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LA IMPOTENCIA POLITICA
Jean Paul Fitoussi (*)
Actualmente se piensa que el capitalismo ha triunfado sobre el socialismo. Esto puede ser cierto,
y la historia lo dilucidará. Pero de ninguna manera se puede afirmar que ha triunfado sobre la
democracia, es decir, sobre una búsqueda incesante de formas superiores de contrato social. La
concepción totalmente liberal del futuro parece estar fundada en un contrasentido. Los regímenes
comunistas del Este se derrumbaron precisamente porque no lograron la felicidad de la gente. Este
derrumbe es entonces una victoria de la democracia, más que de la economía de mercado.
Si el capitalismo, excluido lo político, se convirtiera en totalitario, correría el riesgo de
derrumbarse. Ya que en ningún otro período de nuestra historia –con la excepción totalmente transitoria
de los años treinta– las disfunciones de la economía mundial han sido tan graves como hoy: desempleo de
masas, miseria insostenible en cantidad de países en desarrollo y profundización de las desigualdades de
ingresos por habitante entre países. Esto no puede dejar indiferente a la democracia. Por nuestra
parte, no tenemos que olvidar que el sistema económico siempre es mediatizado por el régimen político y
que, en tal sentido, sólo pueden existir vías impuras, puesto que vivimos en democracias de mercado más
que en economías de mercado. En esta caracterización de sistemas, cada palabra es importante, ya que
cada una define un principio de organización diferente. Por un lado, el mercado regido por el principio
según el cual la apropiación de los bienes es proporcional a los recursos de cada uno –un peso, un voto–.
Y, por otro lado, la democracia regida por el sufragio universal –una mujer, un hombre, un voto–. Esta
contradicción había sido percibida desde el origen de la teoría política en la antigua Grecia. Nuestro
sistema procede entonces de una tensión entre los dos principios, el individualismo y la desigualdad, por
un lado, y por el otro, el espacio público y la igualdad, lo que obliga a la búsqueda permanente de un
entre–dos. Esta tensión es dinámica porque permite al sistema adaptarse y no romperse, como lo hacen
generalmente los sistemas regidos por un solo principio de organización –el sistema soviético–. Sólo las
formas en movimiento pueden sobrevivir, las otras se esclerosan.
Pero en esta tensión, una jerarquía normal de los valores exige que el principio económico esté
subordinado a la democracia, antes que a la inversa. Ahora bien, los criterios generalmente utilizados
para juzgar los fundamentos correctos de una política o de una reforma, son criterios de eficacia
económica. Ya hace casi veinte años, Dan Usher proponía utilizar otro criterio. Tal o cual reforma ¿es
apropiada para reforzar la democracia o, por el contrario, la debilitará? ¿Acrecentará la adhesión de la
población al régimen político o, por el contrario, la reducirá? Hoy es evidente que se trata del criterio
correcto. ¿Cuál sería el destino de una reforma a la que la gente no adhiriera? ¿Y en nombre de qué
pretendida eficacia se la obligaría a vivir en forma diferente a lo que desea? La democracia de mercado,
en el sentido en que yo la entiendo, supone una jerarquía entre sistema político y sistema económico y,
por lo tanto, una autonomía de la sociedad en la elección de la organización económica. La democracia no
es solamente un régimen político, sino un valor, mientras que el mercado es un medio que, por el
momento, ha demostrado ser compatible con la democracia.
Felizmente, las relaciones entre democracia y mercado no son solamente conflictivas, sino que
también son complementarias. La democracia, al impedir la exclusión por el mercado, aumenta la
legitimidad del sistema económico y el mercado, al limitar el dominio de lo político sobre la vida de la
gente, permite una mayor adhesión a la democracia. Amartya Sen ha demostrado en particular que, a
igualdad de recursos, no habría hambrunas en los regímenes democráticos. Es así como cada uno de los
principios que rigen las esferas política y económica encuentra su limitación en el otro.
