: es la gracia santificante o
deificante, que eleva nuestro ser y nuestro obrar, capacitándonos para
vivir en relación con la santísima Trinidad. Esto sucede a través de las
virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, «que adaptan
las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.812). Así, con la fe, el creyente
considera a Dios, a sus hermanos y la historia no simplemente según
la perspectiva de la razón, sino desde el punto de vista de la
revelación divina. Con la esperanza, el hombre contempla el futuro con
certeza confiada y activa, esperando contra toda esperanza (cf. Rm 4,
18), con la mirada fija en la meta de la bienaventuranza eterna y de la
realización plena del reino de Dios. Con la caridad, el discípulo se
esfuerza por amar a Dios con todo su corazón y a los demás como el
Señor Jesús nos amó, es decir, hasta la entrega total de sí.
4. La santificación del creyente se realiza siempre mediante la
incorporación en la Iglesia. «La vida de cada uno de los hijos de Dios
está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la
vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural
del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística» (Pablo VI,
Indulgentiarum doctrina, 5).
Este es el misterio de la comunión de los santos. Un vínculo perenne
de caridad une a todos los «santos», tanto a los que ya han llegado a
la patria celestial o están purificándose en el Purgatorio, como a los
que aún son peregrinos en la tierra. Entre ellos existe también un
abundante intercambio de bienes, de forma que la santidad de uno
beneficia a todos los demás. Santo Tomás afirma: «El que vive en la
caridad participa en todo el bien que se hace en el mundo» (In Symb.
Apost.), y también: «El acto de uno se realiza mediante la caridad de
otro, la caridad por la cual todos somos una sola cosa en Cristo» (In IV
Sent. d. 20, a. 2; q. 3 ad 1).
5. El Concilio recordó que «todos los cristianos, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad» (Lumen gentium, 40). Concretamente, el
camino que debe seguir cada fiel para llegar a ser santo es la fidelidad
a la voluntad de Dios, tal como nos la expresan su Palabra, los
mandamientos y las inspiraciones del Espíritu Santo. Al igual que para
María y para todos los santos, también para nosotros la perfección de
la caridad consiste en el abandono confiado, a ejemplo de Jesús, en
las manos del Padre. Una vez más, esto es posible gracias al Espíritu
Santo, que incluso en los momentos más difíciles nos hace repetir con
Jesús: «¡He aquí que vengo a hacer tu voluntad!» (cf. Hb 10, 7).
6. Esta santidad se refleja de una forma propia en la vida religiosa,
donde la consagración bautismal se vive en el compromiso de un
seguimiento radical del Señor mediante los consejos evangélicos de
castidad, pobreza y obediencia. «Como toda la existencia cristiana, la
llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la
obra del Espíritu Santo. Es él quien, a lo largo de los milenios, acerca
siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan
comprometida (...). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una
respuesta plena; es él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando
a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel
realización; es él quien forma y plasma el ánimo de los llamados,
configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a
acoger como propia su misión» (Vita consecrata, 19).
El martirio, supremo testimonio dado al Señor Jesús con la sangre, es
expresión eminente de santidad, hecha posible por la fuerza del
Espíritu Santo. Pero el compromiso cristiano, vivido día tras día en las
diferentes condiciones de vida con una fidelidad radical al
mandamiento del amor, es ya una forma significativa y fecunda de
testimonio.
Miércoles 29 de julio de 1998
1. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a la primera comunidad
cristiana unida por un fuerte vínculo de comunión fraterna: «Todos los
creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus
posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la
necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). No cabe duda de que el
Espíritu Santo está en el origen de esta manifestación de amor. Su
efusión en Pentecostés pone las bases de la nueva Jerusalén, la
ciudad construida sobre el amor, completamente opuesta a la vieja
Babel.
Según el texto del capítulo 11 del Génesis, los constructores de Babel
habían decidido edificar una ciudad con una gran torre, cuya cima
llegara hasta el cielo. El autor sagrado ve en ese proyecto un orgullo
insensato, que lleva a la división, a la discordia y a la
incomunicabilidad.
Por el contrario, en Pentecostés los discípulos de Jesús no quieren
escalar orgullosamente el cielo, sino que se abren humildemente al
Don que desciende de lo alto. Si en Babel todos hablan la misma
lengua, pero terminan por no entenderse, en Pentecostés se hablan
lenguas diversas, y, sin embargo, todos se entienden muy bien. Este
es un milagro del Espíritu Santo.
2. La operación propia y específica del Espíritu Santo ya en el seno de
la santísima Trinidad es la comunión. «Puede decirse que en el
Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente
don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que
por el Espíritu Santo Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es,
pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor»
(Dominum et vivificantem, 10). La tercera Persona —leemos en san
Agustín— es «la suma caridad que une a ambas Personas» (De Trin. 7,
3, 6). En efecto, el Padre engendra al Hijo, amándolo; el Hijo es
engendrado por el Padre, dejándose amar y recibiendo de él la
capacidad de amar; el Espíritu Santo es el amor que el Padre da con
total gratuidad, y que el Hijo acoge con plena gratitud y lo da
nuevamente al Padre.
El Espíritu es también el amor y el don personal que encierra todo don
creado: la vida, la gracia y la gloria. El misterio de esta comunión
resplandece en la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, animado por el
Espíritu Santo. El mismo Espíritu nos hace «uno en Cristo Jesús» (Ga
3, 28), y así nos inserta en la misma unidad que une al Hijo con el
Padre. Quedamos admirados ante esta intensa e íntima comunión
entre Dios y nosotros.
3. El libro de los Hechos de los Apóstoles presenta algunas
situaciones significativas que nos permiten comprender de qué modo
el Espíritu ayuda a la Iglesia a vivir concretamente la comunión,
permitiéndole superar los problemas que va encontrando.
Cuando algunas personas que no pertenecían al pueblo de Israel
entraron por primera vez en la comunidad cristiana, se vivió un
momento dramático. La unidad de la Iglesia se puso a prueba. Pero el
Espíritu descendió sobre la casa del primer pagano convertido, el
centurión Cornelio. Renovó el milagro de Pentecostés y realizó un
signo en favor de la unidad entre los judíos y los gentiles (cf. Hch 1011). Podemos decir que este es el camino directo para edificar la
comunión: el Espíritu interviene con toda la fuerza de su gracia y crea
una situación nueva, completamente imprevisible.
Pero a menudo el Espíritu Santo actúa sirviéndose de mediaciones
humanas. Según la narración de los Hechos de los Apóstoles, así
sucedió cuando surgió una discusión dentro de la comunidad de
Jerusalén con respecto a la asistencia diaria a las viudas (cf. Hch 6, 1
ss). La unidad se restableció gracias a la intervención de los
Apóstoles, que pidieron a la comunidad que eligiera a siete hombres
«llenos de Espíritu» (Hch 6, 3; cf. 6, 5), e instituyeron este grupo de
siete para servir a las mesas.
También la comunidad de Antioquía, constituida por cristianos
provenientes del judaísmo y del paganismo, atravesó un momento
crítico. Algunos cristianos judaizantes pretendían que los paganos se
hicieran circuncidar y observaran la ley de Moisés. Entonces —escribe
san Lucas— «se reunieron los Apóstoles y presbíteros para tratar este
asunto» (Hch 15, 6) y, después de «una larga discusión», llegaron a un
acuerdo, formulado con la solemne expresión: «Hemos decidido el
Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15, 28). Aquí se ve claramente cómo
el Espíritu actúa a través de la mediación de los «ministerios» de la
Iglesia.
Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de carácter más
imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más permanente
e institucional, no puede haber oposición real. Ambos provienen del
mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre
motivos de tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento
de la autoridad, a la que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf.
1 Co 14, 37).
4. También es «gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 4) la
aspiración a la unidad plena de los cristianos. A este propósito, no hay
que olvidar nunca que el Espíritu Santo es el primer don común a los
cristianos divididos. Como «principio de la unidad de la Iglesia» (ib.,
2), nos impulsa a reconstruirla mediante la conversión del corazón, la
oración común, el conocimiento recíproco, la formación ecuménica, el
diálogo teológico y la cooperación en los diversos ámbitos del servicio
social inspirado por la caridad.
Cristo dio su vida para que todos sus discípulos sean uno (cf. Jn 17,
11). La celebración del jubileo del tercer milenio deberá representar
una nueva etapa de superación de las divisiones del segundo milenio.
Y puesto que la unidad es don del Paráclito, nos consuela recordar
que, precisamente sobre la doctrina acerca del Espíritu Santo, se han
dado pasos significativos hacia la unidad entre las diferentes Iglesias,
sobre todo entre la Iglesia católica y las ortodoxas. En particular,
sobre el problema específico del Filioque, que concierne a la relación
entre el Espíritu Santo y el Verbo en su procedencia del Padre, se
puede afirmar que la diversidad entre los latinos y los orientales no
afecta a la identidad de la fe «en la realidad del mismo misterio
confesado», sino a su expresión, constituyendo una «legítima
complementariedad» que no pone en tela de juicio la comunión en la
única fe, sino que más bien puede enriquecerla (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 248; carta apostólica Orientale lumen, 2 de mayo
de 1995, n. 5; nota del Consejo pontificio para la promoción de la
unidad de los cristianos, Las tradiciones griega y latina con respecto a
la procesión del Espíritu Santo: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 12 de enero de 1996, p. 9).
5. Por último, es necesario que en el próximo jubileo crezca la caridad
fraterna también dentro de la Iglesia católica. El amor efectivo que
debe reinar en toda comunidad, «especialmente hacia nuestros
hermanos en la fe» (Ga 6, 10), exige que cada componente eclesial,
cada comunidad parroquial y diocesana, y cada grupo, asociación y
movimiento, se esfuerce por hacer un serio examen de conciencia que
disponga los corazones a acoger la acción unificadora del Espíritu
Santo.
Son siempre actuales estas palabras de san Bernardo: «Todos
tenemos necesidad unos de otros: el bien espiritual que yo no tengo y
no poseo, lo recibo de los demás (...). Y toda nuestra diversidad, que
manifiesta la riqueza de los dones de Dios, subsistirá en la única casa
del Padre, que tiene muchas moradas. Ahora hay división de gracias;
entonces habrá distinción de glorias. La unidad, tanto aquí como allí,
consiste en una misma caridad» (Apol. a Guillermo de san Thierry, IV,
8: PL 182, 9033-9034).
Miércoles 5 de agosto de 1998
1. El Nuevo Testamento nos atestigua la presencia, en las diversas
comunidades cristianas, de carismas y ministerios suscitados por el
Espíritu Santo. Los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, nos
describen la comunidad cristiana de Antioquía: “Había en la Iglesia
fundada en Antioquía profetas y maestros: Bernabé, Simeón llamado
Níger, Lucio el cirenense, Manahén, hermano de leche del tetrarca
Herodes, y Saulo” (Hch 13, 1).
Así, la comunidad de Antioquía se presenta como una realidad viva, en
la que se desempeñan dos ministerios distintos: el de los profetas, que
disciernen y anuncian los caminos de Dios, y el de los maestros, es
decir, de los doctores, que profundizan y exponen la fe de modo
adecuado. Se podría decir que el primero tiene un carácter más
carismático, mientras que el segundo posee una índole más
institucional, pero tanto uno como otro se realizan por obediencia al
Espíritu de Dios. Por lo demás, esta mezcla de los elementos
carismático e institucional se puede comprobar en los mismos
orígenes de la comunidad de Antioquía —surgida después de la muerte
de Esteban como resultado de la dispersión de los cristianos—, donde
algunos hermanos habían predicado la buena nueva también a los
paganos, suscitando muchas conversiones. Al recibir la noticia de ese
acontecimiento, la comunidad madre de Jerusalén había delegado a
Bernabé para una visita a la nueva comunidad. Y éste, como refiere
san Lucas, constatando la gracia del Señor, “se alegró y exhortaba a
todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un
hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe” (Hch 11, 23-24).
En este episodio se ve claramente el doble modo con que el Espíritu
de Dios dirige la Iglesia: por una parte, suscita directamente la
actividad de los creyentes, abriendo caminos nuevos e inéditos al
anuncio del Evangelio; y, por otra, se encarga de dar autenticidad a su
labor mediante la intervención oficial de la Iglesia, aquí representada
por la obra de Bernabé, enviado por la comunidad madre de Jerusalén.
2. Es principalmente san Pablo quien realiza una profunda reflexión
sobre los carismas y los ministerios. La hace de manera especial en
los capítulos 12-14 de la primera carta a los Corintios. Basándose en
ese texto, se pueden recoger algunos elementos para plantear una
teología correcta de los carismas.
Ante todo, san Pablo fija el criterio fundamental de discernimiento, un
criterio que se podría definir “cristológico”: un carisma no es auténtico
si no lleva a proclamar que Jesucristo es el Señor (cf. 1 Co 12, 1-3).
Inmediatamente después, san Pablo subraya la variedad de los
carismas y su unidad de origen: “Hay diversidad de carismas, pero el
Espíritu es el mismo” (1Co 12, 4). Los dones del Espíritu, que
distribuye “según su voluntad” (1 Co 12, 11), pueden ser muchos y san
Pablo esboza una lista (cf. 1 Co 12, 8-10), que evidentemente no
pretende ser completa. El Apóstol enseña, asimismo, que la diversidad
de los carismas no debe provocar divisiones y, por esto, desarrolla la
elocuente comparación de los diversos miembros de un solo cuerpo
(cf. 1 Co 12, 12-27). La unidad de la Iglesia es una unidad dinámica y
orgánica, y todos los dones del Espíritu son importantes para la
vitalidad del cuerpo entero.
3. San Pablo, por otra parte, enseña que Dios ha establecido una
jerarquía de posiciones en la Iglesia (cf. 1 Co 12, 28): en los primeros
lugares están los “apóstoles”; luego vienen los “profetas” y, por
último, los “maestros”. Estas primeras tres posiciones son
fundamentales y están enumeradas según un orden decreciente.
El Apóstol, a continuación, explica que la distribución de los dones es
diferente: no todos tienen un carisma u otro (cf. 1 Co 12, 29-30); cada
uno tiene el suyo (cf. 1 Co 7, 7) y lo debe aceptar con gratitud,
poniéndolo generosamente al servicio de la comunidad. Esta búsqueda
de comunión viene dictada por la caridad, que sigue siendo el “camino
más excelente” y el don mayor (cf. 1 Co 13, 13), sin el cual los
carismas pierden todo valor (cf. 1 Co 13, 1-3).
4. Así pues, los carismas son gracias concedidas por el Espíritu Santo
a algunos fieles a fin de capacitarlos para contribuir al bien común de
la Iglesia.
La variedad de los carismas corresponde a la variedad de servicios,
que pueden ser momentáneos o duraderos, privados o públicos. Los
ministerios ordenados de los obispos, los presbíteros y los diáconos,
son servicios estables y públicamente reconocidos. Los ministerios
laicales, fundados en el bautismo y en la confirmación, pueden recibir
de la Iglesia, a través del obispo, un reconocimiento oficial o sólo de
hecho.
Entre los ministerios laicales recordemos los instituidos con rito
litúrgico: el lectorado y el acolitado. Luego vienen los ministros
extraordinarios de la comunión eucarística y los responsables de
actividades eclesiales, comenzando por los catequistas, pero también
es preciso recordar a los “animadores de la oración, del canto y de la
liturgia; responsables de comunidades eclesiales de base y de grupos
bíblicos; encargados de las obras caritativas; administradores de los
bienes de la Iglesia; dirigentes de los diversos grupos y asociaciones
apostólicas; profesores de religión en las escuelas” (Redemptoris
missio, 74).
5. Según el mensaje de san Pablo y de todo el Nuevo Testamento,
ampliamente recogido e ilustrado por el concilio Vaticano II (cf. Lumen
gentium, 12), no existe una Iglesia de “modelo carismático” y otra de
“modelo institucional”. Como reafirmé en otra ocasión, la
contraposición entre carisma e institución es “lamentable y nociva”
(cf. Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales, 2 de marzo de 1987, n. 4: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 15 de marzo de 1987, p. 24).
A los pastores compete discernir la autenticidad de los carismas y
regular su ejercicio, con una actitud de obediencia humilde al Espíritu,
de amor desinteresado al bien de la Iglesia y de fidelidad dócil a la ley
suprema de la salvación de las almas.
Miércoles 12 de agosto de 1998
1. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000, ya en la encíclica
Dominum et vivificantem, invité a abarcar “con la mirada de la fe los
dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de
los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a
los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo
unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con san
Pablo: “hemos recibido el Espíritu que viene de Dios” (1 Co 2, 12)”
(Dominum et vivificantem, 53).
En las anteriores catequesis hemos delineado la manifestación del
Espíritu de Dios en la vida de Cristo, en Pentecostés, del que nació la
Iglesia, y en la vida personal y comunitaria de los creyentes. Ahora
nuestra mirada se ensancha hasta el horizonte del mundo y de toda la
historia humana. Así nos movemos en el programa trazado por la
misma encíclica sobre el Espíritu Santo, donde se subraya que no es
posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento
de Jesucristo. En efecto, “hay que mirar atrás, comprender toda la
acción del Espíritu Santo aun antes de Cristo: desde el principio, en
todo el mundo y, especialmente, en la economía de la antigua alianza”
(ib.). Y, asimismo, es preciso “mirar más abiertamente y caminar
“hacia el mar abierto”, conscientes de que “el viento sopla donde
quiere”, según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con
Nicodemo (cf. Jn 3, 8)” (ib.).
2. Por lo demás, ya el concilio ecuménico Vaticano II, concentrado en
el misterio y en la misión de la Iglesia en el mundo, nos había brindado
esa amplitud de perspectivas. Para el Concilio, la acción del Espíritu
Santo no se puede limitar al ámbito institucional de la Iglesia, donde
también el Espíritu actúa de forma singular y plena, sino que se debe
reconocer asimismo fuera de las fronteras visibles de su Cuerpo (cf.
Gaudium et spes, 22; Lumen gentium, 16).
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica recuerda, con toda la
Tradición, que “la Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser
y de la vida de toda creatura” (n. 703). Y cita, a este respecto, un
denso texto de la liturgia bizantina: “Es justo que el Espíritu Santo
reine, santifique y anime la creación porque es Dios consustancial al
Padre y al Hijo (...). A él se le da el poder sobre la vida, porque siendo
Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo” (ib.). Así pues, no
existe ningún rincón de la creación y ningún momento de la historia en
que el Espíritu no despliegue su acción.
Es verdad que Dios Padre ha creado todas las cosas por Cristo y para
él (cf. Col 1, 16), de forma que el sentido y el fin último de la creación
es “recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1, 10). Sin embargo,
también es verdad que todo ello se realiza por la fuerza del Espíritu
Santo. Ilustrando ese “ritmo” trinitario de la historia de la salvación,
san Ireneo afirma que “el Espíritu prepara con antelación al hombre
para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le concede
la incorruptibilidad y la vida eterna” (Adv. haer., IV, 20, 5).
3. El Espíritu de Dios, presente en la creación y operante en todas las
fases de la historia de la salvación, lo dirige todo hacia el
acontecimiento definitivo de la encarnación del Verbo. Desde luego,
noes un Espíritu diverso del que fue derramado “sin medida” (cf. Jn 3,
34) por Cristo crucificado y resucitado. Ese mismo Espíritu Santo
prepara la venida del Mesías al mundo y, mediante Jesucristo, es
comunicado por Dios Padre a la Iglesia y a la humanidad entera. Las
dimensiones cristológica y pneumatológica son inseparables y no sólo
se hallan presentes en la historia de la salvación sino también en toda
la historia del mundo.
Por consiguiente, es lícito pensar que, dondequiera se encuentren
elementos de verdad, de bondad, de auténtica belleza, de verdadera
sabiduría; dondequiera se realicen esfuerzos generosos de construir
una sociedad más humana y acorde con el plan de Dios, se halla
abierto el camino de la salvación. Con mayor razón, donde existe una
espera sincera de la revelación de Dios y una esperanza abierta al
misterio que salva, es posible descubrir la labor oculta y eficaz del
Espíritu de Dios, que impulsa al hombre al encuentro con Cristo,
“camino, verdad y vida” (Jn 14, 6). Cuando leemos algunas magníficas
páginas de literatura y de filosofía; cuando gustamos, admirados,
alguna obra de arte; o cuando escuchamos piezas musicales sublimes,
nos resulta espontáneo reconocer en esas manifestaciones del genio
humano un reflejo luminoso del Espíritu de Dios. Ciertamente, esos
reflejos se sitúan en un nivel diferente al de las intervenciones que
hacen del ser humano, elevado al orden sobrenatural, un templo en el
que el Espíritu Santo habita juntamente con las demás Personas de la
santísima Trinidad (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I-II, q.
109, a. 1, ad 1). Así, el Espíritu Santo, directa o indirectamente, orienta
al hombre hacia su salvación integral.
4. Por ello, en las próximas catequesis, de buen grado nos
detendremos a contemplar la acción del Espíritu en el vasto campo de
la historia de la humanidad. Esta perspectiva nos ayudará a descubrir
también la relación profunda que une la Iglesia y el mundo, la historia
global del hombre y la historia especial de la salvación. Esta última, en
realidad, no es una historia separada; más bien, desempeña con
respecto a la primera un papel que podríamos llamar sacramental, o
sea, de signo e instrumento del único gran ofrecimiento de salvación
que Dios brindó a la humanidad por la encarnación del Verbo y la
efusión del Espíritu.
Con esta clave se comprenden bien algunas páginas estupendas del
concilio Vaticano II sobre la solidaridad que existe entre la Iglesia y la
humanidad. Me complace releer, en esta perspectiva pneumatológica,
el proemio de la constitución pastoral Gaudium et spes: “El gozo y la
esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y
esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay
nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón.
Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que,
reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar
hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para
proponérselo a todos. Por ello, se siente verdadera e íntimamente
solidaria del género humano y de su historia” (n. 1).
Aquí se ve con claridad cómo la solidaridad de la Iglesia con el mundo
y la misión que ha de cumplir con respecto a él deben ser
comprendidas a partir de Cristo, a la luz y con la fuerza del Espíritu
Santo. La Iglesia se siente así al servicio del Espíritu, que actúa
misteriosamente en los corazones y en la historia. Y se considera
enviada a transmitir a toda la humanidad la plenitud del Espíritu
recibida en el día de Pentecostés.
Miércoles 19 de agosto de 1998
1. El apóstol Pablo, en el capítulo octavo de la carta a los Romanos,
ilustrando la acción del Espíritu Santo, que nos transforma en hijos del
Padre en Cristo Jesús (cf. Rm 8, 14-16), introduce el tema del camino
del mundo hacia su plenitud según el designio divino. En efecto, como
ya hemos explicado en las catequesis anteriores, el Espíritu Santo
está presente y activo en la creación y en la historia de la salvación.
Podríamos decir que llena el cosmos de amor y misericordia de Dios, y
así dirige la historia de la humanidad hacia su meta definitiva.
El cosmos ha sido creado por Dios como habitación del hombre y
teatro de su aventura de libertad. En diálogo con la gracia, cada ser
humano está llamado a aceptar responsablemente el don de la
filiación divina en Cristo Jesús. Por esto, el mundo creado adquiere su
verdadero significado en el hombre y por el hombre. Éste, ciertamente,
no puede disponer a su capricho del cosmos en que vive, sino que con
su inteligencia y su voluntad debe llevar a cumplimiento la obra del
Creador.
“El hombre —enseña la Gaudium et spes—, creado a imagen de Dios,
ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad,
sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a
Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al
universo entero con él, de modo que, con el sometimiento de todas las
cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra” (n.
34).
2. Para que se realice el designio divino, el hombre debe usar su
libertad en sintonía con la voluntad de Dios y vencer el desorden
introducido por el pecado en su vida y en el mundo. Esta doble
empresa no puede llevarse a cabo sin el don del Espíritu Santo. Lo
subrayan con vigor los profetas del Antiguo Testamento. Así, el
profeta Ezequiel dice: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros
y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y
practiquéis mis normas. (...) Vosotros seréis mi pueblo y yo seré
vuestro Dios” (Ez 36, 26-28).
Esta profunda renovación personal y comunitaria, esperada para la
“plenitud de los tiempos” y realizada por el Espíritu Santo, implicará,
de alguna manera, a todo el cosmos. Escribe el profeta Isaías: “Al fin
será derramado desde arriba sobre nosotros el Espíritu. Se hará la
estepa un vergel (...). Reposará en la estepa la equidad, y la justicia
morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la
equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en morada de
paz” (Is 32, 15-18).
3. Para el apóstol Pablo esta promesa se cumple en Cristo Jesús,
crucificado y resucitado. En efecto, Cristo redime y santifica por
medio del Espíritu a quien acoge en la fe su palabra de salvación,
transforma su corazón y, como consecuencia, sus relaciones sociales.
Gracias al don del Espíritu Santo, el mundo de los hombres se
convierte en “spatium verae fraternitatis”, espacio de una verdadera
fraternidad (cf. Gaudium et spes, 37). Esa transformación del obrar del
hombre y de las relaciones sociales se manifiesta en la vida eclesial,
en el empeño puesto en las realidades temporales y en el diálogo con
todos los hombres de buena voluntad. Este testimonio resulta signo
profético y principio de fermentación de la historia hacia la llegada del
Reino, superando todo lo que impide la comunión entre los hombres.
4. En esta novedad de vida en la construcción de la paz universal, por
medio de la justicia y del amor, está llamado a participar, de modo
misterioso pero real, también el cosmos. Como enseña el apóstol
Pablo: “Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la
revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a
la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la
esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos
que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del
Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el
rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8, 19-23).
La creación, vivificada por la presencia del Espíritu creador, está
llamada a convertirse en “morada de paz” para toda la familia humana.
La creación consigue este objetivo por la mediación de la libertad del
hombre, que Dios ha puesto como su custodio. Si el hombre, de forma
egoísta, por una falsa concepción de la libertad, se encierra en sí
mismo, implica fatalmente en esta perversión a la creación misma.
Al contrario, por el don del Espíritu Santo, que Jesucristo derrama
sobre nosotros desde su costado traspasado en la cruz, el hombre
adquiere la verdadera libertad de hijo en el Hijo. Así puede comprender
el verdadero significado de la creación y hacer que se convierta en
“morada de paz”.
En este sentido, san Pablo puede afirmar que la creación gime y
espera la revelación de los hijos de Dios. Sólo si el hombre, con la luz
del Espíritu Santo, se reconoce hijo de Dios en Cristo y contempla la
creación con sentimiento de fraternidad, todo el cosmos es liberado y
redimido según el plan divino.
5. La consecuencia de estas reflexiones es realmente consoladora: el
Espíritu Santo es la verdadera esperanza del mundo. No sólo actúa en
el corazón de los hombres, en el que introduce la estupenda
participación en la relación filial que Jesucristo vive con el Padre, sino
que también eleva y perfecciona las actividades humanas en el
universo.
Como enseña el concilio Vaticano II, estas actividades “deben ser
purificadas y llevadas a la perfección por la cruz y la resurrección de
Cristo. Pues, redimido por Cristo y hecho criatura nueva en el Espíritu
Santo, el hombre puede y debe amar las cosas mismas creadas por
Dios. De Dios las recibe y las mira y respeta como provenientes de la
mano de Dios. Dando gracias por ellas a su Bienhechor, y usando y
gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, entra en la
verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee
todo. “Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo y Cristo
de Dios” (1Co 3, 22-23)” (Gaudium et spes, 37).
Miércoles 26 de agosto de 1998
1. La historia de la salvación es la autocomunicación progresiva de
Dios a la humanidad, que llega a su culmen en Cristo Jesús. Dios
Padre, en el Verbo hecho hombre, quiere participar a todos su misma
vida: quiere comunicarse, en definitiva, a sí mismo. Esta
autocomunicación divina tiene lugar en el Espíritu Santo, vínculo de
amor entre la eternidad y el tiempo, entre la Trinidad y la historia.
Si Dios en su Espíritu se abre al hombre, éste, por otra parte, es
creado como sujeto capaz de acoger la autocomunicación divina. El
hombre, como dice la tradición del pensamiento cristiano, es “capax
Dei”: capaz de conocer a Dios y de acoger el don de sí mismo que él le
hace. En efecto, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26),
está capacitado para vivir una relación personal con él y responder
con la obediencia de amor a la relación de alianza que le propone su
Creador.
En el contexto de esta enseñanza bíblica, el don del Espíritu que
Jesucristo promete y concede “sin medida” al hombre, significa
entonces “una llamada a la amistad, en la que las trascendentales
“profundidades de Dios” están abiertas, en cierto modo, a la
participación del hombre” (Dominum et vivificantem, 34).
A este propósito, el concilio Vaticano II enseña: “Dios invisible (cf. Col
1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos
(cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba3, 38) para invitarlos
y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2).
2. Por tanto, si Dios se comunica al hombre mediante su Espíritu, el
hombre está llamado continuamente a entregarse a Dios con todo su
ser. Esta es su vocación más profunda. A esto lo impulsa
incesantemente el Espíritu Santo que, iluminando su inteligencia y
sosteniendo su voluntad, lo introduce en el misterio de la filiación
divina en Jesucristo y lo invita a vivirlo con coherencia.
Es el Espíritu Santo quien suscita todos los impulsos generosos y
sinceros de la inteligencia y de la libertad del hombre para acercarse,
a lo largo de los siglos, al misterio inefable y trascendente de Dios.
En particular, en la historia de la antigua alianza, sellada por Yahveh
con el pueblo de Israel, vemos la realización progresiva de este
encuentro entre Dios y el hombre en el espacio de comunión abierto
por el Espíritu.
Por ejemplo, impresiona por su intensa belleza la narración del
encuentro del profeta Elías con Dios en el soplo del Espíritu: “Le dijo:
“Sal y ponte en el monte ante Dios”. Y he aquí que Dios pasaba. Hubo
un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las
rocas ante Dios; pero no estaba Dios en el huracán. Después del
huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Dios en el temblor.
Después del temblor, fuego, pero no estaba Dios en el fuego. Después
del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro
con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida
una voz que le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?”” (1 R 19, 11-13).
3. Pero el encuentro perfecto y definitivo entre Dios y el hombre, que
los patriarcas y los profetas esperaron y contemplaron en la
esperanza, es Jesucristo. Él, verdadero Dios y verdadero hombre, “en
la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de
su vocación” (Gaudium et spes, 22). Jesucristo realiza esta revelación
con toda su vida. En efecto, él, por impulso del Espíritu Santo, busca
siempre el cumplimiento de la voluntad del Padre, y en el madero de la
cruz se ofrece a sí mismo “una vez para siempre” al Padre “por el
Espíritu eterno” (Hb 9, 12.14).
A través del acontecimiento pascual, Cristo nos enseña que “el
hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado
por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la
entrega sincera de sí mismo” (Gaudium et spes, 24). Ahora bien,
precisamente el Espíritu Santo, que Jesucristo ha comunicado en
plenitud a la Iglesia, hace que el hombre, reconociéndose en Cristo,
“se encuentre cada vez más a sí mismo en la entrega sincera de sí
mismo”.
4. Esta verdad eterna sobre el hombre, que Jesucristo nos ha
revelado, adquiere en nuestro tiempo una actualidad particular.
Aunque se encuentre en medio de grandes contradicciones, el mundo
vive hoy una época de intensa “socialización” (cf. Gaudium et spes, 6),
tanto por lo que respecta a las relaciones interpersonales dentro de
las diversas comunidades humanas, como por lo que atañe a las
relaciones entre los pueblos, las razas, las diferentes sociedades y
culturas.
En todo este proceso hacia la comunión y la unidad es necesaria la
acción del Espíritu Santo, también para superar los obstáculos y los
peligros que frenan este camino de la humanidad. “En la perspectiva
del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir
que un número cada vez mayor de hombres “puedan encontrar su
propia plenitud (...) en la entrega sincera de sí mismos a los demás”
(...). Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro
mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la
vida individual y comunitaria, por el cual Jesús mismo cuando ruega al
Padre que “todos sean uno, como nosotros también somos uno” (Jn
17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las
personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la
caridad” (Dominum et vivificantem, 59).
Miércoles 2 de septiembre de 1998
El Espíritu Santo, fuente de verdadera libertad
1. El Catecismo de la Iglesia católica enseña que «la persona humana
participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz
de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por
su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero.
Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del
bien (cf. Gaudium et spes, 15)» (n. 1704).
El Espíritu, que «sondea las profundidades de Dios» (cf. 1 Co 2, 10), es
al mismo tiempo la luz que ilumina la conciencia del hombre y la
fuente de su verdadera libertad (cf. Dominum et vivificantem, 36).
En el sagrario de su conciencia, el nú- cleo más secreto del hombre,
Dios hace escuchar su voz y da a conocer la ley que alcanza su
perfección en el amor a Dios y al prójimo de acuerdo con la doctrina
de Jesús (cf. Gaudium et spes, 16). Cumpliendo esa ley, con la luz y la
fuerza del Espíritu Santo, el hombre realiza plenamente su libertad.
2. Jesucristo es la verdad plena del proyecto de Dios sobre el hombre,
que goza del don altísimo de la libertad. «Quiso Dios .dejar al hombre
en manos de su propia decisión. (Si 15, 14), de modo que busque sin
coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección» (Gaudium et spes, 17; cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1730). Aceptar el proyecto de Dios sobre el hombre,
revelado en Jesucristo, y realizarlo en la propia vida significa
descubrir la vocación auténtica de la libertad humana, según la
promesa de Jesús a sus discípulos: «Si os mantenéis en mi palabra,
seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).
«No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir
un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la
persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de
su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (Veritatis
splendor, 19).
El evangelio de san Juan pone de relieve que no son sus adversarios
quienes le quitan la vida a Cristo con la necesidad brutal de la
violencia, sino que es él quien la entrega libremente (cf. Jn 10, 17-18).
Aceptando plenamente la voluntad del Padre, «Cristo crucificado
revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el
don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma
libertad» (Veritatis splendor, 85). En efecto, con la libertad absoluta de
su amor, redime para siempre al hombre que, abusando de su libertad,
se aleja de Dios, lo libra de la esclavitud del pecado y, comunicándole
su Espíritu, le hace el don de la auténtica libertad (cf. Rm 8, 2; Ga 5, 1.
13).
3. «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17),
nos dice el apóstol Pablo. Con la efusión de su Espíritu, Jesús
resucitado crea el espacio vital en el que la libertad humana puede
realizarse plenamente.
En efecto, por la fuerza del Espíritu Santo, el don de sí mismo al Padre,
realizado por Jesús en su muerte y resurrección, se convierte en
manantial y modelo de toda relación auténtica del hombre con Dios y
con sus hermanos. «El amor de Dios .escribe san Pablo. ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado» (Rm 5, 5).
También el cristiano, viviendo en Cristo por la fe y los sacramentos, se
entrega «de modo total y libre» a Dios Padre (cf. Dei Verbum, 5). El
acto de fe con que él opta responsablemente por Dios, cree en su
amor manifestado en Cristo crucificado y resucitado, y se abandona
responsablemente al influjo del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 4, 6-10), es
expresión suprema de libertad.
Y el cristiano, cumpliendo la voluntad del Padre con alegría, en todas
las circunstancias de la vida, a ejemplo de Cristo y con la fuerza del
Espíritu, avanza por el camino de la auténtica libertad y se proyecta
en la esperanza hacia el momento del paso a la «vida plena» de la
patria celestial. «Por el trabajo de la gracia —enseña el Catecismo de
la Iglesia católica—, el Espíritu Santo nos educa en la libertad
espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la
Iglesia y en el mundo» (n. 1742).
4. Este horizonte nuevo de libertad creado por el Espíritu orienta
también nuestras relaciones con los hermanos y hermanas que
encontramos en nuestro camino.
Precisamente porque Cristo me ha liberado con su amor, dándome el
don de su Espíritu, puedo y debo entregarme libremente por amor al
prójimo. Esta profunda verdad se halla expresada en la primera carta
del apóstol san Juan: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que
él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por
los hermanos» (1 Jn 3, 16). El mandamiento «nuevo» de Jesús resume
la ley de la gracia; el hombre que lo cumple realiza su libertad de
manera más plena: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los
unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 12-13).
A esta cima de amor, alcanzada por Cristo crucificado, nadie puede
llegar sin la ayuda del Paráclito. Más aún, santo Tomás de Aquino
escribió que la «ley nueva» es la misma gracia del Espíritu Santo, que
nos ha sido dada mediante la fe en Cristo (cf. Summa Theol., I-II, q.
106, a. 1, conclusio et ad 2).
5. Esta «ley nueva» de libertad y amor está personificada en
Jesucristo, pero, al mismo tiempo, con total dependencia de él y de su
redención, se expresa en la Madre de Dios. La plenitud de la libertad,
que es don del Espíritu, «se ha manifestado, de modo sublime,
precisamente mediante la fe de María, mediante .la obediencia a la fe.
(cf. Rm 1, 5). Sí, "¡feliz la que ha creído!"» (Dominum et vivificantem,
51).
Así pues, que María, Madre de Cristo y Madre nuestra, nos guíe a
descubrir cada vez con mayor profundidad y gozo al Espíritu Santo
como fuente de la verdadera libertad en nuestra vida.
Miércoles 9 de setiembre de 1998
1. El concilio ecuménico Vaticano II, en la declaración Nostra aetate
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas,
enseña que «la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas
religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los
modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque
discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces
reflejan, sin embargo, un destello de aquella verdad que ilumina a
todos los hombres» (n. 2).
Recogiendo la enseñanza conciliar, ya desde la primera carta
encíclica de mi pontificado, quise recordar la antigua doctrina
formulada por los Padres de la Iglesia, según la cual es necesario
reconocer «las semillas del Verbo» presentes y operantes en las
diferentes religiones (cf. Ad gentes, 11; Lumen gentium, 17). Esa
doctrina nos impulsa a afirmar que, aunque por diversos caminos,
«está dirigida, sin embargo, en una única dirección la más profunda
aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la búsqueda de
Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno
sentido de la vida humana» (Redemptor hominis, 11).
Las «semillas de verdad» presentes y operantes en las diversas
tradiciones religiosas son un reflejo del único Verbo de Dios, «que
ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y que se hizo carne en Cristo Jesús
(cf. Jn 1, 14). Son, al mismo tiempo, «efecto del Espíritu de verdad que
actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo místico» (cf.
Redemptor hominis, 6 y 12) y que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8).
Teniendo presente esta doctrina, la celebración del jubileo del año
2000 «será una gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos
últimos decenios, para el diálogo interreligioso» (Tertio millennio
adveniente, 53). Ya desde ahora, en este año pneumatológico, es
oportuno detenernos a profundizar en qué sentido y por qué caminos el
Espíritu Santo está presente en la búsqueda religiosa de la humanidad
y en las diversas experiencias y tradiciones que la expresan.
2. Ante todo, es preciso tener presente que toda búsqueda del espíritu
humano en dirección a la verdad y al bien, y, en último análisis, a Dios,
es suscitada por el Espíritu Santo. Precisamente de esta apertura
primordial del hombre con respecto a Dios nacen las diferentes
religiones. No pocas veces, en su origen encontramos fundadores que
han realizado, con la ayuda del Espíritu de Dios, una experiencia
religiosa más profunda. Esa experiencia, transmitida a los demás, ha
tomado forma en las doctrinas, en los ritos y en los preceptos de las
diversas religiones.
En todas las auténticas experiencias religiosas la manifestación más
característica es la oración. Teniendo en cuenta la constitutiva
apertura del espíritu humano a la acción con que Dios lo impulsa a
trascenderse, podemos afirmar que «toda oración auténtica está
suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente
en el corazón de cada hombre» (Discurso a los miembros de la Curia
romana, 22 de diciembre de 1986, n. 11: L’Osservatore Romano,
edición en lengua española, 4 de enero de 1987, p. 8).
En la Jornada mundial de oración por la paz, el 27 de octubre de 1986
en Asís, y en otras ocasiones semejantes de gran intensidad
espiritual, hemos vivido una manifestación elocuente de esta verdad.
3. El Espíritu Santo no sólo está presente en las demás religiones a
través de las auténticas expresiones de oración. En efecto, como
escribí en la carta encíclica Redemptoris missio, «la presencia y la
actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino
también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a
las religiones» (n. 28).
Normalmente, «a través de la práctica de lo que es bueno en sus
propias tradiciones religiosas, y siguiendo los dictámenes de su
conciencia, los miembros de las otras religiones responden
positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en
Jesucristo, aun cuando no lo reconozcan como su salvador (cf. Ad
gentes, 3, 9 y 11)» (Instrucción Diálogo y anuncio del Consejo
pontificio para el diálogo interreligioso, 19 de mayo de 1991, n. 29).
En efecto, como enseña el concilio Vaticano II, «Cristo murió por
todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir,
la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo
conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (Gaudium
et spes, 22).
Esa posibilidad se realiza mediante la adhesión íntima y sincera a la
Verdad, la entrega generosa al prójimo, la búsqueda del Absoluto
suscitada por el Espíritu de Dios. También a través del cumplimiento
de los mandamientos y de las prácticas conformes a la ley moral y al
auténtico sentido religioso, se manifiesta un rayo de la Sabiduría
divina. Precisamente en virtud de la presencia y de la acción del
Espíritu, los elementos positivos que existen en las diversas religiones
disponen misteriosamente los corazones a acoger la revelación plena
de Dios en Cristo.
4. Por los motivos que acabo de recordar, la actitud de la Iglesia y de
cada cristiano con respecto a las demás religiones se caracteriza por
un respeto sincero, por una profunda simpatía y también, cuando es
posible y oportuno, por una cordial colaboración. Eso no significa
olvidar que Jesucristo es el único Mediador y Salvador del género
humano. Y tampoco atenuar la tensión misionera, que debemos tener
por obediencia al mandato del Señor resucitado: «Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). La actitud de respeto y
diálogo, más bien, constituye un obligado reconocimiento de las
«semillas del Verbo» y de los «gemidos del Espíritu». En este sentido,
lejos de oponerse al anuncio del Evangelio, lo prepara, a la espera de
los tiempos establecidos por la misericordia del Señor. «Por el diálogo
dejamos que Dios esté presente en medio de nosotros; puesto que, al
abrirnos al diálogo unos con otros, nos abrimos también a Dios»
(Discurso a los miembros de las demás religiones en Madrás, 5 de
febrero de 1986, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 16 de febrero de 1986, p. 8).
Que el Espíritu de verdad y amor, en el horizonte del tercer milenio ya
cercano, nos guíe por los caminos del anuncio de Jesucristo y del
diálogo de paz y fraternidad con los seguidores de todas las religiones.
16 de septiembre de 1998
1. El concilio ecuménico Vaticano II, citando una afirmación del libro
de la Sabiduría (Sb 1, 7), nos enseña que «el Espíritu del Señor», que
colma de sus dones al pueblo de Dios peregrino en la historia, «replet
orbem terrarum», llena todo el universo (cf. Gaudium et spes, 11). El
Espíritu Santo guía incesantemente a los hombres hacia la plenitud de
verdad y de amor que Dios Padre ha comunicado en Cristo Jesús.
Esta profunda convicción de la presencia y de la acción del Espíritu
Santo ilumina desde siempre la conciencia de la Iglesia, haciendo que
todo lo que es auténticamente humano encuentre eco en el corazón de
los discípulos de Cristo (cf. ib., 1).
Ya en la primera mitad del siglo II, el filósofo san Justino pudo
escribir: «Todo lo que se ha afirmado siempre de modo excelente, y
todo lo que descubrieron los que hacen filosofía o promulgan leyes, ha
sido realizado por ellos mediante la investigación o la contemplación
de una parte del Verbo» (II Apol., 10, 1-3).
2. La apertura del espíritu humano a la verdad y al bien se realiza
siempre en el horizonte de la «Luz verdadera que ilumina a todo
hombre» (Jn 1, 9). Esta luz es el mismo Cristo Señor, que ha iluminado
desde los orígenes los pasos del hombre y ha entrado en su
«corazón». Con la Encarnación, en la plenitud de los tiempos, la Luz
irrumpió en el mundo con todo su fulgor, brillando a los ojos del
hombre como esplendor de la verdad (cf. Jn 14, 6).
La manifestación progresiva de la plenitud de verdad que es Cristo
Jesús, anunciada ya en el Antiguo Testamento, se realiza durante el
decurso de los siglos por obra del Espíritu Santo. Esa acción
específica del «Espíritu de la verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13) no
sólo atañe a los creyentes, sino también, de modo misterioso, a todos
los hombres que, aun ignorando sin culpa el Evangelio, buscan
sinceramente la verdad y se esfuerzan por vivir rectamente (cf. Lumen
gentium, 16).
Santo Tomás de Aquino, siguiendo a los Padres de la Iglesia, puede
afirmar que ningún espíritu es «tan tenebroso, que no participe en
nada de la luz divina. En efecto, toda verdad conocida por cualquiera
se debe totalmente a esta “luz que brilla en las tinieblas”, puesto que
toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Super
Ioannem, 1, 5, lect. 3, n. 103).
