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SABER Y SENTIR. Una Etnografía del Aprendizaje de la Biomedicina.
Octavio Bonet
En la cultura occidental moderna al intentar explicar el proceso de salud-enfermedad se le
dio preeminencia a los saberes biológicos, dando lugar a lo que se conoce como modelo
biomédico o biomedicina; este modelo, que se impuso como un saber sobre la enfermedad
y sobre el cuerpo, coexiste con otras explicaciones del proceso de salud-enfermedad, que
son conocidas como medicinas alternativas, medicina popular, medicinas naturales o
medicinas lentas. Pero de este conjunto de saberes la biomedicina es la que cuenta con el
mayor grado de legitimación de su conocimiento, lo que le permite acceder a diferentes
contextos sociales. Su legitimación y su postulada universalidad derivan del hecho de que
sus bases están estrechamente relacionadas al conocimiento científico.
En el aprendizaje de la práctica biomédica se refleja la poderosa asociación que se
estableció entre la biomedicina y lo “científico”; esta asociación es experimentada como
una tensión que denominamos tensión estructurante, por ésta los sujetos quedan colocados
en una posición dividida entre lo que deben “hacer” para saber y lo que sienten al “hacer”.
Saber y sentir, esa es una manifestación de la tensión estructurante, que los sostiene, en la
que se forman y a la que, muchas veces, padecen.
En este trabajo intento mostrar como los médicos residentes van adquiriendo en la práctica
los habitus del trabajo médico, desarrollándose así un proceso que favorece la
manifestación de la tensión estructurante que deriva de la filosofía dualista que fundamenta
a la biomedicina.
La Cristalización de la Biomedicina
La constitución de la biomedicina como un saber científico no puede ser disociada del
establecimiento de la configuración individualista que es hegemónica en la cultura
occidental moderna (Dumont 1987). El proceso de formación de esta configuración
ocasiona, según Duarte, tres importantes consecuencias: “la racionalización y apartamiento
de lo sensible, la fragmentación de los dominios y la universalización de los saberes, la
interiorización y psicologización de los sujetos...” (Duarte, 1996:7). En relación a éstas
consecuencias surge una nueva concepción de la persona que coloca al individuo como
valor supremo, transformación fundamental para que la biomedicina se pueda cristalizar
como un modelo sobre el cuerpo y la enfermedad.
Este proceso social en el que se constituía la configuración individualista, que comenzó a
1
tomar forma en los siglos XVI- XVII en Europa occidental, se manifestaba en el ámbito
científico como una fractura epistemológica ocasionada por el advenimiento de la filosofía
mecanicista que planteaba una nueva forma de entender el mundo. En este momento las
explicaciones religiosas sobre la naturaleza daban lugar a explicaciones basadas en
fórmulas matemáticas y abstractas. Nos encontramos así con un pasaje de la ciencia
contemplativa, con sus explicaciones religiosas, a la ciencia activa y las explicaciones
racionalistas; surge, consecuentemente, un mundo de “hechos” únicamente aprehensibles
por un pensamiento metódico y racional.
Con la epistemología mecanicista, el hombre surge como sujeto individualizado,
posibilidad que es dada por constitución de la noción de cuerpo como factor de
individualización. En palabras de Le Breton: “con el sentimiento nuevo de ser un
individuo, de ser sí-mismo, antes de ser miembro de una comunidad, el cuerpo deviene la
frontera precisa que marca la diferencia de un hombre a otro ... La definición moderna del
cuerpo implica que el hombre sea separado del cosmos, separado de los otros, separado de
él mismo. El cuerpo es el residuo de estos tres cortes” (Le Breton, 1995: 46).
Con esta nueva concepción acerca del cuerpo se abre el camino para una biología y una
medicina positivas, pero el costo de este avance es la institución de un dualismo entre el
cuerpo, que representará lo material, mensurable y objetivable, y el hombre, asociado a lo
espiritual, social y psicológico. Con este dualismo material- espiritual, quedan establecidas
las bases para lo que llamamos la tensión estructurante de la práctica biomédica.
Entre estos dos polos del dualismo existe una valoración y por lo tanto una jerarquía; para
la biomedicina el valor está en las profundidades mensurables del cuerpo anatomizado, que
comienza a construirse en los inicios del siglo XIV con las primeras disecciones oficiales
en las universidades italianas, aún controladas por la Iglesia. Pero luego, en los siglos XVI
y XVII, su práctica se extiende dando lugar a espectáculos que se daban en los teatros
anatómicos.
La medicina moderna surge de esta separación esencial entre el cuerpo y el hombre;
tomando palabras de Le Breton: “La medicina moderna nace de esta fractura ontológica y
la imagen que ella se hace del cuerpo humano saca su fuente de estas representaciones
anatómicas tomadas de estos cuerpos sin vida, donde el hombre no está presente” (Le
Breton, 1995: 60).
El Hospital como Espacio de Enseñanza
En el proceso de formación de los jóvenes médicos tiene fundamental importancia entrar
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en contacto con el enfermo, por esto el hospital se convierte en la institución socializante
fundamental. En numerosos trabajos -entre los que podemos nombrar a Baszanger (1981),
Freidson (1978), Foucault (1979, 1991), Bobenrieth (1972), Dávila (1972)- se resalta la
importancia de la inserción en el medio hospitalario para la constitución de la identidad
profesional. Menos aún se duda de la importancia del hospital para la práctica de la
biomedicina (Freidson, 1978) que, debido al progreso de ésta, habría pasado de ser una
práctica independiente (la medicina liberal) a una práctica interdependiente (la medicina
especializada) impidiendo que un sólo médico de cuenta de todos los dominios.
Pero esta importancia del hospital en la formación y la práctica biomédica que hoy está
naturalizada es el resultado de un proceso de construcción que va de la mano de la
constitución de la clínica como disciplina científica, en la cual el aprendizaje y la práctica
frente al lecho del enfermo fue considerada esencial.
El hospital no fue desde sus inicios un espacio para la cura sino que en el siglo XVII y
XVIII era, más bien, una institución de asistencia a los pobres (Foucault 1979; 1991). En
este momento no tenemos nada que se parezca a una medicina hospitalaria 1 , sino que
recién a finales del siglo XVIII se va a asociar el aprendizaje de la clínica con los
hospitales; a partir de este momento el aprendizaje se estructurará en dos partes: “una sobre
el lecho del enfermo, el profesor se detendrá el tiempo necesario para interrogarlo
debidamente... hará observar a los alumnos los signos diagnósticos y los síntomas
importantes de la enfermedad, luego en el aula el profesor continuará la historia general de
las enfermedades observadas en la sala...” (Foucault 1991: 108). Es en esta clínica del final
del siglo XVIII que encontramos “un dominio en el cual la verdad se enseña por si misma y
de la misma manera a la mirada del observador experimentado y a la del aprendiz todavía
ingenuo; para uno y para el otro no hay sino un sólo lenguaje: el hospital...” ( Foucault
1991: 104; subrayado mío).
Pero para que el hospital pase a ser ese espacio en el cual “la verdad” se enseña es
necesaria una reorganización de su estructura; esta se va a hacer por medio de la disciplina,
que “es, antes que nada, un análisis del espacio. Es la individualización por el espacio, la
inserción de los cuerpos en un espacio individualizado, clasificatorio, combinatorio”
(Foucault 1979: 106).