En efecto, poca gente adheriría a la democracia si su destino dependiera enteramente del
resultado de cada votación. Sin embargo, de una forma a otra, toda sociedad debe decidir sobre quién
será rico y pobre, sobre quién mandará y será mandado, sobre quién ocupará los empleos considerados
generalmente como poco deseables. Confiar la distribución de riquezas y de empleos a la democracia,
sólo puede conducir a un resultado inestable que, en definitiva, cuestionaría la existencia misma de la
democracia. Este es un fenómeno conocido en teoría política con el nombre de problema de facciones.
Toda coalición puede deshacer lo que otra coalición ha hecho, ya que una minoría puede convertirse en
mayoría ofreciendo a ciertos miembros de la mayoría existente, una posición aún más envidiable si
adhieren a la minoría. Es un círculo sin fin que solo puede conducir a un cambio del régimen político.
Por lo tanto, deben existir otros sistemas de devolución –de equidad, en el sentido de Dan
Usher– independientes del juego político: por ejemplo, el sistema del mérito, el del mercado, el de la
economía social, etcétera. Un sistema de equidad debe cumplir dos condiciones: debe ser factible –es
decir, practicable– y aceptable. La factibilidad es una cuestión de grado: si la renta nacional se reparte
en un ciento por ciento sin la intervención de lo político, no queda lugar para lo político, por lo tanto
tampoco para la democracia. Si, por el contrario, el ochenta por ciento de sus ingresos dependiera del
resultado de una elección, los individuos formarían coaliciones, facciones, etcétera, que harían imposible
la vida democrática. Un sistema de equidad es, entonces, factible si una parte importante del ingreso de
cada uno está determinada por procesos no políticos. Un sistema de equidad es aceptable si no ocurren
circunstancias en que una mayoría relativa de ciudadanos percibiera que podría ganar a largo plazo si
cambiara de sistema, porque sería víctima en el presente de una exclusión relativa.
Por otra parte, nada en el mecanismo del mercado garantiza la inclusión o, si se prefiere, nada
impide la exclusión, a veces definitiva. El resultado más sólido de la teoría pura del capitalismo liberal
puede enunciarse así: en una economía regida por las leyes de la competencia pura y perfecta, donde el
gobierno se abstenga de toda intervención, el pleno empleo queda asegurado … entre los sobrevivientes.
No se trata de una broma. Este resultado ha sido científica y rigurosamente establecido. Su alcance es
considerable en tanto prueba exactamente lo contrario de lo que los ideólogos del liberalismo querrían
hacernos creer: 1a exclusión no es necesariamente la consecuencia de la disfunción de los mercados,
puesto que es compatible con el funcionamiento perfecto de estos mercados. Esto establece la
necesidad de la intervención del Estado en el juego económico.
La democracia, para que la economía de mercado sea aceptable, debe tener algo que decir en las
decisiones de devolución de rentas y de riquezas. Por otra parte, es difícil imaginar una decisión política,
ya sea referida a cuestiones internas o internacionales, que no tenga efecto sobre los ingresos de por lo
menos una categoría de agentes.
Existe en cada sociedad una pluralidad de sistemas de equidad cuya estabilidad a lo largo del
tiempo indica que los electores no desean cuestionarlos. Pero esta estabilidad es relativa, ya que el
trabajo lento y permanente de la democracia es el de corregir estos sistemas al margen, de manera que
puedan aparecer en un momento dado –por efecto de acumulación de decisiones políticas– bien alejados
del principio original que los define. En las democracias concretas de hoy, los aportes obligatorios nunca
han sido tan elevados, entre el treinta y cinco por ciento y más del cincuenta por ciento del ingreso
nacional. Esto significa que los gobiernos redistribuyen una parte importante de los ingresos primarios
percibidos por la población. Este aumento de fuerza de la redistribución no se ha hecho en un día.
Significa que el sistema que cuida la devolución de la renta, del empleo y de la riqueza integra a los
principios iniciales toda una serie de decisiones políticas tomadas bajo el imperio de la democracia
(sistema de protección social, estructura del régimen tributario, reglamentación del acceso a ciertas
funciones o profesiones, etcétera). En otros términos, los sistemas de equidad son manipulables por la
democracia con el fin de aumentar su aceptabilidad.
Este marco de análisis, por elemental que sea, permite reconsiderar dos cuestiones vinculadas,
enormemente discutidas hoy, la economía de mercado y la globalización, donde la primera es considerada
como el motor de la segunda.