3. Por este motivo, la Iglesia aprecia toda auténtica búsqueda del
pensamiento humano y estima sinceramente el patrimonio de
sabiduría elaborado y transmitido por las diversas culturas. En él ha
encontrado expresión la inagotable creatividad del espíritu humano,
dirigido por el Espíritu de Dios hacia la plenitud de la verdad.
El encuentro entre la palabra de verdad predicada por la Iglesia y la
sabiduría expresada por las culturas y elaborada por las filosofías,
impulsa a estas últimas a abrirse y a encontrar su propia realización
en la revelación que viene de Dios. Como subraya el concilio Vaticano
II, ese encuentro enriquece a la Iglesia, capacitándola para penetrar
cada vez más a fondo en la verdad, para expresarla a través de los
lenguajes de las diferentes tradiciones culturales y para presentarla,
sin cambios en la sustancia, de la forma más adecuada a la evolución
de los tiempos (cf. Gaudium et spes, 44).
La confianza en la presencia y en la acción del Espíritu Santo también
durante la crisis de la cultura de nuestro tiempo, puede constituir, en
el alba del tercer milenio, la premisa para un nuevo encuentro entre la
verdad de Cristo y el pensamiento humano.
4. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000, conviene
profundizar en la enseñanza del Concilio a propósito de este encuentro
siempre renovado y fecundo entre la verdad revelada, conservada y
transmitida por la Iglesia, y las múltiples formas del pensamiento y de
la cultura humana. Por desgracia, también hoy sigue siendo válida la
constatación de Pablo VI en la carta encíclica Evangelii nuntiandi,
según la cual «la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna,
el drama de nuestro tiempo» (n. 20).
Para afrontar esta ruptura, que influye con graves consecuencias en
las conciencias y en las conductas, es preciso despertar en los
discípulos de Jesucristo una mirada de fe capaz de descubrir las
«semillas de verdad» sembradas por el Espíritu Santo en nuestros
contemporáneos. Se podrá contribuir también a su purificación y
maduración a través del paciente arte del diálogo, que se orienta en
particular a la presentación del rostro de Cristo en todo su esplendor.
Especialmente, es necesario tener muy presente el gran principio
formulado por el último concilio, que recordé en la encíclica Dives in
misericordia: «Mientras las diversas corrientes del pasado y presente
del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir
e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la
Iglesia, en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia
del hombre de manera orgánica y profunda» (n. 1).
5. Ese principio no sólo resulta fecundo para la filosofía y la cultura
humanística, sino también para los sectores de la investigación
científica y del arte. En efecto, el hombre de ciencia que «con espíritu
humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de
las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que,
sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (Gaudium et
spes, 36).
Por otra parte, el verdadero artista tiene el don de intuir y expresar el
horizonte luminoso e infinito en el que está inmersa la existencia del
hombre y del mundo. Si es fiel a la inspiración que lo invade y lo
trasciende, adquiere una secreta connaturalidad con la belleza con
que el Espíritu Santo reviste la creación.
Que el Espíritu Santo, luz que ilumina las mentes y divino «artista del
mundo» (S. Bulgakov, Il Paraclito, Bolonia 1971, p. 311), guíe a la
Iglesia y a la humanidad de nuestro tiempo por las sendas de un nuevo
y sorprendente encuentro con el esplendor de la verdad.
Miércoles 23 de septiembre de 1998
El Espíritu y los signos de los tiempos
1. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, refiriéndome al
año dedicado al Espíritu Santo, exhorté a toda la Iglesia a «descubrir
al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la
historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a
los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia
humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de
los tiempos» (n. 45).
Si nos situamos en la perspectiva de la fe, vemos la historia, sobre
todo después de la venida de Jesucristo, totalmente envuelta y
penetrada por la presencia del Espíritu de Dios. Así se comprende
fácilmente por qué, hoy más que nunca, la Iglesia se siente llamada a
discernir los signos de esa presencia en la historia de los hombres,
con la que, a imitación de su Señor, «se siente verdadera e
íntimamente solidaria» (Gaudium et spes, 1).
2. La Iglesia, para cumplir este «deber permanente» suyo (cf. ib., 4),
está invitada a redescubrir de modo cada vez más profundo y vital que
Jesucristo, el Señor crucificado y resucitado, es «la clave, el centro y
el fin de toda la historia humana» (ib., 10). Él constituye «el punto en
el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro
del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus
aspiraciones» (ib., 45). Asimismo, la Iglesia reconoce que sólo el
Espíritu Santo, al imprimir en el corazón de los creyentes la imagen
viva del Hijo de Dios hecho hombre, puede hacerlos capaces de
escrutar la historia, descubriendo en ella los signos de la presencia y
de la acción de Dios.
El apóstol san Pablo escribe: «¿Quién conoce lo íntimo del hombre,
sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie
conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos
recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para
conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 11-12).
Sostenida por este don incesante del Espíritu, la Iglesia experimenta
con íntima gratitud que «la fe lo ilumina todo con una luz nueva y
manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por
ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium
et spes, 11).
3. El concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de
Jesús mismo, designa como «signos de los tiempos» (ib., 4) los
indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de
Dios en la historia.
La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte
y saludable también para nosotros hoy: «Sabéis interpretar el aspecto
del cielo y no podéis interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación
malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el
signo de Jonás» (Mt 16, 3-4).
En la perspectiva de la fe cristiana, la invitación a discernir los signos
de los tiempos corresponde a la novedad escatológica introducida en
la historia por la venida del Logos a nosotros (cf. Jn 1, 14).
4. En efecto, Jesús invita al discernimiento con respecto a las
palabras y las obras que atestiguan la llegada inminente del reino del
Padre. Más aún, dirige y concentra todos los signos en el enigmático
«signo de Jonás». Y de esa forma cambia la lógica mundana orientada
a buscar signos que confirmen el deseo de autoafirmación y de poder
del hombre. Como subraya el apóstol san Pablo, «mientras los judíos
piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un
Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles» (1 Co 1, 22-23).
Como primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), Cristo fue el
primero en vencer la «tentación» diabólica de servirse de medios
mundanos para realizar la venida del reino de Dios. Eso aconteció
desde las pruebas mesiánicas en el desierto hasta el sarcástico reto
que le dirigieron mientras estaba clavado en la cruz: «Si eres Hijo de
Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). En Jesús crucificado se da una
especie de transformación y concentración de los signos: él mismo es
el «signo de Dios», sobre todo en el misterio de su muerte y
resurrección. Para discernir los signos de su presencia en la historia
es preciso liberarse de toda pretensión mundana y acoger el Espíritu
que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10).
5. Si nos preguntáramos cuándo tendrá lugar la realización del reino
de Dios, Jesús nos respondería, como a los Apóstoles, que a nosotros
no toca «conocer los tiempos (chrónoi) y los momentos (kairói) que el
Padre ha fijado con su autoridad (exousía)» (Hch 1, 7). Jesús nos pide
también a nosotros que acojamos la fuerza del Espíritu, para ser sus
testigos «en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines
de la tierra» (Hch 1, 8).
La disposición providencial de los signos de los tiempos se hallaba
escondida primero en el secreto del designio del Padre (cf. Rm 16, 25;
Ef 3, 9); luego hizo irrupción en la historia y en ella se desarrolló con el
signo paradójico del Hijo crucificado y resucitado (cf. 1 P 1, 19-21). Es
acogida e interpretada por los discípulos de Cristo a la luz y con la
fuerza del Espíritu, en espera vigilante y activa de la llegada definitiva
que llevará a plenitud la historia, más allá de sí misma, en el seno del
Padre.
6. Así, por disposición del Padre, el tiempo se despliega como una
invitación a «conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento» para irse «llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef
3, 19). El secreto de este camino es el Espíritu Santo, que nos guía
«hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).
Con el corazón confiadamente abierto a esta perspectiva de
esperanza, invoco del Señor la abundancia de los dones del Espíritu
para toda la Iglesia «a fin de que la “primavera” del concilio Vaticano
II encuentre en el nuevo milenio su “verano”, es decir, su desarrollo
maduro» (Discurso durante el consistorio ordinario público, 21 de
febrero de 1998, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 27 de febrero de 1998, p. 3).
Miércoles 30 de septiembre de 1998
1. En este segundo año de preparación para el gran jubileo del año
2000, el redescubrimiento de la presencia del Espíritu Santo nos
impulsa a dirigir una atención particular al sacramento de la
confirmación (cf. Tertio millennio adveniente, 45). Como enseña el
Catecismo de la Iglesia católica, la confirmación «perfecciona la
gracia bautismal; (...) da el Espíritu Santo para enraizarnos más
profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a
Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos
todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe
cristiana por la palabra acompañada de las obras» (n. 1316).
En efecto, el sacramento de la confirmación asocia íntimamente al
cristiano a la unción de Cristo, a quien «Dios ungió con el Espíritu
Santo» (Hch 10, 38). Esa unción es evocada en el nombre mismo del
«cristiano», que proviene del de «Cristo», traducción griega del
término hebreo «mesías», que significa precisamente «ungido». Cristo
es el Mesías, el Ungido de Dios.
Gracias al sello del Espíritu conferido por la confirmación, el cristiano
logra su plena identidad y toma conciencia de su misión en la Iglesia y
en el mundo. «Antes de que se os confiriera esa gracia —escribe san
Cirilo de Jerusalén— no erais bastante dignos de este nombre, pero
estabais en camino de ser cristianos» (Catech. myst., III, 4: PG 33,
1092).
2. Para comprender toda la riqueza de gracia contenida en el
sacramento de la confirmación, que con el bautismo y la Eucaristía
constituye el conjunto orgánico de los «sacramentos de la iniciación
cristiana», es preciso captar su significado a la luz de la historia de la
salvación.
En el Antiguo Testamento, los profetas anuncian que el Espíritu de
Dios vendrá sobre el Mesías prometido (cf. Is 11, 2) y, al mismo
tiempo, será comunicado a todo el pueblo mesiánico (cf. Ez 36, 25-27;
Jl 3, 1-2). En la «plenitud de los tiempos», Jesús es concebido por obra
del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María (cf. Lc 1, 35). Con la
venida del Espíritu Santo sobre él, en el momento del bautismo en el
río Jordán, se manifestó como el Mesías prometido, el Hijo de Dios (cf.
Mt 3, 13-17; Jn 1, 33-34). Toda su vida se realiza en una comunión total
con el Espíritu Santo, que él da «sin medida» (Jn 3, 34), como
culminación escatológica de su misión según su promesa (cf. Lc 12,
12; Jn 3, 5-8; 7, 37-39; 16, 7-15; Hch 1, 8). Jesús comunica el Espíritu
«soplando» sobre los Apóstoles el día de la Resurrección (cf. Jn 20,
22) y, luego, con la efusión solemne y magnífica del día de
Pentecostés (cf. Hch 2, 1-4).
Así, los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, comienzan a «anunciar
las maravillas de Dios» (cf. Hch 2, 11). También los que creen en su
predicación y se bautizan reciben «el don del Espíritu Santo» (Hch 2,
38).
Los Hechos de los Apóstoles, con ocasión de la evangelización de
Samaría, sugieren claramente la distinción entre la confirmación y el
bautismo. Felipe, uno de los Siete diáconos, es quien predica la fe y
bautiza; luego vienen los apóstoles Pedro y Juan, e imponen las manos
a los recién bautizados para que reciban al Espíritu Santo (cf. Hch 8, 517). De manera semejante, en Éfeso, el apóstol Pablo impone las
manos a un grupo de recién bautizados «y vino sobre ellos el Espíritu
Santo» (Hch 19, 6).
3. El sacramento de la confirmación «perpetúa, en cierto modo, en la
Iglesia la gracia de Pentecostés» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
1288). El bautismo, que la tradición cristiana llama «el pórtico de la
vida en el espíritu» (ib., n. 1213), nos hace renacer «del agua y del
Espíritu» (cf. Jn 3, 5); gracias a él participamos sacramentalmente de
la muerte y la resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 1-11). La confirmación,
a su vez, nos hace partícipes plenamente de la efusión del Espíritu
Santo que lleva a cabo el Señor resucitado.
El vínculo inseparable que existe entre la Pascua de Jesucristo y la
efusión pentecostal del Espíritu Santo se expresa en la íntima relación
que une los sacramentos del bautismo y la confirmación. Asimismo, el
hecho de que en los primeros siglos la confirmación constituía en
general «una única celebración con el bautismo, formando con éste,
según la expresión de san Cipriano, un sacramento doble» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1290), manifiesta ese estrecho vínculo. Esta
práctica se ha conservado hasta hoy en Oriente, mientras que en
Occidente, por múltiples causas, se ha consolidado la celebración
sucesiva, y también normalmente distanciada, de los dos
sacramentos.
Ya desde el tiempo de los Apóstoles, la imposición de las manos
significa de forma eficaz la plena comunicación del don del Espíritu
Santo a los bautizados. Para expresar mejor el don del Espíritu, se le
añadió pronto una unción de óleo perfumado, llamado «crisma». En
efecto, mediante la confirmación, los cristianos, consagrados con la
unción en el bautismo, participan en la plenitud del Espíritu, del que
Jesús estaba lleno, para que toda su vida difunda el «perfume de
Cristo» (2 Co 2, 15).
4. Las diferencias rituales que, en el decurso de los siglos, ha
conocido la confirmación en Oriente y en Occidente, según las
diversas sensibilidades espirituales de las dos tradiciones y como
respuesta a varias exigencias pastorales, expresan la riqueza del
sacramento y su pleno significado en la vida cristiana.
En Oriente, este sacramento se llama «crismación», unción con el
«crisma», o «myron». En Occidente, el término confirmación expresa
la corroboración del bautismo en cuanto fortalecimiento de la gracia
mediante el sello del Espíritu Santo. En Oriente, al estar unidos los dos
sacramentos, la crismación es conferida por el mismo presbítero que
bautiza, aunque realiza la unción con el crisma consagrado por el
obispo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1312). En el rito latino
el ministro ordinario de la confirmación es el obispo, que, por razones
graves, puede conceder esa facultad a algunos sacerdotes (cf. ib., n.
1313).
Así, «la práctica de las Iglesias de Oriente destaca más la unidad de la
iniciación cristiana. La de la Iglesia latina expresa más claramente la
comunión del nuevo cristiano con su obispo, garante y servidor de la
unidad de su Iglesia, de su catolicidad y su apostolicidad, y por ello, el
vínculo con los orígenes apostólicos de la Iglesia de Cristo» (ib., n.
1292).
5. Cuanto hemos explicado permite destacar no sólo el significado de
la confirmación en el conjunto orgánico de los sacramentos de la
iniciación cristiana, sino también la eficacia insustituible que tiene
con miras a la plena maduración de la vida cristiana. Un compromiso
decisivo de la pastoral, que conviene intensificar en el camino de
preparación al jubileo, consiste en formar con gran esmero a los
bautizados que se están preparando para recibir la confirmación,
introduciéndolos en las fascinadoras profundidades del misterio que
significa y actúa. Al mismo tiempo es necesario ayudar a los
confirmados a redescubrir con gozoso estupor la eficacia salvífica de
este don del Espíritu Santo.
Miércoles 7 de octubre de 1998
1. Del viernes al domingo pasado realicé mi segunda visita pastoral a
Croacia. Teniendo aún ante mis ojos las imágenes de esa
peregrinación, deseo reflexionar brevemente con vosotros sobre su
significado, encuadrándolo en el marco de los acontecimientos
históricos en los que ha estado implicada Croacia y Europa entera.
Ante todo doy gracias a Dios por haberme permitido vivir esa
experiencia tan intensa. Mi agradecimiento va también a los
amadísimos obispos de Croacia, así como al señor presidente de la
República, a las demás autoridades y a todos los que han hecho
posible ese nuevo encuentro entre el Sucesor de Pedro y la nación
croata, siempre fiel a él desde hace más de trece siglos.
El tema de la visita evocaba las palabras que Jesús resucitado dirigió
a los Apóstoles: «Seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Por tanto, se ha
tratado de una peregrinación bajo el signo del testimonio.
Precisamente desde esta perspectiva he podido abrazar idealmente
casi dos milenios de historia: desde los mártires de las persecuciones
romanas hasta los del reciente régimen comunista; desde san Domnio,
obispo de Salona, antigua sede primada, hasta el cardenal Alojzije
Stepinac, arzobispo de Zagreb, cuya beatificación ha sido el
acontecimiento culminante de mi estancia en Croacia. Así, el solemne
acto litúrgico resalta sobre el fondo de las vicisitudes históricas que
se remontan a la antigua Roma, cuando los croatas no vivían aún en el
país.
El otro punto focal de mi viaje apostólico ha sido la celebración de los
1700 años de la ciudad y de la Iglesia de Split. Ambos momentos han
estado acompañados por una peregrinación mariana: primero, al
santuario nacional de Marija Bistrica, y después al de la Virgen de la
Isla, en Salona, el santuario más antiguo dedicado a la Virgen en
Croacia. Este hecho es muy significativo. En efecto, cuando un pueblo
pasa por la hora de la pasión y de la cruz, experimenta con más fuerza
que nunca el vínculo con la Madre de Cristo, y ella se convierte en
signo de esperanza y consuelo. Así sucedió con mi patria, Polonia; así
sucedió con Croacia, como con toda nación cristiana probada
duramente por las vicisitudes de la historia.
2. In te, Domine, speravi: éste era el lema del cardenal Alojzije
Stepinac, ante cuya tumba oré al llegar a Zagreb. En su figura se
sintetiza toda la tragedia que ha afectado a Europa durante este siglo,
marcado por los grandes males del fascismo, el nazismo y el
comunismo. En él resplandece plenamente la respuesta católica: fe en
Dios, respeto al hombre, amor a todos confirmado por el perdón, y
unión con la Iglesia guiada por el Sucesor de Pedro.
La causa de la persecución y del proceso-farsa contra él fue el firme
rechazo que opuso a la insistencia del régimen para que se separara
del Papa y de la Sede apostólica, y se convirtiera en jefe de una
«iglesia nacional croata». Prefirió permanecer fiel al Sucesor de
Pedro. Por eso fue calumniado y, después, condenado.
En su beatificación reconocemos la victoria del evangelio de Cristo
sobre las ideologías totalitarias; la victoria de los derechos de Dios y
de la conciencia sobre la violencia y los abusos; la victoria del perdón
y de la reconciliación sobre el odio y la venganza. El beato Stepinac
constituye, así, el símbolo de la Croacia que quiere perdonar y
reconciliarse, purificando su memoria del rencor y venciendo el mal
con el bien.
3. Hacía tiempo que deseaba ir personalmente al célebre santuario de
Marija Bistrica. La Providencia ha dispuesto que pudiera hacerlo con
ocasión de la beatificación del cardenal Alojzije Stepinac. Él, ya desde
los comienzos de su episcopado, guió personalmente todos los años, a
pie, la peregrinación votiva desde la ciudad de Zagreb hasta ese
santuario, distante alrededor de cincuenta kilómetros de la capital,
hasta que las autoridades comunistas prohibieron toda forma de
manifestación religiosa.
La antigua y venerada estatua de madera de la Virgen con el Niño, que
en el siglo XVI, durante la invasión otomana, los fieles se vieron
obligados a esconder para preservarla del sacrilegio y de la
destrucción, representa, en cierto sentido, la dolorosa historia del
pueblo croata durante más de 1300 años. La beatificación del cardenal
Stepinac en ese santuario, con la visita al día siguiente a Split, se
proyectaba así en el marco de acontecimientos que se remontan a la
antigüedad, cuando la ciudad formaba parte del Imperio romano.
La actual ciudad de Split, que incluye la antigua sede episcopal de
Salona, conserva en su centro el palacio y el mausoleo del emperador
Diocleciano, que fue uno de los más crueles perseguidores de los
cristianos. Siglos después, el mausoleo se transformó en catedral, y
en ella se depositaron las reliquias de san Domnio, obispo de Salona y
mártir. He rezado ante su urna, recorriendo con mi pensamiento la
amplia perspectiva histórica que desde Diocleciano llega hasta los
acontecimientos de nuestro siglo, marcado por persecuciones
igualmente feroces, pero iluminado también por figuras de mártires
tan espléndidas como las antiguas.
4. En Salona, donde está el santuario mariano dedicado a la Virgen de
la Isla, se encuentran los restos más antiguos del cristianismo en esa
región. Precisamente allí he querido reunirme con los catequistas, los
profesores y los miembros de las asociaciones y de los movimientos
eclesiales, en gran parte jóvenes: ante las memorias de las raíces
cristianas, oramos por el futuro de la Iglesia y de la evangelización.
Los grandes campos en los que hay que trabajar son, sobre todo, los
de la familia, la vida y los jóvenes, como he recordado durante mi
encuentro con la Conferencia episcopal croata. En cada uno de ellos,
los cristianos están llamados a dar testimonio de coherencia
evangélica en las opciones tanto personales como colectivas. La
curación de las heridas de la guerra, la construcción de una paz justa
y estable y, sobre todo, la recuperación de los valores morales
minados por los anteriores totalitarismos, requieren un trabajo largo y
paciente, en el que es necesario recurrir continuamente al patrimonio
espiritual heredado de los padres.
La figura del beato Alojzije Stepinac constituye para todos un punto de
referencia al que hay que dirigir la mirada para obtener inspiración y
apoyo. Con su beatificación se ha manifestado ante nosotros, en el
marco de los siglos, esa lucha entre el Evangelio y el anti-Evangelio
que recorre la historia. El mártir de nuestro tiempo, que los más
ancianos recuerdan aún, sube así al rango de gran símbolo de ese
combate: desde que una nueva sociedad comenzó a formarse sobre
las ruinas del Imperio romano y los croatas llegaron a orillas del mar
Adriático, a través de los tiempos difíciles de la dominación otomana,
hasta nuestro siglo turbulento y dramático, la Iglesia ha seguido
afrontando siempre los desafíos del mal, anunciando con impávida
fortaleza la palabra del Evangelio.
En el arco de más de trece siglos, los croatas, después de haber
acogido esta palabra y haber recibido el bautismo, han conservado su
fidelidad a Cristo y a la Iglesia, confirmándola en el umbral del tercer
milenio. ¡Testigo de esto es la persona del arzobispo de Zagreb, el
beato mártir Alojzije Stepinac! Su figura se une a la de los mártires
antiguos: contrariamente a las intenciones de Diocleciano, las
persecuciones de los primeros siglos consolidaron la presencia de la
Iglesia en el mundo antiguo. Oremos al Señor para que, por intercesión
de la Virgen María, Advocata Croatiae, Mater fidelissima, las
persecuciones de los tiempos modernos produzcan un nuevo
florecimiento de la vida eclesial en Croacia y en todo el mundo.
Miércoles 14 de octubre de 1998
1. En la anterior catequesis reflexionamos sobre el sacramento de la
confirmación como coronamiento de la gracia bautismal. Ahora
profundizaremos en el valor salvífico y en el efecto espiritual
expresados por el signo de la unción, que indica el «sello del don del
Espíritu Santo» (cf. Pablo VI, constitución apostólica Divinae
consortium naturae, 15 de agosto de 1971: AAS 63 [1971] 663).
Por medio de la unción, el confirmando recibe plenamente el don del
Espíritu Santo que, de forma inicial y fundamental, ya recibió en el
bautismo. Como explica el Catecismo de la Iglesia católica, «el sello
es el símbolo de la persona (cf. Gn 38, 18; Ct 8, 6), signo de su
autoridad (cf. Gn 41, 42), de su propiedad sobre un objeto (cf. Dt 32,
34)...» (n. 1295). Jesús mismo declara que a él «el Padre, Dios, lo ha
marcado con su sello» (cf. Jn 6, 27). Y, de la misma manera, nosotros,
los cristianos, injertados en virtud de la fe y del bautismo en el Cuerpo
de Cristo Señor, al recibir la unción somos marcados con el sello del
Espíritu. Lo enseña explícitamente el apóstol san Pablo dirigiéndose a
los cristianos de Corinto: «Y es Dios el que nos conforta juntamente
con vosotros en Cristo, el que nos ungió y el que nos marcó con su
sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Co 1, 2122; cf. Ef 1, 13-14; 4, 30).
2. El sello del Espíritu Santo, por consiguiente, significa y realiza la
pertenencia total del discípulo a Jesucristo, el estar para siempre a su
servicio en la Iglesia; asimismo, implica la promesa de la protección
divina en las pruebas que deberá sufrir para dar testimonio de su fe en
el mundo.
Lo predijo Jesús mismo, en la inminencia de su pasión: «Os entregarán
a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis
ante gobernadores y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante
ellos. (...) Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué
vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento.
Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo»
(Mc 13, 9-11 y par.).
Una promesa análoga se repite en el Apocalipsis, en una visión que
abarca toda la historia de la Iglesia e ilumina la situación dramática
que los discípulos de Cristo deben afrontar, unidos a su Señor
crucificado y resucitado. Son presentados con la imagen sugestiva de
los que llevan impreso en la frente el sello de Dios (cf. Ap 7, 2-4).
3. La confirmación, al llevar a plenitud la gracia bautismal, nos une
más fuertemente a Jesucristo y a su Cuerpo, que es la Iglesia. Ese
sacramento también aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo
con el fin de concedernos «una fuerza especial del Espíritu Santo para
difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como
verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre
de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz» (Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1303; cf. concilio de Florencia, DS 1319; Lumen
gentium, 11-12).
San Ambrosio exhorta al confirmado con estas vibrantes palabras:
«Recuerda que has recibido el sello espiritual, “el Espíritu de sabiduría
e inteligencia, el Espíritu de consejo y fortaleza, el Espíritu de ciencia
y piedad, el Espíritu de temor de Dios” y conserva lo que has recibido.
Dios Padre te ha marcado, te ha confirmado Cristo Señor y ha puesto
en tu corazón como prenda el Espíritu» (De mysteriis, 7, 42: PL 16,
402-403).
El don del Espíritu compromete a dar testimonio de Jesucristo y de
Dios Padre, y asegura la capacidad y la valentía para hacerlo. Los
Hechos de los Apóstoles nos dicen claramente que el Espíritu es
derramado sobre los apóstoles para que se conviertan en «testigos»
(Hch 1, 8; cf. Jn 15, 26-27).
Santo Tomás de Aquino, por su parte, sintetizando admirablemente la
tradición de la Iglesia, afirma que mediante la confirmación se le dan
al bautizado las ayudas necesarias para profesar públicamente y en
toda circunstancia la fe recibida en el bautismo. «Se le da la plenitud
del Espíritu Santo —precisa— ad robur spirituale (para la fortaleza
espiritual), que conviene a la edad madura» (Summa Theol., III, q. 72,
a. 2). Es evidente que esa madurez no se ha de medir con criterios
humanos, sino dentro de la misteriosa relación de cada uno con Cristo.
Esta enseñanza, arraigada en la sagrada Escritura y desarrollada por
la sagrada Tradición, encuentra expresión en la doctrina del concilio
de Trento, según la cual el sacramento de la confirmación imprime en
el alma un «signo espiritual indeleble»: el «carácter» (cf. DS 1609),
que es precisamente el signo impreso por Jesucristo en el cristiano
con el sello de su Espíritu.
4. Este don específico conferido por el sacramento de la confirmación
capacita a los fieles para desempeñar su «función profética» de
testimonio de la fe. «El confirmado —explica santo Tomás— recibe el
poder de profesar públicamente la fe cristiana, como en virtud de un
cargo oficial (quasi ex officio)» (Summa Theol., III, q. 72, a. 5, ad 2; cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305). Y el Vaticano II, ilustrando
en la Lumen gentium la índole sagrada y orgánica de la comunidad
sacerdotal, subraya que «el sacramento de la confirmación los une
más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fuerza especial
del Espíritu Santo. De esta manera se comprometen mucho más, como
auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus
palabras y sus obras» (n. 11).
El bautizado que, con plena y madura conciencia, recibe el
sacramento de la confirmación, declara solemnemente ante la Iglesia,
sostenido por la gracia de Dios, su disponibilidad a dejarse penetrar,
de modo siempre nuevo y cada vez más profundo, por el Espíritu de
Dios, a fin de llegar a ser testigo de Cristo Señor.
5. Esta disponibilidad, gracias al Espíritu Santo que penetra y colma su
corazón, se extiende hasta el martirio, como lo demuestra la
ininterrumpida cadena de testigos cristianos que, desde los albores
del cristianismo hasta nuestro siglo, no han temido sacrificar su vida
terrena por amor a Jesucristo. «El martirio —escribe el Catecismo de
la Iglesia católica— es el supremo testimonio de la verdad de la fe;
designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da
testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la
caridad» (n. 2473).
En el umbral del tercer milenio, invoquemos el don del Paráclito para
reavivar la eficacia de gracia del sello espiritual impreso en nosotros
en el sacramento de la confirmación. Nuestra vida, animada por el
Espíritu, difundirá el «perfume de Cristo» (2 Co 2, 15) hasta los últimos
confines de la tierra.
Miércoles 21 de octubre de 1998
1. El Espíritu Santo «es Señor y da la vida». Con estas palabras del
símbolo niceno-constantinopolitano la Iglesia sigue profesando la fe
en el Espíritu Santo, al que san Pablo proclama como «Espíritu que da
la vida» (Rm 8, 2).
En la historia de la salvación la vida se presenta siempre vinculada al
Espíritu de Dios. Desde la mañana de la creación, gracias al soplo
divino, casi un «aliento de vida», «el hombre resultó un ser viviente»
(Gn 2, 7). En la historia del pueblo elegido, el Espíritu del Señor
interviene repetidamente para salvar a Israel y guiarlo mediante los
patriarcas, los jueces, los reyes y los profetas. Ezequiel representa
eficazmente la situación del pueblo humillado por la experiencia del
exilio como un inmenso valle lleno de huesos a los que Dios comunica
nueva vida (cf. Ez 37, 1-14): «y el espíritu entró en ellos; revivieron y se
pusieron en pie» (Ez 37, 10).
Sobre todo en la historia de Jesús el Espíritu Santo despliega su poder
vivificante: el fruto del seno de María viene a la vida «por obra del
Espíritu Santo» (Mt 1, 18; cf. Lc 1, 35). Toda la misión de Jesús está
animada y dirigida por el Espíritu Santo; de modo especial, la
resurrección lleva el sello del «Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús
de entre los muertos» (Rm 8, 11).
2. El Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es el protagonista
del «evangelio de la vida» que la Iglesia anuncia y testimonia
incesantemente en el mundo.
En efecto, el evangelio de la vida, como expliqué en la carta encíclica
Evangelium vitae, no es una simple reflexión sobre la vida humana, y
tampoco es sólo un mandamiento dirigido a la conciencia; se trata de
«una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la
persona misma de Jesús» (n. 29), que se presenta como «el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14, 6). Y, dirigiéndose a Marta, hermana de
Lázaro, reafirma: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).
3. «El que me siga —proclama también Jesús— (...) tendrá la luz de la
vida» (Jn 8, 12). La vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia
el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la
plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu
Santo.
En la conversación con la samaritana, Jesús anuncia ese don divino:
«Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de
beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. (...)
Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba
del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le
dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna»
(Jn 4, 10-14). Luego, con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, al
anunciar su muerte y su resurrección, Jesús exclama, también a voz
en grito, como para que lo escuchen los hombres de todos los lugares
y de todos los tiempos: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que
crea en mí. Como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua
viva”. Esto lo decía —advierte el evangelista Juan— refiriéndose al
Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39).
Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida,
cumple la misión recibida del Padre: «He venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El Espíritu Santo renueva
nuestro corazón (cf. Ez 36, 25-27; Jr 31, 31-34), conformándolo al de
Cristo. Así, el cristiano puede «comprender y llevar a cabo el sentido
más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al
darse» (Evangelium vitae, 49). Ésta es la ley nueva, «la ley del
Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Su expresión
fundamental, a imitación del Señor que da la vida por sus amigos (cf.
Jn 15, 13), es la entrega de sí mismo por amor: «Nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los
hermanos» (1 Jn 3, 14).
4. La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está
íntimamente unido a Jesucristo es una «vida en el Espíritu». En
efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4,
6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que
brota para la vida eterna» (Jn 4, 14).
Así pues, es preciso dejarse guiar dócilmente por el Espíritu de Dios,
para llegar a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia:
hijos de Dios en Cristo (cf. Rm 8, 14-16). «Si vivimos según el Espíritu
—nos exhorta san Pablo—, obremos también según el Espíritu» (Ga 5,
25).
En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en
acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la
espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su
perfil genuino.
La espiritualidad cristiana no consiste en un esfuerzo de
autoperfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera
promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la
salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por
la gracia del Espíritu Santo; y el hombre sólo puede vivir como
verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia.
La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi
«inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso
responsable en la historia. En efecto, la presencia del Espíritu Santo
en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y
moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad,
corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (Ef 4, 24) impregne el
espacio y el tiempo de la novedad evangélica.
5. En el umbral del tercer milenio, la Iglesia se dispone a acoger el don
siempre nuevo del Espíritu que da la vida, que brota del costado
traspasado de Jesucristo, para anunciar a todos con íntima alegría el
evangelio de la vida.
Supliquemos al Espíritu Santo que haga que la Iglesia de nuestro
tiempo sea un eco fiel de las palabras de los Apóstoles: «Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca
de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos
visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba
vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión
con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).
Miércoles 28 de Octubre 1998
1. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En
estas palabras del evangelio de san Juan el don de la vida eterna
constituye el fin último del plan de amor del Padre. Ese don nos
permite tener acceso, por gracia, a la inefable comunión de amor del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «Ésta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo» (Jn 17, 3).
La vida eterna, que brota del Padre, nos la transmite en plenitud Jesús
en su Pascua por el don del Espíritu Santo. Al recibirlo, participamos
en la victoria definitiva que Jesús resucitado obtuvo sobre la muerte.
«Lucharon vida y muerte —nos invita a proclamar la liturgia— en
singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta»
(Secuencia del domingo de Pascua). En ese evento decisivo de la
salvación Jesús da a los hombres la vida eterna en el Espíritu Santo.
2. Así, en la plenitud de los tiempos Cristo cumple, más allá de toda
expectativa, la promesa de vida eterna que, desde el origen del
mundo, había inscrito el Padre en la creación del hombre a su imagen
y semejanza (cf. Gn 1, 26).
Como canta el Salmo 104, el hombre experimenta que la vida en el
cosmos y, en particular, su propia vida tienen su principio en el aliento
que les comunica el Espíritu del Señor: «Escondes tu rostro, y se
espantan; les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías
tu Espíritu y los creas, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30).
La comunión con Dios, don de su Espíritu, llega a ser cada vez más
para el pueblo elegido prenda de una vida que no se limita a la
existencia terrena, sino que misteriosamente la trasciende y la
prolonga hasta el infinito.
En el duro período del destierro en Babilonia, el Señor devolvió la
esperanza a su pueblo, proclamando una nueva y definitiva alianza que
será sellada por una efusión sobreabundante del Espíritu (cf. Ez 36, 2428): «Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré
salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tiera de Israel.
Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros ,
pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y
viviréis» (Ez 37, 12-14).
Con estas palabras, Dios anuncia la renovación mesiánica de Israel,
después de los sufrimientos del destierro. Los símbolos empleados
evocan muy bien el camino que la fe de Israel recorre lentamente,
hasta intuir la verdad de la resurrección de la carne, que realizará el
Espíritu al final de los tiempos.
3. Esta verdad se consolida en un tiempo ya próximo a la venida de
Jesucristo (cf. Dn 12, 2; 2 M 7, 9-14. 23. 36; 12, 43-45), el cual la
confirma vigorosamente, reprochando a los que la negaban: «¿No
estáis en un error precisamente por no entender las Escrituras ni el
poder de Dios?» (Mc 12, 24). En efecto, según Jesús, la fe en la
resurrección se funda en la fe en Dios, que «no es un Dios de muertos,
sino de vivos» (Mc 12, 27).
Además, Jesús vincula la fe en la resurrección a su misma persona:
«Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25), pues en él, gracias al
misterio de su muerte y resurrección, se cumple la promesa divina del
don de la vida eterna, que implica una victoria total sobre la muerte:
«Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su
voz [del Hijo] y saldrán los que hayan hecho el bien para una
resurrección de vida...» (Jn 5, 28-29). «Porque ésta es la voluntad de
mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y
que yo le resucite el último día» (Jn 6, 40).
4. Esta promesa de Cristo se realizará, por tanto, misteriosamente al
final de los tiempos, cuando él vuelva glorioso «a juzgar a vivos y
muertos» (2 Tm 4, 1; cf. Hch 10, 42; 1 P 4, 5). Entonces nuestros
cuerpos mortales revivirán por el poder del Espíritu, que nos ha sido
dado como «prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo»
(Ef 1, 14, cf. 2 Co 1, 21-22).
Con todo, no debemos pensar que la vida más allá de la muerte
comienza sólo con la resurrección final, pues ésta se halla precedida
por la condición especial en que se encuentra, desde el momento de la
muerte física, cada ser humano. Se trata de una fase intermedia, en la
que a la descomposición del cuerpo corresponde «la supervivencia y
la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, que
está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el
mismo “yo” humano, aunque mientras tanto le falte el complemento de
su cuerpo» (Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, Carta
sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17 de mayo de
1979: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio
de 1979, p. 12).
Los creyentes tienen, además, la certeza de que su relación
vivificante con Cristo no puede ser destruida por la muerte, sino que
se mantiene más allá. En efecto, Jesús declaró: «El que cree en mí,
aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25). La Iglesia siempre ha profesado
esta fe y la ha expresado sobre todo en la oración de alabanza que
dirige a Dios en comunión con todos los santos y en la invocación en
favor de los difuntos que aún no se han purificado plenamente. Por
otra parte, la Iglesia inculca el respeto a los restos mortales de todo
ser humano, tanto por la dignidad de la persona a la que
pertenecieron, como por el honor que se debe al cuerpo de los que,
con el bautismo, se convirtieron en templo del Espíritu Santo. Lo
atestigua de forma específica la liturgia en el rito de las exequias y en
la veneración de las reliquias de los santos, que se desarrolló desde
los primeros siglos. A los huesos de estos últimos —dice san Paulino
de Nola— «nunca les falta la presencia del Espíritu Santo, el cual
concede una viva gracia a través de los sagrados sepulcros» (Carmen
XXI, 632-633).
5. Así, el Espíritu Santo se nos presenta como Espíritu de la vida no
sólo en todas las fases de la existencia terrena, sino también en la
etapa que, después de la muerte, precede a la vida plena que el Señor
ha prometido asimismo para nuestros cuerpos mortales. Con mayor
razón, gracias a él realizaremos, en Cristo, nuestro paso final al Padre.
San Basilio Magno advierte: «Y si se reflexiona con rigor, se podría
hallar que incluso con ocasión de la esperada aparición del Señor
desde el cielo, no sería inútil el Espíritu Santo, como creen algunos,
sino que estará presente con él también el día de su revelación,
cuando el único y bienaventurado Soberano juzgue en justicia a todo
el mundo» (El Espíritu Santo XVI, 40).
Miércoles 4 de noviembre de 1998
1. «Nosotros —enseña el apóstol san Pablo— somos ciudadanos del
cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual
transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso
como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las
cosas» (Flp 3, 20-21).
Como el Espíritu Santo transfiguró el cuerpo de Jesucristo cuando el
Padre lo resucitó de entre los muertos, así el mismo Espíritu revestirá
de la gloria de Cristo nuestros cuerpos. San Pablo escribe: «Y si el
Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará
también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita
en vosotros» (Rm 8, 11).
2. La fe cristiana en la resurrección de la carne ya desde sus inicios
encontró incomprensiones y oposiciones. Lo constata el mismo
apóstol san Pablo en el momento de anunciar el Evangelio en medio
del Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos,
unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otra vez”»
(Hch 17, 32).
Esa dificultad se vuelve a presentar también en nuestro tiempo. En
efecto, por una parte, incluso quienes creen en alguna forma de
supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo
ante la verdad de fe que esclarece este supremo interrogante de la
existencia a la luz de la resurrección de Jesucristo. Por otra, hay
también quienes sienten el atractivo de una creencia como la de la
reencarnación, arraigada en el humus religioso de algunas culturas
orientales (cf. Tertio millennio adveniente, 9).
La revelación cristiana no se contenta con un vago sentimiento de
supervivencia, aun apreciando la intuición de inmortalidad que se
expresa en la doctrina de algunos grandes buscadores de Dios.
Además, podemos admitir que la idea de una reencarnación brota del
intenso deseo de inmortalidad y de la percepción de la existencia
humana como «prueba» con miras a un fin último, así como de la
necesidad de una purificación completa para llegar a la comunión con
Dios. Sin embargo, la reencarnación no garantiza la identidad única y
singular de cada criatura humana como objeto del amor personal de
Dios, ni la integridad del ser humano como «espíritu encarnado».
3. El testimonio del Nuevo Testamento subraya, ante todo, el realismo
de la resurrección, también corporal, de Jesucristo. Los Apóstoles
atestiguan explícitamente, remitiéndose a la experiencia que vivieron
en las apariciones del Señor resucitado, que «Dios lo resucitó al tercer
día y le concedió la gracia de aparecerse (...) a los testigos que Dios
había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con
él después que resucitó de entre los muertos» (Hch 10, 40-41).
También el cuarto evangelio subraya este realismo, por ejemplo,
cuando nos narra el episodio del apóstol Tomás, a quien Jesús invitó a
meter el dedo en el lugar de los clavos y la mano en el costado
atravesado del Señor (cf. Jn 20, 24-29); y en la aparición que tuvo
lugar a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús resucitado «tomó
el pan y se lo dio; y de igual modo el pez» (Jn 21, 13).
Ese realismo de las apariciones testimonia que Jesús resucitó con su
cuerpo y con ese mismo cuerpo vive ahora al lado del Padre. Ahora
bien, se trata de un cuerpo glorioso, ya no sujeto a las leyes del
espacio y del tiempo, transfigurado en la gloria del Padre. En Cristo
resucitado se manifiesta el estadio escatológico al que, un día, están
llamados a llegar todos los que acogen su redención, precedidos por la
Virgen santísima, que «terminado el curso de su vida terrena, fue
elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, constitución
apostólica Munificentissimus Deus, 1 de noviembre de 1950: DS 3903;
cf. Lumen gentium, 59).
4. Remitiéndose al relato de la creación, recogido en el libro del
Génesis, e interpretando la resurrección de Jesús como la «nueva
creación», el apóstol san Pablo puede, por consiguiente, afirmar: «El
primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu
que da vida» (1 Co 15, 45). En efecto, la realidad glorificada de Cristo,
por la efusión del Espíritu Santo, es participada de modo misterioso
pero real también a todos los que creen en él.
Así, en Cristo, «todos resucitarán con los cuerpos de que ahora están
revestidos» (IV concilio de Letrán: DS 801), pero nuestro cuerpo se
transfigurará en cuerpo glorioso (cf. Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual»
(1 Co 15, 44). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, a los que
le preguntan: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven
a la vida?» responde usando la imagen de la semilla que muere para
abrirse a una nueva vida: «Lo que tú siembras no revive si no muere. Y
lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple
grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. (...) Así también en
la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita
incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad,
resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo
espiritual. (...) En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se
revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de
inmortalidad» (1 Co 15, 36-37. 42-44. 53).
Ciertamente —explica el Catecismo de la Iglesia católica—, el «cómo»
sucederá eso «sobrepasa nuestra imaginación y nuestro
entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra
participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la
transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo» (n. 1000).
En la Eucaristía Jesús nos da, bajo las especies del pan y del vino, su
carne vivificada por el Espíritu Santo y vivificadora de nuestra carne
con el fin de hacernos participar con todo nuestro ser, espíritu y
cuerpo, en su resurrección y en su condición de gloria. A este
respecto, san Ireneo de Lyon enseña: «Porque de la misma manera
que el pan, que proviene de la tierra, después de recibir la invocación
de Dios, ya no es un pan ordinario, sino la Eucaristía, constituida de
dos cosas: una celeste, otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir
la Eucaristía ya no son corruptibles, puesto que tienen la esperanza de
la resurrección» (Adversus haereses, IV, 18, 4-5).
5. Todo lo que hemos dicho hasta aquí, sintetizando la enseñanza de la
sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, nos explica por qué
«el credo cristiano (...) culmina en la proclamación de la resurrección
de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 988). Con la encarnación el Verbo de Dios
asumió la carne humana (cf. Jn 1, 14), haciéndola partícipe, por su
muerte y resurrección, de su misma gloria de Unigénito del Padre.
Mediante los dones del Espíritu y de la carne de Cristo glorificada en
la Eucaristía, Dios Padre infunde en todo el ser del hombre y, en cierto
modo, en el cosmos mismo el deseo de ese destino. Como dice san
Pablo: «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la
revelación de los hijos de Dios (...), con la esperanza de ser también
ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 19-21).
