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Las lenguas como fetiche
Roberto Bein
Quisiera introducir en este congreso como tema de las teorías críticas de la lingüística un
concepto relativo al comportamiento de las comunidades lingüísticas con relación a la selección
de las lenguas que aprenden. Para ello partiré de un juicio o, si se prefiere, un prejuicio: en
general, las disciplinas que estudian los vínculos entre lenguaje y sociedad han tenido unas
concepciones sociológicas más bien débiles o de sentido común. Los padres fundadores –Uriel
Weinreich, William Labov, Basil Bernstein, Charles Ferguson, Joshua Fishman–, sin duda
preocupados honestamente por los perjuicios que acarrean las diferencias lingüísticas entre los
sectores más necesitados de la población o por la sumisión de pueblos a la lengua del
colonizador, no ahondaron, sin embargo, en sociología. Lo demuestra el hecho de que el
concepto central de estas disciplinas, el de comunidad lingüística, no tiene hasta la fecha
contornos nítidos[1]. La sociolingüística, por ejemplo, durante mucho tiempo dividió las clases
sociales según sus ingresos, a veces añadiéndoles los grados de escolarización, pero sin tener en
cuenta su relación con la posesión de los bienes de producción; la sociología del lenguaje partió
de relaciones lengua-nación o lengua-nacionalidad, pero solo después de décadas comenzó a
analizar más detenidamente la cambiante significación histórica y la modificación, disgregación
y fusión de tales conjuntos, y hasta hoy exhibe a veces un discurso a veces teñido de
esencialismo que se trasluce incluso en tendencias como cierta ecolingüística que sostiene la
muerte de una lengua provoca un desequilibrio en el ecosistema de las lenguas[2], como si
fueran entidades sub specie aeternitatis.
Actitudes
Por eso, no es de extrañar que para explicar el comportamiento colectivo frente a las lenguas,
estas disciplinas hayan creado el concepto de actitud sociolingüística , tributario, en general, de
la psicología social norteamericana. Actitudes son, entre otras, la lealtad lingüística (concepto
delineado por Uriel Weinreich, 1953), es decir, las acciones que emprende un grupo para
conservar su lengua, por ejemplo, una minoría inmigrante que funda escuelas en las que se
estudia su lengua o que exige al gobierno la enseñanza pública de esa lengua, y el purismo : la
conducta de quienes creen que deben defender como eterno cierto estadio de la lengua contra los
cambios y contra el ingreso de palabras de otros idiomas. Un aporte curioso a esta lista fue el de
la sociolingüística catalana con el concepto de autoodio lingüístico, es decir, la actitud de
quienes ocultan su lengua propia porque los identifica con un grupo desvalorizado[3]; por
ejemplo, los sectores medios valencianos que ocultaban su conocimiento del catalán porque los
identificaba con los sectores de campesinos y pescadores (Ninyoles, 1972). Inicialmente el
concepto de actitud presentaba incluso cierta circularidad: se decía que un pueblo manifestaba
lealtad lingüística cuando emprendía la defensa de su lengua, y que el origen de estas acciones
estaba en su lealtad lingüística. Al mismo tiempo, partía de una posición positivista: las actitudes
se manifiestan a través de comportamientos concretos, registrables y mensurables. Es cierto que
ha habido avances importantes en el estudio de las actitudes (Fasold, 1996: 232-274), como por
ejemplo la llamada técnica de las máscaras. Iniciada en el Québec, se pedía a un grupo de
estudiantes que escucharan la grabación de un noticiero leído una vez en francés, y otra, en
inglés, y que, a continuación, describieran a los hombres que habían leído el noticiero. Cuando
los estudiantes eran francófonos, calificaban muy bien al relator francés en su aspecto físico, su
simpatía y su timbre de voz, mientras que el relator inglés salía muy desfavorecido. Esto permitía
inferir los grados de adhesión a cada una de las lenguas, tanto más cuanto que los estudiantes no
percibían que en realidad era la misma persona la que leía ambas versiones. Es decir que el
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estudio de las actitudes ya no se basa en el mero registro de las acciones emprendidas por el
grupo sino que se las infiere a partir de representaciones vinculadas solo indirectamente con la
lengua. Estos resultados, que muestran consideraciones sociales basadas en la valoración de las
lenguas, permiten pensar también la relación inversa: que discursos sobre las lenguas reflejen en
realidad posiciones frente a lo sociocultural. Así, es frecuente que en las respuestas a encuestas
realizadas por alumnos míos en distintas provincias se conteste que el alemán es “feo” y el chino
es “difícil”, aun cuando los encuestados no hayan tenido ninguna experiencia directa con esas
lenguas.