EL HORIZONTE SUPERABLE
DE LA ECONOMÍA DE MERCADO
La economía de mercado, como ya lo he subrayado, aparece, en teoría, como el sistema
económico más eficaz para la producción de riquezas, dado que supuestamente provee los mejores
incentivos a los individuos y asegura espontáneamente el pleno empleo de los recursos. Es, por lo tanto,
para algunos, un sistema de equidad y convendría que la democracia no buscara corregir sus efectos. Por
ejemplo, Jacques Rueff, en ocasión de un estudio empírico sobre el desempleo inglés de los años veinte,
escribía en 1931 en un artículo célebre publicado por la Revue d'Économie Politique con el título El
seguro de desempleo, causa del desempleo permanente: “El error de razonamiento es aquí manifiesto: la
crisis no resulta del sistema capitalista, ya que solo apareció al instante y en los ámbitos donde se
impidió el juego del mecanismo característico del sistema del que se pretende demostrar la ineficacia
(la flexibilidad de los precios y de los salarios). Lo que prueba el desempleo inglés no es la impotencia del
mecanismo de los precios, sino, muy por el contrario, el hecho de que cuando se paraliza su
funcionamiento, ningún equilibrio económico podría subsistir”. Pero Jacques Rueff pide, por así decir, lo
imposible. El régimen político no puede atarse las manos y abstraerse de la presión de los electores, en
todo caso, no en democracia. En definitiva, correría el riesgo, reduciendo la aceptabilidad del sistema,
de verse brutalmente cuestionado.
Es por eso que Robert Barro deduce de esto, con mucha lógica, que la democracia no es el
régimen político mejor adaptado a la economía de mercado. El régimen político más favorable a la
eficacia se situaría, según él, a mitad de camino entre la dictadura absoluta y la democracia. A partir de
que lo esencial para la eficacia económica es que los mercados sean libres y que se garanticen los
derechos de propiedad, el régimen político ideal es el que permite alcanzar mejor estos objetivos. AI
respecto, la democracia implica serios inconvenientes: tendencia del voto mayoritario a sostener
programas sociales que redistribuyen los ingresos de los ricos hacia los pobres; poder político de los
grupos de presión que les permite obtener ventajas que significan otras tantas distorsiones económicas.
Por el contrario, como afirma Barro, “nada impide en principio a gobiernos no democráticos mantener las
libertades económicas y la propiedad privada. Un dictador no esté forzado a comprometerse a una
planificación centralizada. Hay ejemplos recientes de democracias que acrecentaron las libertadas
económicas, como el gobierno de Pinochet en Chile, la administración de Fujimori en Perú”. Por cierto, los
dictadores pueden jugar otro juego; ese es el motivo por el que el desarrollo de las libertades políticas,
cuando las mismas son inexistentes, puede hasta un cierto punto aparecer como favorable al
crecimiento. En ese caso, las libertades políticas permiten controlar el poder del dictador, impidiéndole
favorecer en exceso su fortuna personal. Pero más a11á de este nivel, que para Robert Barro
corresponde aproximadamente al alcanzado por México y Taiwán, el desarrollo de las libertades
políticas es desfavorable al crecimiento. “Cuando la libertad política ha alcanzado un determinado
umbral, una expansión suplementaria de la democracia, crea entonces fuertes presiones para el
desarrollo de programas sociales que redistribuyen las riquezas. Estos programas debilitan los
incentivos a la inversión y al esfuerzo, y son, por lo tanto, desfavorables al crecimiento”.
Esta es efectivamente una manera de ver las cosas, pero solo una manera. Representa una
curiosa regresión. La doctrina del laissez faire requeriría hoy de un dictador para ser puesta en
funcionamiento de forma eficaz, cuando fue concebida para acabar con el Leviatán. En síntesis, “el
dogma se apropió de la máquina educativa; se convirtió en la máxima de los cuadernos escolares. La
filosofía política que los siglos XVII y XVIII forjaron para desembarazarse de reyes y prelados, se ha
transformado en leche para niños, y ha literalmente entrado en la guardería infantil”, escribía Keynes.