Miércoles 11 de noviembre de 1998
1. El Espíritu Santo, derramado «sin medida» por Jesucristo
crucificado y resucitado, es «aquel que construye el reino de Dios en
el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo
(...) que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente,
45). En esta perspectiva escatológica, los creyentes están llamados,
durante este año dedicado al Espíritu Santo, a redescubrir la virtud
teologal de la esperanza, que «por una parte, mueve al cristiano a no
perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera
existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para
el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla
conforme al proyecto de Dios» (ib., 46).
2. San Pablo subraya el vínculo íntimo y profundo que existe entre el
don del Espíritu Santo y la virtud de la esperanza. «La esperanza —
dice en la carta a los Romanos— no defrauda, porque el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Sí; precisamente el don del Espíritu
Santo, al colmar nuestro corazón del amor de Dios y al hacernos hijos
del Padre en Jesucristo (cf. Ga 4, 6), suscita en nosotros la esperanza
segura de que nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado
en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 39).
Por este motivo, el Dios que se nos ha revelado en «la plenitud de los
tiempos» en Jesucristo es verdaderamente «el Dios de la esperanza»,
que llena a los creyentes de alegría y paz, haciéndolos «rebosar de
esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). Los cristianos,
por tanto, están llamados a ser testigos en el mundo de esta gozosa
experiencia, «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les
pida razón de su esperanza» (1 P 3, 15).
3. La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por
Dios en el pueblo de Israel, y que encuentra su origen y su modelo en
Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue
hecho padre de muchas naciones» (Rm 4, 18). Ratificada en la alianza
establecida por el Señor con su pueblo a través de Moisés, la
esperanza de Israel fue reavivada continuamente, a lo largo de los
siglos, por la predicación de los profetas. Por último, se concentró en
la promesa de la efusión escatológica del Espíritu de Dios sobre el
Mesías y sobre todo el pueblo (cf. Is 11, 2; Ez 36, 27; Jl 3, 1-2).
En Jesús se cumple esta promesa. No sólo es el testigo de la
esperanza que se abre ante quien se convierte en discípulo suyo. Él
mismo es, en su persona y en su obra de salvación, «nuestra
esperanza» (1 Tm 1, 1), dado que anuncia y realiza el reino de Dios.
Las bienaventuranzas constituyen la carta magna de este reino (cf. Mt
5, 3-12). «Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el
cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella
a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 1820).
4. Jesús, constituido Cristo y Señor en la Pascua (cf. Hch 2, 36), se
convierte en «espíritu que da vida» (1 Co 15, 45), y los creyentes,
bautizados en él con el agua y el Espíritu (cf. Jn 3, 5), son
«reengendrados a una esperanza viva» (1 P 1, 3). Ahora, el don de la
salvación, por medio del Espíritu Santo es la prenda y las arras (cf. 2
Co 1, 21-22; Ef 1, 13-14) de la plena comunión con Dios, a la que Cristo
nos lleva. El Espíritu Santo —dice san Pablo en la carta a Tito— ha
sido derramado «sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo
nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos
constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3, 6-7).
5. También según los Padres de la Iglesia, el Espíritu Santo es «el don
que nos otorga la perfecta esperanza» (san Hilario de Poitiers, De
Trinitate, II, 1). En efecto, como dice san Pablo, el Espíritu «se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si
hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo»
(Rm 8, 16-17).
La existencia cristiana crece y madura hasta su plenitud a partir de
aquel «ya» de la salvación que es la vida de hijos de Dios en Cristo, de
la que nos hace partícipes el Espíritu Santo. Por la experiencia de este
don, tiende con confiada perseverancia hacia el «aún no» y el «aún
más» que Dios nos ha prometido y nos dará al final de los tiempos. En
efecto, como argumenta san Pablo, si uno es realmente hijo, entonces
es también heredero de todo lo que pertenece al Padre con Cristo, el
«primogénito de entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). «Todo lo que
tiene el Padre es mío», afirma Jesús (Jn 16, 15). Por eso, él, al
comunicarnos su Espíritu, nos hace partícipes de la herencia del Padre
y nos da ya desde ahora la prenda y las primicias. Esa realidad divina
es la fuente inagotable de la esperanza cristiana.
6. La doctrina de la Iglesia concibe la esperanza como una de las tres
virtudes teologales, que Dios derrama por medio del Espíritu Santo en
el corazón de los creyentes. Es la virtud «por la que aspiramos al reino
de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo
nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 1817).
Al don de la esperanza «hay que prestarle una atención particular,
sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos
cristianos se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad
infinita de auto-redención y de realización de sí mismo, y la tentación
del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas»
(Catequesis en la audiencia general del 3 de julio de 1991:
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de julio de 1991,
p. 3).
Muchos peligros se ciernen sobre el futuro de la humanidad y muchas
incertidumbres gravan sobre los destinos personales, y a menudo
algunos se sienten incapaces de afrontarlos. También la crisis del
sentido de la existencia y el enigma del dolor y de la muerte vuelven
con insistencia a llamar a la puerta del corazón de nuestros
contemporáneos.
El mensaje de esperanza que nos viene de Jesucristo ilumina este
horizonte denso de incertidumbre y pesimismo. La esperanza nos
sostiene y protege en el buen combate de la fe (cf. Rm 12, 12). Se
alimenta en la oración, de modo muy particular en el Padrenuestro,
«resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1820).
7. Hoy no basta despertar la esperanza en la interioridad de las
conciencias; es preciso cruzar juntos el umbral de la esperanza.
En efecto, la esperanza tiene esencialmente —como profundizaremos
más adelante— también una dimensión comunitaria y social, hasta el
punto de que lo que el Apóstol dice en sentido propio y directo
refiriéndose a la Iglesia, puede aplicarse en sentido amplio a la
vocación de la humanidad entera: «Un solo cuerpo, un solo espíritu,
como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef 4, 4).
Miércoles 18 de noviembre de 1998
1. La profundización de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en
el mundo nos impulsa a prestar atención a los «signos de esperanza
presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con
frecuencia los esconden a nuestros ojos» (Tertio millennio adveniente,
46). En efecto, es verdad que nuestro siglo está marcado por
gravísimos crímenes contra el hombre y oscurecido por ideologías que
no han favorecido el encuentro liberador con la verdad de Jesucristo
ni la promoción integral del hombre. Sin embargo, también es verdad
que el Espíritu de Dios, que «llena el universo» (Sb 1, 7; cf. Gaudium et
spes, 11), no ha cesado de sembrar abundantemente semillas de
verdad, de amor y de vida en el corazón de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo. Esas semillas han producido frutos de progreso, de
humanización y de civilización, que constituyen auténticos signos de
esperanza para la humanidad en camino.
2. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente recordé entre
esos signos, ante todo, «los progresos realizados por la ciencia, por la
técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana» (n.
46). En efecto, no cabe duda de que la existencia humana en la tierra,
a nivel personal y social, ha experimentado y sigue experimentando
una notable mejoría, gracias al extraordinario desarrollo científico.
También el progreso de la técnica, cuando respeta la promoción
humana auténtica e integral, debe acogerse con gratitud, aunque,
como es evidente, la ciencia y la técnica no bastan para colmar las
aspiraciones más profundas del hombre. Entre los progresos de la
técnica actual especialmente prometedores para el futuro de la
humanidad quisiera recordar los que se producen en el campo de la
medicina. En efecto, cuando mejoran con medios lícitos la existencia
global del hombre, reflejan de modo elocuente la intención creadora y
salvífica de Dios, que quiso que el hombre alcance en Cristo la
plenitud de la vida. Tampoco podemos olvidar el enorme progreso en
el campo de las comunicaciones. Si los medios de comunicación
social se gestionan de tal modo que garanticen el pleno control
democrático, y si se convierten en transmisores de valores auténticos,
la humanidad podrá gozar de grandes beneficios y se sentirá una única
gran familia.
3. Otro signo de esperanza es «un sentido más vivo de responsabilidad
en relación con el ambiente» (ib.). Hoy la humanidad redescubre,
también como reacción ante la explotación indiscriminada de los
recursos naturales que a menudo ha acompañado el desarrollo
industrial, el significado y el valor del ambiente como morada
hospitalaria (oîkos) donde está llamada a vivir. Las amenazas que se
ciernen sobre el futuro de la humanidad por no respetar los equilibrios
del ecosistema, impulsan a los hombres de cultura y de ciencia, así
como a las autoridades competentes, a estudiar y poner en práctica
diversas medidas y proyectos, que no sólo buscan limitar y aliviar los
daños causados hasta el momento, sino sobre todo lograr un
desarrollo de la sociedad que respete y valore el ambiente natural.
Este vivo sentido de responsabilidad en relación con el ambiente debe
estimular también a los cristianos a redescubrir el profundo
significado del designio creador revelado por la Biblia. Dios quiso
encomendar al hombre y a la mujer la misión de llenar la tierra y
ejercer el dominio en su nombre, como su lugarteniente (cf. Gn 1, 28),
prolongando y, en cierto modo, coronando su misma obra creadora.
4. Entre los signos de esperanza de nuestro tiempo debemos recordar
también «los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia donde hayan
sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los
diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el norte y
el sur del mundo» (Tertio millennio adveniente, 46). En este siglo que
está a punto de concluir hemos asistido a la inmensa tragedia de dos
guerras mundiales y hoy siguen existiendo guerras y tensiones, que
provocan como consecuencia gran sufrimiento para pueblos y
naciones de todo el mundo. Además, en este siglo, más que en ningún
otro, masas enormes de personas, entre otras causas por perversos
mecanismos de explotación, han vivido y siguen viviendo en
condiciones indignas del hombre.
También por esta razón, la conciencia humana, impulsada por la
acción misteriosa del Espíritu, ha madurado al fijarse el logro de la paz
y la justicia como objetivo prioritario e irrenunciable. La conciencia
advierte hoy como un crimen intolerable el perdurar de condiciones de
injusticia, de subdesarrollo y de violación de los derechos del hombre.
Además, con razón, se rechaza la guerra como medio para la solución
de los conflictos. Cada vez se comprende más que sólo por el camino
del diálogo y la reconciliación se pueden curar las heridas provocadas
por la historia en la vida de los pueblos. Sólo por ese camino, se
pueden resolver positivamente las dificultades que todavía se
presentan en las relaciones internacionales.
El mundo contemporáneo se va estructurando decididamente según un
sistema de interdependencia a nivel económico, cultural y político. Ya
no se puede razonar sólo en función de los intereses, incluso
legítimos, de cada pueblo o nación: es preciso adquirir una conciencia
de alcance realmente universal.
5. Por eso, de forma profética, mi venerado predecesor Pablo VI quiso
señalar como meta, en el horizonte de la humanidad, una «civilización
del amor», en la que se podrá alcanzar el ideal de una única familia
humana en la que se respete la identidad de cada uno de sus
miembros y se realice un intercambio recíproco de dones.
En el camino hacia la «civilización del amor» los creyentes, dóciles a
la acción del Espíritu Santo, están llamados a dar su insustituible
contribución, irradiando en la historia la luz de Cristo, Verbo de Dios
encarnado. Como nos recuerda el Concilio, el Verbo «nos revela “que
Dios es amor” (1 Jn 4, 8) y, al mismo tiempo, nos enseña que la ley
fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación
del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que
creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor
está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por
instaurar la fraternidad universal» (Gaudium et spes, 38).
Miércoles 25 de noviembre de 1998
1. En la catequesis anterior tratamos sobre los «signos de esperanza»
presentes en nuestro mundo. Hoy queremos proseguir la reflexión
considerando algunos «signos de esperanza» presentes en la Iglesia,
para que las comunidades cristianas sepan captarlos y valorarlos cada
vez mejor. En efecto, esos signos son suscitados por la acción del
Espíritu Santo que, a lo largo de los siglos, «con la fuerza del
Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la lleva a la
unión perfecta con su esposo» (Lumen gentium, 4).
Entre los acontecimientos eclesiales que han marcado más
profundamente nuestro siglo destaca en primer lugar el concilio
ecuménico Vaticano II. Gracias a él, la Iglesia sacó de su tesoro
«cosas nuevas y antiguas» (cf. Mt 13, 52) y experimentó en cierto
modo la gracia de un renovado Pentecostés (cf. Juan XXIII, Discurso
en la clausura de la primera etapa del Concilio, III). Si se observa bien,
los signos de esperanza que animan hoy la misión de la Iglesia están
íntimamente vinculados a esta efusión del Espíritu Santo, que la
Iglesia ha experimentado en la preparación, en la celebración y en la
aplicación del concilio Vaticano II.
2. La escucha de lo que «el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias»
(Tertio millennio adveniente, 23; cf. Ap 2, 7 ss) se manifiesta en la
acogida de los carismas que distribuye con abundancia. Su
redescubrimiento y valoración ha incrementado una comunión más
viva entre las diversas vocaciones del pueblo de Dios, así como un
gozoso y renovado impulso de evangelización.
En particular, el Espíritu Santo estimula hoy a la Iglesia a promover la
vocación y la misión de los fieles laicos. Su participación y
corresponsabilidad en la vida de la comunidad cristiana y su
multiforme presencia de apostolado y servicio en la sociedad nos
llevan a aguardar con esperanza, en el umbral del tercer milenio, una
epifanía madura y fecunda del laicado. Una espera análoga atañe al
papel que está llamada a asumir la mujer. Al igual que en la sociedad
civil, también en la Iglesia se está manifestando cada vez mejor el
«genio femenino », que es preciso reconocer cada vez más en las
formas adecuadas a la vocación de la mujer de acuerdo con el plan de
Dios.
Asimismo, no podemos olvidar que uno de los dones concedidos por el
Espíritu en nuestro tiempo es el florecimiento de los movimientos
eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado como
motivo de esperanza para la Iglesia y para la sociedad. «Son un signo
de la libertad de formas en que se realiza la única Iglesia, y
representan una novedad segura, que todavía ha de ser
adecuadamente comprendida en toda su positiva eficacia para el reino
de Dios en orden a su actuación en el hoy de la historia» (Alocución al
movimiento «Comunión y liberación», 29 de septiembre de 1984, n. 3:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de noviembre
de 1984, p. 19).
3. En nuestro siglo ha surgido y crecido la semilla del movimiento
ecuménico, en el que el Espíritu Santo ha comprometido a los
miembros de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales a buscar
los caminos del diálogo para restablecer la unidad plena.
En particular, gracias al Vaticano II, la búsqueda de la unidad y la
preocupación ecuménica se han consolidado como «una dimensión
necesaria de toda la vida de la Iglesia» y un compromiso prioritario al
que la Iglesia católica «quiere contribuir con todas sus posibilidades »
(Discurso a la Curia romana, 28 de junio de 1985, n. 4: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1985, p. 23). El
diálogo de la verdad, precedido y acompañado por el diálogo de la
caridad, está logrando poco a poco notables progresos. Además, se ha
fortalecido la convicción de que la verdadera alma del movimiento
para la restauración de la unidad de los cristianos es el ecumenismo
espiritual, o sea, la conversión del corazón, la oración y la santidad de
vida (cf. Unitatis redintegratio, 8).
4. Por último, entre los otros numerosos signos de esperanza quisiera
mencionar «el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la
cultura contemporánea» (Tertio millennio adveniente, 46).
Por lo que atañe al primero, baste recordar el alcance profético que ha
ido adquiriendo poco a poco la declaración Nostra aetate del concilio
Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas. En todas las partes del mundo se han realizado y se están
realizando múltiples experiencias de encuentro y de diálogo, en
diferentes niveles, entre representantes de las diversas religiones. En
particular, me complace recordar los grandes adelantos logrados en el
diálogo con los judíos, nuestros «hermanos mayores».
Es un gran signo de esperanza para la humanidad el hecho de que las
religiones se abran con confianza al diálogo y sientan la urgencia de
unir sus esfuerzos para dar un alma al progreso y contribuir al
compromiso moral de los pueblos. La fe en la acción incesante del
Espíritu nos hace esperar que también por este camino de recíproca
atención y estima pueda realizarse para todos la apertura a Cristo, la
luz verdadera, «que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).
Por lo que respecta al diálogo con la cultura, está resultando de una
eficacia providencial la orientación formulada por el Vaticano II: «De
la misma manera que interesa al mundo reconocer a la Iglesia como
realidad social y fermento de la historia, también la propia Iglesia sabe
cuánto ha recibido de la historia y la evolución de la humanidad»
(Gaudium et spes, 44). Gracias a los contactos mantenidos en este
campo ya se han superado prejuicios injustificados. Asimismo, la
nueva atención que varias corrientes culturales de nuestro tiempo
prestan a la experiencia religiosa, y en particular al cristianismo, nos
impulsa a proseguir con tenacidad el camino emprendido hacia un
renovado encuentro entre el Evangelio y la cultura.
5. En estos múltiples signos de esperanza no podemos por menos de
reconocer la acción del Espíritu de Dios. Pero, en plena dependencia y
comunión con él, me complace ver en ellos también el papel de María,
«una creatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen
gentium, 56). Ella intercede maternalmente por la Iglesia y la atrae al
camino de la santidad y la docilidad al Paráclito. En el umbral del
nuevo milenio, redescubrimos con alegría el «perfil mariano» de la
Iglesia (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1987, n. 3:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de enero de
1988, p. 9), que sintetiza el contenido más profundo de la renovación
conciliar.
Miércoles 2 de diciembre de 1998
La esperanza como espera y preparación del reino de Dios
1. El Espíritu Santo es la fuente de la «esperanza que no defrauda»
(Rm 5, 5). A la luz de esta verdad, después de haber examinado
algunos de los «signos de esperanza» presentes en nuestro tiempo,
hoy queremos profundizar el significado de la esperanza cristiana en el
tiempo de espera y de preparación para la venida del reino de Dios en
Cristo al final de los tiempos. A este respecto, como subrayé en la
carta apostólica Tertio millennio adveniente, es preciso recordar que
«la actitud fundamental de la esperanza, por una parte, mueve al
cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su
entera existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y
profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la
realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (n. 46).
2. La esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y el
compromiso de transformación del mundo a la luz del Evangelio tienen
en realidad una misma fuente: el don escatológico del Espíritu Santo,
«prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su
posesión» (Ef 1, 14), que suscita el anhelo de la vida plena y definitiva
con Cristo y, a la vez, infunde en nosotros la fuerza para difundir por
toda la tierra la levadura del reino de Dios.
En cierto modo, se trata de una realización anticipada del reino de
Dios entre los hombres, gracias a la resurrección de Cristo. En él,
Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, el cielo descendió
a la tierra y ésta, en su humanidad glorificada, ascendió al cielo. Jesús
resucitado está presente en medio de su pueblo y en el centro de la
historia humana. Por el Espíritu Santo, reviste de sí mismo a los que
en la fe y en la caridad se abren a él, más aún, los transfigura
progresivamente, haciéndolos partícipes de su misma existencia
glorificada. Ya viven y actúan en el mundo con la mirada siempre
puesta en la meta final: «Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san
Pablo—, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
diestra de Dios» (Col 3, 1). Por tanto, los creyentes están llamados a
ser en el mundo testigos de la resurrección de Cristo y, a la vez,
constructores de una sociedad nueva.
3. El signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya
anticipadas y actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el
Espíritu, invocado en la epíclesis, «transubstancia» la realidad
sensible del pan y del vino en la nueva realidad del Cuerpo y la Sangre
de Cristo. El Señor resucitado está realmente presente en la
Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen el sello de la
nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades definitivas y
el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.
La Eucaristía, culmen de la vida cristiana, no sólo plasma la existencia
personal del cristiano, sino también la vida de la comunidad eclesial y,
de algún modo, de la sociedad entera. La Eucaristía proporciona al
pueblo de Dios la energía divina que lo impulsa a vivir profundamente
la comunión de amor significada y realizada por la participación en la
única mesa. Asimismo, lo estimula a compartir con espíritu de
fraternidad también los bienes materiales, orientándolos a la
edificación del reino de Dios (cf. Hch 2, 42-45).
De este modo, la Iglesia se convierte en «pan partido» para el mundo:
para la gente en medio de la cual vive, especialmente para los más
necesitados. La celebración eucarística es la fuente de las diversas
obras de caridad y de ayuda recíproca, de la acción misionera y de las
diferentes formas de testimonio cristiano, a través de las cuales
ayudamos al mundo a comprender la vocación de la Iglesia según el
plan de Dios.
Además, manteniendo viva la vocación a no conformarse a la
mentalidad del mundo presente y a vivir en espera de Cristo «hasta
que venga», la Eucaristía enseña al pueblo de Dios el camino para
purificar y perfeccionar las actividades humanas sumergiéndolas en el
misterio pascual de la cruz y la resurrección.
4. Así se comprende el verdadero significado de la esperanza
cristiana. Al dirigir nuestra mirada hacia «los nuevos cielos y la nueva
tierra» donde tendrá morada estable la justicia (cf. 2 P 3, 13), esa
esperanza «no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de
cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia
humana que puede ofrecer ya un cierto esbozo del mundo nuevo»
(Gaudium et spes, 39).
En particular, el anuncio de esperanza que ofrece la comunidad
cristiana debe actuar como levadura de resurrección por medio del
compromiso cultural, social, económico y político de los fieles laicos.
Es verdad que «hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno
del crecimiento del reino de Dios» (ib.), pero también es verdad que en
el reino de Dios, que se consumará al final de los tiempos,
«permanecerá la caridad, con sus frutos (cf. 1 Co 13, 8; Col 3, 14)» (cf.
ib.). Eso significa que todo lo que se ha hecho en la caridad de Cristo
anticipa la resurrección final y la llegada del reino de Dios.
5. La espiritualidad del cristiano se presenta así en su verdadera luz:
no es una espiritualidad de huida o rechazo del mundo; tampoco se
reduce a una simple actividad de orden temporal. Impregnada por el
Espíritu de vida, derramado por el Resucitado, es una espiritualidad de
transfiguración del mundo y de esperanza en la venida del reino de
Dios.
Gracias a ella, los cristianos pueden descubrir que las realizaciones
del pensamiento y del arte, de la ciencia y de la técnica, cuando se
viven con el espíritu del Evangelio, testimonian la presencia del
Espíritu de Dios en todas las realidades terrenas. Así, no sólo en la
oración, sino también en el esfuerzo realizado diariamente para
preparar el reino de Dios en la historia, se escucha con fuerza la voz
del Espíritu y de la Esposa, que invocan: «¡Ven! (...) ¡Ven, Señor
Jesús!» (Ap 22, 17. 20). Es la magnífica conclusión del Apocalipsis y,
podríamos decir, el sello cristiano de la historia.
Miércoles 9 de diciembre de 1998
María, Madre animada por el Espíritu Santo
1. Como culminación de la reflexión sobre el Espíritu Santo, en este
año dedicado a él durante el camino hacia el gran jubileo, elevamos la
mirada hacia María. El consentimiento que dio en la Anunciación, hace
dos mil años, constituye el punto de partida de la nueva historia de la
humanidad. En efecto, el Hijo de Dios se encarnó y comenzó a habitar
entre nosotros cuando María declaró al ángel: «He aquí la esclava del
Señor. Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
La cooperación de María con el Espíritu Santo, manifestada en la
Anunciación y en la Visitación, se expresa en una actitud de constante
docilidad a las inspiraciones del Paráclito. Consciente del misterio de
su Hijo divino, María se dejaba guiar por el Espíritu para actuar de
modo adecuado a su misión materna. Como verdadera mujer de
oración, la Virgen pedía al Espíritu Santo que completara la obra
iniciada en la concepción para que el niño creciera «en sabiduría,
edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). En esta
perspectiva, María se presenta como un modelo para los padres, al
mostrar la necesidad de recurrir al Espíritu Santo para encontrar el
camino correcto en la difícil tarea de la educación.
2. El episodio de la presentación de Jesús en el templo coincide con
una intervención importante del Espíritu Santo. María y José habían
ido al templo para «presentar» (Lc 2, 22), es decir, para ofrecer a
Jesús, según la ley de Moisés, que prescribía el rescate de los
primogénitos y la purificación de la madre. Viviendo profundamente el
sentido de este rito, como expresión de sincera oferta, fueron
iluminados por las palabras de Simeón, pronunciadas bajo el impulso
especial del Espíritu.
El relato de san Lucas subraya expresamente el influjo del Espíritu
Santo en la vida de este anciano. Había recibido del Espíritu la
garantía de que no moriría sin haber visto al Mesías. Y precisamente
«movido por el Espíritu, fue al templo» (Lc 2, 27) en el momento en
que María y José llegaban con el niño. Así pues, fue el Espíritu Santo
quien suscitó el encuentro. Fue él quien inspiró al anciano Simeón un
cántico para celebrar el futuro del niño, que vino como «luz para
iluminar a las naciones» y «gloria del pueblo de Israel» (Lc 2, 32).
María y José se admiraron de estas palabras, que ampliaban la misión
de Jesús a todos los pueblos.
También es el Espíritu Santo quien hace que Simeón pronuncie una
profecía dolorosa: Jesús será «signo de contradicción» y a María «una
espada le traspasará el alma» (Lc 2, 34. 35). Con estas palabras, el
Espíritu Santo preparaba a María para la gran prueba que la esperaba,
y confirió al rito de presentación del niño el valor de un sacrificio
ofrecido por amor. Cuando María recibió a su hijo de los brazos de
Simeón, comprendió que lo recibía para ofrecerlo. Su maternidad la
implicaría en el destino de Jesús y toda oposición a él repercutiría en
su corazón.
3. La presencia de María al pie de la cruz es el signo de que la madre
de Jesús siguió hasta el fondo el itinerario doloroso trazado por el
Espíritu Santo a través de Simeón.
En las palabras que Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto
en el Calvario se descubre otra característica de la acción del Espíritu
Santo: asegura fecundidad al sacrificio. Las palabras de Jesús
manifiestan precisamente un aspecto «mariano» de esta fecundidad:
«Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). En estas palabras el Espíritu
Santo no aparece expresamente. Pero, dado que el acontecimiento de
la cruz, como toda la vida de Cristo, se desarrolla en el Espíritu Santo
(cf. Dominum et vivificantem, 40-41), precisamente en el Espíritu
Santo el Salvador pide a la Madre que se asocie al sacrificio del Hijo,
para convertirse en la madre de una multitud de hijos. A este supremo
ofrecimiento de su Madre Jesús asegura un fruto inmenso: una nueva
maternidad destinada a extenderse a todos los hombres.
Desde la cruz el Salvador quería derramar sobre la humanidad ríos de
agua viva (cf. Jn 7, 38), es decir, la abundancia del Espíritu Santo.
Pero deseaba que esta efusión de gracia estuviera vinculada al rostro
de una madre, su Madre. María aparece ya como la nueva Eva, madre
de los vivos, o la Hija de Sión, madre de los pueblos. El don de la
madre universal estaba incluido en la misión redentora del Mesías:
«Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado...»,
escribe el evangelista, inmediatamente después de la doble
declaración: «Mujer, he ahí a tu hijo», y «He ahí a tu madre» (Jn 19,
26-28).
Esta escena permite intuir la armonía del plan divino con respecto al
papel de María en la acción salvífica del Espíritu Santo. En el misterio
de la Encarnación su cooperación con el Espíritu había desempeñado
una función esencial; también en el misterio del nacimiento y la
formación de los hijos de Dios, el concurso materno de María
acompaña la actividad del Espíritu Santo.
4. A la luz de la declaración de Cristo en el Calvario, la presencia de
María en la comunidad que espera la venida del Espíritu en
Pentecostés asume todo su valor. San Lucas, que había atraído la
atención sobre el papel de María en el origen de Jesús, quiso subrayar
su presencia significativa en el origen de la Iglesia. La comunidad no
sólo está compuesta de Apóstoles y discípulos, sino también de
mujeres, entre las que san Lucas nombra únicamente a «María, la
madre de Jesús» (Hch 1, 14).
La Biblia no nos brinda más información sobre María después del
drama del Calvario. Pero es muy importante saber que ella participaba
en la vida de la primera comunidad y en su oración asidua y unánime.
Sin duda estuvo presente en la efusión del Espíritu el día de
Pentecostés. El Espíritu que ya habitaba en María, al haber obrado en
ella maravillas de gracia, ahora vuelve a descender a su corazón,
comunicándole dones y carismas necesarios para el ejercicio de su
maternidad espiritual.
5. María sigue cumpliendo en la Iglesia la maternidad que le confió
Cristo. En esta misión materna la humilde esclava del Señor no se
presenta en competición con el papel del Espíritu Santo; al contrario,
ella está llamada por el mismo Espíritu a cooperar de modo materno
con él. El Espíritu despierta continuamente en la memoria de la Iglesia
las palabras de Jesús al discípulo predilecto: «He ahí a tu madre», e
invita a los creyentes a amar a María como Cristo la amó. Toda
profundización del vínculo con María permite al Espíritu una acción
más fecunda para la vida de la Iglesia.
Miércoles 16 de diciembre de 1998
1. «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo
y voy al Padre» (Jn 16, 28).
Con estas palabras de Jesús comenzamos hoy un nuevo ciclo de
catequesis centrado en la figura de Dios Padre, siguiendo así las
indicaciones temáticas sugeridas en la carta apostólica Tertio
millennio adveniente con vistas a la preparación para el gran jubileo
del año 2000.
En el ciclo del primer año reflexionamos sobre Jesucristo, único
Salvador. En efecto, el jubileo, en cuanto celebración de la venida del
Hijo de Dios a la historia humana, reviste una fuerte connotación
cristológica. Meditamos en el significado del tiempo, que alcanzó su
cima en el nacimiento del Redentor, hace dos mil años. Este
acontecimiento, a la vez que inaugura la era cristiana, abre también
una nueva fase de renovación de la humanidad y del universo, a la
espera de la última venida de Cristo.
Sucesivamente, en las catequesis del segundo año de preparación
para el evento jubilar, nuestra atención se dirigió al Espíritu Santo,
que Jesús envió desde el Padre. Lo contemplamos actuando en la
creación y en la historia, como Persona-Amor y Persona-Don.
Subrayamos su fuerza, que saca del caos un cosmos lleno de orden y
belleza. En él se nos comunica la vida divina y con él la historia se
convierte en camino que lleva a la salvación.
Ahora queremos vivir el tercer año de preparación para el ya
inminente jubileo como una peregrinación hacia la casa del Padre. De
esta forma nos introducimos en el itinerario que, partiendo del Padre,
lleva a las criaturas hacia el Padre, de acuerdo con el designio de
amor revelado plenamente en Cristo. El camino hacia el jubileo debe
desembocar en un gran acto de alabanza al Padre (cf. Tertio millennio
adveniente, 49), para que toda la Trinidad sea glorificada en él.
2. El punto de partida de nuestra reflexión son las palabras del
evangelio que nos señalan a Jesús como Hijo y Revelador del Padre.
Todo en él: su enseñanza, su ministerio, e incluso su estilo de vida,
remite al Padre (cf. Jn 5, 19. 36; 8, 28; 14, 10; 17, 6). El Padre es el
centro de la vida de Jesús y, a su vez, Jesús es el único camino para
llegar al Padre. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Jesús es el
punto de encuentro de los seres humanos con el Padre, que en él se
ha hecho visible: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo
dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y
el Padre está en mí?» (Jn 14, 9-10).
La manifestación más expresiva de esa relación de Jesús con el Padre
se da en su condición de resucitado, vértice de su misión y
fundamento de vida nueva y eterna para cuantos creen en él. Pero la
unión entre el Hijo y el Padre, como la que existe entre el Hijo y los
creyentes, pasa por el misterio de la «elevación» de Jesús, según una
típica expresión del evangelio de san Juan. Con el término
«elevación», el evangelista indica tanto la crucifixión como la
glorificación de Cristo. Ambas se reflejan en el creyente: «El Hijo del
hombre tiene que ser elevado, para que todo el que crea tenga por él
vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna» (Jn 3, 14-16).
Esta «vida eterna» no es más que la participación de los creyentes en
la vida misma de Jesús resucitado y consiste en ser insertados en la
circulación de amor que une al Padre y al Hijo, que son uno (cf. Jn 10,
30; 17, 21-22).
3. La comunión profunda en la que se encuentran el Padre, el Hijo y los
creyentes incluye al Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu es el vínculo
eterno que une al Padre y al Hijo, e implica a los hombres en este
inefable misterio de amor. Dado como «Consolador», el Espíritu
«habita» en los discípulos de Cristo (cf. Jn 14, 16-17), haciendo
presente a la Trinidad.
Según el evangelista san Juan, precisamente en el contexto de la
promesa del Paráclito, Jesús dice a sus discípulos: «Aquel día
comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en
vosotros» (Jn 14, 20).
El Espíritu Santo es quien introduce al hombre en el misterio de la vida
trinitaria. Al ser «Espíritu de la verdad» (Jn 15, 26; 16, 13), actúa en lo
más íntimo de los creyentes, haciendo resplandecer en su mente la
Verdad, que es Cristo.
4. También san Pablo pone de relieve que estamos orientados al Padre
en virtud del Espíritu de Cristo que habita en nosotros. Para el Apóstol
se trata de una auténtica filiación, que nos permite invocar a Dios
Padre con el mismo nombre familiar que usaba Jesús: Abbá (cf. Rm 8,
15).
En esta nueva dimensión de nuestra relación con Dios está
involucrada toda la creación, que «espera vivamente la revelación de
los hijos de Dios» (Rm 8, 19). La creación también «gime hasta el
presente y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22), a la espera de la
completa redención que restablecerá y perfeccionará la armonía del
cosmos en Cristo.
En la descripción de este misterio, que une a los hombres y a la
creación entera al Padre, el Apóstol expresa la función de Cristo y la
acción del Espíritu. En efecto, mediante Cristo, «imagen del Dios
invisible» (Col 1, 15), todas las cosas han sido creadas.
Él es «el principio, el primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18). En
él «se recapitulan» todas las cosas, tanto las del cielo como las de la
tierra (cf. Ef 1, 10) y a él corresponde devolverlas al Padre (cf. 1 Co 15,
24), para que Dios sea «todo en todos» (1 Co 15, 28). Este camino del
hombre y del mundo hacia el Padre está sostenido por la fuerza del
Espíritu Santo, que viene en ayuda de nuestra debilidad e «intercede
por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26).
El Nuevo Testamento nos introduce así con mucha claridad en este
movimiento que va del Padre al Padre. Lo queremos considerar con
atención específica en este último año de preparación para el gran
jubileo.
Miércoles 23 de diciembre de 1998
1. «Oh Emmanuel, Dios con nosotros, esperado de los pueblos y su
libertador: ven a salvarnos con tu presencia».
Así la liturgia nos invita a invocar al Señor hoy, antevíspera de la santa
Navidad, mientras el Adviento está a punto de concluir.
Hemos revivido en estas semanas la espera de Israel, testimoniada en
numerosas páginas de los profetas: «El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande. Sobre los que vivían en tierra de sombras
brilló una luz» (Is 9, 1-2). Mediante la encarnación del Verbo, el
Creador ha sellado con los hombres un pacto de alianza eterna:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que
todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,
16).
¡Cómo no dar gracias al Padre, que nos da su Hijo, el predilecto, en
quien se complace (cf. Mt 3, 17), poniendo en el pequeño seno de una
criatura a aquel que el universo entero no puede contener!
2. En el silencio de la Noche santa, el misterio de la maternidad divina
de María revela el rostro luminoso y acogedor del Padre. Sus rasgos de
tierna solicitud hacia los pobres y los pecadores ya se hallan
dibujados en el inerme Niño que yace en la cueva entre los brazos de
la Virgen Madre.
Amadísimos hermanos y hermanas, os deseo a cada uno de vosotros y
a vuestros seres queridos una feliz y santa Navidad. La luz del
Redentor, que viene a revelarnos el rostro tierno y misericordioso del
Padre, brille en la vida de todos los creyentes y traiga al mundo el don
de la paz divina.
Miércoles 13 de enero de 1999
El rostro de Dios Padre, anhelo del hombre
1. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en ti» (Confesiones, I, 1, 1). Esta célebre afirmación, con
la que comienzan las Confesiones de san Agustín, expresa
eficazmente la necesidad insuprimible que impulsa al hombre a buscar
el rostro de Dios. Es una experiencia atestiguada por las diversas
tradiciones religiosas. «Ya desde la antigüedad —dijo el Concilio— y
hasta el momento actual, se encuentra en los diferentes pueblos una
cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que está presente en la
marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a
veces también el reconocimiento de la suma divinidad e incluso del
Padre» (Nostra aetate, 2).
En realidad, muchas plegarias de la literatura religiosa universal
manifiestan la convicción de que el Ser supremo puede ser percibido e
invocado como un padre, al que se llega a través de la experiencia de
la solicitud amorosa del padre terreno. Precisamente esta relación ha
suscitado en algunas corrientes del ateísmo contemporáneo la
sospecha de que la idea misma de Dios es la proyección de la imagen
paterna. Esa sospecha, en realidad, es infundada.
Sin embargo, es verdad que, partiendo de su experiencia, el hombre
siente la tentación de imaginar a la divinidad con rasgos
antropomórficos que reflejan demasiado el mundo humano. Así, la
búsqueda de Dios se realiza «a tientas», como dijo san Pablo en el
discurso a los atenienses (cf. Hch 17, 27). Por consiguiente, es preciso
tener presente este claroscuro de la experiencia religiosa,
conscientes de que sólo la revelación plena, en la que Dios mismo se
manifiesta, puede disipar las sombras y los equívocos y hacer que
resplandezca la luz.
2. A ejemplo de san Pablo, que precisamente en el discurso a los
atenienses cita un verso del poeta Arato sobre el origen divino del
hombre (cf. Hch 17, 28), la Iglesia mira con respeto los intentos que
las diferentes religiones realizan para percibir el rostro de Dios,
distinguiendo en sus creencias lo que es aceptable de lo que es
incompatible con la revelación cristiana.
En esta línea se debe considerar como intuición religiosa positiva la
percepción de Dios como Padre universal del mundo y de los hombres.
En cambio, no puede aceptarse la idea de una divinidad dominada por
el arbitrio y el capricho. Los antiguos griegos, por ejemplo, llamaban
también padre al Bien, como ser sumo y divino, pero el dios Zeus
manifestaba su paternidad tanto con la benevolencia como con la ira y
la maldad. En la Odisea se lee: «Padre Zeus, nadie es más funesto que
tú entre los dioses. No tienes piedad de los hombres, después de
haberlos engendrado y lanzado a la desventura y a grandes dolores»
(XX, 201-203).
Sin embargo, la exigencia de un Dios superior al arbitrio caprichoso
está presente también entre los griegos antiguos, como lo atestigua,
por ejemplo, el «Himno a Zeus» del poeta Cleante. En las sociedades
antiguas, la idea de un padre divino, dispuesto al don generoso de la
vida y próvido para proporcionar los bienes necesarios para la
existencia, pero también severo y castigador, y no siempre por una
razón evidente, se vincula a la institución del patriarcado y transfiere
su concepción más habitual al plano religioso.
3. En Israel el reconocimiento de la paternidad de Dios es progresivo y
está continuamente amenazado por la tentación de la idolatría, que
los profetas denuncian con energía: «Dicen a un trozo de madera: “Mi
padre eres tú”, y a una piedra: “Tú me diste a luz”» (Jr 2, 27). En
realidad para la experiencia religiosa bíblica, la percepción de Dios
como Padre está unida, más que a su acción creadora, a su
intervención histórico-salvífica, a través de la cual entabla con Israel
una especial relación de alianza. A menudo Dios se queja de que su
amor paterno no ha encontrado correspondencia adecuada: «Dice el
Señor: Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is
1, 2).
Para Israel la paternidad de Dios es más firme que la humana: «Mi
padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha recogido»
(Sal 27, 10). El salmista que vivió esta dolorosa experiencia de
abandono y encontró en Dios un padre más solícito que el de la tierra
nos indica el camino que recorrió para llegar a esa meta: «Oigo en mi
corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27, 8).
Buscar el rostro de Dios es un camino necesario, que se debe recorrer
con sinceridad de corazón y esfuerzo constante. Sólo el corazón del
justo puede alegrarse al buscar el rostro del Señor (cf. Sal 105, 3 ss) y,
por tanto, sobre él puede resplandecer el rostro paterno de Dios (cf.
Sal 119, 135; también 31, 17; 67, 2; 80, 4. 8. 20). Cumpliendo la ley
divina se goza también plenamente de la protección del Dios de la
alianza. La bendición que Dios otorga a su pueblo, por la mediación
sacerdotal de Aarón, insiste precisamente en esta manifestación
luminosa del rostro de Dios: «El Señor ilumine su rostro sobre ti y te
sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,
25-26).
4. Desde que Jesús vino al mundo, la búsqueda del rostro de Dios
Padre ha asumido una dimensión aún más significativa. En su
enseñanza, Jesús, fundándose en su propia experiencia de Hijo,
confirmó la concepción de Dios como padre, ya esbozada en el
Antiguo Testamento; más aún, la destacó constantemente, viviéndola
de modo íntimo e inefable y proponiéndola como programa de vida
para quien quiera obtener la salvación.
Sobre todo Jesús se sitúa de un modo absolutamente único en
relación con la paternidad divina, manifestándose como «hijo» y
ofreciéndose como el único camino para llegar al Padre. A Felipe, que
le pide: «Muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8), le responde
que conocerlo a él significa conocer al Padre, porque el Padre obra por
él (cf. Jn 14, 8-11). Así pues, quien quiere encontrar al Padre necesita
creer en el Hijo: mediante él Dios no se limita a asegurarnos una
próvida asistencia paterna, sino que comunica su misma vida,
haciéndonos «hijos en el Hijo». Es lo que subraya con emoción y
gratitud el apóstol san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, y ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1).
Miércoles 20 de enero de 1999
La paternidad de Dios en el Antiguo Testamento
1. El pueblo de Israel, como hemos explicado en la catequesis
anterior, experimentó a Dios como Padre. Al igual que todos los demás
pueblos, intuyó en él los sentimientos paternos que se constatan en la
experiencia habitual de un padre terreno. Sobre todo descubrió en
Dios una actitud particularmente paternal, partiendo del conocimiento
directo de su acción salvífica especial (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 238).
Desde el primer punto de vista, el de la experiencia humana universal,
Israel reconoció la paternidad divina a partir del asombro ante la
creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se
forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios,
como recuerda el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has
tejido en el seno materno» (Sal 139, 13). Israel pudo ver en Dios a un
padre también por analogía con algunos personajes que
desempeñaban una función pública, especialmente religiosa, y eran
considerados padres: así los sacerdotes (cf. Jc 17, 10; 18, 19; Gn 45,
8) o los profetas (cf. 2 R 2, 12). Además, se comprende muy bien que el
respeto que la sociedad israelita exigía hacia el padre y hacia los
padres impulsara a ver en Dios a un padre exigente. En efecto, la
legislación de Moisés es muy severa con respecto a los hijos que no
respetan a sus padres, hasta el punto de que prevé la pena de muerte
para quien golpea o incluso sólo maldice a su padre o a su madre (cf.
Ex 21, 15.17).
2. Pero, más allá de esta representación sugerida por la experiencia
humana, en Israel madura una imagen más específica de la paternidad
divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios. Al salvarlo de
la esclavitud de Egipto, Dios llama a Israel a entrar en una relación de
alianza con él e incluso a considerarse su primogénito. De este modo,
Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo
atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así
dice el Señor: "Israel es mi hijo, mi primogénito"» (Ex 4, 22). En el
tiempo de la desesperación, este pueblo-hijo podrá permitirse invocar
con el mismo título de privilegio al Padre celestial, para que renueve
una vez más el prodigio del éxodo: «Ten compasión del pueblo que
lleva tu nombre, de Israel, a quien nombraste tu primogénito» (Si 36,
11). En virtud de esta situación, Israel está obligado a cumplir una ley
que lo distingue de los demás pueblos, a los que debe testimoniar la
paternidad divina de la que goza de manera especial. Lo subraya el
Deuteronomio en el contexto de los compromisos derivados de la
alianza: «Sois hijos del Señor, vuestro Dios. (...) Porque tú eres un
pueblo consagrado al Señor, tu Dios, y el Señor te ha escogido para
que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos
que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14, 1-2).
Al no cumplir la ley de Dios, Israel obra contra su condición de hijo,
mereciendo los reproches del Padre celestial: «Desdeñas a la Roca
que te dio el ser; olvidas al Dios que te engendró» (Dt 32, 18). Esta
condición filial afecta a todos los miembros del pueblo de Israel, pero
se aplica de modo singular al descendiente o sucesor de David, según
el célebre oráculo de Natán, en el que Dios dice: «Yo seré para él
padre y él será para mí hijo» (2 S 7, 14; cf. 1 Cro 17, 13). La tradición
mesiánica, apoyada en este oráculo, afirma una filiación divina del
Mesías. Dios dice al rey mesiánico: «Tú eres mi Hijo: yo te he
engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. 110, 3).