Representaciones sociolingüísticas
Estos análisis se vinculan con la segunda teorización que intenta explicar los comportamientos
grupales ante las lenguas y que tuvo su origen en la desmitificación que realizó la llamada
escuela sociolingüística catalana de conceptos como el de bilingüismo, cuando señalaba que este
no es ninguna “riqueza adicional” ni un “tesoro” de una comunidad (Aracil, 1966), sino que el
hecho de que una misma comunidad lingüística no use habitualmente una sino dos lenguas
responde a una imposición política o político-militar. Consecuentemente, en su concepción de la
diglosia no hablaban de una variedad alta y una baja sino de una dominante y una dominada. Es
decir que operaron una ideologización del concepto de diglosia al señalar, a diferencia de Uriel
Weinreich, que las lenguas en presencia no son lenguas en contacto sino en conflicto, y
concibieron la situación lingüística resultante dialécticamente. A continuación, Robert Lafont
elaboró teóricamente este cambio señalando que había en juego distintas representaciones de la
diglosia (Gardy y Lafont, 1981), lo cual derivó en el concepto de representación sociolingüística
como una suerte de constructo ideológico interpuesto entre la praxis lingüística real y la
conciencia social de esa praxis. Como toda ideología, la representación sociolingüística está
dotada de materialidad discursiva; por ejemplo, de proposiciones como “el alemán es difícil”,
“las lenguas clásicas fomentan el pensamiento lógico” o “el portugués se entiende sin
estudiarlo”, pero esos discursos tienen un efecto perlocutivo que varía según la situación
socioeconómica de la comunidad que las enuncia y sobre la que actúan, y según su vinculación
con los demás discursos circulantes en esa comunidad. Dos de esas representaciones de las
lenguas son la utilidad y el prestigio, que tienen, a causa de una serie de factores, muchos de los
cuales son extralingüísticos, una distribución desigual. Por eso, tampoco podemos hablar de un
prestigio general del bilingüismo o del plurilingüismo: en la Argentina es prestigioso saber
castellano y francés, pero seguramente lo es mucho menos ser bilingüe castellano-quechua (a
menos que uno sea lingüista). Como en toda zona de la ideología, esas representaciones
contienen discursos hegemónicos y contradiscursos; por ejemplo, sobre la utilidad y vitalidad de
las lenguas aborígenes (véase al respecto la prensa correntina de las últimas semanas en torno a
la ley que acaba de declarar el guaraní lengua alternativa oficial en toda la provincia) y en su
dinámica son producto mediato de las condiciones sociohistóricas. Pero sus consecuencias son
diversas: en algunos casos, representaciones claramente mayoritarias (“el dialecto argentino es
una deformación del verdadero español”) no producen otros efectos que el de la actividad
epilingüística de los policías del lenguaje, es decir, de los docentes; en otros casos, en cambio,
aun cuando conduzcan a una conciencia distorsionada de la realidad, es decir, operar como
ideología en el sentido de la Ideología Alemana, de Karl Marx, pueden condicionar la práctica
real de manera de actuar como profecías autocumplidas. Me refiero a representaciones como la
de “con inglés se consigue trabajo”: si fuera verdadera, el desempleo en nuestro país cesaría
automáticamente si todos los argentinos aprendieran inglés. También se puede, sobre todo desde
el poder, incidir en las representaciones favoreciendo determinados discursos. En definitiva, el
concepto parece tener mayor poder explicativo que el de las actitudes, puesto que mediante el
estudio de las representaciones circulantes en una comunidad, sobre todo, de las hegemónicas, se
puede explicar la génesis de las actitudes y actuar sobre ellas a través de contradiscursos. Así, un