La cuestión de la eficacia espontánea de la economía de mercado está hoy, así como lo estaba
ayer, siempre en debate. Y hay muchos economistas, incluso los creadores de la teoría pura de la
economía de mercado, que no están listos para una conclusión de esa naturaleza. Pero este artículo no se
propone un debate sobre teoría económica. Yo tengo mis propias ideas sobre este debate y son
decididamente intervencionistas, en aras de la propia eficacia. Pero fundamentalmente, la política social
no es, en nuestros sistemas, un simple apéndice de la política económica, sino que es consubstancial de la
democracia. En otros términos, el sistema de equidad que provee el mercado no puede ser más que
parcial y debe ser manipulable por la democracia, puesto que lo que se cuestiona es su aceptabilidad y,
en consecuencia, la supervivencia del régimen democrático.
Es nuestro deber constatar que el trabajo de la democracia sobre el sistema de equidad
provisto por el mercado no confirma en nada la hipótesis según la cual las más mínimas intervenciones
favorecen, siempre y en todas partes, a la eficacia económica. Dado que lo que impacta en la observación
del mundo desarrollado es que cada país parece caracterizado por una estructura institucional
diferente –una combinación que le es propia entre las esferas privada y pública– y que, sin embargo,
todos son casi igualmente ricos. Hay períodos en que algunos países avanzan más rápido que otros, pero
por definición, ninguno lo ha hecho en todos los períodos, ya que de otro modo se hubiera abierto una
fosa entre ellos. No obstante, las rigideces que se estila denunciar en algunos países, en particular en
Francia, habrán debido conducir a un empobrecimiento. Y éste no ha sido el caso. Lo que muestra que
pueden aportarse soluciones diferentes a un mismo problema económico, algunas menos igualitarias que
otras. Pero la persistencia del desempleo de masas en Europa produjo un cieno desarrollo intelectual que
frecuentemente condujo a erigir en modelo la experiencia de otros países. Es así como, en particular, los
europeos habrían ganado en ser, por turno, franceses en los años sesenta, suecos o japoneses en las
años setenta, alemanes en los ochenta, anglosajones a holandeses en los noventa. La nacionalidad de los
dos mil es aún indeterminada. Pero cada experiencia de país es singular: se inscribe en una tradición, una
cultura y un sistema antropológico específicos. El trabajo permanente de la democracia es lo que ha
conducido a cada país a elecciones específicas en estos ámbitos. Prohibir la diversidad de estas
elecciones significaría restringir el espacio de la democracia.
La sucesión cronológica de los modelos nacionales muestra que las sociedades tienen una libertad
mucho mayor de lo que se cree, o se dice, para elegir el grado de solidaridad que corresponde mejor a su
cultura, definiendo un sistema de equidad donde el mercado sólo tenga un papel limitado. En particular,
dos estudios han mostrado que la diversidad de las formas institucionales en los países de la OCDE no
parecía tener más que efectos menores sobre las variables habitualmente utilizadas para medir la
eficacia. Estos resultados concuerdan más con la opinión según la cual el capitalismo es suficientemente
sólido como para permitir la persistencia de las diferencias entre instituciones del mercado de trabajo,
que con la de que todas las economías deberían convergir hacia una única estructura institucional.
Robert Lucas, el fundador de la nueva escuela clásica, afirmaba que nada impedía a quienes son
calificados como desempleados instalar puestos de venta de manzanas en cada esquina y convertirse con
esto en personas empleadas. Quienes hayan visitado los mercados rusos en la primera mitad de los años
noventa pueden fácilmente comprender lo que quiere decir. Empujados por la necesidad, la mayoría de
los vendedores sólo podían ofrecer mercancías personales, ya fueran provenientes de sus jardines o de
la acumulación de objetos durante su vida: algunos vendían las tan escasas verduras; otros, cubiertos
desparejos o ropa vieja, etcétera. Se vivía una sensación infinita de tristeza por la gran distancia entre
su dignidad y la extraordinaria dificultad de su existencia. ¿Es normal que en tales circunstancias los
economistas sólo consideren los indicadores estrictamente económicos de la situación rusa? Poco
importa que la inflación haya sido vencida, los déficit eliminados, que el crecimiento haya retornado, si,
como lo destacó Amartya Sen, la esperanza de vida conoce una caída brutal y amplia. Las situaciones
extremas son siempre, en economía, de una gran enseñanza.