La posibilidad de medicalización del espacio hospitalario se da, de esta manera, por la
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introducción de mecanismos disciplinarios y por una inversión en las estructuras de poder
dentro de los hospitales. Hasta el siglo XVIII el personal religioso era quien tenía el poder
dentro de ellos, pero a partir del momento en que el hospital comienza a concebirse como
espacio para curar el médico se torna el principal responsable. Aparece de esta forma “el
personaje de médico de hospital... el gran médico, hasta el siglo XVIII, no aparecía en el
hospital, era el médico de la consulta privada... El gran médico de hospital aquel que será
más sabio en cuanto mayor sea su experiencia hospitalaria, es una invención del final del
siglo XVIII” (Foucault, 1979:109; subrayado mío). Esta inversión de las relaciones
jerárquicas se manifiesta de manera más nítida en el ritual de la visita de sala, ya que este
no existía en forma sistemática previo a la instalación del poder médico en los hospitales.
Como consecuencia de la instauración del poder médico, el hospital, no sólo pasa a ser
lugar de cura, sino también de “registro, acumulación y formación de saber. Es, entonces,
que el saber médico que estaba localizado en los libros... comienza a tener su lugar, no más
en el libro, sino en el hospital, no más en lo que fue escrito o impreso, sino en lo que es
cotidianamente registrado en la tradición viva, activa y actual que es el hospital...”
(Foucault, 1979: 110).
De esta forma, desde fines del siglo XVIII, el hospital es visto como un dispositivo esencial
para la producción y transmisión del conocimiento médico; a la vez que al proveer el
contexto para las “visitas de sala”, al proveer el espacio en el que se encuentran médicos,
pacientes y médicos en sus primeros años de formación, da lugar a que se manifieste la
tensión
estructurante
entre
la
dimensión
científico-racional
y
la
dimensión
humano-pasional de la práctica de la biomedicina.
El hospital es por tanto el espacio fundamental, el teatro, en donde se manifiestan el saber
médico y los saberes legos, los temores y las certezas, y donde los conflictos suscitados por
la tensión estructurante (de la que la biomedicina no puede escaparse porque forma parte de
sus fundamentos) dan lugar a dramas ritualizados en los que se ponen en riesgo
permanentemente las categorías (Sahlins, 1988) esenciales alrededor de las cuales se
constituyó la biomedicina.
***
La etnografía fue desarrollada en un Hospital Interzonal General de Agudos de la Provincia
de Buenos Aires, que a la vez es considerado hospital escuela. Es un hospital de alta
Foucault en el Nacimiento de la Clínica escribe “la experiencia hospitalaria estaba excluida de la formación del ritual
médico... la cura sólo podía desenvolverse en forma de relación individual entre el médico y el enfermo” ( 1979:
1
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complejidad que en el momento de realizar el trabajo de campo disponía de 768 camas para
internación. Las observaciones fueron realizadas en uno de los pabellones de Clínica
Médica, fundamentalmente interactuando con los residentes a raíz que el interés se
focalizaba en la adquisición de los habitus médicos; no obstante, se interactuó con los
médicos mayores lo que permitió establecer el interjuego de las categorías en el campo de
acción.
El Sistema de Residencias Médicas que funciona en la Provincia de Buenos Aires depende
del Ministerio de Salud de dicha Provincia y constituye el medio por el cual entran la
mayoría de los médicos jóvenes a los hospitales públicos 2; pero este ingreso es por un
periodo de tres años, que es el plazo que dura la capacitación en residencia, lo que significa
que el ingresar al sistema de residencia no implica un ingreso al staff médico del hospital.
En toda residencia encontramos un escalonamiento jerárquico entre los residentes de
primero, segundo y tercer año (en adelante R1, R2 y R3) y por último “jefes de residentes”
e “instructor de residentes”. Los “jefes de residentes” son aquellos que habiendo
terminado el tercer año de residencia son elegidos por sus pares, por el jefe de servicio
donde funciona la residencia y por el instructor de residentes para ocupar el cargo de jefe
por el periodo de un año.
Desde el momento en que este sistema de residencias comenzó a funcionar se estableció
una diferenciación entre las categorías de “residente”, “concurrente” y “médicos de
planta” (estos últimos también llamados “médicos de carrera” y que son los que
pertenecen al staff del hospital); esta diferenciación entre las categorías se encuentra
resaltada tanto desde el discurso de los “médicos de planta” como desde los “médicos
residentes” que, señalando una diferente inserción en el hospital explican numerosas
interacciones entre las categorías y de estas con la institución3.
***
La “residencia” es tomada como el primer trabajo “en serio”, significa un “pasar a vivir”
en el hospital lo que puede ocasionar problemas de adaptación; en referencia a esos
cambios una residente expresaba:
“vos tendrías que haber venido cuando entramos, los primeros días llorábamos todo
102-103).
2 Otros métodos de ingreso son las “concurrencias” y de las “visitas”, pero en ninguno de estos casos el médico recibe
una bonificación por sus servicios y solamente en el caso de las “concurrencias” tiene un reconocimiento oficial de parte
del Ministerio.
3 Visacovsky (1991) se refiere a las relaciones entre el hospital y las categorias de “concurrente” y de “visitante”
focalizando su análisis en la relación de trabajo ad-honorem, que generaría la idea de un pago simbólico, o de lo que sería
un intercambio de trabajo asistencial por formación profesional.
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el día, bah... yo lloraba... no me acostumbraba a esta vida, a estar acá, pense que me
había equivocado de carrera...”.
Estos cambios, que se presentan en la salida de la Facultad, configuran un umbral donde la
medicina adquiere nuevas dimensiones. Éstas colocan a los residentes frente a la
deficiencia de su preparación, frente a la falta de adecuación entre el aprendizaje recibido
en la Facultad y los conocimientos necesarios para desempeñarse en el hospital; esa falta de
adecuación nos lleva a diferenciar una medicina vivida y una medicina de libro.
Estas nuevas situaciones vividas en la residencia generan desde el comienzo una idea de
pertenencia que refuerza los nuevos vínculos entre pares. Una de estas situaciones puede
ser el enfrentamiento con la muerte de un paciente; a eso se refería L. diciendo:
“te empiezan a pasar cosas y te empezás a plantear...a mi a los tres meses se me
murió un flaco de 36 años que tenía una insuficiencia renal, el tipo hace un edema
agudo de pulmón, la guardia no le da pelota y a la mañana cuando llego el tipo
estaba agonizando en la sala y encima mi R3 me dejó sólo,... lo llevo para dializarlo
de urgencia y se me muere en el pasillo. Lo metí en nefrología y estuvimos
reanimándolo una hora... son los cadáveres que te cruzan la cabeza y ahí te cambia
la situación, yo fui diferente después de ese flaco. Y si empezás a hablar con cada
chico todos van a tener una historia similar y si no la tuvo la va a tener, es cuestión
de tiempo” (subrayado mío).
Quiero destacar que el pasar a ser residente en la provincia de Buenos Aires implica que
sufran importantes cambios en sus rutinas diarias; si a eso le sumamos que adquieren un
compromiso de trabajo por tres años con remuneraciones que en muchos casos no les
alcanzan para mantenerse económicamente, la pregunta a hacerse es ¿por qué realizar una
residencia en un hospital público?. A pesar de los diferentes matices todas las respuestas
apuntan a que las residencias son la única posibilidad seria de formación. Lo que la
residencia les brinda es la práctica, la experiencia con el paciente, les posibilita la
adquisición de criterios de trabajo.