3. La paternidad divina con respecto a Israel se caracteriza por un
amor intenso, constante y compasivo. A pesar de la infidelidad del
pueblo, y las consiguientes amenazas de castigo, Dios se muestra
incapaz de renunciar a su amor. Y lo expresa con palabras llenas de
profunda ternura, incluso cuando se ve obligado a quejarse de la falta
de correspondencia de sus hijos: «Yo enseñé a Efraím a caminar,
tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de
ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor, y era para
ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla; me inclinaba
hacia él y le daba de comer. (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraím?, ¿cómo
entregarte, Israel? (...) Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se
estremecen mis entrañas» (Os 11, 3-8, cf. Jr 31, 20).
Incluso la reprensión se convierte en manifestación de un amor de
predilección, como lo explica el libro de los Proverbios: «No desdeñes,
hijo mío, la instrucción del Señor; no te dé fastidio su reprensión,
porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo
querido» (Pr 3, 11-12).
4. Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan «humana» por los
modos en que se expresa, resume en sí también las características
que de ordinario se atribuyen al amor materno. Las imágenes del
Antiguo Testamento en las que se compara a Dios con una madre,
aunque sean escasas, son muy significativas. Por ejemplo, se lee en el
libro de Isaías: «Dice Sión: "el Señor me ha abandonado, el Señor me
ha olvidado". ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas
llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49, 14-15). Y también: «Como
uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13).
Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos
maternales, que expresan su ternura y condescendencia (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 239). Este amor, que Dios derrama
con tanta abundancia sobre su pueblo, hace exultar al anciano Tobías
y le impulsa a proclamar: «Confesadlo, hijos de Israel, ante todas las
gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su
grandeza. Exaltadlo ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios
y Señor, nuestro Padre por todos los siglos» (Tb 13, 3-4).
Miércoles 10 de febrero de 1999
1. Tengo aún muy profundamente grabadas las impresiones que
suscitó en mí la reciente peregrinación apostólica a México y Estados
Unidos, sobre la que deseo reflexionar hoy.
Surge espontánea en mi alma la acción de gracias al Señor: en su
providencia, quiso que volviera a América, exactamente veinte años
después de mi primer viaje internacional, para concluir ante la Virgen
de Guadalupe la Asamblea especial para América del Sínodo de los
obispos, que tuvo lugar en el Vaticano a fines de 1997. Como hice con
respecto a la Asamblea para África y haré luego también con respecto
a las asambleas para Asia, Oceanía y Europa, recogí los análisis y las
proposiciones del Sínodo para América en una exhortación apostólica
titulada «Ecclesia in America», que entregué oficialmente a sus
destinatarios en la ciudad de México.
Deseo renovar hoy mi más viva gratitud a todos los que contribuyeron
a la realización de esta peregrinación. Ante todo, doy las gracias a los
señores presidentes de México y Estados Unidos, que, con gran
cortesía, me brindaron su bienvenida; a los arzobispos de la ciudad de
México y de San Luis, y a los demás venerados hermanos en el
episcopado, que me acogieron con afecto. Asimismo, expreso mi
agradecimiento a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, al
igual que a los innumerables hermanos y hermanas que con tanta fe y
fervor me acompañaron durante esos días de gracia. Vivimos juntos la
experiencia conmovedora de un «encuentro con Jesucristo vivo,
camino para la conversión, la comunión y la solidaridad».
2. Puse los frutos del primer Sínodo panamericano de la historia a los
pies de Santa María de Guadalupe, bajo cuya maternal protección se
ha llevado a cabo la evangelización del nuevo mundo. Precisamente
ella es hoy invocada como la Estrella de su nueva evangelización. Por
eso, he establecido que el día litúrgico dedicado a ella, el 12 de
diciembre, sea también fiesta para todo el continente americano.
Siguiendo el ejemplo de la Virgen María, la Iglesia en América acogió
la buena nueva del Evangelio y, en el decurso de casi cinco siglos, ha
engendrado a muchos pueblos para la fe. Ahora —como decía el lema
de la visita a México: «Nace un milenio. Reafirmamos la fe»—, las
comunidades cristianas del norte, del centro, del sur y del Caribe
están llamadas a renovarse en la fe, para poner en práctica una
solidaridad cada vez mayor. Están invitadas a colaborar en proyectos
pastorales coordinados, de manera que cada una aporte sus propias
riquezas espirituales y materiales al compromiso común.
Este espíritu de cooperación es indispensable, naturalmente, también
en el ámbito civil, y por eso necesita bases éticas comunes, como
subrayé en el encuentro con el Cuerpo diplomático en México.
3. Los cristianos son «el alma» y «la luz» del mundo. Recordé esta
verdad a la inmensa multitud que se reunió para la celebración
eucarística dominical en el autódromo de la capital mexicana. A
todos, especialmente a los jóvenes, dirigí el llamamiento contenido en
el gran jubileo: convertirse y seguir a Cristo. Los mexicanos
respondieron con su inconfundible entusiasmo a la invitación del Papa,
y en sus rostros, con su fe ardiente, con su adhesión convencida al
evangelio de la vida, reconocí una vez más signos consoladores de
esperanza para el gran continente americano.
Constaté esos signos también en el encuentro con el mundo del
sufrimiento, donde el amor y la solidaridad humana saben hacer
presente en la debilidad la fuerza y la solicitud de Cristo resucitado.
En la ciudad de México, el estadio Azteca, famoso por memorables
competiciones deportivas, fue sede de un momento extraordinario de
oración y fiesta con los representantes de todas las generaciones del
siglo XX, desde los más ancianos hasta los más jóvenes: un admirable
testimonio de cómo la fe logra unir a las generaciones y sabe
responder a los desafíos de cada etapa de la vida.
En este paso de siglo y de milenio, la Iglesia, en América y en el
mundo entero, ve en los jóvenes cristianos el fruto más hermoso y
prometedor de su trabajo y de sus sufrimientos. Es grande mi alegría
por haberme encontrado, tanto en México como en Estados Unidos,
con un gran número de jóvenes. Con su participación rebosante de
entusiasmo y a la vez atenta y cordial, con sus aplausos en los
pasajes del discurso en los que presentaba los aspectos más
exigentes del mensaje cristiano, demostraron que quieren ser los
protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de
solidaridad efectiva y de compromiso generoso al servicio del
Evangelio.
4. Me complace añadir que encontré a los católicos americanos muy
atentos y comprometidos en la defensa de la vida y de la familia,
valores inseparables que constituyen un gran desafío para el presente
y el futuro de la humanidad. Este viaje ha constituido, en cierto
sentido, un gran llamamiento a América, para que acoja el evangelio
de la vida y de la familia; para que rechace y combata cualquier forma
de violencia contra la persona humana, desde su concepción hasta su
muerte natural, con coherencia intelectual y moral. No al aborto y a la
eutanasia; basta con el innecesario recurso a la pena de muerte; no al
racismo y a los abusos sobre niños, mujeres e indígenas; hay que
acabar con las especulaciones sobre las armas y la droga, y con la
destrucción del patrimonio ambiental.
Para vencer en estas batallas es preciso defender la cultura de la vida,
que mantiene unidas la libertad y la verdad. La Iglesia actúa
diariamente para lograr ese objetivo, anunciando a Cristo, verdad
sobre Dios y verdad sobre el hombre. Actúa ante todo en las familias,
que constituyen los santuarios de la vida y las escuelas
fundamentales de la cultura de la vida, pues en la familia la libertad
aprende a crecer sobre bases morales sólidas y, en el fondo, sobre la
ley de Dios. América sólo podrá desempeñar su importante papel en la
Iglesia y en el mundo si defiende y promueve el inmenso patrimonio
espiritual y social de sus familias.
5. México y Estados Unidos son dos grandes países que representan
muy bien la multiforme riqueza del continente americano, así como
sus contradicciones. La Iglesia, profundamente insertada en el
entramado cultural y social, invita a todos a encontrarse con
Jesucristo, que sigue siendo también hoy «camino para la conversión,
la comunión y la solidaridad».
Este encuentro, con la maternal intervención de Santa María de
Guadalupe, ha marcado de manera indeleble la historia de América.
Encomiendo a la intercesión de la patrona de ese amado continente el
deseo de que el encuentro con Cristo siga iluminando a los pueblos del
nuevo mundo en el milenio que está a punto de comenzar.
Miércoles 17 de febrero de 1999
La Cuaresma, tiempo de auténtica renovación interior y comunitaria
1. Comienza hoy, con la austera ceremonia de la imposición de la
ceniza, el itinerario penitencial de la Cuaresma. Este año está
marcado particularmente por la meditación en la misericordia divina.
En efecto, estamos en el año del Padre, que nos prepara
inmediatamente para el gran jubileo del 2000.
«Padre, he pecado contra ti» (Lc 15, 18). Estas palabras, en el período
de Cuaresma, suscitan una emoción singular, dado que se trata de un
tiempo en el que la comunidad eclesial está invitada a una profunda
conversión. Es verdad que el pecado cierra al hombre a Dios; pero la
confesión sincera de los pecados vuelve a abrir la conciencia a la
acción regeneradora de su gracia. En efecto, el hombre sólo recupera
la amistad con Dios cuando brotan de sus labios y de su corazón las
palabras: «Padre, he pecado». Su esfuerzo, entonces, resulta eficaz
por el encuentro de salvación que tiene lugar gracias a la muerte y a
la resurrección de Cristo. En el misterio pascual, centro de la Iglesia,
es donde el penitente recibe como don el perdón de las culpas y la
alegría de renacer a la vida inmortal.
2. A la luz de esta extraordinaria realidad espiritual, cobra una
elocuencia inmediata la parábola del hijo pródigo, con la que Jesús
quiso hablarnos de la ternura y la misericordia del Padre celestial. Son
tres los momentos clave en la historia de este joven, con el que cada
uno de nosotros, en cierto sentido, nos identificamos cuando cedemos
ante la tentación y caemos en el pecado.
El primer momento es el alejamiento. Nos alejamos de Dios, como ese
hijo de su padre, cuando, olvidando que Dios nos ha dado como una
tarea los bienes y los talentos que poseemos, los dilapidamos con
gran ligereza. El pecado es siempre un despilfarro de nuestra
humanidad, despilfarro de valores muy preciosos, como la dignidad de
la persona y la herencia de la gracia divina.
El segundo momento es el proceso de conversión. El hombre, que con
el pecado se ha alejado voluntariamente de la casa paterna, al
comprobar lo que ha perdido, madura el paso decisivo de volver en sí:
«Me levantaré e iré a mi padre» (Lc 15, 18). La certeza de que Dios «es
bueno y me ama» es más fuerte que la vergüenza y que el desaliento:
ilumina con una luz nueva el sentido de la culpa y de la propia
indignidad.
Por último, el tercer momento es el regreso. Para el padre el hecho
más importante es que ha recuperado a su hijo. El abrazo entre el
padre y el hijo pródigo se convierte en la fiesta del perdón y de la
alegría. Es conmovedora esta escena evangélica, que manifiesta con
numerosos detalles la actitud del Padre celestial, «rico en
misericordia» (Ef 2, 4).
3. ¡Cuántos hombres de todo tiempo han reconocido en esta parábola
los rasgos fundamentales de su historia personal! El camino que,
después de la amarga experiencia del pecado, lleva de nuevo a la casa
del Padre, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento
y el propósito firme de conversión. Es un proceso interior que cambia
el modo de valorar la realidad, hace comprobar la propia fragilidad e
impulsa al creyente a abandonarse en los brazos de Dios. Cuando el
hombre, sostenido por la gracia, recorre dentro de su espíritu estas
etapas, surge en él la necesidad apremiante de reencontrarse a sí
mismo y su propia dignidad de hijo en el abrazo del Padre.
Así, de modo sencillo y profundo, esta parábola, tan querida en la
tradición de la Iglesia, describe la realidad de la conversión,
ofreciendo la expresión más concreta de la obra de la misericordia
divina en el mundo humano. El amor misericordioso de Dios «revalida,
promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el
mundo y en el hombre. (...) Constituye el contenido fundamental del
mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión»
(Dives in misericordia, 6).
4. Al inicio de la Cuaresma es importante preparar nuestro espíritu
para recibir en abundancia el don de la misericordia divina. La palabra
de Dios nos invita a convertirnos y a creer en el Evangelio, y la Iglesia
nos indica los medios a través de los cuales podemos entrar en el
clima de la auténtica renovación interior y comunitaria: la oración, la
penitencia y el ayuno, así como la ayuda generosa a los hermanos. De
este modo podemos experimentar la sobreabundancia del amor del
Padre celestial, dado en plenitud a la humanidad entera en el misterio
pascual. Podríamos decir que la Cuaresma es el tiempo de una
particular solicitud de Dios por perdonar y borrar nuestros pecados: es
el tiempo de la reconciliación. Por esto, es un período muy propicio
para acercarnos con fruto al sacramento de la penitencia.
Amadísimos hermanos y hermanas, conscientes de que nuestra
reconciliación con Dios se realiza gracias a una auténtica conversión,
recorramos la peregrinación cuaresmal con la mirada fija en Cristo,
nuestro único redentor.
La Cuaresma nos ayudará a volver a entrar en nosotros mismos, a
abandonar con valentía cuanto nos impide seguir fielmente el
Evangelio. Contemplemos, especialmente en estos días, la imagen del
abrazo entre el Padre y el hijo que vuelve a la casa paterna, símbolo
admirable del tema de este año que nos introduce en el gran jubileo
del 2000.
El abrazo de la reconciliación entre el Padre y toda la humanidad
pecadora se dio en el Calvario. Que el crucifijo, signo del amor de
Cristo que se inmoló por nuestra salvación, suscite en el corazón de
cada hombre y de cada mujer de nuestro tiempo la misma confianza
que impulsó al hijo pródigo a decir: «Me levantaré e iré a mi padre, y le
diré: Padre, he pecado». Recibió como don el perdón y la alegría.
Miércoles 3 de marzo de 1999
La experiencia del Padre en Jesús de Nazaret
1. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1, 3).
Estas palabras de san Pablo nos introducen muy bien en la gran
novedad del conocimiento del Padre, tal como se desprende del Nuevo
Testamento. Aquí Dios se muestra con su rostro trinitario. Su
paternidad ya no se limita a indicar la relación con las criaturas, sino
que expresa la relación fundamental que caracteriza su vida íntima; ya
no es un rasgo genérico de Dios, sino una propiedad de la primera
Persona en Dios. Efectivamente, en su misterio trinitario, Dios es
padre por esencia, padre desde siempre, en cuanto que desde la
eternidad engendra al Verbo consubstancial con él y unido a él en el
Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo». Con su encarnación
redentora, el Verbo se hace solidario con nosotros precisamente para
introducirnos en esa vida filial que él posee desde la eternidad. «A
todos los que lo acogieron —dice el evangelista san Juan— les dio
poder para llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).
2. Esta revelación específica del Padre se funda en la experiencia de
Jesús. Sus palabras y sus actitudes ponen de manifiesto que él
experimenta la relación con el Padre de una manera totalmente
singular. En los evangelios podemos constatar cómo Jesús distinguió
«su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás “nuestro
Padre”, salvo para ordenarles “vosotros, pues, orad así: Padre nuestro”
(Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: “Mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,
17)» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 443).
Ya desde niño, a María y José, que lo buscaban angustiados, les
responde: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?» (Lc 2, 48 ss). A los judíos, que seguían persiguiéndolo porque
había realizado en sábado una curación milagrosa, les contesta: «Mi
Padre sigue actuando y yo también actúo» (Jn 5, 17). En la cruz invoca
al Padre para que perdone a sus verdugos y acoja su espíritu (cf. Lc
23, 34. 46). La distinción entre el modo como Jesús percibe la
paternidad de Dios con respecto a él y la que atañe a todos los demás
seres humanos, se arraiga en su conciencia y la reafirma con las
palabras que dirige a María Magdalena después de la resurrección:
«No me toques, pues todavía no he subido al Padre. Pero ve a mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro
Dios» (Jn 20, 17).
3. La relación de Jesús con el Padre es única. Sabe que el Padre lo
escucha siempre; sabe que manifiesta a través de él su gloria, incluso
cuando los hombres pueden dudar y necesitan ser convencidos por él.
Constatamos todo esto en el episodio de la resurrección de Lázaro:
«Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y
dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que
tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean,
para que crean que tú me has enviado”» (Jn 11, 41-42). En virtud de
esta singular convicción, Jesús puede presentarse como el revelador
del Padre, con un conocimiento que es fruto de una íntima y
misteriosa reciprocidad, como lo subraya él mismo en el himno de
júbilo: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo
sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien
el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27) (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 240).
Por su parte, el Padre manifiesta esta relación singular que el Hijo
mantiene con él, llamándolo su «predilecto»: así lo hace durante el
bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 11) y en la Transfiguración (cf. Mc 9,
7). Jesús se vislumbra también como hijo en sentido especial en la
parábola de los viñadores malos que maltratan primero a los dos
siervos y luego al «hijo predilecto» del amo, enviados a recoger los
frutos de la viña (cf. Mc 12, 1-11, especialmente el versículo 6).
4. El evangelio de san Marcos nos ha conservado el término arameo
«Abbá» (cf. Mc 14, 36), con el que Jesús, en la hora dolorosa de
Getsemaní, invocó al Padre, pidiéndole que alejara de él el cáliz de la
pasión. El evangelio de san Mateo, en el mismo episodio, nos refiere la
traducción «Padre mío» (cf. Mt 26, 39; cf. también versículo 42),
mientras san Lucas simplemente tiene «Padre» (cf. Lc 22, 42). El
término arameo, que podríamos traducir en las lenguas modernas
como «papá», expresa la ternura afectuosa de un hijo. Jesús lo usa de
manera original para dirigirse a Dios y para indicar, en la plena
madurez de su vida, que está para concluirse en la cruz, la íntima
relación que lo vincula a su Padre incluso en esa hora dramática.
«Abbá» indica la extraordinaria cercanía entre Jesús y Dios Padre, una
intimidad sin precedentes en el marco religioso bíblico o extrabíblico.
En virtud de la muerte y resurrección de Jesús, Hijo único de este
Padre, también nosotros, como dice san Pablo, somos elevados a la
dignidad de hijos y poseemos el Espíritu Santo, que nos impulsa a
gritar «¡Abbá, Padre!» (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta simple expresión del
lenguaje infantil, que se usaba a diario en el ambiente de Jesús, como
en todos los pueblos, asumió así un significado doctrinal de gran
importancia para expresar la singular paternidad divina con respecto a
Jesús y sus discípulos.
5. A pesar de sentirse unido al Padre de un modo tan íntimo, Jesús
afirmó que ignoraba la hora de la llegada final y decisiva del Reino:
«De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el
Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Este aspecto nos muestra a Jesús
en la condición de humillación propia de la Encarnación, que oculta a
su humanidad el final escatológico del mundo. De este modo, Jesús
defrauda los cálculos humanos para invitarnos a la vigilancia y a la
confianza en la intervención providente del Padre. Por otra parte,
desde la perspectiva de los evangelios, la intimidad y la plenitud que
tiene por ser «hijo» de ninguna manera se ven perjudicadas por este
desconocimiento. Al contrario, precisamente por haberse hecho
solidario con nosotros es decisivo para nosotros ante el Padre: «A
todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le
confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el
que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante
de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 32-33).
Confesar a Jesús delante de los hombres es indispensable para que él
nos confiese delante del Padre. En otras palabras, nuestra relación
filial con el Padre celestial depende de nuestra valiente fidelidad a
Jesús, Hijo predilecto.
Miércoles 10 de marzo de 1999
La relación de Jesús con el Padre revelación del misterio trinitario
1. Como hemos visto en la catequesis anterior, con sus palabras y sus
obras Jesús mantiene una relación muy especial con «su» Padre. El
evangelio de san Juan subraya que cuanto él comunica a los hombres
es fruto de esta unión íntima y singular: «Yo y el Padre somos uno» (Jn
10, 30). Y también: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16, 15).
Existe una reciprocidad entre el Padre y el Hijo, en lo que conocen de
sí mismos (cf. Jn 10, 15), en lo que son (cf. Jn 14, 10), en lo que hacen
(cf. Jn 5, 19; 10, 38) y en lo que poseen: «Todo lo mío es tuyo y todo lo
tuyo es mío» (Jn 17, 10). Es un intercambio recíproco que encuentra
su expresión plena en la gloria que Jesús obtiene del Padre en el
misterio supremo de la muerte y la resurrección, después de que él
mismo se la ha dado al Padre durante su vida terrena: «Padre, ha
llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti.
(...) Yo te he glorificado en la tierra. (...) Ahora, Padre, glorifícame tú,
junto a ti» (Jn 17, 1.4 s).
Esta unión esencial con el Padre no sólo acompaña la actividad de
Jesús, sino que determina todo su ser. «La encarnación del Hijo de
Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es
consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y
único Dios» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 262). El evangelista
san Juan pone de relieve que los jefes religiosos del pueblo
reaccionan precisamente ante esta pretensión, al no tolerar que llame
a Dios su propio Padre y, por tanto, se haga a sí mismo igual a Dios (cf.
Jn 5, 18; 10, 33; 19, 7).
2. En virtud de esta armonía en el ser y en el obrar, tanto con sus
palabras como con sus obras, Jesús revela al Padre: «A Dios nadie le
ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha
contado» (Jn 1, 18). La «predilección» de que goza Cristo es
proclamada en su bautismo, según la narración de los evangelios
sinópticos (cf. Mc 1, 11; Mt 3, 17; Lc 3, 22). El evangelista san Juan la
remonta a su raíz trinitaria, o sea, a la misteriosa existencia del Verbo
«con» el Padre (cf. Jn 1, 1), que lo ha engendrado en la eternidad.
Partiendo del Hijo, la reflexión del Nuevo Testamento, y después la
teología enraizada en ella, han profundizado el misterio de la
«paternidad» de Dios. El Padre es el que en la vida trinitaria constituye
el principio absoluto, el que no tiene origen y del que brota la vida
divina. La unidad de las tres personas es comunión de la única esencia
divina, pero en el dinamismo de relaciones recíprocas que tienen en el
Padre su fuente y su fundamento. «El Padre es el que engendra; el
Hijo, el que es engendrado, y el Espíritu Santo, el que procede»
(Concilio lateranense IV: DenzingerSchönmetzer, 804).
3. De este misterio, que supera infinitamente nuestra inteligencia, el
apóstol san Juan nos ofrece una clave, cuando proclama en la primera
carta: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Este vértice de la revelación indica
que Dios es ágape, o sea, don gratuito y total de sí, del que Cristo nos
dio testimonio especialmente con su muerte en la cruz. En el sacrificio
de Cristo, se revela el amor infinito del Padre al mundo (cf. Jn 3, 16;
Rm 5, 8). La capacidad de amar infinitamente, entregándose sin
reservas y sin medida, es propia de Dios. En virtud de su ser Amor, él,
antes aún de la libre creación del mundo, es Padre en la misma vida
divina: Padre amante que engendra al Hijo amado y da origen con él al
Espíritu Santo, la Persona-Amor, vínculo recíproco de comunión.
Basándose en esto, la fe cristiana comprende la igualdad de las tres
personas divinas: el Hijo y el Espíritu son iguales al Padre, no como
principios autónomos, como si fueran tres dioses, sino en cuanto
reciben del Padre toda la vida divina, distinguiéndose de él y
recíprocamente sólo en la diversidad de las relaciones (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 254).
Misterio sublime, misterio de amor, misterio inefable, frente al cual la
palabra debe ceder su lugar al silencio de la admiración y de la
adoración. Misterio divino que nos interpela y conmueve, porque por
gracia se nos ha ofrecido la participación en la vida trinitaria, a través
de la encarnación redentora del Verbo y el don del Espíritu Santo: «Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).
4. Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a ser para
nosotros, creyentes, el principio de una vida nueva, que nos permite
participar en la misma plenitud de la vida divina: «Quien confiese que
Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4,
15). Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera
que todo converge en el Padre, mediante Jesucristo, en el Espíritu
Santo. Esto es lo que subraya el Catecismo de la Iglesia católica:
«Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas
divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo
hace por el Hijo en el Espíritu Santo» (n. 259).
El Hijo se ha convertido en «primogénito entre muchos hermanos» (Rm
8, 29); a través de su muerte, el Padre nos ha reengendrado (cf. 1 P 1,
3; también Rm 8, 32; Ef 1, 3), de modo que en el Espíritu Santo
podemos invocarlo con la misma expresión usada por Jesús: Abbá (cf.
Rm 8, 15; Ga 4, 6). San Pablo ilustra ulteriormente este misterio,
diciendo que «el Padre nos ha hecho aptos para participar en la
herencia de los santos en la luz. Él nos ha librado del poder de las
tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1, 1213). Y el Apocalipsis describe así el destino escatológico de quien
lucha y vence con Cristo la fuerza del mal: «Al vencedor le concederé
sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con
mi Padre en su trono» (Ap 3, 21). Esta promesa de Cristo nos abre una
perspectiva maravillosa de participación en su intimidad celestial con
el Padre.
Miércoles 17 de marzo de 1999
«Conocer» al Padre
1. En la hora dramática en que se prepara para afrontar la muerte,
Jesús concluye su gran discurso de despedida (cf. Jn 13 ss) dirigiendo
una estupenda oración al Padre. Esta puede considerarse un
testamento espiritual, con el que Jesús pone en las manos del Padre
el mandato recibido: dar a conocer su amor al mundo, a través del don
de la vida eterna (cf. Jn 17, 2). La vida que él ofrece se explica
significativamente como un don de conocimiento: «Ésta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has
enviado» (Jn 17, 3).
El conocimiento, en el lenguaje bíblico del Antiguo y del Nuevo
Testamento, no se refiere sólo a la esfera intelectual; implica
normalmente una experiencia vital que compromete a la persona
humana en su totalidad y, por tanto, también en su capacidad de amar.
Se trata de un conocimiento que permite «encontrar» a Dios,
situándose en el proceso que la tradición teológica oriental llama
«divinización», y que se realiza por la acción interior y transformadora
del Espíritu de Dios (cf. san Gregorio de Nisa, Oratio catech., 37: PG
45, 98 B). Ya hemos abordado estos temas en las catequesis
dedicadas al año del Espíritu Santo. Al volver ahora a la frase citada
por Jesús, queremos profundizar qué significa conocer vitalmente a
Dios Padre.
2. Se puede conocer a Dios como padre en diversos niveles, según la
perspectiva desde la que se mire, y el aspecto del misterio que se
considere. Hay un conocimiento natural de Dios a partir de la
creación: ella lleva a reconocer en él el origen y la causa trascendente
del mundo y del hombre y, en este sentido, a intuir su paternidad. Este
conocimiento se profundiza a la luz progresiva de la Revelación, es
decir, sobre la base de las palabras y las intervenciones históricosalvíficas de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 287).
En el Antiguo Testamento, conocer a Dios como padre significa
remontarse a los orígenes del pueblo de la alianza: «¿No es él tu
padre, el que te creó, el que te hizo y te constituyó?» (Dt 32, 6). La
referencia a Dios en cuanto padre garantiza y conserva la unidad de
los miembros de una misma familia: «¿No tenemos todos nosotros un
mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Ml 2, 10). Se
reconoce a Dios como padre también en el momento en que reprende
al hijo por su bien: «Porque el Señor reprende a aquel que ama, como
un padre al hijo querido» (Pr 3, 12). Y, obviamente, a un padre puede
invocárselo siempre en la hora del desconsuelo: «Y grité: Señor, tú
eres un padre y el héroe de mi salvación, que no me dejará en los días
de tribulación, al tiempo del desamparo frente a los insolentes» (Si 51,
10). En todas estas formas se atribuyen por antonomasia a Dios los
valores que se experimentan en la paternidad humana. Sin embargo,
se intuye que no es posible conocer a fondo el contenido de dicha
paternidad divina, sino en la medida en que Dios mismo la manifiesta.
3. En los acontecimientos de la historia de la salvación se revela cada
vez más la iniciativa del Padre que, con su acción interior, abre el
corazón de los creyentes para que acojan al Hijo encarnado. Al
conocer a Jesús, podrán conocer también a él, al Padre. Esto es lo que
enseña Jesús mismo respondiendo a Tomás: «Si me conocéis a mí,
conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7; cf. vv 7-10).
Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz
del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn
12, 44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s). Con
esta condición es posible conocer al Padre y llegar a adorarlo «en
espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Este conocimiento vivo es inseparable
del amor. Lo comunica Jesús, como dijo en su oración sacerdotal:
«Padre justo, (...) yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré
dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en
ellos» (Jn 17, 25-26).
«Cuando oramos al Padre estamos en comunión con él y con su Hijo,
Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración
siempre nueva» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2781). Conocer al
Padre significa, pues, encontrar en él la fuente de nuestro ser y de
nuestra unidad, en cuanto miembros de una única familia; pero
también significa estar sumergidos en una vida «sobrenatural», la vida
misma de Dios.
4. Por consiguiente, el anuncio del Hijo sigue siendo el camino
maestro para conocer y dar a conocer al Padre; en efecto, como
recuerda una sugestiva expresión de san Ireneo, «el conocimiento del
Padre es el Hijo» (Adv. haer., IV, 6, 7: PG 7, 990 B). Ésta es la
posibilidad ofrecida a Israel, pero también a los gentiles, como
subraya san Pablo en la carta a los Romanos: «¿Acaso Dios es sólo
Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también lo es
de los gentiles, puesto que no hay más que un solo Dios, que
justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por
medio de la fe» (Rm 3, 29 s). Dios es único, y es Padre de todos,
deseoso de ofrecer a todos la salvación realizada por medio de su
Hijo: esto es lo que el evangelio de san Juan llama el don de la vida
eterna. Es preciso acoger y comunicar este don con la misma gratitud
que impulsó a san Pablo a decir en la segunda carta a los
Tesalonicenses: «Nosotros, en cambio, debemos dar gracias en todo
tiempo a Dios por vosotros, hermanos, amados del Señor, porque Dios
os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción
santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Ts 2, 13).
Miércoles 24 de marzo de 1999
El amor providente del Padre
1. Prosiguiendo nuestra meditación sobre Dios Padre, hoy queremos
reflexionar en su amor generoso y providente. «El testimonio de la
Escritura es unánime: la solicitud de la divina Providencia es concreta
e inmediata; tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas
hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 303). Podemos tomar como punto
de partida un texto del libro de la Sabiduría, en el que la Providencia
divina se pone de manifiesto actuando en favor de una barca en medio
del mar: «Es tu providencia, Padre, quien la guía, pues también en el
mar abriste un camino, una ruta segura a través de las olas,
mostrando así que de todo peligro puedes salvar, para que hasta el
inexperto pueda embarcarse» (Sb 14, 3-4).
En un salmo se halla también la imagen del mar, surcado por las naves
y en el que viven animales pequeños y grandes, para recordar el
alimento que Dios proporciona a todos los seres vivos: «Todos ellos de
ti están esperando que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y
ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes» (Sal 104, 27-28).
2. La imagen de la barca en medio del mar representa muy bien
nuestra situación frente al Padre providente, el cual, como dice Jesús,
«hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos» (Mt 5, 45). Sin embargo, frente a este mensaje del amor
providente del Padre surge espontánea la pregunta: ¿cómo se puede
explicar el dolor? Y es preciso reconocer que el problema del dolor
constituye un enigma ante el cual la razón humana queda
desconcertada. La Revelación divina nos ayuda a comprender que
Dios no lo quiere, puesto que entró en el mundo a causa del pecado
del hombre (cf. Gn 3, 16-19). Lo permite para la salvación misma del
hombre, sacando bien del mal. «Dios todopoderoso (...), al ser
sumamente bueno, no permitiría nunca que cualquier tipo de mal
existiera en sus obras, si no fuera suficientemente poderoso y bueno
como para sacar bien del mismo mal» (san Agustín, Enchiridion de
fide, spe et caritate, 11, 3: PL 40, 236). A este respecto, son
significativas las palabras tranquilizadoras que dirigió José a sus
hermanos, los cuales lo habían vendido y ahora dependían de su
poder: «No fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios (...).
Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien,
para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso» (Gn
45, 8; 50, 20).
Los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre; son
infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para
la mente humana. Dice el libro de los Proverbios: «Del Señor dependen
los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre comprender su
camino?» (Pr 20, 24). En el Nuevo Testamento, san Pablo enuncia este
principio consolador: «En todas las cosas interviene Dios para bien de
los que le aman» (Rm 8, 28).
3. ¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta providente y
clarividente acción divina? Desde luego, no debemos esperar
pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a
cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Debemos
ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales.
Éstos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: «Buscad
primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). Los demás bienes no
deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro Padre
celestial conoce cuáles son nuestras necesidades; nos lo enseña
Jesús cuando exhorta a sus discípulos a «un abandono filial en la
providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas
necesidades de sus hijos» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 305):
«Vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis
inquietos. Que por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo; y
ya sabe vuestro Padre que tenéis de ellas necesidad» (Lc 12, 29-30).
Así pues, estamos llamados a colaborar con Dios, mediante una
actitud de gran confianza. Jesús nos enseña a pedir al Padre celestial
el pan de cada día (cf. Mt 6, 11; Lc 11, 3). Si lo recibimos con gratitud,
espontáneamente recordaremos también que nada nos pertenece, y
debemos estar dispuestos a donarlo: «A todo el que te pida, da, y al
que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6, 30).
4. La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia
paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa
Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en
Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: «Nada te
turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia
todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta»
(Poesías, 30).
La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza total en
Dios cuando narra que Abraham había tomado la decisión de sacrificar
a su hijo Isaac. En realidad, Dios no quería la muerte del hijo, sino la fe
del padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando
Isaac le pregunta dónde está el cordero para el holocausto, se atreve
a responderle: «Dios proveerá» (Gn 22, 8). E, inmediatamente después,
experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que
salva al niño y premia su fe, colmándolo de bendición.
Por consiguiente, es preciso interpretar esos textos a la luz de toda la
revelación, que alcanza su plenitud en Jesucristo. Él nos enseña a
poner en Dios una inmensa confianza, incluso en los momentos más
difíciles: Jesús, clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Con esta
actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las
conocidas palabras: «El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito
sea el nombre del Señor» (Jb 1, 21). Incluso lo que, desde un punto de
vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de
amor infinito con el que el Padre provee a nuestra salvación.
Miércoles 31 de marzo de 1999
El Triduo santo de la pasión y resurrección del Señor
1. Con el domingo pasado, llamado de Ramos, hemos entrado en la
semana llamada «santa» porque en ella conmemoramos los
acontecimientos centrales de nuestra redención. El núcleo de esta
semana es el Triduo de la pasión y la resurrección del Señor, que,
como se lee en el Misal romano, «es el punto culminante de todo el
año litúrgico, ya que Jesucristo ha cumplido la obra de la redención de
los hombres y de la glorificación perfecta de Dios principalmente por
su misterio pascual, por el cual, muriendo, destruyó nuestra muerte y,
resucitando, restauró la vida» (Normas generales, 18). En la historia
de la humanidad no ha sucedido nada más significativo y de mayor
valor. Así, al concluir la Cuaresma, nos disponemos a vivir con fervor
los días más importantes para nuestra fe e intensificamos nuestro
compromiso de seguir, cada vez con mayor fidelidad, a Cristo,
redentor del hombre.
2. La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz, en la
que «alcanza su culmen la revelación del amor misericordioso de
Dios» (cf. Dives in misericordia, 8). De manera muy particular, nos
impulsa a esa reflexión el tema de este tercer año de preparación
inmediata para el gran jubileo del 2000, dedicado al Padre. Nos ha
salvado su infinita misericordia. Para redimir a la humanidad nos
entregó libremente a su Hijo unigénito. ¿Cómo no darle gracias? La
historia está iluminada y dirigida por el evento incomparable de la
redención: Dios, rico en misericordia, ha derramado sobre todo ser
humano su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo.
¿Cómo manifestar de modo adecuado nuestro agradecimiento? La
liturgia de estos días, por un lado, nos invita a elevar al Señor,
vencedor de la muerte, un himno de gratitud, y, por otro, nos pide al
mismo tiempo que eliminemos de nuestra vida todo lo que nos impide
conformarnos a él. Contemplamos a Cristo en la fe y recorremos de
nuevo las etapas decisivas de la salvación que realizó. Nos
reconocemos pecadores y confesamos nuestra ingratitud, nuestra
infidelidad y nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su
perdón, que nos purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión
interior y de constante renovación del espíritu.
3. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión
borra mi culpa. Lava del todo mi delito; limpia mi pecado» (Sal 50, 3-4).
Estas palabras, que proclamamos el miércoles de Ceniza, nos han
acompañado durante todo el itinerario cuaresmal. Resuenan en
nuestro espíritu con singular intensidad ante la cercanía de los días
santos, en los que se nos renueva el don extraordinario del perdón de
los pecados, que nos obtuvo Jesús en la cruz. Frente a Cristo
crucificado, manifestación elocuente de la misericordia de Dios,
¿cómo no arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos al amor?,
¿cómo no reparar concretamente los males causados a los demás y
restituir los bienes conseguidos de modo ilícito? El perdón exige
gestos concretos: el arrepentimiento sólo es verdadero y eficaz
cuando se traduce en obras concretas de conversión y justa
reparación.
4. «Por tu fidelidad, ayúdame, Señor». Así nos invita a orar la liturgia
de este Miércoles santo, totalmente proyectada hacia los
acontecimientos salvíficos que conmemoraremos en los próximos
días. Al proclamar hoy el evangelio de san Mateo sobre la Pascua y la
traición de Judas, ya pensamos en la solemne misa «in cena Domini»
de mañana por la tarde, que recordará la institución del sacerdocio y
de la Eucaristía, así como el mandamiento «nuevo» del amor fraterno,
que nos dejó el Señor en la víspera de su muerte.
Antes de esa sugestiva celebración se tendrá, mañana por la mañana,
la Misa crismal, que en todas las catedrales del mundo preside el
obispo, rodeado de su presbiterio. Se bendicen los sagrados óleos
para el bautismo, para la unción de los enfermos, y el crisma. Luego,
por la tarde, después de la misa «in cena Domini», habrá tiempo para
la adoración, como para responder a la invitación que Jesús dirigió a
sus discípulos en la dramática noche de su agonía: «Quedaos aquí y
velad conmigo» (Mt 26, 38).
El Viernes santo es un día de profunda emoción, en el que la Iglesia
nos hace volver a escuchar el relato de la pasión de Cristo. La
«adoración» de la cruz será el centro de la acción litúrgica que se
celebrará ese día, mientras la comunidad eclesial ora intensamente
por las necesidades de los creyentes y del mundo entero.
A continuación viene una fase de profundo silencio. Todo callará hasta
la noche del Sábado santo. En el centro de las tinieblas irrumpirán la
alegría y la luz con los sugestivos ritos de la Vigilia pascual y el canto
gozoso del «Aleluya». Será el encuentro, en la fe, con Cristo
resucitado, y la alegría pascual se prolongará a lo largo de los
cincuenta días que seguirán.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, dispongámonos a revivir estos
acontecimientos con íntimo fervor junto con María santísima, presente
en el momento de la pasión de su Hijo y testigo de su resurrección. Un
canto polaco dice: «Madre santísima, elevamos nuestra súplica a tu
corazón, atravesado por la espada del dolor». Que María acepte
nuestras oraciones y los sacrificios de los que sufren, confirme
nuestros propósitos cuaresmales y nos acompañe mientras seguimos
a Jesús en la hora de la prueba suprema. Cristo, martirizado y
crucificado, es fuente de fuerza y signo de esperanza para todos los
creyentes y para la humanidad entera.
Miércoles 7 de abril de 1999
El amor exigente del Padre
1. El amor que Dios Padre siente por nosotros no puede dejarnos
indiferentes; más aún, nos exige corresponder a él con un compromiso
constante de amor. Este compromiso cobra un significado cada vez
más profundo cuanto más nos acercamos a Jesús, que vive
plenamente en comunión con el Padre, convirtiéndose en nuestro
modelo.
En el marco cultural del Antiguo Testamento, la autoridad del padre es
absoluta, y se la considera un punto de referencia para describir la
autoridad de Dios creador, a quien no es lícito contradecir. En el libro
del profeta Isaías se lee: «¡Ay del que dice a su padre!: "¿Qué has
engendrado?", y a su madre: "¿Qué has dado a luz?". Así dice el Señor,
el Santo de Israel, que lo ha modelado: "a¿Vais a pedirme señales
acerca de mis hijos y a darme órdenes acerca de la obra de mis
manos?"» (Is 45, 10 s). Un padre también tiene la tarea de guiar a su
hijo, reprendiéndolo con severidad, si fuera necesario. El libro de los
Proverbios recuerda que esto vale también para Dios: «El Señor
reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3, 12; cf.
Sal 103, 13). Por su parte, el profeta Malaquías testimonia el afecto y
la compasión que Dios siente por sus hijos (cf. Ml 3, 17), pero se trata
siempre de un amor exigente: «Acordaos de la ley de Moisés, mi
siervo, a quien yo prescribí en el Horeb preceptos y normas para todo
Israel» (Ml 3, 22).
2. La ley que Dios da a su pueblo no es un peso impuesto por un amo
despótico; es la expresión del amor paterno, que indica el sendero
recto de la conducta humana y la condición para heredar las promesas
divinas. Éste es el sentido de la prescripción del Deuteronomio:
«Guarda los mandamientos del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y
temiéndole, pues el Señor tu Dios te conduce a una tierra buena» (Dt
8, 6-7). La ley, al sancionar la alianza entre Dios y los hijos de Israel,
está dictada por el amor. Sin embargo, su transgresión tiene
consecuencias dolorosas, aunque se rigen siempre por la lógica del
amor, porque obligan al hombre a tomar conciencia saludable de una
dimensión constitutiva de su ser. «Al descubrir la grandeza del amor
de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del
pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse
separado de él» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1432).
Si el hombre se separa de su Creador, cae necesariamente en el mal,
en la muerte, en la nada. Por el contrario, la adhesión a Dios es fuente
de vida y bendición. Es lo que subraya el mismo libro del
Deuteronomio: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te
prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y
guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te
multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a
entrar para tomarla en posesión» (Dt 30, 15 s).
3. Jesús no vino a abolir la Ley en sus valores fundamentales, sino a
perfeccionarla, como él mismo dijo en el sermón de la montaña: «No
penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17).
Jesús enseña que el precepto del amor es el centro de la Ley, y
desarrolla sus exigencias radicales. Al ampliar el precepto del Antiguo
Testamento, manda amar a amigos y enemigos, y explica esta
extensión del precepto, haciendo referencia a la paternidad de Dios:
«Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol
sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45; cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 2784).
Con Jesús se produce un salto de calidad: él sintetiza la Ley y los
profetas en una sola norma, tan sencilla en su formulación como difícil
en su aplicación: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres,
hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Incluso presenta esta
norma como el camino que hay que recorrer para ser perfectos como
el Padre celestial (cf. Mt 5, 48). El que obra así, da testimonio ante los
hombres, para que glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,
16), y se dispone a recibir el reino que él ha preparado para los justos,
según las palabras de Cristo en el juicio final: «Venid, benditos de mi
Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo» (Mt 25, 34).
4. Jesús, al mismo tiempo que anuncia el amor del Padre, nunca deja
de recordar que se trata de un amor exigente. Este rasgo del rostro de
Dios se aprecia en toda la vida de Jesús. Su «alimento» consiste en
hacer la voluntad del que lo envió (cf. Jn 4, 34). Precisamente porque
no busca su voluntad, sino la voluntad del Padre que lo envió al
mundo, su juicio es justo (cf. Jn 5, 30). Por eso, el Padre da testimonio
de él (cf. Jn 5, 37), y también las Escrituras (cf. Jn 5, 39). Sobre todo
las obras que realiza en nombre del Padre garantizan que fue enviado
por él (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38). Entre ellas, la más importante es la
de dar su vida, como el Padre se lo ha ordenado: esta entrega es
precisamente la razón por la que el Padre lo ama (cf. Jn 10, 17-18) y el
signo de que él ama al Padre (cf. Jn 14, 31). Si ya la ley del
Deuteronomio era camino y garantía de vida, la ley del Nuevo
Testamento lo es de modo inédito y paradójico, expresándose en el
mandamiento de amar a los hermanos hasta dar la vida por ellos (cf.
Jn 15, 12-13).
El «mandamiento nuevo» del amor, como recuerda san Juan
Crisóstomo, tiene su razón última de ser en el amor divino: «No podéis
llamar padre vuestro al Dios de toda bondad, si vuestro corazón es
cruel e inhumano, pues en ese caso ya no tenéis la impronta de la
bondad del Padre celestial» (Hom. in illud «Angusta est porta»: PG 51,
44B). Desde esta perspectiva, hay a la vez continuidad y superación: la
Ley se transforma y se profundiza como Ley del amor, la única que
refleja el rostro paterno de Dios.
