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Semana 3 · La arquitectura religiosa actual El Movimiento Litúrgico Se entiende por Movimiento Litúrgico moderno la corriente renovadora que desde mediados del siglo XIX comenzó a trabajar en la restauración de la vida litúrgica del pueblo cristiano. Su comienzo se suele datar en 1833, coincidiendo con el restablecimiento de la vida monástica en la abadía benedictina de Solesmes (Francia), y su final en 1963, con la promulgación de la constitución sobre Sagrada Liturgia «Sacrosanctum Concilium» por el Concilio Vaticano II. Todos los autores coinciden en señalar que en aquellos lugares donde hubo un movimiento litúrgico vivo existió una arquitectura sagrada moderna, y donde no, prosiguió el historicismo. La misa de San Gregorio Pedro Berruguete, 1486 Grandes maestros y promotores del Movimiento Litúrgico Manuel Garrido Bonaño, 2008 El Movimiento Litúrgico comenzó por reivindicar la liturgia, en toda su riqueza y belleza, como fuente de la vida cristiana y oración oficial de la Iglesia. La liturgia así entendida la empezaron a practicar grupos muy reducidos que fueron poniendo a disposición del pueblo la traducción de los textos. A continuación se procuró que la gente empezase a rezar y a cantar en voz alta, para introducir más tarde las misas dialogadas donde el pueblo contestaba a las aclamaciones del sacerdote. El momento más controvertido del proceso llegó al intentar incorporar las lenguas vernáculas al culto, queriendo contribuir a que los fieles lo entendieran mejor. El proceso se paralizó durante las dos Guerras Mundiales pero renació con fuerza después de cada una de ellas. Pío XII lo calificó como un gran don del Espíritu Santo a su Iglesia. Las principales ideas en las que incidió el Movimiento Litúrgico se pueden resumir en cinco puntos: 1. El retorno a las fuentes 2. La potenciación del sentido del misterio 3. La devolución del protagonismo del culto a Dios 4. La primacía cultual del sacrificio del altar 5. La asunción de la celebración litúrgica por el pueblo de Dios Con el llamado «ressourcement» o retorno a las fuentes se pretendía realizar una profunda investigación sobre los fundamentos teológicos, escriturísticos, históricos y pastorales de la liturgia católica, lejos de cualquier tipo de esnobismo, arqueologismo o ingenuo entusiasmo de aficionado. Buscar los porqués de las cosas, devolver su valor a los signos y entroncar con la funcionalidad, pureza, sencillez y verdad de la auténtica tradición. Nada más. Jerusalén en el siglo I En primer plano, el Templo de Salomón La potenciación del sentido del misterio fue una aportación de los monjes de la abadía benedictina de Maria-Laach, en concreto de Odo Casel (1886/1948). En Occidente, el aristotelismo escolástico había ido convirtiendo la teología en un sistema científico —teología de conceptos— que se fue alejando cada vez más del «misterio para ser vivido» que implicaba tanto al entendimiento como al sentimiento propio de la predicación de los Padres antiguos. Y esta racionalización tendió, progresiva e inconscientemente, a desvincular la teología de la Sagrada Escritura y de la liturgia. Es interesante señalar que la revitalización del carácter mistérico de la liturgia coincidió cronológicamente con la crisis del positivismo materialista y con la aparición del simbolismo, el irracionalismo y otras corrientes similares que posibilitaban la apertura del hombre a distintas dimensiones de la trascendencia. Chant sacré (Canción sagrada) Constant Puyo, ca. 1915 El Movimiento Litúrgico también restauró la jerarquía de valores en la vida cristiana, devolviéndole a Dios el protagonismo que le correspondía en la obra salvífica. Frente al voluntarismo ascético, se incidió en que era más importante lo que Dios hace por el hombre que viceversa, incluso para su propia salvación. La existencia y operatividad de la gracia conducirían a un cristianismo consciente, optimista y confiado, fundamentado en una relación paterno-filial que evitase cualquier síntoma de rutina y la defendiera de los peligros de una religión asentada sobre la costumbre. Dentro de esta primacía de lo divino, el primer plano lo ocupó la figura de Cristo-Jesús, Sumo Sacerdote de la creación y verdadero puente entre Dios y el hombre. Si la doctrina paulina se había ido debilitando con ocasión de las luchas cristológicas, el Movimiento Litúrgico recondujo la dispersión devocional centrándola en la figura de Cristo-Jesús; esta unidad de culto se vió reflejada en la propia celebración litúrgica. The Sacrament of the Last Supper (La última cena) Salvador Dalí, 1955 Como hemos visto, la reacción postridentina frente a la herejía negadora de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas quiso acentuar más la idea de permanencia que el hecho de la oblación y el sacrificio, una idea central en la liturgia. Por eso, en este momento se volvería a insistir en el papel unificador del sacrificio y en el valor de la comunión de toda la Iglesia en una oración compartida alrededor del altar, frente a la relación individual de la criatura