Robert Lucas se refería en forma alegórica a la existencia de un tipo de solución al problema del
desempleo. Pero se hace evidente por qué esto es motivo de debate. ¿No existen acaso soluciones más
dignas y que una sociedad se enorgullecería más en adoptar? Aún cuando la solución del mercado pudiera
de hecho ser puesta en práctica –y esto es objeto de un intenso debate teórico– ¿no tienen los
economistas el deber do buscar otras menos despiadadas? Sin embargo, se aprende algo esencial de la
solución propuesta, y es que esta solución puede llegar al resultado buscado si la sociedad tolera las
desigualdades más grandes. Se percibe entonces bien que existe una multiplicidad de soluciones, y que
en la práctica, cada país pone en marcha la que mejor se corresponde con su cultura. Es decir que la
democracia de mercado no designa un sistema único, sino más bien un régimen donde el sistema
económico obedece a una determinación política. La variedad de elecciones sociales en cada país
garantiza por lo tanto la pluralidad de las formas que toma la democracia de mercado.
GLOBALIZACIÓN Y DEMOCRACIA
Se podría describir a la historia de los últimos treinta años, de manera acelerada, con una
alegoría. Un lugar que reuniera a las poblaciones de Europa en vísperas de la globalización: se perciben
diferencias de riqueza, de ingresos, de categorías sociales. Pero sean cuales fueren las dificultades de
la vida cotidiana, todos están integrados socialmente, todos tienen empleo y prevén un aumento de sus
ingresos en el curso de su vida. Todos perciben también que sus hijos tendrán un futuro mejor. Durante
una noche se produce la globalización. A1 día siguiente, todos –exactamente los mismos– se
reencuentran en este lugar. Algunos –una pequeña cantidad– se enriquecieron considerablemente. Otros
–en mayor cantidad– ganaron seguridad, hablan con términos cultos y están mejor alimentados porque
propagan el dogma que los primeros les han ordenado enseñar: no hay alternativa. Una fracción no
desdeñable de clases medias perdió mucho y teme por su porvenir y por el de sus hijos. Una muy
importante minoría está desempleada o reducida a la pobreza. Los ganadores dicen entonces a los
perdedores: “Sentimos sinceramente la suerte que les toca, pero las leyes de la globalización son
despiadadas y es necesario que se adapten renunciando a las protecciones que les quedan. Si quieren que
la economía europea continúe enriqueciéndose, tienen que aceptar una mayor precariedad. Este es el
contrato social del futuro, el que hará reencontrar el camino del dinamismo”. Este mensaje,
evidentemente, es inaudible, en todo caso en democracia, y esta alegoría hace aparecer a la
globalización como lo que es: una coartada, un discurso retórico. Los ganadores, como saben que los
dados del destino cayeron a su favor, no quieren participar más en el sistema de protección social.
No quiero decir con esta alegoría que el pasado representara la edad de oro. La nostalgia no es
una herramienta de análisis. Durante los Treinta años gloriosos, la población del mundo era mucho más
pobre que hoy, y las condiciones de vida, incluso en los países desarrollados, mucho más difíciles. Quiero
subrayar un elemento mucho más cualitativo: en ese pasado, la gente tenía un porvenir. El político
cumplía su misión de mostrar el camino, de escenificar el futuro. Hoy, lo que prevalece es una sensación
de incertidumbre. La autonomía de lo económico y las limitaciones que supuestamente impone a la
decisión política reducen el campo de la seguridad colectiva que representa la democracia.
El doble triunfo del individualismo y del mercado obligaría entonces a reducir las pretensiones
redistributivas de las sociedades –la
resistencia del contribuyente– y las pretensiones intervencionistas de los gobiernos. La búsqueda de la
estabilidad de los precios y del equilibrio presupuestario –a gastos públicos decrecientes– serían las
únicas políticas propias para calmar los mercados. Se trata en este caso de componentes del liberalismo
corriente. No tengo nada contra el liberalismo, siempre que sea objeto de una elección explícita,
políticamente asumida, como es el caso en los países anglosajones. Pero generalmente, esta elección es
presentada como una obligación que se impone implacablemente al conjunto de los gobiernos europeos
continentales. No hay alternativa.