Miércoles 14 de abril de 1999
1. La orientación religiosa del hombre le viene de su misma naturaleza
de criatura, que lo impulsa a buscar a Dios, quien lo ha creado a su
imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27). El concilio Vaticano II ha enseñado
que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación
del hombre a la comunión con Dios. Desde su nacimiento, el hombre
es invitado al diálogo con Dios; pues no existe sino porque, creado por
Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente
según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a
su Creador» (Gaudium et spes, 19).
El camino que lleva a los seres humanos al conocimiento de Dios
Padre es Jesucristo, el Verbo hecho carne, que viene a nosotros con la
fuerza del Espíritu Santo. Como he subrayado en las catequesis
anteriores, este conocimiento es auténtico y pleno siempre que no se
reduzca a algo meramente intelectual, sino que implique de modo vital
a toda la persona humana. Ésta debe dar al Padre una respuesta de fe
y amor, consciente de que, antes de conocerlo, ya ha sido conocida y
amada por él (cf. Ga 4, 9; 1 Co 13, 12; 1 Jn 4, 19).
Por desgracia, el hombre, atormentado por la duda y a menudo influido
por el pecado, vive con fragilidad y contradicción este vínculo íntimo y
vital con Dios, deteriorado por la culpa de sus antepasados ya desde
el comienzo de la historia. Además, la época contemporánea ha
conocido formas particularmente devastadoras de ateísmo «teórico» y
«práctico» (cf. Fides et ratio, 4647). Sobre todo es perjudicial el
secularismo, con su indiferencia ante las cuestiones últimas y ante la
fe, pues representa un modelo de hombre totalmente ajeno a la
referencia al Trascendente. Así, el ateísmo «práctico» es una realidad
amarga y concreta. Aunque se manifiesta sobre todo en las
civilizaciones económica y técnicamente más avanzadas, sus efectos
se extienden también a las situaciones y culturas que están en
proceso de desarrollo.
2. Es preciso dejarse guiar por la palabra de Dios, para leer esta
situación del mundo contemporáneo y responder a las graves
cuestiones que plantea.
Partiendo de la sagrada Escritura, se notará enseguida que no habla
para nada del ateísmo «teórico»; en cambio, se esfuerza por rechazar
el ateísmo «práctico». El salmista tacha de insensato al que piensa:
«¡No hay Dios!» y obra en consecuencia: «Corrompidos están, de
conducta abominable; no hay quien haga el bien» (Sal 14, 1). En otro
salmo, se reprocha la actitud del «impío insolente, que menosprecia al
Señor», diciendo: «¡No hay Dios!» (Sal 10, 4).
Más que de ateísmo, la Biblia habla de impiedad e idolatría. Impío e
idólatra es quien, en vez de Dios, prefiere una serie de productos
humanos, considerados falsamente divinos, vivos y activos. Se
dedican largas invectivas proféticas contra la impotencia de los ídolos
y, a la vez, contra quienes los fabrican. Con vehemencia dialéctica
contraponen a la vacuidad e ineptitud de los ídolos fabricados por el
hombre el poder del Dios creador y hacedor de prodigios (cf. Is 44,
920; Jr 10, 116).
Esta doctrina alcanza su desarrollo más amplio en el libro de la
Sabiduría (cf. Sb 1315), donde se presenta el camino, que después
evocará san Pablo (cf. Rm 1, 1823), del conocimiento de Dios a partir
de las cosas creadas. Ser «ateo» significa entonces no conocer la
verdadera naturaleza de la realidad creada, sino darle un valor
absoluto y, por eso mismo, «idolatrarla», en lugar de considerarla
como huella del Creador y camino que lleva a él.
3. El ateísmo puede incluso convertirse en una forma de ideología
intolerante, como demuestra la historia. En los dos últimos siglos ha
habido corrientes de ateísmo teórico que han negado a Dios en
nombre de una supuesta autonomía absoluta o del hombre o de la
naturaleza o de la ciencia. Es lo que pone de relieve el Catecismo de
la Iglesia católica: «Con frecuencia el ateísmo se funda en una
concepción falsa de la autonomía humana, llevada hasta el rechazo de
toda dependencia con respecto a Dios» (n. 2126).
Este ateísmo sistemático se ha impuesto durante decenios, creando la
ilusión de que, eliminando a Dios, el hombre sería más libre, tanto
psicológica como socialmente. Las principales objeciones que se
hacen sobre todo a la figura de Dios Padre se basan en la idea de que
la religión constituiría para los hombres un valor de tipo
compensatorio. Después de eliminar la imagen del padre terreno, el
hombre adulto proyectaría en Dios la exigencia de un padre
amplificado, del que a su vez ha de liberarse, porque impediría el
proceso de maduración de los seres humanos.
Frente a las formas de ateísmo y a sus motivaciones ideológicas,
¿cuál es la actitud de la Iglesia? La Iglesia no desprecia el estudio
serio de los componentes psicológicos y sociológicos del fenómeno
religioso, pero rechaza con firmeza la interpretación de la religiosidad
como proyección de la psique humana o como resultado de
condiciones sociológicas. En efecto, la auténtica experiencia religiosa
no es expresión de infantilismo, sino actitud madura y noble de
acogida de Dios, que responde a la exigencia de significado global de
la vida y compromete responsablemente al hombre a construir una
sociedad mejor.
4. El Concilio reconoció que los creyentes han podido contribuir a la
génesis del ateísmo, porque no siempre han mostrado de forma
adecuada el rostro de Dios (cf. Gaudium et spes, 19; Catecismo de la
Iglesia católica, 2125).
Desde esta perspectiva, el testimonio del verdadero rostro de Dios
Padre es precisamente la respuesta más convincente al ateísmo. Es
obvio que esto no excluye, sino que exige también la correcta
presentación de los motivos de orden racional que llevan al
reconocimiento de Dios. Desgraciadamente, dichas razones a menudo
se ven ofuscadas por los condicionamientos debidos al pecado y por
múltiples circunstancias culturales. Entonces, el anuncio del
Evangelio, respaldado por el testimonio de una caridad inteligente (cf.
Gaudium et spes, 21), es el camino más eficaz para que los hombres
puedan vislumbrar la bondad de Dios y reconocer progresivamente su
rostro misericordioso.
Miércoles 21 de abril de 1999
Testimoniar a Dios Padre,
en diálogo con todos los hombres religiosos
1. «Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en
todos» (Ef 4, 6).
A la luz de estas palabras de la carta del apóstol san Pablo a los
cristianos de Éfeso, queremos reflexionar hoy en el modo como
debemos testimoniar a Dios Padre en diálogo con todos los hombres
religiosos.
En esta reflexión tendremos dos puntos de referencia: el concilio
Vaticano II, con su declaración Nostra aetate sobre «las relaciones de
la Iglesia con las religiones no cristianas», y la meta, ya cercana, del
gran jubileo.
La declaración Nostra aetate puso las bases de un nuevo estilo, el del
diálogo, en las relaciones de la Iglesia con las diversas religiones.
Por su parte, el gran jubileo del año 2000 constituye una ocasión
privilegiada para testimoniar ese estilo. En la carta apostólica Tertio
millennio adveniente invité a profundizar, precisamente en este año
dedicado al Padre, el diálogo con las grandes religiones, entre otros
modos, mediante encuentros en lugares significativos (cf. nn. 52-53).
2. En la sagrada Escritura el tema del único Dios, frente a la
universalidad de los pueblos que buscan la salvación, se va
desarrollando progresivamente hasta alcanzar su culmen de la plena
revelación en Cristo. El Dios de Israel, expresado con el tetragrama
sagrado, es el Dios de los patriarcas, el Dios que se apareció a Moisés
en la zarza ardiente (cf. Ex 3) para liberar a Israel y convertirlo en el
pueblo de la alianza. En el libro de Josué se relata la opción por el
Señor que se realizó en Siquem, donde la gran asamblea del pueblo
eligió a Dios, que se había mostrado benévolo y próvido con él, y
abandonó a todos los demás dioses (cf. Jos 24).
Esta opción, en la conciencia religiosa del Antiguo Testamento, se
precisa cada vez más en el sentido de un monoteísmo riguroso y
universalista. Si el Señor Dios de Israel no es un Dios entre otros
muchos, sino el único Dios verdadero, por él deben ser salvadas todas
las gentes «hasta los confines de la tierra» (Is 49, 6). La voluntad
salvífica universal transforma la historia humana en una gran
peregrinación de pueblos hacia un solo centro, Jerusalén, pero sin
anular las diversidades étnico-culturales (cf. Ap 7, 9). El profeta Isaías
expresa sugestivamente esta perspectiva mediante la imagen de una
calzada que lleva de Egipto a Asiria, subrayando que Dios bendice
tanto a Israel, como a Egipto y Asiria (cf. Is 19, 23-25). Cada pueblo,
conservando plenamente su identidad propia, está llamado a
convertirse cada vez más al Dios único, que se reveló a Israel.
3. Esta dimensión «universalista», presente en el Antiguo Testamento,
se desarrolla aún más en el Nuevo, el cual nos revela que Dios «quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad» (1 Tm 2, 4). La convicción de que Dios está preparando
efectivamente a todos los hombres para la salvación funda el diálogo
de los cristianos con los hombres religiosos de creencias diversas. El
Concilio definió así la actitud de la Iglesia con respecto a las
religiones no cristianas: «La Iglesia (...) considera con sincero respeto
los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque
discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces
reflejan, sin embargo, un destello de aquella verdad que ilumina a
todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar sin cesar
a Cristo, que es i.camino, verdad y vidald (Jn 14, 6), en quien los
hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios
reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).
En los años pasados, algunos han opuesto el diálogo con los hombres
religiosos al anuncio, deber primario de la misión salvífica de la
Iglesia. En realidad, el diálogo interreligioso es parte integrante de la
misión evangelizadora de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 856). Como he reafirmado en varias ocasiones, es
fundamental para la Iglesia y expresa su misión salvífica: es un
diálogo de salvación (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 2 de septiembre de 1984, p. 18). Por tanto, en el diálogo
interreligioso no se trata de renunciar al anuncio, sino de responder a
una invitación divina para que el intercambio y la participación lleven
a un recíproco testimonio de la propia visión religiosa, a un profundo
conocimiento de las respectivas convicciones y a un entendimiento
sobre algunos valores fundamentales.
4. La llamada a la «paternidad» común de Dios no resultará, entonces,
una vaga llamada universalista, sino que los cristianos la vivirán con
la plena conciencia de que el diálogo salvífico pasa por la mediación
de Jesús y la obra de su Espíritu. Así, por ejemplo, recogiendo de
religiones como la musulmana la fuerte afirmación del Absoluto
personal y trascendente con respecto al cosmos y al hombre,
podemos, por nuestra parte, ofrecer el testimonio de Dios en lo más
íntimo de su vida trinitaria, aclarando que la trinidad de las Personas
no atenúa sino que califica la misma unidad divina.
Así también, de los itinerarios religiosos que llevan a concebir la
realidad última en sentido monista, como un «Ser» indiferenciado en
el que todo confluye, el cristianismo recoge la llamada a respetar el
sentido más profundo del misterio divino, por encima de todas las
palabras y los conceptos humanos. Y, con todo, no duda en
testimoniar la trascendencia personal de Dios, mientras anuncia su
paternidad universal y amorosa que se manifiesta plenamente en el
misterio de su Hijo, crucificado y resucitado.
Quiera Dios que el gran jubileo sea una magnífica ocasión para que
todos los hombres religiosos se conozcan más, a fin de que se estimen
y amen en un diálogo que constituya para todos un encuentro de
salvación.
Miércoles 28 de abril de 1999
El diálogo con los judíos
1. El diálogo interreligioso que la carta apostólica Tertio millennio
adveniente impulsa como aspecto característico de este año dedicado
en especial a Dios Padre (cf. nn. 52-53), atañe ante todo a los judíos,
«nuestros hermanos mayores», como los llamé con ocasión del
memorable encuentro con la comunidad judía de la ciudad de Roma, el
13 de abril de 1986 (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 20 de abril de 1986, p. 1). Reflexionando en el patrimonio
espiritual que tenemos en común, el concilio Vaticano II,
especialmente en la declaración Nostra aetate, dio una nueva
orientación a nuestras relaciones con la religión judía. Es preciso
profundizar cada vez más esa doctrina, y el jubileo del año 2000 podrá
representar una ocasión magnífica de encuentro, posiblemente en
lugares significativos para las grandes religiones monoteístas (cf.
Tertio millennio adveniente, 53).
Es sabido que, por desgracia, la relación con nuestros hermanos
judíos ha sido difícil desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta
nuestro siglo. Pero en esta larga y atormentada historia no han faltado
momentos de diálogo sereno y constructivo. Conviene recordar, al
respecto, el hecho significativo de que el filósofo y mártir san Justino,
en el siglo II, dedicó su primera obra teológica, que lleva por título
precisamente «Diálogo», a su confrontación con el judío Trifón.
Asimismo, hay que señalar que la perspectiva del diálogo se halla muy
presente en la literatura neo-judía contemporánea, la cual ha ejercido
gran influjo en el pensamiento filosófico y teológico del siglo XX.
2. Esta actitud de diálogo entre cristianos y judíos no sólo expresa el
valor general del diálogo entre las religiones, sino también la
participación en el largo camino que lleva del Antiguo Testamento al
Nuevo. Hay un largo tramo de la historia de la salvación que los
cristianos y los judíos contemplan juntos. «A diferencia de otras
religiones no cristianas, la fe judía ya es una respuesta a la revelación
de Dios en la antigua alianza» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
839). Esta historia se halla iluminada por una inmensa multitud de
personas santas, cuya vida testimonia la posesión, en la fe, de lo que
se espera. La carta a los Hebreos pone de relieve precisamente esta
respuesta de fe a lo largo de la historia de la salvación (cf. Hb 11).
El testimonio valiente de la fe debería marcar también hoy la
colaboración de cristianos y judíos para proclamar y actuar el designio
salvífico de Dios en favor de la humanidad entera. El hecho de que ese
designio sea interpretado de forma diversa con respecto a la
aceptación de Cristo, implica evidentemente una divergencia decisiva,
que está en la raíz misma del cristianismo, pero eso no quita que
muchos elementos sigan siendo comunes.
Sobre todo tenemos el deber de colaborar para promover una
condición humana más acorde con el designio de Dios. El gran jubileo,
que se remonta precisamente a la tradición judía de los años jubilares,
indica la urgencia de ese compromiso común para restablecer la paz y
la justicia social. Reconociendo el señorío de Dios sobre toda la
creación, y en particular sobre la tierra (cf. Lv 25), todos los creyentes
están llamados a traducir su fe en un compromiso concreto para
proteger el carácter sagrado de la vida humana en todas sus formas y
defender la dignidad de todo hermano y hermana.
3. Meditando en el misterio de Israel y en su «vocación irrevocable»
(cf. Discurso a la comunidad judía de Roma: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 20 de abril de 1986, p. 1), los cristianos
investigan también el misterio de sus raíces. En las fuentes bíblicas,
que comparten con sus hermanos judíos, encuentran elementos
indispensables para vivir y profundizar en su misma fe.
Se ve, por ejemplo, en la liturgia. Como Jesús, a quien san Lucas nos
presenta mientras abre el libro del profeta Isaías en la sinagoga de
Nazaret (cf. Lc 4, 26 ss), también la Iglesia aprovecha la riqueza
litúrgica del pueblo judío. Ordena la liturgia de las Horas, la liturgia de
la Palabra e incluso la estructura de las Plegarias eucarísticas según
los modelos de la tradición judía. Algunas grandes fiestas, como
Pascua y Pentecostés, evocan el año litúrgico judío y constituyen
ocasiones excelentes para recordar en la oración al pueblo que Dios
eligió y sigue amando (cf. Rm 11, 2). Hoy el diálogo implica que los
cristianos sean más conscientes de estos elementos que nos acercan.
De la misma manera que tomamos conciencia de la «alianza nunca
revocada» (cf. Discurso a los representantes de la comunidad judía, en
Maguncia, 17 de noviembre de 1980, n. 3: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 23 de noviembre de 1980, p. 15), debemos
considerar el valor intrínseco del Antiguo Testamento (cf. Dei Verbum,
3), aunque cobra su sentido pleno a la luz del Nuevo y contiene
promesas que se cumplen en Jesús. ¿No fue la lectura actualizada de
la sagrada Escritura judía, hecha por Jesús, la que hizo arder el
corazón de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32), permitiéndoles
reconocer al Resucitado al partir el pan?
4. No sólo la historia común de cristianos y judíos, sino
particularmente el diálogo debe orientarse al futuro (cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 840), convirtiéndose, por decirlo así, en
«memoria del futuro» (Nosotros recordamos: una reflexión sobre la
Shoa: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo
de 1998, p. 11). El recuerdo de los hechos tristes y trágicos del pasado
puede abrir el camino a un renovado sentido de fraternidad, fruto de la
gracia de Dios, y al esfuerzo por lograr que las semillas infectadas del
antijudaísmo y el antisemitismo nunca más echen raíces en el corazón
del hombre.
Israel, pueblo que construye su fe sobre la promesa hecha por Dios a
Abraham: «Serás padre de una multitud de pueblos» (Gn 17, 4; Rm 4,
17), señala al mundo Jerusalén como lugar simbólico de la
peregrinación escatológica de los pueblos, unidos en la alabanza al
Altísimo. Ojalá que, en el umbral del tercer milenio, el diálogo sincero
entre cristianos y judíos contribuya a crear una nueva civilización,
fundada en el único Dios, santo y misericordioso, y promotora de una
humanidad reconciliada en el amor.
Miércoles 5 de mayo de 1999
1. Profundizando en el tema del diálogo interreligioso, reflexionemos
hoy en el diálogo con los musulmanes, que «adoran con nosotros al
Dios único y misericordioso» (Lumen gentium, 16; cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 841). La Iglesia los mira con aprecio, convencida de
que su fe en Dios trascendente contribuye a la construcción de una
nueva familia humana, fundada en las más altas aspiraciones del
corazón humano.
Como los judíos y los cristianos, también los musulmanes contemplan
la figura de Abraham como un modelo de sumisión incondicional a los
designios de Dios (cf. Nostra aetate, 3). Siguiendo el ejemplo de
Abraham, los fieles se esfuerzan por reconocer en su vida el lugar que
corresponde a Dios, origen, maestro, guía y fin último de todos los
seres (cf. Consejo pontificio para el diálogo interreligioso, Mensaje a
los musulmanes con ocasión del fin del Ramadán, 1997). Esta
disponibilidad y apertura humana a la voluntad de Dios se traduce en
una actitud de oración, que expresa la situación existencial de toda
persona ante el Creador.
En la trayectoria de la sumisión de Abraham a la voluntad divina se
encuentra su descendiente la Virgen María, Madre de Jesús, que,
especialmente en la piedad popular, es invocada con devoción
también por los musulmanes.
2. Con alegría los cristianos reconocemos los valores religiosos que
tenemos en común con el islam. Quisiera hoy repetir lo que dije hace
algunos años a los jóvenes musulmanes en Casablanca: «Creemos en
el mismo Dios, el Dios único, el Dios vivo, el Dios que creó el mundo y
que lleva a todas las criaturas a su propia perfección» (19 de agosto
de 1985, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15
de septiembre de 1985, p. 14). El patrimonio de textos revelados de la
Biblia afirma de modo unánime la unicidad de Dios. Jesús mismo la
reafirma, haciendo suya la profesión de Israel: «El Señor, nuestro Dios,
es el único Señor» (Mc 12, 29; cf. Dt 6, 4-5). Es la unicidad expresada
también en estas palabras de alabanza que brotan del corazón del
apóstol san Pablo: «Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y
único, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén» (1 Tm 1, 17).
Sabemos que, a la luz de la plena revelación en Cristo, esa unicidad
misteriosa no se puede reducir a una unidad numérica. El misterio
cristiano nos lleva a contemplar en la unidad sustancial de Dios a las
personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: cada una posee la
entera e indivisible sustancia divina, pero una es distinta de la otra en
virtud de su relación recíproca.
3. Las relaciones no atenúan en lo más mínimo la unidad divina, como
explica el IV concilio de Letrán, celebrado el año 1215: «Cualquiera de
las tres personas es aquella realidad, es decir, la sustancia, esencia o
naturaleza divina (...). Aquel ser ni engendra, ni es engendrado, ni
procede» (DS 804). La doctrina cristiana sobre la Trinidad, reafirmada
en los concilios, rechaza explícitamente cualquier «triteísmo» o
«politeísmo». En este sentido, o sea, en referencia a la única
sustancia divina, hay una significativa correspondencia entre
cristianismo e islam.
Sin embargo, esa correspondencia no debe hacernos olvidar las
diferencias que existen entre las dos religiones. En efecto, sabemos
que la unidad de Dios se expresa en el misterio de las tres divinas
personas, pues, dado que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8), Dios es desde
siempre Padre que se dona enteramente engendrando al Hijo, unidos
ambos en una comunión de amor que es el Espíritu Santo. Esta
distinción y compenetración (pericóresis) de las tres personas divinas
no se añade a su unidad, sino que es su expresión más profunda y
caracterizante.
Por otra parte, no hay que olvidar que el monoteísmo trinitario típico
del cristianismo sigue siendo un misterio inaccesible a la razón
humana, la cual, sin embargo, está llamada a aceptar la revelación de
la íntima naturaleza de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
237).
4. El diálogo interreligioso, que lleva a un conocimiento más profundo
y a la estima recíproca, es un gran signo de esperanza (cf. Consejo
pontificio para el diálogo interreligioso, Mensaje a los musulmanes con
ocasión del fin del Ramadán, 1998). Las tradiciones cristiana y
musulmana tienen una larga historia de estudio, reflexión filosófica y
teológica, arte, literatura y ciencia, que ha dejado huellas en las
culturas occidentales y orientales. La adoración del único Dios,
Creador de todos, nos impulsa a intensificar en el futuro nuestro
conocimiento recíproco.
En el mundo de hoy, marcado trágicamente por el olvido de Dios,
cristianos y musulmanes están llamados a defender y promover
siempre, con espíritu de amor, la dignidad humana, los valores
morales y la libertad. La peregrinación común hacia la eternidad debe
expresarse mediante la oración, el ayuno y la caridad, pero también
con un compromiso solidario en favor de la paz y la justicia, la
promoción humana y la protección del ambiente. Avanzando juntos por
el camino de la reconciliación y renunciando, con humilde sumisión a
la voluntad divina, a toda forma de violencia como medio para resolver
las divergencias, las dos religiones podrán dar un signo de esperanza,
haciendo que resplandezca en el mundo la sabiduría y la misericordia
del único Dios, que creó y gobierna la familia humana.
Miércoles 12 de mayo de 1999
1. Mi pensamiento vuelve con viva emoción a la visita que Dios me ha
concedido realizar los días pasados a Rumanía. Se ha tratado de un
acontecimiento histórico, puesto que ha sido mi primer viaje a un país
donde los cristianos son en su mayoría ortodoxos. Doy gracias a Dios
que, en su providencia, ha dispuesto que esto sucediera en el umbral
del año 2000, ofreciendo a los católicos y a los hermanos ortodoxos la
oportunidad de realizar juntos un gesto particularmente significativo
en el camino hacia la unidad plena, de acuerdo con el espíritu propio
del gran jubileo, ya cercano.
Deseo renovar mi agradecimiento a cuantos han hecho posible esta
peregrinación apostólica. Agradezco la cordial invitación del
presidente de Rumanía, señor Emil Costantinescu, cuya cortesía he
apreciado. Doy las gracias con afecto fraterno a Su Beatitud Teoctist,
patriarca de la Iglesia ortodoxa rumana, y al Santo Sínodo: la gran
cordialidad con que me han acogido y el cariño sincero que se
reflejaba en las palabras y en el rostro de cada uno han dejado una
huella indeleble en mi corazón. También doy las gracias a los obispos,
tanto greco-católicos como latinos, con quienes he podido confirmar
los vínculos de profunda comunión en el amor de Cristo.
Por último, doy las gracias a las autoridades, a los organizadores y a
cuantos han colaborado para que todo se desarrollara del mejor modo
posible. Al recordar cómo era la situación política hasta hace pocos
años, ¿cómo no ver en este acontecimiento un signo elocuente de la
acción de Dios en la historia? Entonces era totalmente inimaginable
prever una visita del Papa; pero el Señor, que guía el camino de los
hombres, ha hecho posible lo que humanamente parecía irrealizable.
2. Con esta peregrinación he querido rendir homenaje al pueblo
rumano y a sus raíces cristianas, que se remontan, según la tradición,
a la obra evangelizadora del apóstol Andrés, hermano de Simón Pedro.
La gente lo comprendió, y acudió en gran número a las calles y a las
celebraciones. En el curso de los siglos, la savia de las raíces
cristianas ha alimentado una vena ininterrumpida de santidad, con
numerosos mártires y confesores de la fe. Esta herencia espiritual fue
recogida en nuestro siglo por numerosos obispos, sacerdotes,
religiosos y laicos que dieron testimonio de Cristo durante la larga y
dura dominación comunista, afrontando con valentía la tortura, la
cárcel y, a veces, incluso la muerte.
¡Con cuánta emoción me recogí en oración ante las tumbas del
cardenal Iuliu Hossu y del obispo Vasile Aftenie, víctimas de la
persecución durante el régimen dictatorial! ¡Honor a ti, Iglesia de Dios
que estás en Rumanía! Sufriste mucho por la verdad, y la verdad te ha
hecho libre.
La experiencia del martirio ha unido a los cristianos de las diferentes
confesiones presentes en Rumanía. Es único el testimonio de Cristo
que han dado ortodoxos, católicos y protestantes con el sacrificio de
su vida. El heroísmo de estos mártires impulsa a la concordia y a la
reconciliación, para superar las divisiones aún existentes.
3. Este viaje me ha permitido experimentar la riqueza de respirar,
como cristianos, con los dos «pulmones» de la tradición oriental y
occidental. Me di cuenta de esto en las solemnes y sugestivas
celebraciones litúrgicas: en efecto, tuve la alegría de presidir la
eucaristía según el rito greco-católico; asistí a la divina liturgia que
presidió el patriarca para los hermanos ortodoxos, según el rito
bizantino-rumano, y pude orar con ellos; por último, celebré la misa
según el rito romano para los fieles de la Iglesia latina.
Durante el primero de estos momentos de solemne e intensa oración,
rendí homenaje a la Iglesia greco-católica, probada duramente en los
años de la persecución, recordando que en el 2000 se cumplirá el
tercer centenario de su unión con Roma. El venerado cardenal
Alexandru Todea, a quien el régimen condenó a dieciséis años de
cárcel y a veintisiete de arresto domiciliario, es símbolo de la heroica
resistencia de esta Iglesia. A pesar de su edad avanzada y de su
enfermedad, logró ir a Bucarest: haberlo podido abrazar fue una de las
alegrías más grandes de esta peregrinación.
4. Particularmente esperado y significativo fue el encuentro con el
patriarca Teoctist y el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rumana. El
sábado por la tarde fui acogido en el patriarcado con gran cordialidad,
y hallé en Su Beatitud y en los demás miembros del Santo Sínodo
comprensión fraterna y un sincero deseo de comunión plena, según la
voluntad del Señor. En esa ocasión pude asegurar a la Iglesia ortodoxa
rumana, comprometida en una importante obra de renovación, el
afecto y la colaboración de la Iglesia católica. El amor fraterno es el
alma del diálogo, y éste es el camino para superar los obstáculos y las
dificultades que perduran, con vistas a alcanzar la unidad plena entre
los cristianos. Dios ya ha realizado maravillas en este itinerario de
reconciliación: es preciso proseguir por ese camino con empeño y
confianza, porque Europa y el mundo necesitan hoy más que nunca el
testimonio visible de fraternidad de los creyentes en Cristo.
A esta luz, siento la necesidad de dar las gracias una vez más a la
Iglesia ortodoxa rumana, porque, al invitarme, me brindó la
oportunidad de poner en práctica algunos aspectos esenciales del
ministerio petrino en la perspectiva que indiqué en la encíclica Ut
unum sint.
5. El compromiso ecuménico no disminuye; más bien, confirma la
tarea de Pastor de la Iglesia católica que corresponde al Sucesor de
Pedro. Ejercí este ministerio mío, sobre todo, encontrándome con la
Conferencia episcopal rumana, compuesta por obispos de rito latino y
de rito greco-católico, cuyo presidente es monseñor Lucian Muresan,
arzobispo de Fãgãras y Alba Julia. Los exhorté a anunciar
incansablemente el Evangelio, a ser artífices de comunión y a cuidar
la formación de los presbíteros y de las numerosas personas llamadas
a la vida consagrada, así como de los laicos. Los animé a promover la
pastoral juvenil y escolar, y a trabajar en la defensa de la familia, la
tutela de la vida y el servicio a los pobres.
6. La nación rumana nació con la evangelización, y en el Evangelio
encontrará la luz y la fuerza para realizar su vocación de encrucijada
de paz en la Europa del próximo milenio.
El año 1989 fue un momento de cambio también para esta amada
nación. Con la caída repentina de la dictadura, comenzó una nueva
primavera de libertad; desde entonces, el país está construyendo poco
a poco la democracia, meta que se ha de lograr con paciencia y
honradez. De sus auténticas fuentes culturales y espirituales Rumanía
ha heredado cultura y valores no sólo de la civilización latina -como lo
testimonia su misma lengua-, sino también de la bizantina, con
muchos elementos eslavos. Por su historia y su posición geográfica es
parte integrante de la nueva Europa, que se está construyendo
gradualmente después de la caída del muro de Berlín. La Iglesia quiere
apoyar este proceso de desarrollo e integración democrática con su
colaboración concreta.
7. Recordando que, según una difundida tradición popular, a Rumanía
se la llama «Jardín de María», quisiera pedir a la santísima Virgen, en
este mes dedicado a ella, que reavive en los cristianos el deseo de la
unidad plena, para que todos juntos sean levadura evangélica. A María
le suplico que el querido pueblo rumano crezca en los valores
espirituales y morales, sobre los que se funda toda sociedad de
dimensión humana y atenta al bien común. A ella, Madre celestial de
la esperanza, le encomiendo sobre todo las familias y los jóvenes, que
son el futuro del amado pueblo de Rumanía.
Miércoles 19 de mayo de 1999
El diálogo con las grandes religiones mundiales
1. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece un discurso de
san Pablo a los atenienses, que resulta de gran actualidad para el
areópago del pluralismo religioso de nuestro tiempo. Para presentar al
Dios de Jesucristo, san Pablo toma como punto de partida la
religiosidad de sus oyentes, con palabras de aprecio: «Atenienses, veo
que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la
divinidad. En efecto, al pasar y contemplar vuestros monumentos
sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada
esta inscripción: "Al Dios desconocido". Pues bien, lo que adoráis sin
conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Hch 17, 22-23).
En mi peregrinación espiritual y pastoral a través del mundo de hoy he
expresado repetidamente la estima de la Iglesia por «cuanto hay de
verdadero y santo» en las religiones de los pueblos. Siguiendo la línea
del Concilio, he añadido que la verdad cristiana ayuda a «promover los
bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales
que se encuentran en ellos» (Nostra aetate, 2). La paternidad
universal de Dios, que se manifestó en Jesucristo, impulsa al diálogo
también con las religiones que no provienen de la raíz de Abraham.
Ese diálogo se presenta lleno de estímulos y desafíos si se piensa, por
ejemplo, en las culturas asiáticas, profundamente impregnadas de
espíritu religioso, o en las religiones tradicionales africanas, que
constituyen para muchos pueblos una fuente de sabiduría y vida.
2. En el encuentro de la Iglesia con las religiones mundiales es
necesario el discernimiento de su carácter específico, es decir, del
modo como se acercan al misterio de Dios salvador, realidad definitiva
de la vida humana. En efecto, toda religión se presenta como una
búsqueda de salvación y propone itinerarios para alcanzarla (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 843). Uno de los presupuestos del
diálogo es la certeza de que el hombre, creado a imagen de Dios, es
también «lugar» privilegiado de su presencia salvífica.
La oración, como reconocimiento adorante de Dios, gratitud por sus
dones y petición de ayuda, es camino especial de encuentro, sobre
todo con aquellas religiones que, aun sin haber descubierto el misterio
de la paternidad de Dios, «tienen, por decirlo así, extendidos sus
brazos hacia el cielo» (Evangelii nuntiandi, 53). En cambio, resulta
más difícil el diálogo con algunas corrientes de la religiosidad
contemporánea, en las que a menudo la oración acaba por convertirse
en una ampliación de la energía vital, que confunden con la salvación.
3. Son varias las formas y los niveles del diálogo del cristianismo con
las demás religiones, comenzando por el diálogo de la vida, «en el que
las personas se esfuerzan por vivir en un espíritu de apertura y de
buena vecindad, compartiendo sus alegrías y penas, sus problemas y
preocupaciones humanas» (Documento Diálogo y anuncio del Consejo
pontificio para el diálogo interreligioso y la Congregación para la
evangelización de los pueblos, 19 de mayo de 1991, n. 42:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de junio de
1991, p. 11).
Especial importancia tiene el diálogo de las obras, entre las que cabe
destacar la educación para la paz y el respeto del medio ambiente, la
solidaridad con el mundo del sufrimiento y la promoción de la justicia
social y del desarrollo integral de los pueblos. La caridad cristiana,
que no conoce fronteras, valora el testimonio solidario de los
miembros de otras religiones, alegrándose por el bien que realizan.
Está, luego, el diálogo teológico, en el que los expertos tratan de
profundizar la comprensión de sus respectivos patrimonios religiosos y
de apreciar sus valores espirituales. Sin embargo, los encuentros
entre especialistas de diversas religiones no pueden limitarse a la
búsqueda de un mínimo común denominador. Tienen como objetivo
prestar un valiente servicio a la verdad, poniendo de relieve tanto
áreas de convergencia como diferencias fundamentales, en un
esfuerzo sincero por superar prejuicios y malentendidos.
4. También el diálogo de la experiencia religiosa está cobrando cada
vez mayor importancia. El ejercicio de la contemplación responde a la
inmensa sed de interioridad propia de las personas que realizan una
búsqueda espiritual y ayuda a todos los creyentes a penetrar más
hondamente en el misterio de Dios. Algunas prácticas procedentes de
grandes religiones orientales ejercen gran atractivo sobre el hombre
de hoy. Pero los cristianos deben aplicar un discernimiento espiritual,
para no perder nunca de vista la concepción de la oración, tal como la
ilustra la Biblia a lo largo de toda la historia de la salvación (cf. carta
Orationis formas de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre
algunos aspectos de la meditación cristiana, 15 de octubre de 1989:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de diciembre
de 1989, pp. 6-8).
Este necesario discernimiento no impide el diálogo interreligioso. En
realidad, desde hace varios años, los encuentros con los ambientes
monásticos de otras religiones, caracterizados por una cordial
amistad, abren caminos para compartir las riquezas espirituales «en lo
que se refiere a la oración y la contemplación, la fe y las vías de la
búsqueda de Dios y del Absoluto» (Diálogo y anuncio, 42). Con todo,
nunca se ha de usar la mística como pretexto para favorecer el
relativismo religioso, en nombre de una experiencia que reduzca el
valor de la revelación de Dios en la historia. En calidad de discípulos
de Cristo, sentimos la urgencia y la alegría de testimoniar que
precisamente en él Dios se manifestó, como nos dice el evangelio de
san Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el
seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18).
Este testimonio se ha de dar sin ninguna reticencia, pero también con
la convicción de que la acción de Cristo y de su Espíritu ya está
misteriosamente presente en los que viven sinceramente su
experiencia religiosa. Y junto con todos los hombres auténticamente
religiosos la Iglesia realiza su peregrinación en la historia hacia la
contemplación eterna de Dios en el esplendor de su gloria.
Miércoles 26 de mayo de 1999
Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre
1. El tema sobre el que estamos reflexionando en este último año de
preparación para el jubileo, es decir, el camino de la humanidad hacia
el Padre, nos sugiere meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en
la meta final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo
todo procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la
ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de
comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta:
¿cuál es el destino y la meta final de la humanidad? A este
interrogante da una respuesta específica la palabra de Dios, que nos
presenta el designio de salvación que el Padre lleva a cabo en la
historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu.
En el Antiguo Testamento es fundamental la referencia al Éxodo, con
su orientación hacia la entrada en la Tierra prometida. El Éxodo no es
solamente un acontecimiento histórico, sino también la revelación de
una actividad salvífica de Dios, que se realizará progresivamente,
como los profetas se encargan de mostrar, iluminando el presente y el
futuro de Israel.
2. En el tiempo del exilio, los profetas anuncian un nuevo Éxodo, un
regreso a la Tierra prometida. Con este renovado don de la tierra, Dios
no sólo reunirá a su pueblo disperso entre las naciones; también
transformará a cada uno en su corazón, o sea, en su capacidad de
conocer, amar y obrar: «Yo les daré un nuevo corazón y pondré en
ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos,
observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi •pueblo y
yo sea su Dios» (Ez 11, 19-20; cf. 36, 26-28).
El pueblo, esforzándose por cumplir las normas establecidas en la
alianza, podrá habitar en un ambiente parecido al que salió de las
manos de Dios en el momento de la creación: «Esta tierra, hasta ahora
devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las ciudades en ruinas,
devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas y habitadas» (Ez
36, 35). Se tratará de una alianza nueva, concretada en la observancia
de una ley escrita en el corazón (cf. Jr 31, 31-34).
Luego la perspectiva se ensancha y se anuncia la promesa de una
nueva tierra. La meta final es una nueva Jerusalén, en la que ya no
habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías: «He aquí que yo
creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí que yo voy a crear para
Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será Jerusalén mi alegría,
y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella llantos ni
lamentaciones» (Is 65, 17-19).
3. El Apocalipsis recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un
cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la
nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada
como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).
El paso a este estado de nueva creación exige un compromiso de
santidad, que el Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo
absoluto, como se lee en la segunda carta de san Pedro: «Puesto que
todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en
vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la
venida del día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y
los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo
tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la
justicia» (2 P 3, 11-13).
4. La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso
abrieron nuevas perspectivas escatológicas. En el discurso
pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: «Voy a prepararos un lugar.
Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré
conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14, 23). Y san Pablo escribió a los Tesalonicenses: «El Señor mismo, a la
orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará
del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar.
Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos
arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los
aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 16-17).
No se nos ha informado de la fecha de este acontecimiento final. Es
preciso tener paciencia, a la espera de Jesús resucitado, que, cuando
los Apóstoles le preguntaron si estaba a punto de restablecer el reino
de Israel, respondió invitándolos a la predicación y al testimonio: «A
vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el
Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 7-8).
5. La tensión hacia el acontecimiento hay que vivirla con serena
esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la
construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre: «Luego,
vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber
destruido todo principado, dominación y potestad» (1 Co 15, 24). Con
Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros
participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta
definitiva de todo a Aquel del que todo procede. «Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá
a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo
en todos» (1 Co 15, 28).
Por tanto, debemos estar convencidos de que «somos ciudadanos del
cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (Flp 3,
20). Aquí abajo no tenemos una ciudad permanente (cf. Hb 13, 14). Al
ser peregrinos, en busca de una morada definitiva, debemos aspirar,
como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, «es decir, a la
celestial» (Hb 11, 16).
Miércoles 2 de junio de 1999
La muerte como encuentro con el Padre
1. Después de haber reflexionado sobre el destino común de la
humanidad, tal como se realizará al final de los tiempos, hoy queremos
dirigir nuestra atención a otro tema que nos atañe de cerca: el
significado de la muerte. Actualmente resulta difícil hablar de la
muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta
realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. En efecto, como
afirma el Concilio, «ante la muerte, el enigma de la condición humana
alcanza su culmen» (Gaudium et spes, 18). Pero sobre esta realidad la
palabra de Dios, aunque de modo progresivo, nos brinda una luz que
esclarece y consuela.
En el Antiguo Testamento las primeras indicaciones nos las ofrece la
experiencia común de los mortales, todavía no iluminada por la
esperanza de una vida feliz después de la muerte. Por lo general se
pensaba que la existencia humana concluía en el «sheol», lugar de
sombras, incompatible con la vida en plenitud. A este respecto son
muy significativas las palabras del libro de Job: «¿No son pocos los
días de mi existencia? Apártate de mí para que pueda gozar de un
poco de consuelo, antes de que me vaya, para ya no volver, a la tierra
de tinieblas y de sombras, tierra de negrura y desorden, donde la
claridad es como la oscuridad» (Jb 10, 20-22).
2. En esta visión dramática de la muerte se va abriendo camino
lentamente la revelación de Dios, y la reflexión humana descubre un
nuevo horizonte, que recibirá plena luz en el Nuevo Testamento.
Se comprende, ante todo, que, si la muerte es el enemigo inexorable
del hombre, que trata de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no
puede haberla creado, pues no puede recrearse en la destrucción de
los hombres (cf. Sb 1, 13). El proyecto originario de Dios era diverso,
pero quedó alterado a causa del pecado cometido por el hombre bajo
el influjo del demonio, como explica el libro de la Sabiduría: «Dios creó
al hombre para la incorruptibilidad; le hizo imagen de su misma
naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y
la experimentan los que le pertenecen» (Sb 2, 23-24). Esta concepción
se refleja en las palabras de Jesús (cf. Jn 8, 44) y en ella se funda la
enseñanza de san Pablo sobre la redención de Cristo, nuevo Adán (cf.
Rm 5, 12.17; 1 Co 15, 21). Con su muerte y resurrección, Jesús venció
el pecado y la muerte, que es su consecuencia.
3. A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios
Padre frente a la vida y la muerte de sus criaturas. Ya el salmista
había intuido que Dios no puede abandonar a sus siervos fieles en el
sepulcro, ni dejar que su santo experimente la corrupción (cf. Sal 16,
10). Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la muerte para
siempre, enjugando «las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8) y
resucitando a los muertos para una vida nueva: «Revivirán tus
muertos; tus cadáveres resurgirán. Despertarán y darán gritos de
júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la
tierra parirá sombras» (Is 26, 19). Así, en vez de la muerte como
realidad que acaba con todos los seres vivos, se impone la imagen de
la tierra que, como madre, se dispone al parto de un nuevo ser vivo y
da a luz al justo destinado a vivir en Dios. Por esto, «aunque los justos,
a juicio de los hombres, sufran castigos, su esperanza está llena de
inmortalidad» (Sb 3, 4).
La esperanza de la resurrección es afirmada magníficamente en el
segundo libro de los Macabeos por siete hermanos y su madre en el
momento de sufrir el martirio. Uno de ellos declara: «Por don del cielo
poseo estos miembros; por sus leyes los desdeño y de él espero
recibirlos de nuevo» (2 M 7, 11). Otro, «ya en agonía, dice: es
preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga
de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14). Heroicamente, su
madre los anima a afrontar la muerte con esta esperanza (cf. 2 M 7,
29).
4. Ya en la perspectiva del Antiguo Testamento los profetas
exhortaban a esperar «el día del Señor» con rectitud, pues de lo
contrario sería «tinieblas y no luz» (cf. Am 5, 18.20). En la revelación
plena del Nuevo Testamento se subraya que todos serán sometidos a
juicio (cf. 1 P 4, 5; Rm 14, 10). Pero ante ese juicio los justos no
deberán temer, dado que, en cuanto elegidos, están destinados a
recibir la herencia prometida; serán colocados a la diestra de Cristo,
que los llamará «benditos de mi Padre» (Mt 25, 34; cf. 22, 14; 24, 22.
24).
La muerte que el creyente experimenta como miembro del Cuerpo
místico abre el camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la
muerte de Cristo, «víctima de propiciación por nuestros pecados» (cf.
1 Jn 4, 10; cf. Rm 5, 7). Como reafirma el Catecismo de la Iglesia
católica, la muerte, «para los que mueren en la gracia de Cristo, es
una participación en la muerte del Señor, para poder participar
también en su resurrección» (n. 1006). Jesús «nos ama y nos ha
lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un
reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6). Ciertamente, es
preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos
encontraremos con el Padre cuando «este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Co
15, 54). Entonces se verá claramente que «la muerte ha sido devorada
en la victoria» (1 Co 15, 54) y se la podrá afrontar con una actitud de
desafío, sin miedo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está,
oh muerte, tu aguijón?» (1 Co 15, 55).
Precisamente por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de
Asís pudo exclamar en el Cántico de las criaturas: «Alabado seas,
Señor mío, por nuestra hermana la muerte corporal» (Fuentes
franciscanas, 263). Frente a esta consoladora perspectiva, se
comprende la bienaventuranza anunciada en el libro del Apocalipsis,
casi como coronación de las bienaventuranzas evangélicas:
«Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí -dice el Espíritu-,
descansarán de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14,
13).