con Dios. Esta línea de pensamiento podría esquematizarse así: Cristo es el Sumo Sacerdote; sus actos redentores culminan y están compendiados en su muerte y resurrección; estos se hacen presentes mediante la liturgia; esta liturgia la celebra el pueblo de Dios (pueblo sacerdotal) bajo la dirección de un ministro ordenado; finalmente, el compendio de la liturgia es la Eucaristía. Este concepto de centralidad de la celebración litúrgica fue básico para entender la posterior construcción de iglesias. The Risen Christ (Cristo resucitado) He Qi, 2014 Esquemas del libro Vom Bau der Kirche (De la construcción de iglesias) Rudolf Schwarz, 1938 Lo importante no es el aspecto exterior del templo, sino su disposición interior. El último de los principios definidores de los nuevos espacios de culto fue la misma comunidad celebrante. Muchos fieles acudían antes a la iglesia no tanto para celebrar el hecho de la Redención, el «misterio de Cristo», sino en actitud meramente contemplativa, como devoción privada y personal, ya que no entendían los ritos ni participaban en ellos. A partir de entonces los fieles se deberían congregar para celebrar juntos la acción litúrgica como «pueblo de Dios», por lo que la iglesia tendría que ser ante todo «ecclesia», asamblea. Por eso, la comunidad reunida para el culto se vuelve a ver como un signo sacramental, ya que la propia comunidad quedaría constituida por la realización de ese acto cultual. De esta manera, la comunidad cristiana se construiría a partir de un altar, verdadero hogar de la vida comunitaria y parroquial, y el templo, en su articulación espacial, debería posibilitar la contemplación del misterio total de la Iglesia, incluso en su dimensión cósmica: sólo así podría denominarse «funcional». Sankt Stephan Friedrich Weinbrenner, Karlsruhe (Alemania), 1808/14 Poco a poco la Misa dejará de ser un asunto de iniciados para hacerse comprensible a todos los bautizados. Incluso, la distribución de funciones que se aplica en la celebración se intentará reflejar en la estructura del templo. Si la Iglesia tenía cabeza y miembros, los templos habrían de tener zonas para el clero y zonas para el pueblo —es decir, santuario y nave— complementarias e interrelacionadas, conformando un lugar de culto orgánicamente unido que superase la excesiva separación entre los distintos tipos de fieles que tiempo atrás propiciaron las verjas o los coros capitulares. La misma estructuración del espacio debería invitar a la participación en la liturgia, entendida como «ludus hominem coram deo», es decir, como un magnífico juego humano con un espectador divino. Evolución de la planta del templo cristiano José Manuel de Aguilar op, Casa de Oración (1967) Por otra parte, era lógico que el pueblo se mostrase inicialmente refractario hacia una actitud religiosa menos sentimental y más activa, objetiva y comunitaria. Y aunque, efectivamente, Cristo había aludido al aposento como lugar de la meditación personal, las peculiares condiciones de habitación del hombre de finales del siglo XIX y principios del XX —hacinamiento, insalubridad, etc.— hacían prácticamente inevitable el uso del templo para esa actividad. Por eso, si la sala destinada a la acción litúrgica comunitaria no reunía las oportunas condiciones, el diseño del templo también debería contemplar lugares adecuados para la práctica de la oración privada. Jóvenes peregrinos polacos 2005 Dom Prosper Guéranger (1805/75) fue el restaurador de la liturgia romana en Francia y el potenciador de la vida monástica en este país. Durante su mandato, la abadía benedictina de Solesmes se convirtió en un centro de estudios litúrgico, cuyo influjo se propagó por todos los monasterios que dependían directa o indirectamente de él: Beuron (1863) y Maria-Laach (1904) en Alemania, Silos (1880) en España o Maredsous (1872) y Mont-César (1898) en Bélgica. Dom Prosper Guéranger 1805/75 El movimiento benedictino también incidió en el arte sagrado propiamente dicho. Para valorar esos primeros esfuerzos hay que tener en cuenta la aspiración a la pobreza esencial en cualquier cosa que pretendiera denominarse cristiana y el tropismo hacia todo lo medieval que se respiraba en la época. Así, por ejemplo, se procedió a la dignificación de las vestiduras litúrgicas introduciendo las llamadas casullas «góticas». Mención aparte merece la rehabilitación en Solesmes del canto gregoriano. La casulla gótica Juan Plazaola sj, El arte sacro actual (1962). El corte C se corresponde con la casulla gótica. El 22 de noviembre de 1903, el papa san Pío X publicaba el motu proprio «Tra le sollecitudini» sobre la restauración de la música religiosa. En él se puede leer un párrafo que a la postre sería capital para el desarrollo del templo cristiano, tanto en su vertiente pastoral como en la litúrgica y en la arquitectónica: «Siendo nuestro más ardiente deseo que el espíritu cristiano reflorezca de todas maneras y se mantenga en todos los fieles, es necesario preocuparse de la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se reúnen para encontrar precisamente este espíritu en su