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Llamadas a “algo distinto” Os voy a contar una historia; de hecho, os voy a contar mi historia, la de una mujer que siempre anduvo en búsqueda de una vida conforme a la voluntad de Jesús. En la Inglaterra del siglo XVI se separaron la Iglesia de Inglaterra y la católica. El rey Enrique VIII, al no conseguir la anulación de su matrimonio, decidió convertirse en jefe supremo de la iglesia inglesa, crear una iglesia independiente de Roma y perseguir y condenar aquellos que no compartían este cambio. Nací el 23 de enero de 1585 en Inglaterra. Fue la hija mayor de la familia Ward. Por cierto, no me he presentado: mi nombre es Mary Ward. Mi familia pertenecía a la nobleza rural de Yorkshire y permanecieron fieles a la fe católica en una época de persecución religiosa. A causa de las leyes anglicanas se perseguía entonces a los católicos, y por esta razón me bautizaron a escondidas. Recibí el nombre de Johana, que más tarde en la Confirmación me cambié por el de Mary, por mi gran devoción a Nuestra Señora, la Virgen María. Cuando tenía pocos meses y aún no hablaba, mientras permanecía cerca de una ventana, estuve apunto de caerme, y mi madre, al verlo, exclamo: "Jesús, ayuda a mi hija”. Yo me volví con una sonrisa y repetí "Jesús”. Jesús llegó a ser la palabra clave en toda mi vida, fue mi primera y última palabra, mi refugio en todo peligro y protección en situaciones difíciles. Mis padres se llamaban Marmaduke y Úrsula. A los cinco años me mandaron a Ploughland, a casa de mis abuelos maternos, Roberto y Úrsula Wright. Allí, aprendí a orar, hablar con Dios, como se hace con un amigo; allí empezó mi devoción a María que siempre fue tan importante para mí. Mi abuela rezaba continuamente, de hecho fue a la cárcel por su fe. Esta etapa dejó en mí una huella imborrable en la que fui madurando mi personalidad. Cuando tenía diez años mi padre me mandó regresar a casa. Mi confianza en Dios era muy grande, tanto que un día, ocurrió un tremendo incendio. Mi padre me encontró bloqueada por las llamas, pero valiente y serena, protegiendo a mis hermanos y rezando. Cuando tenía 15 años, me trasladé a la casa unos parientes a los que debía hacer compañía. En esa casa me encontré muy a gusto, sobre todo con una anciana criada, llamada Margaret Garrett, con la que me gustaba pasar largo ratos hablando sobre Dios y sobre historias de los antiguos conventos. Entonces nació en mí un gran deseo de ser religiosa, pero mis padres no querían consentirlo de ningún modo, porque era la primogénita y además mi padre tenía otros planes para mí. El quería que me casara, pero yo nunca había tenido ningún deseo de casarme. Todos mis parientes y amigos, buscaban disuadirme de ser monja. También, entre otras razones, porque querían que, debido a mi débil estado de salud, no resistiría la vida en un convento. Un día, celebrando la Eucaristía, el padre Holtbly, uno de los sacerdotes que más se ponían a mi vocación religiosa, se le derramó el cáliz en plena Misa. Interpretó esto como una señal de Dios y entonces me dijo que nunca más pondría obstáculos a mi vocación religiosa. Como no puedo entrar en un convento de Inglaterra, porque la vida religiosa de los católicos estaba totalmente prohibida, me dirigí a los Países Bajos en busca de un convento. De camino de camino a Saint Omer, en Flandes, estaba con los codos apoyados sobre la borda de un barco y los ojos puestos en la proa y recordé aquella frase de Jesús: "El que mira hacia atrás no es apto para seguirme”. En Flandes me alojé en el seminario de los jesuitas ingleses que habían sido expulsados de Inglaterra. Por consejo de uno de ellos, ingresé en el convento de las hermanas clarisas. Allí me admitieron como hermana limosnera, mi misión era salir a