Si bien este ingreso a la residencia implica un encuentro con la medicina vivida este no
significa un ingreso al “competitivo” mundo de la medicina privada, sino que entrarían a
un mundo transicional que los jefes de residentes caracterizan utilizando la expresión de
“adolescencia de la medicina”. Ese mundo transicional, que lo denominaremos el
“adentro”, que es mundo del hospital, se opone al mundo de la calle, el “afuera”.
Este mundo transicional se caracterizaría porque es un medio que contiene al residente, en
donde tiene un grupo que lo acompaña y respalda, un grupo que vivencia experiencias
similares, en donde la responsabilidad nunca es del todo de uno sólo y donde siempre se va
a tener alguien con quien aprender. En las palabras de L.:
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“estás en una caja de cristal, nunca la macana es toda tuya y si es toda tuya vas a
tener quien te proteja, desde el jefe de residentes hasta el jefe del servicio”.
El mundo de la calle es el mundo de la competencia, del individualismo, que se relaciona
con la inseguridad de las posibilidades laborales y con la perdida del status ganado en la
residencia. En las palabras de L.:
“¿Sabés que pasa?, que tenés una confianza ciega en vos, una sensación de
superpoderes; vos pensa lo siguiente: un R3 no es nadie, un jefe no es nadie, se
recibieron hace tres o cuatro años y acá nadie te toca. Espera unos meses cuando
salgas a la calle, cuando salgamos afuera, un idiota por teléfono decide la
internación de un paciente que vos estás viendo hace una hora y vos lo llevás al
hospital justificando argumentos que el tipo te dio por teléfono... y bueno, la
realidad es así...” (subrayado mío).
Esa “salida”, el pasaje a ese mundo de la calle, es vivida como una “crisis” que se
presenta como una inseguridad frente al cambio. En relación a esta inseguridad puede estar
el origen de la argumentación de que “la medicina clínica” es una especialidad
“inabarcable”, lo que impediría que se pueda seguir el ritmo de los progresos y eso
llevaría a quien la practique a una desactualización progresiva. A esa idea se le asociaría un
discurso que se absorbe desde los años de facultad en el que se recalca la figura del
superespecialista que se maneja rodeado de tecnología. Todo lo anterior conduce a una
devaluación de la “clínica médica” como especialidad por lo que muchos de los residentes
harían una segunda especialidad. Esta argumentación de lo “inabarcable” de “la clínica” y
de la desactualización que ocasiona podría ser una elaboración secundaria que aplazaría
momentáneamente la crisis que implica la salida de la residencia.
Aprendizaje y Tensión Estructurante
No es difícil rastrear en la bibliografía sobre biomedicina la importancia que ha tenido el
“pasaje de sala” en la transmisión de los conocimientos de una generación a otra, o si se
quiere como ámbito de la relación maestro-discipulo. Para Foucault desde el momento en
que el hospital pasa a ser una institución de cura adquiere una importancia creciente el
“ritual de visita”, que describió como un “desfile cuasi-religioso en el que el médico, en el
frente, va al lecho de cada enfermo seguido de toda la jerarquía del hospital” (Foucault,
1979: 110). En Herzlich encontramos el relato del “ritual de visita” hecho por un radiólogo
que anteriormente (en los años ‘20) practicaba clínica médica “... el patrón hacia sentar al
enfermo, posaba su oreja, escuchaba el sonido de la espalda un segundo y hablaba, una
hora, tres cuartos de hora. Era genial, él resumía todo, hacía una síntesis de todo aquello, él
7
daba una lección de clínica...” (Herzlich, 1993: 152).
Esa misma experiencia con los pasajes de sala la encontramos en el relato de la Dra. H.,
una de los médicos de planta del pabellón:
“...el jefe de sala miraba a la enferma desde los pies de la cama inclinándose para un
lado y para otro. La enferma estaba con el abdomen destapado. Entonces le
pregunta ‘¿Ud es del campo?’, ‘si’ le responde la paciente, él dice: ‘tiene una
ectasia del hemitorax derecho’. Ectasia es un término que nosotros no utilizamos
más, él veía que tenía un lado más grande que el otro, ‘esa enferma tiene un quiste
hidatídico’ y era eso”.
El relato anterior se orienta en la misma dirección que las citas bibliográficas resaltando la
importancia de ese “ritual” antiguo y actual a la vez. Cuando me refiero a los pasajes de
sala como momentos rituales me remito a la definición que nos ofrece Turner como:
“comportamientos estereotipados ... que sirven para comunicar información acerca
de los valores culturales más apreciados... el ritual, esencialmente, como una puesta
en acto, y no primariamente como reglas o rúbricas” (Turner, 1980: 155).
No obstante, Turner considera que pocos rituales están completamente estereotipados, sino
que más frecuentemente “fases y episodios invariantes son intercalados con pasajes
variables en los cuales, en ambos niveles verbales y no verbales, la improvisación puede no
ser meramente permitida, sino requerida” (Turner, 1980: 158). De esta forma en la puesta
en escena, en la representación algo nuevo puede ser generado, nuevos significados pueden
surgir capaces de pasar a integrar las interpretaciones siguientes. Es esta “interpretación
improvisada”, que permite crear y resignificar la parte “escrita” de la obra dada por el saber
médico, lo que nos lleva a pensar que en estos rituales no entran en juego actores que
cumplen un papel prescrito, sino agentes que improvisan de acuerdo a unas pocas líneas
dadas en la obra y a sus trayectorias personales a través de las cuales “viven” el ritual.
Asimismo, tomándolo como una situación ritual que se destaca del continuo que representa
lo cotidiano, podemos hablar del pasaje de sala como “una intersección transitada”
(Rosaldo, 1991: 28), de modo que el ritual actúa como un punto de un proceso social, un
espacio en donde se entrecruzan diferentes trayectorias que pueden ser analizadas antes,
durante y con posterioridad a este momento dramático. Esa continuidad del análisis más
allá de los espacios de encrucijada nos lleva a considerar los espacios y momentos
cotidianos en donde los sujetos viven esas situaciones que se dramatizan en las
encrucijadas.
En todas las citas y los relatos se observa como una característica fundamental del pasaje
de sala la presencia del paciente que “muestra” su enfermedad a la mirada de los médicos.
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Es por lo tanto en este momento “ritual” del pasaje de sala que la tensión estructurante
adquiere toda su expresión.
Esta tensión entre las exigencias del modelo biomédico con su énfasis en el saber y en las
prácticas guiadas por “algoritmos” y “protocolos” por un lado y la experiencia individual,
la dimensión de lo vivido, del sentir por el otro, queda establecida desde el momento en
que la visión de la totalidad de la situación (“pasaje de sala”) y de las totalidades que
entran en juego (“médico” y “paciente”) son postergadas en pos de una visión
compartimentalizada, digitalizada que se deriva de las exigencias de la biomedicina como
ciencia.
La pregunta que surge entonces es ¿cómo se “manejan” en el aprendizaje práctico de la
biomedicina los niveles de tensión que se generan en los pasajes de sala?. En el pabellón
donde hice el trabajo de campo se realizaban dos tipos diferentes de pasajes de sala: uno de
ellos era llamado “pasaje de sala de la mañana” y el otro era el “pasaje de sala de la
tarde”.