Ahora bien, diversos estudios muestran precisamente que tal evolución no tiene nada de
ineluctable, y que el capitalismo se aviene a una gran diversidad de instituciones y políticas. De entre los
países cuyos aportes obligatorios son más elevados, algunos han logrado perfectamente dominar el
desempleo y otros no. La resistencia de los contribuyentes tiene entonces un buen pretexto.
La globalización no solo aumenta en el sistema de equidad la parte del mercado y reduce la de la
democracia, sino que lo hace en nombre de la eficacia del mercado y de un orden superior al de la
democracia. A esto se convino en llamar la impotencia de lo político. En efecto, el cambio del sistema de
equidad no procede de una decisión política –en cuyo caso correspondería al voto de las poblaciones– sino
de una coacción exógena que se impondría a la democracia. La legitimación de esta coacción sería la
eficacia –lo que ya, en sí, es discutible–, aunque conduce a invertir la jerarquía normal de los valores: la
eficacia primero y luego, a título residual, la democracia.
Lo que suscita tanta acrimonia contra la globalización es esta sensación de tener que ratificar
una elección que no han hecho, que no les conviene. Esta acrimonia tendría razones de ser aun si la
elección impuesta fuera la más atinada. La legitimación del crecimiento de las desigualdades entre los
países y en el seno de cada país por la globalización –¿principio trascendental?–debilita a la democracia y
hace un muy mal servicio a la globalización misma. La globalización en sí no es un problema, ya que puede
originar beneficios importantes, pero al producirse en un desequilibrio de las relaciones de fuerza entre
actores, engendra sufrimiento social.
La ideología hace que sigamos percibiendo a los mercados como lugares ficticios de coordinación,
en tanto que son el lugar de relaciones de fuerza, cuando no son mediatizados por los Estados. Pareciera
que se ha olvidado que ya en la Edad Media se hacía la diferenciación entre el principio de mercado y el
mercado concreto, cuyo funcionamiento exigía la intervención del poder público.
Ocurre que, como en la Belle Époque, lo que nuestro período da como espectáculo es que las
evoluciones en curso provocan ganadores y perdedores, que a veces la ganancia es tan grande que se
vuelve casi
imaginaria, es del orden del concepto más que del de la realidad. ¿Cómo dar sentido a la constatación
estadística según la cual la fortuna de un puñado de personas superaría la renta de países poblados por
cientos de millones de habitantes? No corresponde a una representación concreta posible del infinito.
Pero lo que aparece aún más evidente, es que las ganancias y las pérdidas en el seno mismo de las
naciones no son distribuidas de manera aleatoria, que existen ganadores y perdedores sistemáticos,
incluso, podríamos pensar, estructurales. ¿Cómo podría la democracia emprender una acción con
semejante resultado, sin pensar en el avance de los medios para remediarlo? ¿Se trata de una cuestión
de soberanía o de imprevisión?
Imaginemos un mundo ideal donde se aplicaran los principios democráticos. Entre tales
principios, hay uno que parece a la vez evidente y esencial, y que propongo calificar como Principio de
compensación: los gobiernos deberían implementar reglas o instituciones que aseguren que las ganancias
de unos sean parcialmente utilizadas para compensar las pérdidas de otros, dado que los primeros, así
como los segundos, son consecuencias de una decisión tomada en nombre de la colectividad. En un mundo
de este tipo, la globalización de los intercambios aparece como una sabia decisión, y no hay ningún
conflicto entre democracia y globalización. La segunda da nacimiento a un excedente que la primera
distribuye de manera que nadie sufra la pérdida neta. El principio es de aplicación más compleja de lo
que parece, ya que lo que hay que tener en cuenta son las ganancias y las pérdidas actualizadas, y que
algunas son transitorias y pueden ser más que compensadas en el tiempo. Se puede imaginar que un
principio de este tipo fue aplicado luego de la Segunda Guerra Mundial en todo el mundo industrializado:
la internacionalización de las economías fue acompañada, en efecto, por el desarrollo de la segundad
social.