la calle a pedir dinero, y eso no me hacía totalmente feliz. Fueron momentos muy difíciles porque mi salud se iba debilitando. Mi idea era fundar un convento de clarisas para inglesas. Yo seguí entonces la voluntad de Dios, tuve que orar mucho y esperar a que Dios hablase más claro. El 2 de mayo de 1609 tuve una experiencia espiritual, estaba rezando con algunas monjas y sentí que Dios tenía un plan para mí y que quería servirse de mí para “algo distinto” a lo que estaba haciendo. Tenía deseo de trabajar de una manera especial por mi pueblo, que seguía atormentado, por eso decidí cruzar el Canal de la Mancha y volver Inglaterra para ayudar a los católicos perseguidos, cuidar enfermos, ayudar a sacerdotes y atender a los más pobres. Dios me iba mostrando lo que quería de mí. Un día estaba peinándome delante de un espejo, cuando tuve lo que se conoce por "visión de la gloria". Escuché una voz interior que me decía “gloria, gloria, gloria”. Esto hizo que se desvanecieran todos mis planes. Me sentí llamada a algo distinto y a dejar en manos de Dios toda iniciativa sobre mi vida . De ahí en adelante me dejé guiar por Dios. Así comenzó la misión de fundar el Instituto. Dios estaba haciendo su obra y me tendió su mano. Algunas jóvenes se sintieron atraídas por mi modo de hacer las cosas y mi manera de pensar, y quisieron ser mis compañeras y emprender un nuevo proyecto, la fundación de un nuevo Instituto religioso. Emprendí un nuevo viaje a Flandes con cinco fieles compañeras, a las que más tarde se unieron mi hermana y mi prima. Éstas siete jóvenes no vacilaron en renunciar a todo para seguir a Cristo en este proyecto que yo lideraba en Saint Omer, dispuestas a iniciar una forma de vida nueva como amigas en el Señor. Allí y en espera que Dios hablará más claro, abrimos la primera escuela de niñas. Acudían niñas pobres de la ciudad junto con las niñas inglesas que nos confiaban para educar de acuerdo a los principios de la fe católica. A finales de 1611, escuché de nuevo en mi interior unas palabras que me decían: “Toma las mismas de la Compañía”. Estas pocas palabras dieron gran luz al Instituto. La compañía, era la Compañía de Jesús, fundada en el siglo anterior por San Ignacio de Loyola. Eso significaba tomar como normas de las mismas que los jesuitas, de un modo adaptado a mujeres. Para organizar el Instituto solicité en 1615 al Papa Paulo V su aprobación. Como no se había aceptado nuestra petición, viajamos tres veces a Roma para presentar personalmente nuestra solicitud al Papa con la esperanza de conseguirlo. No se me permitió la fundación porque se consideraba un cambio demasiado innovador. Muchos años después se conseguiría lo que a mí se me había negado como innovación. Pero, para eso, primero teníamos que vivir muchas dificultades. Nuestro primer viaje fue en 1621. Me reuní con el Papa, los Cardenales y el Padre General de los jesuitas, la atmósfera fue cordial y eso me animó. Comenzó un tiempo de espera. Para aprovecharlo, fundé colegios en Italia, pero había muchos problemas económicos y por no tener la aprobación del Papa nadie quería financiarnos. Como no quisimos aceptar la clausura se acordó en 1625 el cierre de las casas del Instituto en Italia. Tras esta humillación, encontramos nuestra fortaleza en la oración. Yo perseveraba porque estaba convencida de mi vocación y seguía esperando una solución favorable. Tras esto abandoné Italia. El príncipe Maximiliano I, me dio la oportunidad de abrir un colegio en Munich (Alemania), que fue la fundación más importante. Desde ahí fui a Viena y Bratislava donde también fundé colegios. Estuve caminando durante dos meses, realicé andando el segundo viaje a Roma para llevar adelante mi obra, sin conseguir tampoco una respuesta satisfactoria. Si yo hubiese aceptado una