Miércoles 23 de Junio 1999
1. Quisiera también hoy reflexionar sobre la peregrinación que tuve la
alegría de realizar a Polonia del 5 al 17 de este mes. Esta visita
pastoral a mi patria, la séptima y la más larga, tuvo lugar veinte años
después de mi primer viaje, realizado del 2 al 10 de junio de 1979. En
vísperas del gran jubileo del año 2000, compartí con la Iglesia en
Polonia las celebraciones del milenario de dos acontecimientos que
están en el origen de su historia: la canonización de san Adalberto y la
institución en el país de la primera sede metropolitana de Gniezno,
con sus tres diócesis sufragáneas: Kolobrzeg, Cracovia y Wroclaw.
Además, clausuré el segundo Sínodo plenario nacional y proclamé una
nueva santa, así como numerosos beatos, testigos ejemplares del
amor de Dios.
«Dios es amor» fue el lema del viaje apostólico, que constituyó un
gran himno de alabanza al Padre celestial y a las maravillas de su
misericordia. Por eso, no dejo de darle gracias a él, Señor del mundo y
de la historia, por haberme permitido acudir una vez más a la tierra de
mis padres, como peregrino de fe y esperanza, y especialmente como
peregrino de su amor.
Deseo renovar mi agradecimiento al señor presidente de la República
y a las autoridades del Estado por su acogida y su participación.
Asimismo, fue para mí un gran consuelo el encuentro fraterno con los
pastores de la amada Iglesia en Polonia, a los que de corazón doy las
gracias por su gran compromiso y celo apostólico. Extiendo mi
agradecimiento a todos los que, de algún modo, contribuyeron al éxito
de mi visita: en particular, a los que oraron y ofrecieron sus
sufrimientos por este fin, y a los jóvenes, que participaron en gran
número en todas las etapas de esta peregrinación.
2. El hilo conductor de estos días fue la página evangélica de las
bienaventuranzas, que presenta el amor de Dios con los rasgos
inconfundibles del rostro de Cristo. ¡Qué gran alegría constituyó para
mí proclamar, siguiendo las huellas de san Adalberto, las ocho
bienaventuranzas meditando en la historia de mis padres! Al recuerdo
de ese gran obispo y mártir se dedicaron las etapas de Gdansk
(Danzig), Pelplin y Elblag, en la región del Báltico, donde sufrió el
martirio. El pueblo polaco ha conservado siempre la herencia de san
Adalberto, que ha dado frutos espléndidos de testimonio durante toda
la historia de Polonia.
Al respecto, pude visitar ciudades donde se ve aún la huella de las
destrucciones de la segunda guerra mundial, de las ejecuciones
masivas y de las tremendas deportaciones. Sólo la fe en Dios, que es
amor y misericordia, ha hecho posible su reconstrucción material y
moral. En Bygdoszcz, donde el cardenal Wyszyñski quiso construir el
templo dedicado a los Santos Mártires Hermanos Polacos, celebré la
misa de los mártires, en honor de los «soldados desconocidos» de la
causa de Dios y del hombre que han muerto en este siglo. En Torun
proclamé beato al sacerdote Vicente Frelichowski (1913-1945), que en
su ministerio pastoral, y luego en el campo de concentración, fue
artífice de paz y testimonió hasta la muerte el amor de Dios entre los
enfermos de tifus del campo de Dachau. En Varsovia beatifiqué a
ciento ocho mártires, entre los que había obispos, sacerdotes,
religiosos y laicos, víctimas de los campos de concentración durante
la segunda guerra mundial.
En la capital, además, proclamé beatos a Edmundo Bojanowski,
promotor de obras educativas y caritativas, precursor de la doctrina
conciliar sobre el apostolado de los seglares, y a sor Regina Protmann,
que unió la vida contemplativa con el cuidado de los enfermos y la
educación de niños y adolescentes. En Stary Sacz proclamé santa a
sor Cunegunda, figura eminente del siglo XIII, modelo de caridad como
esposa del príncipe polaco Boleslao y, después de la muerte de éste,
como monja clarisa.
Estos heroicos testigos de la fe demuestran que la «traditio» de la
palabra de Dios, escuchada y practicada, ha llegado desde san
Adalberto hasta nuestros días y se ha de encarnar con valentía en la
sociedad actual, que se dispone a cruzar el umbral del tercer milenio.
3. La fe en Polonia se ha alimentado y ha sido fuertemente sostenida
por la devoción al Sagrado Corazón y a la santísima Virgen María. El
culto al divino Corazón de Jesús tuvo en esta peregrinación un relieve
especial: como telón de fondo estuvo la consagración del género
humano al Sagrado Corazón, que realizó mi venerado predecesor León
XIII por primera vez exactamente hace cien años. La humanidad
necesita entrar en el nuevo milenio confiando en el amor
misericordioso de Dios. Sin embargo, esto sólo es posible acudiendo a
Cristo Salvador, fuente inagotable de vida y santidad.
Y ¿qué decir del afecto filial que mis compatriotas albergan hacia su
Reina, María santísima? En Licheñ bendije el nuevo gran santuario
dedicado a ella, y en algunas localidades, incluida mi ciudad natal,
coroné veneradas imágenes de la Virgen. En Sandomierz celebré la
eucaristía en honor del Corazón inmaculado de la santísima Virgen
María.
Quisiera, asimismo, recordar mis encuentros de oración en Elk,
Zamosc Varsovia-Praga, Lowicz, Sosnowiec y Gliwice, en mi ciudad
natal de Wadowice y mi visita al monasterio de Wigry.
Antes de volver a Roma, me arrodillé ante el icono venerando de la
Virgen de Czestochowa en Jasna Góra: fue un momento de profunda
emoción espiritual. A ella, «Virgen santa que defiende la clara
Czestochowa» (cf. Mickiewicz), le renové la consagración de mi vida y
de mi ministerio petrino; en sus manos puse la Iglesia que está en
Polonia y en el mundo entero; a ella le pedí el don precioso de la paz
para toda la humanidad y de la solidaridad entre los pueblos.
4. A lo largo de mi itinerario, en varias ocasiones pude dar gracias a
Dios por las transformaciones realizadas en Polonia en los últimos
veinte años en nombre de la libertad y la solidaridad. Lo hice en
Gdansk, ciudad símbolo del movimiento Solidaridad. Y lo hice, sobre
todo, hablando al Parlamento de la República, al que recordé las
pacíficas luchas de la década de 1980 y los cambios que se produjeron
en 1989. Los principios morales de esas luchas deben seguir
inspirando la vida política, para que la democracia se funde en sólidos
valores éticos: familia, vida humana, trabajo, educación y solicitud por
los débiles. En esos mismos días, en los que se renovaba el
Parlamento europeo, oré por el «viejo» continente, para que continúe
siendo faro de civilización y de auténtico progreso, redescubriendo
sus raíces espirituales y aprovechando plenamente las
potencialidades de los pueblos que lo forman desde los Urales hasta el
Atlántico.
Además, en los dos encuentros con el mundo académico, celebrados
en Torun y en Varsovia, puse de relieve que han mejorado las
relaciones entre la Iglesia y los ambientes científicos, con grandes
ventajas recíprocas. No puedo olvidar la oración en Radzymin en
recuerdo de la guerra de 1920, del Milagro del Vístula.
En otras circunstancias, asimismo, elevé mi voz en defensa de las
personas o grupos sociales más débiles: la Iglesia, mientras realiza las
obras de misericordia, promueve la justicia y la solidaridad, siguiendo
el ejemplo de santos como la reina Eduvigis y Alberto Chmielowski,
modelos de comunión con los más pobres. El progreso no puede
lograrse a costa de los pobres ni de las clases económicamente
menos fuertes, y tampoco a costa del medio ambiente.
5. También tuve ocasión de reafirmar que la Iglesia da su contribución
al desarrollo integral de la nación, ante todo con la formación de las
conciencias. La Iglesia existe para evangelizar, es decir, para
anunciar a todos que «Dios es amor» y hacer que cada uno se pueda
encontrar con él. El segundo Sínodo plenario renovó este compromiso
en la línea del concilio Vaticano II y a la luz de los signos de los
tiempos, llamando a todos los creyentes a una generosa
corresponsabilidad.
La evangelización no es creíble si, como cristianos, no nos amamos
los unos a los otros, según el mandamiento del Señor. En Siedlce y en
Varsovia, en la memoria de los beatos mártires de Podlasia, oré junto
con los fieles greco-católicos para que se superen las divisiones del
segundo milenio. Además, quise reunirme con los hermanos de otras
confesiones, para fortalecer los vínculos de unidad. En Drohiczyn, en
una liturgia ecuménica con gran participación, oramos juntamente con
ortodoxos, luteranos y otras comunidades eclesiales no católicas.
Todos sentimos la necesidad de la unidad de la Iglesia: debemos
trabajar por su plena realización, dispuestos a admitir las culpas y a
perdonarnos recíprocamente.
La mañana del último día de mi peregrinación celebré la eucaristía en
la catedral de Wawel. Así, despidiéndome de mi querida ciudad de
Cracovia, di gracias a Dios por el milenario de la archidiócesis.
6. Amadísimos hermanos y hermanas, alabemos juntos al Señor por
estos días de gracia. Repito hoy con vosotros: Te Deum laudamus... Sí,
te alabamos, oh Dios, por la santa Iglesia, fundada en Cristo, piedra
angular, en los apóstoles y mártires, y extendida por toda la tierra. Te
alabamos, en particular, por la Iglesia que está en Polonia, rica en fe y
en obras de caridad.
Te alabamos, oh María, Madre de la Iglesia y Reina de Polonia.
Insertada de modo singular en el misterio de la Encarnación, ayuda a
tu pueblo a vivir con fe el gran jubileo, y socorre a cuantos, en sus
dificultades, recurren a ti. Ayúdanos a todos a escoger las realidades
que no sufren ocaso: la fe, la esperanza y la caridad. Ayúdanos, Madre,
a vivir la caridad, la mayor de todas las virtudes, porque «Dios es
amor».
Miércoles 30 de junio de 1999
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Celebramos ayer la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Estos dos
Apóstoles, a quienes la liturgia llama «príncipes de los Apóstoles», a
pesar de sus diferencias personales y culturales, por el misterioso
designio de la Providencia divina fueron asociados en una única
misión apostólica. Y la Iglesia los une en una única memoria.
La solemnidad de ayer es muy antigua; fue incluida en el Santoral
romano mucho antes que la de Navidad. En el siglo IV era costumbre,
en dicha fecha, celebrar en Roma tres santas misas: una en la basílica
de San Pedro en el Vaticano; otra, en la de San Pablo «extra muros»; y
la tercera, en las catacumbas de San Sebastián, donde, en la época de
las invasiones, según la tradición, habrían sido escondidos durante un
tiempo los cuerpos de los dos Apóstoles.
San Pedro, pescador de Betsaida, fue elegido por Cristo como piedra
fundamental de la Iglesia. San Pablo, cegado en el camino de
Damasco, de perseguidor de los cristianos se convirtió en Apóstol de
los gentiles. Ambos concluyeron su existencia con el martirio en la
ciudad de Roma. Por medio de ellos, el Señor «entregó a la Iglesia las
primicias de su obra de salvación» (cf. Oración colecta de la misa en
su honor). El Papa invoca la autoridad de estas dos «columnas de la
Iglesia» cuando, en los actos oficiales, se refiere a la fuente de la
tradición, que es la palabra de Dios conservada y transmitida por los
Apóstoles. En la escucha dócil de esta Palabra, la comunidad eclesial
se perfecciona en el amor en unión con el Papa, con los obispos y con
todo el orden sacerdotal (cf. Plegaria eucarística, II).
2. Entre los signos que ayer, según una tradición consolidada,
enriquecieron la liturgia que presidí en la basílica vaticana, está el
antiguo rito de la «imposición del palio». El palio es una pequeña cinta
circular en forma de estola, marcada por seis cruces. Se hace con
lana blanca, que procede de los corderitos bendecidos el 21 de enero
de cada año, en la festividad de santa Inés. El Papa entrega el palio a
los arzobispos metropolitanos nombrados recientemente. El palio
expresa la potestad que, en comunión con la Iglesia de Roma, el
arzobispo metropolitano adquiere de derecho en su provincia
eclesiástica (cf. Código de derecho canónico, c. 437, § 1).
Testimonios arqueológicos e iconográficos, además de diversos
documentos escritos, nos permiten remontarnos, en la datación de
este rito, a los primeros siglos de la era cristiana. Por tanto, nos
encontramos ante una tradición antiquísima, que ha acompañado
prácticamente toda la historia de la Iglesia.
Entre los diferentes significados de este rito, se pueden destacar dos.
Ante todo, la especial relación de los arzobispos metropolitanos con el
Sucesor de Pedro y, en consecuencia, con Pedro mismo. De la tumba
del Apóstol, memoria permanente de su profesión de fe en el Señor
Jesús, el palio recibe fuerza simbólica: quien lo ha recibido deberá
recordarse a sí mismo y a los demás este vínculo íntimo y profundo
con la persona y con la misión de Pedro. Esto sucederá en todas las
circunstancias de la vida: en su magisterio, en la guía pastoral, en la
celebración de los sacramentos y en el diálogo con la comunidad.
Así, están llamados a ser los principales constructores de la unidad de
la Iglesia, que se expresa en la profesión de la única fe y en la caridad
fraterna.
3. Hay un segundo valor que la imposición del palio subraya
claramente. El cordero, de cuya lana se confecciona, es símbolo del
Cordero de Dios, que tomó sobre sí el pecado del mundo y se ofreció
como rescate por la humanidad. Cristo, Cordero y Pastor, sigue
velando por su grey, y la encomienda al cuidado de quienes lo
representan sacramentalmente. El palio, con el candor de su lana,
evoca la inocencia de la vida, y con su secuencia de seis cruces, hace
referencia a la fidelidad diaria al Señor, hasta el martirio, si fuera
necesario. Por tanto, quienes hayan recibido el palio deberán vivir una
singular y constante comunión con el Señor, caracterizada por la
pureza de sus intenciones y acciones, y por la generosidad de su
servicio y testimonio.
A la vez que saludo con afecto a los arzobispos metropolitanos, que
ayer recibieron el palio y que hoy han querido estar presentes en esta
audiencia, deseo exhortaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y
hermanas que los acompañáis, a orar por vuestros pastores.
Encomendemos al buen Pastor a estos venerados hermanos míos en el
episcopado, para que crezcan diariamente en la fidelidad al Evangelio
y sean auténticos «modelos de la grey» (1 P 5, 3).
María, Madre de la Iglesia, proteja a quienes han sido llamados a guiar
al pueblo cristiano, y obtenga a todos los discípulos de Cristo el
valioso don del amor y de la unidad.
Miércoles 7 de julio de 1999
Juicio y misericordia
1. El salmo 116 dice: «El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es
misericordioso» (Sal 116, 5). A primera vista, juicio y misericordia
parecen dos realidades inconciliables; o, al menos, parece que la
segunda sólo se integra con la primera si ésta atenúa su fuerza
inexorable. En cambio, es preciso comprender la lógica de la sagrada
Escritura, que las vincula; más aún, las presenta de modo que una no
puede existir sin la otra.
El sentido de la justicia divina es captado progresivamente en el
Antiguo Testamento a partir de la situación de la persona que obra
bien y se siente injustamente amenazada. Es en Dios donde encuentra
refugio y protección. Esta experiencia la expresan en varias ocasiones
los salmos que, por ejemplo afirman: «Yo sé que el Señor hace justicia
al afligido y defiende el derecho del pobre. Los justos alabarán tu
nombre; los honrados habitarán en tu presencia» (Sal 140, 13-14).
En la sagrada Escritura la intervención en favor de los oprimidos es
concebida sobre todo como justicia, o sea, fidelidad de Dios a las
promesas salvíficas hechas a Israel. Por consiguiente, la justicia de
Dios deriva de la iniciativa gratuita y misericordiosa por la que él se ha
vinculado a su pueblo mediante una alianza eterna. Dios es justo
porque salva, cumpliendo así sus promesas, mientras que el juicio
sobre el pecado y sobre los impíos no es más que otro aspecto de su
misericordia. El pecador sinceramente arrepentido siempre puede
confiar en esta justicia misericordiosa (cf. Sal 50, 6. 16).
Frente a la dificultad de encontrar justicia en los hombres y en sus
instituciones, en la Biblia se abre camino la perspectiva de que la
justicia sólo se realizará plenamente en el futuro, por obra de un
personaje misterioso, que progresivamente irá asumiendo caracteres
mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf. Sal 72, 1), un retoño
que «brotará del tronco de Jesé» (Is 11, 1), un «vástago justo» (Jr 23,
5) descendiente de David.
2. La figura del Mesías, esbozada en muchos textos sobre todo de los
libros proféticos, asume, en la perspectiva de la salvación, funciones
de gobierno y de juicio, para la prosperidad y el crecimiento de la
comunidad y de cada uno de sus miembros.
La función judicial se ejercerá sobre buenos y malos, que se
presentarán juntos al juicio, donde el triunfo de los justos se
transformará en pánico y en asombro para los impíos (cf. Sb 4, 20-5,
23; cf. también Dn 12, 1-3). El juicio encomendado al «Hijo del
hombre», en la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, tendrá
como efecto el triunfo del pueblo de los santos del Altísimo sobre las
ruinas de los reinos de la tierra (cf. Dn 7, 18 y 27).
Por otra parte, incluso quien puede esperar un juicio benévolo, es
consciente de sus propias limitaciones. Así se va despertando la
conciencia de que es imposible ser justos sin la gracia divina, como
recuerda el salmista: «Señor, (...) tú que eres justo, escúchame. No
llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre es inocente frente a ti»
(Sal 143, 1-2).
3. La misma lógica de fondo se vuelve a encontrar en el Nuevo
Testamento, donde el juicio divino está vinculado a la obra salvífica de
Cristo.
Jesús es el Hijo del hombre, al que el Padre ha transmitido el poder de
juzgar. Él ejercerá el juicio sobre todos los que saldrán de los
sepulcros, separando a los que están destinados a una resurrección
de vida de los que experimentarán una resurrección de condena (cf. Jn
5, 26-30). Sin embargo, como subraya el evangelista san Juan, «Dios
no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que
el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). Sólo quien haya rechazado la
salvación, ofrecida por Dios con una misericordia ilimitada, se
encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo.
4. San Pablo profundiza, en sentido salvífico, el concepto de «justicia
de Dios», que se realiza «por la fe en Jesucristo, para todos los que
creen» (Rm 3, 22). La justicia de Dios está íntimamente unida al don
de la reconciliación: si por Cristo nos dejamos reconciliar con el
Padre, podemos llegar a ser, también nosotros, por medio de él,
justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 18-21).
Así, justicia y misericordia se entienden como dos dimensiones del
mismo misterio de amor: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la
rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32). Por
eso, el amor, que constituye la base de la actitud divina y debe llegar
a ser una virtud fundamental del creyente, nos impulsa a tener
confianza en el día del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1 Jn 4, 18). A
imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse de
acuerdo con una ley de libertad, en la que debe prevalecer
precisamente la misericordia: «Hablad y obrad tal como corresponde a
los que han de ser juzgados por la ley de la libertad, porque tendrá un
juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia
se siente superior al juicio» (St 2, 12-13).
5. Dios es Padre de misericordia y de toda consolación. Por esto, en la
quinta petición del Padre nuestro, la oración por excelencia, «nuestra
petición empieza con una confesión en la que afirmamos, al mismo
tiempo, nuestra miseria y su misericordia» (Catecismo de la Iglesia
católica, n. 2839). Jesús, al revelarnos la plenitud de la misericordia
del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan justo y
misericordioso sólo se accede por la experiencia de la misericordia
que debe caracterizar nuestras relaciones con el prójimo. «Este
desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón
mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. (...) Al
negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se
cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del
Padre» (ib., n. 2840).
Miércoles 21 de julio de 1999
El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios
1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido
a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo
menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de
comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta
con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama
ilel cielols. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones
más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»
(n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo»,
para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra»,
indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura
dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que
en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1).
Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando
se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica
da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser
encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en
algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es
simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60; 4, 24.55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo,
se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia,
subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc
(cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida
en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos»
(Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19,
21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en
relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del
Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos
afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un
santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del
verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en
cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con
Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo
en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el
grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros
pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido
salvadosy con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo
Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante
riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios,
rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y
resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la
derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre,
después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en
el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen
espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos
al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que
quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los
muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así
estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con
estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la
«bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una
abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una
relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con
el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del
Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas
realidades últimas, ya que su representación resulta siempre
inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma
menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la
comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial
sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección,
Jesucristo nos ha ioabiertoló el cielo. La vida de los bienaventurados
consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada
por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído
en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad
bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a
él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera
hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como
en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar
ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día,
experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos
plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin
embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir
bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras
caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para
estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él
reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los
cielos» (Col 1, 20).
Miércoles 28 de julio de 1999
El infierno como rechazo definitivo de Dios
1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por
desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede
elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así
para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica
situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de
condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido
desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el
hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva
esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de
algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como
se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la
última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo
ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien
rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su
vida.
2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje
simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo
Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente
iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que
los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8;
31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no
se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a
Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los
muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha
vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el
reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación
que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno
será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a
imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los
obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y
el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de
«fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma
de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que
el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de
mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de
fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así
al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por
consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se
predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y
de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el
infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa
frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un
lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y
definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así
resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia
católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el
amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él
para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de
autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n.
1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios,
dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la
salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que
se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que
el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y
confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La
sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que
caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se
trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de
Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como
una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la
que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de
Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado
conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han
quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno
-y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicasno
debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación
necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús
resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que
nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio
cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia,
como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano:
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu
familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre
tus elegidos».
Miércoles 4 de agosto de 1999
El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios
1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la
opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante
una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o
permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero
de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena
requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la
doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn.
1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que
ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté
enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se
puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está
destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la
integridad física es particularmente exigida para las realidades que
entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo,
los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en
el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta
integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las
personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza
de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5).
Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con
el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la
muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios.
Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto
de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada
uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra,
construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa.
Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante,
quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 1415).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a
veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo,
Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca
la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad
al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura
del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza
también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al
término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos»,
cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo
Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador
confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser
purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la
alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que
desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación
(cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración
nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para
interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente
el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación»
por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará
plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el
ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable
para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos
puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama
«vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a
ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados
a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en
presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro
Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte,
estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del
espíritu» (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios
requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda
imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y
precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el
purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de
vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación
ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la
imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro
Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento,
Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación
de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una
ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la
Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el
concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la
hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente
en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra
(cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados
entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y
perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ixhabrá
llanto y rechinar de dientesle (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium,
48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que
la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión
comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de
purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan
plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en
este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el
único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven
en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial
que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás
hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que
se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya
gozan de la bienaventuranza eterna.
Miércoles 11 de agosto de 1999
La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios
1. Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra
existencia, es decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en
el camino que conduce a ella. Por eso, desarrollamos la perspectiva
presentada en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «Toda
la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del
Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda
criatura humana, y en particular por el ilhijo pródigolh (cf. Lc 15, 1132). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona,
prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la
humanidad entera» (n. 49).
En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha
anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la Pascua del Señor es
inauguración de la vida del mundo futuro.
2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través
de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia
la tierra prometida (cf. Ex 6, 6) es como un magnífico icono del camino
del cristiano hacia la casa del Padre. Obviamente, la diferencia es
fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la
posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades
humanas; en cambio, el nuevo «Éxodo» consiste en el itinerario hacia
la casa del Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de
eternidad, que trasciende la historia humana y cósmica. La tierra
prometida del Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de
los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del cual se
desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este
camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o
político, sino que se abrió a una visión «escatológica» que ya
preludiaba la revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan
precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías,
describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva
Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).
3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera,
señalando en Cristo al Salvador del mundo: «Al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la
filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). A la luz de este anuncio, la vida
presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el
acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero
su realización plena tendrá lugar en la «parusía», en la última venida
de Cristo.
Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado
con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de
Dios, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del
«misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se
propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo
que está en la tierra» (Ef 1, 9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica,
n. 1042 ss).
En este designio divino, el presente es el tiempo del «ya, pero todavía
no», tiempo de la salvación ya realizada y del camino hacia su
actuación perfecta: «Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y
del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto,
a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13).
4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la
experiencia del misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de
realizar y celebrar plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc
22, 16). Pero el acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la
resurrección constituye ya la revelación definitiva de Dios. El
ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se
inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a
responder a la invitación de salvación.
La vida cristiana es participación en el misterio pascual, como camino
de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia
pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el
viejo mundo marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque
el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en
el creyente, el «juicio de la cruz» se convierte en «justicia de Dios»,
es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la perversidad del
mundo.
5. La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de
la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en
las realidades últimas, y, al mismo tiempo, comprometerse en las
realidades «penúltimas»: entre éstas y la meta escatológica no hay
oposición, sino, al contrario, una relación de mutua fecundación.
Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no
impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades
históricas (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048 ss).
Se trata de purificar toda expresión de lo humano y toda actividad
terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el misterio de la
Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la
actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es
purificada y elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de
modo que «los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la
libertad, es decir, todos los frutos buenos de la naturaleza y de
nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu
del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo,
limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo
entregue al Padre el reino eterno y universal» (Gaudium et spes, 39).
Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre
sobre la tierra.
Miércoles 18 de agosto de 1999
El camino de conversión como liberación del mal
1.Entre los temas propuestos de modo especial a la consideración del
pueblo de Dios durante este tercer año de preparación para el gran
jubileo del año 2000, encontramos la conversión, que incluye la
liberación del mal (cf. Tertio millennio adveniente, 50). Se trata de un
tema profundamente vinculado a nuestra experiencia. En efecto, toda
la historia personal y comunitaria se presenta en gran parte como una
lucha contra el mal. La invocación «líbranos del mal» o del «maligno»,
contenida en el Padre nuestro, enmarca nuestra oración para que nos
alejemos del pecado y seamos liberados de toda connivencia con el
mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo, nos recuerda el
secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado y se
nos ofrece en Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2853).
2. El mal moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre
todo en el Antiguo Testamento, como castigo debido a
comportamientos en contraste con la ley de Dios. Por otra parte, la
sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del pecado, se
puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la culpa
y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la
liberación del mal son dos aspectos de un único camino. Así, por
ejemplo, Jeremías exhorta al pueblo: «Volved, hijos apóstatas; yo
remediaré vuestras apostasías» (Jr 3, 22). En el libro de las
Lamentaciones se subraya la perspectiva de la vuelta al Señor (cf. Lm
5, 21) y la experiencia de su misericordia: «Que el amor de Dios no se
ha acabado, ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renuevan:
¡grande es tu lealtad!» (Lm 3, 22-23).
Toda la historia de Israel se relee a la luz de la dialéctica «pecadocastigo, arrepentimiento-misericordia» (cf., por ejemplo, Jc 3, 7-10):
éste es el núcleo central de la tradición deuteronomista. La misma
destrucción histórica del reino y de la ciudad de Jerusalén se
interpreta como un castigo divino por la falta de fidelidad a la alianza.
3. En la Biblia, la lamentación que el hombre dirige a Dios cuando se
encuentra sumido en el dolor, va acompañada por el reconocimiento
del pecado cometido y por la confianza en su intervención liberadora.
La confesión de la culpa es uno de los elementos que manifiestan esta
confianza. A este propósito, son muy indicativos algunos Salmos que
expresan con fuerza la confesión de la culpa y el dolor por el propio
pecado (cf. Sal 38, 19; 41, 5). Esta admisión de la culpa, descrita
eficazmente en el Salmo 50, es imprescindible para empezar una vida
nueva. La confesión del propio pecado pone de relieve,
indirectamente, la justicia de Dios: «Contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces; en la sentencia tedrás razón, en el
juicio resultarás inocente» (Sal 50, 6). En los Salmos se repite
continuamente la invocación de ayuda y la espera confiada de la
liberación de Israel (cf. Sal 88 y 130). Jesús mismo en la cruz oró con
el Salmo 22 para obtener la intervención amorosa del Padre en la hora
suprema.
4. Jesús, dirigiéndose con esas palabras al Padre, manifiesta la espera
de la liberación del mal que, según la visión bíblica, se realiza a través
de una persona que acepta el sufrimiento con su valor expiatorio: es el
caso de la figura misteriosa del Siervo del Señor en Isaías (cf. Is 42, 19; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-53, 12). También otros personajes cumplen la
misma función, como el profeta que carga con la culpa y expía las
injusticias de Israel (cf. Ez 4, 4-5), el traspasado, al que mirarán (cf. Za
12, 10-11 y Jn 19, 37; cf. también Ap 1, 7), y los mártires, que aceptan
su sufrimiento como expiación por los pecados de su pueblo (cf. 2 M 7,
37-38).
Jesús asume todas estas figuras y las reinterpreta. Sólo en él y por él
tomamos conciencia del mal, e invocamos al Padre para que nos
libere.
En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el
término ponerós (cf. Mt 6, 13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí
puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el
mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o
Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 2851 s). La «malignidad» humana, constituida por el poder
demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en
nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los
corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado.
Se trata del «misterio de iniquidad», del que habla san Pablo (cf. 2 Ts
2, 7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, «mas
dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los
cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona
límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre
están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran
en el mundo hasta enseñorearse de él» (Reconciliatio et paenitentia,
14).
Por desgracia, los seres humanos pueden llegar a ser protagonistas de
maldad, es decir, «generación malvada y adúltera» (Mt 12, 39).
5. Creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás, y que, de
este modo, ha logrado que ya no le temamos. A cada generación la
Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol Pedro en su
conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de Nazaret,
que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).
Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de
nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea
eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere
esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra
sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21, 4).
Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran
estas consoladoras palabras de Cristo: «En el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Miércoles 25 de agosto de 1999
Combatir el pecado personal y las «estructuras de pecado»
1. Prosiguiendo nuestra reflexión sobre el camino de conversión,
sostenidos por la certeza del amor del Padre, queremos centrar hoy
nuestra atención en el sentido del pecado, tanto personal como social.
Examinemos, ante todo, la actitud de Jesús, que vino precisamente
para liberar a los hombres del pecado y de la influencia de Satanás.
El Nuevo Testamento subraya con fuerza la autoridad de Jesús sobre
los demonios, que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11, 20). Desde la
perspectiva evangélica, la liberación de los endemoniados (cf. Mc 5, 120) cobra un significado más amplio que la simple curación física,
puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La
enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús
mismo lo explica con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para
que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar
pecados -dice al paralítico-: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa"» (Mc 2, 10-11). Antes que en las curaciones, Jesús
venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el diablo
le presentó en el período que pasó en el desierto, después de recibir el
bautismo de Juan (cf. Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Para
combatir el pecado que anida dentro de nosotros y en nuestro entorno,
debemos seguir los pasos de Jesús y aprender el gusto del «sí» que él
dijo continuamente al proyecto de amor del Padre. Este «sí» requiere
todo nuestro esfuerzo, pero no podríamos pronunciarlo sin la ayuda de
la gracia, que Jesús mismo nos ha obtenido con su obra redentora.
2. Al dirigir nuestra mirada ahora al mundo contemporáneo, debemos
constatar que en él la conciencia del pecado se ha debilitado
notablemente. A causa de una difundida indiferencia religiosa, o del
rechazo de cuanto la recta razón y la Revelación nos dicen acerca de
Dios, muchos hombres y mujeres pierden el sentido de la alianza de
Dios y de sus mandamientos. Además, muy a menudo la
responsabilidad humana se ofusca por la pretensión de una libertad
absoluta, que se considera amenazada y condicionada por Dios,
legislador supremo.
El drama de la situación contemporánea, que da la impresión de
abandonar algunos valores morales fundamentales, depende en gran
parte de la pérdida del sentido del pecado. A este respecto,
advertimos cuán grande debe ser el camino de la «nueva
evangelización». Es preciso hacer que la conciencia recupere el
sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad de sus dones,
para que pueda reconocer la gravedad del pecado, que pone al hombre
contra su Creador. Es necesario reconocer y defender como don
precioso de Dios la consistencia de la libertad personal, ante la
tendencia a disolverla en la cadena de condicionamientos sociales o a
separarla de su referencia irrenunciable al Creador.
3. También es verdad que el pecado personal tiene siempre una
dimensión social. El pecador, a la vez que ofende a Dios y se daña a sí
mismo, se hace responsable también del mal testimonio y de la
influencia negativa de su comportamiento. Incluso cuando el pecado
es interior, empeora de alguna manera la condición humana y
constituye una disminución de la contribución que todo hombre está
llamado a dar al progreso espiritual de la comunidad humana.
Además de todo esto, los pecados de cada uno consolidan las formas
de pecado social que son precisamente fruto de la acumulación de
muchas culpas personales. Es evidente que las verdaderas
responsabilidades siguen correspondiendo a las personas, dado que la
estructura social en cuanto tal no es sujeto de actos morales. Como
recuerda la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et
paenitentia, «la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o
denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o
comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios,
o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama
que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la
concentración de muchos pecados personales. (...) Las verdaderas
responsabilidades son de las personas» (n. 16).
Sin embargo, como he afirmado muchas veces, es un hecho
incontrovertible que la interdependencia de los sistemas sociales,
económicos y políticos crea en el mundo actual múltiples estructuras
de pecado (cf. Sollicitudo rei socialis, 36; Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1869). Existe una tremenda fuerza de atracción del mal
que lleva a considerar como «normales» e «inevitables» muchas
actitudes. El mal aumenta y presiona, con efectos devastadores, las
conciencias, que quedan desorientadas y ni siquiera son capaces de
discernir. Asimismo, al pensar en las estructuras de pecado que
frenan el desarrollo de los pueblos menos favorecidos desde el punto
de vista económico y político (cf. Sollicitudo rei socialis, 37), se siente
la tentación de rendirse frente a un mal moral que parece inevitable.
Muchas personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a
una situación que las supera y a la que no ven camino de salida. Pero
el anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de
que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser
vencidas y sustituidas por «estructuras de bien» (cf. ib., 39).
4. La «nueva evangelización» afronta este desafío. Debe esforzarse
para que todos los hombres recuperen la certeza de que en Cristo es
posible vencer el mal con el bien. Es preciso educar en el sentido de la
responsabilidad personal, vinculada íntimamente a los imperativos
morales y a la conciencia del pecado. El camino de conversión implica
la exclusión de toda connivencia con las estructuras de pecado que
hoy particularmente condicionan a las personas en los diversos
ambientes de vida.
El jubileo puede constituir una ocasión providencial para que las
personas y las comunidades caminen en esta dirección, promoviendo
una auténtica metánoia, o sea, un cambio de mentalidad, que
contribuya a la creación de estructuras más justas y humanas, en
beneficio del bien común.
Miércoles 1 de septiembre de 1999
1. «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres (...). Hemos pecado y
cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido, y
no hemos obedecido a tus preceptos» (Dn 3, 26. 29). Así oraban los
judíos después del exilio (cf. también Ba 2, 11-13), asumiendo las
culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide
perdón por las culpas también históricas de sus hijos.
En efecto, en nuestro siglo el acontecimiento del concilio Vaticano II
ha suscitado un notable impulso de renovación de la Iglesia, para que,
como comunidad de los salvados, se convierta cada vez más en
transparencia viva del mensaje de Jesús en medio del mundo. La
Iglesia, fiel a la enseñanza del último concilio, toma cada vez mayor
conciencia de que sólo con una continua purificación de sus miembros
e instituciones puede dar al mundo un testimonio coherente del Señor.
Por eso, «santa y siempre necesitada de purificación, busca sin cesar
la conversión y la renovación» (Lumen gentium, 8).
2. El reconocimiento de las implicaciones comunitarias del pecado
impulsa a la Iglesia a pedir perdón por las culpas históricas de sus
hijos. A ello la induce la magnífica ocasión del gran jubileo del año
2000, el cual, siguiendo las enseñanzas del Vaticano II, quiere iniciar
una nueva página de historia, superando los obstáculos que aún
dividen entre sí a los seres humanos y, en particular, a los cristianos.
Por eso, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente pedí que, al
final de este segundo milenio, «la Iglesia asuma con una conciencia
más viva el pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias
en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de
Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio
de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos
de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de
escándalo» (n. 33).
3. El reconocimiento de los pecados históricos supone una toma de
posición con respecto a los acontecimientos, tal como realmente
sucedieron y que sólo reconstrucciones históricas serenas y
completas pueden reproducir. Por otra parte, el juicio sobre
acontecimientos históricos no puede prescindir de una consideración
realista de los condicionamientos constituidos por los diversos
contextos culturales, antes de atribuir a los individuos
responsabilidades morales específicas.
Ciertamente, la Iglesia no teme la verdad que se desprende de la
historia y está dispuesta a reconocer los errores, si quedan
demostrados, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las
personas y a las comunidades. Es propensa a desconfiar de
afirmaciones generalizadas de absolución o condena con respecto a
las diversas épocas históricas. Encomienda la investigación sobre el
pasado a la paciente y honrada reconstrucción científica, sin
prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a
las culpas que se le achacan, como por lo que atañe a las injusticias
que ha sufrido.
Cuando son demostradas por una seria investigación histórica, la
Iglesia siente el deber de reconocer las culpas de sus miembros y
pedir perdón a Dios y a los hermanos por ellas. Esta petición de perdón
no debe entenderse como ostentación de fingida humildad, ni como
rechazo de su historia bimilenaria, ciertamente llena de méritos en los
campos de la caridad, de la cultura y de la santidad. Al contrario,
responde a una irrenunciable exigencia de verdad, que, además de los
aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de
las diferentes generaciones de los discípulos de Cristo.
4. La cercanía del jubileo atrae la atención hacia algunos tipos de
pecados presentes y pasados sobre los que, de modo particular, es
preciso invocar la misericordia del Padre.
Pienso, ante todo, en la dolorosa realidad de la división entre los
cristianos. Las laceraciones del pasado, en las que ciertamente tienen
culpa ambas partes, siguen siendo un escándalo ante el mundo. Un
segundo acto de arrepentimiento atañe a la aceptación de métodos de
intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad (cf. ib.,
35). Aunque muchos lo hicieron de buena fe, ciertamente no fue
evangélico pensar que la verdad se debía imponer con la fuerza. Luego
está la falta de discernimiento de no pocos cristianos con respecto a
situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La
petición de perdón vale para todo lo que se ha omitido o callado por
debilidad o por evaluación errónea, para lo que se ha hecho o dicho de
modo indeciso o poco idóneo.
Sobre estos puntos, y sobre otros, «la consideración de las
circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de
lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que
han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen
de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de
humilde mansedumbre» (ib.).
Así pues, la actitud penitencial de la Iglesia de nuestro tiempo, en el
umbral del tercer milenio, no pretende ser un revisionismo histórico de
conveniencia, que, por lo demás, sería tan sospechoso como inútil.
Más bien, dirige la mirada al pasado, reconociendo las culpas, para
que sirva de lección para un futuro de testimonio más puro.
Miércoles 8 de septiembre de 1999
1. Continuando la profundización en el sentido de la conversión, hoy
trataremos de comprender también el significado del perdón de los
pecados que nos ofrece Cristo a través de la mediación sacramental
de la Iglesia.
Y en primer lugar queremos tomar conciencia del mensaje bíblico
sobre el perdón de Dios: mensaje ampliamente desarrollado en el
Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud en el Nuevo. La
Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el Credo mismo, donde
precisamente profesa el perdón de los pecados: «Credo in
remissionem peccatorum».
2. El Antiguo Testamento nos habla, de diversas maneras, del perdón
de los pecados. A este respecto, encontramos una terminología muy
variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex 32, 32), «expiado»
(Is 6, 7), «echado a la espalda» (Is 38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103
dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v.
3); «no nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según
nuestras culpas» (v. 10); «como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles» (v. 13).
Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa la responsabilidad del
hombre ni la necesidad de su esfuerzo por convertirse. Pero, como
subraya el profeta Ezequiel, si el malvado se aparta de su conducta
perversa, su pecado ya no será recordado, y vivirá (cf. Ez 18, espec.
vv. 19-22).
3. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través
de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús
muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición
contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita
severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones
cuán grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos
sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443).
Culmen de esta revelación puede considerarse la sublime parábola
normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que debería
denominarse «del padre misericordioso» (cf. Lc 15, 11-32). Aquí la
actitud de Dios se presenta con rasgos realmente conmovedores
frente a los criterios y las expectativas del hombre. Para comprender
en toda su originalidad el comportamiento del padre en la parábola es
preciso tener presente que, en el marco social del tiempo de Jesús,
era normal que los hijos trabajaran en la casa paterna, como los dos
hijos del dueño de la viña, de la que nos habla en otra parábola (cf. Mt
21, 28-31). Este régimen debía durar hasta la muerte del padre, y sólo
entonces los hijos se repartían los bienes que les correspondían como
herencia. En cambio, en nuestro caso, el padre accede a la petición
del hijo menor, que quiere su parte de patrimonio, y reparte sus
haberes entre él y su hijo mayor (cf. Lc 15, 12).
4. La decisión del hijo menor de emanciparse, dilapidando los bienes
recibidos del padre y viviendo disolutamente (cf. Lc 15, 13), es una
descarada renuncia a la comunión familiar. El hecho de alejarse de la
casa paterna indica claramente el sentido del pecado, con su carácter
de ingrata rebelión y sus consecuencias, incluso humanamente,
penosas. Frente a la opción de este hijo, la racionalidad humana,
expresada de alguna manera en la protesta del hermano mayor,
hubiera aconsejado la severidad de un castigo adecuado, antes que
una plena reintegración en la familia.
El padre, por el contrario, al verlo llegar de lejos, le sale al encuentro,
conmovido, (o, mejor, «conmoviéndose en sus entrañas», como dice
literalmente el texto griego: Lc 15, 20), lo abraza con amor y quiere
que todos lo festejen.
La misericordia paterna resalta aún más cuando este padre, con un
tierno reproche al hermano mayor, que reivindica sus propios
derechos (cf. Lc 15, 29 ss), lo invita al banquete común de alegría. La
pura legalidad queda superada por el generoso y gratuito amor
paterno, que va más allá de la justicia humana, e invita a ambos
hermanos a sentarse una vez más a la mesa del padre.
El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente en el hogar paterno
al hijo que se había alejado, sino también en acogerlo en la alegría de
una comunión restablecida, llevándolo de la muerte a la vida. Por eso,
«convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15, 32).
El Padre misericordioso que abraza al hijo perdido es el icono
definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios es, ante todo y sobre todo,
Padre. Es el Dios Padre que extiende sus brazos misericordiosos para
bendecir, esperando siempre, sin forzar nunca a ninguno de sus hijos.
Sus manos sostienen, estrechan, dan fuerza y al mismo tiempo
confortan, consuelan y acarician. Son manos de padre y madre a la
vez.
El padre misericordioso de la parábola contiene en sí,
trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la maternidad. Al
arrojarse al cuello de su hijo, muestra la actitud de una madre que
acaricia al hijo y lo rodea con su calor. A la luz de esta revelación del
rostro y del corazón de Dios Padre se comprenden las palabras de
Jesús, desconcertantes para la lógica humana: «Habrá más alegría en
el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve
justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Así mismo:
«Se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que
se convierte» (Lc 15, 10).
5. El misterio de la «vuelta a casa» expresa admirablemente el
encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la misericordia y la
miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido, sino
que se extiende a todos.
La invitación al banquete, que el padre dirige al hijo mayor, implica la
exhortación del Padre celestial a todos los miembros de la familia
humana para que también ellos sean misericordiosos.
La experiencia de la paternidad de Dios conlleva la aceptación de la
«fraternidad», precisamente porque Dios es Padre de todos, incluso
del hermano que yerra.
Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del Padre; también
deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos y
escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores y comer con ellos
(cf. Lc 15, 2), demuestra que prefiere a los pecadores y publicanos que
se acercan a él con confianza (cf. Lc 15, 1) y así revela que fue
enviado a manifestar la misericordia del Padre. Es la misericordia que
resplandece sobre todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo
ofrece para el perdón de los pecados (cf. Mt 26, 28).
Miércoles 15 de Setiembre 1999
1. El camino hacia el Padre, propuesto a la especial reflexión de este
año de preparación para el gran jubileo, implica también el
redescubrimiento del sacramento de la penitencia en su significado
profundo de encuentro con él, que perdona mediante Cristo en el
espíritu (cf. Tertio millennio adveniente, 50).
Son varios los motivos por los que urge en la Iglesia una reflexión
seria sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor
del Padre, como fundamento del vivir y el obrar cristiano, en el marco
de la sociedad actual, donde a menudo se halla ofuscada la visión
ética de la existencia humana. Si muchos han perdido la dimensión del
bien y del mal, es porque han perdido el sentido de Dios, interpretando
la culpa solamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En
segundo lugar, la pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de
crecimiento en la fe que subraye el valor del espíritu y de la práctica
penitencial en todo el arco de la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esa dimensión penitencial como
compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia
supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia
de Dios. Sobre todo en el Nuevo Testamento la conversión es exigida
como opción fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación
del reino de Dios: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15; cf.