El pasaje de sala de la mañana es un momento en que los residentes, el jefe y los médicos
de la sala y, en algunas ocasiones, el jefe de servicio y los jefes de residentes recorren la
totalidad de la sala viendo cada paciente, a fin de realizar sugerencias de tratamiento,
enterarse de algún ingreso y, en algunos casos, discutir diagnósticos. Estos pasajes no se
realizan todos los días, sino sólo una vez por semana por cada sala (o dos por semana en
alguna de las salas).
Los pasajes de sala de la mañana representan un momento de tensión no sólo para el
paciente sino también para los médicos de planta y médicos residentes; para el primero este
es el momento en que varios médicos analizan su enfermedad (la mayoría de las veces en
su presencia, por lo que puede ver caras de preocupación o entender las argumentaciones
que escucha); para los médicos la tensión proviene del hecho que en estos pasajes se
enfrentan con los planteos de sus pacientes que, muy a menudo, tienen que ver con
aspectos emocionales de su vivencia en el hospital, con sus inseguridades y sus miedos.
El pasaje de sala de la tarde lo realizan los residentes como parte de la actividad teórica y
de formación en el aula en que se desarrollan las actividades de teóricas de la tarde. El
procedimiento consiste en que un R1 “presenta” a uno de sus pacientes haciendo una
exposición de los síntomas que trae a la consulta, antecedentes patológicos y los estudios
que ya le realizó. Seguidamente comienza una ronda de preguntas en la que los demás
residentes indagan por más datos. Al concluir esta ronda de preguntas los jefes designan a
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uno para que comience a enumerar las características del paciente, para que exponga y
justifique los diagnósticos presuntivos que él considera de acuerdo a los datos y, en
consecuencia, que establezca el diagnóstico presuntivo más cercano (o el diagnóstico final
de ser posible) y dicte el tratamiento necesario. El objetivo de estos pasajes es el de
problematizar los cuadros clínicos exponiendo la mayor cantidad de diagnósticos
presuntivos que se les ocurran, a la vez que adquieren el habitus de pensamiento para la
construcción de diagnósticos.
La gran diferencia que encontramos entre los dos pasajes de sala radica en que en el pasaje
de sala de la tarde el enfermo no se encuentra presente en persona sino mediante la
“presentación” que hace el residente a cargo, dado que el pasaje no se hace frente al lecho
del enfermo (esta diferencia lo aproximaría más a un “ateneo” que a un pasaje de sala tal
como lo entienden los médicos de planta o en la bibliografía sobre la medicina
hospitalaria).
La idea general de los residentes es que donde realmente se aprende medicina es en el
pasaje de sala de la tarde (aparte de las clases y las lecturas), de manera que éstos han
adquirido una importancia mayor que el pasaje de sala de la mañana4.
Pero esta valorización del pasaje de sala de la tarde y desvalorización del de la mañana
puede interpretarse como una elaboración secundaria, de nivel consciente, que permite
esconder una razón más profunda, de nivel inconsciente. Lo que quiero sostener es que el
pasaje de sala de la tarde es un mecanismo que evita o intenta disminuir los momentos en
que los residentes se enfrentan a la tensión estructurante. Cumple esta función en virtud de
que se tratan los casos “reales”, de los pacientes de alguno de ellos, pero en la presentación
de cada caso el paciente no está presente y como, además, ésta se hace entre el grupo de
pares, las tensiones que se suscitan en el pasaje de sala de la mañana si bien están presentes
lo están en un nivel mucho menor.
La función de éstos mecanismos estaría en mantener en el proceso de aprendizaje un nivel
de tensión aceptable (cualquiera sea este), pero esta funcionalidad se establecería en la
relación de los mecanismos productores de tensión con los mecanismos disipadores de
ésta, por lo que no podemos entender el pasaje de sala de la tarde sin hablar del pasaje de
Este cambio en la importancia que se les da a los pasajes de sala no pasa desapercibida para los “médicos de planta” y
hablando con la Dra. H. se refería a los pasajes de su sala como “medios aburridos por la sencilla razón de que estoy todo
el día en la sala y conozco todo lo de la sala... han cambiado desde los que yo participaba cuando era concurrente, en los
que yo viví se hacían con impresiones diagnósticas, diagnósticos presuntivos. Yo no creo que en el pasaje de sala la
intervención del jefe tiene que ser que se le informe que una paciente tiene turno para tal día, no tiene para otro, la
4
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sala de la mañana.
Los mecanismos disipadores actúan digitalizando las relaciones que se establecen entre
médicos de planta y médicos residentes y las que se establecen entre médicos y pacientes.
Esa digitalización produce una discontinuidad en la totalidad analógica que sería la
situación vivida en el pasaje de sala de la mañana. La digitalización operaría,
fundamentalmente, a nivel de la tensión estructurante ocasionando una discontinuidad
entre lo que es de interés para el tratamiento médico (de acuerdo al modelo biomédico) y lo
que alude a los sentimientos, pasiones, transferencias, identificaciones, etc. En otras
palabras todas aquellas dimensiones que la biomedicina dejó de lado al constituirse en una
ciencia de las enfermedades por lo que fue arrojado fuera del discurso biomédico.
El Diagnóstico como Drama
La tensión estructurante se va a manifestar fundamentalmente en procesos sociales que
favorecen la irrupción de los conflictos, de modo que podemos tomar la idea de drama
social desarrollada por Turner (1974, 1980) para aludir a aquellos procesos disarmónicos
que se originan en situaciones conflictivas, que se manifiestan por el quiebre de una norma
social, de una regla moral o de costumbre y que llevan a que se pongan en juego
mecanismos de reparación y reintegración.
Estas situaciones conflictivas en la práctica de la biomedicina se encuentran
frecuentemente asociadas a la construcción del diagnóstico, razón por la cual en muchas
ocasiones este proceso de diagnóstico puede ser interpretado como un drama social. Si
tomamos a los pasajes de sala como los momentos fundamentales en los que se discuten
los diagnósticos podemos hablar de dramas ritualizados.
Los médicos le otorgan esa valoración especial al diagnóstico porque en él se encuentran
depositadas las expectativas y esperanzas de resolución del caso que les plantea el paciente;
es justamente esa valoración la que hace que el proceso de diagnóstico sea el foco de
interacción social en donde la irrupción de conflictos y tensiones encuentra una mayor
explicitación.
Considero al diagnóstico como el símbolo dominante de un proceso social ritualizado
alrededor del cual se va a desarrollar la acción que llamamos drama social. Dichos
símbolos son “conjuntos de valores que son considerados fines en si mismos, es decir,
función va más allá... pero los seguimos haciendo porque pueden estar los otros médicos que no están al tanto ... también
es para que quede la costumbre...”.
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valores axiomáticos” (Turner, 1990: 22); en ellos podemos distinguir dos polos de sentido
que agrupan los diferentes significados condensados en ese símbolo y que son llamados
polo ideológico y polo sensorial. En el primero de ellos, Turner coloca los significados
relacionados a normas y valores que se refieren a componentes de orden moral y social;
mientras que en el polo sensorial se ubicarían los significados relacionados a fenómenos y
procesos naturales y fisiológicos que provocarían deseos y sentimientos (1990: 31).
Diferenciando en el diagnóstico estos dos polos, en el polo ideológico encontraríamos los
temas referentes a las técnicas y al saber biomédico y en el polo sensorial aquellos
sentimientos y deseos que se asocian a esas técnicas y a ese saber. Si tomamos como
ejemplo la técnica de punción, en el polo ideológico ella representaría el método
diagnóstico adecuado para determinadas patologías, pero en el polo sensorial colocaría en
foco el tema de la “invasividad5”.