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pueblo manifestaría, por ejemplo, lealtad lingüística porque las representaciones de su lengua
son muy positivas o porque –por ejemplo, en el caso del alemán en el sur del Brasil– reciben el
apoyo discursivo del gobierno alemán. El análisis de las representaciones no constituye un
círculo vicioso puesto que se las puede leer ya directamente en los discursos referidos a lenguas,
como la polémica entre Américo Castro (
La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico) y Borges (“Las alarmas del doctor
Américo Castro”) sobre el español de la Argentina[4], o en propaganda de lenguas, como el
fascinante y literariamente valioso Discurso sobre la universalidad de la lengua francesa que
Antoine de Rivarol escribió en 1784–, ya indirectamente en prólogos de diccionarios y
gramáticas, como el prólogo de Antonio de Nebrija a su Gramática castellana de 1492, en la
selección de textos que proveen los libros escolares o en la legislación referida a lenguas.
Asimismo se pueden validar las hipótesis forjadas acerca de las representaciones circulantes en
una comunidad mediante encuestas. Por supuesto que hay también representaciones del propio
concepto de lengua, pero su análisis excede el propósito de esta ponencia.
El fetiche
Si bien el análisis de las representaciones sociolingüísticas permite dilucidar una parte
importante de los comportamientos lingüísticos de una comunidad, no termina de aclarar, a mi
juicio, por qué representaciones manifiestamente falsas, como la mencionada acerca de las
virtudes del inglés para erradicar mágicamente el desempleo en nuestro país, pueden cobrar tanta
fuerza. Desde luego que no estoy desconociendo la importancia del inglés ni, mucho menos,
hablando en contra de su enseñanza; lo que estoy intentando mostrar es que la fuerza persuasiva
de las representaciones que la sustentan es de otra naturaleza que la de las representaciones de la
necesidad de la enseñanza de las lenguas extranjeras en general. Dicho de otro modo: mientras
que la propaganda de muchas lenguas es una suerte de lo que en sociología del lenguaje
llamamos “acción sobre el estatus”, en el caso del inglés ese estatus está asegurado por factores
extralingüísticos, como su cualidad de exigencia laboral; por lo tanto, la propaganda a favor del
inglés se confunde con el discurso publicitario: como en el caso de la venta de zapatos, no
necesita decir que los zapatos son útiles, sino que tal o cual marca es la mejor. Por eso,
propongo complementar el análisis de las representaciones con un tercer concepto: el de fetiche
lingüístico, entendido análogamente al fetiche de la mercancía que Karl Marx desarrolló en
El Capital. Según Marx, la realidad de los intercambios hace pensar que 20 codos de lino
equivalen a 10 libras de té porque ambos cuestan 2 onzas de oro y que, por tanto, este valor es
algo objetivo contenido en las mercancías, cuando en realidad se trata de una igualdad en cierto
momento histórico que depende de la maquinaria, de las relaciones sociales de producción, del
rendimiento de la tierra, etc. Dice Marx:
Lo enigmático de la forma mercancía consiste, pues, simplemente en que devuelve a los hombres
la imagen de los caracteres sociales de su propio trabajo deformados como caracteres
materiales de los productos mismos del trabajo humano, como propiedades naturales sociales
de las cosas; y, en consecuencia, refleja también deformadamente la relación social de los
productores con el trabajo total en forma de una relación social entre objetos que existiera fuera
de los productores.[5]
De manera análoga, a las lenguas se les atribuyen ciertas cualidades esenciales que son, en
realidad, un reflejo de las funciones que desempeñan en ciertas relaciones sociales de
producción. Como a cualquier otro, al fetiche lingüístico se le atribuyen cualidades mágicas: se