fuente primera e indispensable, que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública y solemne de la Iglesia». Pío X imprimió al Movimiento Litúrgico una dimensión pastoral que ya había sido anticipada por el belga Dom Beauduin. El papa san Pío X (1903/14). Abajo, aleluya gregoriano. En efecto, Dom Lambert Beauduin (1873/1960) había constatado el enorme vacío religioso que poseía el pueblo causado, en gran medida, por su separación de la liturgia. De ahí que todo su interés se centrase en fundamentar la piedad y la vida cristiana sobre el culto de la Iglesia, promoviendo la participación de los fieles en las acciones litúrgicas, especialmente en la Santa Misa. Beauduin editó en 1911 un misal dominical. En el campo arquitectónico, el arquitecto alemán Martin Weber (1890/1941) se hizo eco de sus enseñanzas desde los primeros momentos. Dom Lambert Beauduin (1873/1960), abajo en el centro Por su parte, el abad de Maria-Laach, Dom Ildefons Herwegen (1874/1946), convirtió su monasterio en la cuna del Movimiento Litúrgico en Alemania. Herwegen conocía bien el temperamento germánico y sabía que una idea así no podría prosperar sin una sólida base científica. Su labor tendría mucha influencia en el Concilio Vaticano II. Otros teólogos como Romano Guardini (1885/1968), que estudió las implicaciones de la liturgia con la antropología, la filosofía, la sociología y el arte, profundizaron en la línea litúrgica comenzada por Herwegen. Romano Guardini (1885/1968) Abadía de María Laach (Alemania) A la sombra de Maria-Laach, desde 1919 fueron apareciendo diversos movimientos católicos en Alemania, y se puede decir que la arquitectura religiosa recibió en este país el poderoso impulso juvenil de uno de esos grupos: el Quickborn. Desde aquí, Rudolf Schwarz puso las bases de la renovación arquitectónica del templo cristiano, trabajando en una ordenación espacial inspirada únicamente en la participación activa de la comunidad en la acción litúrgica. Santa Ana Rudolf Schwarz, Düren (Alemania), 1951/56 Santa Ana Rudolf Schwarz, Düren (Alemania), 1951/56 Santa Ana Rudolf Schwarz, Düren (Alemania), 1951/56 Santa Ana Rudolf Schwarz, Düren (Alemania), 1951/56 El Movimiento Litúrgico ponía en juego valores demasiado importantes para la vida de la Iglesia —y defendía o impugnaba tradiciones profundamente arraigadas entre los cristianos— para que no surgieran tensiones que a veces se dieron con una virulencia poco frecuente. Tanto es así que, tras la Segunda Guerra Mundial, Pío XII se vio obligado a intervenir con la encíclica «Mediator Dei et hominum» (1947), cuyo título refleja muy bien la situación creada. La intervención papal calmó los ánimos y puso las bases doctrinales y pastorales de una reforma litúrgica sana y lógica, mientras criticaba a un tiempo tanto la falta de profundidad en los estudios litúrgicos de unos como el desmedido afán de novedades de otros. Pío XII visita la basílica de San Lorenzo Extramuros tras los bombardeos aliados sobre Roma de 1943 La «Mediator Dei» se erigió como la carta magna de la liturgia y el Movimiento Litúrgico recibió así el impulso definitivo, al tomar la Jerarquía eclesiástica las riendas de la cuestión. Entre los temas que la encíclica desarrolló pueden señalarse la naturaleza profundamente teológica del culto cristiano, su dimensión interior, la participación de los fieles en ella como una de las exigencias bautismales, etc. Poniendo en práctica las indicaciones de la encíclica, muchas diócesis crearon comisiones litúrgicas diocesanas y publicaron directorios. Con respecto a la participación de los fieles, se adoptó una posición intermedia entre la Misa cantada en latín y la Misa tradicional, haciéndose posible el uso de cantos en lengua vernácula. Pío XII llevó a cabo una labor de reforma gradual, revisando prácticamente todos los libros litúrgicos. Como primera medida, en 1951 se restauró la vigilia pascual, en 1953 se modificó substancialmente la ley del ayuno eucarístico y se facilitaron las misas vespertinas, en 1955 se simplificaron las rúbricas y se reformó la Semana Santa y en 1956 apareció la encíclica «Músicae Sacrae Disciplina». Las significativas palabras con las que Pío XII clausuró uno de los muchos congresos internacionales de liturgia sirvieron para sancionar definitivamente el camino emprendido por Dom Guéranger: «El Movimiento Litúrgico moderno aparece como un signo de las disposiciones providenciales de Dios sobre nuestro tiempo, como un paso del Espíritu Santo por su Iglesia». Con el anuncio del Concilio Vaticano II la renovación perdió parte de su interés. Efectivamente, el día 4 de diciembre de 1963 se aprobaba casi por unanimidad la Constitución «Sacrosanctum Concilium» sobre Sagrada Liturgia, fruto de más de cien años de trabajo. Era también la solemne aprobación de los mejores esfuerzos de tantas personas que habían trabajado para que la liturgia volviese a ser, en la práctica, el centro y el alma de la vida de la Iglesia. Pero curiosamente, tras el Concilio, llegó el caos… Konzil (Concilio) Lothar Wolleh, 1964 Konzil (Concilio) Lothar Wolleh, 1964