Este diagnóstico nos sitúa, nuevamente, frente a la tensión estructurante porque, siendo el
aspecto más valorizado de la práctica biomédica, en su explicitación el polo sensorial
queda relegado en favor del polo ideológico. Aquello que alude a las dudas, a los
sentimientos, a los ensayos y errores en los tratamientos, a los “no sabemos” o “no nos
explicamos”, todo eso que nos habla de la persona del médico y del paciente, no tiene
cabida en el diagnóstico como resultado. Este va a remitir a una tipología en la que las
categorías de tiempo y lugar no tienen espacio, de modo tal que se desestima la ubicación
de este diagnóstico en la situación concreta.
En una situación observada durante el trabajo de campo se produjo un conflicto por las
diferentes posiciones tomadas respecto al diagnóstico de una paciente. Esta paciente
presentaba síntomas que fueron interpretados como Miastenia por la Dra. H. y otros
médicos del pabellón, pero en uno de los pasajes de sala de la tarde uno de los jefes de
residentes planteó sus dudas acerca del diagnóstico, y esas dudas luego fueron expresadas
por la R1 que atendía a la paciente en un pasaje de sala de la mañana desencadenando una
serie de situaciones conflictivas. Estas diferencias de diagnóstico rápidamente pasaron a
resignificar un viejo enfrentamiento entre las categorías de “médicos de planta” y
“residentes”.
La noción de “invasividad” está en estrecha relación con la representación de un cuerpo anatomizado que el médico
comienza a construir desde el momento en que entra en contacto con el interior del cuerpo en sus estudios de anatomía.
Una acción merece la caracterización de invasiva cuando traspasa el límite de la piel, cuando entra en juego ese espacio
del cuerpo que es interior. Nunca escuché que alguno de los médicos mencionara que se estaba siendo “invasivo”
cuando se entraba a las habitaciones sin golpear las puertas o cuando se destapaban a los pacientes sin pedirle permiso.
Es por todo eso que podemos afirmar que la invasividad está en relación al cuerpo y no a la persona como una totalidad.
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La explicitación de este drama social fue ocasionada por la separación existente entre las
dos categorías que se manifiestan en la realización de los dos pasajes de sala, el de la
mañana con los médicos de planta y el de la tarde sólo con los residentes. En el pasaje de
sala de la mañana la duda estaba planteada, todo llevaba hacia un diagnóstico (miastenia)
pero los resultados de los análisis no concordaban. Pero la duda sobre el diagnóstico no
hubiera llevado al desencadenamiento del antiguo conflicto entre las categorías si no se
realizaba el análisis del caso de G. en el pasaje de sala de la tarde, ya que fue en ese ámbito
donde P., uno de los jefes de residentes, manifiesta que para él la enfermedad que sufre G.
no es miastenia. El peso simbólico que su opinión tiene entre los residentes hizo que sus
dudas fueran aceptadas por estos y posteriormente la R1 se la expresó a la Dra. H.
El último foco de tensión que vamos a señalar es el establecido en relación a la paciente,
G., que fue quien planteó la mayor carga de emotividad en el drama social ya que ella “se
coloca en las manos de sus doctores” esperando de ellos una resolución rápida de su
enfermedad6. Cuando los médicos no pudieron responder a las expectativas de G., ésta
comienzó a sentir que había algo en su tratamiento que no estaba dando resultado, y
entonces cambió su conducta con algunos de los médicos de la sala. Se le sumó a eso que
ya había escuchado que estaban evaluando la posibilidad de que se fuera a su casa o
derivada a algún especialista.
Lo que observamos en estos dramas sociales son interacciones entre los distintos agentes
intervinientes en las situaciones en las que los significados de las acciones son colocados
en procesos de resignificación interdependientes.
Habitus y Diagnósticos
Para que los jóvenes médicos puedan construir diagnósticos tienen que pasar por un
proceso de aprendizaje en el que van a adquirir los habitus profesionales necesarios para
construirlos. Lo que adquieren en este proceso es uno de los dos polos de la tensión
estructurante: el del saber. Al hablar de habitus nos estamos refiriendo a esos “sistemas
abiertos de disposiciones, enfrentados de continuo a experiencias nuevas y, en
consecuencia, afectados sin cesar por ellas” (Bourdieu y Wacqant, 1995: 92). Hablar de
habitus es hablar de esos principios generadores y estructuradores de las prácticas y
representaciones, de lo social incorporado, de la subjetividad socializada. Esa subjetividad
13
es la que, según Baszanger (1983) se comenzaría a moldear en el debut profesional
construyendo grillas de lecturas en las cuales son incorporados los pacientes y a partir de
las cuales son organizadas las intervenciones terapéuticas.
Lo que los residentes aprenden en este momento es llamado por ellos como “saber pararse
delante del paciente”; este proceso de aprender a “pensar al paciente” implica
modificaciones en las estructuras objetivas que orientaban las conductas en la Facultad, de
modo que al incorporarse al hospital nuevas estructuras objetivas entran en juego. El
problema se establece porque el residente aún no posee el habitus para resolver los planteos
de esa nueva coyuntura, de ahí que este cambio sea vivido como una crisis tensionante.
Esta diferencia entre los dos ámbitos, el de la facultad y el del hospital, se manifiesta en
una forma diferente de razonamiento diagnóstico. Eso es a lo que R. se refiere en el
siguiente relato:
“ hay una diferencia entre lo teórico que sabés y estar parado delante del paciente,
porque te pueden decir que hablés de neumonía y vos das las causas, todo... pero
encarar al paciente es algo totalmente distinto, vos a partir del paciente tenés que
hacer el diagnóstico, con el paciente empezás al revés; desde lo que tiene tratás de
ver cuál patología es. Es totalmente distinto, el paciente viene con que le duele acá,
allá y vos tenés que organizarlo” (subrayado mío).
A partir de estos relatos vemos que una de las manifestaciones fundamentales del pasaje de
“estudiante de medicina” a “médico residente” se manifiesta en lo que respecta a la
relación con el paciente, la que, en adelante, va a estar mediatizada por el saber médico. En
esta relación lo que se busca es establecer el diagnóstico; en cualquier encuentro de un
médico y su paciente, mirado desde el lugar del saber biomédico7, lo que se tiene como
objetivo final es “alcanzar” la patología que padece el paciente. El diagnóstico es el
producto de un trabajo de construcción en el que trabajan tanto el médico como el enfermo;
de ahí surgen metáforas que se refieren al diagnóstico como a algo que se “llega” (el
diagnóstico como resultado), por lo que el proceso de diagnóstico podría ser tomado como
una “travesía”.
Este proceso constructivo es frecuentemente asociado a un proceder “científico” y ese
carácter de “científico” está otorgado por la capacidad que les otorgan los estudios
6
François Bonvin (1993) señala como el enfermo al colocar su ansiedad y sufrimiento en su relación con los médicos se
constituye en uno de los obstáculos para el buen funcionamiento de la institución hospitalaria, en la cual todos esperan
del enfermo un grado de sumisión total.
7 La expresión desde el saber biomédico se explica porque en las clínicas que tratan el dolor crónico ya no se buscaría
llegar a un diagnóstico y a la cura (objetivos del saber biomédico) sino que buscarían manejar el dolor crónico en vez de
curarlo; en esta nueva concepción de la práctica médica el objetivo pasa a ser el dolor y la persona que lo sufre como una
unidad (Baszanger 1989).