¿Pero en qué punto nos encontramos hoy? La apertura de las economías favorece por definición a
los factores más móviles, no sólo al capital financiero, sino también a ciertos tipos de saber: cuando se
abren las puertas, sirve primero a los intereses de quienes son potencialmente capaces de salir. Aparece
un excedente que no perjudica a la colectividad, ya que la creación de una nueva facultad, incluso si no
mejora la suerte de algunos, no se hace necesariamente a expensas de los demás. Hay pocas evoluciones
estructurales que no tengan efectos asimétricos sobre el destino de las personas, pero ésta no es una
razón suficiente para oponerse. El problema solo se plantea si las categorías a las que favorecen las
mutaciones pretextan estas ventajas para obtener nuevas. La población de los sedentarios se vería así
llamada a pagar su parte a los ganadores. El principio de compensación se aplica entonces a contrapelo,
no debido a la globalización misma, sino por el debilitatamiento de la idea republicana.
Y esto es lo que, de hecho, ocurre hoy, de manera insuficientemente rápida a los ojos de algunos,
a punto tal que Europa continental se vería amenazada con la declinación. En todas partes el mismo
suspiro: el país se está vaciando de sus fuerzas vivas, está perdiendo sus elementos más brillantes. No
sólo las grandes fortunas, sino también los jóvenes mejor formados o simplemente las personas más
competentes, a quienes la globalización abrió nuevas perspectivas, prefieren instalarse en otra parte
por razones fiscales. Para detener esta hemorragia a insuflar un nuevo dinamismo, no hay otra solución
que bajar los impuestos pagados por los altos ingresos. Fantasía o realidad, esta huida de fortunas y de
cerebros destinaría al fracaso todo intento de aplicación del principio de compensación: la globalización
crea perdedores y ganadores, y no tendríamos otra elección que la de procurar que los ganadores sean
recompensados, por añadidura, con una prima suplementaria pagada por los perdedores, ya que quienes
ven que se les ofrecen nuevas oportunidades, en particular por decisión do la República, desean reducir
su participación en las cargas de la Nación. Estas cargas deben entonces, aun más que en el pasado,
basarse en los demás, a quienes la globalización no procura ningún favor. Es por eso que finalmente no
habría más solución que la de reducir estas cargas y, principalmente, los seguros ofrecidos a la
población. Tal como lo escribe Hans Werner Sinn: “Todo país que tratara de mantener el Estado de
bienestar quebraría, porque se vería confrontado a una emigración de los más afortunados, que
supuestamente son los pagadores, y a una inmigración de los desafortunados a los que se considera como
beneficiarios del sistema”.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Es entonces en cuanto principio trascendental de organización de las sociedades, que la
globalización no hace buena pareja con la democracia: modifica el sistema de equidad en curso en los
diferentes países, sin que esta modificación haya sido objeto de una elección explícita claramente
debatida, y restringe el espacio de las decisiones colectivas, de la seguridad social, de la redistribución,
de los servicios públicos. Por lo menos es así como es vivida y pensada. Sin embargo, nada en las
evoluciones observadas a partir de la Segunda Guerra Mundial convalida la creencia según la cual la
búsqueda de la cohesión social sería un obstáculo para la eficacia económica. por el contrario, en todas
partes, pero bajo formas diferentes, la democracia ha sabido imponer las instituciones de solidaridad. Y
las sociedades más solidarias no son, ni mucho menos, las de menores resultados. La apertura de los
países a los intercambios internacionales se ha visto acompañada por el aumento de poder de los
sistemas de protección social. No es entonces esta apertura lo que hay que cuestionar, sino un discurso
retórico de legitimación de un capitalismo liberal y dominador que considera a la democracia y a lo
político como obstáculos al desarrollo, en flagrante contradicción con los hechos. El verdadero problema
es que esta ideología –más del mercado que de la globalización– ha penetrado en todas las mentes.
Aquellos que no la defienden, se resignan a intentar salvar lo que puede ser salvado. Habría, por el
contrario, que inventar un nuevo porvenir, debatir claramente en la plaza pública, y volver a dar así a la
democracia el vigor que nunca debió perder.
(*) Presidente del Observatorio Francés de Coyuntura Económica (OFCE). Profesor del Instituto de
Estudios Políticos de Paris.