Mt 4, 17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio y anuncia la
plenitud de los tiempos y la inminencia del reino. El «convertíos» (en
griego, metanoe¢te) es una llamada a cambiar el modo de pensar y
actuar.
3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del
anuncio que hacen los Apóstoles después de Pentecostés. En él, el
objeto del anuncio es explicitado plenamente: ya no es genéricamente
el «reino», sino la obra misma de Jesús, insertada en el plan divino
predicho por los profetas. Después del anuncio de lo que aconteció en
Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, hacen una
apremiante invitación a la conversión, a la que está vinculado también
el perdón de los pecados. Todo esto queda claramente de manifiesto
en el discurso que Pedro hace en el pórtico de Salomón: «Dios ha dado
así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los
profetas, la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para
que sean borrados vuestros pecados» (Hch 3, 18-19).
En el Antiguo Testamento, este perdón de los pecados es prometido
por Dios en el marco de la nueva alianza, que él establecerá con su
pueblo (cf. Jr 31, 31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. Desde esa
perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con
Dios y, a la vez, una actitud permanente de aquel que, acogiendo las
palabras del anuncio evangélico, entra a formar parte del reino de Dios
en su dinamismo histórico y escatológico.
4. En el sacramento de la reconciliación se realizan y hacen visibles
mistéricamente esos valores fundamentales anunciados por la palabra
de Dios. Ese sacramento vuelve a insertar al hombre en el marco
salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a la vida trinitaria, que es
diálogo de gracia, comunicación de amor, don y acogida del Espíritu
Santo.
Una relectura atenta del Ordo paenitentiae ayudará mucho a
profundizar, con ocasión del jubileo, las dimensiones esenciales de
este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende, en gran
parte, de su redescubrimiento. En efecto, el sacramento de la
reconciliación no se limita al momento litúrgico-celebrativo, sino que
lleva a vivir la actitud penitencial como dimensión permanente de la
experiencia cristiana. Es «un acercamiento a la santidad de Dios, un
nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada
por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con
ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados,
que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar»
(Reconciliatio et paenitentia, 31, III).
5. Para los contenidos doctrinales de este sacramento remito a la
exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (cf. nn. 28-34) y al
Catecismo de la Iglesia católica (cf. nn. 1420-1484), así como a las
demás intervenciones del Magisterio eclesial. Aquí deseo recordar la
importancia de la atención pastoral necesaria para que el pueblo de
Dios valore este sacramento, de modo que el anuncio de la
reconciliación, el camino de conversión e incluso la celebración del
sacramento logren tocar más el corazón de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que sólo es buen confesor
el que es auténtico penitente. Los sacerdotes saben que son
depositarios de un poder que viene de lo alto: en efecto, el perdón que
transmiten «es el signo eficaz de la intervención del Padre»
(Reconciliatio et paenitentia, 31, III), que hace resucitar de la muerte
espiritual. Por eso, viviendo con humildad y sencillez evangélica una
dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben
descuidar su propio perfeccionamiento y actualización, a fin de que no
les falten nunca las cualidades humanas y espirituales, tan necesarias
para la relación con las conciencias.
Pero, juntamente con los pastores, toda la comunidad cristiana debe
participar en la renovación pastoral del sacramento de la
reconciliación. Lo exige la «eclesialidad» propia del sacramento. La
comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y
perdonado y, antes aún, crea el ambiente adecuado para un camino de
vuelta al Padre. En una comunidad reconciliada y reconciliadora los
pecadores pueden volver a encontrar la senda perdida y la ayuda de
los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana se
puede trazar nuevamente un sólido camino de caridad que, mediante
las buenas obras, haga visible el perdón recuperado, el mal reparado y
la esperanza de poder encontrar de nuevo los brazos misericordiosos
del Padre.
Miércoles 22 de septiembre de 1999
1. Prosiguiendo la reflexión sobre el sacramento de la penitencia,
queremos hoy profundizar en una dimensión que lo caracteriza
intrínsecamente: la reconciliación. Este aspecto del sacramento se
presenta como antídoto y medicina con respecto al carácter lacerante
propio del pecado. En efecto, al pecar, el hombre no sólo se aleja de
Dios; también siembra gérmenes de división dentro de sí mismo y en
las relaciones con sus hermanos. Por ello, el movimiento de regreso a
Dios implica una reintegración de la unidad dañada por el pecado.
2. La reconciliación es don del Padre. Sólo él puede realizarla. Por eso,
representa ante todo una llamada que viene de lo alto: «En nombre de
Cristo, os suplicamos: reconciliaos con Dios» (2 Co 5, 20). Como Jesús
nos explica en la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15, 11-32),
para él perdonar y reconciliar es una fiesta. El Padre, en ese pasaje
evangélico, como en otros muchos, no sólo ofrece perdón y
reconciliación; también muestra que esos dones son fuente de alegría
para todos.
En el Nuevo Testamento es significativo el vínculo que existe entre la
paternidad divina y la gran alegría del banquete. Se compara el reino
de Dios a un banquete donde el que invita es precisamente el Padre
(cf. Mt 8, 11; 22, 4; 26, 29). La culminación de toda la historia salvífica
se expresa asimismo con la imagen del banquete preparado por Dios
Padre para las bodas del Cordero (cf. Ap 19, 6-9).
3. En Cristo, Cordero sin mancha, entregado por nuestros pecados (cf.
1 P 1, 19; Ap 5, 6; 12, 11) se concentra la reconciliación que procede
del Padre. Jesucristo no sólo es el reconciliador, sino también la
reconciliación. Como enseña san Pablo, el que hayamos llegado a ser
criaturas nuevas, renovadas por el Espíritu, «proviene de Dios, que nos
reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Co 5, 1819).
Precisamente por el misterio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo se
supera el drama de la división que existía entre el hombre y Dios. En
efecto, con la Pascua, el misterio de la misericordia infinita del Padre
penetra en las raíces más oscuras de la iniquidad del ser humano. Allí
tiene lugar un movimiento de gracia que, si se acoge libremente, lleva
a gustar la dulzura de una plena reconciliación.
El abismo del dolor y de la renuncia de Cristo se transforma así en una
fuente inagotable de amor compasivo y pacificador. El Redentor abre
un camino de vuelta al Padre que permite experimentar de nuevo la
relación filial perdida y confiere al ser humano las fuerzas necesarias
para conservar esta comunión profunda con Dios.
4. Por desgracia, también en la existencia redimida existe la
posibilidad de volver a pecar, y eso exige una continua vigilancia.
Además, incluso después del perdón, quedan las «huellas del pecado»
que han de borrarse y combatirse mediante un programa penitencial
de compromiso más intenso por el bien. Ese compromiso exige, en
primer lugar, la reparación de las injusticias, físicas o morales,
infligidas a grupos o personas. La conversión se transforma así en un
camino permanente, en el que el misterio de la reconciliación
realizado en el sacramento se presenta como punto de llegada y punto
de partida.
El encuentro con Cristo que perdona desarrolla en nuestro corazón el
dinamismo de la caridad trinitaria, que el Ordo paenitentiae describe
así: «Por medio del sacramento de la penitencia el Padre acoge al hijo
arrepentido que vuelve a él, Cristo toma en sus hombros a la oveja
perdida para llevarla al redil, y el Espíritu Santo santifica nuevamente
su templo o intensifica en él su presencia. Signo de eso es la
participación, renovada y más fervorosa, en la mesa del Señor, en la
gran alegría del banquete que la Iglesia de Dios convoca para festejar
el regreso del hijo alejado» (n. 6; cf. también nn. 5 y 19).
5. El «Rito de la penitencia» expresa en la fórmula de absolución el
vínculo que existe entre el perdón y la paz, que Dios Padre ofrece en la
Pascua de su Hijo y «por el ministerio de la Iglesia» (ib., 46). El
sacramento, a la vez que significa y realiza el don de la reconciliación,
pone de relieve que no sólo atañe a nuestra relación con Dios Padre,
sino también a la relación con nuestros hermanos. Son dos aspectos
de la reconciliación íntimamente vinculados entre sí. La acción
reconciliadora de Cristo tiene lugar en la Iglesia. Ésta no puede
reconciliar por sí misma, sino como instrumento vivo del perdón de
Cristo, en virtud de un mandato preciso del Señor (cf. Jn 20, 23; Mt 18,
18). Esta reconciliación en Cristo se realiza de modo eminente en la
celebración del sacramento de la penitencia. Pero todo el ser íntimo
de la Iglesia en su dimensión comunitaria se caracteriza por la
apertura permanente a la reconciliación.
Es preciso superar cierto individualismo al concebir la reconciliación:
toda la Iglesia contribuye a la conversión de los pecadores, a través
de la oración, la exhortación, la corrección fraterna y el apoyo de la
caridad. Sin la reconciliación con los hermanos la caridad no se hace
realidad en la persona. De la misma manera que el pecado daña el
tejido del Cuerpo de Cristo, así también la reconciliación restablece la
solidaridad entre los miembros del pueblo de Dios.
6. La práctica penitencial antigua ponía de relieve el aspecto
comunitarioeclesial de la reconciliación, especialmente en el
momento final de la absolución por parte del obispo, con la readmisión
plena de los penitentes en la comunidad. La enseñanza de la Iglesia y
la disciplina penitencial promulgada después del concilio Vaticano II
exhortan a redescubrir y a destacar de nuevo la dimensión
comunitaria-eclesial de la reconciliación (cf. Lumen gentium, 11; y
también Sacrosanctum Concilium, 27), sin descuidar la doctrina sobre
la necesidad de la confesión individual.
En el marco del gran jubileo del año 2000 será importante proponer al
pueblo de Dios itinerarios de reconciliación adecuados y actualizados,
que ayuden a redescubrir la índole comunitaria no sólo de la
penitencia, sino también de todo el proyecto de salvación del Padre
sobre la humanidad. Así se hará realidad la enseñanza de la
constitución Lumen gentium: «Dios quiso santificar y salvar a los
hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino
hacer de ellos un pueblo, para que lo conociera de verdad y le sirviera
con una vida santa» (n. 9).
Miércoles, 29 de Setiembre 1999
1. En íntima conexión con el sacramento de la penitencia, se presenta
a nuestra reflexión un tema que guarda una relación muy directa con
la celebración del jubileo: me refiero al don de la indulgencia, que en
el año jubilar se ofrece con especial abundancia, como está previsto
en la bula Incarnationis mysterium y en las disposiciones anexas de la
Penitenciaría apostólica.
Se trata de un tema delicado, sobre el que no han faltado
incomprensiones históricas, que han influido negativamente incluso en
la comunión entre los cristianos. En el actual marco ecuménico, la
Iglesia siente la exigencia de que esta antigua práctica, entendida
como expresión significativa de la misericordia de Dios, se comprenda
y acoja bien. En efecto, la experiencia demuestra que a veces se
recurre a las indulgencias con actitudes superficiales, que acaban por
hacer inútil el don de Dios, arrojando sombra sobre las verdades y los
valores propuestos por la enseñanza de la Iglesia.
2. El punto de partida para comprender la indulgencia es la
abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la cruz de
Cristo. Jesús crucificado es la gran «indulgencia» que el Padre ha
ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la
posibilidad de la vida filial (cf. Jn 1, 12-13) en el Espíritu Santo (cf. Ga
4, 6; Rm 5, 5; 8, 15-16).
Ahora bien, este don, en la lógica de la alianza que es el núcleo de
toda la economía de la salvación, no nos llega sin nuestra aceptación
y nuestra correspondencia.
A la luz de este principio, no es difícil comprender que la
reconciliación con Dios, aunque está fundada en un ofrecimiento
gratuito y abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un
proceso laborioso, en el que participan el hombre, con su compromiso
personal, y la Iglesia, con su ministerio sacramental. Para el perdón de
los pecados cometidos después del bautismo, ese camino tiene su
centro en el sacramento de la penitencia, pero se desarrolla también
después de su celebración. En efecto, el hombre debe ser
progresivamente «sanado» con respecto a las consecuencias
negativas que el pecado ha producido en él (y que la tradición
teológica llama «penas» y «restos» del pecado).
3. A primera vista, hablar de penas después del perdón sacramental
podría parecer poco coherente. Con todo, el Antiguo Testamento nos
demuestra que es normal sufrir penas reparadoras después del
perdón. En efecto, Dios, después de definirse «Dios misericordioso y
clemente, (...) que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado»,
añade: «pero no los deja impunes» (Ex 34, 6-7). En el segundo libro de
Samuel, la humilde confesión del rey David después de su grave
pecado le alcanza el perdón de Dios (cf. 2 S 12, 13), pero no elimina el
castigo anunciado (cf. 2 S 12, 11; 16, 21). El amor paterno de Dios no
excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una
justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del
bien mismo del hombre (cf. Hb 12, 4-11).
En ese contexto, la pena temporal expresa la condición de sufrimiento
de aquel que, aun reconciliado con Dios, está todavía marcado por los
«restos» del pecado, que no le permiten una total apertura a la gracia.
Precisamente con vistas a una curación completa, el pecador está
llamado a emprender un camino de purificación hacia la plenitud del
amor.
En este camino la misericordia de Dios le sale al encuentro con
ayudas especiales. La misma pena temporal desempeña una función
de «medicina» en la medida en que el hombre se deja interpelar para
su conversión profunda. Éste es el significado de la «satisfacción» que
requiere el sacramento de la penitencia.
4. El sentido de las indulgencias se ha de comprender en este
horizonte de renovación total del hombre en virtud de la gracia de
Cristo Redentor mediante el ministerio de la Iglesia. Tienen su origen
histórico en la conciencia que tenía la Iglesia antigua de que podía
expresar la misericordia de Dios mitigando las penitencias canónicas
infligidas para la remisión sacramental de los pecados. Sin embargo,
la mitigación siempre quedaba balanceada por compromisos,
personales y comunitarios, que asumieran, como sustitución, la
función «medicinal» de la pena.
Ahora podemos comprender el hecho de que por indulgencia se
entiende «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados,
ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel, dispuesto y
cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la
Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y
aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los
santos» (Enchiridion indulgentiarum, Normae de indulgentiis, Librería
Editora Vaticana 1999, p. 21; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1471).
Así pues, existe el tesoro de la Iglesia, que se «distribuye» a través de
las indulgencias. Esa «distribución» no ha de entenderse a manera de
transferencia automática, como si se tratara de «cosas». Más bien, es
expresión de la plena confianza que la Iglesia tiene de ser escuchada
por el Padre cuando, -en consideración de los méritos de Cristo y, por
su don, también de los de la Virgen y los santosle pide que mitigue o
anule el aspecto doloroso de la pena, desarrollando su sentido
medicinal a través de otros itinerarios de gracia. En el misterio
insondable de la sabiduría divina, este don de intercesión puede
beneficiar también a los fieles difuntos, que reciben sus frutos del
modo propio de su condición.
5. Se ve entonces cómo las indulgencias, lejos de ser una especie de
«descuento» con respecto al compromiso de conversión, son más bien
una ayuda para un compromiso más firme, generoso y radical. Este
compromiso se exige de tal manera, que para recibir la indulgencia
plenaria se requiere como condición espiritual la exclusión «de todo
afecto hacia cualquier pecado, incluso venial» (Enchiridion
indulgentiarum, p. 25).
Por eso, erraría quien pensara que puede recibir este don simplemente
realizando algunas actividades exteriores. Al contrario, se requieren
como expresión y apoyo del camino de conversión. En particular
manifiestan la fe en la abundancia de la misericordia de Dios y en la
maravillosa realidad de la comunión que Cristo ha realizado, uniendo
indisolublemente la Iglesia a sí mismo como su Cuerpo y su Esposa.
Miércoles 6 de Octubre de 1999
1. La conversión, de la que hemos hablado en las catequesis
anteriores, está orientada a la práctica del mandamiento del amor. En
este año del Padre, es particularmente oportuno poner de relieve la
virtud teologal de la caridad, según la indicación de la carta apostólica
Tertio millennio adveniente (cf. n. 50).
El apóstol san Juan recomienda: «Queridos hermanos: amémonos
unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido
de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque
Dios es Amor» (1 Jn 4, 7-8).
Estas palabras sublimes, al tiempo que nos revelan la esencia misma
de Dios como misterio de caridad infinita, ponen también las bases en
que se apoya la ética cristiana, concentrada totalmente en el mandato
del amor. El hombre está llamado a amar a Dios con una entrega total
y a tratar a sus hermanos con una actitud de amor inspirado en el
amor mismo de Dios. Convertirse significa convertirse al amor.
Ya en el Antiguo Testamento se puede descubrir la dinámica profunda
de este mandamiento, en la relación de alianza instaurada por Dios
con Israel: por una parte está la iniciativa de amor de Dios; por otra, la
respuesta de amor que él espera. Por ejemplo, en el libro del
Deuteronomio se presenta así la iniciativa divina: «No porque seáis el
más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de
vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los
pueblos; sino por el amor que os tiene» (Dt 7, 7-8). A este amor de
predilección, totalmente gratuito, corresponde el mandamiento
fundamental, que orienta toda la religiosidad de Israel: «Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas» (Dt 6, 5).
2. El Dios que ama es un Dios que no permanece alejado, sino que
interviene en la historia. Cuando revela su nombre a Moisés, lo hace
para garantizar su asistencia amorosa en el acontecimiento salvífico
del Éxodo, una asistencia que durará para siempre (cf. Ex 3, 15). A
través de las palabras de los profetas, recordará continuamente a su
pueblo este gesto suyo de amor. Leemos, por ejemplo, en Jeremías:
«Así dice el Señor: halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de
la espada: va a su descanso Israel. De lejos el Señor se me apareció.
Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr
31, 2-3).
Es un amor que asume rasgos de una inmensa ternura (cf. Os 11, 8 ss;
Jr 31, 20); normalmente utiliza la imagen paterna, pero a veces se
expresa también con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor
y en compasión» (Os 2, 21; cf. 18-25).
Incluso después de haber constatado en su pueblo una repetida
infidelidad a la alianza, este Dios está dispuesto a ofrecer su amor,
creando en el hombre un corazón nuevo, que lo capacita para acoger
sin reservas la ley que se le da, como leemos en el profeta Jeremías:
«Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr
31, 33). De forma similar, se lee en Ezequiel: «Os daré un corazón
nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).
3. El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada
en Jesús, Hijo amado por el Padre (cf. Jn 3, 35; 5, 20; 10, 17), el cual
se manifiesta mediante él. Los hombres participan en este amor
conociendo al Hijo, o sea, acogiendo su doctrina y su obra redentora.
Sólo es posible acceder al amor del Padre imitando al Hijo en el
cumplimiento de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor»
(Jn 15, 9-10). Así se llega a participar también del conocimiento que el
Hijo tiene del Padre. «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe
lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
4. El amor nos hace entrar plenamente en la vida filial de Jesús,
convirtiéndonos en hijos en el Hijo: «Mirad qué amor nos ha tenido el
Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos. El mundo no nos
conoce porque no le conoció a él» (1 Jn 3, 1). El amor transforma la
vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar
el conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco de
un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co
13, 12).
Es preciso subrayar la relación que existe entre conocimiento y amor.
La conversión íntima que el cristianismo propone es una auténtica
experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús, durante la
última cena, en la oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo» (Jn 17, 3). Ciertamente, el conocimiento de Dios tiene
también una dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1, 19-20). Pero la
experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es decir, en
último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
ha sido dado» (Rm 5, 5).
Gracias al Paráclito hacemos la experiencia del amor paterno de Dios.
Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es
precisamente la certeza de que este amor perenne e ilimitado, con el
que Dios nos ha amado primero, no nos abandonará nunca: «¿Quién
nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte
ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni
las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro» (Rm 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, late
en sintonía con Dios, que ama con un amor perenne.
Miércoles 13 de Octubre de 1999
1. En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del amor a Dios
estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu
corazón estos mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus
hijos y les hablarás siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando
viajes, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
En la base de esta exigencia de amar a Dios de modo total se
encuentra el amor que Dios mismo tiene al hombre. Del pueblo al que
ama con un amor de predilección espera una auténtica respuesta de
amor. Es un Dios celoso (cf. Ex 20, 5), que no puede tolerar la idolatría,
la cual constituye una continua tentación para su pueblo. De ahí el
mandamiento: «No tendrás otros dioses delante mí» (Ex 20, 3).
Israel comprende progresivamente que, por encima de esta relación
de profundo respeto y adoración exclusiva, debe tener con respecto al
Señor una actitud de hijo e incluso de esposa. En ese sentido se ha de
entender y leer el Cantar de los cantares, que transfigura la belleza del
amor humano en el diálogo nupcial entre Dios y su pueblo.
El libro del Deuteronomio recuerda dos características esenciales de
ese amor. La primera es que el hombre nunca sería capaz de tenerlo,
si Dios no le diera la fuerza mediante la «circuncisión del corazón» (cf.
Dt 30, 6), que elimina del corazón todo apego al pecado. La segunda es
que ese amor, lejos de reducirse al sentimiento, se hace realidad
«siguiendo los caminos» de Dios, cumpliendo «sus mandamientos,
preceptos y normas» (Dt 30, 16). Ésta es la condición para tener «vida
y felicidad», mientras que volver el corazón hacia otros dioses lleva a
encontrar «muerte y desgracia» (Dt 30, 15).
2. El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la enseñanza de
Jesús, que lo define «el mayor y el primer mandamiento», uniéndole
íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a
proponer ese mandamiento con las mismas palabras del Antiguo
Testamento, Jesús muestra que en este punto la Revelación ya había
alcanzado su cima.
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús el sentido de
este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en él se realiza la
máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en
adelante amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con
todas las fuerzas, significa amar al Dios que se reveló en Cristo y
amarlo participando del amor mismo de Cristo, derramado en nosotros
«por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
3. La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que
enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los
mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más
aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En
esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1
Jn 5, 3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la
condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame,
será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,
21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del Espíritu, se
funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como él mismo afirma en
la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo
seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado
esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta
sobre todo en el don que él ha hecho de su vida, don que por una parte
testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que
Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn
15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo
de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama
se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y
resurrección.
4. La Iglesia ha expresado esta sublime realidad enseñando que la
caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se refiere
directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el
círculo del amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama
Cristo, viendo en nosotros su imagen. Esta, por decirlo así, es dibujada
en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la
realiza en el tiempo.
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más íntimo de nuestra
persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana. El
dinamismo del amor a Dios brota de una especie de «connaturalidad»
realizada por el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje
de la tradición oriental.
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima la vida moral del
cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las cuales
edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el
Catecismo de la Iglesia católica, «el ejercicio de todas las virtudes
está animado e inspirado por la caridad. Esta es 2el vínculo de la
perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las
ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La
caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva
a la perfección sobrenatural del amor divino» (n. 1827). Como
cristianos, estamos siempre llamados al amor.
Miércoles 20 de Octubre de 1999
1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento:
quien ama a•Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).
La virtud teologal de la caridad, de la que hablamos en la catequesis
anterior, se expresa en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo.
En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad en
nuestro interior.
En efecto, la caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente
en la Pascua del Hijo, crucificado y resucitado, y es infundida en
nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su
mismo amor.
Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano
como él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no
puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos
una íntima y perseverante comunión de amor.
2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es
inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los
israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu
pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque
este mandamiento en un primer momento parece restringido
únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido
cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en
medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en
tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).
En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido
claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene
fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt
5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera
imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre
celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción
de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al
amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la
síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo
quien practica ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios,
como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la
pregunta (cf. Mc 12, 28-34).
3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor
a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender
por qué el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu,
es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por san
Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio
de sí» (Ga 5, 22-23).
La tradición teológica ha distinguido las virtudes teologales, los dones
y los frutos del Espíritu Santo, aunque los ha puesto en correlación (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1830-1832). Mientras las virtudes
son cualidades permanentes conferidas a la criatura con vistas a las
obras sobrenaturales que debe realizar y los dones perfeccionan tanto
las virtudes teologales como las morales, los frutos del Espíritu son
actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo habitual
y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70,
a.1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que san Pablo afirma
cuando habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol
quiere indicar que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma
de todo acto virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa
en una variada gama de colores, así la caridad se manifiesta en
múltiples frutos del Espíritu.
4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «Por encima de todo
esto, revestíos del •amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,
14). El himno a la caridad, contenido •en •la primera carta a los
Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad sobre todos
los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la esperanza
(cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba
nunca» (1 Co 13, 8).
El amor al prójimo tiene una connotación cristológica, dado que debe
adecuarse al don que Cristo ha hecho de su vida: «En esto hemos
conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Ese
mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse
«nuevo» y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he
amado, así también amaos los unos a los otros. En esto conocerán
todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros»
(Jn 13, 34-35). El significado cristológico del amor al prójimo
resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces
se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es
precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los
hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...»
(cf. Mt 25, 31-46).
Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra
concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente
al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el
amor universal del Padre.
Miércoles 27 de Octubre de 1999
1. El concilio Vaticano II subraya una dimensión específica de la
caridad, que nos lleva, a ejemplo de Cristo, a salir al encuentro sobre
todo de los más pobres: «Como Cristo fue enviado por el Padre a
i.anunciar la buena nueva a los pobres, a sanar a los de corazón
destrozadoló (Lc 4, 18), i8a buscar y salvar lo que estaba perdidolt (Lc
9, 10), así también la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren
bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres
y en los que sufren la imagen de su Fundador, pobre y sufriente, se
preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» (Lumen
gentium, 8).
Hoy queremos profundizar en la enseñanza de la sagrada Escritura
sobre las motivaciones del amor preferencial por los pobres.
2. Ante todo, conviene observar que, del Antiguo Testamento al Nuevo,
existe un progreso en la valoración del pobre y de su situación. En el
Antiguo Testamento se manifiesta a menudo la convicción humana
común según la cual la riqueza es mejor que la pobreza y constituye la
justa recompensa reservada al hombre recto y temeroso de Dios:
«Dichoso el que teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. (...) En
su casa habrá riquezas y abundancia» (Sal 112, 1.3). La pobreza se
entiende como castigo para quien rechaza la instrucción sapiencial
(cf. Pr 13, 18).
Pero, desde otra perspectiva, el pobre es objeto de particular atención
en cuanto víctima de una injusticia perversa. Son famosas las
invectivas de los profetas contra la explotación de los pobres. El
profeta Amós (cf. Am 2, 6-15) incluye la opresión del pobre entre las
acusaciones contra Israel: «Venden al justo por dinero y al pobre por
un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los
débiles, y tuercen el camino de los humildes» (Am 2, 6-7). También
Isaías subraya la vinculación de la pobreza con la injusticia: «¡Ay de
los que dan leyes inicuas, y de los escribas que escriben
prescripciones tiránicas, para apartar del tribunal a los pobres, y
conculcar el derecho de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a
las viudas y robar a los huérfanos» (Is 10, 1-2)
Esta vinculación explica también por qué abundan las normas en
defensa de los pobres y de los que son más débiles socialmente: «No
vejarás a viuda ni a huérfano. Si lo haces, clamarán a mí, y yo oiré su
clamor» (Ex 22, 21-22; cf. Pr 22, 22-23; Si 4, 1-10). Defender al pobre es
honrar a Dios, padre de los pobres. Por tanto, se justifica y se
recomienda la generosidad con respecto a ellos (cf. Dt 15, 1-11; 24, 1015; Pr 14, 21; 17, 5).
En la progresiva profundización del tema de la pobreza, ésta va
asumiendo poco a poco un valor religioso. Dios habla de «sus» pobres
(cf. Is 49, 13), que llegan a identificarse con «el resto de Israel»,
pueblo humilde y pobre, según una expresión del profeta Sofonías (cf.
So 3, 12). También del futuro Mesías se dice que se interesará por los
pobres y oprimidos, como afirma Isaías en el conocido texto sobre el
retoño que brotará del tronco de Jesé: «Juzgará con justicia a los
pobres y sentenciará con rectitud a los oprimidos de la tierra» (Is 11,
4).
3. Por eso, en el Nuevo Testamento se anuncia a los pobres la buena
nueva de la liberación, como Jesús mismo subraya, aplicándose la
profecía del libro de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha
enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor» (Lc 4, 18-19, cf. Is 61, 1-2).
Es preciso asumir la actitud interior del pobre para poder participar
del «reino de los cielos» (cf. Mt 5, 3; Lc 6, 20). En la parábola de la
gran cena los pobres y los lisiados, los ciegos y los cojos, es decir,
todas las clases sociales más afligidas y marginadas, son invitados al
banquete (cf. Lc 14, 21). Santiago dirá que Dios «escogió a los pobres
según el mundo como ricos en la fe y herederos del reino que prometió
a los que le aman» (St 2, 5).
4. La pobreza «evangélica» implica siempre un gran amor a los más
pobres de este mundo. En este tercer año de preparación para el gran
jubileo es necesario redescubrir a Dios como Padre providente que se
inclina sobre los sufrimientos humanos para elevar a los que se
encuentran inmersos en ellos. También nuestra caridad debe
traducirse en participación y promoción humana, entendida como
crecimiento integral de toda persona.
La radicalidad evangélica ha impulsado a numerosos discípulos de
Jesús, a lo largo de la historia, a buscar la pobreza hasta el punto de
vender sus bienes y darlos como limosna. La pobreza aquí llega a ser
una virtud que, además de aligerar la situación del pobre, se
transforma en camino espiritual gracias al cual puede alcanzar la
verdadera riqueza, o sea, un tesoro inagotable en los cielos (cf. Lc 12,
32-34). La pobreza material nunca es fin en sí misma, sino un medio
para seguir a Cristo, el cual, como recuerda san Pablo a los Corintios,
«siendo rico, se hizo pobre por vosotros, a fin de que os enriquecierais
con su pobreza» (2 Co 8, 9).
5. Aquí no puedo por menos de destacar, una vez más, que los pobres
constituyen el desafío actual, sobre todo para los pueblos ricos de
nuestro planeta, donde millones de personas viven en condiciones
inhumanas y muchos, literalmente, mueren de hambre. No se puede
anunciar a Dios Padre a estos hermanos sin el compromiso de
colaborar en nombre de Cristo con vistas a la construcción de una
sociedad más justa.
La Iglesia se ha esforzado siempre, especialmente con su magisterio
social, desde la Rerum novarum hasta la Centesimus annus, por
afrontar el tema de los más pobres. El gran jubileo del año 2000 debe
vivirse como una nueva ocasión de fuerte conversión de los
corazones, para que el Espíritu Santo suscite en esta dirección nuevos
testigos. Los cristianos, juntamente con todos los hombres de buena
voluntad, deberán contribuir, mediante adecuados programas
económicos y políticos, a los cambios estructurales tan necesarios
para que la humanidad se libre de la plaga de la pobreza (cf.
Centesimus annus, 57).
Miércoles 3 de Noviembre de 1999
1. «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve
hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber» (Mt
25, 34-35).
Estas palabras del evangelio nos ayudan a dar concreción a nuestra
reflexión sobre la caridad, impulsándonos a poner por obra, de
acuerdo con las indicaciones de la carta apostólica Tertio millennio
adveniente (cf. n. 51), algunas líneas de compromiso particularmente
acordes con el espíritu del gran jubileo que nos disponemos a
celebrar.
Con este fin, es oportuno hacer referencia al jubileo bíblico, descrito
en el libro del Levítico (capítulo 25). En ciertos aspectos recalca y
expresa de modo más completo la función del año sabático (cf. Lv 25,
2-7.18-22), que es el año en el que no se debe cultivar la tierra. El año
jubilar cae después de un período de 49 años. También se caracteriza
por la renuncia a cultivar la tierra (cf. Lv 25, 8-12), pero implica dos
normas que benefician a los israelitas. La primera atañe a la
recuperación de las propiedades de tierras y casas (cf. Lv 25, 13-17.
23-24); la segunda, a la liberación del esclavo israelita que se vendió
por deudas a otro (cf. Lv 25, 39-55).
2. El jubileo cristiano, como se comenzó a celebrar a partir del Papa
Bonifacio VIII en el año 1300, tiene una configuración específica, pero
también elementos que se remontan al jubileo bíblico. Por lo que
concierne a la posesión de los bienes inmuebles, las normas del
jubileo bíblico se fundaban en el principio según el cual la «tierra es
de Dios» y, por tanto, fue dada para beneficio de la comunidad entera.
Por eso, si un israelita había enajenado su terreno, el año jubilar le
permitía recobrarlo. «La tierra no puede venderse para siempre,
porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y
huéspedes. En todo terreno de vuestra propiedad concederéis derecho
a rescatar la tierra» (Lv 25, 23-24).
El jubileo cristiano se remonta cada vez más conscientemente a los
valores sociales del jubileo bíblico, que quiere interpretar y volver a
proponer en el marco contemporáneo, reflexionando sobre las
exigencias del bien común y sobre el destino universal de los bienes
de la tierra. Precisamente en esta perspectiva, en la carta apostólica
Tertio millennio adveniente propuse que el jubileo se viva como «un
tiempo oportuno para pensar, entre otras cosas, en una notable
reducción, si no en una total condonación, de la deuda externa, que
grava sobre el destino de muchas naciones» (n. 51).
3. Pablo VI, en la encíclica Populorum progressio, a propósito de este
problema, típico de numerosos países económicamente débiles,
afirmó que hace falta un diálogo entre quienes aportan los medios y
quienes se benefician de ellos, a fin de «medir las aportaciones no
sólo de acuerdo con la generosidad y las disponibilidades de los unos,
sino también en función de las necesidades reales y de las
posibilidades de empleo de los otros. Con ello los países en vías de
desarrollo no correrán en adelante el riesgo de estar abrumados de
deudas, cuya satisfacción absorbe la mayor parte de sus beneficios»
(n. 54). En la encíclica Sollicitudo rei socialis, advertí que, por
desgracia, las nuevas circunstancias tanto en los países endeudados
como en el mercado internacional que financia han hecho que la
financiación misma resulte «contraproducente», y esto «ya sea porque
los países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda,
se ven obligados a exportar los capitales que serían necesarios para
aumentar o, incluso, para mantener su nivel de vida, ya sea porque,
por la misma razón, no pueden obtener nuevas fuentes de financiación
igualmente indispensables» (n. 19).
4. El problema es complejo y no tiene fácil solución. Sin embargo,
debe quedar claro que no es sólo de índole económica, sino que afecta
a los principios éticos fundamentales y es preciso que encuentre
espacio en el derecho internacional, para que sea afrontado y resuelto
de forma adecuada según perspectivas a medio y largo plazo. Es
necesario aplicar una «ética de la supervivencia» que regule las
relaciones entre acreedores y deudores, de modo que el deudor en
dificultad no cargue con un peso insoportable. Se trata de evitar
especulaciones abusivas, hallar soluciones mediante las cuales los
que prestan tengan mejores garantías y los que reciben se sientan
comprometidos a realizar reformas globales efectivas por lo que atañe
al aspecto político, burocrático, financiero y social de sus países (cf.
Comisión pontificia Justicia y paz, Al servicio de la comunidad
humana. Una consideración ética de la deuda externa, II). Hoy, en el
marco de la economía «globalizada», el problema de la deuda externa
resulta aún más complicado, pero la misma «globalización» exige que
se siga el camino de la solidaridad, si se quiere evitar una catástrofe
general.
5. Precisamente en el contexto de estas consideraciones acogemos la
solicitud casi universal que nos llega de los recientes Sínodos, de
muchas Conferencias episcopales o de diversos hermanos obispos, así
como de numerosos religiosos, sacerdotes y laicos, para hacer un
apremiante llamamiento a fin de que se condonen, parcial o
totalmente, las deudas contraídas a nivel internacional.
Especialmente, exigir el pago con intereses desmesurados obligaría a
opciones políticas que reducirían al hambre y a la miseria a
poblaciones enteras.
Esta perspectiva de solidaridad, que ya señalé en la encíclica
Centesimus annus (cf. n. 35), se ha vuelto aún más urgente en la
situación mundial de los últimos años. El jubileo puede constituir una
ocasión propicia para gestos de buena voluntad: los países más ricos
deben dar señales de confianza con respecto al saneamiento
económico de las naciones más pobres; los agentes de mercado
deben saber que en el vertiginoso proceso de globalización económica
no es posible salvarse por sí solos. El gesto de buena voluntad de
condonar las deudas, o al menos reducirlas, ha de ser el signo de un
modo nuevo de considerar la riqueza en función del bien común.
Miércoles 17 de noviembre de 1999
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Deseo hoy reflexionar sobre la visita que realicé los días pasados a
la India y a Georgia. Repasar este viaje me brinda la oportunidad de
dar gracias ante todo al Padre celestial, "por quien es todo y para
quien es todo" (Hb 2, 10). Con su ayuda, pude afrontar también esta
tarea de mi servicio al Evangelio y a la causa de la unidad de los
cristianos.
La primera etapa de esta peregrinación espiritual fue la ciudad de
Nueva Delhi, en la India, para la firma y promulgación de la
exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, en la que
recogimos el fruto del estudio y de las propuestas de la Asamblea
especial para Asia del Sínodo de los obispos, que tuvo lugar en Roma
en 1998. La India es cuna de antiguas culturas, religiones y
tradiciones espirituales, que siguen modelando la vida de millones de
personas, en un marco social caracterizado durante muchos siglos por
un grado notable de tolerancia recíproca. El cristianismo, que
constituye una parte considerable de esa historia de relaciones
pacíficas, se halla presente, según los cristianos del sur de la India,
desde la predicación del apóstol santo Tomás.
Hoy, en algunos aspectos, ese espíritu de mutuo respeto atraviesa
dificultades. Por eso, era importante reafirmar el vivo deseo de la
Iglesia de que los seguidores de todas las religiones mantengan un
diálogo fecundo, que lleve a renovar relaciones de comprensión y
solidaridad al servicio de toda la familia humana.
2. El documento sinodal Ecclesia in Asia nos ayuda a comprender que
este diálogo interreligioso y el mandato de la Iglesia de difundir el
Evangelio hasta los confines de la tierra no se excluyen mutuamente,
sino que más bien se completan. Por una parte, la proclamación del
Evangelio de la salvación en Jesucristo siempre debe hacerse
respetando profundamente la conciencia de los oyentes y también
todo lo que haya de bueno y santo en la cultura y en la tradición
religiosa a la que pertenecen (cf. Nostra aetate, 2). Por otra, la libertad
de conciencia y el libre ejercicio de la religión en la sociedad son
derechos humanos fundamentales, que hunden sus raíces en el valor y
en la dignidad inherente a toda persona, reconocida en muchos
documentos y acuerdos internacionales, incluida la Declaración
universal de derechos humanos.
Recuerdo con gran placer la misa que concelebré con numerosos
obispos de la India y de muchos países de Asia en el estadio
Jawaharlal Nehru, el domingo 7 de noviembre. Expreso nuevamente mi
gratitud al arzobispo Alan de Lastic y a la archidiócesis de Delhi por la
organización de la solemne liturgia, marcada por una viva y fervorosa
participación, animada mediante cantos elegidos con gran esmero y
danzas locales tradicionales. El tema de la misa fue: Jesucristo,
verdadera luz del mundo, que se encarnó en tierra de Asia. En cierto
sentido, en esa celebración eucarística la comunidad católica de la
India representaba a todos los católicos de Asia, a los que entregué la
exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia como guía para su
crecimiento espiritual, en el umbral del nuevo milenio. Estoy seguro de
que, con la gracia de Dios, permanecerán firmes y fieles.
3. La segunda etapa de mi viaje fue Georgia, para devolver la visita
que el presidente Shevarnadze y Su Santidad Ilia II, Catholicós
patriarca de toda Georgia, habían realizado a Roma. Tenía un deseo
ardiente de rendir homenaje al testimonio que la Iglesia de Georgia ha
dado a lo largo de los siglos y establecer nuevos puntos de contacto
entre los cristianos, de modo que, al iniciar el tercer milenio cristiano,
puedan esforzarse juntos por proclamar el Evangelio al mundo con un
solo corazón y una sola alma.
Georgia está viviendo un período muy importante. En efecto, mientras
se prepara para celebrar el tercer milenio de su historia en el marco
de la independencia recuperada, tiene planteados grandes desafíos
económicos y sociales. Sin embargo, está decidida a afrontarlos con
valentía, para convertirse en miembro digno de confianza de una
Europa unida. La Georgia cristiana cuenta con una historia milenaria y
gloriosa, que comienza en el siglo IV, cuando el testimonio de una
mujer, santa Nina, convirtió al rey Mirian y a toda la nación a Cristo.
Desde entonces, una floreciente tradición monástica ha dado a esa
tierra monumentos duraderos de cultura, civilización y arquitectura
religiosa, como la catedral de Mzjeta, que pude visitar en compañía
del Catholicós patriarca, después del encuentro cordial que tuve
personalmente con él.
4. Y ahora, después de setenta años de represión comunista soviética,
durante los cuales muchos mártires, ortodoxos y católicos, dieron
testimonio heroico de su fe, la pequeña pero fervorosa comunidad
católica del Cáucaso está progresivamente fortaleciendo su vida y sus
estructuras. La alegría que percibí entre los sacerdotes, los religiosos
y los laicos, reunidos en un número superior al que se podía esperar
para la misa en el estadio de Tbilisi, constituye un signo de esperanza
segura con vistas al futuro de la Iglesia en toda esa región. El
encuentro con ella en el templo de San Pedro y San Pablo, en Tbilisi, la
única iglesia católica que quedó abierta durante el período del
totalitarismo, fue una ocasión particularmente gozosa. Pido a Dios que
los católicos de Georgia puedan dar siempre su contribución
específica a la construcción de su patria.
Un momento intenso de reflexión fue el encuentro con hombres y
mujeres del mundo de la cultura, de la ciencia y del arte, presidido por
el presidente Shevarnadze, y que contó también con la presencia del
Catholicós patriarca, cuyo tema fue la vocación específica de Georgia,
encrucijada entre Oriente y Occidente. Como recordé durante ese
encuentro, el siglo que está a punto de concluir, marcado por muchas
sombras, pero también lleno de luces, constituye un testimonio de la
fuerza inquebrantable del espíritu humano, que logra triunfar sobre
todo lo que pretende ahogar la aspiración irrenunciable del hombre
hacia la verdad y la libertad.
5. Expreso mi gratitud a las autoridades civiles y a todos los que, en
ambos países, trabajaron para que mi visita fuera fecunda y serena.
Con emoción y agradecimiento, pienso en los obispos, en los
sacerdotes, en los religiosos y en los laicos de la India y de Georgia, y
de todos conservo un recuerdo inolvidable.
A María, Madre de la Iglesia, encomiendo a todas las personas con
quienes me he encontrado; a ella le encomiendo la Iglesia en Asia y en
el Cáucaso, "confiando plenamente en su oído que siempre escucha,
en su corazón que siempre acoge y en su oración que nunca falla"
(Ecclesia in Asia, 51).
Miércoles 24 de noviembre de 1999
Compromiso por la promoción de la mujer
1. Entre los desafíos del actual momento histórico sobre los que la
ocasión del gran jubileo nos impulsa a reflexionar he señalado, en la
carta apostólica Tertio millennio adveniente, el que atañe al respeto
de los derechos de la mujer (cf. n. 51). Hoy deseo recordar algunos
aspectos de la problemática relativa a la mujer, a los que, por lo
demás, ya me he referido en otras ocasiones.
Sobre el tema de la promoción de la mujer arroja mucha luz la sagrada
Escritura, indicando el proyecto de Dios sobre el hombre y la mujer en
los dos relatos de la creación.
En el primero se afirma: "Creó Dios al ser humano a imagen suya; a
imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó" (Gn 1, 27). Esa
afirmación es la base de la antropología cristiana, pues señala el
fundamento de la dignidad del hombre en cuanto persona en su ser
creado "a imagen" de Dios. Al mismo tiempo, el texto dice con
claridad que ni el hombre ni la mujer separadamente son imagen del
Creador, sino el hombre y la mujer en su reciprocidad. Representan en
igual medida la obra maestra de Dios.
En el segundo relato de la creación, a través del simbolismo de la
creación de la mujer a partir de la costilla del hombre, la Escritura
pone de relieve que la humanidad realmente no está completa hasta
que es creada la mujer (cf. Gn 2, 18-24). Ésta recibe un nombre que,
por la asonancia verbal en la lengua hebrea, expresa relación con el
hombre (is/issah). "Creados a la vez, el hombre y la mujer son queridos
por Dios el uno para el otro" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 371).
El hecho de que la mujer sea presentada como una "ayuda adecuada a
él" (Gn 2, 18) no ha de interpretarse en el sentido de que la mujer sea
sierva del hombre, pues "ayuda" no equivale a "siervo"; el salmista
dice a Dios: "Tú eres mi ayuda" (Sal 70, 6; cf. 115, 9. 10. 11; 118, 7;
146, 5). Esa expresión quiere decir, más bien, que la mujer es capaz de
colaborar con el hombre porque es su correspondencia perfecta. La
mujer es otro tipo de "yo" en la humanidad común, constituida en
perfecta igualdad de dignidad por el varón y la mujer.