14
secundarios de comprobar el “diagnóstico presuntivo”, lo que lo transforma en
“diagnóstico final”. Es en este momento, cuando el diagnóstico se inscribe en un campo de
saber más amplio, que se pierden todas las referencias sociales e históricas que rodearon su
construcción. Con esto nos queremos referir a que en ese proceso de constitución del
diagnóstico se dan negociaciones, tácitas o explícitas, evaluaciones de los enunciados
producidos y del agente que los produce pero que en la formulación “científica” del
diagnóstico quedan eliminadas, por lo que a ese diagnóstico construido se le otorga un
criterio de “objetividad”.
Así a partir de un conjuntos de signos y síntomas que el paciente trae a la consulta o la
internación y mediante un conjunto de aparatos (por medio de los cuales se hacen los
estudios secundarios) se “llega” a un diagnóstico, se construye un diagnóstico, que cuando
se afirma como verdadero ya no depende de las condiciones coyunturales de producción.
Ese enunciado deviene un “hecho”. La certeza de éste hecho se la va a buscar en la
correspondencia con los signos y síntomas del paciente, olvidando que el enunciado
devenido “hecho”, el diagnóstico, proviene de éstos. La correspondencia está en el origen y
la separación es una consecuencia de su construcción (Latour y Woolgar, 1988).
Este proceso de construcción del diagnóstico, esta “travesía”, tiene una orientación
demarcada, es de “abajo para arriba”, de los signos y síntomas hacia el diagnóstico; C.
nos explicaba:
“en la facultad nos enseñan a pensar para abajo, en la residencia para arriba. A
partir del síntoma plantear los síndromes, eso no sé si lo tiene alguien, no conozco a
nadie que cuando entró acá haya sabido pensar un paciente” (subrayado mío).
Pero este proceso está, a su vez, relacionado con metáforas de planificación, de
clasificación; “tenés que organizarlo” nos dijo R., hay que “saber pensar” el paciente nos
dijo C., en sus dos relatos lo que expresan son metáforas para hablar del orden. Ese
movimiento de abajo hacia arriba necesita de un pensamiento que tiene que ser metódico,
racional, por medio del cual se pasa del desorden que el paciente “trae” a la consulta al
orden del paciente diagnosticado.
Mary Douglas, en Pureza y Peligro (1976), sostiene que:
“las ideas sobre separar, purificar, demarcar y punir transgresiones, tienen como
función principal imponer una sistematización en una experiencia inherentemente
desordenada. Es solamente exagerando la diferencia entre dentro y fuera, arriba y
abajo, mujer y hombre, con y contra que un semblante de orden es creado” (1976:
15).
Esa demarcación entre el “arriba” y el “abajo” que separa dos dominios que presentan
15
características completamente diferentes se establece por medio del diagnóstico; es éste el
que incluirá al paciente en el discurso médico, “por medio de él, el médico muestra que lo
que padece el enfermo tiene un lugar en el sistema de significantes que constituyen el
discurso médico” (Clavreul, 1983: 109) y de esta forma dejará de ser liminar y peligroso8
(Turner, 1974).
El dominio del “arriba” se relaciona con la razón, el orden, la sistemática, la limpieza y
las restricciones; el dominio del “abajo” lo hace con lo empírico, el desorden, la
asistematicidad, la suciedad 9 y las posibilidades ilimitadas (al no tener un padrón, es
indefinido su potencial de padronización).
Estos dos dominios, del arriba y del abajo, no son definibles separadamente, sino que para
que sea posible el dominio del orden tiene que ser posible el dominio de desorden; ni uno
ni otro son definibles en sí, sino en la relación que los une, en relación a un todo. Este todo
es el discurso médico que a través del diagnóstico impone una distinción que es jerárquica.
Es, justamente, por esa característica jerárquica de la relación que los dos dominios no se
encuentran en una relación simétrica respecto del todo, sino que el dominio de arriba, del
orden, tiene una valoración positiva.
La importancia de “llegar” al diagnóstico, de alcanzar el dominio del orden, radica en que
mediante el proceso de diagnóstico el enfermo (hasta ese momento liminar y por lo tanto
fuera del discurso) es incluido en el discurso, mediante ese proceso se le instituye una
identidad, se le asigna un nombre “que será para él un deber ser” (Bourdieu 1982: 126). Por
esa inclusión la medicina se legitima, se reafirma como saber autorizado sobre la
enfermedad.
La Cotidiana Manifestación de la Tensión Estructurante
Este énfasis en el diagnóstico se relaciona con la importancia dentro del modelo biomédico
del aspecto “científico” en desmedro del aspecto “humano”, lo que nos enfrenta a la
tensión estructurante que subyace a la práctica de la biomedicina. Byron Good y Mary-Jo
Good ven una manifestación de esta tensión en la oposición de las nociones de
8
Turner en lo que respecta a la relación entre liminaridad y peligro señala que las personas liminares son necesariamente
ambiguas dado que escapan a la red de clasificaciones y “en la perspectiva de aquellos a los que les incumbe el
mantenimiento de la ‘estructura’, todas las manifestaciones continuadas de la ‘communitas’ deben aparecer como
peligrosas y anárquicas y precisan ser rodeadas de prescripciones, prohibiciones y condiciones” (1974: 133).
9 Mary Douglas coloca que la suciedad no es nunca un elemento aislado, sino que se establece por relación a un sistema
y que implica una contravención a ese sistema, por lo que la suciedad es “un subproducto de una ordenación y
clasificación sistemática de las cosas, en la medida en que un orden implica rechazar elementos inapropiados” ( 1976:
50).
16
competencia y cuidados. La primera estaría asociada al lenguaje de las ciencias básicas, de
los conocimientos y de las habilidades médicas y la segunda sería asociada a las actitudes
de compasión, de empatía, aquello referido a los “aspectos personales de la medicina”
(Good y Good, 1989: 305). A esto último es a lo que los residentes se refieren con los
aspectos humanos de su práctica, que alude aquello que es contingente en el diagnóstico
pero que a la vez es esencial a la relación médico-paciente.
Esta tensión estructurante también muestra sus efectos desde el periodo de la Facultad,
manifestándose como una queja por la orientación estrictamente biologicista de su
formación; pero, si bien existe como queja, cuando practican la biomedicina
cotidianamente, en mayor o menor grado, continúan con una orientación biologicista, no
obstante que en su discurso se observe una preocupación con los aspectos “humanos” de su
práctica. Así una residente del segundo año expresaba:
“el paciente espera el momento de que vos lo veas para plantearte un montón de
cosas y vos no tenés tiempo para sentarte a charlar, entonces si tomás al enfermo
como una entidad bio-psico-social10, la parte psico-social no la tenés en cuenta. Es
por eso que el año pasado planteamos que estabamos hablando muy poco con los
pacientes, que nos habíamos superado desde el punto de vista científico; la mayor
parte de las cosas que aprendés son bien científicas ... te superás en lo que sea leer y
leer pero la parte afectiva involuciona. Yo cuando entré me quedaba después de las
cinco charlando, ahora no...” (subrayado mío).
Para C. a medida que pasa el tiempo “cada ves te ponés más malo, al principio cuando se te
muere un paciente llorás, después se te va pasando”. E. mantiene la misma preocupación:
“lo que no me gusta acá es la relación con los pacientes, es muy fría, yo trato de que
no, pero el paciente que no te enseña, que no tiene nada interesante para estudiar
es un caño, está ahí, nadie lo mira... acá lo que importa es superarse en la parte
científica. Pero yo en lo personal no quiero perder el diálogo con el paciente,
hacerle una broma es importante, pero te vas haciendo más duro, yo trato de no
‘engancharme’ ...” (subrayado mío).
