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Desde sus primeras muestras individuales en los años '60, la trayectoria de Héctor Borla (1937-2002), se desarrolló
siempre por series con núcleos temáticos. En 1971, presentó en Londres, «Sobres y personajes clásicos», con
figuras y escenas de Botticelli, David, Ingres, Rafael, Van Eyck, entre otros. Dos años más tarde, realizó sus 17
variaciones sobre «La Grande Baigneuse», de Jean-Dominique Ingres, en la que se reencontró con su
preocupación fundamental, la figura humana.
Pero la riqueza visual de su arte se destaca indiscutiblemente a partir de su serie «Enrique VIII y sus mujeres»,
1976. Borla reproduce, en el siglo XX, condiciones técnicas y semióticas de producción, utilizando una técnica
renacentista. Esta tarea de desarrollar dos discursos diferentes a través de una reproducción de condiciones lo lleva,
por un lado, al logro de una imagen figurativa aparentemente similar a los retratistas de la corte (condiciones
técnicas) y por otro lado revive aspectos que caracterizaron e interesaron al espectador del siglo XVI.
Entre el discurso de los flamencos y la recreación de Borla, además del problema real del tiempo, existe lo que un
lingüista denominaría transformación. Esta transformación interdiscursiva permite comprender el sentido de su
mensaje: una metáfora en el sentido lacaniano, es decir un síntoma. Para Lacan los síntomas son metáforas del
inconsciente. Borla diseña síntomas (signos) de la época y los recrea cuatro siglos después: esa es la ironía, el leit
motiv presente en todas sus obras, que se expondrán la semana próxima en el Museo de Bellas Artes.
• Concepto
Decodificar su obra exige situarse primero, en los hechos históricos pseudo-objetivos: el mismísimo Enrique VIII y
sus mujeres, Catalina de Aragón, Anne Boleyn, Jane Seymour,Anne of Cleves, Catherine Howard y Catherine
Parr, no son situaciones, retratos, sino la abstracción, la generalización, el concepto, la idea de esas situaciones o
historias.
Los íconos de Borla (sobres, retratos parciales o totales) son una clase de signos especiales que remiten a través de
una doble articulación a otras imágenes. Desde este punto de vista icónico hay tres elementos susceptibles de
discriminación: primero, el desarrollo tridimensional de sus sobres donde emergen las figuras de telas casi
preciosistas. Segundo, las imágenes representadas en las estampillas son los retratos al estilo de la reforma, de los
hijos de Enrique VIII -con la correspondiente esposa-, cuando los hubo, o paisajes en su reemplazo, cuando no los
tenían. Finalmente un conjunto de imágenes con una característica común: la ironía.
No es por casualidad que un historiador objetivo como Pijoan (en «Historia General del Arte») daba como rasgo
común de los pintores del renacimiento alemán el sentido irónico de sus retratos. Cuando Holbein pinta las
imágenes de Enrique VIII, refleja irónicamente en sus imágenes la corte de Inglaterra. Borla reitera esta ironía,
hace una vuelta de tuerca y deja lo irónico al desnudo amplificándolo pues no le teme al enojadizo y peligroso
Enrique VIII.
Es destacable la síntesis metafórica del lenguaje de Borla. Los retratos, los detalles del encaje de una manga
cortesana, los sobres con volumen, las estampillas en relieve, los sellos de correo, configuran la estructura de un
típico discurso metafórico. Una de las preguntas que se hace el espectador frente a esta serie de retratos, es el porqué
de la insistencia del artista con los sobres y estampillas -elementos no tradicionales-fundidos en retratos
aparentemente renacentistas. Las cartas son verdaderas metáforas de transposiciones temporales; es el vehículo
utilizado por el pintor para acortar las situaciones imaginarias fantaseadas por el espectador llevado por Borla a
establecer comparaciones a más de cuatrocientos años de distancia.
La imitación diferencial, la nitidez del dibujo y la visión «bajo la lupa», propias del manierismo, son algunos de los
modos preferidos de Borla. En sus revisiones de los maestros de la pintura, acudió varias veces a Jean-Auguste
Dominique Ingres (1780-1867), uno de los creadores más curiosos en la historia del arte. En 1970, Borla presentó
su versión del célebre «Retrato de Mademoiselle Rivière» (1805), y en 1973 exhibió diecisiete variaciones sobre
«La Grande Baigneuse» (1808).
• Derivaciones
A mediados de los años 80, en un deseado y plausible retorno a ese discurso en el que alcanzara sus mejores logros,
Borla redescubrió once retratos pintados por Ingres entre 1807 y 1859, y su famosa «Odalisca con esclava» de
1839. Como Ingres, Borla domina la técnica y el arte del dibujo, maneja el color con destreza, pero las doce telas,
no son una copia ni un remedo ingenioso de las telas del artista francés. Son derivaciones, recreaciones, en las que
denota y connota su presencia a partir de las obras originales, de las cuales toma algunos rasgos sobresalientes.
Pero Borla no es un imitador: las formas son recreadas, son un punto de partida, como podría ser un modelo natural.
Los rostros son pequeños, y enormes las otras partes del cuerpo (torsos, brazos, manos), contrariando las minuciosas
proporciones de las telas de Ingres. Los peinados y tocados son más grandes. Las similitudes en cuanto a caras y
expresiones nunca llegan a la analogía, y lo mismo ocurre con las ropas y las alhajas. Sin embargo, Borla ha
buscado y conseguido, mediante un trazo firme y más drástico - más hiperrealista-, una identidad con el modelo, una
identidad con el pintor.
En sus «Paños», 1996, trabajó los efectos de la luz sobre diferentes géneros y, gracias a una disposición armónica,
los pliegues y múltiples curvas, planos y volúmenes se convierten en otras tantas pinturas que casi llegan a la
abstracción. Borla pinta, en fin, en el siglo XX con las formas que tipifican los artistas del 1500.