forma de vida religiosa en clausura, habría tenido la aprobación papal. Sin embargo, no lo hice, y preferí hacer frente a la disolución y supresión de la congregación, sufrir prisión por ser acusada de hereje y ser desacreditada, antes de abandonar mi profunda convicción de que no había diferencia entre hombres y mujeres, y que la religiosas podíamos hacer muchas cosas, sin necesidad de estar en clausura por el mero hecho de ser mujeres. Con una visión de futuro muy adelantada para su tiempo, el Instituto fue suprimido en 1631 por el papa Urbano. Ese año fui encarcelada por la inquisición en Alemania. La inquisición era un tribunal de la iglesia que velaba por la pureza de la fe católica, que indagada y castigaba las doctrinas que se desviaban. Durante este tiempo enfermé gravemente y para asombro de mi médico, me restablecí de nuevo y volví a nuestra casa en Múnich. En 1632, en Roma, fui acusada de nuevo y tuve una audiencia con el Papa Urbano, donde me acusaron de hereje. Me declararon limpia pero me obligaron a vivir en Roma y a no poder abandonar la ciudad sin un permiso especial. Por motivos de salud me concedieron un permiso para poder viajar a Londres. Mi muerte se produjo el 30 de enero de 1645. Mi última palabra antes de morir fue Jesús. Mi corazón siempre estuvo dispuesto a la reconciliación, tuve la fortaleza de guardar absoluta fidelidad a la iglesia y permanecer fiel a la misión que estaba segura de haber recibido de Dios. Esta firmeza interior abrió el camino hacia el futuro. Consideré que la felicidad consistía en liberarse de todo apego a las cosas terrenales y estar enteramente disponible para obrar cosas buenas. Los valores centrales de mi ideario y que me mueven a la acción son la justicia, la verdad y la libertad. Mis primeras compañeras me fueron fieles hasta el final, y mi legado siguió con ellas. Y ellas, a su vez, lo fueron transmitiendo hasta que mi sueño pudo hacerse realidad. El Instituto fue aprobado por la Iglesia en 1877 con el nombre de Instituto de la Bienaventurada Virgen María. Durante bastantes años, con el fin de que sobreviviera, no se pudo relacionar su nombre con el mío, pero finalmente, en 1909, recibí el reconocimiento oficial como fundadora. En 1978, el Instituto obtuvo las reglas (normas) de los jesuitas de San Ignacio para cumplir el plan original que yo había diseñado. En 2009 fui declarada Venerable. Mi causa avanza en estos momentos hacia el proceso de beatificación o reconocimiento de la iglesia de una vida santa y consiguiente canonización, o acto mediante el cual la Iglesia Católica declara como santa a una persona fallecida. El Instituto sobrevivió a muchos ataques en crisis, pero continuó extendiéndose poco a poco por Europa. Actualmente el Instituto está presente en muchos países de los cinco continentes. Por otro lado, antes de que se despertara en Occidente la conciencia feminista yo me dediqué a defender la plena igualdad entre el hombre y la mujer en lo que respecta a su dignidad y reconocimiento, considerando que la mujer es apta para desarrollar grandes obras, en contra de la opinión común del momento. Entendí que se cometía una profunda injusticia al relegar a la mujer a un segundo plano social y también religioso. Tuve siempre un espíritu innovador y de disconformidad con el orden establecido. A lo largo de mi búsqueda personal, experimenté todo tipo de contrariedades y de frustraciones, oposiciones de todas las clases y suspicacias propias de una época reacia al protagonismo de la mujer en la vida cultural, política, social y eclesial. El I.B.V.M , religiosas y seglares que formamos esta gran familia seguimos escuchando la llamada a ese “algo distinto” que el mundo de hoy necesita y al que cada una se siente llamada para dar “más gloria a Dios”. MARY WARD