Este tipo de problemática fue señalada por B. Good y M. Good, en el trabajo anteriormente
citado, cuando expresan que los médicos en proceso de formación manifiestan temor por
no poder balancear los dos componentes (competencia y cuidado) que ellos perciben como
esenciales al ideal del médico, de modo que sería “en su esfuerzo por lograr competencia
que ellos pierden las cualidades de cuidados que inicialmente los atrajo a la medicina...”
(1989: 305).
10
La relativización de la trilogía bio-psico-social para aludir a la unión de las diferentes facetas del individuo fue
planteada por Duarte (1993, 1996), ya que ésta supone un visión individualizada y psicologizada del sujeto; a fin de
evitar esta visión propone la categoría “físico-moral” para plantear los vínculos entre lo corporal y las demás dimensiones
de la vida social.
17
Estas preocupaciones pueden no estar verbalizadas y se expresan en actitudes cotidianas de
los residentes. Es el caso de X., un R1, que mostró en el trato con un paciente, A.,
preocupación por su bienestar más allá de lo estrictamente médico. X. le propuso a su jefe
de sala mandar al paciente a su casa ya que sólo estaba esperando el resultado de la biopsia
y él consideraba que en su casa iba a estar mejor que en el hospital. Días después una R1,
en el momento en que X. entra al “estar de la residencia”, comenta que X. estaba
deprimido porque se había muerto A. X. entonces comienza a hablar:
“le di el alta hasta que salga la biopsia y me llamó la hermana que le dolía... le dije
‘y bueno traelo que la cama 28 que era en la que estaba está desocupada’, pero
cuando salió estaba muy flaco... se vuelve a internar. El Lunes a la noche estaba en
mi casa mirando televisión, llamé para ver cómo estaba y me dijeron que se había
muerto”.
Al día siguiente estábamos en el “estar de la residencia” cuando entra X. y dice: “¿saben
que fui al sepelio de A.?”; todos los residentes (sin parar de hacer sus cosas) comienzan a
manifestar sus posturas: “No, cómo hiciste eso, no me parece que corresponda que el
médico vaya al sepelio del enfermo” (dijo G., R3.), “...no te creo...” (dijo M., R1). El
residente en cuestión responde: “...porque yo hablé con la hija, estaban cerca de mi casa y
fui...”; otro R1 coincide con X. “...yo creo que está bien...”. En ese momento se paran
algunos, lo que interrumpe el diálogo, mientras que aprovecho para preguntarle a X. por
qué lo hizo y me responde:
“... y yo lo quería, el otro día cuando me fui estaba mal ... yo ya sabía que se iba a
morir, estaba terminal, la familia también lo sabía. A la noche llamé y me dijeron
que había muerto ...y al otro día cuando llegué ya no estaba”.
Un rato después cuando vuelvo a ver a G., la R3 del diálogo, le pregunto por qué
consideraba que X. no tenía que haber ido al sepelio de A., me dijo:
“... no sé, pienso que está mal porque uno se compromete afectivamente hasta cierto
punto y más allá no... por ahí es un mecanismo de defensa, no sé”.
R. que estaba escuchando la respuesta de G. cree que el hecho de ser internista hace que no
se tengan que comprometer porque no media una opción del paciente en la elección del
médico, es decir, no serían sus pacientes porque no la eligieron, sino que fueron asignados
a camas por las que ella es responsable.
El diálogo muestra las diferentes actitudes que toman los residentes frente a un problema
cotidiano como es la muerte de un paciente. Algunos disocian lo “afectivo”, otros como X.
viven la relación con algunos de sus pacientes en forma total, no pudiendo separar lo que es
exclusivamente médico-científico de lo que es subjetivo-pasional. La pregunta que estaba
18
en el ambiente pero que nadie formuló a pesar de que se la respondió, era ¿cuánto
comprometerse con los pacientes?, o por expresarlo de otra forma ¿cómo tratar con ese
aspecto del hacer cotidiano que coloca al médico frente al enfermo en tanto que
totalidades?.
En otros momentos esa tensión estructurante entre el saber y el sentir puede tomar
características más dramáticas, como la situación que P., un residente del primer año vivió
con E., un paciente con un cáncer en el rostro cuyo tratamiento era sumamente invasivo. E.
no acepta operarse y se va del hospital, pero antes de irse P. intenta convencerlo para que se
quede diciéndole que va a hablar con los oncólogos para ver si existe alguna otra
posibilidad, en el momento en que dice esto la sobrina de E. (que estaba presente) les da la
espalda y comienza a llorar. La secuencia termina con P. diciéndole en la escalera de salida
del pabellón: “E., espere vamos a sentarnos y hablar”, a lo que E. bajando la escalera
responde negativamente. Cuando posteriormente hable con P. me djo:
“...cuando le expliqué lo que tenía me dijo que no quería esperar. Y está bien yo
hubiera hecho lo mismo, es preferible que se muera de su enfermedad y no de la
enfermedad de los médicos, la cara le iba a quedar muy deformada...” (subrayado
mío).
En la secuencia vemos que P. tiene que explicarle a E. su enfermedad y su tratamiento pero
en sus palabras y en su actitud podemos observar una profunda tensión entre lo estipulado
en los protocolos médicos y la experiencia tal como él la vive.
La diferencia que hace P. entre la “enfermedad de los médicos” y la “enfermedad del
enfermo” nos recuerda la distinción realizada por Jean Clavreul (1983) entre las dos
visiones sobre la enfermedad, la del médico y la del enfermo. Según Clavreul al enunciar la
posición del médico se borraría la posición del enfermo dado que estos últimos siempre
están de acuerdo con la posición del médico, por lo que aceptan someterse a los análisis y
tratamientos propuestos. La secuencia expuesta arriba nos muestra como cuando el
enfermo no acepta la posición del médico, cuando no le permite actuar para “liberarlo” de
su enfermedad, se generan momentos de tensión porque escapan al curso cotidiano de los
acontecimientos, a lo que es esperable de una relación médico-paciente (desde el punto de
vista del médico). Se manifiesta de esa forma la tensión estructurante, porque ante la
negación de E. a aceptar el saber, al no dejar que éste continúe dirigiendo la situación abre
el camino para que el sentir se exprese en todo su potencial.
En cierta medida todos los residentes tuvieron alguna experiencia de ese tipo, pero existe
una tendencia, dentro de lo posible, a evitarlas ya que son el tipo de experiencias ante las
19
que no pueden dejar de involucrarse. A raíz de la experiencia que P. vivió con el paciente
con cáncer, los residentes se plantean la duda de qué hacer ante los pacientes terminales;
una de ellos se pregunta que hacer con una paciente de 80 años con leucemia, a la que le
proponen hacerle quimioterapia y dice:
“pero la quimioterapia mata a un pibe de 20 años, imagináte a esta vieja, por qué no
dejarla que se vaya a la casa y se muera del curso natural de su enfermedad, pero
no, los oncólogos dicen que tienen que hacer el tratamiento, que académicamente
está estipulado así” (subrayado mío).
