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Aquella ventana
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Aquella ventana
Fuera esperaba la mañana; por eso, subió la persiana y abrió la
ventana. Frente a él: un pequeño parque; suficiente para separar el
edificio que le ocultaba el horizonte; un edificio muralla horadado por la
multitud de huecos que forman sus ventanas, todas diminutas, todas
dispuestas en monótona simetría.
Ese edificio, su contrafachada, siempre su horizonte, al despertar,
al levantarse, lo mira; como cada mañana lo mira, y hoy… sus pequeñas
ventanas, cerradas, podía verlas muy cerca de él. Podía observar sus
persianas, todas bajadas: unas ventanas cegadas por la discreción o la
distancia de los que habitan tras de ellas.
Nunca vio más allá de aquellas persianas. Todas las mañanas mira
hacia aquella cuadricula de cemento y plástico, aquel Mondrian de gris y
ocre, aquel muro de oscuros y silencios. Y tras el muro, el sol; el sol que
se adivina chocado y reflejado por aquella cortina de habitaciones
cerradas a cal y canto a su exterior, hacedor de las sombras en esa
contrafachada que todas las mañanas se entretenía en observar, y con
fuerzas sobradas con las que llenar de destellos luminosos su contorno;
pero un sol que a él se le ocultaba cada mañana.
—¿Desde tu ventana ves el sol del amanecer?— Se apresuró a
ponerse los pantalones, lavarse, desayunar y movilizarse hacia el trabajo.
Ya iniciada la labor de la mañana buscó el momento de visitar a Marta,
buscó el pretexto para acercarse a su puesto de trabajo y exponerle su
inquietud.
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—¿El sol del amanecer? ¿Desde mi ventana? Mí piso tiene
orientación norte y mí habitación da a un pequeño patio interior —había
escogido a Marta para sus preguntas. ‹‹Tampoco ve el sol del amanecer››
pensó.
—¿Es normal no ver el sol del amanecer?
—¡Qué preguntas!, claro que es normal, pocos, al menos con lo
que ganamos en esta empresa, pueden permitirse tener un piso exterior y
que desde alguna de sus ventanas, se vea el sol del amanecer —‹‹Es
normal no verlo››.
—¡Carlos! —Carlos ya se iba. Le acaba de dejar sobre la mesa
unos papeles para su jefe: el pretexto—, preguntas cosas extrañas.
—¿Te molesto con mis preguntas?
—No, me gustan, son unas preguntas bonitas. Sólo que son
extrañas.
No se sorprendió, no se engañaba, el anterior amanecer vio cómo
esas ventanas crecían, efecto de su acercamiento; y hoy, al levantar la
persiana como cada mañana, el parquecillo se había estrechado y aquel
bloque de viviendas se hallaba más cercano, aun más cercano.
Aunque hoy… Se abría una ventana ausente de cortinas y
persiana: al fin un hueco en la muralla. Sus ojos penetraban, libres, en su
interior. Pensó que era normal, que llegaría el día en el que una de esas
ventanas se abriera, que su interior quedaría al descubierto, y si en su
interior había vida, esa vida le sería accesible, una vida cercana, hoy más
cercana.
Fue un instante, era la vida de aquella ventana, cruzaba huidiza y
paró frente a él; esa vida le miró, cruzaron sus miradas y desapareció;
continuó su camino para desaparecer tras los muros. Esto hizo que
aquella ventana se acercase aun más a él.
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¿Era normal que el edificio, todo el edificio de sus amaneceres se
le acercase más y más?, ¿qué cada mañana le apareciese más cercano?
¿Podría hacerle esa pregunta a Marta?: ‹‹No››. No podía hacerle tal
pregunta, ya le debía parecer lo suficientemente tonto como para
importunarla con semejante pregunta. El día lo pasó evitando a Marta:
así, no se vería tentado a pregúntale tamaña tontería.
¿Seguiría la abertura en el muro, la misma que ayer le permitió
entrar, ver? Le costó levantar la persiana aquella mañana: tenía miedo a
esa ventana ya abierta y ahora cercana, muy cercana. En su interior
aquella mujer protagonista del rápido fotograma de ayer, quieta, de
espaldas a la ventana. Carlos la observa, ve como se gira, sus miradas
vuelven a cruzarse, puede observarla con detalle y advertir unas lágrimas
deslizándose sobre sus mejillas, ella permanece quieta frente a él. Tal vez
su ventana, la de Carlos, sea la única ventana abierta frente a ella.