deposita en él la virtud de conseguir empleo, o la de reunificar una comunidad, o la de hacer
perdurar una religión. Y los discursos que informan estos fetiches suelen presentarse como
discursos únicos que impiden en buena medida la emergencia de otras opciones: en el terreno de
las lenguas, por ejemplo, dificultan –como lo muestra la propaganda de lenguas– la penetración
de ideas alternativas, como por ejemplo la enseñanza del portugués y de lenguas aborígenes en la
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Argentina con miras a consolidar la unidad latinoamericana, o el plurilingüismo como manera de
propender a horizontes económicos y culturales diversificados. En otros términos: se cree que la
utilidad de una lengua es un hecho objetivo porque en cierto momento histórico es, por ejemplo,
condición necesaria pero no suficiente para conseguir trabajo, sin que se perciba que se trata de
una situación histórica determinada igualmente por variables socioeconómicas, políticas y
culturales. Lo objetivo es que las empresas piden inglés, con lo cual no es el dominio del inglés
el que provee trabajo, sino que quienes obtienen trabajo saben inglés y quienes lo ofrecen lo
exigen.
Cuestiones metodológicas
Unas últimas palabras acerca de cuestiones metodológicas. La manera de descubrir o inferir
representaciones sociolingüísticas depende del marco teórico en el que el investigador se sitúe.
Si se parte del cognitivismo duro, las representaciones son individuales, y las representaciones
sociales son aquellas individuales que son compartidas por muchas personas. Por tanto, el modo
de averiguarlas se basa en encuestas que tienen valor heurístico. En cambio, quienes adopten
como marco teórico la psicología sociogenética considerarán que toda representación es
primeramente social –por tanto, la expresión “representación social” tiene algo de redundante– y,
en consecuencia, las encuestas sirven para corroborar o falsar la existencia de representaciones
postuladas a modo de hipótesis. Este marco teórico es, como lo señala Henri Boyer (1991),
evidentemente más cercano al concepto de representación sociolingüística y permite inferir estas
representaciones no solo mediante encuestas sino también mediante el análisis de los diversos
discursos que acerca de las lenguas circulan en una comunidad y se pueden poner en relación
con las demás series discursivas. El estudio del fetiche lingüístico forzaría, en cambio, a
abandonar la “cárcel del lenguaje”, a recoger datos sobre el sistema productivo, a estudiar las
tendencias demográficas y demolingüísticas, a conseguir estadísticas sobre los puestos de trabajo
para los cuales se exigen conocimientos de lenguas y, en definitiva, a vincular más
decididamente los datos sociales con las creencias sobre las lenguas.
--------------------------Notas
1[1] Tal vez la definición más ajustada –que no goza, sin embargo, de aceptación general– sea la de
Marcellesi y Gardin (1974): la comunidad lingüística es “un conjunto de grupos que entran en
relaciones dialécticas en el proceso mismo de creación de un conjunto de normas [lingüísticas]dominado
por la norma de la clase dominante”.
2[2]
Ver, por ejemplo, las concepciones de la gran sociolingüista catalana Carme Junyent en Vida i mort de
les llengües. Barcelona: Empúries (1992).
3[3]
Se trata de una aplicación del concepto de self-hatred tal como lo formuló la psicología social
norteamericana (ver, por ejemplo, las obras de Gordon Allport).
4[4]
Ofrecemos un análisis político-lingüístico de la polémica en E. Arnoux y R. Bein (2004): “Dar con su
voz”, en Tra(m)pas de la comunicación y la cultura, 26, pp. 8-19.
5[5]
La versión corresponde a la traducción de Manuel Sacristán publicada por Grijalbo en 1976.
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