La tensión que está marcada en el relato podría expresarse en la pregunta de qué sentido
tiene ahí lo académico, por qué no dejarla irse, de otro modo la duda se plantea: ¿qué
hacemos, lo que nos “dicta” el saber o lo qué creemos qué es lo correcto en ese caso?; en
estas situaciones los criterios médicos se cruzan con problemas éticos o con los aspectos
humanos de la disciplina.
Si bien estos ejemplos muestran una genuina preocupación por los pacientes como persona
la orientación de su práctica es biologicista11 porque estas preocupaciones se les plantean
cuando tienen un caso terminal y reflexionan sobre su práctica, pero en lo cotidiano no lo
hacen. La razón que ellos refieren por la cual no lo hacen es por falta de tiempo porque la
cantidad de trabajo cotidiano no les da tiempo para que piensen en otro aspecto que no sea
el terapéutico.
En el relato de un residente vemos con claridad la dualidad entre los aspectos “científicos”
terapéuticos cargados con una dosis de objetividad y los aspectos “humanos” que serían
subjetivos y secundarios en relación a las funciones terapéuticas:
“con tanto trabajo es como que perdés de vista... que te dedicás más a lo tuyo y
perdés de vista al paciente, en tanto ser que piensa, que siente. Es tanto el laburo
que tenés que no tenés tiempo de pensar en el paciente y por ahí en cama 23 tenés
una pancreatitis y para una pancreatitis tenés que pedir una ecografía. Pero no tenés
una pancreatitis, tenés un paciente, una persona que tiene un sufrimiento que
probablemente se deba a esa pancreatitis. Estamos tan encasillados en eso que
perdemos de vista lo otro; pero es, fundamentalmente, una cuestión de tiempo. A la
noche no me puedo dormir pensando en cada paciente ...”(subrayado mío).
La clave esta puesta en esa palabra: fundamentalmente; porque ¿cuánto se debe a esa falta
de tiempo y cuánto a idea de que lo “humano” no influye en el tratamiento?.
La otra razón de ese “olvido” se relaciona con la expresión del residente “te dedicás más a
lo tuyo...”: ¿eso implica que el escuchar al paciente, no sería parte de sus preocupaciones?,
¿o lo es, pero como es un aspecto secundario no tiene importancia?.
20
El relato de otro residente expresa aún más claramente la dualidad tensionante a la que se
ven enfrentados los residentes en su aprendizaje y “vé” como ellos son el producto de una
formación profesional pero la acepta sin cuestionar las consecuencias que su formación
conlleva:
“lo que pasa es que nosotros somos profesionales, fuimos entrenados para una
profesión que tiene sus métodos, tiene sus pasos, a veces independientemente de la
parte humana del paciente, a veces nos excedemos, pero no es que nos excedamos,
sino que dejamos de lado al paciente en la parte humana y nos concentramos en lo
estrictamente profesional...” (subrayado mío).
Esa separación entre “lo profesional” y “lo humano” es derivado de su formación acorde
con el modelo biomédico. Esto indica que existen determinadas características de los
pacientes que para ellos son tratables y otras que no lo son; no obstante reconocen que en
determinadas circunstancias pueden tener efectos sobre el curso de la enfermedad. Así
piensa C., que cree que una buena relación con el enfermo ayuda en el tratamiento (“creo
que un buen trato influye en el tratamiento, pero me matan si me escuchan decir eso...”).
La Dra. H. refleja también esto que piensan los residentes, a pesar de haberse formado en
una época diferente considera que una formación tecnicista generaría problemas para
entender al paciente; dice textualmente
“yo tengo una formación tan tecnicista que me cuesta pensar que una enferma pueda
tener su psiquis alterada; yo primero me tengo que convencer que no tiene nada
orgánico. Tenemos una formación deficitaria... si uno piensa que la persona es uno
y su circunstancia, uno tiene que pensar en las influencias de las circunstancias en el
hombre, en la patología digamos, pero no obstante saberlo yo me niego a
aceptarlo...” (subrayado mío).
Una prueba de que esa preocupación por lo “profesional”, en desmedro de la “humano”, es
una derivación del modelo biomédico en que los médicos son formados la podemos
observar en el texto de Robert Hahn (1985) en el que hace un retrato de las
representaciones de un médico especialista en medicina interna. En dicho trabajo Hahn
recalca que dos de los consejos que el médico interno le da a sus residentes son “escuchen
al paciente” y “hagan la historia del paciente”; éstos tienen, en apariencia, conformidad con
el compromiso actual de tratar la totalidad de la persona, los intereses del paciente,
individualidad, contexto, etc, pero posteriormente expresa Hahn:
“este compromiso es engañoso. Barry redirecciona la información delimitada
deducida del paciente hacia la examinación fisiológica. ‘Escuchen al paciente’ y
‘hagan la historia del paciente’ no son esfuerzos en comprender el mundo de vida
11
Tenemos que recordar que si bien la biomedicina es biologicista, no todos la practican de la misma forma y que, como
ya dijimos depende de la trayectoria de cada uno.
21
del paciente, sus significados internos, miedos, o deseos, sino más bien para
diagnosticar una enfermedad concebida por criterios independientes de sus
realizaciones personales” (1985: 91).
Este ejemplo nos muestra cómo en un contexto marcadamente diferente del que
encontramos en el “hospital” de nuestra etnografía se maneja una idea de enfermedad
similar que permite ser tratada haciendo caso omiso a las características individuales del
paciente.
Esa similitud no es obra de la casualidad, sino de que el médico del trabajo de Hahn y los
médicos de este trabajo responden a un mismo modelo de medicina que es el modelo
biomédico (a pesar de que este modelo reciba resignificaciones de acuerdo al campo
especifico en que se lo quiera estudiar).
A Modo de Síntesis
La delimitación de lo “profesional” y de lo “humano”, o del saber y del sentir, como dos
conjuntos de representaciones separadas se manifiestan en forma permanente en las
prácticas cotidianas del servicio. La biomedicina, basada en esta construcción dualista que
derivó en lo que llamamos tensión estructurante, para su constitución como un campo de
saber “científico” dividió tres totalidades: el médico, el paciente, y la relación entre estos;
desplazando hacia el subconsciente aquellos aspectos de estas totalidades que no encajaban
en ese discurso que se creaba sobre el proceso de salud-enfermedad. Pero cotidianamente
ésto que fue reprimido encuentra una grieta por la cual manifestarse, haciendo sentir sus
efectos en la práctica biomédica.
En este proceso en que se constituye la biomedicina, el hospital, poco a poco, se va
constituyendo en el espacio esencial donde se juega la relación de aprendizaje, en el
espacio fundamental donde la enfermedad es “mostrada”, donde se impone la mirada
medica. En otras palabras se va constituyendo en el teatro donde las tres totalidades
digitalizadas crean y recrean dramas sociales nuevos y antiguos a la vez en los que se
manifiesta la tensión estructurante, la cual es una consecuencia de la filosofía dualista que
la biomedicina colocó como su piedra fundamental.
Es en esta biomedicina “dualizante” que los residentes forman sus habitus médicos y a ella
adhieren; pero esta adhesión les plantea un conflicto que puede ser mas o menos
subconsciente y que en determinadas situaciones se convierte en un dilema ético de difícil
solución. Los residentes se encuentran en su practica cotidiana prisioneros de un doble
vinculo, ya que si rechazan el dualismo fundamental por las consecuencias que conlleva,
22
rechazan el principio básico de su aprendizaje; pero si lo aceptan, respondiendo a la
tradición que los formó, se envuelven en un conflicto del que, justamente por su
característica de estructurante, no tienen escapatoria.
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