2. Conviene alegrarse de que la profundización de "lo femenino" haya
contribuido, en la cultura contemporánea, a replantear el tema de la
persona humana en función del recíproco "ser el uno para el otro" en
la comunión interpersonal. Hoy concebir a la persona en su dimensión
oblativa se está convirtiendo en un logro de principio. Por desgracia, a
veces eso no se refleja en la práctica. Por tanto, entre las numerosas
agresiones contra la dignidad humana, es preciso condenar con vigor
la violación generalizada de la dignidad de la mujer, que se manifiesta
con la explotación de su persona y de su cuerpo. Es necesario luchar
enérgicamente contra cualquier práctica que ofenda a la mujer en su
libertad y en su femineidad: el así llamado "turismo sexual", la
compraventa de muchachas, la esterilización masiva y, en general,
toda forma de violencia hacia el otro sexo.
Una actitud muy diversa exige la ley moral, que predica la dignidad de
la mujer como persona creada a imagen de un Dios-comunión. Hoy
resulta más necesario que nunca volver a proponer la antropología
bíblica sobre el carácter relacional, que ayuda a comprender de modo
auténtico la identidad de la persona humana en su relación con las
demás personas y, en particular, entre hombre y mujer. En la persona
humana, considerada en su aspecto "relacional", se descubre una
huella del misterio mismo de Dios, revelado en Cristo como unidad
sustancial en la comunión de tres divinas personas. A la luz de este
misterio se entiende bien la afirmación de la Gaudium et spes según la
cual la persona humana, que "es la única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí
misma sino en la entrega sincera de sí misma" (n. 24). La diferencia
entre hombre y mujer recuerda la exigencia de la comunión
interpersonal, y la meditación en la dignidad y vocación de la mujer
corrobora la concepción del ser humano como comunión (cf. Mulieris
dignitatem, 7).
3. Precisamente esta índole de comunión que lo femenino evoca con
vigor permite replantear la paternidad de Dios, evitando las
representaciones de tipo patriarcal tan rechazadas, no sin motivo, en
algunas corrientes de la literatura contemporánea. En efecto, se trata
de captar el rostro del Padre dentro del misterio de Dios en cuanto
Trinidad, es decir, perfecta unidad en la distinción. La figura del Padre
se ha de replantear en su vínculo con el Hijo, el cual desde la
eternidad está dirigido hacia él (cf. Jn 1, 1) en la comunión del Espíritu
Santo. Es preciso subrayar también que el Hijo de Dios se hizo hombre
en la plenitud de los tiempos y nació de la Virgen María (cf. Ga 4, 4) y
eso proyecta luz también sobre lo femenino, mostrando en María el
modelo de mujer que Dios quiere. En ella y mediante ella aconteció lo
más grande que ha sucedido en la historia de los hombres. La
paternidad de Dios Padre no sólo está relacionada con Dios Hijo en el
misterio eterno, sino también con su encarnación realizada en el seno
de una mujer. Si Dios Padre que "engendra" al Hijo desde la eternidad,
para "engendrarlo" en el mundo valoró a una mujer, María, haciéndola
así "Theotókos", Madre de Dios, eso tiene significado para captar la
dignidad de la mujer en el proyecto divino.
4. Así pues, el anuncio evangélico de la paternidad de Dios, lejos de
constituir una limitación para la dignidad y el papel de la mujer, es una
garantía de lo que lo "femenino" simboliza humanamente, es decir:
acoger, cuidar del ser humano y engendrar la vida. En efecto, todo ello
está arraigado de modo trascendente en el misterio de la eterna
"generación" divina. Desde luego, la paternidad de Dios es totalmente
espiritual. Sin embargo expresa aquella eterna reciprocidad e índole
relacional propiamente trinitaria que está en el origen de toda
paternidad y maternidad y que funda la riqueza común de lo masculino
y lo femenino.
Por consiguiente, la reflexión sobre el papel y la misión de la mujer
encaja muy bien en este año dedicado al Padre, impulsándonos a un
compromiso aún más intenso para que a la mujer se le reconozca todo
el espacio que le corresponde en la Iglesia y en la sociedad.
Miércoles 1 de diciembre de 1999
Compromiso por la promoción de la familia
1. Para una adecuada preparación al gran jubileo no puede faltar en la
comunidad cristiana un serio compromiso de redescubrimiento del
valor de la familia y del matrimonio (cf. Tertio millennio adveniente,
51). Ese compromiso es tanto más urgente, cuanto que este valor hoy
es puesto en tela de juicio por gran parte de la cultura y de la
sociedad.
No sólo se discuten algunos modelos de vida familiar, que cambian
bajo la presión de las transformaciones sociales y de las nuevas
condiciones de trabajo. Es la concepción misma de la familia, como
comunidad fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, la
que se ataca en nombre de una ética relativista que se abre camino en
amplios sectores de la opinión pública e incluso de la legislación civil.
La crisis de la familia se transforma, a su vez, en causa de la crisis de
la sociedad. No pocos fenómenos patológicos -como la soledad, la
violencia y la droga- se explican, entre otras causas, porque los
núcleos familiares han perdido su identidad y su función. Donde cede
la familia, a la sociedad le falla su entramado de conexión, con
consecuencias desastrosas que afectan a las personas y,
especialmente, a los más débiles: niños, adolescentes, minusválidos,
enfermos, ancianos...
2. Así pues, es preciso promover una reflexión que ayude no sólo a los
creyentes, sino también a todos los hombres de buena voluntad, a
redescubrir el valor del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de
la Iglesia católica se lee: "La familia es la célula original de la vida
social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son
llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la
estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen
los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el
seno de la sociedad" (n. 2207).
Al redescubrimiento de la familia puede llegar por sí sola la razón,
escuchando la ley moral inscrita en el corazón humano. La familia,
comunidad "fundada y vivificada por el amor" (Familiaris consortio,
18), encuentra su fuerza en la alianza definitiva de amor con la que un
hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose
juntos en colaboradores de Dios para transmitir la vida.
En la base de esta relación fontal de amor, también las relaciones que
se entablan con los demás miembros de la familia, y entre ellos, deben
inspirarse en el amor y caracterizarse por el afecto y el apoyo mutuo.
El amor auténtico, lejos de encerrar a la familia en sí misma, la abre a
la sociedad entera, dado que la pequeña familia doméstica y la gran
familia de todos los seres humanos no se oponen, sino que mantienen
una relación íntima y originaria. En la raíz de todo esto se halla el
misterio mismo de Dios, que precisamente la familia evoca de modo
especial. En efecto, como escribí hace algunos años en la Carta a las
familias, "a la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el
modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el
misterio trinitario de su vida. El Nosotros divino constituye el modelo
eterno del nosotros humano; ante todo, de aquel nosotros que está
formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza
divina" (n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25
de febrero de 1994, p. 6).
3. La paternidad de Dios es la fuente trascendente de toda otra
paternidad y maternidad humana. Contemplándola con amor, debemos
sentirnos comprometidos a redescubrir la riqueza de comunión, de
generación y de vida que caracteriza al matrimonio y a la familia
.
En ella se desarrollan relaciones interpersonales, en las que a cada
uno se le encomienda, aunque sin esquemas rígidos, una tarea
específica. No pretendo aquí referirme a las tareas sociales y
funcionales, que son expresiones de marcos históricos y culturales
particulares. Más bien pienso en la importancia que revisten, en la
relación esponsal recíproca y en el común compromiso de padres, la
figura del hombre y de la mujer en cuanto llamados a actuar sus
características naturales en el ámbito de una comunión profunda,
enriquecedora y respetuosa. "A esta unidad de los dos confía Dios no
sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la
construcción misma de la historia" (Carta a las mujeres, 8:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de
1995, p. 12).
4. Asimismo, el hijo debe considerarse como la expresión máxima de
la comunión del hombre y de la mujer, o sea, de la recíproca acogidadonación que se realiza y se trasciende en un "tercero", en el hijo
precisamente. El hijo es la bendición de Dios. Transforma al marido y a
la mujer en padre y madre (cf. Familiaris consortio, 21). Ambos "salen
de sí mismos" y se expresan en una persona que, a pesar de ser fruto
de su amor, va más allá de ellos
.
A la familia se aplica de modo especial el ideal expresado en la
oración sacerdotal, en la que Jesús pide que su unidad con el Padre
implique a sus discípulos (cf. Jn 17, 11) y a los que crean en su
palabra (cf. Jn 17, 20-21). La familia cristiana, "iglesia doméstica" (cf.
Lumen gentium, 11), está llamada a realizar de modo especial este
ideal de perfecta comunión.
5. Así pues, al acercarse la conclusión de este año dedicado a la
meditación sobre Dios Padre, redescubramos la familia a la luz de la
paternidad divina. De la contemplación de Dios Padre podemos
deducir sobre todo una urgencia que responde muy bien a los desafíos
del actual momento histórico.
Contemplar a Dios Padre significa concebir la familia como el lugar de
la acogida y de la promoción de la vida, laboratorio de fraternidad
donde, con la ayuda del Espíritu de Cristo, se crea entre los hombres
"una nueva fraternidad y solidaridad, verdadero reflejo del misterio de
recíproca entrega y acogida propio de la santísima Trinidad"
(Evangelium vitae, 76).
A la luz de la experiencia de familias cristianas renovadas, la Iglesia
misma podrá aprender a cultivar, entre todos los miembros de la
comunidad, una dimensión más familiar, adoptando y promoviendo un
estilo de relaciones más humano y fraterno (cf. Familiaris consortio,
64).
Miércoles 15 de Diciembre 1999
Compromiso por la edificación de la "civilización del amor"
1. "Los cristianos, recordando la palabra del Señor: "En esto
conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Jn 13,
35), nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más
generosa y eficazmente a los hombres del mundo actual" (Gaudium et
spes, 93).
Esta tarea que el concilio Vaticano II nos encomendó al final de la
constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual responde al
desafío fascinante de construir un mundo animado por la ley del amor,
una civilización del amor, "fundada en los valores universales de paz,
solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena
realización" (Tertio millennio adveniente, 52).
En la base de esta civilización se encuentra el reconocimiento de la
soberanía universal de Dios Padre como manantial inagotable de amor.
Precisamente aceptando este valor fundamental, con ocasión del gran
jubileo del año 2000, se ha de realizar un sincero examen de fin de
milenio, para reemprender con más agilidad el camino hacia el futuro
que nos espera.
Hemos asistido al ocaso de las ideologías que vaciaron de referencias
espirituales a muchos hermanos nuestros, pero los frutos nefastos de
un secularismo que engendra indiferencia religiosa siguen presentes,
sobre todo en las regiones más desarrolladas. Desde luego, a esta
situación no se responde adecuadamente con la vuelta a una vaga
religiosidad, con la que se buscan frágiles compensaciones y un
equilibrio psico-cósmico, como pretenden muchos nuevos paradigmas
religiosos que proclaman una religiosidad sin referencia a un Dios
trascendente y personal.
Por el contrario, es preciso analizar con esmero las causas de la
pérdida del sentido de Dios y volver a proponer con valentía el anuncio
del rostro del Padre, revelado por Jesucristo a la luz del Espíritu. Esta
revelación, no disminuye, sino que exalta la dignidad de la persona
humana en cuanto imagen de Dios Amor.
2. En los últimos decenios, la pérdida del sentido de Dios ha coincidido
con el avance de una cultura nihilista que empobrece el sentido de la
existencia humana y, en el campo ético, relativiza incluso los valores
fundamentales de la familia y del respeto a la vida. Con frecuencia,
todo esto no se realiza de modo llamativo, sino con la sutil
metodología de la indiferencia, que lleva a considerar normales todos
los comportamientos, de modo que no surja ningún problema moral.
Paradójicamente, se exige que el Estado reconozca como "derechos"
muchos comportamientos que atentan contra la vida humana, sobre
todo contra la más débil e indefensa. Por no hablar de las enormes
dificultades que existen para aceptar a los demás cuando son
diversos, incómodos, extranjeros, enfermos o minusválidos.
Precisamente el rechazo cada vez más fuerte de los demás, en cuanto
diferentes, plantea un interrogante a nuestra conciencia de creyentes.
Como afirmé en la encíclica Evangelium vitae: "Estamos frente a una
realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y
auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una
cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura
como verdadera cultura de muerte" (n. 12).
3. Frente a esta cultura de muerte nuestra responsabilidad de
cristianos se expresa en el compromiso de la nueva evangelización,
entre cuyos frutos más importantes se ha de contar la civilización del
amor.
"El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican
ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas
las culturas" (Evangelii nuntiandi, 20); con todo, poseen una fuerza
regeneradora que puede influir positivamente en las culturas. El
mensaje cristiano no las perjudica destruyendo sus características
peculiares; al contrario, actúa en ellas desde dentro, valorando las
potencialidades originales que su genio es capaz de expresar. El
influjo del Evangelio sobre las culturas purifica y eleva lo humano,
haciendo resplandecer la belleza de la vida, la armonía de la
convivencia pacífica, la genialidad que todo pueblo aporta a la
comunidad de los hombres. Ese influjo tiene su fuerza en el amor, que
no impone sino propone, apoyándose en la adhesión libre, en un clima
de respeto y acogida recíproca
4. El mensaje de amor que encierra el Evangelio impulsa valores
humanos como la solidaridad, el deseo de libertad e igualdad, y el
respeto del pluralismo de formas de expresión. El eje de la civilización
del amor es el reconocimiento del valor de la persona humana y
concretamente de todas las personas humanas. El cristianismo ha
dado una gran aportación precisamente en este ámbito. En efecto, de
la reflexión sobre el misterio del Dios trinitario y sobre la persona del
Verbo encarnado ha brotado gradualmente la doctrina antropológica
de la persona humana como ser relacional. Este valioso logro ha
hecho madurar la concepción de una sociedad que sitúa a la persona
como su punto de partida y su meta. La doctrina social de la Iglesia,
que el espíritu del jubileo invita a volver a meditar, ha contribuido a
fundar en el derecho de la persona también las leyes de la convivencia
social. En efecto, la visión cristiana del ser humano como imagen de
Dios implica que los derechos de la persona se imponen, por su
naturaleza, al respeto de la sociedad, que no los crea, sino
simplemente los reconoce (cf. Gaudium et spes, 26).
5. La Iglesia es consciente de que esta doctrina puede quedarse en
letra muerta si la vida social no está animada por el espíritu de una
auténtica experiencia religiosa y especialmente por el testimonio
cristiano alimentado sin cesar por la acción creadora y sanante del
Espíritu Santo. En efecto, es consciente de que la crisis de la sociedad
y del hombre contemporáneo está motivada en gran parte por la
reducción de la dimensión espiritual específica de la persona humana.
El cristianismo contribuye a la construcción de una sociedad a la
medida del hombre precisamente infundiéndole un alma y
proclamando las exigencias de la ley de Dios, en la que todas las
organizaciones y legislaciones de la sociedad deben fundarse, si
quieren garantizar la promoción humana, la liberación de todo tipo de
esclavitud y el auténtico progreso.
Esta contribución de la Iglesia se realiza sobre todo mediante el
testimonio que dan los cristianos, y especialmente los laicos, en su
vida ordinaria. El hombre actual acepta el mensaje de amor más de
testigos que de maestros, y de éstos cuando se presentan como
auténticos testigos (cf. Evangelii nuntiandi, 41). Este es el desafío que
hemos de afrontar, para que se abran nuevos espacios para el futuro
del cristianismo e incluso de la humanidad.
Miércoles 22 de diciembre de 1999
1. La tradicional audiencia del miércoles tiene lugar hoy en el clima
litúrgico y espiritual del Adviento, intensificado aún más ante la
cercanía de las fiestas navideñas. La novena de la santa Navidad que
estamos viviendo estos días constituye un itinerario litúrgico que nos
acompaña en nuestro esfuerzo de preparación para la celebración del
gran "hecho" acaecido hace veinte siglos: nos invita a meditar en los
aspectos profundos del misterio de la Encarnación y a acogerlos en
nuestra vida.
En la Navidad de este año 1999 nos disponemos a vivir un evento
extraordinario. En la Nochebuena, ya cercana, comenzará el gran
jubileo del año 2000, al que desde hace tiempo la Iglesia se está
preparando con fe, y esto da nuevo vigor a nuestra espera. En el
último tramo de este tiempo de Adviento, la liturgia pone de relieve la
espera de la creación entera. Es como si ésta, después de dos mil
años, percibiera con alegría renovada la llegada de Aquel que
restablece de modo aún más perfecto su primordial armonía, alterada
a causa del pecado.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, dispongámonos ya desde ahora
a vivir con intensa participación el evento salvífico de la Navidad,
comenzando con profunda alegría el Año jubilar. Contemplemos en la
pobreza de Belén el gran "hecho" de la Encarnación: Dios se hace
hombre para encontrarse con cada uno de nosotros. Dejemos que este
gran misterio transforme nuestra existencia durante todo el tiempo de
gracia del jubileo. Revivamos la experiencia conmovedora y exaltante
de los pastores, que acogieron con prontitud el anuncio de los
ángeles, y se apresuraron a adorar al Salvador, convirtiéndose así en
los primeros testigos de su presencia en el mundo.
3. La Virgen María, que fue la primera en preparar una digna morada al
Mesías prometido y también hoy lo presenta al mundo, nos enseñe a
abrir, más aún, a abrir de par en par las puertas de nuestro corazón al
mensaje de luz y paz de la Navidad.
Con estos sentimientos y en el marco de alegría espiritual por la
inminente apertura del gran jubileo del año 2000, me complace
expresaros a cada uno de vosotros mis mejores deseos. Extiendo
estos cordiales sentimientos a todos los que se hallan oprimidos por el
sufrimiento, a los que deben soportar las pesadas consecuencias de la
guerra y a los que se encuentran en dificultades particulares. A todos
deseo que experimenten en las próximas festividades el consuelo que
deriva de la presencia del Señor, testimoniada por gestos
significativos de amor y solidaridad.
Miércoles 29 de Diciembre 1999
1. El domingo pasado la liturgia puso ante nuestra mirada a la Sagrada
Familia de Nazaret, modelo de toda familia que se deja guiar por la
sorprendente acción de Dios.
En el mundo occidental la Navidad se considera la fiesta de la familia.
El hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo
de comunión recíproca y pone de relieve los valores más altos de la
institución familiar. La familia se redescubre como comunión de amor
entre personas, fundada en la verdad, en la caridad, en la fidelidad
indisoluble de los esposos y en la acogida de la vida. A la luz de la
Navidad, la familia comprende su vocación a ser una comunidad de
proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la persona no
pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos,
contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia,
que la fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por
Cristo.
2. Oremos para que el gran jubileo, que acaba de comenzar, sea
realmente una ocasión de gracia y redención para todas las familias
del mundo. Ojalá que la luz de la encarnación del Verbo les ayude a
comprender y a realizar mejor su vocación original, el proyecto que el
Dios de la vida tiene para ellas, a fin de que lleguen a ser imagen viva
de su amor.
Así, el jubileo ofrecerá la oportunidad de un tiempo de conversión y de
perdón recíproco en cada familia. Será un período propicio para
afianzar las relaciones de afecto en todas las familias y para volver a
unir los hogares divididos. Quiera Dios que toda familia cristiana tome
cada vez mayor conciencia de su alta misión en la Iglesia y en el
mundo. Hoy es necesario dedicar una atención singular a la familia,
especialmente a las más pobres y menos serenas; es preciso
estimular y acoger la vida naciente, porque todo niño que viene al
mundo es don y esperanza para todos.
3. En nuestro tiempo, en el que la familia "ha sufrido, quizá como
ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones
amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura", es
importante que los creyentes reafirmen con vigor que "el matrimonio y
la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la
humanidad". Por eso, la Iglesia no se cansa de ofrecer "su servicio a
todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la
familia" (Familiaris consortio, 1).
Que el gran jubileo del año 2000 sea una ocasión para que todas las
familias abran con valentía sus puertas a Cristo, único Redentor del
hombre. En efecto, Cristo es la novedad que supera todas las
expectativas del hombre, el criterio último para juzgar la realidad
temporal y todo proyecto encaminado a humanizar cada vez más la
existencia del hombre (cf. Incarnationis mysterium, 1).
Con esta certeza, entremos idealmente en la casa de Nazaret y
pidamos a la Sagrada Familia que proteja y bendiga a las familias del
mundo, para que sean "escuela del más rico humanismo" (Gaudium et
spes, 52).
La Iglesia en el designio eterno del Padre
Audiencia General â € "31 de julio 1991
1. La Iglesia es un hecho histórico, que es documentable y
documentado el origen, como veremos en su momento. Pero, para dar
inicio a una serie de reflexiones sobre la Iglesia teológica, queremos
empezar desde la fuente más alta y la verdad más auténtica de la
revelación cristiana, al igual que el Concilio Vaticano II. Es, de hecho,
en la Constitución "Lumen gentium", la Iglesia ha visto en su
fundamento eterno, que se concibe el plan salvífico del Padre en el
seno de la Trinidad. Él escribió el consejo de que "el Padre Eterno, un
país libre y oculto de su sabiduría y bondad, el universo crea ², decidió
elevar a los hombres a compartir su vida divina, y han caído en Adán ²
no los abandona, pero siempre ² su temprana ayuda a la salvación, a la
vista de Cristo redentore "(LG 2). En el plan eterno de Dios, la Iglesia
es en Cristo y con Cristo, una parte esencial de la economía universal
de salvación en la que el amor de Dios significa
2. En este plan eterno se encuentra el destino de los seres humanos,
creados a imagen y semejanza de Dios, llamados a la dignidad de hijos
de Dios, adoptados como hijos por el Padre celestial en Cristo Jesús.
Como leemos en Efesios, Dios ha elegido "los predestinó a ser sus
hijos adoptivos por medio de Jesús el Cristo, según el beneplácito de
su voluntad. , Para alabanza de su gloriosa gracia, que nos dio en su
Hijo diletto "(Efesios 1:5-6). Y en Romanos:  «© Desde los que
siempre supo que también los predestinó a ser conformados a la
imagen de su Hijo, porque él es © el primogénito entre muchos
hermanos" (Romanos 8:29). Así que para tener una buena comprensión
de los principios de la Iglesia como objeto de nuestra fe (el «misterio
de ChiesaÂ"), es necesario recordar el programa de St. Paul, Â "para
brillar para que todos vean lo que es el cumplimiento de la el misterio
escondido desde siglos en Dios .. © porque se manifiesta ahora en el
cielo, a través de la iglesia a los principados y potestades, la
multiforme sabiduría de Dios, de acuerdo con lo eterno que (Dios) ha
realizado en Cristo Jesús, nuestro Signore "(Efesios 3:9-11). Como se
desprende de este texto, la Iglesia es parte del plan que es en Cristo
centrada en el plan del Padre desde toda la eternidad.
3. Incluso los textos paulinos se refieren al destino del hombre a ser
elegido y llamado el hijo adoptivo de Dios, no sólo en la dimensión
individual, sino en la comunidad de la humanidad. Dios piensa, y hace
un llamamiento para crear una comunidad de personas que sà ©. Este
plan de Dios es más explícitamente en un paso importante a los
Efesios: Â "De acuerdo a su buena voluntad, había en él (Cristo) un
plan para la plenitud de los tiempos, el CIOA ¨ Diseño unir en Cristo a
todos cosas, en el cielo y las de la terrae "(Ef 1,9-10). Así que en el
plan eterno de Dios para la Iglesia como una unidad de los hombres en
Cristo, la cabeza es parte de un plan que incluya toda la creación, se
puede decir en un plan de "cosmicoÂ," para que todo tenga a Cristocabeza. El primogénito de toda creación se convierte en el principio de
una "ricapitolazioneÂ" de esta creación, que Dios sea © Â «todo en
todos" (1 Cor 15,28). Cristo es, pues, la clave del universo. La Iglesia,
el cuerpo vivo de los adherentes a él en respuesta a la llamada de los
hijos de Dios, se asocia con él, y el ministro como participante en el
centro del plan de redención universal.
4. El Concilio Vaticano II coloca y se explica, «misterio de ChiesaÂ" en
este contexto de la concepción paulina, que se refleja y se aclara el
punto de vista bíblico. Se escribe: Â «Yo quería que los creyentes en
Cristo (el Padre) llamada en la santa Iglesia, que, ya anunciada desde
el principio del mundo, muy bien preparada en la historia del pueblo de
Israel en el Antiguo Testamento, y la estabilidad" en Últimamente, "se
manifestó por la efusión del Espíritu Santo y tendrá finalización
glorioso al final de los siglos. Así que, de hecho, como se dice en los
Santos Padres, todos los derechos, comenzando con Adán, "el justo
Abel hasta el último elegido", se reunirán con el Padre en universaleÂ
Iglesia "(LG 2). No podía concentrarse mejor en unas pocas líneas toda
la historia de la salvación, que se ve se desarrolla en los libros
sagrados, fijando el significado eclesiológico ya formulado e
interpretado por los Padres de acuerdo a las instrucciones de los
apóstoles y el mismo Jesús.
5. En la perspectiva del plan eterno del Padre, la Iglesia se manifiesta
desde el principio en el pensamiento de los apóstoles y las primeras
generaciones de cristianos, como resultado de la divina infinitud, que
une al Padre con el Hijo en el seno de la Trinidad es, de hecho, las
virtudes de este amor que el Padre quiere reunir a los hombres en su
Hijo. Â "mysterium EcclesiaeÂ" viene de lo que ¬ Â "mysterium
Trinitatis". Por qué tenemos que llorar, incluso en este caso, como se
hace en la misa, cuando la renovación del sacrificio eucarístico, que a
su vez se reúne la Iglesia: "el misterio fideiÂ"!
6. En esa fuente eterna está también el comienzo de su trabajo
misionero. La misión de la Iglesia es como la continuación, o historia
de la expansión, la misión del Hijo y del Espíritu Santo, y entonces se
puede decir una participación fundamental en la asociación
ministerial, la acción de la Trinidad en la historia de la humanidad. En
la Constitución "Lumen Gentium" (LG 1-4) del Concilio Vaticano II
habla extensamente de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. Â En el
decreto "Ad Gentes", explica el carácter social de la participación
humana en la vida divina, cuando escribe que el plan de Dios "viene de
la« fuente del amor ", CIOA ° de la caridad de Dios Padre, que es el
principio sin principio , de la cual el Hijo es engendrado y el Espíritu
Santo a través del Hijo, por su gran misericordia y bondad nos ha
creado libremente de forma gratuita también nos llama a compartir su
vida y la gloria. Luego salieron de pura generosidad y sigue
derramando su bondad divina, para que ©, como es el creador de todo,
también puede ser "todo en todos" (1 Corintios 15:28), promoviendo
tanto su gloria y nuestra la felicidad. © Salvo que plugo a Dios llamar a
los hombres a compartir su vida, no sólo de uno en uno, sino para
moldearla en un pueblo, en el que sus hijos se reunían dispersos en
unidades orgánicas (cf. Jn 11,52) Â "[ 1 ].
7. La fundación de la comunidad quería de Dios en su designio eterno
es la obra de la redención, que los hombres de la división y la
dispersión producida por el pecado. La Biblia nos hace comprender el
pecado como la fuente de la hostilidad y la violencia, como aparece ya
en el fratricidio cometido por Caín (Gn 4,8), y también como una fuente
de la trituración de las personas, que en el negativo se expresa Página
paradigmático en la torre de Babel. Dios quiso liberar a la humanidad
de este estado a través de Cristo. Su voluntad de salvación parece
hacerse eco de que el discurso de Caifás ante el Consejo, que el
evangelista san Juan escribe que "como sumo sacerdote ² profetizó
que Jesús había de morir por la nación y no sólo por la nación, sino
también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos
"(Jn 11,51-52). ² Caifás pronunció estas palabras con el fin de
convencer al consejo para condenar a Cristo a muerte por el supuesto
peligro político para la nación que se estaba ejecutando en el frente
de los ocupantes romanos de Palestina. Pero Juan sabía que Jesús
había venido para quitar el pecado del mundo y salvar a la humanidad
(cf. Jn 1,29), para ello no duda en atribuir a las palabras de Caifás
como significado profético, como la revelación del plan divino. De
hecho, fue escrito en el plan que Cristo a través de su sacrificio
redentor, que culminó con la muerte en la cruz, se convirtió en la
fuente de una nueva unidad de los hombres, llamados en Él, Cristo,
para recuperar la dignidad de hijos adoptivos de Dios
En ese sacrificio en la cruz, es la génesis de la Iglesia como
comunidad de salvación.
[ 1 ] Â «ad gentes», 2.
El origen de la Iglesia del Espíritu Santo
Audiencia General â € "02 de octubre 1991
1. Ya hemos mencionado más veces en la catequesis anterior, la
intervención del Espíritu Santo en el origen de la Iglesia. Y "bien ahora
que dedicamos una catequesis especial para el tema tan hermoso e
importante.
Y "el mismo Jesús que, antes de ascender al cielo, los apóstoles
dijeron: Â" ² te enviaré lo que mi Padre ha prometido, pero se quedan
en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder © dall'alto "(Lc 24,
49). Jesús tiene la intención de preparar a los apóstoles directamente
a la realización de una "promesa PadreÂ". El evangelista san Lucas
repite la misma recomendación anterior del Maestro, incluso en los
primeros versículos de los Hechos de los Apóstoles: Â "Mientras
estaba en la mesa con ellos, les ordenó que no salieran de Jerusalén ²,
pero que esperar a que la promesa de Padre '( 1.4). A lo largo de su
actividad mesiánica, Jesús, predicando el reino de Dios, la
preparación para "el momento de la ChiesaÂ", que debía comenzar
después de su muerte. Cuando este estaba cerca, él anunció que él
era el día siguiente ² en el que esta vez iba a comenzar (cf. Hch 1,5),
CIOA · El día de la venida del Espíritu Santo. Y el espacio con los ojos
en el futuro, agregó: Â «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, toda Judea
y Samaria hasta los confines de la terrae" (Hechos 1,8).
2. Cuando llegó el día de Pentecostés, los apóstoles, que junto con la
Madre de Dios estaban reunidos en oración, tuvo la evidencia de que
Jesús Cristo actuado de conformidad con lo que había anunciado:
CIOA ¨ che estaba cumpliendo "la promesa de PadreÂ" . ² proclama
que el primero entre los apóstoles, Simón Pedro, hablando a la
asamblea. Pedro habla ² recordar la primera muerte en la cruz, y luego
pasa ² testigo de la resurrección y la efusión del Espíritu Santo: Â
"este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
Ser exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el
Espíritu Santo que había prometido, effuso "(Hechos 2,32-33). Pedro
afirma desde el primer día que la una "promesa de PadreÂ" se lleva a
cabo como resultado de la redención, ya que © está en las virtudes de
su cruz y resurrección que Cristo, el Hijo elevado a "el derecho de
DioÂ", envía el Espíritu, como lo había anunciado antes de su pasión
en el momento de la despedida en la Última Cena.
3. El Espíritu Santo le dio a la misión que se inicia ¬ de la Iglesia
establecida para todos los hombres. Pero no podemos olvidar que el
Espíritu Santo estaba trabajando como un "dios ignotoÂ" (cf. Hechos
17:23), incluso antes de Pentecostés. Operaba de una manera
particular en el Antiguo Testamento, iluminando y guiando al pueblo
elegido en la carretera que conduce al Mesías en la historia antigua.
Operaba en los mensajes de los profetas y los escritos de todos los
autores inspirados. Opera ² sobre todo en el Hijo, como testigo de la
historia del Evangelio de la Anunciación y los acontecimientos
posteriores relacionados con el mundo de la venida del Verbo eterno
que asumió la naturaleza humana. El Espíritu Santo obra en el Mesías
y el Mesías ² de todo el tiempo en que Jesús comenzó su misión
mesiánica en Israel, como se desprende de los textos evangélicos
acerca de la teofanía en el momento del bautismo en el Jordán y sus
declaraciones en la sinagoga de Nazaret. Pero desde ese momento ya
lo largo de la vida de Jesús y esperar la promesa renovada se acentúa
de una final que había de venir el Espíritu Santo. Juan Bautista Misión
del Mesías atado a un nuevo bautismo  «Santo en el Espíritu." Jesús
prometió a aquellos que creen en él "ríos de agua viva": una promesa
dada por el Evangelio de Juan, que explica lo que ¬: Â «Esto lo decía
refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él,
porque no había todavía Espíritu, porque Jesús © glorificato aún no
estaba "(Jn 7,39). El día de Pentecostés, Cristo fue glorificado ahora
después de que el cumplimiento final de su misión, se derramaron de
su seno un "ríos de agua viva", y derramó el Espíritu de la vida divina
para llenar los apóstoles y todos los creyentes. Estos podrían ser ¬ Â
"bautizados en un SpiritoÂ" (cf. 1 Co 12,13) algo. Fue el comienzo del
crecimiento de la Iglesia.
4. A medida que el Concilio Vaticano II, una "² Cristo enviado por el
Padre el Espíritu Santo, porque © para llevar a cabo en su obra
salvífica e impulsara a la Iglesia a crecer. Sin duda, el Espíritu Santo
estaba trabajando en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado.
Pero fue el día de Pentecostés, Él extendió a los discípulos a quedarse
con ellos para siempre, y la Iglesia oficial apareció en frente de la
multitud y comenzó con la predicación, la difusión del Evangelio entre
los gentiles, y finalmente fue un presagio de la "la unión de los pueblos
en la fe a través de la Iglesia de la Nueva Alianza, que se expresa en
todos los idiomas y todos los idiomas en el amor significa e incluye,
más allá de lo que la dispersión babelica ¬" (una "ad gentes", 4) . El
texto conciliar subraya de qué manera el Espíritu Santo en la Iglesia, a
partir del día de Pentecostés. Es la acción de ahorro, el interior, al
mismo tiempo, se expresa externamente en el lugar y el
establecimiento de la comunidad de la salvación. Esta comunidad - la
comunidad de los primeros discípulos - está impregnado de amor, que
trasciende todas las diferencias y divisiones de orden terreno. Es un
signo caso de una expresión de la fe pentecostal en Dios comprensible
para todos, a pesar de la diversidad de lenguas. Hechos de los
Apóstoles atestiguan que la gente se reunió alrededor de los
apóstoles, la primera manifestación pública de la Iglesia, dijo con
asombro: Â "No son galileos todos los que hablan? ¨ che ¿Y cómo
oímos cada uno en nuestra lengua materna "(Hechos 2:7-8).
5. La Iglesia acaba de nacer de esa manera en el día de Pentecostés,
el Espíritu Santo, se manifiesta inmediatamente en el mundo. No es
una comunidad cerrada, sino abierta - parece bien abiertos - a todas
las naciones "hasta los confines de la terrae" (Hechos 1,8). Los que
entran en esta comunidad, a través del bautismo, se convierten en
virtudes en la verdad del Espíritu Santo para ser testigos de la buena
nueva, lista para transmitir a los demás. Y "por tanto, una comunidad
dinámica, una iglesia apostólica" en el estado de missione ". El
mismo Espíritu Santo primero en "dar testimonianzaÂ" a Cristo (cf. Jn
15,26), y este testimonio invade el corazón y el alma de aquellos que
participan en el día de Pentecostés, que a su vez ser sus testigos y
heraldos. Â Las "lenguas de fuocoÂ" (Hechos 2,3) sobre la cabeza de
cada uno de estos son el signo externo del entusiasmo encendida en
ellos por el Espíritu Santo. Este entusiasmo se extiende desde los
apóstoles a sus oyentes, cosa ¬ como el primer día después del
discurso de Pedro en "unió ... las personas con unos tres mil "(Hechos
2:41).
6. El libro de los Hechos es una gran descripción del Espíritu Santo al
comienzo de la Iglesia, que - como leemos - A "y andando en el temor
del Señor, con el consuelo del Espíritu SantoÂ" (Hch 9, 31). Se sabe
que hubo dificultades internas y persecuciones, y que fueron los
primeros mártires. Sin embargo, los apóstoles estaban seguros de que
era el Espíritu Santo para guiarlos. Esta toma de conciencia que se
formalizará de alguna manera en la decisión final del Consejo de
Jerusalén, cuyas resoluciones comienzan con las palabras: Â "Hemos
decidido, el Espíritu Santo y nosotros ... Â" (Hechos 15:28). La
comunidad se puso así su conciencia a moverse bajo la acción del
Espíritu Santo
La comunidad de la Iglesia de regalos
Audiencia General â € "24 de junio 1992
1. Â "El Espíritu Santo no sólo a través de los sacramentos y los
ministerios santifica al pueblo de Dios y la guía y la gracia, pero" la
distribución a cada uno su propios dones como él quiere "(1 Corintios
12:11) también se distribuye entre los fieles de Un agradecimiento
especial a cada pedido, con lo que los hace aptos y dispuestos a
asumir diversas tareas o ministerios para la renovación y construcción
de Chiesa "(LG 12). Esta es la enseñanza del Concilio Vaticano II.
La participación en la misión mesiánica por el pueblo de Dios no es,
por tanto, adquiridos sólo de la estructura ministerial ya la vida
sacramental de la Iglesia. También proviene de otra manera, que los
dones espirituales o carismas.
Esta doctrina, ha recordado el Consejo, se basa en el Nuevo
Testamento y ayuda a mostrar que el desarrollo de la comunidad
eclesial no es únicamente por la institución de los sacramentos y los
ministerios, sino que también es promovida por regalos impredecible y
sin el Espíritu, que trabaja más allá de todos los canales establecidos.
Por este regalo especial de la gracia se convierte en claro que el
sacerdocio universal de la comunidad eclesial es guiado por el Espíritu
con una libertad soberana (Â "como su consentimiento para él", dice
St. Paul, 1 Corintios 12:11), que es a menudo sorprendente.
2. St. Paul describe la variedad y diversidad de los carismas, que se
atribuye a la acción del único Espíritu (1 Cor 12,4). Cada uno de
nosotros recibe muchos regalos de Dios, que de acuerdo con su
persona y su misión. De acuerdo con esta diversidad, no hay manera
de que nunca la santidad personal y de la misión, que es idéntico a los
demás. El Espíritu Santo se manifiesta el respeto a todas las personas
y promover un desarrollo original para cada uno en la vida espiritual y
el testimonio.
3. Sin embargo, cabe señalar que los dones espirituales deben ser
bienvenidos, no sólo para beneficio personal, pero ante todo por el
bien de la Iglesia: "Cada uno, dice San Pedro, que viven según el don
recibido, poniendo al servicio de los otros, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dio "(1 Pe 4,10). En virtud
de estos dones de la vida de la comunidad está llena de riqueza
espiritual y servicios de todo tipo. Y la diversidad es necesaria para la
riqueza espiritual más amplia: cada uno da una aportación que ningún
otro daño. La vida espiritual de la contribución de todas las
comunidades.
4. La diversidad de los carismas es también necesaria para un mejor
ordenamiento de toda la vida del cuerpo de Cristo. El San Pablo
cuando señala con el propósito e ilustra la utilidad de los dones
espirituales: Â «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros,
cada uno según su Partei" (1 Corintios 12:27). En el cuerpo de cada
uno debe desempeñar su papel según el carisma recibido. No se puede
esperar a recibir todos los regalos, nà © permitirse el lujo de la envidia
de otros regalos. El carisma de cada uno debe ser respetada y
valorada por el bien del cuerpo.
5. Cabe señalar que sobre los regalos, especialmente en el caso de los
dones extraordinarios, el discernimiento es necesario. Este
discernimiento es dado por el mismo Espíritu Santo que guía a la
mente en el camino de la verdad y la sabiduría. Pero ya que toda la
comunidad eclesial se ha pagado por Cristo, bajo la dirección de la
autoridad eclesiástica, es competente para juzgar el valor y la
autenticidad de los carismas. El Consejo dice: Â «Los dones
extraordinarios ... usted no tiene que preguntar, por descuido,
presuntuosamente © na que hay que esperar los frutos del trabajo
apostólico, pero el juez el uso autenticidad y pertenece a la autoridad
eclesiástica, a la que pertenece, sobre todo no apagar el Espíritu, sino
probarlo todo sea lo que usted piensa y es bueno (cf. 1 Ts 5,12.19-21)
 »(LG 12).
6. Puede indicar algunos criterios para el discernimiento de la
autoridad eclesiástica es generalmente seguido por los profesores y
directores espirituales:
a) un acuerdo con la fe de la Iglesia en Jesucristo (cf. 1 Cor 12,3), un
don del Espíritu Santo no puede ser contrario a la fe que el mismo
Espíritu inspira a toda la Iglesia. Â «En esto, dice San Juan, se puede
reconocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que
Jesucristo ha venido en carne es de Dios: todo espíritu que no
reconoce a Jesús, no debe ser DioÂ" (1 Juan 4 , 2);
b) la presencia de un "fruto del Espíritu: amor, gozo, paz" (Gal 5:22).
Cada regalo ayuda al progreso del Espíritu de amor, tanto en la misma
persona, tanto en la comunidad, a continuación, produce alegría y paz.
Si un carisma provoca perturbación y confusión, esto significa que no
es auténtico o que no se utiliza correctamente. Como St. Paul dice: Â
«Dios no es un Dios de desorden sino de paz" (1 Corintios 14:33). Sin
amor, ni siquiera los dones más extraordinarios no tienen la utilidad
mínima (cf. 1 Cor 13,1-3, véase también Mateo 7,22-23);
c) la armonía con la autoridad de la Iglesia y la aceptación de sus
disposiciones. Después de haber establecido reglas muy estrictas
para el uso de los carismas en la Iglesia de Corinto, St. Paul dice: Â
«El que cree que es un profeta, o con los dones del Espíritu hay que
reconocer que lo que escribo es el comando SignoreÂ" (1 Cor 14,37 ).
El auténtico carismático se reconoce por su sincera obediencia a los
Pastores de la Iglesia. Un carisma no puede levantar la rebelión nà ©
causando la ruptura de la unidad;
d) el uso de los carismas en la comunidad eclesial está sometido a
una regla simple: Â "Todo debe ser hecho por edificazioneÂ" (1
Corintios 14:26), CIOA regalos ¨ son recibidos en la medida en que
tienen una contribución constructiva a la la vida de la vida
comunitaria de la unión con Dios y la comunión. St. Paul insiste en
esta regla (1 Cor 14,4-5.12.18-19.26-32).
7. Entre los diversos dones, St. Paul estima que gran parte de la
profecía, como ya hemos notado, tanto para recomendar: Â "Luchar
por los dones espirituales, pero sobre todo la de profeziaÂ" (1 Cor
14,1). Es la historia de la Iglesia y sobre todo las vidas de los santos,
que a menudo el Espíritu Santo inspiró las palabras proféticas de
promover el desarrollo o la reforma de la vida de la comunidad
cristiana. A veces, estas palabras están dirigidas especialmente a
aquellos que ejercen la autoridad, como en el caso de Santa Catalina
de Siena, intervino ante el Papa para su regreso de Aviñón a Roma.
Hay muchos fieles, y por encima de todos los santos y los santos que
han llevado a los papas y otros pastores de la Iglesia a la luz y el
confort necesario para el cumplimiento de su misión, especialmente
en tiempos difíciles para la Iglesia.
8. Este hecho muestra la posibilidad y utilidad de la libertad de
expresión en la Iglesia: que la libertad también puede ocurrir en forma
de crítica constructiva. Lo importante es que la palabra expresa la
inspiración verdaderamente profético, como resultado del Espíritu.
Como St. Paul dice, un "¿Dónde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad de" (2 Corintios 3:17). El Espíritu Santo se desarrolla en la
conducta fiel de la sinceridad y la confianza mutua (cf. Ef 4,25) y los
convierte en un "capaz de corregir unos a otros" (Rom 15,14, cf. Col
1,16). La crítica es útil en la comunidad, que siempre debe ser
reformado, y buscó a tientas para corregir sus imperfecciones. En
muchos casos, ayuda a hacer un nuevo paso adelante. Pero si el
Espíritu Santo, la crítica no puede ser animado por el deseo de
avanzar en la verdad y la caridad. No puede llevarse a cabo con
amargura, no puede resultar en lesiones, o fallos en los actos
perjudiciales para la honra de las personas y grupos. Debería
inspirarse en el respeto y el afecto fraterno y filial, evitando el uso de
formas inapropiadas de la publicidad, pero siguiendo las instrucciones
dadas por el Señor para la corrección fraterna (cf. Mt 18:15-16).
9. Si la línea de la libertad de expresión es esto, se puede decir que no
hay oposición entre carisma e institución, ya que © es el único espíritu
que anima a la Iglesia con diversos carismas. El ejercicio de los dones
espirituales son también los ministerios. Son concedidos por el
Espíritu, para contribuir al avance del reino de Dios en este sentido
podemos decir que la Iglesia es una comunidad de regalos.