—¡Qué pregunta! Se llora por muchas cosas —‹‹No parece darle
importancia: se llora por muchas cosas››—. No, primero es el corazón. El
corazón, el estomago, se abre. Es un desgarro que no sangra: llora.
Primero llora el corazón, el estomago; luego lloran los ojos. Las lágrimas
de los ojos alivian el llanto del corazón.
No le pareció lo suficientemente concreta la respuesta de Marta, él ya
sintió en alguna ocasión aquella sierra abriéndole el estomago; tal vez
más sierra, más desgarro, porque no logró que sus ojos derramasen
lágrimas.
—La última vez… ¿por qué lloraste?, ¿qué motivó tus lágrimas?—
Se lo pensó. A Marta, la pregunta le parecía demasiado personal, casi
impertinente.
—Por amor —‹‹¿Amor? Será desamor. Aunque, sí, sí se llora por
amor›› —Pasé toda la tarde pegada al teléfono, esperaba una llamada
que nunca llegó. —‹‹Desamor, lloró por desamor››
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Las lágrimas que vio sobre esas mejillas, ¿eran por amor?:
‹‹¿Serían por desamor?›› En la noche, antes de meterse en la cama, miró
hacia aquella ventana todavía abierta. Sentada, con los codos sobre sus
piernas, con la cabeza apoyada sobre sus manos, y esas manos
tapándole la cara y seguro ocultando sus lágrimas, la mujer permanecía
quieta, desconsoladamente quieta.
Sus últimos pensamientos antes de quedar dormido fueron para
esa mujer, sus sueños para sus lágrimas; y desvelado, no esperó el
amanecer para levantar nuevamente la persiana y abrir la ventana.
Ya conocía las lágrimas: ¿Quién no? Conocía lágrimas de pena, de
alegría, lágrimas inconsoladas, de angustia, de zozobra, lágrimas de amor
y lágrimas de desamor, lágrimas propias, lágrimas de madre, de hermana,
lágrimas de su primer amor: en su primer amor, lágrimas comprendidas y
lágrimas incomprensibles, lágrimas compartidas y lágrimas ignoradas;
todas, lágrimas cercanas; todas, lágrimas conocidas. Tal vez, aquellas,
eran las primeras lágrimas desconocidas. Y ya no estaban, la misma
ventana, igualmente abierta; pero nada en su interior. Un interior vacío y
oscuro, tan cercano como ayer noche, tan cercano que sólo necesitaba
dar un pequeño salto para, salvando el alféizar, atravesar la ventana. Y si
anoche permaneció silencioso y quieto, si ayer retuvo el impulso de dar
aquel salto que le adentrara en el interior de aquella estancia, y así,
hablar, tal vez consolar a aquella mujer; ahora saltaba dispuesto a
encontrarla, encontrarse con ella.
Agitado, recorrió una casa silenciosa. Recorrió una tras otra todas
sus habitaciones, hasta llegar a la cocina. Allí, sobre el suelo, tendido,
descansaba su cuerpo, el de aquella mujer, desconocida, de sus lágrimas
desconocidas. Se inclinó sobre ella, pudo ver que sus pómulos, sus
mejillas, no recibían ya lágrimas. Tiró de sus brazos para arrastrar ese
cuerpo. Ya estaba nuevamente en la estancia cuya ventana abría la casa
Aquella ventana
al exterior. Se reclinó sobre ese cuerpo que inmóvil yacía en el suelo,
tomó su mano aun caliente, la palma de su mano buscó el corazón bajo
ese pecho inmóvil: todo era quietud. Sus manos acariciaron sus pómulos
ya secos y acercó su boca a su boca, notó sus labios aun húmedos y
cálidos, el aire de él no llegó a los pulmones de ella: siguió la quietud.
Estaba de rodillas, junto a ella, reclinado sobre ella, con la mano de ella
entre sus manos. Cayó sentado sobre el suelo, sin desasir esa mano,
quieto, sujeto por sus pensamientos.
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